Capítulo 1
1917
Jorge V, rey de Inglaterra, ya no es de origen alemán
Londres, martes 17 de julio de 1917. El gabinete de trabajo del rey Jorge V. La Primera Guerra Mundial había empezado hace casi tres años. Estamos en el 348 día de combates, sufrimientos, esfuerzos, victorias pagadas muy caras y trágicos fracasos. Del 21 de febrero al 15 de diciembre de 1916 la batalla de Verdún —trescientos días de lucha sin cuartel— ya se ha cobrado la vida de trescientos mil hombres, franceses y alemanes. Varios acontecimientos ligados al conflicto han agravado la situación de los aliados antes de modificarla en un sentido positivo. En Francia se han producido movimientos pacifistas, motines y huelgas en las fábricas de armamento, sobre todo en enero y en mayo, que han socavado la moral de la tropa y que han comprometido la estrategia de las operaciones. Varios cabecillas han sido ejecutados en los regimientos de Infantería. En Irlanda el levantamiento popular del 24 de abril, día de Pascua, liderado por nacionalistas contra Gran Bretaña, se ha reprimido a sangre y fuego. En esa insurrección el gobierno de Londres ha denunciado una maniobra de Berlín. Esos movimientos son consecuencia de la Revolución rusa, que ha estallado a principios de marzo y que ha provocado la abdicación del zar Nicolás II, cuya esposa es una nieta de Victoria y cuyo imperio se había comprometido desde el verano de 1914, tal como estaba acordado, al lado de los franceses, pero también de los británicos. Un mes más tarde, a principios de abril, Estados Unidos ha entrado en guerra contra Alemania y sus primeros contingentes han llegado en junio. En cierta forma la guerra deja de ser europea, puesto que América viene a combatir al Viejo Continente, especialmente a Francia al grito de La Fayette, nous voilà![1].
Pero desde el comienzo de las hostilidades la opinión pública británica sentía un fuerte rechazo hacia todo lo germánico, incluidos los perros, los famosos pastores alemanes. Como durante la ocupación de Alsacia y Lorena por el imperio de Guillermo II, comer chucrut podía considerarse un acto de sabotaje... La misma palabra Sauerkraut había sido sustituida por una expresión sorprendente, liberty cabbage, «la col de la libertad»: ¡un destino inesperado para ese modesto vegetal! De entrada un allegado de la familia real había sido víctima de este boicot: el primer lord del Almirantazgo, el almirante Battenberg, padre del futuro virrey de las Indias, lord Louis Mountbatten. El nombre del comandante en jefe de la Royal Navy sonaba demasiado germánico. Y en todo el imperio parecía absurdo que el soberano que residía en Buckingham Palace fuese de origen alemán. Además era el colmo que la guerra opusiera directamente a dos de los nietos de la legendaria reina Victoria: en efecto, ¡Guillermo II y Jorge V eran primos hermanos!
En el verano de 1914, décadas de resentimiento y desconfianza, envueltas en alianzas circunstanciales con algunas bodas incluidas, habían sido pulverizadas por los intereses superiores de los estados, por no mencionar el interés de los «fabricantes de cañones». Esa extraña situación no era más que la prolongación de un embrollo dinástico que cuando estalló la Primera Guerra Mundial se mantenía desde hacía exactamente dos siglos.
DESDE 1714 LOS REYES DE INGLATERRA SON... ALEMANES
En su larga historia la Corona británica ha conocido varias dinastías desde Guillermo el Conquistador, el vencedor de Hastings en 1066. A los reyes normandos les sucedieron las casas de Plantagenet, Lancaster, York, Tudor y Estuardo hasta 1714. En esa fecha es un elector de Hannover, lugar en el que nació en 1660, quien ocupa el trono de Inglaterra con el nombre de Jorge I. Este monarca es biznieto de Jacobo I, un Estuardo, y representa el linaje protestante más próximo a la dinastía anterior, pero sólo Jacobo I había sido católico. Jorge I no domina la lengua inglesa y se interesa más por su país de origen que por Inglaterra, donde procura residir lo menos posible. De su reinado data la tradición según la cual el gabinete depende esencialmente del Parlamento en vez de estar sometido a la voluntad del rey. El desarrollo del parlamentarismo al otro lado del canal nace en esa época. Cuatro soberanos más tarde, la reina Victoria sólo tiene 18 años cuando en 1837 sucede a su tío Jorge IV, un dandi aquejado de todos los vicios y desacreditado por completo a causa del aroma a escándaloa escándalo que rodea su vida. Del reinado prestigioso y excepcionalmente largo de Victoria, lo que debemos retener aquí es que estabiliza la monarquía y que el castillo de Windsor se convierte en su remanso de paz, aunque desde su acceso al trono en 1837 Victoria ha convertido Buckingham Palace en la residencia oficial del soberano británico[2]. En Windsor vive y recibe. A la fortaleza muy restaurada le confiere una celebridad definitiva. Ese castillo, único en todos los sentidos, está tan ligado a su felicidad como a su autoridad. En el momento de su entronización Victoria es considerada caprichosa y un poco alocada, lo cual perjudica al prestigio de la monarquía, que es frágil y controvertida. ¿Acaso no es la nieta del «rey loco», Jorge II, otro Hannover, que había perdido a la vez la razón y las colonias de América en el transcurso de su guerra de independencia apoyada por Luis XVI?
Victoria es pequeña, pero su metro cincuenta es un concentrado de energía e inteligencia. Rápidamente la soberana se propone y consigue ser amada y respetada. Se impone por su autoridad, su trabajo de representación y sus cualidades. A los 11 años había escrito: «Seré buena». Presentía que sería reina, ya que, al subir al trono su tío Jorge IV, Victoria de Hannover se convirtió en presunta heredera. Coronada en la abadía de Westminster el 28 de junio de 1838, la joven reina se arroga tres derechos esenciales que ningún gobierno, sea conservador o liberal, le podrá retirar: «el derecho a ser consultada, el derecho a impulsar y el derecho a advertir». Sin ser personalmente todopoderosa, encarnará el poder.
