Capítulo 4
Del 20 de enero al 10 de diciembre de 1936
Los trescientos veinticinco días de Eduardo VIII
Es una situación inédita y patética. No sólo el príncipe de Gales está desesperado por haberse convertido en el nuevo soberano británico —el trigésimo noveno y el segundo de la casa de Windsor—, sino que confiesa que habría querido huir con Wallis antes incluso del anuncio de la muerte de su padre. El día de año nuevo de 1936, cuando el final de Jorge V era ineluctable, Eduardo, casi deshecho en lágrimas, deseaba casarse con la que aún era la señora Simpson y renunciar a todos sus derechos sucesorios sobre la Corona. Pero reaccionó demasiado tarde, como tantas veces. Príncipe de Gales durante veinticinco años, se había convertido en Eduardo VIII tras constatar los médicos la muerte de su padre a las 23.55 del 19 de de enero, pero la BBC no lo anunció hasta las 0.15 del día 20. Su hermano Albert (el futuro Jorge VI) vio cómo su madre la reina María besaba la mano de su primogénito en signo de acatamiento y vasallaje: su nuevo reinado acaba de empezar. En Sandringham, el pabellón personal de Jorge V ondeaba a media asta, como todas las Union Jack en los mástiles de los edificios públicos, y la BBC emitía música fúnebre. Eduardo maldecía, una vez más, los relojes que su abuelo se divertía adelantando media hora, una broma mantenida con malicia por Jorge V. Lleno de rabia, Eduardo chilló, histérico: «¡Voy a poner esos relojes infernales en hora!», lo cual resumía todos los resentimientos que alimentaba contra su difunto padre. El nuevo rey reaccionaba como un niño lloricón que no ha hecho los deberes y busca todos los pretextos para no hacerlos. Era pueril. Se sentía atrapado por sus obligaciones, una pesadilla que desde hacía años lo obsesionaba.
Eduardo siempre había detestado Buckingham Palace, «sus salones de Estado, sus estancias y sus corredores sin fin. Nunca fue feliz allí». Por eso optó por instalarse en el palacio de Saint James, su domicilio oficial desde 1919. Cuando el heraldo de armas hace oficial su acceso al trono, la familia se sorprende al ver detrás de una ventana a una mujer vestida de negro con un elegante sombrero y un abrigo de pieles. Está sentada en el puesto de honor enfrente del rey. La fotografía, publicada por la prensa al día siguiente, no menciona su nombre, pero se trata evidentemente de Wallis Simpson. Ésta, poco familiarizada con los números romanos, escribirá a su tía Bessie que el nuevo monarca se llama... ¡Eduardo XVIII! Al escándalo se añade el ridículo.
Al día siguiente, el 22 de enero, sir Renard Bircham, notario de Jorge V, da lectura a su testamento. Eduardo se comporta muy mal, furioso al enterarse de que su padre, que ya le había dejado las suculentas rentas del ducado de Cornualles, le legaba una renta vitalicia sobre Sandringham y el castillo de Balmoral, en Escocia, pero nada en efectivo, cuando sus hermanos percibirían cada uno un millón de libras. Claro que el rey gozaría de la lista civil y de una cuenta familiar privada, pero Eduardo hace una escena por completo fuera de lugar obsesionado con la idea de quedarse sin dinero. Le recuerdan que su abuelo Eduardo VII no le dejó ninguna suma a su primogénito. Eduardo VIII se siente humillado por no disponer de un pastón considerable. Sus proyectos podrían verse afectados.
RUMOR EN LONDRES: «EL REY ES ESCLAVO TOTAL DE WALLIS»
La señora Simpson pretende haber leído a Balzac. Pero su interpretación de ese prodigioso observador social es curiosa, puesto que habla del rey denominándolo «Majestad divina», una expresión que dice haber tomado del novelista. ¿Es un error de traducción? Una lady, muy balzaciana ella, observa el dominio total que la americana ejerce sobre Eduardo VIII: «El rey es esclavo total de la señora Simpson y no irá a ningún sitio si no la invitan a ella. Y ella, mujer inteligente, con su voz de pito, sus vestidos elegantes y su sentido del humor, se comporta adecuadamente. Anima al rey a tratar con gente importante y a ser amable. Y sobre todo hace feliz al rey. El imperio debería estarle agradecido»[1]. Esta señora, junto con lady Cunard (la esposa del magnate de los transatlánticos) y Sybil Colefax, es una de las tres anfitrionas de todo Londres que no han puesto a Wallis en una lista negra. Y tienen razón: en la práctica la señora Simpson no tiene otra culpa más que la de existir, estar casada y arrastrar una mala reputación que necesariamente perjudica al rey. Wallis tendría mucho que perder si no aprovechara la autoridad que posee sobre Eduardo VIII, sin duda por razones sexuales. Corren rumores de lo más fantasioso sobre este tema. Para muchos antiguos colaboradores de quien fue príncipe de Gales, «la corte ha muerto». Ésta es la opinión de su secretario particular, el capitán Alan Lascelles. Inteligente, fiel, pero al final asqueado por lo que está viendo, ese hombre de aire anticuado dimite y se convierte en asistente del gobernador general de Canadá. Es cierto que Eduardo VIII desconcierta y choca por su comportamiento. Le falta carácter, no tiene método, interrumpe a los miembros de su Estado Mayor sin motivo cuando están sentados a la mesa, los persigue hasta el baño o hasta la cama para hablarles de algo insignificante. Se produce un incidente que es ilustrativo: lord Wigram, ex secretario particular de Jorge V, al acudir a una audiencia con su sucesor en Buckingham Palace, tiene la desagradable sorpresa de encontrarse ante la señora Simpson y enterarse de que el rey, asustado por la cita, ha huido por una ventana de palacio y ha desaparecido en los jardines. ¡Un amante cobarde de María Estuardo no se habría comportado peor! Lord Wigram, estupefacto, no por ello se muestra extrañado: ya había advertido al primer ministro Baldwin de que el rey —y en el 10 de Downing Street habían tomado buena nota— pensaba casarse con la señora Simpson.
