Me desperté sudando. Sentía un fuerte dolor de cabeza y notaba en la boca un regusto amargo. Abrí los párpados lentamente, como si la luz fuese un ácido corrosivo para la visión. Sobre la cabecera de la cama donde me veía tendido colgaba una botella de suero introduciendo gotas en mi brazo izquierdo. Estaba desorientado, no recordaba lo sucedido ni quién me había llevado allí. Giré los ojos hacia la derecha y vi a Caty de pie, recortada en el resplandor que penetraba por la única ventana de la estancia.

--¿Qué haces tú aquí? –dije, llevándome una desagradable sorpresa.

--La he llamado yo.

Me volví hacia el otro lado y allí estaba Rafael Oriol, sentado en una butaca junto a la cama, con un periódico en las manos y sonriéndome como si aquello tuviese alguna gracia.

--Encontré su número de teléfono en la memoria de tu móvil y supuse que debía llamarla –justificó--, es tu novia, ¿no?

--Yo no tengo novia –murmuré deprimido.

Caty me lanzó un reojo entre ofendido y desolado, pero en ese momento se abrió la puerta y entró una enfermera:

--Buenos días, ¿el paciente ha recuperado el conocimiento? –preguntó aunque fuese obvio--. Ahora mismo avisaré al doctor.

Yo intentaba recomponer mi conciencia, rota y dispersa como los fragmentos astillados de un espejo.

--¿Dónde estoy?

--En el hospital del Valle de Hebrón –informó Rafael--. Tranquilo, es el más completo de Barcelona, estás en las mejores manos.

--¿Cómo he llegado aquí?

--Te trajo una ambulancia. Parece que sufriste un desvanecimiento en plena calle y te golpeaste la cabeza contra un andamio. Pero no te preocupes, la tienes muy dura –sonrió--. La cabeza, me refiero.

Caty permanecía de pie, muy pálida, con aspecto de no haber dormido en dos días. Me incomodaba su presencia, su mirada mezcla de reproche y remordimiento. No sé por qué Rafael había tenido que llamarla. En ese momento se abrió la puerta y entró un hombre joven de aire presuntuoso, seguido por la enfermera de antes.

--Hola, soy el doctor Bernabé –saludó informal con el fonendoscopio al cuello y las manos en los bolsillos de la bata blanca--, ¿qué tal está nuestro paciente? Observo que ha recobrado el conocimiento –añadió mirándome sin demasiado interés--; bien, eso es muy buena señal.

--Estoy mejor, gracias.

--Me alegro, ya sé que le atienden bien. Es usted afortunado, su novia es una enfermera muy competente, le ha cuidado con esmero. De todos modos –añadió--, debo pedirle que no se fatigue demasiado. Sufre conmoción cerebral y necesita reposo absoluto. Permanecerá unos días en observación.

Cuando el médico se hubo marchado, le pregunté a Rafael:

--¿Y mis cosas?

Oriol señaló hacia la mesita de junto a la cama:

--Tranquilo, está todo ahí.

Vi las llaves del piso donde residía, el teléfono, la pluma estilográfica, que yo me había metido en el bolsillo días atrás para intentar venderla, junto a un pañuelo no muy limpio, la cartera y el monedero vacío.

--Una Faber-Castell de platino y ébano –elogió el documentalista examinando la pluma con admiración.

--Es un regalo –justifiqué.

--Pues el que te lo ha hecho debe quererte mucho, esto cuesta una pequeña fortuna, es el modelo más caro de la marca.

--¿Y mi mochila? –recordé.

--Que yo sepa, no traías nada más.

Al oír aquello traté de incorporarme.

--¿Adónde crees que vas? –me frenó.

--En la mochila llevo todo el material de la investigación.

--Pues ya era hora de que perdieras de vista esa roñosa mochila y todo lo que almacenabas dentro.

--También llevo tu cámara fotográfica y el teleobjetivo.

Rafael Oriol levantó una ceja por encima de las gafas:

--¿Cogiste mi cámara sin decirme nada?

--La necesitaba para verificar un dato.

--Bueno, da lo mismo, ahora eso es lo de menos, ya compraré otra. Lo que importa es que descanses y te pongas bien cuanto antes.

--No puedo –intenté levantarme a pesar del vértigo--, tengo que irme.

Caty avanzó para detenerme:

--Por favor, no te muevas –rogó--, yo no voy a molestarte, me quedaré callada si eso es lo que deseas. Pero sufres anemia y neumonía, tienes la tensión por el suelo y los nervios deshechos. Olvídate de cualquier otra cosa, debes permanecer lo más quieto posible y descansar.

Ni siquiera la miré. Cuando terminó de hablar me dirigí a Oriol:

--Escúchame Rafa, mi teoría era cierta, lo he comprobado.

--A ver, ¿de qué teoría me hablas ahora? –resopló.

--De una pauta geométrica que relaciona los edificios del modernismo con los lugares vinculados a la masonería y los Jesuitas.

--Mira, chico, te has dado un golpe muy fuerte y...

--¡No –le interrumpí--, me han atacado para robarme las pruebas!

Rafael suspiró con paciencia y se ajustó las gafas.

--No me digas, ¿y quién te las ha robado?

--Yo qué sé, La Cofradía, los Jesuitas, la masonería, la Cruz de San Jorge, vete tú a saber. Me lo han arrebatado todo, incluida la foto de la vidriera. No te lo he dicho, pero hace tiempo noto que me siguen.

--Estás obsesionado –negó--, olvida ya todo eso.

Cerré los párpados y me derrumbé abatido. Joan Cabré había sido el último en conocer personalmente al arquitecto. Ya no quedaba nadie vivo de aquella época y yo acababa de perder las pruebas para demostrar que todo aquel complot era cierto. Ahora, la incógnita vidriera de la camisería Oltra, quizá con el secreto alquímico de la inmortalidad y la fórmula geométrica de la masonería, seguirían para siempre sin esclarecer.

Pasé varios días esquivando la mirada sumisa de Caty. Me cuidaba con dedicación, reponía el suero y colaboraba en las curas para sanar el golpe que alguien (yo estaba seguro) me había dado en la cabeza para robarme la mochila. Se comportaba como una María Magdalena, humilde y abnegada, cumpliendo su promesa de no dirigirme la palabra. La veía salir a comprarse una revista después de arreglarse un poco en el espejo del cuarto de baño. Dormitaba toda la noche sentada en la butaca y yo no le ofrecía la cama.

He de reconocer que la encontraba deseable, sobre todo cuando se inclinaba para tomarme la temperatura y a través del escote yo veía el principio de su pequeño pecho de melocotón en almíbar. Pero ya no sentía por ella ningún afecto. El haber permanecido expuesto durante demasiadas ocasiones en cuerpo y alma con la misma persona nos deja incapacitados para mantener en adelante una relación de amistad. Mostrar las emociones y la desnudez nos torna vulnerables. El amor es una enfermedad autoinmune.

 

 

Un día nevó. Era sábado y el mes de diciembre había llegado blanco y frío, según impone la tradición. Yo veía caer la nieve a través de la ventana con la banal emoción que nos deparan los acontecimientos incidentales. Pero la nieve sólo era un anuncio publicitario, el atrezo necesario para iniciar el frenesí navideño dictado por la sociedad de consumo. Caty estaba sentada junto a la cama, ojeando una revista, y yo permanecía tumbado contemplando el pequeño televisor del cuarto al mínimo de sonido, indiferente a su presencia.

De pronto, dejó la revista y se acercó a los cristales, empañados por el frío, cruzó los brazos en el regazo, extravió la mirada por los jardines del hospital, cubiertos con la primera nevada del invierno, y dejó escapar un profundo suspiro antes de confesar con voz temblorosa:

--No he tenido la ocasión de comentártelo, pero antes de morir, tu abuela recuperó la memoria y me advirtió de que acabarías implicado en algo grave antes o después. Porque, según me dijo, eres muy parecido a tu padre.

Aquello no me sorprendió demasiado. Yo estaba seguro de que mi abuela le había dicho a Caty cosas que conmigo jamás hubiese compartido. Ambas eran espíritus gemelos, unidos por ese vínculo simbiótico de las especies en peligro de extinción, como si asumiesen de antemano su cualidad de víctimas indefensas ante los mismos depredadores. Mientras que yo rehuía toda esa penitencia basada en la humildad y la resignación. Odiaba pertenecer a su misma comunidad de seres derrotados lamiéndose juntos las heridas.