Tras los lamentables errores de sus predecesores Victoria dará un nuevo rostro a la Corona y le aplicará un adjetivo: existe una era victoriana igual que hubo una época isabelina. Si la monarquía victoriana nos parece mecánica y a veces impersonal, es porque tenía que ser estirada para protegerse y fortalecerse, en dos palabra para imponerse.
LA REINA VICTORIA LANZA UNA MODA: ¡SE CASA DE BLANCO!
La joven Victoria libra un combate para borrar de su reino toda huella continental. Por esa razón la reina expulsa de la corte a su madre, que sigue siendo demasiado alemana. Son muchos los pretendientes que la cortejan, pero la joven apodada «rosa de Inglaterra» sólo se puede casar con un protestante. Es Leopoldo I, el primer rey de los belgas, el que mueve los hilos. También él procede del rico vivero de Sajonia-Coburgo-Gotha, que ya ha trenzado varias alianzas con la Casa Real de Gran Bretaña. Y antes de ser elegido rey de los belgas en 1830, Leopoldo había sido el esposo fugaz de la princesa Carlota Augusta, hija única del príncipe regente, el futuro Jorge IV. En Windsor fue donde Victoria cayó rendida a los encantos de su primo Alberto, el 10 de octubre de 1839, y escribió en su diario: «Alberto es asombrosamente guapo. Es muy amable y nada afectado. En una palabra: fascinante».
El domingo 10 de febrero de 1840 Victoria se casa con Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha después de una indispensable formalidad en el registro civil, ya que el gobierno y el Parlamento se han apresurado a votar un bill de naturalización del marido. La reina no se casa con un extranjero, sino con uno de sus súbditos. Introduce una novedad al darle el título de Alteza Real y el rango de mariscal, pero también al reducir su lista civil de 50.000 libras anuales a 30.000, que era la cantidad concedida hasta entonces a las esposas de los anteriores monarcas. Victoria, que simbolizará tantas tradiciones, empieza transgrediéndolas: envuelta en satén y encajes, la reina se casa de blanco, inaugurando esta moda en Occidente. Y para decidir de una vez por todas el estatus protocolario de su esposo decreta que vendrá inmediatamente detrás de ella, «salvo que el Parlamento le asignase otro rango». Si bien, oficialmente, Victoria se casa con un inglés, la corona de rosas y flores de azahar entreveradas con una brizna de mirto que lleva es una vieja costumbre alemana. Por primera vez una reina de Inglaterra se casa según el rito anglicano, puesto que María Tudor era católica, Isabel I se mantuvo soltera y Ana Estuardo ya era la esposa de Jorge de Dinamarca cuando accedió al trono en 1702.
Fue en Windsor donde la joven reina quiso pasar unos días de luna de miel con su querido Alberto, una innovación para la época. A pesar de una migraña tenaz a la mañana siguiente escribe: «¡Qué felicidad tener un marido como él!». Se comprende por qué Windsor fue desde entonces tan apreciado por la familia real...
El 10 de octubre de 1844 Victoria recibió a Luis Felipe de Francia, y al día siguiente se sirvió un gran banquete en la sala de Saint George. El rey de los franceses le regaló a la soberana la carroza de asientos azules en la que había llegado y este carruaje tirado antaño por cuatro caballos se conserva hoy en los establos reales de Buckingham Palace. Nicolás I de Rusia, el «zar de hierro», que se consideraba el gendarme de Europa, llegó en visita oficial y, afectado a su vez por la anglomanía entonces muy de moda, se fue con la idea de construir un cottage en el parque de su palacio de Petrovoretz a orillas del mar Báltico.
EN WINDSOR NAPOLEÓN III JURA FIDELIDAD A LA REINA DE INGLATERRA
Tras algunas reticencias, pero seducida al final por el encanto de Napoleón III y la elegancia de la emperatriz Eugenia, Victoria los invitó a Windsor el 18 de abril de 1855, una época en que Inglaterra y Francia eran aliadas en la guerra de Crimea contra Rusia. En la magnífica capilla de San Jorge la reina Victoria honró al emperador de los franceses otorgándole la cinta azul de la Jarretera, la más distinguida de las condecoraciones, que se remonta al siglo XIV y cuya divisa, no menos distinguida, es Honni soit qui mal y pense. ¿Qué pensaría el tío del recipiendario, es decir Napoleón I? Su sobrino prestó juramento de fidelidad... a la reina de Inglaterra, y en aquella época, el último monarca francés que entró en esa orden, que se reúne una vez al año en Windsor, fue un Borbón, Luis XVIII, entonces exiliado. Al menos Napoleón III estaba en el poder... y era sinceramente anglófilo.
Pero ofrecer luego a los soberanos franceses un baile en la espléndida sala gótica contigua (30 metros por 14) de los años 1820-1830 planteaba un serio problema diplomático, ya que el nombre oficial de la sala es «Waterloo» y está decorada con los retratos (pintados por Thomas Lawrence) de los principales reyes, dirigentes políticos y jefes militares que contribuyeron a la derrota final de Napoleón en 1815. Recibir allí al sobrino del adversario más conspicuo de Inglaterra recordando su derrota en Waterloo era algo embarazoso. Los servicios del protocolo borraron el insulto que representaba el nombre de «sala Waterloo», y mientras duró el acto ésta se convirtió en la «sala... histórica». La denominación era hábil y no podía ofender a nadie, puesto que toda cena en Windsor es una página de historia[3].
