Capítulo 5

10 de diciembre de 1936
La abdicación, una tragedia y un trauma

Todavía hoy la conmoción es difícil de imaginar. En la larga y compleja historia británica, a través del destino de diez dinastías y treinta y seis soberanos hasta llegar a Jorge V, entre rivalidades mortíferas, asesinatos, guerras de sucesión, de religión y crímenes de todo tipo, jamás un soberano había decidido renunciar al trono por el amor de una mujer. Las abdicaciones por razones de edad o de salud son inexistentes y —Victoria es el mejor ejemplo— el monarca se mantenía en su cargo supremo hasta el último suspiro. Era consciente de sus deberes y la popularidad era su apoyo. Los gobiernos se sucedían, el Estado permanecía, sólido e indiscutido. Que un rey en la flor de la edad, en apariencia sano física e intelectualmente, abdique al cabo de nueve meses de reinado para casarse y vivir con la mujer a la que ama desde que se conocieron hace aproximadamente cinco años es increíble. Que el depositario de la monarquía occidental más prestigiosa —y una de las más fascinantes del mundo— abandone la Corona (que aún no había llevado) y su país, que tiene la dimensión de un imperio cuando Europa parece incapaz de preservar la paz, es inaudito. Y cuando la opinión toma conciencia de que la mujer responsable de ese caos titánico es una aventurera, casi una profesional del amor, y que está a punto de divorciarse por segunda vez, se produce un verdadero trauma. Si añadimos que la causa de esa pasión es una americana, algunos ven en ello una venganza que se remonta a la guerra de Independencia de las colonias de América. ¡Una americana! Ésa es una de las cosas que se le reprochan a la que aún es la señora Simpson. Si hubiera sido galesa, irlandesa o escocesa, la afrenta habría parecido menos dolorosa. Pero su estatus de extranjera agrava el caso. Y su habla gritona, considerada vulgar, siempre la ha caracterizado y la hace menos respetable aún. La historia a veces había aceptado que un rey cortejase a una plebeya. Pero en un país donde los acentos, muy identificables, sitúan de inmediato los orígenes de las personas y el ambiente en que se mueven, el suyo desentonaba. Que el rey quisiera convertirla en reina se vivía como un insulto. Su reputación había empeorado aún más por su forma de imponerse en contra de las reglas de urbanidad, aunque lo cierto es que no era aceptada en ninguna parte, salvo por amigos y relaciones demasiado exuberantes. Desde que había entrado en el lecho del rey, excitaba sus fantasías y las convertía en realidades, todo en ella sonaba a falso. Intrigante, aventurera, cortesana, mancillaba la monarquía. Para muchos aparecía como una maldición; era la verdadera culpable, antes de que salieran a la luz la dependencia física y la sumisión psicológica del monarca, su desprecio del sentido de Estado y de sus obligaciones. Ese drama es el encuentro de una fuerza y una debilidad. Wallis domina a Eduardo.

 

 

LOS HERMANOS DEL REY ESTÁN PETRIFICADOS, SU MADRE LE REPROCHA SU EGOÍSMO

 

Al día siguiente de anunciar su decisión al primer ministro y cuando el rumor ya circula por Londres, desde Westminster hasta los muelles del Támesis, Eduardo VIII reúne a sus tres hermanos. El mayor, el duque de York, llamado a sucederle, está tan atónito que no logra articular una sola palabra. Se sabe —y la reciente y soberbia película El discurso del rey lo ha recordado— que padece de tartamudez y que está tratando de remediarlo desde hace años, con la ayuda de un logopeda y de su esposa Isabel. El segundo, el duque de Gloucester, está preocupado por su propio futuro, aunque en el nuevo orden sucesorio tan sólo sea el tercero, después de sus dos sobrinas, Isabel y Margarita. El tercer hermano, el duque de Kent, el más próximo a Eduardo, no critica al primogénito, aunque Wallis no le gusta; la acusa de haberlo alejado de su hermano mayor. ¿Y su madre, la reina María? Está avergonzada, no disimula su enfado y no le perdona a su hijo haberse mostrado tan egoísta. ¿Ha pensado siquiera en el país, en el pueblo, en la desesperación de millones de personas? Ella sabía que al oponerse a su primogénito no haría sino agravar su obstinación. Pero le reprochará siempre no haber hecho el esfuerzo de luchar contra sus inclinaciones y haber cedido a la facilidad. Dos años más tarde, señala Cristopher Hibbert, ella le escribirá: «No habéis pensado más que en vos. No creo que hayáis sido consciente del golpe que vuestra actitud ha representado para vuestra familia y para toda la nación. Quienes habían realizado tantos sacrificios durante la guerra no podían concebir que vos, su rey, os negarais a hacer un sacrificio menor [...] Mis sentimientos por vos como madre siguen siendo los mismos [...] Al fin y al cabo, durante toda mi vida he puesto a mi país por delante de todas las cosas y ahora, sencillamente, no puedo cambiar»[1].