Esta última ya cree encontrarse en los peldaños del trono y se implica en todas las decisiones de su real amante. Una reina en la sombra. ¿Acaso no ha recibido de Eduardo muchas joyas de la monarquía, entre ellas unas esmeraldas que valen 100.000 libras y que la reina Alejandra, la viuda de Eduardo VII, destinaba a la futura reina de Inglaterra[2]? Con todo, sus incoherencias y sus afrentas todavía no superan el círculo de los colaboradores más próximos. Sólo ellos y los íntimos son testigos o están informados. Se habla con disimulo de la demencia del rey Jorge III a finales del siglo XVIII, de las amantes de Eduardo VII y otros posibles antecedentes. Pero los tiempos han cambiado. Reino Unido sufre una crisis económica y social muy grave. Algunos de sus vecinos y aliados, como Francia, están muy mal, sacudidos por huelgas y reivindicaciones sociales. Y los súbditos de Su Majestad británica necesitan un ejemplo, una autoridad de la que puedan sentirse orgullosos en la cual prescindiendo de la distancia social, puedan reconocerse. Cuando Jorge V habló por primera vez a través de la BBC, millones de personas descubrieron a su monarca, pero sobre todo a «un hombre bueno».
Su hijo sigue siendo popular. Encarna la esperanza de unas ideas nuevas; para muchos, sus extravagancias, que no son nada o poco conocidas, tal vez no sean un ejemplo a seguir, pero prueban que también es un ser humano y que la felicidad es más rara en las altas esferas de la sociedad que en otras partes. Al principio, el rey es concienzudo, lee con atención los documentos que le presentan y si es necesario los firma. Los anota página por página, con la seriedad de un estudiante al que le cuesta, pero que quiere aprobar. De hecho, el hándicap de Eduardo VIII es su incapacidad para concentrarse durante mucho rato. Al cabo de tres semanas considera que ese «trabajo de despacho» es pesado e inútil.
EL REY ACTÚA DESORDENADAMENTE; SUS COLABORADORES SE DESANIMAN
El soberano, que se acuesta al alba, no aparece nunca antes de las doce, ya cansado, ante un secretario silencioso pero consternado, que se limita a enumerar las citas anuladas, en ocasiones varias veces, con personas que empiezan a preguntarse si en realidad hay un rey en los centenares de estancias del palacio. El rey está ausente, huye, no quiere que lo molesten en la felicidad que está edificando con la señora Simpson. El trono está vacío. ¿Dónde queda la época en que el primer ministro Gladstone, cuya capacidad de trabajo se aliaba con la energía tranquila de la reina Victoria, llegaba puntual a ver a la reina, que nunca fallaba, y se permitía decirle: «Los círculos poderosos en los cuales Vuestra Majestad tiene influencia y contactos personales sólo representan a poca gente que comprenda el punto de vista mayoritario del electorado»? El rey no ve sino a cortesanos, a parásitos y a paniaguados que ensalzan las cualidades de Wallis. Eduardo VIII pierde muy pronto el contacto con la opinión pública, que curiosamente sigue siéndole favorable.
La situación que muchos deploran es el resultado del encuentro entre un temperamento lamentable, perezoso, tímido, veleidoso e infantil con un carácter fuerte, directivo, obstinado y bastante astuto para transformar el menor detalle en un acontecimiento. El error cometido por la señora Simpson, ascendida a gobernanta de los placeres más íntimos, es no utilizar su influencia de alcahueta al servicio de la Corona. Al contrario, lo que hace es aislar al rey y debilitarlo, mientras su propio poder aumenta, siendo así que no tiene ningún título ni está investida de ninguna función o misión oficial. Se ha convertido en la responsable del corazón y el cuerpo del monarca, pero —y eso es lo más grave— también de su inteligencia. Escuchemos la opinión de Charles Hardinge. Su padre era el intendente de Eduardo VII y él mismo había sido secretario particular adjunto de Jorge V en 1920. Ex soldado condecorado en 1918, con unos bigotes muy british y excelentes modales, es un hombre reservado, con un juicio muy certero. A los 49 años tenía una gran experiencia, había eliminado a gente mal educada, había hostigado a muchos malvados, confundido a fulleros del protocolo y desenmascarado a falsarios de la alta sociedad. Pero nunca había imaginado que una mujer, una amante del rey, que no era nada en la corte, divorciada y casada por segunda vez y que ni siquiera era británica, tuviese tanto descaro y tanto poder secreto. Escribe lo siguiente: «Cada día que pasaba era más evidente que cualquier decisión grande o pequeña estaba subordinada a su voluntad... Era ella la que ocupaba sus pensamientos de manera continua, ella sola la que se ocupaba del rey. Ante ella los asuntos de Estado caían en la insignificancia». En pocas palabras, cada intervención de la señora Simpson le confiere una importancia extrema. Podemos sacar la conclusión de que son la debilidad de Eduardo VIII y su dependencia de los encantos íntimos de Wallis los que explican esa increíble situación.
EL REY IMPONE AHORROS, PERO COMPRA JOYAS CARAS PARA WALLIS...
La americana juega con habilidad con el presunto horario del soberano, quien se halla en principio en su despacho de Buckingham Palace, pero en realidad está —¡qué raro!— en Fort Belvedere, donde los invitados no lo ven y donde, cosa impensable, se les deja durante horas sin servirles nada para beber ni para comer. La razón: Su Majestad no almuerza. En cambio, señala Helen Hardinge en su diario de marzo de 1936, ¡qué paradoja entre los ahorros que el rey impone a la corte y los ruinosos regalos que le hace a su amante, por ejemplo un collar de rubíes y diamantes de Van Cleef & Arpels valorado en 16.000 libras![3]
Y luego ¿qué pensar de esas cenas en medio de las cuales, sin motivo, Eduardo decide de pronto trabajar y se pasa horas al teléfono, con gran desazón por parte de sus invitados a los que deja plantados? En primavera, el rey ya no respeta ningún horario y se escapa a Fort Belvedere a veces durante cuatro días. Las buenas intenciones han durado poco. Para desesperación de sus secretarios políticos, ahora lee los documentos de Estado a medias —cuando los lee— y no los devuelve anotados en los plazos necesarios a los diversos ministerios. Lo más revelador de ese caos y esa frivolidad respecto a los asuntos públicos es que devuelve los expedientes con la marca de las copas de cóctel. Quien los ha leído también ha bebido. ¿Y quién es? Esas informaciones sólo deben conocerlas el soberano y el primer ministro. El descuido del rey, en especial en lo relativo a las famosas «cajas rojas», que ahora llevan su monograma, enseguida se convierte en motivo de preocupación para el Foreign Office, convencido de que hay ojos indiscretos y no autorizados que se han enterado del contenido de esos despachos confidenciales. El ministerio toma en adelante la precaución de fotografiarlo todo para tener un ejemplar de seguridad antes de entregar los telegramas, sobre todo los de la noche, al rey insomne que nunca está solo. ¿Es posible que Eduardo VIII y la señora Simpson estén en relación con gente que intenta desestabilizar el Reino Unido y Europa en un periodo en que se imponen las dictaduras? Ciertas simpatías y declaraciones progermánicas del príncipe de Gales antes de 1936 habían recibido distintas interpretaciones y la actualidad les confería un alcance mayor y más escandaloso. Por su parte y hasta ahora, la señora Simpson no había figurado ante la sociedad como una mujer implicada en redes político-diplomáticas. Se contentaba con ser una cortesana, haber tenido dos maridos y varios amantes, no tener un céntimo y hacerse cubrir de joyas, lo cual era banal. Pero puesto que ahora se trataba del monarca reinante y de la mujer con la que pensaba casarse, la cosa era muy distinta. Un asunto de Estado e incluso de estados...