La unión de Victoria y Alberto fue dichosa, bendecida por nueve hijos, pero quedó rota por la muerte prematura del príncipe consorte en 1861. Victoria se mostró inconsolable y cayó en una apatía rayana en la sinrazón. Envolviendo en adelante su figura oronda en crepé negro, Victoria, la reina viuda, que su primer ministro favorito Disraeli hizo proclamar emperatriz de las Indias en 1877, era un formidable ejemplo de estabilidad del Estado. Garante del equilibrio de las instituciones y respetuosa de la alternancia, a veces desautorizaba a sus primeros ministros, como Palmerston y Gladstone. Durante los sesenta y cuatro años en que el reino estuvo bajo su cetro, Francia conoció doce jefes de Estado, dos dinastías y tres revoluciones, Prusia cinco monarcas, España cuatro soberanos, dos dinastías y varios golpes de Estado en una interminable guerra civil, la primera. Merced a la longevidad de su reinado, Victoria no sólo estabilizó la monarquía, sino logró además volverla magistralmente inglesa. Fue la edad de oro del castillo de Windsor; con ella, aquel vasto lugar de veraneo se transformó en un magnífico palacio para alojar a los jefes de Estado extranjeros. Próxima a Londres, Windsor se había convertido, a mediados del siglo XIX y por voluntad de la reina, en una verdadera embajada de las tradiciones inglesas al servicio de las relaciones exteriores, a las cuales la soberana prestaba especial atención.
Victoria tiene unas dotes psicológicas poco frecuentes. Lord Salisbury, sucesor de Disraeli de 1885 a 1892, confiesa: «Cuando conocía el pensamiento de la reina estaba casi seguro de conocer la opinión de sus súbditos y en particular la opinión de la clase media»[4].
Para afirmar sus costumbres británicas, Victoria aconsejaba a su hija Vicky, convertida en princesa heredera de Prusia, que no bebiera más que té inglés en su castillo de Potsdam, cerca de Berlín. Hasta el final de sus días, la reina desconfió de Guillermo II, ese Hohenzollern, rey de Prusia y emperador de Alemania, que era su nieto. Y le transmitió este consejo de prudencia a su hijo el príncipe de Gales al que siempre mantuvo apartado de los asuntos de Estado. Eduardo había sido muy paciente, puesto que su madre no falleció hasta los albores del siglo XX, el 22 de enero de 1901. Él ya tenía 60 años cuando se convirtió en el rey Eduardo VII.
EDUARDO VII, UN REY DE INGLATERRA ALEGREMENTE FRANCÓFILO
El nuevo soberano, de una jovialidad contagiosa y entusiasta, desarma a sus adversarios con sus comentarios sensatos. Inteligente y visionario, está bien informado de la situación internacional. Bon vivant, amante de todos los placeres, es famoso por sus aventuras parisinas. Una noche, durante una de sus irrupciones en el Moulin Rouge, cuando todavía era príncipe de Gales, invitó a un magnum de champagne a la reina del cancán, la célebre Goulue. La bailarina lo había abordado con toda la guasa de la que era capaz: «¡Eh, Gales! ¿Invitas a champán?». Las aventuras galantes del príncipe y su desenvoltura alegraban los cabarets de Montmartre. Otra noche, el hijo de Victoria estaba sentado a una mesa del Chat noir, un famoso establecimiento del bulevar de Rochechouart cuyo dueño, Rodolphe Salis, solía insultar a los clientes. Llamado a capítulo por un par de policías con sombrero hongo, el hombre consintió en limitarse a la longevidad de la reina: «¿Qué tal, monseñor? ¿Y mamá? ¿Sigue bien de salud?». El ilustre interpelado respondió sonriendo: «Sí, gracias a Dios. Le agradezco su interés».
Cuando por fin accedió al trono, Eduardo VII no se interesaba sólo por las francesas y por la disoluta «vida parisina». Aquel francófilo estaba preocupado por el papel que Alemania pretendía desempeñar en el mundo. De su corto pero decisivo reinado (1901-1910) la historia recuerda sobre todo que aquel monarca amable, que se expresaba en un francés perfecto, sedujo a los «comedores de ranas», y entre ellos al presidente de la República Emile Loubet, un meridional rechoncho más bajito que el rey, a quien recibió el viernes 1 de mayo de 1903 en la estación del Bois de Boulogne. Eduardo VII venía a imponer la negociación de la futura entente cordiale. Pero el asunto pintaba mal. En efecto, cuatro años antes, la conquista de África central por parte de Inglaterra había obligado a los franceses a evacuar Fachoda, en el Sudán. En Francia el incidente se vivió como una humillación. La reina Victoria había aplazado sine die su estancia anual en la Costa Azul. Y lo que aún era más grave, se temía que los ingleses renunciasen a su paseo en Niza. Finalmente muchos franceses se habían alistado con los bóers en la guerra del Transvaal.
El primer día de la visita de Estado de Eduardo VII en París se caracterizó por toda una serie de gestos hostiles. En el bulevar Flandrin se oyeron vivas a Juana de Arco, un contencioso de cuatrocientos años. Por la noche, a su llegada a la Comédie Française, el monarca fue recibido con silbidos por los anarquistas. Cuando hizo su aparición en el palco oficial, el rey sufrió la afrenta de una sala llena, puesta en pie, pero silenciosa y glacial. No hubo ni un solo aplauso, excepto los de la clac, desenmascarada y ridiculizada. Su Majestad no era bienvenido. Durante el entreacto el ambiente dio un vuelco. Eduardo VII fue al vestíbulo a fumar un cigarro, una de sus costumbres principescas; vio a la encantadora Jeanne Grenier y le dijo con su voz fuerte y bien timbrada: «Señorita, recuerdo haberla aplaudido en Londres. Allí fue usted la representante de toda la gracia y el ingenio de Francia».