En aquellos momentos no era consciente todavía del sacrificio que había soportado mi abuela por sacarme adelante, aunque la vida me daría después muchas ocasiones de arrepentirme a causa de mis desaires. Tendría que pasar bastante tiempo después de que la vejez y las graves consecuencias de la enfermedad que padecía hubiesen clavado en su rostro el aguijón del dolor antes de comprender la ingratitud que le había inferido en vida, como ciertos niños ahondan en las desgracias ajenas para consolar su propia frustración o, simplemente, su aburrimiento. Según dicta una extraña paradoja humana, siempre terminamos causando el mayor daño a quienes más amamos.

Aparté la vista del televisor y pregunté con aspereza, disimulando la curiosidad:

--¿Qué te contó sobre mi padre?

Caty tornó hacia mí su rostro marchitado (tenía ojeras de llorar a escondidas) y me miró roída por el remordimiento y la preocupación. Volvió junto a la cama y tomó asiento en la butaca donde había pasado las noches velándome. Su mano se deslizó sobre la mía y yo no se lo negué. Faltaba poco para la Navidad y eso siempre nos enternece. Me apretó con fuerza, como quien aferra un cabo antes de que la tempestad termine hundiéndola en el cementerio marino, suma de todos los naufragios, de todas las desdichas.

--No sé si hago bien al decírtelo, pero tu abuela me habló de todo lo que has estado indagando a mi espalda sobre la vidriera de la camisería Oltra. Me dijo que tu padre tuvo algo que ver con su desaparición, porque deseaba borrar el pasado, la forma en que tu madre había llegado al mundo, fruto de una violación.

--O sea, que lo sabías todo y nunca lo compartiste conmigo –le solté la mano de un tirón.

--Ya sé que no vas a perdonármelo jamás, pero no te lo dije porque no quería que te pasara nada por escarbar en ese turbio asunto de familia que has estado sacando a la luz.

--Déjate de monsergas y dime de una vez lo que te contó mi abuela sobre mis padres.

Caty dejó escapar un largo suspiro y confesó:

--Ellos no viven lejos, como tú siempre has pensado. En realidad murieron al poco tiempo de tenerte, por eso no les recuerdas. Ocurrió debido a un accidente de tráfico. El coche donde viajaban cayó desde unos acantilados y se incendió. Tu madre murió dentro atrapada, pero el cuerpo de tu padre nunca lo encontraron. Es posible que lo arrastrase la corriente mar adentro.

--¿Pero qué demonios dices?, mis padres no han muerto, residen los dos en el extranjero. Por eso no pueden venir a verme con frecuencia ni pudieron llegar a tiempo al entierro de mi abuela. Pero algún día regresarán para llevarme con ellos y seremos una familia feliz.

Caty tenía los ojos húmedos de lágrimas y me miraba llena de inquietud, temiendo que la herida en la cabeza me hubiese afectado al razonamiento.

--No –negó con la cabeza--, tu abuela jamás quiso que supieras la verdad para protegerte, porque temía que te sucediese algo malo. Tu madre, ya te habrás enterado, era hija del vizconde de Beaulieu, casado con la condesa de Ripalda. La buena señora quería legarle a Penélope toda su fortuna, ya que no había tenido descendencia. Pero el resto de la familia se negó a ello. Por mucho que la hubiese prohijado con su apellido, para los sobrinos de la condesa no se lo arrebataran todo, tu madre seguía siendo la hija de una campesina de profesión criada.

--Continúa.

--No hay mucho más que contar. Un día, poco después de que la condesa de Ripalda testificara su patrimonio a favor de Penélope, ella se fugó junto a un apuesto joven extranjero que había conocido en una de las fiestas que organizaba doña María Dolores Agulló en su palacio. Dos años después, alguien apareció contigo en casa de tu abuela, explicando que tus padres habían muerto en un accidente de tráfico, que a ti te habían dejado en casa y por eso te salvaste. La persona que te trajo no dijo de dónde venía, ni siquiera se sabe dónde naciste, porque no traía ningún documento, tan sólo que te llamabas Jaime. Así que tu abuela te inscribió en el registro civil de Valencia como si fueras huérfano.

Me incorporé contra el respaldo de la cama y dejé que mis ojos vagasen por el paisaje nevado más allá de los cristales empañados de vaho. Necesitaba centrarme y recapacitar, pero la cabeza me daba vueltas. Lo que más me dolía no era el silencio comprensible de mi abuela por causa de su desmemoria, sino el engaño deliberado de Caty. Había preferido mentirme y ocultarme lo que le había contado mi abuela para esconder mis orígenes aristocráticos, porque ahora estaba claro que yo era nieto de un vizconde francés por parte de madre, por no hablar de mi vinculación familiar a la condesa de Ripalda. Caty no deseaba que su novio fuese nadie, me quería sumiso, ignorante de todo, acomplejado y sin “pájaros en la cabeza”, para que así me conformara con tan poca cosa como era ella.

--¿Dónde fue sepultada mi madre?

--No lo sé, tu abuela no me lo dijo. Creo que Consuelo tampoco lo sabía.

En ese instante se abrió la puerta y entró Rafael Oriol junto a su hija Noelia. Venían riendo, mi amigo con las gafas empañadas por el contraste de temperatura, su rostro enrojecido de frío y la ropa glaseada por la nieve.

--Hola chico, venimos a visitarte –anunció efusivo, desprendiéndose de su abrigo nibelungo y dejándolo sobre la cama como si fuese la piel de un oso muerto. De pronto reparó en Caty, que miraba por la ventana con el rostro húmedo de lágrimas.

--Disculpa  –excusó mi amigo--, si llego en mal momento...

--No, tú quédate –dije--, Caty es la que ya se iba.

Ella se volvió y me dirigió una mirada suplicante. Pero el perdón que había estado implorando durante aquellos días de convalecencia me resultaba imposible de otorgar. Bajó la cabeza y comenzó a recoger sus cosas con pueril precipitación, disimulando el llanto que le surcaba el rostro. Tan pronto como se hubo marchado le conté a Rafael Oriol todo lo que Caty me acababa de revelar, incluida la muerte de mis padres en un accidente de tráfico.

--Vaya, eso es terrible –lamentó mi amigo.

--Supongo que fue un atentado –colegí--, ya nos lo dijo el catedrático de Alcoy: es la maldición de la familia Ripalda. Todo lo que le perteneció acaba malográndose.

Rafael me miró sin dar crédito a lo que acababa de oír.

--Mira chico, llevas un año persiguiendo a un fantasma del pasado. Tienes que cortar con toda esa locura y volver a la realidad.

--El fantasma que mencionas existe.

--Perdón, ¿cómo dices?

--No he querido comentártelo hasta hoy, pero me parece que lo he visto en dos o tres ocasiones.

--¿De quién demonios hablas?

--Va vestido de negro por completo, con un sombrero sobre la cabeza para ocultar su rostro. Tiene los ojos de un brillo intenso, como dotados de luz propia, y sólo aparece al caer el crepúsculo.

Mi amigo soltó una carcajada.

--Está claro que te diste un buen golpe.

Pasé por alto su escepticismo y añadí:

--Es él quien hizo desaparecer los dos palacios diseñados por el arquitecto Joaquín Arnau, el de Valencia y el de Fontanares.

--Mira chico, si fuera como dices –objetó el documentalista--, ese tipo del que hablas tendría más de un siglo.

--Puede que sí, porque ten en cuenta que la vidriera de Gaudí ocultaba el secreto alquímico de la inmortalidad.

Rafael Oriol sacudió la cabeza:

--Ya está bien, debes abandonar todo esto antes de que te afecte demasiado a la mollera y termines encerrado en un manicomio.

--Fuiste tú quien me alentaste a investigar el paradero de la vidriera, ¿recuerdas?, todo eso de que la búsqueda era el objetivo.

--Vale, pues ahora me arrepiento de haberte inducido a ello. Lo lamento mucho, pero conmigo no cuentes para continuar por ese camino.

--Ya es un poco tarde para volver atrás –dije--, al menos para mí.

Rafael Oriol fue hasta la ventana y extendió su mirada más allá del paisaje nevado. El viento desprendía la nieve acumulada en el ramaje aterido de los árboles, llenando el aire de un polvillo iridiscente. Su hija Noelia permanecía sentada en la butaca mirando absorta el televisor.

--Comprendo lo que te pasa –suspiró el documentalista dejando un halo de aliento sobre la superficie gélida de la ventana--, la pérdida de tu abuela y ahora el conocer la trágica muerte tus padres te ha descolocado. Pero tienes que sobreponerte y seguir con tu vida. Todo cuanto hemos estado investigando no es más que pura especulación. Y yo soy tan culpable como tú por haberte seguido la corriente alentando una pesquisa que nunca debimos iniciar.

