Regresé a Valencia el sábado en el Euromed más tempranero. Mientras caminaba desde la estación del norte hasta el casco antiguo iba contemplando la ciudad en la que había pasado toda mi vida y ahora me parecía una extraña. Cuando llegué a la Plaza del Doctor Collado vi a mi abuela sentada en un banco metálico bajo la frondosa olivera que allí crece solitaria, echándole migas a las aves. Me detuve un instante y observé de lejos aquella figura vestida de luto en medio de un albor de palomas. Tan frágil, tan indefensa (la vejez nos retorna el niño que fuimos) y hablándole a los pájaros con afecto.

--Abuela, ya estoy aquí –saludé cuando la tuve delante.

Levantó los ojos y me miró intentando reconocerme, consecuencias del Alzheimer que padecía.

--Venga, vamos a casa –la tomé por el brazo y echamos a caminar con su pasito lento de muñeco averiado hacia la calle Numancia, donde residíamos de alquiler en un edificio cubierto de repintes y canalones abollados.

Caty llegó a casa con los ojos rebosando lágrimas y me dedicó un abrazo tan fuerte como si yo volviese del frente.

--No quiero ni pensar con cuántas habrás ligado allí –bromeaba.

--Qué va, me han echado encima un montón de trabajo. Ni siquiera he tenido tiempo de ver Barcelona.

Evité comentarle nada sobre mi pesquisa en torno a la figura de Gaudí. La confianza se nos había ido escapando entre los dedos con el paso del tiempo, aunque Caty era como una más de la familia. Cuidaba de mi abuela y de la casa, ilusionada con ser pronto la esposa complaciente y servicial que tanto deseaba. Pasamos la mañana visitando tiendas de muebles con el fin de ir haciéndonos una idea sobre la decoración de nuestro futuro nidito de amor.

Mientras recorríamos las calles más comerciales cogidos del brazo y mirando escaparates yo no dejaba de recordar a don Gustavo y a su hija Montserrat, que ahora me parecían a mil kilómetros de distancia. Caty me hablaba de armarios y recibidores con los que amueblar nuestro piso, pero yo no le prestaba la menor atención, sólo deseaba volver cuanto antes al mundo que tanto me había deslumbrado: viajar en Jaguar, almorzar en restaurantes caros, tomar café rodeado de lujo, arte y riqueza.

--...porque ahora no podemos permitirnos muebles de madera maciza –estaba razonando mi novia, detenidos ambos frente al escaparate de una mueblería--, pero ya verás, cariño, trabajaremos mucho y ahorraremos, y algún día tendremos un comedor como este, todo en madera de verdad.

Completamos la jornada cogiendo el autobús para visitar el piso que nos iban a regalar sus padres, allá por un lejano barrio de sedimentación popular, urbanizado con bloques de protección oficial. Era deprimente, aquello ni siquiera parecía un barrio, sino una desoladora planicie proyectada en ladrillo y hormigón, desprovista de plazas, monumentos o jardines públicos, invadido de parejas haciendo planes para una vida en tercera división, resignados a su pequeño hueco anónimo en aquella colmena de seres humanos.

Almorzamos en casa con mi abuela, que sentía un gran afecto hacia Caty, dentro de nuestro modesto comedor decorado con cuadros de mercadillo y cobertores bordados en las butacas de tela estampada, mugrientas por el uso. En el aparador deposité la figurita en terracota policromada que le había traído a mi abuela de la Sagrada Familia. Yo suspiraba resignado engullendo los filetes de merluza congelada, echando de menos el bogavante servido en los restaurantes de lujo frecuentados con el señor Saladrich. Me bebía con una mueca de repugnancia el acre vino barato de oferta en el supermercado y añoraba el perfumado Chardonnay ofrecido por el camarero con la ceremonia para el descorche y la comprobación. Sufría entre aquellos dos mundos, el real y el idealizado, sin saber a cuál de ambos pertenecía.