El cumplido —como era de prever— se repitió por todo el teatro. Cuando el soberano volvió a su palco, la sala, de nuevo puesta en pie, lo aplaudió calurosamente, sin la ayuda de los miembros de la clac. En una hora, todo París estaba al corriente. A la mañana siguiente, la República fue informada por los periódicos de la cortesía que había tenido el rey de Inglaterra y de su talante reconciliador. Al día siguiente, en el Hôtel de Ville, el visitante declaró incluso que en París se sentía como en casa. Lo cierto es que sus visitas eran frecuentes. Aquel tercer día, en la estación del Bois de Boulogne, su tren especial partió en medio de las muestras de entusiasmo. Convertido en favorito de los parisinos cuyas aclamaciones ya se sabe que son caprichosas, Eduardo VII resultó ser un experto en relaciones públicas. Incluso se planteó la idea —¡antigua!— de construir un túnel bajo el canal de la Mancha.
SIN EDUARDO VII LA ‘ENTENTE CORDIALE’ NO SE HABRÍA PODIDO FIRMAR
El rey desempeñó un papel de catalizador. Sin su habilidad y su personalidad expansiva, la entente habría sido teórica. Pero todavía fueron necesarios once meses más de arduas negociaciones y la devolución de la visita por parte del presidente Loubet para concretar el acuerdo. La entente cordiale fue firmada el 8 de abril de 1904 con el ministro francés de Asuntos Exteriores Théophile Delcassé, pelo cortado a cepillo, monóculo y bigote, un ex periodista tranquilo y prudente, que entró en política en 1889. Aunque el embajador de Francia, el apasionado pero astuto Paul Cambon, había sido muy apreciado por el Foreign Office y por su ministro lord Lansdowne —que contaba a Talleyrand entre sus antepasados, cosa no desdeñable—, Eduardo VII tuvo que hacer valer su influencia, su amor por Francia y su temor de Alemania para lograr acabar con el aislamiento diplomático francés.
La entente cordiale, un pacto que consta de cuatro artículos, era más una liquidación de los conflictos coloniales que un tratado de alianza, pero tenía la ventaja de ratificar el papel internacional de Francia tras la alianza franco-rusa. Paralelamente, un acercamiento anglorruso permitía esbozar una Triple Entente entre el Reino Unido, la República francesa y el Imperio de los zares. Los despachos enviados por los embajadores de Alemania en París y en Londres daban cuenta de esa estrategia destinada a aniquilar la obra de Bismarck.
Eduardo VII, de verbo claro e inteligencia fina, había convencido a los republicanos galos. En la Cámara de los Comunes, un parlamentario, celebrando la perspicacia del monarca, dijo que había triunfado la «dictadura del tacto». Diez años más tarde se transformaría en una acción concertada y en un inmenso sacrificio[5].
Desde el verano de 1914, la entente cordiale se había convertido en una alianza estratégica y táctica, aunque los objetivos y los medios seguían sin estar armonizados. La guerra hacía estragos en Europa. Una guerra fratricida, casi tribal en muchos aspectos. ¿Quién podía preverla? ¿Quién hubiera podido impedirla?
BERLÍN 1913. EL ÚLTIMO ENCUENTRO ENTRE LOS SOBERANOS ANTES DE LA GUERRA
Catorce meses antes, el miércoles 21 de mayo de 1913, el hijo de Eduardo VII, convertido en el rey Jorge V, y su esposa la reina María fueron a Berlín a la boda de la hija única del káiser. A su llegada en barco, y antes de subir a un tren especial, el soberano iba vestido de paisano, elegante, tocado con un sombrero hongo y empuñando un paraguas. Un gentleman. Luego, para honrar al káiser, se puso el uniforme de general prusiano atravesado por el cordón anaranjado del Águila Negra. Guillermo II no se quedó atrás en cuanto a cortesía indumentaria: llevaba el uniforme escarlata de los Royal Dragoons, tocado con un casco de oro con barboquejo y crinera negra. Le gustaban los uniformes, todos... Aquellos intercambios de buenos modales eran un ejercicio un poco forzado de diplomacia entre parientes. Pronto se revelaron como irrisorios e impotentes para impedir el engranaje de la guerra y para sustituir los parentescos a veces incómodos por las alianzas militares.
El zar Nicolás II, otro pariente, se reunió con ellos al día siguiente. El inglés y el ruso tenían un gran parecido; en cuanto a Guillermo II se distinguía por sus bigotes, que parecían dibujar la inicial de su nombre, una amplia «W». Tres soberanos que reinaban sobre la mitad del mundo, tres primos. Una fastuosa fiesta de familia, la última en su género. «Ellos todavía lo ignoraban, pero esa boda sería la última ocasión de reunirse antes de la Primera Guerra Mundial»[6].
Las hostilidades entre Londres y Berlín no eran nuevas, pero la obsesión de Guillermo II por construir una flota importante las había avivado. No soportaba que el control de los mares estuviese en manos de Inglaterra. Esa ambición, cuya realización había confiado al almirante Tirpitz, envenenó las relaciones germano-británicas mucho antes del atentado de Sarajevo, el 28 de junio de 1914. La competencia armada no impide algunos gestos de apaciguamiento por parte del káiser. Así, en 1908, en una entrevista muy comentada que publicó el muy conservador The Daily Telegraph, Guillermo II había manifestado su apoyo al Reino Unido en la guerra de los bóers, contradiciendo el respaldo manifestado a Kruger en 1896, cuando éste quiso expulsar a los colonos británicos del Transvaal. El espectacular viraje del emperador, de pronto favorable a Londres, exasperó a la opinión pública alemana y debilitó la autoridad del soberano, abandonado por su canciller von Bülow. La actitud contradictoria del káiser, alternando las amenazas y las sorprendentes manifestaciones de simpatía, pone en evidencia el sufrimiento psicológico del monarca, causado o agravado por su complejo físico, su brazo atrofiado que disimula con toda clase de artificios indumentarios. Al káiser, que a menudo lleva un casco alado sacado de la mitología de las óperas wagnerianas y que exagera ostensiblemente la forma circunfleja de sus bigotes, le gustan las apariciones ceremoniales, teatrales y de un romanticismo exacerbado. Su padre, Federico III, yerno de la reina Victoria, que falleció por enfermedad tras sólo noventa y nueve días de reinado, consideraba que su hijo Guillermo era inmaduro. De hecho, el primo de Jorge V no es incompetente; es más torpe que belicoso, pero de él se puede esperar todo... ¡y no comprender por qué lo hace!