Mi amigo tenía razón, aquello era como un juego que se nos había ido de las manos, a medio camino entre la realidad y el mundo ficticio que yo me había forjado durante mi solitaria infancia sin padre ni madre; parecido a una de aquellas películas que yo veía en los cines de barrio, de cuyo argumento, intuyendo que fuera, en el inhóspito mundo de los adultos, jamás encontraría la respuesta que buscaba, yo no quería salir.

 

 

 

 

 

***

 

Acabé restableciéndome por completo y me dieron el alta. Cuando llegué al edificio de la Gran Vía lo encontré rodeado de andamios y albañiles trabajando. Según me dijeron, el inmueble había sido adquirido por una entidad bancaria y estaban restaurándolo para convertirlo en sede corporativa. No me dejaron subir, ya lo habían desalojado todo y estaban derribando los tabiques interiores.

Rafael Oriol acudió en mi ayuda y me ofreció un pequeño piso que poseía, heredado de sus padres. Era un ático en la calle Gran de Gracia, con balcones y marquesinas polvorientas pintadas de color marrón. Parte de las habitaciones daban a un callejón sin salida donde hace años hubo un conservatorio femenino. Los muebles eran viejos y no había televisor, pero como ya tenía costumbre de residir en precario, acepté agradecido.

Temiendo que me llamase Caty para continuar implorando perdón dejé mi teléfono móvil apagado en el fondo de un armario y me incorporé a la vida cotidiana. Todo seguía su curso en Barcelona. Turistas, ejecutivos y colegiales abrigados desfilando por las aceras; los quioscos abriendo abarrotados con la prensa del día, la crónica de lo común y lo corriente. Por ningún sitio se hablaba de leyendas mitológicas, fórmulas alquímicas ni claves masónicas.

Gracias a la experiencia como revisor de pruebas en una editorial importante no me costó mucho encontrar trabajo en una pequeña imprenta del barrio. No era un empleo fijo, tan sólo algo esporádico y a tiempo parcial, aunque suficiente para ir saliendo adelante. Corregía o redactaba textos para folletos y pequeños anuncios, hacía de todo un poco. Mi jefe, don Eduardo, era un hombre comprensivo, me pagaba con generosidad y valoraba mi trabajo.

--Escribes muy bien, deberías plantearte un trabajo más importante.

--Muchas gracias, don Eduardo, pero aquí estoy contento.

Pasó el tiempo y la vida volvió a su cauce. O quizá yo había dejado volar los pájaros que anidaban desde niño en mi cabeza. Poco a poco me fui olvidando de todo, resignado a mi anónimo destino. A veces me acercaba dando un largo paseo hasta el barroco edificio de la Universidad, pero no volví a ver nunca la misteriosa silueta emboscada siguiéndome a todas partes. Había estado a punto de volverme loco persiguiendo al personaje de un relato fantástico escrito hace más de medio siglo, pues aquel tipo del sombrero negro, vestido de oscuro y de ojos lucífugos, que tan sólo aparecía de madrugada o entre las luces oblicuas del crepúsculo, era el protagonista de El Hijo del Dragón, aquella novela de misterio, tragedia y romanticismo, encontrada en la ruinosa villa de Vicente Blasco Ibáñez, que había poblado de fantasmas mi juventud.

 

 

Fue por aquellos días cuando vendí la pluma estilográfica regalo de don Gustavo y con ello y logré dinero de sobra para comprar un billete de tren hacia Valencia. Necesitaba entrevistarme con el bueno de don Cándido Carpena. Yo había jurado quemar mis naves y no volver jamás, pero mis naves eran a prueba de fuego y me devolvían contra los acantilados. Además, no regresaba por nostalgia, sino para pedirle disculpas por mi abrupta despedida. Ya no quería ser un desagradecido, los días de hospital me habían hecho más humilde y menos egoísta. Las adversidades nos hacen reflexionar.

Cuando llegué a la pequeña tienda de objetos litúrgicos, don Cándido me dedicó un abrazo fraterno y se le llenaron los ojos de lágrimas. Me dijo que había vendido la casa donde residiésemos durante años mi abuela y yo. Se había deshecho de todo, ahora sí que ya no quedaba ni rastro de mis orígenes.

--No importa –dije alzándome de hombros--, tenía usted razón: lo mejor es no indagar mucho en el pasado. Está lleno de fantasmas.

--Che, ¿por qué dices eso?

--Ya sé que mis padres murieron en un accidente de tráfico. He podido saber quién era mi madre: la hija bastarda de un vizconde francés prohijada por la condesa de Ripalda. Pero no sé ni siquiera dónde la sepultaron. Es muy triste no saber quién fue mi padre, porque además no encontraron su cadáver en el accidente.

Don Cándido suspiró abatido. Habían comenzado a temblarle las manos. Para disimularlo, sacó la boquilla, introdujo un cigarrillo sin filtro y lo encendió. Después de darle tres o cuatro caladas para tranquilizarse, por fin confesó:

--La existencia de tu padre todavía sigue siendo un misterio, no ha trascendido casi nada sobre su identidad. Al parecer, Penélope lo conoció durante una de las veladas con artistas y literatos que organizaba la condesa de Ripalda en el Palacio de La Alameda, porque doña María Dolores Agulló ejercía como mecenas y protectora de pintores, poetas y dramaturgos. Puedo decirte que se llamaba, si recuerdo bien lo que me contó hace años tu abuela. Que aquella noche había llegado a la fiesta del Palacio acompañado por el escritor Vicente Blasco Ibáñez, y que se llamaba Julián Delclaux, creo recordar.

--¡Un momento –sufrí una conmoción--, Julián Delclaux era el autor de El Hijo del Dragón, una novela que leí de niño.

--Che, pues ahora que lo dices… --metió las manos debajo del mostrador y sacó el volumen tanto que me había marcado durante la infancia.

--Toma –me lo tendió--, lo encontré arriba, en el cobertizo de la terraza. Supuse que te gustaría recuperarlo. He guardado todos tus libros, porque sabía que antes o después vendrías por aquí.

--Gracias, don Cándido, para mí esto es un tesoro.

Era un libro con tapa blanda, de cartón impreso a color, ya deslucido por el paso del tiempo, donde aparecía un chico de unos diez años portando en la cabeza una cimera metálica en forma de dragón alado, mientras la mano de una dama enjoyada le tocaba la frente con el dedo índice, como si fuera un hada confiriéndole algún poder sobrenatural. Quizá el de la inmortalidad.

Todo cobraba sentido de repente, por mucho que fuese un delirio suponer lo que ahora comenzaba de pronto a sospechar: Vicente Blasco Ibáñez y Julián Delclaux pertenecía también al Círculo del Dragón, la sociedad secreta de la que había formado parte Gaudí, lo mismo que quizá el arquitecto valenciano Joaquín Arnau. El dragón, ese animal mitológico guardián de las Hespérides, un icono alquímico sobre la inmortalidad y el renacimiento.

Ya que Carpena parecía dispuesto, continué indagando:

--¿Qué sabe usted sobre mi madre? Me han dicho que Penélope fue prohijada por la condesa de Ripalda para legarle todo cuanto poseía.

--Es cierto, la condesa obró así porque no tenía descendencia, para que no se dispersara su patrimonio. Poco antes de fallecer testificó casi todo a favor de aquella niña. Y al cumplir los 18 años, Penélope se convertía, gracias a ese legado, en una mujer muy rica, que además ostentaba el título de vizcondesa, herencia de su legítimo padre. Lo único que María Dolores no le dejó a Penélope fue su propio título nobiliario, el de Ripalda, que al morir pasó a los familiares.

--¿Y qué hizo Penélope al fallecer la condesa?

--Dejó el palacio y escapó junto a Julián Delclaux.

--¿Pero por qué se marcharon de Valencia?

--Che, pues no lo sé, pero los familiares de doña María Dolores no dejaban de interponer querellas para despojar a Penélope de la herencia otorgada por la condesa. Jamás admitieron que se lo hubiese quedado casi todo la hija de una criada.

--¿Y adónde se fueron?

--A París como en viaje de novios, aunque no se lo dijeron a casi nadie, creo que sólo al escritor Blasco Ibáñez. Tu abuela lo supo mucho después, cuando ambos murieron en accidente y alguien te trajo a Valencia.

--¿Entonces yo nací en Francia?