Sin duda alguna y por desgracia para la soberana, en el verano de 1936 las cosas ya habían entrado en una fase decisiva de la cual cabe pensar que sólo los servicios de información, y por lo tanto el primer ministro, estaban informados. Se trata, en efecto, de la verdadera razón por la cual los acontecimientos se aceleran. Baldwin piensa que si la señora Simpson obtiene el divorcio antes de que el rey sea coronado, éste se apresurará a casarse con Wallis para elevarla al rango de reina. Un desastre.

En efecto, el 21 de julio anterior, mientras el rey y su amante estaban de crucero, Ernest Simpson había sido sorprendido en flagrante delito de adulterio a orillas del Támesis, en el Hotel de París, con una desconocida, una tal Mary Raffray. En realidad se trataba de un montaje elaborado entre Ernest y Wallis. La amante circunstancial y el marido debían ser sorprendidos a una hora previamente acordada. La encantadora cómplice de Ernest se convertirá en su tercera esposa... con una indemnización de la señora Simpson, que también se hará cargo de los gastos del divorcio. Con ese doble juego pérfido, Wallis ya podía pretender en el juicio que no era ella la responsable de la separación, añadiendo este comentario falsamente angelical: «Ernest me ha decepcionado. Lo que está ocurriendo no es culpa mía». ¡Un cúmulo de hipocresía y mentiras! Todos y todas debían salir beneficiados, excepto la Corona.

El caso se dirime ante el tribunal de Ipswich, famosa localidad de Suffolk donde nacieron dos admirables pintores, el retratista Gainsborough y el paisajista Constable. La señora Simpson es la demandante. Se muestra como una ofendida muy digna. Y habría habido motivos para reírse cuando el personal del Hotel de París declaró que habían servido el té al señor Simpson en una cama grande con una señora que no era la demandante. Nadie preguntó si el té era de la India, de Ceilán o de China. Wallis no se rio, aunque lo sabía todo de esa comedia porque era ella misma quien la había organizado.

 

 

WALLIS SE DIVORCIARÁ SIN SER CULPABLE DE ADULTERIO

 

El viernes 27 de octubre al tribunal le bastan dieciocho minutos para pronunciar una sentencia provisional de divorcio. La decisión final se hará pública al cabo de seis meses. Ahora bien, justamente dentro de seis meses, en principio, debe ser coronado Eduardo VIII. ¿Quién ganará, la historia o el falso adulterio?

Al abandonar el que había sido su domicilio de Bryanston Court, Ernest, «el marido culpable», escribe a su mujer que no derrama ninguna lágrima. «Sé que en alguna parte de tu corazón sigue ardiendo una llamita por mí»[2]. Es posible, pero la verdad —nadie lo sabe aún y la propia Wallis lo reconocerá— es terrible: no ama al rey y no lo amará jamás. Por lo tanto, este asunto no es por su parte «la más hermosa novela de amor del siglo XX», como tantas veces se ha dicho. La ex señora Simpson utiliza su ascendiente sobre el rey, lo tiene agarrado porque él no puede prescindir de ella. Se trata por consiguiente de una sumisión total. Un drama personal de unas consecuencias políticas gigantescas a causa del arribismo de Wallis.