Martes, 17 de julio de 1917, Buckingham Palace. Jorge V, nieto de Victoria y segundo hijo de Eduardo VII, trabaja en la redacción de una inminente declaración histórica, sopesando cada palabra. Reina desde hace siete años, tres de los cuales en plena guerra denominada mundial, la primera. De todos los monarcas británicos del siglo XX, sigue siendo sin duda el menos conocido por los franceses. París honra su memoria dándole su nombre a una avenida y a una estación de metro. Y los deportistas se acordarán de que el doble campeón olímpico de equitación Pierre Jonquères d’Oriola, desaparecido en julio de 2011, ganó en 1947 en Londres el muy codiciado trofeo del rey Jorge V. ¿Qué sabemos realmente de este hombre que no estaba preparado para ser rey, pero que fue uno de los más dignos y valientes en una época de cataclismos gigantescos, que precipitaron el hundimiento de un mundo —Europa—, resquebrajando la sociedad británica y socavando su imperio? Este soberano con barba y bigote más poblados aún que los del zar Nicolás II, al que tanto se parece, tiene un destino forjado por la revelación de su antigermanismo. Se podría resumir su acción en dos decisiones, de carácter a la vez interno y externo, pero que revelan un mismo estado de ánimo: por una parte, ha declarado la guerra a ese pariente al que detestaba, el káiser Guillermo II; por otra parte, el hecho de que Alemania violase la neutralidad de la Bélgica del rey Alberto I ha decidido a Jorge V y a su gobierno a alinearse con Francia. De eso hace tres años. El 17 de julio de 1917, dentro de pocas horas, Jorge V se dispone a renegar públicamente de cualquier referencia a su parentela alemana.
JORGE V NO ESTABA DESTINADO A REINAR; SIN EMBARGO, SERÁ EL «REY CORAJE»
Jorge V, Georgie para los íntimos, encarna por primera vez el espíritu de resistencia británico. Es el rey que dice no: no al recuerdo de un pasado dinástico y no al presente que amenaza su porvenir. Con Jorge V Albión no sólo sigue siendo pérfida, sino que también se convierte en empecinada para sus enemigos. Convertido en heredero del trono tras el fallecimiento de su hermano, Georgie se ha casado a los 28 años, en 1893, con su prima la princesa Mary de Teck, llamada May en referencia al mes de su nacimiento; es la biznieta del rey Jorge III, aquel príncipe de Hannover que compró el palacio del duque de Buckingham en 1762 y que más tarde contrajo una locura incurable. Ahora bien, como era costumbre entonces en el universo del gotha, Mary fue primero la prometida del hermano de Georgie, el príncipe Alberto Víctor, duque de Clarence. Ese otro nieto de Victoria arrastraba una malísima reputación de vividor que frecuentaba a unas gentes poco recomendables y provocaba escándalos que amenazaban la aparente dignidad victoriana, ya bastante vapuleada por el talento, deslumbrante y rompedor, del irlandés Oscar Wilde en sus sátiras de las costumbres aristocráticas. Antes de 1900 Wilde había demostrado la importancia de ser impertinente. Incluso llegó a circular el rumor de que el duque de Clarence era el escurridizo Jack el Destripador, que tenía aterrorizados a los barrios populares del East End con sus asesinatos de prostitutas. El ambiguo duque de Clarence murió el 14 de enero de 1892, de una neumonía según una versión aceptable por la buena sociedad, de sífilis según fuentes policiales menos hipócritas[7].
Nacido en 1865, Jorge, el segundo hijo de Eduardo VII y que ahora ya es el heredero al trono, no se parece nada a su hermano mayor. De su madre, Alejandra de Dinamarca[8], famosa por su belleza y también desgraciadamente por su sordera, ha heredado un carácter apacible, pero extraordinariamente firme. Transmite la misma impresión que Charles Dickens observó cuando asistió a la boda de la princesa danesa con el heredero de Victoria. Su presencia provoca respeto y da la sensación de estar dispuesto a desempeñar su papel con tanta grandeza como discreción. Entre unos párpados sobre los cuales parece pesar el fardo de la guerra, la mirada de Jorge V escruta atentamente a su interlocutor. El monarca es famoso por su puntualidad y sus costumbres regulares. Cuando era adolescente, practicaba la vela en la isla de Wight. De forma natural hizo carrera en la marina, y durante los quince años que pasó en ella mostró una gran determinación. El servicio en el mar le iba como anillo al dedo. Obligado a abandonar la Royal Navy a causa de la muerte de su hermano, oficialmente presentaba el inconveniente de no haber recibido la formación propia de un futuro rey. Pero las circunstancias revelan a las personas; su temperamento ponderado y concienzudo, heredado de su abuela Victoria, le resultó utilísimo.
Cuando en 1910 accedió al trono, Jorge V era muy puntilloso en cuanto a sus obligaciones como rey. Cumplía con ellas y las hacía cumplir. Y tenía la firme voluntad de enfrentarse a todas las dificultades, que habrían de ser muchas.