--Che, pues no estoy seguro, y creo que tu abuela tampoco lo sabía con certeza. Consuelo me dijo que alguien de acento francés te llevó con ella junto a la noticia de que tus padres habían muerto en un accidente de tráfico, te dejó en sus manos afirmando que tú eras su nieto y se fue sin ofrecer más explicaciones.

--No lo recuerdo –lamenté.

--Claro, eras demasiado joven, creo que no tenías ni dos añitos.

--Así que mis padres han muerto –admití por fin--, y yo he pasado toda la infancia y la juventud imaginando en vano que algún día regresarían a por mí.

--Che, de verdad que lo siento.

--¿Sabe usted algo sobre aquel accidente de tráfico?

--Según le contó a tu abuela Consuelo la persona que te trajo a Valencia, el accidente ocurrió cuando tus padres viajaban por la costa de Niza, donde Blasco Ibáñez poseía una fabulosa villa. El coche patinó en una curva sobre los acantilados, cayó al mar y se incendió. El cadáver de tu madre recibió sepultura en el cementerio Pere Lachaise de París, en el panteón perteneciente la familia Du Val. Pero el cuerpo de tu padre no apareció jamás, imagino que se lo tragó el mar.

--No comprendo por qué nunca me lo contó mi abuela.

--Che, quizá no quería que te sucediese lo mismo que a tus padres.

--¿Qué insinúa?

--Ella pensó siempre que alguien planeó aquel accidente de coche, tal vez para eliminar la descendencia bastarde del vizconde de Beaulieu, un título nobiliario que por cierto ahora te pertenece. Pero en fin –apagó el cigarrillo, guardó la boquilla y frunció el entrecejo--, no quiero hablar más de todo eso, ya está bien de malos recuerdos.

--De acuerdo –zanjé, comprendiendo que ya le había presionado en exceso--, gracias por todo. Me voy –añadí--, no le molesto más.

--Aguarda un momento.

Carpena metió las manos debajo del mostrador y sacó una bolsa de plástico negro, llena con trozos de algo duro y quebradizo.

--Toma, tiré todo lo que había en casa de tu abuela menos tus libros y esto.

Abrí el nudo y miré dentro. Eran los restos de aquella figurita de terracota esmaltada en forma de Sagrada Familia que yo le había regalado a mi abuela tras visitar la catedral. Cogí la bolsa, le di las gracias de nuevo y me marché de regreso a Barcelona, pues no quería correr el riesgo de tropezarme con Caty ni tampoco quise visitar a Isabel Masip, la sobrina de doña Pilar de la Peña, última descendiente de los Ripalda en Valencia. Su virulenta reacción cuando le mostré la foto del escaparate ahora me parecía comprensible, porque doña Pilar había deducido en cuanto vio la foto del comercio que yo era hijo de Penélope, la joven bastarda heredera de la condesa, cuyo formidable Palacio había desaparecido misteriosamente junto a la vidriera diseñada por Gaudí en el Pasaje Ripalda.

Pasé todo el viaje de regreso en Talgo pensando en la información recopilada. Podía imaginar a Julián Delclaux, el misterioso autor de El Hijo del Dragón, viajando de incógnito a Valencia para comprar el vitral de la camisería Oltra con el secreto alquímico de la inmortalidad oculto en la decoración. Era Julián Delclaux quien le había pegado fuego al taller fotográfico de Miguel Sirvent, destruyendo cualquier imagen donde apareciera el portentoso vitral modernista y alquímico diseñado por Antonio Gaudí. Todas menos una, la que conservaba mi abuela en el viejo costurero como recuerdo de tantos años trabajando en la camisería Oltra para sacarme adelante. No tenía ninguna duda de que Julián Delclaux había hecho desaparecer los dos palacios diseñados por el arquitecto Joaquín Arnau, comprándolos por el precio que fuese y ordenando que los demolieran en una sola noche. Ahora por fin estaba claro quién iba exterminando a toda persona que indagara demasiado sobre aquel asombroso vitral fabricado por el famoso vidriero Jean Maumejean. La silueta de ojos lucífugos que me acechaba desde que comenzase a indagar en los pasos perdidos de Antonio Gaudí no era otro que Julián Delclaux, mi propio padre, amigo de Vicente Blasco Ibáñez, convertido en espectro gracias al secreto alquímico de la eterna juventud.

 

 

En cuanto llegué a Barcelona compré un tubo de pegamento y pasé varios días reparando la figura rota del templo expiatorio trozo a trozo. Mientras lo hacía, comprendí que aquello era un símbolo sobre mi propia reconstrucción: edificar el futuro sobre los escombros del pasado. Me instalé lo mejor que pude y reanudé la pesquisa. Busqué otro plano de la ciudad y rehíce las conexiones descubiertas entre los edificios del modernismo vinculados con los lugares donde había tenido (y aún tenía) presencia la masonería y sus adversarios los Jesuitas. Utilicé como base la mesa camilla que había en el salón del ático prestado por Rafael, junto a la ventana, recopilando de nuevo toda la información.

Ahora comprendía mucho mejor al Antonio Gaudí de los últimos años, el compromiso asumido con el formidable templo expiatorio de la Sagrada Familia, su sencillez ascética, la frugalidad de hábito, su voluntaria exclusión del éxito, los halagos y la vida mundana; era el sabio alquimista que lo había dejado todo para dedicarse por entero a su deslumbrante basílica, convertida en trabajo, morada y epicentro de su vida. La Piedra Filosofal. Poco a poco iba entendiendo que yo también había comenzado a construir mi propio templo expiatorio, como cada uno ha de construir el suyo.

Gaudí, cuya existencia fue un enigma, sirve hoy para justificar las ideas más opuestas y contradictorias, precisamente porque su biografía es una pura contradicción. Los que intentan elevarlo a los altares por construir el más grande de los templos edificados en el mundo desearían eliminar toda sospecha de su pasado más heterodoxo. Los que le utilizan como ejemplo para justificar el nacionalismo catalán desearían que hubiese asumido un mayor compromiso político en lugar de tanto ascetismo visionario.

Cada uno de sus biógrafos a su favor o en su contra incluye o excluye lo que no encaje con la idea preconcebida del Gaudí particular que desean prevalecer. Para unos fue un hereje y para otros un santo; místico, anarquista, misógino, mujeriego, loco, genial, humilde, orgulloso, austero, soberbio, frugal y opulento. Fue la suma de todas las partes, nunca tuvo miedo a la contradicción, pues dentro de lo diferente late siempre la pulsión del ingenio.

--Quizá el auténtico milagro de Gaudí sea el que tenemos delante y nadie se ha dado cuenta –me había dicho don Cándido al despedirme.

--¿Cuál? –había preguntado yo.

--Me refiero a la construcción de la Sagrada Familia no como un espacio para divinizar lo humano, sino como un lugar para humanizar lo divino.

 

Fue un día, recordando la fabulosa visión de la Torre Agbar y la Sagrada Familia solapadas en la distancia gracias al encuadre del teleobjetivo, cuando empecé a condensar aquel mensaje dejado en el plano de la ciudad inscrito adrede por la masonería: la Plaza de las Glorias Catalanas era el epicentro donde se cruzaban las principales líneas topográficas delimitadas por el astrónomo francés Pierre Méchain para prolongar el meridiano cero de París hacia Barcelona. En aquella época esa parte urbana era una planicie yerma donde culminaba la cuadrícula del Ensanche. Pero Ildefonso Cerdá dedujo con gran acierto que aquel entorno estaba llamado a ser algún día el centro de Barcelona, donde hoy confluyen las más grandes avenidas de la ciudad.

Tal vez por eso el prestigioso arquitecto francés Jean Nouvel había edificado la Torre Agbar en el núcleo geodésico de aquel esquema urbano. Quién sabe si acaso Nouvel también era miembro de la masonería. Cuando indagué sobre su vida y su obra me sorprendió mucho que vistiera siempre de negro, fuese rapado al cero, tuviera la costumbre de a veces llevar sombrero y admirase tanto a Gaudí. Era la viva imagen de un iniciado. Quizá perteneciese a la misma sociedad secreta que se había perpetuado en secreto desde la Edad Media, legando la clave de la transmutación alquímica entre los mejores arquitectos del mundo: el Círculo del Dragón.