Por la tarde fuimos a casa de Caty. Sus padres no estaban, se habían marchado de veraneo a Calasparra. Utilizamos el cuarto de matrimonio porque la cama era más grande. Hicimos el amor bajo una lámina enmarcada de un Corazón de Jesús que presidía la cabecera. No sé cómo pude acabar, aquello supuso un esfuerzo titánico que me dejó rendido y con la mirada en el techo, contemplando una mosca que planeaba en la penumbra.

Caty se levantó para ir al cuarto de baño, blanca y brillando de sudor, los pechos pequeños y pueriles, en contraste con sus caderas amplias y predispuestas a la maternidad. El cabello moreno y banal, ese aire de chica que te lo da todo a cambio de que te cases con ella y no tenga que seguir buscando al hombre de su vida, porque sus amigas ya están todas emparejadas, algunas incluso han tenido hijos, y ella no quiere quedarse atrás.

Cuando regresó del aseo yo seguía contemplando el vuelo de la mosca. Y entonces me hizo la fatídica pregunta que te hará toda mujer antes o después, para la cual se han preparado durante siglos. La terrible pregunta que surge después de hacer el amor, cuando el hombre, cautivo y desarmado, sabe que no podrá mentir, o de lo contrario no saboreará de nuevo aquella miel.

--¿En qué estás pensando?

 

 

Por suerte para mí, aquel día Caty tenía turno de noche. La acompañé al centro sanitario donde trabajaba como enfermera y regresé a casa. Mi abuela ya estaba durmiendo, así que no pude preguntarle nada sobre la vidriera del escaparate que aparecía en la vieja fotografía. Como apretaba el calor, ya de noche subí al terrado del edificio. Las luces eléctricas de la ciudad parpadeaban sumidas en la calina veraniega, irradiando su luz artificial por encima de los edificios. Estuve un rato allí arriba, pensando en Montserrat y en la tentadora propuesta del abogado. Yo te ayudo, tú me ayudas. ¿Por qué le interesaba tanto indagar en la vida de Gaudí? Luego bajé y me acosté sobre la estrecha cama de mi alcoba, dejando el balcón abierto a los callejones del barrio, ahora convertido en ruta de borrachos y noctámbulos.

Dormí de un tirón y desperté muy temprano. Me sentía mejor, dispuesto a continuar con la pesquisa sobre Antonio Gaudí. Mi abuela trajinaba ya en la cocina, cubierta con su raída bata de siempre. Le dije que se vistiera para ir a misa y fuimos al oficio de media mañana. Cuando salimos, la llevé a desayunar churros con chocolate, aunque lo tuviese prohibido por el médico.

--Abuela, quería preguntarte algo –abordé cuando nos acomodamos en una de las mesas de hierro forjado y mármol blanco.

--Dime, hijo, dime –se frotaba las manos, aguardando golosa que le sirvieran el tazón de chocolate.

Saqué la fotografía y la dejé sobre la mesa, junto al plato de los churros calientes y nevados con azúcar.

--¿Te suena de algo este lugar?

Ella le dedicó un somero vistazo y apartó la mirada:

--Hijo, sin las gafas de costura no veo ni tres en un burro.

Le cogí su anticuado bolso de plexiglás negro y extraje la fundita de cuero con sus gafas de alambre. Cuando se las puso, pregunté de nuevo:

--¿Sabes dónde fue tomada esta imagen?

Miró la foto durante unos instantes, acercándola y alejándola:

--Pues no –descartó finalmente--, ¿por qué lo preguntas?

--Porque la encontré hace años dentro de tu costurero.

El costurero, como ella lo llamaba, era un viejo envase de hojalata que antaño había contenido colacao, una caja decorada con el emblema de los Juegos Olímpicos de Munich celebrados en 1972.

--Uff –descartó--, con la de fotos antiguas que hay por toda la casa, como voy a recordarla. Y tú no deberías andar rebuscando por los cajones.

Llamé al camarero:

--Haga el favor, traiga otra ración de churros. Ah, y una copita de anís El Mono –era el preferido de mi abuela y el médico también se lo tenía prohibido. Pero si quería respuestas tenía que doparla.

--Fíjate mejor –insistí--, aquí se aprecia lo que parece un letrero luminoso donde pone Novedades Oltra. ¿Eso tampoco te suena de nada?