Su matrimonio con María, que parecía destinado a ser únicamente un trámite para cubrir las apariencias, ya que la muchacha se casaba con el que en principio debía ser su cuñado, resultó ser una unión presidida por el afecto y bendecida por seis hijos de los cuales dos reinarían: Eduardo VIII y Jorge VI. Cabe subrayar además que el día de su boda, el jueves 6 de julio de 1893, bajo un cielo luminoso —la legendaria «primavera de la reina» desde la boda de Victoria—, Jorge y María consiguieron acallar las polémicas en el Parlamento. Durante unas horas, los vivos debates de Westminster, donde la Cámara de los Comunes y la Cámara de los Lores discutían acaloradamente sobre el estatuto de Irlanda, callaron y todo Londres se vio invadido por una sensación de felicidad. Desde 1876, Londres era la capital de un imperio que se extendía de Canadá hasta la India. Aquel día de verano de 1893, sólo se hablaba de amor. Desde la unión de Victoria y Alberto en 1840, las bodas reales eran una pausa a veces adornada con alguna sorpresa. Su nieto Jorge, todavía duque de York, y su joven esposa María habían intercambiado sus juramentos en una capillita, la misma en la que Victoria y Alberto habían hecho lo propio cincuenta y tres años atrás... Era una peregrinación conyugal.
Sería un error pensar que Jorge V pasaba inadvertido. Sin duda el contraste con su padre Eduardo VII es grande. A los 45 años, Jorge V tiene un talento del que carecía su predecesor para apaciguar el clima agitado de la política interior, en especial una rebelión de la Cámara de los Lores contra el proyecto de presupuesto del primer ministro Lloyd George. Jorge V se esfuerza por mantener un equilibrio precario entre las fuerzas adversas. No cesa de preconizar la unidad y la reconciliación, sobre todo en cuanto a la delicada cuestión de la autonomía interna irlandesa entre 1911 y 1914, la famosa Home Rule. En julio de 1914 el soberano preside personalmente una conferencia sobre el futuro de Irlanda «en la que están representadas todas las partes. Al cabo de cuatro días, la reunión termina con un fracaso total»[9].
La guerra reunifica a la nación, que no incluye sólo a los ingleses (hay, por ejemplo, cuatro divisiones formadas sólo por escoceses), pero entre las huelgas y la cuestión de los protestantes irlandeses fieles a Inglaterra, la situación es difícil, ya que exige tener permanentemente un millón de hombres en el frente francés. La llegada de los americanos aporta, por lo tanto, un apoyo masivo y valioso. Sus primeros contingentes, mandados por el general Pershing, que desembarcan el 8 de junio de 1917 en Liverpool, fueron saludados en particular por el general Campbell, al frente de un destacamento de los Royal Welsh Fusiliers. Es la primera vez desde hace dos siglos que soldados extranjeros pisan suelo británico. El 13 de junio, Pershing ha llegado a Boulogne. El 4 de julio, día de la fiesta nacional americana, el comandante en jefe del cuerpo expedicionario americano, acompañado por una multitud inmensa, visita el cementerio parisino de Picpus para honrar la tumba de La Fayette. Ese día se atribuyó a Pershing una frase que entró en la historia: «La Fayette, nous voilà!». Pero en realidad el general pidió a uno de sus oficiales, al que consideraba buen orador, que pronunciase en su nombre unas palabras. Fue pues ese coronel Stanton quien pronunció el famoso «La Fayette, nous voilà!». En sus Recuerdos, Pershing confesará: «Muchos me han atribuido esa frase lapidaria y a menudo he lamentado que no fuera mía...»[10].
Con la decisión del Congreso de Estados Unidos, el conflicto se convierte realmente en una guerra mundial. El cuerpo expedicionario llegado del otro lado del Atlántico también se plantea preguntas sobre la ascendencia alemana de la monarquía británica. Incluso en el dominio lingüístico americano, como en el Reino Unido, el antigermanismo es ahora obligado: ¡el hamburger pasa a llamarse liberty sausage! Y la Spy Act votada por el Senado y por la Cámara de representantes el 15 de junio convierte en sospechosa toda relación con los alemanes. Para la información de los soldados, la importante e influyente comunidad de origen germánico en Estados Unidos se encarga de explicar las relaciones familiares entre los monarcas en guerra. El presidente Wilson estima que «esta guerra ha sido decidida como las viejas peleas: por un grupo de ambiciosos, pero no por la voluntad popular». Ya en agosto de 1896, lord Salisbury, primer ministro británico, había comunicado su preocupación en una carta a un amigo: «¡Qué curioso espectáculo presenta Europa! Un futuro absolutamente incierto depende de la voluntad de apenas tres o cuatro hombres»[11]. Extraña Europa, en efecto, cuyos soberanos pueden verse directamente, cuando no físicamente, implicados en los enfrentamientos: como en Azincourt, en Bouvines, en Austerlitz, en Waterloo, en Sedan... Así, a principios del siglo XX, las personalidades individuales todavía pueden tener más peso que las ideologías.
LA CORTE ANUNCIA EL NUEVO NOMBRE DE LA FAMILIA REAL: WINDSOR
Para las tropas llegadas de Wyoming o de Kansas a fin de socorrer a los franceses, a los británicos y a los belgas, la situación no es fácil. Incluso el caso de Bélgica parece complicadísimo para los americanos. Sin duda Alemania ha violado la neutralidad del reino al atacar el Yser. El heroico rey Alberto I se enfrenta a la invasión, a la devastación, al expolio y al ultraje. Con una inteligencia notable y una muy buena planta manda el ejército y consigue evitarle lo peor. Pese a la ocupación casi completa de su país, participa muy activamente en la contienda junto a los aliados, mereciendo el sobrenombre de «rey caballero». Y sin embargo el tercer rey de los belgas también es un Sajonia-Coburgo-Gotha originario de esa pequeña pero antigua casa principesca de la Alta Franconia, y su esposa Elisabeth es una Wittelsbach, una duquesa bávara, y por tanto también alemana. Con una compasión y una abnegación admirables, la reina visita las trincheras, curando a los heridos con una sonrisa reconfortante. Un ángel en medio del horror. ¿Cómo orientarse en el embrollo de esas imbricaciones familiares y esos comportamientos?