Era lógico suponer que dicha sociedad secreta hubiese recuperado los planos perdidos de la Sagrada Familia durante la Guerra Civil para ponerlos en manos de Jean Nouvel, uno de los arquitectos más brillantes del mundo, a fin de que culminase por fin el increíble palimpsesto urbano, aquel antiguo proyecto de convertir Barcelona en la ciudad legendaria fundada por el héroe griego Hércules cuando trajo de las Hespérides la rama del árbol mágico, junto al mito de Ladón, completando así el jeroglífico del que hablaba Ildefonso Cerdá. Necesitaba visitar cuanto antes el emblemático rascacielos de Jean Nouvel, y allá que me fui.

La mayoría de las personas que se acercan sin prejuicios a contemplar por primera vez la Torre Agbar no están seguras de si le gusta o no. Se quedan mirándola con la cabeza inclinada, como abducidos por su grandeza y llamativo aspecto, presa del entusiasmo, la perplejidad o el estupor. A nadie deja indiferente. La verdad es que impresiona mucho más de lejos, pues conforme uno se acerca y pierde la perspectiva que proporciona el encuadre urbano del Ensanche parece menos colosal, empequeñecida por la enorme Plaza de las Glorias. Pero si accedes a su interior la impresión cambia radicalmente a favor. El amplio vestíbulo pintado de negro, las ventanas cuadrangulares y diseminadas aleatoriamente por la superficie de la fachada como los escaques de un ajedrez gigante, los cristales tintados de verde, azul, rojo y blanco, simbolizando la tierra, el fuego, el aire y el agua, los cuatro elementos alquímicos fundamentales, atravesados como si todo el rascacielos cónico fuese una gigantesca vidriera, por la luz. El quinto elemento.

La Torre Agbar destaca por su estilo minimalista, ese aire de misticismo zen, que le otorga el aspecto de un templo telúrico y esencial, con las ventanas (distribuidas mediante un complejo programa informático) imitando a los vitrales góticos, igual que si fuese una moderna catedral. Jean Nouvel ha reconocido en varias ocasiones que para diseñar su proyecto se basó en la gran torre que algún día coronará la Sagrada Familia, según la maqueta de yeso destruida durante la Guerra Civil. Aunque, oficialmente, la empresa contratista difundió la idea de que la Torre imitaba un géiser, un gigantesco chorro de agua, ya que fue promovida como edificio corporativo donde albergar las oficinas centrales del próspero imperio Aguas de Barcelona (Agbar).

Su apariencia megalítica hizo que costase aceptar inicialmente. Durante los dos primeros años fue uno de los edificios peor valorados de la ciudad. Sin embargo, transcurrido el tiempo, se ha convertido en uno de sus iconos predilectos, precisamente junto a la silueta de la Sagrada Familia. Por la noche, iluminada, sus 140 metros de altura convierten a la Torre Agbar en una enorme antorcha encendida junto a las Glorias Catalanas, confluencia de las principales avenidas urbanas, la plaza elíptica con forma de ojo de Horus egipcio (indudable símbolo masónico) ideada por el visionario ingeniero masónico Ildefonso Cerdá como futuro centro geodésico del Ensanche.

Cuando pedí permiso en recepción para subir a la cima del rascacielos me dijeron que aquello era un edificio particular y no podía visitarse.

--No se trata de una visita turística –justifiqué--, soy periodista y estoy trabajando en un reportaje sobre la relación simbólica que puede haber entre la Torre Agbar y la Sagrada Familia de Gaudí.

La chica de la recepción me pidió el carnet de identidad, se tomó nota de mi nombre, prometió que cursaría la petición y me solicitó un teléfono donde avisarme con la respuesta. Como en el ático de Rafael Oriol no había teléfono y yo no quería conectar el móvil, di el número de la imprenta para que me llamasen allí. Luego regresé tomando el metro en la estación de Glorias. Al doblar una esquina, ya cerca de casa, Noelia me salió al paso inesperadamente. No la veía desde que me dieron el alta en el hospital.

--¿Qué haces aquí? --pregunté sorprendido.

--Quería decirte algo.

Supuse que la enviaba su padre con algún recado. Me dirigí a la puerta y subimos por las escaleras, ya que la casa era muy antigua y carecía de ascensor. Mientras llegábamos arriba, Noelia dijo sin venir a cuento:

--¿Sabes?, ya he cumplido los diecisiete años.

Alcanzamos el rellano, saqué las llaves y abrí.

--Anda, pasa –yo sabía que la hija de Rafael Oriol se había enamorado platónicamente de mí durante los días que me hizo compañía en el hospital.

Cuando su padre y yo nos distanciamos, ella me visitaba todos los días. Lo cual no dejaba de sorprenderme, porque yo no encontraba en mí ningún atractivo para una chica de su edad. Pobre, despojado del ambicioso futuro con el que había estado soñando desde niño; ahora sólo era un leño a la deriva en el proceloso mar de las circunstancias, habitando por caridad en casa de otro y con eso que llaman autoestima bajo mínimos. El ático era un espacio deprimente, atravesado por ecos de patio vecinal y casi desprovisto de mobiliario, aunque a mí me daba lo mismo. El resplandor de la tarde penetraba por las marquesinas incendiando el polvo atmosférico en suspensión.

Noelia Oriol iba vestida con el uniforme del colegio religioso al que acudía, con falda plisada y en tono gris, calcetines oscuros hasta las rodillas, zapatos de charol negro, camisa blanca y trenca con capucha de color azul marino, adornada con el escudo de la prestigiosa institución. De su hombro colgaba una vistosa mochila, que me recordó la mía perdida o robada. Cuando entró en el salón se quitó la trenca y la dejó tirada encima del viejo el sofá.

--Menudo desorden –evaluó mirando hacia el despliegue que invadía la mesa camilla, toda cubierta de cuadernos y papeles con las anotaciones acumuladas--, cada día te pareces más a mi padre.

--Me lo tomaré como un cumplido.

--Bueno, él no es tan desordenado –sonrió.

--¿Sabe que has venido?

--No –me miró alarmada--, y ni se te ocurra decírselo.

--No te preocupes, hace tiempo que no hablamos.

Como no tenía otra cosa, le ofrecí un café instantáneo con leche condensada. Mientras calentaba el agua en la cocina, ella estuvo echando un vistazo al plano desplegado sobre la mesa y los libros acumulados alrededor.

--Bueno, ¿qué ibas a contarme? –inquirí, sirviendo los cafés junto a un plato de galletas económicas en la mesa baja del salón, frente al sofá.

Noelia cogió una galleta del plato y comenzó a mordisquearla, mientras deambulaba por el salón fingiéndose interesada por la precaria y anticuada decoración. Venía con la camisa blanca desabrochada un botón o dos más de los que la norma reglamentaria de su colegio permitiría, mostrando el sujetador de color negro que sin duda se había puesto para presumir, porque no tenía tanto pecho como para necesitarlo todavía.

--Está buena –se dirigió a mí con la galleta en la boca y la mirada insinuante.

--Siento no tener donuts –repuse condescendiente--, ya sé que a los chavales de tu edad os gustan mucho.

--Ya no soy una niña –reaccionó molesta, dejando la galleta encima de las otras. Tomó la trenca de un manotazo y se dirigió a la salida, cerrando de un portazo.

Sonreí divertido, me puse un chándal viejo, acabé mi café con leche y galletas (aquella era mi cena) y cogí un libro que había encontrado en la biblioteca del barrio sobre las triangulaciones geodésicas efectuadas en el siglo XVIII por los científicos galos Pierre Méchain y Jean Baptiste Delambre para medir el meridiano de París. Tenía previsto pasar la noche leyéndolo, pero cuando ya me acomodaba en el sofá, cubierto por una manta porque allí no había ninguna estufa, oí que tocaban a la puerta y me sobresalté, pues era un poco tarde para visitas y en el edificio sólo residía una vieja profesora de piano. La mujer estaba mal de la cabeza y me recordaba un poco a mi abuela. Siempre que coincidía con ella en la escalera relataba su brillante carrera de concertista en los mejores teatros de toda España, interrumpida por la Guerra Civil.

Abrí la puerta con cautela, descalzo y en chándal, pues el pequeño sueldo de la imprenta no me alcanzaba para comprarme albornoz ni zapatillas. Era Noelia, que se había olvidado la mochila bajo las faldas de la mesa camilla. Mientras ella la recogía yo esperé con los pies helados y sujetando la puerta, porque me imaginaba que aquel olvido había sido intencionado y no quería dar pie a ningún malentendido. Cuando ya salía con la mochila colgada del hombro se abalanzó hacia mí.

--¿Se puede saber qué te pasa? –retrocedí evitándola.