--Déjame ver... Ah, claro –recordó de pronto--, ahora caigo: es la camisería Oltra, un comercio textil de los mejores que hubo en Valencia.

--¿Ya no existe?

--Qué va, lo cerraron hace unos años, cuando murió don Álvaro, el fundador del negocio, un señor de los pies a la cabeza.

--¿Por qué guardabas la foto?

--Pues ahora que lo mencionas, a lo mejor es porque don Álvaro me ofreció trabajo de bordadora en su camisería –suspiró--, gracias a ello pude salir adelante cuando murió tu abuelo y me quedé viuda.

--¿Dónde estaba ese comercio?

--En la esquina de la calle Cajeros. La camisería Oltra era un establecimiento de categoría, con un escaparate muy bonito, hecho con madera tallada y cristaleras de colores.

--¿Por qué lo cerraron?

--Pues no sé, pero me lo imagino: la gente lo compra todo en los grandes almacenes, lo tradicional ya nadie lo valora.

Cuando vi que ya no mencionaba nada interesante, zanjé la conversación.

--Bueno, vámonos –la hice levantarse--, que te has comido tú sola dos raciones de churros con azúcar y chocolate.

--Hijo, si no endulzamos un poco la vida...

 

 

 

Dejé a la pobre anciana en casa y yo me acerqué a la esquina de la calle Cajeros para echar un vistazo. Preguntando en los comercios más antiguos del barrio supe que la famosa camisería Oltra estuvo ubicada en los bajos de un pasaje comercial que aún mantiene trazas de su antigua decoración al estilo del siglo XIX, con un tragaluz acristalado en lo alto y una verja de hierro en los accesos para cerrar por la noche. Dentro perviven antiguas mercerías, tiendas de telas, trajes nupciales y atuendos falleros. Lo que antaño debió ser el susodicho comercio ahora era un bazar de chucherías y tarjetas postales para los turistas de paso hacia la catedral. Decidí entrar, pero la joven dependienta que me atendió no tenía ni la menor idea de vidrieras modernistas diseñadas por alguien apellidado Gaudí.

--Eso tendrás que preguntárselo al dueño –dijo mascando chicle, feliz en su bendita ignorancia.

Volví a casa y comencé a preparar una maleta con las mejores prendas que acumulaba en mi armario, pues algo me decía que mi estancia en Barcelona iba para largo. Caty hubiera deseado que almorzásemos juntos para seguir haciendo planes de futuro. Pero a mí no me apetecía. Hice la maleta, me despedí de mi abuela, caminé hasta la estación y cogí el primer tren que salía en dirección a Barcelona. Por la noche, ya en el piso de la Gran Vía, estuve leyendo hasta muy tarde la biografía oficial de Antonio Gaudí.

Con la cabeza rebosando de información resultaba imposible dormir, así que me levanté, salí a la calle y comencé a caminar sin rumbo, atravesando solitarias y largas avenidas recién regadas por la brigada urbana de limpieza. Comenzó a llover y regresé. Cuando alcanzaba el umbral del edificio, la presencia humana de la otra noche aguardaba en la esquina, frente a la verja del jardín que circunda la Universidad, emboscada en la sombra que proyectan los árboles del interior. Abrí la puerta y subí los escalones de tres en tres.

 

 

Por la mañana encontré a Rafael Oriol sentado dentro de mi despacho y haciéndose aire con un periódico doblado.

--Menudas ojeras de oso panda que me traes, chico.

--Es que no he dormido bien –justifiqué.

--Ya, ya –sonrió guasón--, el casquete del fin de semana con la novia, que te ha dejado baldado.

--¿Cómo sabes tú eso? –me sorprendió, pues acertaba de pleno.

--A tu edad es fácil de suponer, aunque por la cara que llevas me parece a mí que la cosa no fue como para tirar una traca. ¿Qué os ha pasado, alguna discusión de tortolitos?

--Algo así –concluí, sin ganas de seguir dando explicaciones.