Ya en 1934 el comandante Freddy Winterbotham, director de la Información Aérea del Secret Intelligence Service británico, se interesaba mucho por lo que ocurría en Alemania. Su misión lo llevaba a conocer a personalidades del régimen nacionalsocialista que, oficialmente, querían salvar al mundo del comunismo. En el Reino Unido, este punto de vista tenía numerosos simpatizantes, algunos de los cuales dominaban resortes del poder. Por ejemplo, según Martin Allen, el gobernador del Banco de Inglaterra, Montagu Norman, concedió importantes préstamos al régimen de Hitler, «y hoy sabemos que hizo cuanto pudo para ayudar a los nazis a hacerse con el poder y a conservarlo»[4]. Se desarrolla un clima de comprensión angloalemán, so capa de preocupaciones económicas y sociales.
Ese mismo año de 1934 Winterbotham se encuentra con Hitler, que le habla de su idea muy personal del próximo reparto del mundo, y pronuncia estas palabras tranquilizadoras: «Todo lo que pedimos es que Gran Bretaña se conforme con velar por su Imperio y que no intervenga en los planes de expansión de Alemania».
David, cuando era príncipe de Gales, había sido informado de que a pesar del cambio de nombre impuesto por su padre, se habían mantenido ciertas simpatías y ciertos contactos familiares, antes y después de la guerra. Y se congratulaba de ello. A los 13 años conoció a su primo Karl, duque de Sajonia-Coburgo-Gotha y nieto de la reina Victoria por parte de padre. Luego habían servido a sus países en guerra el uno contra el otro. Que ese primo alemán se hubiese convertido más tarde en un oficial superior de las SS no le impedía venir a menudo a Londres; residía incluso en la casa de su hermana Alice, en Kensington Palace[5]. Ahora bien, en el mismo momento de la muerte de Jorge V, ese primo que se encontraba en Londres fue de inmediato a Fort Belvedere y no se separó de quien ya se había convertido en Eduardo VIII. Sus conversaciones, de las que Hitler tuvo puntual información, tenían un solo objetivo: el acercamiento entre Inglaterra y Alemania, de la cual Eduardo, cuando era príncipe heredero, no había cesado de alabar la recuperación económica y la vitalidad industrial. ¿Qué pensaría el primer ministro de un encuentro con el canciller del Reich? Cuando el duque alemán le hace la pregunta a Eduardo VIII y propone que Baldwin tome la iniciativa, Eduardo VIII le contesta irritado: «¿Quién es el rey aquí? ¿Baldwin o yo? Tengo la intención de hablar con Hitler y lo haré aquí o en Alemania».
A causa de la actitud real, que ya no era ambigua y sí contraria a su obligatoria neutralidad constitucional, el monarca fue vigilado a partir de entonces. Pero ¡no sólo él! Los mismos servicios sospechaban que la señora Simpson era una agente de la influencia nazi, aunque no tenían pruebas. Después de 1945, lo único que se pudo probar es que la intrépida Wallis estaba en realidad —por razones financieras— pagada por los diarios del grupo americano Hearst, «enemigo jurado del Imperio británico».
EL REY Y WALLIS SON VIGILADOS POR LOS SERVICIOS DE INFORMACIÓN
Pero en 1936 sólo se trata de sospechas, basadas, entre otras cosas —aunque también sin pruebas— en la costumbre, cortés pero insistente, adquirida por el muy seductor embajador de Alemania von Ribbentrop de enviar cada día diecisiete rosas rojas a Wallis[6]. El contexto histórico autoriza todas las calumnias y amalgamas, puesto que el 7 de marzo de 1936 Hitler, rompiendo el pacto de Locarno, da orden a sus tropas de ocupar la orilla izquierda del Rin, una zona desmilitarizada y ocupada por Francia desde 1920. El rey se atreve a celebrarlo. Los tratados de paz ya no son más que papel mojado y el diktat de Versalles está obsoleto. Es el primer paso de Hitler hacia la guerra. Como se ha dicho, la Court Circular, el diario oficial de la corte, anuncia cada día los compromisos, audiencias y manifestaciones de la familia real. Los principales periódicos, como los conservadores The Times y Daily Telegraph, no dejan de informar de ello a sus lectores. El 28 de mayo éstos se enteran de que la víspera, una gran cena —la primera cena oficial ofrecida por el rey— ha reunido a altas personalidades civiles y militares, entre ellas a los Mountbatten y al aviador americano Charles Lindbergh, acompañado de su esposa. La finalidad de esa cena —Wallis, radiante, lo confirmaría— era, según el deseo del rey, presentar al primer ministro y a la señora Baldwin... a su futura esposa, la cual estaba invitada... ¡con su marido, Ernest Simpson! Fue un primer shock. El segundo fue peor: el plano del banquete publicado muestra que la señora Simpson estaba sentada en uno de los extremos de la gran mesa, un lugar reservado a los miembros de la familia real. La reina María, sacudida por espasmos de rabia, declaró que temía que su hijo le pidiera que recibiese a Wallis. Para evitar toda objeción, el texto de la Court Circular, de forma nada habitual, había sido enviado en el último momento, para que no apareciese en la prensa hasta el día siguiente.