Jorge V, tercer rey de Inglaterra de la casa de Sajonia-Coburgo-Gotha, es efectivamente un alemán, de la misma casa principesca de la Alta Franconia y primo hermano del káiser. Una anomalía cada vez más inaceptable cuando centenares de miles de muertos y heridos, desfigurados, gaseados y mutilados son víctimas del imperio alemán... Millones de británicos, militares y civiles, lo viven con incomodidad, considerando que es una situación malsana. Les escandaliza y están hartos de esa anomalía que es un estorbo para el patriotismo. Se habla con dolor de la desgracia de «Nick», el ex zar Nicolás II que acaba de abdicar, pero sus primos ingleses no hacen nada para acogerlo. La Corona interroga al gabinete, que remite esa cuestión delicada a Buckingham Palace. ¿Recibir a los Romanov exiliados? Mientras las distintas instancias se lo piensan, éstos emprenden su trágica odisea, que acabará con las balas de los asesinos de Ekaterimburgo.
El martes 17 de julio de 1917, el rey Jorge V, a través del Court Circular, el diario oficial de la corte, comunica su renuncia a todos sus títulos y nombres alemanes. Un detalle al principio del comunicado es revelador: el rey «tiene la satisfacción de informar al Consejo de su determinación de respetar el nombre de su casa y de su familia y de interrumpir todos sus títulos alemanes». ¿Siente realmente «satisfacción» Jorge V al asumir este espectacular cambio de identidad? Su casa y su familia adoptan un nuevo nombre: Windsor. El consejo privado se ha celebrado en Buckingham Palace en presencia de importantes personalidades, entre ellas el duque de Connaught, el arzobispo de Canterbury, el lord canciller, el primer ministro Lloyd George y también lord Curzon, que ha sido virrey de la India hasta 1905. Jorge V conoce la importancia de las declaraciones ante la opinión pública. Ha instaurado la tradición de felicitar la Navidad y de los comunicados a través de la radio a los pueblos del Imperio. Sabe que, ante las conciencias británicas, inglesas, galesas, escocesas e irlandesas protestantes, la familia real ya no puede simbolizar la continuación del esfuerzo de guerra con un patronímico que suene a alemán, lo cual resulta chocante en todos los sentidos. ¿No es un poco tarde, después de tres años de combates? Cabe recordar que, en el momento mismo en que Rusia entró en guerra, el zar, cuya esposa Alejandra de Hesse era alemana, cuidó de que San Petersburgo, la capital rusa de sonoridades excesivamente germánicas, fuese rebautizada de inmediato como Petrogrado, un nombre ruso. La ciudad de Pedro había perdido su simbolismo sagrado[12]...
La proclamación real se publica al día siguiente en toda la prensa británica. The Times le dedica una de sus seis columnas, entre los éxitos franceses de Verdún y el Mosa, la retirada rusa, el envío de nuevas tropas americanas a Francia y los programas de los teatros londinenses. Wagner, con dos espectáculos, aún no ha sido eliminado del repertorio. El diario anuncia que Tristán e Isolda figura en el programa del viernes por la noche y el sábado por la mañana en la ópera del Covent Garden, últimas representaciones de la temporada. En su texto, el monarca dice entre otras cosas: «Hemos resuelto, para nosotros mismos, para y en nombre de todos nuestros descendientes y de todos los descendientes de nuestra abuela la reina Victoria, de bendita y gloriosa memoria, renunciar y acabar con el uso de todos los títulos y dignidades alemanas. [...] A partir del día de nuestra proclamación, nuestra Casa y nuestra Familia serán llamadas y conocidas con el nombre de casa y familia de Windsor. Todos los descendientes en línea masculina de nuestra abuela la reina Victoria que sean súbditos de este reino, a diferencia de los descendientes femeninos que puedan casarse o haberse casado, llevarán el nombre de Windsor. [...] Para nosotros mismos y todos nuestros descendientes, el uso de los grados, títulos, dignidades y honores de duques y duquesas de Sajonia-Coburgo-Gotha y otras denominaciones alemanas ya no nos pertenecen. God save the King».
JORGE V, EL PRIMER REY WINDSOR, DEBE SUPRIMIR SU ACENTO ALEMÁN
Aunque tardía, la iniciativa real es valiente y eficaz. Y original. No se trata de ocultar, gracias a una sucesión o a un matrimonio, un antiguo nombre detrás de uno nuevo eligiendo otro patronímico y sus armas. Se trata de una ruptura de ascendencia, pero la dinastía sigue siendo la misma. Se reniega del pasado dinástico. Pero ¿puede borrarse? Hacía falta un nombre que fuera lo más británico posible, incontestable, incontestado, creíble y altamente evocador. No había más que uno: Windsor. En su comentario publicado bajo la proclamación, The Times estima que «el Rey no podía escoger un nombre más apropiado, pues Windsor es par excellence[13] la residencia del soberano y ha estado asociada durante más tiempo que ninguna otra residencia real a las alegrías y a las vidas de los reyes y reinas de Inglaterra». El prestigioso diario, fundado en 1785 bajo el reinado de un rey de la casa de Hannover, enumera las dinastías que se han sucedido desde Guillermo el Conquistador, recordando que todas han estado ligadas a Windsor «a veces en la fortuna y a veces en la adversidad de la Nación». La reina Victoria, última representante de la casa de Hannover, y el príncipe Alberto, un Sajonia-Coburgo-Gotha, están enterrados allí, igual que su hijo y sucesor Eduardo VII. También reposa allí Carlos I, un Estuardo ejecutado por Cromwell; y su verdugo político, Cromwell, se ocupó de mantener el castillo.