Era una chica muy guapa, nada que objetar sobre su físico adolescente con las hormonas en plena ebullición y el alma de huevo Kinder. Pero yo sólo pensaba en Montserrat, a pesar de su cruel desplante. A menudo deambulaba por la calle Balmes como un sonámbulo con la esperanza de tropezármela. Porque la echaba mucho de menos y no conseguía olvidarla. Noelia Oriol se marchó abatida por mi rechazo, deseando ser mayor para despojarme de mi hechizo con su beso de princesa, como en los cuentos de hadas.

Más allá de la media noche, cuando ya me vencía el sueño, leí un dato que hizo saltar todas las alarmas. Durante los dos años que Pierre Méchain transitó por tierras catalanas intentando medir hasta Barcelona el meridiano cero de París padeció un grave accidente ocurrido en la finca que poseía el médico catalán Francesc Salvá i Campillo en el pueblecito de Sant Andreu del Palomar, situado al nordeste de la ciudad. El doctor Salvá era un erudito, miembro de la Real Academia de las Ciencias y de las Artes, genial inventor (había fabricado el primer telégrafo sin hilos) y astrónomo aficionado. No es raro que confraternizara con Méchain y su cometido científico.

Un día, el doctor Salvá le invitó a su finca con el fin de mostrarle la bomba que había inventado para sacar agua del pozo. La máquina se aceleró demasiado y Mecháin resultó herido de gravedad cuando una de las piezas metálicas le golpeó en pleno rostro. Pasó mucho tiempo en cama y pudo recuperarse gracias a las atenciones del médico y su esposa. Durante la prolongada convalecencia, Méchain subía en ocasiones a la torre de un palomar cercano (de ahí el nombre del municipio) para proseguir con su estudio geodésico mediante un telescopio. Tenía prisa por continuar los cálculos, cuyos resultados le reclamaban desde París. Porque su colega Delambre había culminado ya el tramo de meridiano que le correspondía.

Salté del sofá sin prestarle atención al frío, me acerqué hasta la mesa camilla y comencé a buscar entre los apuntes. Al cabo de un rato lo encontré. Me había pasado desapercibido, porque los libros que resumen la vida y la obra del arquitecto no lo reseñan, quizá porque no le otorgan importancia y lo consideran una obra menor. Pero resulta que a los dos años de licenciarse, Antonio Gaudí recibió el tercer encargo de su carrera: el diseño de un mosaico decorativo para el piso de la capilla perteneciente al convento de Jesús y María, en el distrito de Sant Andreu, construido posteriormente donde antaño estuvo el palomar desde donde Méchain culminó su triangulación geodésica.

Cogí el plano y busqué ansioso la localización del convento. Casi me da un soponcio. El distrito de Sant Andreu del Palomar figuraba justo sobre la prolongación de la Gran Avenida Meridiana. El antiguo monasterio femenino de Jesús y María era hoy la parroquia de Sant Pacià. Ya no pude pegar ojo en toda la noche, pensando sólo en comprobar cuanto antes si en el pavimento del templo figuraba todavía el mosaico diseñado por el joven Gaudí.

 

 

Al día siguiente, al salir de la imprenta por la tarde, tomé la L1 del Metro hasta la parada Fabra i Puig, cerca de La Meridiana. El barrio es modesto, nada que ver con la Barcelona bulliciosa y monumental, agobiada de tráfico y turistas. El templo de Sant Pacià figura rodeado de casitas de una sola planta y ajeno los circuitos organizados. La iglesia es pequeña pero muy vistosa, construida en adobe rojizo, con un estilo entre gótico y mudéjar. Por dentro destacan los altos vitrales policromados y sobre todo el piso, alicatado por completo mediante un mosaico multicolor, uno de los primeros encargos recibidos por Antonio Gaudí. El suelo figura recubierto por pequeñas porciones de mármol coloreado formando dibujos geométricos de inspiración grecorromana. Pero yo sabía que aquello no era un simple motivo de ornamentación. Porque ya me lo había dicho Rafael Oriol: el modernismo nació como un estilo simbolista, empleado para comunicar mensajes cifrados.

Ahora no me cabía ninguna duda de que si Gaudí encontró un secreto masónico en la tumba del duque de Wharton, pudo dejarlo codificado en el suelo de aquel humilde templo de barrio, a sabiendas de que mucha gente lo buscaría en la Sagrada Familia o en cualquier otro de sus edificios más monumentales. Pero allí estaba, sintetizado en una serie de motivos geométricos, porque la mejor manera de ocultar algo es dejarlo a la vista de todos. Lo mismo habían hecho los constructores de las catedrales (maçons), ocultando el misterio de su conocimiento arcano entre la decoración del gótico.

Avancé por el pasillo central hasta llegar a los pies del altar. Allí figuraba lo que parecía ser el principal símbolo decorativo, un esquema que integra los dos principales elementos de la simbología hermética desde Pitágoras, el cuadrado y el círculo, combinados de manera simétrica sobre dos triángulos invertidos. Me recordaba mucho aquel antiguo empeño prolongado a lo largo de la Edad Media y el Renacimiento por hallar la cuadratura del círculo.

Anochecía cuando cogí el Metro de regreso al centro de la ciudad. Por fin había completado mi mapa del tesoro. El último trazo del plano era el meridiano cero de París (la Meridiana de Barcelona) que pasaba justo por encima del templo donde Antonio Gaudí creó al poco de licenciarse aquel impresionante mosaico.

Al llegar a casa encontré a Noelia Oriol sentada en el portal del edificio. Venía con la mochila pero sin el uniforme, vestida en ropa de calle.

--¿Qué haces aquí? –pregunté muy serio, atajando cualquier nueva tontería inspirada por su ofuscado corazón adolescente.

--Quería enseñarte algo.

--Pues venga, enséñamelo y te marchas.

--¿No vas a dejarme subir?

--Sólo si te portas bien.

Una vez arriba, extrajo de la mochila un plano de Barcelona parecido al mío y lo desplegó sobre la mesa camilla. Me quedé alucinado. Era una copia de mi propio mapa del tesoro, pero Noelia lo había resuelto uniendo los puntos principales a base de trazos complementarios. El resultado era un conjunto de triángulos con diverso tamaño y orientación repartidos por toda la superficie urbana. Entre la maraña de líneas destacaba perfectamente visible una estrella de cinco puntas.

--¿Cómo se te ha ocurrido? –pregunté boquiabierto, pero ella levantó un hombro restándole importancia.

--He usado un Tangram como plantilla.

--¿Un qué?

--Es un juego chino milenario. Sirve para formar figuras a base de combinar cinco triángulos, un cuadrado y un trapecio. Me lo regaló mi madre cuando era niña. Dicen que pueden formarse más de 10.000 figuras diferentes.

Aquello era increíble, usando un simple juego de niños había descubierto que los vínculos ocultos entre los monumentos, edificios y lugares más emblemáticos del modernismo, la masonería y los Jesuitas completaban un criptograma urbano basado en las triangulaciones efectuadas por Pierre Méchain en Barcelona para llevar a cabo la prolongación del meridiano cero de París. Igual que hiciera el gran sabio griego Pitágoras con su famoso Teorema, Noelia Oriol había sintetizado una compleja fórmula matemática por medio de un sencillo esquema geométrico. Definitivamente, la chica le había salido a su padre. No sabía que fuese tan despabilada, como una niña prodigio. Había que serlo para resolver de un vistazo algo que ni los expertos, ni los historiadores, ni los biógrafos de Antonio Gaudí, habían logrado descubrir hasta la fecha.

--Mola, ¿verdad? –sonrió divertida.

Lo cierto es que molaba mucho. Aquello era el ejemplo patente de que siglos atrás alguien había ideado un colosal rompecabezas urbano que debía permanecer oculto hasta que se completase la cuadrícula del Ensanche con la Torre Agbar, el punto culminante de todo aquel colosal proyecto urbanístico ideado por el visionario ingeniero Cerdá. Por fin estaba claro: el secreto de la masonería no era más que una fórmula geodésica empleada en el siglo XVIII para obtener el Metro, la medida universal con la que globalizar el mundo.

 

 

 

 

 

***

 

Pasé casi un mes confeccionando textos publicitarios en la imprenta. Ya me había olvidado de casi todo cuando llegó don Eduardo avisando que preguntaban por mí al teléfono. Me llamaba en persona la directora de comunicación del Grupo Agbar. Habían aceptado mi petición de visita para el reportaje periodístico y proponía que fuese a última hora de aquella misma tarde. Cuando salí del trabajo cogí el Metro y me acerqué a la Plaza de las Glorias. Nada más llegar al rascacielos apareció la directora. Tras encajarme algunas explicaciones técnicas fuimos al ascensor y me dejó subir a la cima, lo que a mí más me interesaba.