En su vida social londinense la señora Simpson, siempre con su famoso peinado en bandós, continúa interpretando el papel de la ofendida y se atreve a repetir que el divorcio, en realidad, lo ha pedido su marido. En el país de Shakespeare se representa un viejo clásico del repertorio, pero adaptado a la actualidad y que podría titularse La comedia de las imposturas. Wallis tiene la audacia de afirmar, incluso ante sus amigas íntimas, como Sibyl Colefax y Diana Cooper, que jamás se casará con el rey. Dice ser víctima de los chismes de la prensa americana que, de hecho, lo que hace es celebrar las hazañas de su compatriota. Algunas personalidades no se dejan engañar, como lady Londonderry, cuya influencia en la sociedad londinense es considerable. La noche del 6 de noviembre, ésta no tiene inconveniente en avisar a Wallis de que si el rey tuviera la intención de casarse con ella, perdería enseguida sus ilusiones, porque el pueblo británico no toleraría jamás a una reina dos veces divorciada y cuyos ex maridos aún están vivos. Y si a alguien se le ocurriese recordar la afición del rey Enrique VIII por el divorcio cuatrocientos años atrás, le harían observar que se trataba de un Tudor y no de un Windsor.

 

 

UNA NOVEDAD ABSOLUTA EN WESTMINSTER: SE CITA EL NOMBRE DE LA INTRIGANTE

 

En la Cámara de los Comunes, por primera vez, se pronuncia el nombre de la señora Simpson en un animado debate, pues la interesada es culpable de haber rebajado la monarquía a un nivel terrorífico. El asunto adquiere, pues, una dimensión política, lo cual es grave porque podría abrir una crisis constitucional. No obstante, durante la segunda quincena de noviembre el rey hace su oficio; emprende una gira de la que los medios dan puntual noticia por el país de Gales —su antiguo feudo de príncipe heredero—, donde se muestra muy preocupado por el desempleo y declara:

—Hay que hacer algo. Podéis estar seguros de que haré cuanto esté en mi mano.

Es el monarca que se expresa en público, el rey fuera de su vida privada; ante el pueblo el hombre sigue dando esperanzas e inspirando confianza. Tiene partidarios. Ese comportamiento es percibido como una pulla al gobierno, y muchos parlamentarios y sindicalistas critican esa interferencia del rey en la vida política. El Daily Mirror titula «Nuestro rey bienamado» (todavía lo es en los ambientes modestos en los que se piensa que es desdichado) y reconoce que es «un rey no convencional». En cuanto al Daily Mail, más cálido, subraya que «el rey Eduardo se muestra solícito», lo cual denigra la acción de los ministros. Se hacen intentos desesperados por evitar el desastre. Así, el hijo del propietario del Daily Mail invita a la señora Simpson a almorzar en el elegantísimo Claridge. Le sugiere la solución de un matrimonio morganático que la convertiría en una esposa fuera de la familia real, sin ningún rango ni poder en la cuestión sucesoria. Permanecería en la sombra. Ella parece aprobar esta solución, pero ¿es sincera? El rey parece consentir tibiamente. Pero el primer ministro objeta enseguida que habría que someter una ley especial al Parlamento y que no tendría ninguna posibilidad de ser aprobada. Baldwin va más lejos: tras consultar con sus homólogos de los dominios, dice que estos últimos sospechan que se trata de la primera fase de una maniobra destinada a transformar a la esposa morganática en reina de pleno derecho y que eso sería inadmisible. La ley sería rechazada. El 1 de diciembre, después de un sermón muy reprobador del obispo de Bradford, en el Yorkshire —una vigorosa lección de moral pública que hace el efecto de una bomba—, los periódicos de provincias aparecen con este gran titular: «¡No la quieren!».

Wallis intentará calmar la irritación popular, pero cabe pensar que, en el fondo, tiene miedo. ¿Quién sabe si su vida no está amenazada? Han tirado piedras contra las ventanas de su residencia y cada día la prensa la abruma con insinuaciones y la acusa de ejercer una mala influencia. Ha habido un atentado contra el rey. ¿Por qué un desequilibrado o un fanático de las instituciones, o un antiamericano, no pueden intentar matarla? Pero, como ignora el funcionamiento de la monarquía constitucional, Wallis cree que si se aleja, el rey podrá torcer la voluntad de su primer ministro. Se va para poder volver triunfante. Elige a unos amigos seguros, los Rogers, instalados cerca de Cannes, en una casa llamada «Lou Viei». Éstos seguían la evolución del asunto por los periódicos y habían propuesto a Wallis, ya en el mes de noviembre, ir a darle su apoyo o bien recibirla en su casa del sur de Francia.