--Bueno, ya se arreglará, el tiempo lo cura todo. Y si no, a por otra, que hay más mujeres que polillas en un armario. Pero cuenta, hombre, que me tienes en ascuas. ¿Has averiguado algo sobre la presunta vidriera de Gaudí?

--Mi abuela me ha dicho que la foto pertenece a una céntrica tienda de confección. La camisería Oltra. Por lo visto trabajó allí bordando iniciales en las camisas y los pañuelos, pero el comercio cerró hace unos años y ella no tiene ni la menor idea de lo que pasó con el escaparate y su vitral modernista.

--Vaya, qué desilusión, ahora que le había cogido el gusto al enigma.

--Yo pienso seguir adelante –dije, pues lo que deseaba era continuar mi proximidad con Gustavo Saladrich para seguir viendo a su hija.

--De acuerdo –replicó animado--; me gusta tu empeño, creo que servirías para ser un magnífico periodista de investigación.

 

Después de almorzar me acerqué paseando hasta el barrio marinero para ver si Joan Cabré quería revelarme algo más de los años pasados trabajando en la Sagrada Familia, porque yo sospechaba que había contado sólo una pequeña parte de lo mucho que sabía. Era una gran suerte haber localizado a una persona viva que conoció personalmente al arquitecto, pero resultaba patente que Cabré andaba muy mal de salud y no duraría mucho. Lo mejor era sacarle todo lo que recordase cuanto antes, aunque fuera egoísta.

Cuando llegué al caserón donde habitaba subí trotando escaleras arriba, envuelto en los velos de telarañas que ahogaban el interior del sombrío edificio. Conforme iba subiendo notaba el hedor maloliente que flotaba en el aire. Cerca del rellano percibí un enjambre de moscas zumbando en la penumbra y comencé a inquietarme. Como no contestaba nadie a mi llamada, fui a la taberna donde habíamos cenado juntos, pero allí tampoco estaba.

--No le veo desde hace tres o cuatro días –afirmó el camarero.

Regresé pensativo al trabajo, dándole vueltas a lo que me había dicho el marmolista sobre la posible vinculación de Antonio Gaudí con el espiritismo. Nada más tomar asiento en mi despacho sonó el teléfono sobre la mesa.

--Te paso una llamada –dijo la chica que atendía la centralita.

--Diga –contesté, deseando que fuese Gustavo Saladrich.

Pero no era el abogado. Alguien que no reconocí pronunció mi nombre.

--Sí, soy yo –confirmé--, ¿con quién hablo?

--Rogelio Velasco, teniente de la Policía Nacional.

Tragué saliva.

--Usted dirá...

--He de pedirle que se acerque cuanto antes por la Jefatura de la Policía, tengo que comentarle algo importante.

--¿De qué se trata?

--Se lo diré cuando venga. La Jefatura está en la Vía Layetana, pregunte por mí a los agentes de servicio que verá en la puerta.

Solicité por teléfono un taxi con cargo a la editorial y media hora después un agente uniformado me conducía por un desolador pasillo iluminado con tubos fluorescentes frente a una puerta gris. Golpeó con los nudillos y luego abrió sin aguardar contestación:

--Disculpe, teniente, ha llegado la persona que usted esperaba.

Penetré a un despacho de tamaño medio y sin pretensiones. Detrás de una mesa metálica permanecía sentado un hombre vestido de paisano, en mangas de camisa, la corbata floja, concentrado en la lectura de unos papeles y envuelto en el humo de su cigarrillo. Un anticuado ventilador con las palas de plástico negreando de mugre zumbaba en el techo intentando sin éxito refrescar el caldeado ambiente.

--Adelante –invitó el oficial sin alzar la cabeza--, siéntese, haga el favor. Enseguida estoy con usted.

El teniente Rogelio Velasco tendría de 35 a 40 años, pero su rostro cansado y las mejillas alicaídas le hacían parecer mayor. Al cabo de unos instantes alzó la vista y pareció sorprendido al verme. Supongo que no esperaba encontrarse con alguien tan joven.

--¿Conoces a un tal Joan Cabré? –abordó tuteándome.

Sufrí un escalofrío y me quedé clavado a la silla.