Eduardo VIII fuerza la mano de su familia y de la opinión. Esa escalada en la provocación incita a los servicios de información a estudiar con más detalle el pasado de aquella americana que se comporta como si fuese la futura reina.
Entonces su historia se vuelve especialmente novelesca, con todas las revelaciones escandalosas y los detalles escabrosos del caso. ¿Verdaderos o falsos? Ésa es la cuestión. En realidad, desde la muerte de Jorge V, el primer ministro había ordenado una investigación sobre la enigmática Wallis, ya que su intimidad con el nuevo rey era tal que no había más remedio que interesarse por los dos; eran inseparables. Aquello podía ser peligroso. Del misterioso «expediente chino», que algunos han puesto en duda considerándolo un montaje, ¿qué podemos retener? Se descubre, dicen, que contrariamente a lo que afirmaba Wallis, que de soltera se apellidaba Walfield antes de que sus padres se casaran, y que por lo tanto era hija ilegítima, no había sido bautizada. Un detalle. Luego, en colaboración con los servicios americanos, se averiguó que en la década de 1920 Wallis había vivido en China. Era cierto: se había reunido allí con su marido, el primero, el aviador americano Win Spencer, enviado en misión a China por la US Navy en un periodo particularmente difícil. Aunque su esposo le juró que no volvería a beber, ella descubrió botellas de ginebra vacías en su apartamento de Kowloon. El matrimonio es pronto una pura fachada. Win Spencer le da a Wallis suficiente dinero para que pueda irse a Shanghai. Tras unos años difíciles, un diplomático inglés, relacionado con Washington, la ayuda a trasladarse a Pekín en 1923. Se encontraron sus órdenes de misión, frecuentes para las esposas de militares en esa época. La estancia en Pekín sólo tenía que durar dos semanas, pero por suerte se encuentra allí con una amiga, una viuda que se ha vuelto a casar con Herman Rogers, un banquero influyente de Wall Street. Herman y Katherine Rogers acogen a Wallis durante casi un año y seguirán siendo para ella valiosos aliados y un gran apoyo.
Si esa época de su existencia es fácil de reconstruir, la siguiente lo es mucho menos. El «expediente chino» está lleno de rumores, chismes, afirmaciones e hipótesis. Ese expediente ha desaparecido o es inaccesible, admitiendo que haya existido alguna vez. Entre las personalidades que habrían podido conocerlo figura la reina María, horrorizada, pero que debía ser informada sobre la mujer con la que su hijo pretendía casarse. Hay un informe que viene a colmar el «vacío» de varios meses de la estancia de Wallis en China durante los cuales se le pierde la pista; en dicho informe figura que estuvo interna en varias supuestas «casas de canto», que de hecho eran burdeles de lujo. Allí se habría iniciado en unas «prácticas sexuales perversas» que permiten a los hombres más o menos impotentes experimentar placer. Luego habría simultaneado la galantería de pago con un primer trabajo de espionaje bastante oscuro. El lecho y la información a menudo van de la mano. ¿Para quién espiaba? ¡Misterio! Más grave, o más fácil de reconstruir: en 1923, antes de reunirse con su marido en China, parece ser que Wallis se quedó en Washington y se echó en brazos del príncipe Caetani, embajador de la Italia fascista. Pronto lo sustituyó por el flamante primer secretario de la embajada de Argentina, Felipe Espril. la señora Spencer, que llamó la atención de los servicios de Washington por sus dotes en la diplomacia horizontal, fue contratada al parecer en calidad de agente.
Se reúne con su marido. El oficial Spencer ha caído en el alcoholismo, el opio y la mala vida. Parece ser que le insistió a su mujer, visiblemente muy dotada en los asuntos del amor, para que animase partidas de juego trucadas y perfeccionase su dominio de una práctica tan vieja como la China, el fang chung, que permite a la parte masculina, sobre todo si ha perdido a la ruleta, obtener, como compensación, «un estado de serenidad absoluta». Desdichado en el juego...
LONDRES Y WASHINGTON RECONSTRUYEN EL PASADO ESCABROSO DE WALLIS...
La fiebre del falso exotismo acaba rompiendo esa pareja a la deriva. En el expediente de la señora Spencer también figura algo de tráfico de drogas. Después se le pierde la pista, pero la volvemos a encontrar en la cama de algunos filántropos. Su ficha mencionaría, según los británicos, que en esa época es «una mujer mantenida». ¿Por quién? ¡Por diplomáticos, naturalmente! El agregado naval italiano en Pekín, Alberto Da Zara, no puede olvidarla: «No es exactamente una belleza, pero es muy seductora y tiene unos gustos refinados». Luego parece que fue la amante del conde Ciano, el futuro yerno y ministro de Asuntos Exteriores de Mussolini, una situación que confirmará más tarde la esposa del Duce. Embarazada de Ciano, habría abortado. Parece ser que entonces supo que ya no podría tener hijos o, en todo caso, que un nuevo embarazo pondría en peligro su vida.
Volvió a Estados Unidos en septiembre de 1926 y allí estuvo hospitalizada durante varias semanas; luego pasó la convalecencia en casa de su madre. En Navidad, en casa de unos amigos neoyorquinos, conoce a un compatriota, Ernest Simpson. Parece un gentleman, lo cual nada tiene de extraño, pues su familia, naturalizada americana, es de origen británico. Vive en Londres, donde dirige un negocio familiar de correduría marítima. Rasgos particulares: es rico y está casado. Ese estado no es ningún obstáculo para Wallis, que inicia los trámites de divorcio (declarando culpable a su marido; esa mujer se las sabe todas) y exhorta a su nuevo amante a hacer otro tanto. Una mujer de carácter... Dorothy Simpson se entera de su infortunio en una cama del hospital americano de Neuilly. Pronuncia una frase muy bonita: «Wallis ha demostrado mucha nobleza. Me ha robado a mi marido mientras yo estaba enferma...».
Es el 21 de julio de 1928, en Londres, cuando la americana se convierte en la nueva señora Simpson. Se muda a una casa cerca de Hyde Park. Gran tren de vida, estilo gentry, con mayordomo, cocinera, camarera y chófer. Y es en ese momento cuando Wallis descubre, asombrada, la pasión de los británicos por la familia real y la existencia del príncipe de Gales, un seductor y elegante soltero. Toma nota, relamiéndose, de su afición permanente por las mujeres casadas... Y empieza a escrutar sus salidas, sus horarios, sus amigos y sus relaciones.