Antes de irse ella le sugirió al rey que hiciera una declaración en la BBC a fin de hacer público su punto de vista. El rey se muestra entusiasmado porque al fin y al cabo nunca ha opinado sobre el tema. Churchill, entre otros, habla como Casandra; evoca los riesgos de semejante intervención, pero da la impresión de mantenerse relativamente apartado del asunto, aunque en realidad esté a favor del rey, lo cual le será vivamente reprochado y lo mantendrá al margen de los asuntos públicos hasta que estalle la guerra. Baldwin, que sabe que nada detendrá a Eduardo VIII en su decisión de abdicar, advierte de nuevo al rey y le recomienda que salvaguarde su dignidad, que evite partir el país en dos y que deje la situación lo mejor posible para su sucesor. Porque es un hecho: la sucesión ahora ya es inevitable.

«Le diréis a millones de hombres y mujeres que estáis decidido a casaros con una mujer cuyo marido sigue vivo. Querrán saberlo todo de ella y la prensa se hará eco de todos los cotilleos, cosa que Vuestra Majestad quiere evitar. Corréis el riesgo de dividir a la opinión pública». Después de consultar con los directores de los periódicos, considera que sólo hay tres diarios que le apoyarían: The News Chronicle, Daily Mail y Daily Express. La prensa, por consiguiente, también estaría dividida. El riesgo es enorme. Además, la intervención pública del soberano sería inconstitucional, puesto que no puede expresarse si no es de acuerdo con la línea política del gobierno. En ningún caso el rey puede hablar en su nombre personal. Eduardo VIII lo admite y renuncia.

 

 

INQUIETA, LA SEÑORA SIMPSON SE REFUGIA EN CASA DE UNOS AMIGOS EN FRANCIA

 

El viaje de Wallis, que empieza el 3 de diciembre, es rocambolesco. Acompañada por el detective personal de Su Majestad, lord Brownlaw, y por dos policías de Scotland Yard, la americana tratará en vano de huir de los periodistas que la acosan. El episodio más chusco se sitúa en el famoso restaurante La Pyramide, en Viena, donde se detiene para degustar la célebre cocina de la familia Point, y sobre todo para descansar en ese famoso restaurante donde conocen a Wallis desde hace tiempo. Un solo periodista, Jean Bouvard, del diario de gran tirada Paris-Soir, más rápido que sus colegas, logra obtener una breve entrevista con la americana, elegante con su abrigo tres cuartos de marta cebellina, cuando dice, nada más bajar del Buick: «Ustedes los franceses son muy simpáticos, pero demasiado indiscretos[3]. No he dormido ni un minuto desde hace dos días. Anoche, en el hotel donde me hospedo, había veinticuatro periodistas. Quisiera poder descansar, descansar mucho... Y no puedo hacer ninguna declaración. El único juez es el rey. Yo no tengo nada que decir; sólo que desearía que me dejaran tranquila».

Lo que viene después parece un culebrón. Con la complicidad de la señora Point, Wallis huye por una ventana que hay encima del fregadero de la cocina. Los policías le han hecho estribo con la mano y el poderoso coche arranca. El cuarteto llega a Cannes en plena noche. La huida de la amante del rey ha necesitado un dispositivo policial especial delante de la residencia de los Rogers, pues la multitud estaba bien decidida —al igual que la prensa— a ver a la mujer que podía hacer tambalearse al Imperio británico. Cuando el Buick consigue por fin avanzar despacio y cruzar la verja de «Lou Viei», la fugitiva es invisible, está acostada en el suelo del coche y tapada con una manta. La lluvia y la noche no recompensan la obstinación de los curiosos. Wallis, a la que Eduardo VIII llama todos los días por teléfono, le asegura que «el rey es popular [lo cual es cierto] y que su popularidad le permitiría vencer las críticas [lo cual es ilusorio]».

 

 

LA DECISIÓN DEL REY ES DEFINITIVA: ABDICARÁ... POR SU FELICIDAD

 

A principios de diciembre Eduardo VIII aún no ha informado a su hermano el duque de York de que el anuncio de su decisión es inminente. Incómodo, obstinado y sin duda muy desdichado, llama a su madre, a la que no ha visto desde hace quince días, y le repite que lo único que le importa es su felicidad, que no puede ser un rey soltero y que debe casarse con el amor de su vida. El hombre ya no es el mismo, como si se hubiese liberado de una insoportable carga. Está en otra parte, en su sueño a punto de realizarse, barriendo de su mente las consecuencias desastrosas de su obsesión. Todo el día 9 de diciembre lo dedica a organizar el desarrollo y las modalidades de la abdicación.