--Por la cara que has puesto, deduzco que sí.

--¿Qué ha sucedido? –conseguí articular.

--Está muerto.

Abrí unos ojos como platos.

--Posiblemente se disparó en el pecho utilizando una escopeta de dos cañones –dejó el cigarrillo en un cenicero de cristal repleto de colillas--. Debo preguntarte de qué os conocíais.

--De nada –balbucí con la boca seca--, le visité la semana pasada por primera vez.

--¿Con qué motivo?

--Fui a entrevistarle para la editorial donde trabajo –se me quebró la voz y no pude continuar hablando.

El teniente abandonó el sillón, fue hasta la máquina expendedora de café, tomó un vasito de plástico de un montón que había junto al roñoso artefacto, rodeado de cucharillas y sobres con azúcar, y lo colocó en el hueco central de la máquina, que comenzó a vibrar cuando pulsó el botón de marcha.

--¿Cómo ha sido? –pregunté mientras el aire se llenaba con los efluvios del café recién hecho.

--El informe del forense dice que padecía un grave tumor en los pulmones, por tanto la primera impresión es que se pegó un tiro para despedirse sin sufrir.

Me tendió el vaso de café y él comenzó a prepararse otro con la misma despreocupación, como si no estuviésemos hablando de un anciano muerto, el último testigo que conoció personalmente a Gaudí. El vaso quemaba en mi mano y no sabía qué hacer con él, porque odio el café solo. Rogelio Velasco regresó a su mesa, rasgó el sobre del azúcar y lo volcó dentro de su vasito. Completó la operación sacando una petaca metálica del bolsillo y escanció una ración de líquido, que se diluyó difundiendo el inconfundible aroma del ron.

--¿Cómo sabe usted que fui a verle? –caí de pronto.

Sin decir nada, el teniente cogió de la mesa un papelito arrugado y me lo mostró. Lo reconocí enseguida, era la hoja del cuaderno donde yo le había escrito al marmolista mi nombre y el teléfono de la editorial.

--Encontramos esto en uno de sus bolsillos.

--¿No pensará que lo he matado yo? –temblé.

--Yo no he dicho eso, ¿por qué habrías de hacerlo?

--Es que no encontré a ese hombre tan mal como para suicidarse...

--¿Qué quieres decir?

Renuncié al café, dejando el vasito de plástico sobre la mesa.

--¿Y si no fuera un suicidio? –aventuré.

--La escopeta era suya, un arma muy vieja, de perrillos al descubierto, para la que no tenía licencia. En apariencia, el asunto parece claro: Cabré se tumbó en su jergón, apoyó los cañones en el torso, luego accionó el gatillo con los dedos de los pies y se disparó a quemarropa.

--¿Pero y si hubiera sido un asesinato?

--¿Qué te hace suponerlo?

--Joan Cabré sabía demasiado...

El ventilador giraba como neurótico por encima de nuestras cabezas, removiendo el aire atufado de tabaco, pero yo estaba echando la gota gorda. Sentía nauseas con sólo suponer que alguien pudiese ir exterminando pistas y testigos para eliminar el pasado espiritista o masónico del arquitecto.

--¿A qué te refieres? –inquirió el oficial.

--Ese anciano trabajó en la catedral de la Sagrada Familia como marmolista y era la última persona con vida que conoció al arquitecto Antonio Gaudí. El otro día, cuando me acerqué a visitarle para que me contara lo que recordase, me dijo que Gaudí practicaba el espiritismo.

--No entiendo qué importa eso.

--Pues que sería un impedimento para que la Iglesia pueda beatificarlo.

El teniente me analizó con curiosidad mientras terminaba el cigarrillo. Luego apagó la colilla en el cenicero y acabó de un sorbo el resto del café.

--Mira, si sospechas de alguien, ahora es el momento de hablar.

Medité la cuestión: ¿A quién le interesaba ocultar o difundir la posible vinculación espiritista o masónica de Antonio Gaudí? Estaba claro: al padre Sardaña o a don Gustavo Saladrich, los dos principales implicados. No había más que ver la rivalidad que mantenían a favor o en contra de la beatificación. Pero ambos eran demasiado importantes como para denunciarlos por una simple suposición. Así que bajé la cabeza y negué.