--Perdona que no te acompañe, tengo una reunión importante. Cuando termines, baja y comunícalo en recepción.

Atardecía cuando la puerta corrediza del ascensor se abrió y desemboqué impresionado en el centro de la inmensa cúpula cónica que corona el monumental edificio diseñado por Nouvel. Todo el espacio disponible y sin tabiques, acristalado mediante una bóveda de vidrio y acero curvado en forma de ojiva, figuraba completamente diáfano y vacío. La empresa no había querido instalar allí arriba ninguna dependencia. Un crepúsculo clamoroso incendiaba el aire del interior igual que si fuese un horno en plena combustión.

Hacia el Oeste, inflamada por el sol enrojecido del ocaso, distinguí la mole petrificada de la Sagrada Familia con los campanarios puntiagudos elevándose hacia el cielo. El contraluz era tan deslumbrante que al principio no lo vi. Junto al abismo de vigas y paneles de vidrio permanecía silenciosa la silueta de un hombre reverberando en el intenso resplandor.

Entonces avanzó un paso y surgió del contraluz para dejarse ver.

--¡Don Gustavo! –exclamé al reconocerlo--. ¿Qué hace usted aquí?

--Yo podría preguntarte lo mismo –sonrió el abogado desplegando su sonrisa de piano.

Iba vestido con un elegante atuendo ejecutivo, traje gris cosido a mano y corbata malva en seda natural. Perfumado de vetiver y tan bronceado como de costumbre. Aguardaba de pie, disfrutando de mi estupor al habérmelo encontrado allí arriba después de nuestra última y tensa conversación.

--Soy consejero en varias entidades financieras y multinacionales –alardeó--, entre otras el Grupo Aguas de Barcelona. Sabía que si encontrabas la fórmula geométrica de la masonería terminarías acercándote por aquí para cotejarla en el punto más alto del Ensanche. Por eso dejé dicho que me avisaran en cuanto llegase alguien con tu nombre y descripción física.

--Lo siento, pero no he localizado ninguna fórmula masónica.

--No te hagas el ingenuo conmigo. Si estás aquí no es por casualidad, sino porque has llegado a una conclusión derivada de lo que debes haber encontrado.

--No sé de lo que me habla.

--Mira muchacho, este moderno edificio en forma de obús constituye la culminación de un colosal proyecto masónico planeado en el siglo XVIII. Doscientos años después, el prestigioso arquitecto francés Jean Nouvel utilizó el secreto atesorado durante toda su vida por el Círculo del Dragón para diseñar el rascacielos más emblemático de la metrópoli, en el núcleo de su centro geodésico. Porque supongo que te has dado cuenta de la curiosa coincidencia urbana, ¿verdad? La Torre Agbar y la Sagrada Familia, separadas en el tiempo y en el espacio, en estilo y finalidad, pero unidas por el mismo sueño masónico: alzar en Barcelona el templo más importante del mundo.

Yo sabía muy bien que aquello era cierto. La prueba indiscutible radicaba en la imagen capturada por teleobjetivo desde la cumbre del colegio jesuita San Ignacio de Sarrià, con la Torre Agbar fundida entre los campanarios de la catedral como si fuesen el mismo edificio, un monumento virtual, edificado más allá del tiempo y del espacio. Ya lo había predicho Antonio Gaudí: “la Sagrada Familia no es la última catedral, sino la primera de una nueva era”.

--Debiste aprovechar la oportunidad que te brindé para publicar tu reportaje. Con mi respaldo habrías llegado muy lejos. En cambio ahora, mírate –desdeñó señalando mi humilde aspecto--, sólo eres un muerto de hambre.

Salí de mi asombro y repliqué, ofendido por su arrogancia:

--Tiene razón, pero precisamente porque soy pobre a mí no puede manipularme como hace con todo el mundo. Yo no tengo nada que perder.

--¿Seguro –sonrió maquiavélico--, ya te has olvidado de Montserrat?

Oír aquel nombre fue como recibir una descarga eléctrica.

--Por favor –supliqué, casi poniéndome de rodillas--, dígame dónde puedo encontrarla, necesito hablar con ella.

--Claro –amplió la sonrisa--, te lo diré si tú me dices lo que has descubierto en tu investigación: la clave geométrica de la masonería.

El nombre de Montserrat me había dejado sin voluntad. Metí la mano en el bolsillo, cogí el plano de Noelia y se lo tendí. Un tesoro a cambio de otro. El abogado tomó el mapa y lo desplegó sin apenas poder ocultar su ansiedad. La tarde oscurecía. Un enjambre de luces urbanas brillaba ya contra el fondo brumoso de la ciudad extendida bajo nuestros pies como un laberinto arcano.

--Ahí tiene lo que buscaba: la clave masónica figura oculta en el diseño urbanístico de Barcelona. Y ahora, por favor –supliqué de nuevo--, dígame dónde puedo encontrar a Montserrat.

Don Gustavo escrutaba el plano con avidez, intentando no desbaratar su petulante máscara de distinción. El sol descendía entre los campanarios alargados de la Sagrada Familia. Envuelta en el resplandor del ocaso, la catedral irradiaba como una llama inflamada por el crepúsculo.

--No lo sé —contestó sin levantar la cabeza del plano--, hace tiempo que no la veo. Se marchó alegando que ya era lo bastante adulta para vivir sola y por sí misma. La muy ingrata.

Por fin levantó la cabeza y en su rostro ardía un fuego devorador.

--Pero todo eso ya no importa –replicó transfigurado--, ¡porque ahora poseo la fórmula geométrica de la masonería!

En el fondo de su alma envilecida brillaba ya sin disimulo todo su fanatismo, el fuego devastador de la sacrosanta causa por la que algunos habían mentido, robado y tal vez asesinado.

--¡Portentoso! –añadió contemplando el esquema--, eres un joven muy listo. Sabía que podía confiar en ti, el ansia por destacar y salir del anonimato te ha empujado a descubrir el mayor secreto de los constructores, la fórmula geométrica empleada desde la noche de los tiempos para edificar desde las pirámides hasta las catedrales góticas y los modernos edificios.

Barcelona relucía con esa cualidad que confieren los últimos rayos del ocaso, cuando el fulgor se hace más intenso para luego decaer agonizante como un ascua que se apaga, dejando un rastro de sombras esparcidas.

--Aquí está por fin el testimonio que buscaba –clamó entusiasmado--, la prueba de que Antonio Gaudí fue un miembro destacado de la masonería.

Cansado de aquella jerga esotérica, deseoso de vengarme por fin de su pedantería, dije mientras me daba la vuelta para bajar en el ascensor:

--Siento desilusionarlo, pero debo decírselo: el esquema que figura en ese plano lo ha dibujado por simple diversión una chica de diecisiete años.

Me marché de allí dejando a don Gustavo Saladrich abatido de su solemne pedestal. Antes de que la puerta del ascensor se cerrase del todo aún pude verle con el rostro descompuesto, burlado en su prepotencia intelectual, haciendo trizas el plano con sus dedos de uñas manicuradas. Tardaría mucho tiempo en comprender que no hay secretos masónicos ni fórmulas geométricas, que si Antonio Gaudí utilizó una clave para edificar la Sagrada Familia fue la tensión que surge de los mitos opuestos, como el de San Jorge y el Dragón, de cuyo antagonismo brota el equilibrio para construir los pueblos y las naciones, las catedrales y los rascacielos.

 

 

Cuando regresé a casa encontré de nuevo a Noelia, esperándome sentada en el portal del edificio.

--Anda, sube –ofrecí sin ganas ya ni para ponerme a discutir.

Abrí la puerta y la dejé pasar. En poco tiempo había crecido mucho, estirándose y cobrando forma. Casi de un día para otro se había convertido en una jovencita muy guapa y llamativa. Seguía coqueteando conmigo, y debo admitir que ya no me disgustaba. Por primera vez en mucho tiempo, la imagen de Montserrat había comenzado a diluirse, perdiendo importancia en mi memoria. El recuerdo de aquella chica tan sofisticada resultaba cada vez más indiferente. Me parecía la típica mujer superficial que solamente quiere adulación, pero sin otro interés en la vida que mantenerse perfecta para que todos compitan por ella.