El duque de York pasa varias horas en Fort Belvedere discutiendo el destino de los bienes de familia, como los castillos de Sandringham y de Balmoral, propiedades personales del soberano, de las rentas y de toda una serie de cuestiones materiales. Esa misma noche, durante la cena en Fort Belvedere a la que están invitados sus hermanos y el primer ministro, Stanley Baldwin, «sombrío y casi sin vida», según observa el rey, éste parece estar pensando sólo en su viaje de novios. El tema crucial ni siquiera se aborda ya, el monarca es inflexible. Baldwin está consternado[4]...

Si el rey parece tranquilo, su hermano, el duque de York, llamado a sucederle, está destrozado, llorando en casa de su madre al día siguiente, y preocupado además por el estado de su esposa, encamada con gripe.

¡Qué contraste entre el futuro rey, tan triste, y su hermano, tan feliz, encantador y satisfecho de su decisión!

Al día siguiente, 10 de diciembre, a las 10 de la mañana, el duque de York y sus dos hermanos son convocados a Fort Belvedere para ser testigos de la firma por parte del rey de su acta de abdicación. Como tiene por costumbre, el duque de Kent llega tarde y a Eduardo VIII le hace gracia.

La ceremonia ha tenido lugar en el despacho octogonal, en presencia de otros tres testigos, uno de los cuales describirá ese momento terrible y por desgracia inolvidable para quienes lo vivieron directamente. El texto es breve, comparado con las consecuencias que provocará: «Yo, Eduardo Octavo de Gran Bretaña, de Irlanda y de los dominios británicos de ultramar, rey emperador de la India, anuncio mi determinación irrevocable de renunciar al trono para mí mismo y para mis descendientes y mi deseo de que esta abdicación tenga efectos inmediatos».

El primer ministro acude a la Cámara de los Comunes, donde el ambiente está cargado y hay mucho ruido. Emocionado, Baldwin tarda en encontrar la llave que abre su caja roja con el monograma real de Eduardo VIII. Pierde los papeles, los recoge con torpeza y se da un golpe en la cabeza contra la mesa. Luego avanza hasta el speaker (presidente) de la Asamblea y le entrega los documentos. Anuncia:

—Un mensaje del rey, firmado de su puño y letra.

Según Harold Nicolson, testigo de aquella sesión histórica, el speaker estaba tan conmovido que parecía a punto de desmayarse y su emoción se había contagiado a todos los presentes. «Jamás he visto tal acumulación de compasión y terror». El primer ministro, de chaqué, se pone de pie. Se emociona al contar toda la historia, confunde las fechas, titubea, retoma el hilo. El silencio sólo es perturbado por los periodistas que, desde la galería reservada a la prensa, dictan párrafo tras párrafo por teléfono su crónica a las distintas redacciones. Cuando termina la lectura, el silencio vuelve a ser total. Nicolson añade que, pese al estupor general y a la confusión del orador, nunca hasta entonces se había escuchado en Westminster un discurso tan brillante. «No era cuestión de aplaudir. Era el silencio de Gettysburg»[5].

 

 

EL REY EDUARDO VIII SE CONVIERTE EN SAR EL DUQUE DE WINDSOR

 

En ese mismo momento, al final de la tarde, el duque de York está de nuevo en Fort Belvedere, rodeado de sus consejeros. Se trata de resolver el problema planteado por la situación financiera del ex rey. Eduardo se muestra tan exigente para no perder ninguno de sus privilegios que el ex secretario privado del rey Jorge V se permite decir que su padre, el difunto Jorge V, se revolvería en su tumba si supiese que su primogénito no aceptaba conformarse con sus últimas voluntades. Resumiendo, al ex monarca se le propone recibir 25.000 libras al año a condición de no volver a poner el pie en Inglaterra sin consultar antes con el rey y con el gobierno. Eduardo no está contento con estas disposiciones, lo cual dará lugar a un eterno contencioso entre su hermano y él. Bertie, dominando su dificultad de elocución, le pregunta:

—¿Has pensado en cómo te llamarás ahora?

—En realidad, no.

Su hermano sí lo ha pensado, lo mismo que varios ministros, pues no es un tema anodino. Incluso es urgente, ya que al día siguiente por la tarde, el ex monarca se dirigirá a la nación a través de la BBC. Sir John Reith, su director general, no sabe cómo anunciar al orador.

—¿El señor Eduardo Windsor? —propone con su acento escocés.