 

 

Lo primero que me pasó por la mente al salir de Jefatura fue coger un tren con dirección a Valencia y olvidarme todo, volver junto a mi abuela y dejarme atrapar en los tentáculos de Caty deseosa de casarse. Pero enseguida lo descarté. Sentía mucho miedo tras la repentina muerte de Joan Cabré, sin embargo la curiosidad era mayor. Estaba seguro de que la fotografía encontrada en el costurero de mi abuela escondía un misterio familiar y necesitaba desvelarlo. Porque mi obsesión desde niño era descubrir el paradero de mis padres.

Cuando regresé al trabajo vi que alguien había dejado encima del teclado del ordenador un folio doblado en cuatro partes. Imaginé que sería una nota de Rafael Oriol sobre lo que nos traíamos entre manos, pero al desplegarlo contemplé un signo dibujado con tinta roja de tono muy oscuro en forma de cruz. Si aquello era una broma no le veía la gracia. Pero en ese momento llegaba el documentalista y preferí guardar aquello en mi mochila. Después de lo sucedido con Cabré yo había comenzado a recelar de todo y de todos.

--Hola chico –me saludó cordial--, estoy en plena búsqueda de información sobre las vidrieras modernistas y... Oye, ¿qué te pasa?, estás pálido como la cera litúrgica.

--Será el calor –aduje.

–Sí, sí –bromeó--, el calor de la pasión. Ya sé lo que te ocurre: seguro que has conocido a Montserrat Jordá y te ha encandilado.

--¿A quién? –pasé de la palidez al sonrojo en un segundo.

--No te hagas el tonto, chico. Hablo de la joven que vive con Gustavo Saladrich. Habrás terminado conociéndola, seguro. El abogado y ella van juntos a todas partes, la exhibe como si fuese un jarrón chino.

--Supongo que te refieres a la presumida de su hija –fingí desinterés.

--Montserrat Jordá no es hija suya.

--¿Cómo que no?

--Los padres de la chica fallecieron hace unos años al descolgarse un teleférico cuando pasaban las vacaciones de Navidad esquiando en Suiza. El señor Jordá era un próspero empresario catalán, el último de una saga con grandes industrias textiles en el Llobregat. Montserrat era una niña cuando sucedió el accidente, hija única y heredera universal, ya que los Jordá no tenían familiares directos. La niña quedó bajo la custodia legal de Gustavo Saladrich, un abogado amigo del señor Jordá, que ahora ejerce como tutor. En fin –se dio la vuelta para salir--, me marcho a continuar investigando. Lo de la presunta vidriera gaudiana en Valencia me tiene intrigado.

No habían pasado ni cinco minutos cuando sonó mi teléfono móvil.

--Diga –contesté.

--Hola, soy yo –era Caty--, ¿vendrás el fin de semana?

--Creo que no, tengo mucho trabajo pendiente.

--Tú abuela está mal, deberías venir.

--¿Qué le pasa?

--Le ha subido mucho el azúcar, el otro día sufrió un mareo, se cayó en el cuarto de baño y se golpeó un costado contra la bañera.

--Vale, mañana salgo a primera hora.

 

 

Era cierto que no tenía previsto ir, pero ante la noticia de mi abuela enferma no encontraba más opción, sobre todo porque aquella subida de azúcar había sido por culpa de los churros con chocolate y el anís El Mono. Dormí mal, no necesité despertador para levantarme temprano y tomar el Euromed con dirección a Valencia. Cuando llegué a casa vi que Caty se había instalado allí para cuidar de mi abuela, como si fuese una enfermera particular.

--Está peor –explicó--, debió darse un atracón de dulces al poco de marcharte tú, porque no entiendo cómo le ha subido tanto el azúcar. Los niveles no son los habituales en ella. Casi se muere.

--¿Y lo del costado? –me interesé.

--No es grave, tan sólo un hematoma. Se le pasará.