Nos miramos a los ojos. Ella lo estaba deseando, y la verdad es que a mí me apetecía mucho sentir un cuerpo cálido y entregado entre mis manos. Nos quitamos la ropa en un instante, ávidos por contemplarnos desnudos, y nos metimos entre las mantas polvorientas de mi cama. Para Noelia era la primera vez y al principio sintió algo de molestia, pero enseguida le tomó el gusto y luego no había forma de que parase.

Tras el tercero de los orgasmos, mientras tomábamos un respiro abrazados, pensé de pronto en Rafael. Sin duda me mataría como llegase a saber que me había acostado con su hija. El documentalista, como suele ocurrir, no sabía que Noelia y yo nos veíamos desde hace un tiempo y en secreto; desde cuando ella, viendo la desilusión que me había producido Caty cuando estuve ingresado en el hospital, resolvió que sería mi novia cuando me curase.

Hicimos el amor una vez más, ella completamente gozosa en su nueva condición de mujer, y luego nos quedamos dormidos. Cuando despertamos ya era tarde y decidí acompañarla por lo menos a la calle. No quería que la vieja pianista le diera un susto de muerte mientras bajaba por las escaleras. Nos vestimos y descendimos abrazados, besándonos como dos tontos enamorados. Abrí la puerta de la calle y salí con ella para decirle adiós. Llovía bastante y no le vi llegar.

--¡Será cabrón! –sonó una voz a mi espalda.

Me giré sobresaltado. Era Rafael Oriol, saliendo de su viejo Peugeot 505 marrón, cubierto con su abrigo de camello color mostaza.

--¡¿Se puede saber qué coño haces tú aquí?! –reaccionó contra su hija.

--Papá, por favor…

--Oye Rafa, no es lo que parece –intervine.

--¿Que no es lo que parece –repitió el documentalista, temblándole la cara, sudorosa y enrojecida--, que no es lo que parece? ¡Maldita sea, joder, ¿qué coño haces con mi hija?

--Papá… --ella trataba de interponerse.

--¡Tú cállate y entra en el coche!

Noelia obedeció, abochornada por el espectáculo callejero.

--Mira Rafa, no creo que…

--¡Mierda, tío, ¿es que no tienes límites?! ¿Qué clase de persona eres, aparte de un mentiroso y un falsario? ¿No ves que Noelia sólo es una cría?

--No –reaccioné por fin, encarándome con él--, ella es mucho más valiente y madura que tú. Sabe lo que quiere y no renuncia por miedo, no sale corriendo a las primeras dificultades, como siempre has hecho a lo largo de tu existencia.

Le temblaba todo el cuerpo dentro de su abrigo de camello.

--No eres más que un cobarde –incidí--, renuncias a tus ideales por miedo a lo que pueda pasar, y por eso no has llegado a nada en la vida.

Rafael se había quedado mudo, los ojos enrojecidos por el llanto que intentaba contener para no resultar todavía más patético. El agua de la lluvia le resbalaba por los cristales de las gafas, emborronándole la visión.

--Te prohíbo que la vuelvas a ver –dijo abriendo la puerta del coche--, y ve buscándote otro sitio donde vivir, de aquí quiero te marches cuanto antes.

Rafael ya se había sentado y buscaba las llaves del automóvil en los bolsillos del abrigo, cuando añadió con desprecio a través de la ventanilla:

--Por cierto, he venido a decirte que te busca Lavinia Mengual. Espero que te ponga una querella por todos los bulos y mentiras que te inventaste cuando trabajabas allí. Porque si ella no lo haré yo por corruptor de menores. ¡Cabrón!

Dio un portazo y me dejó plantado frente al portal.

 

 

Como era tarde y viernes por la noche ya no me fue posible averiguar lo que reclamaba de mí la editora jefe. Pasé sábado y domingo preocupado más por Noelia que por mí, esperando que llamase para decirme cómo estaba, porque yo no podía llamarla y arriesgarme que cogiera el teléfono su padre.

No logré dormir durante todo el fin de semana y el lunes a primera hora comparecí en las oficinas de la editorial. Me recibió a la entrada la recepcionista que atendía también las llamadas entrantes, muy amable y sonriente.

--Me alegro de verte –sonrió--, pasa, Lavinia está en su despacho.

Atravesé las oficinas procurando no tropezarme con Rafael Oriol y accedí al despacho de la editora jefe. La encontré detrás de su escritorio, terminando una llamada telefónica, tan estilosa y enérgica como de costumbre.

--Pasa y siéntate.

Obedecí cohibido, suponiendo que me caería una nueva bronca por no devolver las llaves del piso prestado y haber estado residiendo allí sin permiso tras el despido, gastando agua y electricidad.

--Te readmito –fue lo primero que dijo, pero con el semblante tan inalterable que ni siquiera la capté de primeras.

--¿Có… cómo dice? –vacilé.

--Quiero que sigas trabajando aquí.

--Bueno –solté una exhalación intentando calmarme y ordenar el desconcierto que me invadía--, se lo agradezco mucho, pero ya sabe que no tengo estudios, y de todas formas no estoy seguro de que yo sirva para corrector.

--En eso estoy de acuerdo –coincidió ella sin evidenciar la menor emoción--, creo que servirás mucho mejor de documentalista.

La miré boquiabierto.

--Pero la editorial ya tiene a un documentalista…

--Oriol se despidió el sábado –zanjó Lavinia--, ya no trabaja con nosotros.

Me quedé perplejo, clavado al asiento, tratando de digerir la súbita información. Aquello era lo último que hubiera esperado escuchar.

--Y otra cosa –repuso la editora--, quiero que acabes tu investigación sobre Antonio Gaudí, que reúnas todo el material que hayas descubierto y escribas un libro –soltó un melenazo rubio antes de inclinarse hacia uno de los cajones del escritorio para sacar un cheque. Me lo puso delante y añadió--, aquí tienes un adelanto por la firma del contrato de publicación que te ofrecemos.

Bajé los ojos hacia la cifra, conté los ceros y tragué saliva.

--¿Me van a editar un libro?

--Eso he dicho. Así que sugiero que te pongas cuanto antes al trabajo. Puedes ocupar el despacho que ha dejado libre Oriol, desde hoy mismo eres el nuevo documentalista de la editorial. Y ahora, si me disculpas –cogió su avanzado teléfono móvil y comenzó a teclear--, estoy muy ocupada.

 

 

Gracias al sustancioso adelanto literario y al nuevo sueldo de documentalista puede abandonar enseguida el ático de Rafael Oriol, recogiendo mis pocas pertenencias personales, tan pocas que me cabía todo en el maletero de un taxi. Antes de marcharme del barrio de Gracia me acerqué a la imprenta donde había estado trabajando para despedirme de mi jefe, don Eduardo.

--Te lo dije –recordó satisfecho--, escribes muy bien. Me alegro mucho.

Conseguí alquilar un estudio muy soleado a precio más que razonable, con todo reluciente y moderno, en un edificio de apartamentos ubicado en el Putxet, un barrio de la parte alta, bastante alejado del tumulto, una zona residencial muy tranquila y de gente bien. Curiosamente, desde mi ventana podía contemplar a lo lejos, en medio del Ensanche, la catedral de la Sagrada Familia y la Torre Agbar elevándose casi en la misma línea de visión, con ese curioso efecto que convertía los dos edificios en una mezcla entre lo antiguo y lo moderno, lo hermético y lo tecnológico; un templo inacabado, virtual y en permanente transformación.

Cada día tomaba el Metro hacia el edificio de oficinas, vestido con ropa nueva y bien alimentado. Ahora todos en la empresa me saludaban con respeto, incluso la telefonista, porque de pronto me había convertido en un autor perteneciente al poderoso grupo mediático, cuya editorial me solicitaba un libro sobre Antonio Gaudí. La suerte había dado un vuelco alucinante, colocándome justo donde yo siempre soñé. Lo que más lamentaba era que mi abuela no pudiese compartir y disfrutar mi triunfo.

El cometido de documentalista me dejaba mucho tiempo libre para escribir la obra sobre los pasos perdidos de Gaudí. Era curioso que lo iniciado como un proyecto imaginario hubiera terminado materializándose, igual que una operación alquímica. Comencé a redactar toda la información, incluyendo lo de la vidriera perdida diseñada por el arquitecto para Novedades Oltra en Valencia. En todo aquel tiempo no logré sacarme de la cabeza ni un solo día el recuerdo de la experiencia mantenida junto a Noelia. Yo quería saber cómo estaba, seguir manteniendo el contacto con ella, pero ahora eso parecía más imposible que nunca, porque no resultaba posible imaginar cómo reaccionaría su padre al verme tras haberle arrebatado el puesto de trabajo.