—No —responde el inminente Jorge VI—. Es hijo de duque y se convierte en lord Windsor de todas formas. Y si volviese a este país, podría sentarse en la Cámara de los Comunes.

Un jurista especializado, el señor Schuster, replica:

—No.

—¿Y en la Cámara de los Lores?

—Tampoco[6].

Mientras Eduardo da señales de impaciencia, algo frecuente en personas inmaduras y tímidas, su hermano zanja la cuestión:

—No está privado de ninguno de sus grados en la Royal Navy, en la Royal Air Force ni en ningún ejército terrestre. Sugiero, pues, para él el título de Su Alteza Real el duque de Windsor.

¡Pobre Jorge V! El difunto rey no habría podido imaginar que ese nombre de Windsor que él impuso para renovar la dinastía sería, menos de veinte años más tarde, sinónimo de escándalo y de rechazo a causa de su primogénito y sucesor. El gabinete da su conformidad a ese título, pero precisando la posición jerárquica del nuevo duque: será considerado como el hermano mayor del rey, tendrá prelación sobre sus hermanos Gloucester y Kent, pero por protocolo estará por detrás de sus sobrinas, Isabel y Margarita.

¿Y la nueva duquesa? El rey Jorge VI ya ha acordado la cuestión con el gobierno: en ningún caso ostentará el título de Alteza Real, ni ella ni su eventual descendencia. Será simplemente la duquesa de Windsor. Los primeros ministros de los dominios, furiosos contra ella —en particular el de Nueva Zelanda—, consideran que ese título ya es excesivo y que simboliza un estropicio inverosímil. En la historia de la monarquía británica esa diferencia de trato entre el marido, que tiene rango de Alteza Real, y su futura esposa, privada de ese honor, no tiene precedentes. Eduardo y Wallis la vivirán como una humillación, tal vez la peor sanción de su unión y la marca de un desequilibrio social erigido en distancia protocolaria. Wallis seguirá siendo, si así puede decirse, una simple duquesa, rebajada, ya que por su causa un hombre ha renunciado a ser rey y ha provocado un cataclismo.

Detengámonos un momento en la actitud de esa mujer poco tiempo antes del anuncio de la abdicación, cuando todavía está refugiada en casa de sus amigos Rogers, acechada por una prensa insaciable. ¿No es ella la causa de la crisis? ¡Una foto suya es primera página! ¿Ha intentado apagar el incendio retirándose de ese universo que le era hostil? Hoy, después de estudiar diversos documentos, se admite que Wallis intentó hacer reflexionar al rey. Llamadas telefónicas —laboriosa y manifiestamente vigiladas, de ahí el uso de un código que lo complica todo— y cartas confiadas a manos seguras demuestran que se puso nerviosa al ver la amplitud del drama y sin duda sus consecuencias desde todos los puntos de vista: «Debo salir definitivamente de la vida de David». O con esta fórmula tan bonita: «Puesto que él no quiere renunciar a mí, soy yo la que tiene que renunciar a él, y de una forma que no le deje otra opción más que aceptar lo que yo decida». Por desgracia, Wallis jamás expresó ella misma su resignación en público. No hay ninguna carta de su puño y letra ni ninguna declaración personal que prueben que estaba dispuesta a renunciar a su prodigiosa carrera y al papel conquistado en el escenario mundial. ¡No se habla más que de ella! La señora Simpson sólo hizo saber indirectamente, hablando de ella en tercera persona que, «en el transcurso de las últimas semanas, [ella] siempre ha tenido el deseo de evitar cualquier acción o cualquier proyecto cuya naturaleza pudiera perjudicar al rey o al trono. Hoy su actitud no ha cambiado, y está dispuesta, si esta decisión puede resolver el problema, a retirarse de una situación que se ha vuelto desgraciada e insostenible». Este texto, fechado el lunes 7 de diciembre, se publica en la prensa de forma más o menos destacada y tiene más o menos resonancia. «La crisis ha pasado» es evidentemente un título menos llamativo que «El rey abdica».

La señora Simpson sigue, pues, bajo sospecha de ser mentirosa y manipuladora, aunque en su fuero interno esté destrozada por la abdicación. Puesto que no será reina, ¿qué porvenir le espera? De todas formas, pese a haber fingido estar dispuesta a retirarse, es demasiado tarde: desde que se han iniciado los trámites de divorcio, el gobierno y la opinión la han desenmascarado. Envenena la vida pública. Y Churchill, a priori favorable al rey, ha fracasado en el Parlamento con una intervención considerada lamentable y hasta vergonzosa, la más patética de su carrera de orador. Aunque Wallis cambiara su decisión, Eduardo VIII no cambiaría la suya.