Desde el punto de vista arquitectónico Windsor les debe mucho a cinco soberanos constructores. Guillermo el Conquistador, un normando, instaló allí una fortaleza de madera sobre un montículo que guardaba el Támesis; Enrique II, un Plantagenet, la reconstruyó en piedra y erigió sus primeras murallas desde donde podía ver más de doce condados; en 1344 Eduardo III decidió convertirla en residencia real, ampliándola pero conservando su plano original; Carlos II, un Estuardo, exigió transformaciones y mandó demoler las torres de los ángulos y las murallas; por último, Jorge IV, un Hannover, tío de Victoria, y ésta más tarde se esforzaron por recuperar el carácter primitivo del castillo y le dieron su aspecto actual, de un medievalismo bastardo.
Otros monarcas dejaron su huella en la fortaleza, desde Enrique VIII, que le dio su nombre a la puerta de entrada, hasta Eduardo IV, que inició las obras de la capilla de San Jorge, sin olvidar a Enrique VI, último soberano de la casa de Lancaster, que sentía un gran aprecio por Windsor y que fundó el colegio aledaño de Eton. Casi todos los reyes se entusiasmaron mejorando las instalaciones de Windsor. The Times concluye diciendo que el castillo no tiene ningún rival para materializar la decisión del rey: «Por primera vez en su larga historia Windsor se convierte en el nombre de una dinastía epónima». Y con una buena dosis de humor inasequible al desaliento, el periodista se congratula: «Esta época es propicia a la innovación»[14]. Al final cita un adagio latino: Stet domus! («¡Ojalá esta casa se mantenga en pie!»).
«Windsor» se erige en apellido nacional. Fue una excelente idea... Un patronímico de dos sílabas para resumir toda la historia británica, nueve dinastías y treinta y ocho soberanos, en el momento en que Jorge V rompe de forma espectacular con sus vínculos germánicos. Un apellido que adquiere un nuevo sentido, el del arraigo en su tierra con su primera familia. ¿No es una fortuna inesperada para esa palabra sabiendo que windsor originariamente es un término anglosajón bucólico que designa «la colina junto al río»?
En su proclamación la explícita referencia de Jorge V a la muy respetada reina Victoria no es por supuesto casual. En realidad, el hecho de que Windsor se convierta en un nombre nacional es el fruto de una larga maduración. El genio de Jorge V es haber intervenido a tiempo, en el momento en que el patriotismo prohíbe cualquier duda. Él, que ha nacido en plena expansión victoriana, es sin duda el menos conocido de los soberanos que han reinado en el siglo XX. Dicen que es hogareño, de inteligencia mediana, y se recuerda que cuando tenía apenas 15 años estaba destinado a hacer carrera en la Royal Navy ya que el mar era su pasión; por lo tanto, no recibió la formación de un príncipe heredero. Fue en 1910 cuando ese príncipe de 27 años sucedió a su hermano mayor, que había fallecido. Prudente, concienzudo, armado de una buena voluntad sin límites, el hermano menor convertido en rey es un hombre amante del buen entendimiento y la reconciliación. Sus discursos y sus conversaciones lo demuestran; odia los conflictos, ya ha dado pruebas de ello, y persistirá al rechazar las medidas represivas contra los obreros en huelga. Actuando como mediador y consejero de los gobiernos, ejercerá un papel político relativamente importante para un monarca británico del siglo XX. Al lado de su padre, que fue un hombre brillante, mundano, vividor y mujeriego, pero de una inteligencia fulgurante y visionaria, Jorge V parece mediocre y gris. Pero vale la pena conocerlo mejor. Y son su sentido de la familia, su dignidad tranquila y su franqueza afable lo que mejor define a ese hombre que soporta la prueba de la guerra y que hace algo más que tomar una decisión histórica. Fue gravemente herido en Francia el 28 de octubre de 1915. Cuando pasaba revista a un destacamento, su caballo, asustado por los vivas de la tropa, se desbocó y desmontó al jinete. Jorge V se rompió varias costillas y se fracturó la pelvis. Sufrió sin quejarse.
En septiembre de 1917, dos meses después de haber elegido su nueva identidad, el rey, también de uniforme, presidió una reunión con el mariscal Joffre, el presidente de la República Poincaré (el único que iba de paisano), Foch (que aún no era mariscal) y el general Haig, el héroe de la batalla de Flandes y uno de los pocos que predijo, a causa de su agotamiento, la debacle alemana de 1918. Todos con sus botas, sonrientes y confiados.
Pero detrás de ese nieto de Victoria apasionado por la filatelia se dibuja un soberano de un patriotismo sincero, aunque discreto hasta esta revolución del 17 de julio de 1917. Una revolución respaldada por una verdad sonora: Jorge V es el primer rey de Inglaterra cuyo acento alemán es bastante discreto cuando habla inglés. Se corrige continuamente porque sus entonaciones guturales le hacen un flaco favor. Una lengua expresada de forma caricaturesca es la peor de las confesiones, sobre todo para un hombre al que le gusta hacerse entender.
Con una frase afortunada, Sacha Guitry, que representó ante Su Majestad el 1 de junio de 1919 su obra Mon père avait raison con Yvonne Printemps, confirmó con ironía el patriotismo lingüístico del soberano: «De todos los reyes que he tenido ocasión de conocer, es el único que parecía de la misma nacionalidad que sus súbditos». Sacha Guitry estaba en lo cierto: si el nombre de Windsor se impuso de forma tan espontánea —aunque tardía— fue porque era el símbolo nacional más antiguo.