¿Qué pensar de esa novela sobre fondo de exotismo, presentada como indiscutible y abrumadora? Una parte, banal, está demostrada. Algunos episodios chinos son más vagos, pero no imposibles, como también pueden haber sido inventados para desacreditar a la intrigante. La única verdad es que Wallis es una ambiciosa que ha tenido una vida difícil y que sabe aprovechar las circunstancias, lo cual no es ningún crimen. Es una amante experta y Eduardo, de quien sus conquistas decían que no estaba muy bien dotado por la naturaleza, sin duda no había encontrado nunca una mujer que con su saber hacer y con manipulaciones sofisticadas fuese capaz de llevarlo hasta el cenit del placer. Para hacerlo feliz por completo. Como un hombre. Todo eso es edificante, suscita fantasías, remite a Mata Hari y a sus danzas lascivas, pero plantea una pregunta esencial: ¿merece esa mujer convertirse en reina? Pregunta complementaria: ¿pueden revelarse estas «informaciones» en la primavera de 1936 cuando pese a sus incoherencias y sus tomas de posiciones políticas Eduardo VIII sigue siendo muy popular? ¿El remedio (la eliminación de Wallis) no sería peor que la enfermedad (una rabieta del rey que lo llevase a abdicar)? ¿Y cuáles serían las consecuencias para la monarquía, en un momento en que varios tronos europeos se están tambaleando? En medio de las convulsiones políticas, la Corona es la institución que une a los británicos y les da seguridad.
WINSTON CHURCHILL ENTRA EN ESCENA... CON BROMAS DE DUDOSO GUSTO
El 9 de junio, en la segunda cena oficial ofrecida por el rey, Wallis por supuesto está presente, pero sin su marido, lo cual es muy comentado por los fanáticos de la Court Circular. La duquesa de York (esposa del futuro Jorge VI y cuñada de Eduardo) ocupa el lugar de honor, es decir, a la derecha del rey. Wallis se halla de nuevo en un extremo de la mesa. Uno de los comensales, encontrando que las joyas de Cartier que luce Wallis son tan «resplandecientes» (!) como ruidosa es su conversación, la considera «muy americana, con poca o ninguna noción de lo que es la vida inglesa».
Pero esa cena entra a formar parte de la crónica de la monarquía británica a causa de la conversación entre la duquesa de York, futura reina Isabel (esposa de Jorge VI), y un personaje político importante, muy famoso por su franqueza provocadora, la agilidad de sus réplicas y sus mordaces referencias históricas: Winston Churchill. Ya tiene 62 años y su reputación de orador brillante en la Cámara de los Comunes, su paso por diferentes ministerios y sus trabajos literarios lo convierten en una leyenda inaugurada ya en el siglo anterior, cuando se evadió de una cárcel surafricana durante la guerra de los bóers. En 1936, «monárquico incondicional, amigo personal de Eduardo VIII desde su más tierna infancia y siempre al acecho de una noble causa que defender, estima que su deber es acudir al rescate del monarca»[7].
Churchill ya sabe que el gobierno está presionando al rey para que escoja entre la Corona y la señora Simpson. Al mismo tiempo, no oculta su preocupación ante el rearme alemán y el retraso inglés.
Durante esa cena de gala, Churchill habla, con su voz nasal, de las vicisitudes, en el siglo XVIII, del rey Jorge IV y su esposa secreta. Una metedura de pata, según la duquesa de York, que encuentra que el tema es de muy mal gusto y que dice, tajante: «Eso fue hace mucho tiempo».
Churchill no renuncia jamás a enzarzarse en una conversación inoportuna. Le gusta provocar. Aprovecha para recordarle a la duquesa de York la guerra civil que, en el siglo XV, enfrentó a las casas reales de York y de Lancaster —cuando Eduardo VIII se dispone a emprender un crucero por el Mediterráneo con Wallis bajo su título hereditario de... ¡duque de Lancaster! ¿El temible Winston lo hace adrede bajo los efectos de un buen vino de Burdeos?—. Imperturbable, la duquesa de York responde a esa nueva alusión inconveniente: «¡Fue hace muchísimo tiempo!». El político es demasiado hábil: no se ha resistido a esos paralelismos chocantes, una forma de recordar que la historia se puede repetir, pero sus comparaciones hieren el honor de los York. La consecuencia es cierta frialdad entre los dos hermanos, Eduardo y Alberto, pues la señora Simpson tiene manifiestamente la intención de entrar en la historia de la monarquía británica, aunque sea a costa de un escándalo permanente.
La relación del rey con la americana, que sigue estando casada pero cuyo esposo engañado parece menos resignado que antes a su infortunio —está dispuesto a divorciarse—, empieza a ser demasiado molesta. A comienzos del verano se dan instrucciones discretas pero firmes a los periódicos para que hablen lo menos posible de los amantes y eviten publicar fotos donde aparezcan juntos. La prensa consiente en proteger la imagen del rey. El hecho de que en las carreras de Ascot el monarca hubiese enviado su coche personal a Wallis había sido motivo de escándalo. La americana desaparece de las páginas del Daily Mail y del Daily Express, que tiran varios millones de ejemplares. Paralelamente, por orden del jefe del Foreign Office, Anthony Eden, titular de la cartera desde diciembre de 1935, los documentos confidenciales, en especial sobre la invasión de Etiopía por Mussolini, ya no se le transmiten al rey. De nuevo se sospecha —es una obsesión— que la señora Simpson puede ser una agente nazi. Eden y Eduardo están casi siempre en desacuerdo en lo relativo a la política exterior.
El 16 de julio, el soberano preside un gran desfile militar en Hyde Park en honor de los Horse Guards. La ceremonia, en presencia de toda la corte —incluidas las princesas Isabel y Margarita— sólo se celebra cada quince años. El rey pronuncia un discurso rindiendo homenaje a esos valerosos combatientes, añadiendo que el reino espera no sufrir una nueva guerra, pues «la humanidad aspira a la paz», cosa que la guerra de España, por citar sólo un ejemplo, desmentirá pronto de manera trágica.
Cuando el rey regresa a caballo hacia Buckingham Palace, a la altura de Wellington Arch, un hombre lo apunta con su revólver. Un policía a caballo se interpone y con un golpe abate el arma que cae bajo los cascos del caballo real. «¡Imbécil!», exclama Eduardo VIII.