Caty tenía cara de cansada por haber atendido durante toda la semana su trabajo en la clínica y luego a mi abuela. Vestía una bata de ir por casa y zapatillas de felpa, la perfecta chica doméstica y afanosa. La estreché contra mí, agradeciéndole su desvelo. Ella estaba tan fatigada que ni siquiera se molestó en amonestarme por haberla dejado plantada el domingo anterior.

Comenzó a ronronear como un gato, le desanudé la bata y fuimos a mi cuarto. Hicimos el amor y ella se portó con la sumisión de costumbre. Lo cierto es que a mí no me apetecía, sólo era por compensarle de algún modo su dedicación hacia mi abuela. Cuando acabamos, Caty se quedó durmiendo y yo aproveché para salir. Quería visitar al señor Carpena.

Don Cándido Carpena era el que nos alquilaba la casa desde hace muchos años. Había estudiado para sacerdote, pero lo dejó al cruzársele la que luego sería su esposa. Creo que nunca pudo perdonarse lo que siempre consideraría una traición a Dios. Por eso, cuando murió su mujer, al poco de contraer matrimonio, decidió llevar una vida de contrición y al servicio de los demás. Era un hombre bondadoso. Regentaba un comercio de objetos litúrgicos que suministraba velas, iconos y misales a las parroquias de toda la ciudad y parte de la provincia. Rebasaba los setenta, era de corta estatura, menudo y delgado, aunque vitalista. Yo le visitaba con frecuencia, porque me caía bien y le ayudaba en la catalogación de las existencias o haciéndole recados con los pedidos, recorriendo a pie la ruta de las iglesias y los conventos de Valencia. Todo el vecindario le tenía una gran devoción. Iban a consultarle desamores, asuntos de familia y demás aconteceres. Parecía un santo de madera policromada como los que vendía, con las manos pulidas de ocre a causa del tabaco negro que fumaba en una boquilla de hueso y metal. Creo que si hubiese continuado la carrera de sacerdote habría sido un buen confesor. Me tronchaba de la risa oyendo los consejos que ofrecía. Pero aquel día yo no estaba de humor y él me lo notó en cuanto entré:

--¡Che, dichosos los ojos! –me saludó con su típico acento valenciano--, cuéntame cómo te va con tu trabajo en Barcelona. ¿Estás contento?

--Sí, pero me ha hecho ver lo insignificante que soy –admití.

--¿Cómo es eso?

--He conocido a gente de lo más interesante, aquello es otro mundo. La verdad es que Barcelona me ha impresionado, no me importaría vivir allí, pero aquello es muy caro y con lo poco que me pagan...

--Bueno, che, aquí tienes a tu abuela y a la novia. Supongo que no pensarás en dejarnos y hacerte catalán –bromeó.

Levanté los hombros y cambié de conversación:

--He venido a consultarle una cosa.

--Para eso estoy, sobre todo si se trata de amoríos –me guiñó un ojo--, los asuntos del corazón son mi especialidad.

--Menos guasa, don Cándido, que no va de amores la cosa –metí la mano en la mochila, saqué la vieja fotografía encontrada en el costurero de mi abuela y la dejé sobre la repisa del mostrador--, quería saber si le suena de algo este sitio.

--Che, veamos qué me traes aquí –dijo tomando la foto y ajustándose las gafas a la cara para observarla mejor. Pero en cuanto centró la vista sobre la imagen se quedó tenso y sin pestañear.

--La camisería Oltra –intentó disimular su nerviosismo--, era un antiguo establecimiento de tejidos.

--Eso me dijo mi abuela.

--¿Ella te ha contado algo? –alzó la vista y me miró alarmado.

--¿Qué debía contarme?

Don Cándido Carpena dejó la foto en el mostrador. La conversación le incomodaba, eso era evidente, porque cuando estaba nervioso le delataba un temblor involuntario en las manos, posiblemente indicios de un Parkinson que había comenzado a manifestarse al fallecer su esposa. Me dio un poco de pena verlo tan azorado y le aclaré los motivos de mi consulta:

--Me interesa el tema porque según he podido averiguar en Barcelona, la vidriera modernista que decoraba el escaparate de la camisería Oltra pudo haberla diseñado el arquitecto Antonio Gaudí.