 

 

EL EX REY TOMA LA PALABRA DESDE EL CASTILLO DE WINDSOR

 

La noche del 10 al 11 de diciembre de 1936, el príncipe Alberto firma el acta oficial que lo convierte en el sucesor de su hermano. A la 1.52 de ese viernes el duque de York se convierte en el rey Jorge VI. Una vez más, la fortaleza está en el corazón del destino británico. La noche del día 11 se celebra en el Royal Lodge de Windsor la cena de despedida de Eduardo en presencia de sus hermanos, de su hermana la princesa real María (que lleva el mismo nombre que su madre la reina) y de esta última. A las 21.30 llega el momento para Eduardo de dirigirse a la nación. ¿No es una paradoja sorprendente que el ex rey, que llevaría en adelante el título de duque de Windsor creado para él, tomase la palabra a título personal, por primera y última vez, desde ese castillo que es el origen de su nueva identidad? Es un detalle a menudo olvidado de ese momento patético. El nuevo rey, su hermano, ha exigido que en el anuncio que se haga en la BBC, el ex monarca sólo sea presentado con el título de «Su Alteza Real el príncipe Eduardo». Jorge VI demuestra una vez más una firmeza inesperada. Esa noche, al dirigirse a la nación británica, su hermano no es más que un miembro de la familia real, pero, en realidad, un Windsor proscrito y todavía no duque de Windsor. Una transición breve pero significativa. La casa de Windsor sufre una alteración, la monarquía no se interrumpe.

En un salón lleno de cables, el viejo castillo se ha transformado en estudio. Se enciende una bombilla roja. Es la hora del desenlace. Con una voz solemne, profunda, Reith, el director de la BBC, anuncia: «Aquí el castillo de Windsor. Van ustedes a escuchar a Su Alteza Real el príncipe Eduardo».

Con las manos cruzadas, la voz opaca, «tranquila y emotiva», según Wallis, el interviniente fija el micrófono, que casi tiene la forma de un obús, y luego lee su declaración. El imperio lo escucha o lo escuchará en función del desfase horario; las redacciones de los periódicos se movilizan en silencio, pues cada palabra es importante. En el sur de Francia, el antiguo monasterio del siglo XII restaurado por los Rogers parece haberse vuelto a convertir en un oasis espiritual. Van a escuchar una confesión pública en el salón, alrededor de una radio. Incluso la servidumbre está reunida en la habitación. Wallis está echada en un sofá, destrozada y abatida, «con las manos sobre los ojos, tratando de ocultar mis lágrimas», dirá, escuchando el mensaje de despedida del hombre que prefiere el amor a la gloria y escoge el exilio. A causa de ella.

«Por fin estoy en disposición de dirigirme a ustedes personalmente. Nunca he intentado disimular nada, pero hasta ahora no me ha sido constitucionalmente posible hablar. Hace unas horas he cumplido con mi último deber de rey y emperador, y ahora que mi hermano, el duque de York, me sucede, mis primeras palabras son para ofrecerle mi lealtad. Y lo hago de todo corazón.

»Todos ustedes conocen las razones que me han llevado a renunciar al trono. Pero quiero que comprendan que al tomar mi decisión no he olvidado el país ni el Imperio a los que durante veinticinco años he tratado de servir, primero como príncipe de Gales y luego, recientemente, como rey. Pero deben creerme cuando les digo que me ha parecido imposible soportar la pesada carga de las responsabilidades y cumplir con las obligaciones que me incumben como rey, cosa que me habría gustado hacer, sin la ayuda y el respaldo de la mujer a la que amo.

»Los ministros de la Corona y en particular el señor Baldwin, el primer ministro, me han tratado siempre con gran consideración. Nunca ha habido ninguna divergencia constitucional entre ellos y yo, ni tampoco entre yo y el Parlamento. Educado en la tradición constitucional por mi padre, jamás habría permitido que surgiera un enfrentamiento de este tipo.