El agresor, un irlandés alcohólico e inestable, ya encarcelado por chantaje, es reducido. Sus intenciones son confusas. Será condenado a doce meses de prisión. El rey, lívido, no ha perdido el control y regresa, tranquilamente, a palacio. Más tarde dirá que al principio creyó que le tiraban una bomba. De haber sido este el caso, su hermano Alberto y su escolta habrían quedado pulverizados y el futuro de Reino Unido habría sido muy diferente. Pero, como señala Sarah Bradford, la emoción de la opinión pública es considerable. «De pronto, la familia real parecía muy vulnerable»[8].
EL CRUCERO DIVIERTE A TODO EL MUNDO... EXCEPTO A REINO UNIDO
Luego, pese a las crisis políticas y a los conflictos armados en Europa, el rey y Wallis confirman su crucero por el Mediterráneo a bordo de un suntuoso yate, el Nachlin, que han alquilado y han hecho pintar de blanco. El itinerario es de ensueño: el Oriente Express, la costa dálmata, Grecia, Turquía, luego de nuevo un tren especial para llegar a Bulgaria, con un maquinista también muy especial, puesto que se trata del rey Boris, que pretende, como de costumbre, conducir la locomotora, pero no tiene ninguna experiencia. ¡Las sacudidas que sufren los pasajeros y los coches son impresionantes! En Viena, a principios de septiembre, en el Hotel Bristol, el recepcionista registra sus identidades: «duque de Lancaster» y señora Simpson». La pareja sigue un verdadero programa vienés de lujo, con dos óperas wagnerianas —el rey no cesa de fumar un cigarrillo tras otro en su palco— y una cena en los Tres Húsares, un restaurante famoso.
Aunque esas vacaciones no desemboquen en ningún resultado político ni diplomático, el balance mediático es explosivo. En efecto, durante el periplo, el rey y Wallis han sido perseguidos continuamente por jaurías de periodistas, fotógrafos y cámaras. La prensa británica, fiel al statu quo que se ha decidido, no publica nada. En cambio Europa y sobre todo Estados Unidos se ven inundados por millones de ejemplares que narran las espectaculares escapadas del rey y de su amante. El efecto es paradójico: el mundo entero está al corriente, mientras que en el Reino Unido, sólo el gobierno, la familia real y la alta sociedad están informados de esa larga ausencia en el corazón de las convulsiones europeas. Llegan algunos ecos: la embriaguez del rey en el momento de subir a un tren en Yugoslavia, la acogida muchas veces fría reservada a Wallis, la pareja en bañador retozando en una playa bajo la mirada de los agentes de Scotland Yard...
A finales de septiembre, siguiendo una tradición inaugurada por la reina Victoria y su esposo, el príncipe Alberto, la familia real se instala en Escocia, en el castillo de Balmoral, construido de 1835 a 1855 en el estilo llamado «baronial escocés» del siglo XVII. Al duque de York y a los suyos les parece un escándalo que apenas seis meses después de la muerte de Jorge V y para su primera estancia en Balmoral, el rey se atreva a invitar a su amante. En cambio, en la lista de los invitados oficiales, por primera vez en un cuarto de siglo, se ha omitido un nombre. Y es comprensible: el del arzobispo de Canterbury, que no ve con buenos ojos la vida privada del soberano y así lo ha manifestado. Eduardo VIII, aunque es el jefe de la Iglesia anglicana, nunca se había ocupado de las cuestiones religiosas. A fin de compensar la afrenta, el duque y la duquesa de York, que residen en la vecina Birkhall, invitan al prelado a pasar una noche en su casa y le aseguran que desean restablecer con él y con la Iglesia los lazos tradicionales que los unen a Balmoral.
A WALLIS SE LE PRODIGAN DEMASIADOS HONORES. EL ESCÁNDALO ESTALLA EN ESCOCIA...
Los invitados llevan nombres de alcurnia; no todos son contrarios a Wallis. Es el caso de los Kent y los Mountbatten. Entre los huéspedes del castillo, sólo se espera a tres extranjeros: la señora Simpson y sus amigos los Rogers, a los que conoce desde la época de Pekín y por los que siente un gran aprecio. La estancia acaba en desastre. El miércoles 23 de septiembre, el duque de York y su esposa Isabel deben sustituir en el último momento al rey en la inauguración de la nueva enfermería de Aberdeen, principal centro comercial del noreste de Escocia, que fue varias veces devastado por las tropas inglesas durante las guerras que las enfrentaron con los reyes escoceses. El motivo de la ausencia de Eduardo VIII es, según dicen, que en el césped de ese centro le entró una crisis de llanto durante el duelo que siguió a la muerte de su padre. Ahora bien, ese duelo de la corte acabó el 20 de julio. Extraña sensiblería... En realidad, mientras su hermano y su cuñada cumplen con el deber que a él le compete, el rey, al volante de su coche, ¡va a buscar a Wallis y a los Rogers a la estación de Aberdeen! Y lo que es peor: dos días antes, el duque de Kent y su esposa, encinta, han sido vistos en el andén de la misma estación, esperando pacientemente la correspondencia para Ballater, una aldea de los montes Grampian a 65 kilómetros de Aberdeen, que es la estación más próxima a Balmoral. Así pues, el tren carreta local es suficiente para el duque y la duquesa de Kent, mientras que la señora Simpson merece una limusina conducida por el propio rey. El escándalo es tal que la prensa regional se salta las instrucciones respetadas desde hace tres meses en todo el reino. Escocia no ha tenido el honor de una estancia real desde hace mucho tiempo, y por lo tanto va a hablar de ella. El asunto viene en la portada del Evening Express. El título es sibilino: «En Aberdeen, visita sorpresa de Su Majestad en coche para reunirse con amigos». El artículo está ilustrado con dos fotos yuxtapuestas, que ponen en evidencia la diferencia de trato reservado a una determinada invitada, mientras el duque y la duquesa de York cumplen con su deber oficial. Y el jefe de la estación cuenta cómo los Kent esperaron su tren ordinario, igual que todos los demás viajeros.
Escocia se siente humillada por esa grave torpeza y se comprende, conociendo la hospitalidad escocesa y sus bellas tradiciones. La falta es enorme. Los York, por su parte, aún se sienten más abrumados cuando se enteran de que en Balmoral la señora Simpson ocupa los aposentos que habían sido los de la reina María durante sus veinticinco años de reinado. Ella sí fue una verdadera soberana... La pesadilla continúa cuando Wallis ordena al rey que vaya a buscar champán y éste va, «extasiado», ante los ojos de los criados, que no dan crédito, y cuando le tiende con toda naturalidad, delante de todos los invitados, unos documentos oficiales para que ella los lea públicamente.
El hermano del rey y su mujer están invitados a cenar en Balmoral. ¡Horror! Es la señora Simpson quien los recibe, lo cual es contrario a la etiqueta: los miembros de la familia real sólo pueden ser recibidos por el dueño de la casa, en este caso el rey. Isabel, que precede a su marido el duque de York, ignora a la señora Simpson y se dirige hacia su cuñado. La señora Simpson se queda con dos palmos de narices. Y al pasar ante la intrusa la duquesa de York le lanza una advertencia que también es una lección de protocolo:
—He venido a cenar con el rey[9].
Al terminar la cena la duquesa de York, en guerra abierta contra la americana, da la señal para que las damas presentes abandonen la mesa. La señora Simpson está sobrepasada por completo e Isabel definitivamente enojada. Su marido se siente bastante ofendido por ese ambiente, que nada tiene que ver con los días felices pasados en Escocia, y culpa a su hermano. La señora Simpson envenena la vida familiar y pública pretendiendo hacer feliz al rey. Ya no es tolerable. Al volver de Escocia, el conflicto familiar, que pronto será gubernamental, con la insoportable Wallis está abierto.
Durante todo el verano el mayor Hardinge, que es el secretario privado del rey, ha estado advirtiendo con insistencia al primer ministro acerca de los peligros que el comportamiento del rey respecto a la señora Simpson representa para la monarquía. También ha dicho que la censura de la prensa británica era ilusoria, que el planeta entero estaba al corriente de ese romance de desagradables implicaciones políticas. Stanley Baldwin, por una vez tolerante, tuvo primero la esperanza de que esa relación fuera sustituida por otra menos llamativa. Luego el jefe del gobierno hizo observar que no había ninguna crisis constitucional que temer mientras la señora Simpson siguiera oficialmente casada. Pero el escándalo escocés había revelado la total irresponsabilidad del rey, que apremiaba a Wallis para que iniciara los trámites de divorcio. Eso ya era demasiado...
EL PRIMER MINISTRO ADVIERTE AL REY DE QUE LA MONARQUÍA ESTÁ EN PELIGRO
A mediados de octubre Eduardo VIII acepta recibir a su primer ministro para hablar de lo que ya se está convirtiendo en un asunto de Estado.
Stanley Baldwin tiene 69 años; su carrera política, que comenzó en 1908, está tocando a su fin, al constatar que la Sociedad de Naciones, que tantas esperanzas había despertado, es por completo ineficaz y Hitler hará todo lo que pueda para que estalle una nueva guerra mundial. Además debe resolver los problemas personales y políticos de Su Majestad, como el encargado de la disciplina de un colegio que tiene que llamar al orden a un alumno revoltoso.
La audiencia, que el primer ministro ha solicitado con urgencia, tiene lugar al día siguiente, a las 10 de la mañana en Fort Belvedere. Los dos hombres pasean por el jardín y luego vuelven a la biblioteca. El primer ministro parece agotado; pide un whisky con soda. Cuando un criado se lo trae, levanta el vaso y pronuncia estas extrañas palabras:
—Pues bien, señor, pase lo que pase, mi esposa y yo le deseamos mucha felicidad, de todo corazón.
Al oír estas palabras, el rey rompe a llorar, y —¡lo que todavía es más insólito!— el primer ministro también. Los dos hombres saben, cada uno dentro de sus funciones, que el reino está al borde del abismo. Según el biógrafo británico Christopher Hibbert[10], Olivier Baldwin, el hijo del primer ministro, y sir Harold Nicolson serán informados de que el rey y su visitante continúan la conversación en un sofá. El jefe del gobierno recupera la serenidad y se esfuerza por explicarle a Eduardo VIII cuáles son los riegos de la situación:
—La monarquía británica es una institución única. En este país la Corona, a través de los siglos, se ha visto privada de muchas de sus prerrogativas. Sin embargo, nunca ha tenido tanta importancia como hoy. Pero este sentimiento depende mucho del respeto que se ha intensificado con las tres últimas generaciones de la monarquía[11] y quizás no haría falta mucho tiempo para que, ante las críticas actualmente formuladas, se perdiera el poder más deprisa de lo que se ha ganado. Y una vez perdido, dudo que nadie lo pueda restaurar.
El momento es grave. Baldwin abre su cartera y extiende sobre la mesa una selección de cartas que ha recibido, así como unos extractos de la prensa americana. Los comenta e insiste en el efecto catastrófico que ha tenido la presencia de la señora Simpson en Balmoral, de la que se han divulgado todos los detalles.
El rey contesta que la interesada es su amiga y que no está dispuesto a dejarla en la sombra, y asegura que ha asumido sus obligaciones con dignidad, lo cual es falso en lo que a su estancia en Escocia se refiere. El señor Baldwin admite que esas obligaciones no son la ocupación favorita del rey y pasa al tema más candente: el divorcio de la señora Simpson.
—Señor, es inaceptable que usted lo pida...
—¡Señor Baldwin! Se trata de la vida privada de esta mujer. Yo no tengo ningún derecho a intervenir, sobre todo no porque sea una amiga del rey.
El primer ministro anuncia entonces que todo lo que no se ha sabido o no se ha dicho será divulgado por la prensa, que habrá facciones que se enfrentarán... ¿No se podría pedir a la señora Simpson que abandonara el país durante seis meses?
Sería una sabia decisión, hasta que se calmaran los ánimos. La respuesta de Eduardo VIII pertenece a uno de esos momentos en que la historia toma un camino que nunca habría debido tomar. Si el rey fuese un aristócrata del deber, realista, dotado de un carácter fuerte y pensara sólo en su país, si no fuese un hombre desesperado ante la idea de que puede perder a la mujer que le ha permitido superar sus deficiencias sexuales, el romance se habría acabado después de esa conversación.
Pero la respuesta del rey es inapelable:
—La señora Simpson, para mí, es la única mujer que existe en el mundo y no puedo vivir sin ella. Usted y yo debemos arreglar juntos este asunto. No permitiré que intervenga nadie más.