»Abandono los asuntos públicos y me libero de mi carga. Tal vez pasará algún tiempo antes de que vuelva a mi país natal, pero seguiré con profundo interés el destino del pueblo británico y del Imperio. Y si en algún momento en el futuro puedo ser requerido para servir a Su Majestad a título privado, no dejaré de hacerlo.

»Y ahora, todos tenemos un nuevo rey. De todo corazón, le deseo a él y a ustedes felicidad y prosperidad. Que Dios les bendiga a todos. God save the King».

Las reacciones inmediatas varían, como ha señalado lady Hardinge en su diario, entre las lágrimas de unos y el desprecio de otros, que han considerado ese discurso vulgar. Preferir el amor —¡y qué amor!— a la razón de Estado es patético. Y sin embargo habría podido ser peor. En efecto, según G. M. Young, un biógrafo de Baldwin, el primer ministro habría revelado al director de The Times que Eduardo había escrito él mismo[7] una primera versión de su discurso. Era catastrófica puesto que empezaba con esta frase: «Ahora soy libre de decirles cómo me han echado del trono». Horrorizado, Churchill, que nunca le había fallado al rey durante ese turbio periodo, habría echado esa versión al fuego y reescrito el discurso tal y como sería pronunciado. Hay muchas razones para creer en esa revelación, pues cuadra exactamente con las «instrucciones» enviadas por Wallis a Eduardo en su correo del 6 de diciembre. La señora Simpson ordenaba al rey que «no se callara», asegurándole que «la forma del texto de la abdicación importa poco, ya que todo el mundo sabe que el gabinete te ha echado pura y simplemente». ¡Imagínense el clamor de protesta que habría provocado la difusión del texto inicial!

El príncipe Eduardo, que parece muy satisfecho de su alocución, se reúne con sus hermanos. Lord Louis Mountbatten, biznieto de la reina Victoria, también está presente. Al nuevo rey Jorge VI, que dice que está muy nervioso por la tarea que le espera y recuerda que sólo es un oficial de marina y que jamás ha visto un documento de Estado, «Dickie» Mountbatten, que es un Windsor y ha sido edecán de Eduardo cuando éste era príncipe de Gales, le dice estas palabras para tranquilizarlo:

—George, estás equivocado. No hay mejor preparación para el oficio de rey que haber servido en la Royal Navy. ¡Para enfrentarse a las tempestades!

Pero el que ya es Jorge VI, tercer rey Windsor y cuadragésimo monarca desde Guillermo el Conquistador, no está muy convencido. Y su hermano menor, el duque de Kent, repite:

—¡Es imposible! ¡No me lo puedo creer!

Eduardo hace un único comentario, como si el acontecimiento no fuera con él:

—Ya está.

«Aquella noche, escribe Wallis, bebí la copa amarga de mi fracaso y mi derrota [...] Cuando terminó, los otros abandonaron la estancia y me dejaron sola. Permanecí tumbada durante largo rato antes de poderme controlar lo bastante como para cruzar la casa y subir a mi habitación»[8]. Pero si la señora Simpson está tan afectada, es sin duda porque el principio de la alocución de Eduardo no era lo que ella había preconizado. Y no debió de gustarle el homenaje explícito al primer ministro y al gabinete. ¡Bravo por Churchill! En cuanto a la reina María, que siempre se había opuesto a ese discurso de despedida, tal vez no supo nunca hasta qué punto tenía razón de temerlo.

Al día siguiente la opinión muestra hostilidad, por no decir desprecio hacia el príncipe Eduardo. Ya no siente el temor de verle abdicar; la gente aprueba y soporta esa situación, pero la siente como una cobardía imborrable por parte del ex monarca. Harold Nicolson observa que ya no es la señora Simpson la que es impopular y considerada culpable, sino el ex rey. Si ha podido traicionar a su país, podría traicionar a la mujer que ama. Incluso en la Cámara de los Comunes, los parlamentarios tienen palabras muy severas para con él. ¡Suerte que ha abdicado! Y se preguntan por su sucesor, un rey por defecto cuya situación no provoca grandes entusiasmos.

Pero ya el duque de Windsor —por fin lo es— ha sido discretamente, casi de forma vergonzante, conducido a bordo de un destructor de la Royal Navy, el HMS Fury (un nombre muy indicado) y ha abandonado Portsmouth en dirección a Boulogne. Para quien, durante nueve meses, ha llevado el prestigioso título de almirante de la flota, esa travesía nocturna parece una huida.

Comienza un extraño exilio.