LOS SINDICATOS Y LA PRENSA EXIGEN QUE LA SEÑORA SIMPSON SE VAYA
El primer ministro ha fracasado. El soberano se casará con la señora Simpson cuando ésta esté de nuevo divorciada, y es evidente que tendrá que abdicar. Al cabo de unos días Geoffrey Dawson, el director de The Times, va a ver al secretario privado del monarca en Buckingham Palace. Le muestra el correo enviado por un inglés que vive en Estados Unidos quejándose de «la publicidad envenenada que se hace de la amistad del rey con la señora Simpson». Mientras tanto el primer ministro, como es costumbre en este sistema político, informa de la crisis al líder de la oposición. También él rechaza la idea del matrimonio. Más sorprendente —para los no británicos— parece la reacción del secretario general de la Unión Sindical, un organismo poderosísimo. El tal Ernest Bevin es categórico. Con su acento cockney, anuncia:
—Nuestra gente jamás permitirá que la señora Simpson, aunque se divorcie, sea nuestra reina.
Y añade un comentario esencial, particularmente importante en una monarquía:
—Al pueblo no le gusta que no haya vida de familia en la corte. Apuesto a que todas las mujeres pequeñoburguesas de los barrios le dirán lo mismo.
Y al cabo de poco tiempo empiezan a circular peticiones entre los funcionarios, sobre todo entre los de la Secretaría del Tesoro, el ministerio de Finanzas, que persigue los gastos inútiles. Una de estas protestas apoya al primer ministro e insta literalmente al rey a romper toda relación con la señora Simpson. El pueblo británico está en contra de ella. Neville Chamberlain, ex plantador en las Bahamas y varias veces ministro, a la sazón canciller del Exchequer (ministro de Finanzas), presiente que si el rey no pone fin a su relación habrá que aplicar los principios de la monarquía constitucional, es decir pedir la dimisión del gabinete. Añade que no haría falta si la señora Simpson abandonara de inmediato el territorio británico. La cosa es urgente. El director del Morning Post advierte de que su periódico no seguirá guardando silencio sobre el tema. El gobernador general de Canadá, que es el representante del rey en aquel vasto dominio, escribe que la opinión, receptiva a los reportajes de la prensa americana, está «inquieta». Idéntica reacción, el 13 de noviembre, del alto comisario en Australia, que avisa de que nadie quiere a la señora Simpson como reina. El secretario del rey, Alexander Hardinge, hijo y sucesor de Charles Hardinge, se decide a escribir a Eduardo VIII una carta, que antes muestra al jefe de The Times, quien la considera «admirable, respetuosa, valiente y definitiva». En tres párrafos este colaborador describe, según él, los acontecimientos que se preparan. La prensa británica se abalanzará sobre el escándalo y el efecto será catastrófico. La dimisión del gobierno no permitirá la formación de un nuevo gabinete; habrá que organizar unas elecciones generales cuyo tema principal será la vida privada del rey, una deriva que no podrá sino desprestigiar a la Corona. Por último, es urgente que la señora Simpson se vaya: «... Suplico a Vuestra Majestad que considere esta solución antes de que sea demasiado tarde».
Una hermosa carta, en efecto. ¿Cuál es la reacción de su destinatario? Se siente ofendido por su brutalidad y su frialdad. No comprende cuál es la razón y estima injustos los reproches que se le formulan. Eduardo VIII protesta: ha cumplido con sus obligaciones de monarca. ¿Acaso no inauguró, diez días antes, la sesión del Parlamento en Westminster, según la tradición? Claro que a causa de la lluvia la procesión de Estado fue anulada y el rey acudió a la Cámara de los Lores en automóvil. Y allí ¿no renovó acaso, según la costumbre, la declaración de fidelidad de la Corona a la fe protestante? Puesto que aún no había sido coronado, llevaba su uniforme de almirante de la flota, con su casco de plumas. Harold Nicolson recordará dos particularidades: a los 49 años, el rey parecía «un muchacho de 18 años», y durante el discurso su voz tenía un acento americano cada vez más pronunciado. La explicación es obvia...
EL REY CREE QUE EL GOBIERNO Y LA IGLESIA ESTÁN TRAMANDO UN COMPLOT
Pese al perfume de escándalo que lo envuelve, el monarca sigue siendo popular. Confunde el éxito de sus apariciones públicas con los efectos nefastos de su romance, estimando que las primeras suplantan a los segundos y los anulan. Un error catastrófico. Cuando visita la Royal Navy en Southampton, a pesar de la tromba de agua que está cayendo, se niega a ponerse un impermeable y muestra su talento para «entusiasmar a las masas». Los marineros lo aclaman. Es «su rey».
En ese momento Eduardo VIII cree que el primer ministro ha fomentado un complot contra él con la complicidad, necesariamente perversa, del arzobispo de Canterbury. Cuando antiguos miembros de la casa de Jorge V que han permanecido al servicio de su hijo insisten, por escrito, en las consecuencias de su eventual abdicación, no les contesta. Y exige sus dimisiones. ¿Le ha mostrado el rey a su amante la carta de su secretario Hardinge? Sí. Y ella, indignada, dice que está dispuesta a irse. Pero Eduardo VIII no modifica un ápice su proyecto. El gabinete de Baldwin continúa con sus advertencias: la boda del soberano debe recibir la aprobación del gobierno. El primer ministro recuerda que «la esposa del rey se convierte en la reina del país. Por consiguiente, en la elección de una reina, la voz del pueblo debe ser escuchada». Y el pueblo no quiere a la señora Simpson.
Estamos a finales de noviembre. Una nueva audiencia, decisiva, tiene lugar entre el rey y su primer ministro.
—Señor Baldwin, quiero que usted sea el primero en saberlo. He tomado mi decisión y nada me hará cambiar de opinión. He examinado el problema en todos sus aspectos. Tengo la intención de abdicar para casarme con la señora Simpson.
—Señor, ésta es una decisión gravísima y me siento profundamente afectado.
Stanley Baldwin dirá que el rey «parecía un joven caballero que hubiese acabado de descubrir el Santo Grial» y que afirmaba que con esta mujer como reina «habría sido el mejor de los reyes».
Los dos hombres se estrechan largamente la mano. Se separan casi llorando.
Una tragedia sin precedentes —incluso en el país de Shakespeare— acaba de empezar.