--Che, ¿de verdad? –eludió, como si no deseara continuar hablando.

--¿No le parece un poco raro que se haya perdido algo tan importante?

--Qué quieres que te diga –suspiró--, los políticos de hoy no sienten mucho aprecio por la historia y menos por el arte. Ahora todo el presupuesto público lo destinan para ocio, centros comerciales, parques temáticos... Pan y circo para mantener entretenido al populacho y que les vote cada cuatro años. Che –me devolvió la foto y zanjó--, yo de ti olvidaría este asunto.

 

 

Comí en casa con Caty, mientras mi abuela dormitaba quejumbrosa en su cama, todavía convaleciente. Yo sentía pena de su mal estado, la quería de veras aunque nunca se lo hubiese dicho. Nuestra relación se concretaba en una serie de costumbres cotidianas. Los días de fiesta desayunábamos en la chocolatería Santa Catalina, decorada con los típicos azulejos valencianos. Luego visitábamos la Plaza Redonda, sostenida por su pérgola circular y coronada de buhardillas desvencijadas, rodeada de comercios donde aún vendían cordelería, enseres de hojalata, loza y alpargatas huertanas.

Allí, en el corazón del casco viejo, abre un mercadillo de ocasión que a mí me fascinaba por lo mucho que puede uno descubrir entre la chatarra. Mis puestos preferidos eran los de tebeos y libros de saldo, que coleccionaba con gran esfuerzo económico. Me fui convirtiendo en un joven solitario y ensimismado, que utilizaba mi excesiva imaginación para idealizar la cruda realidad. Me comportaba como un personaje literario en busca de misterios del pasado. Imaginaba que mi existencia era un argumento, que yo era el protagonista de una novela escrita por una mano anónima. Pero fui creciendo, maduré a golpes de realidad, pasó el tiempo y olvidé aquellas ilusiones. Ahora el destino me ofrecía la ocasión de convertir mi sueño en realidad, colocándome por azar en el epicentro de una misteriosa trama histórica con secretos y peligros de verdad.

Mi abuela Consuelo había ido perdiendo la salud y la razón enclaustrada en su concha de vivencias, mientras yo vagaba por la ciudad intentando recoger algunas monedas para ir al cine, otra de mis grandes aficiones. Deploraba la vida común y corriente, para mí la verdadera vida comenzaba en una sala de proyección. Al salir escribía mi crítica para una modesta revista local usando una vieja máquina de escribir que me había regalado el señor Carpena y a la que le faltaban algunas teclas, cuyas letras yo debía completar a bolígrafo. Como mi abuela no tenía dinero para pagarme la Universidad, todo cuanto sé lo hube de aprender en la calle. Aún me acuerdo de aquellos aburridos fines de semana en los billares de barrio, viendo cómo los demás jóvenes tomaban cervezas, compraban tabaco, invitaban a las chicas y acudían a las discotecas. Y yo soñando en la oscuridad de los cines con un futuro de película.

 

 

Después de almorzar, Caty me pidió que cerrase los ojos. Lo hice sin muchas ganas y cuando los abrí, en la mesa del comedor figuraba una tarta de chocolate con su velita encendida y una cifra de nata mostrando mi edad: veinte años. El caso es que no me apetecía mucho recordar la forma y el tiempo como había transcurrido mi vida desde la infancia, sin poder hacer otra cosa que ir acomodándome al azar con su ciega predestinación. Recién entrado en la veintena y ya me sentía mayor. Por eso lo último que deseaba era celebrarlo.

--Feliz cumpleaños –proclamó mi novia, sacando un objeto envuelto en el típico papel de regalo.

Yo ni siquiera recordaba la fecha de un año para otro. Mi abuela no celebraba ninguna efeméride, para ella evocar cualquier tiempo pasado era imposible por su enfermedad o a causa de los malos recuerdos. Pero como no quería parecer un aguafiestas cogí el regalo y fingí entusiasmo:

--Será una caja de bombones –dije.

Comencé a desenvolverlo ante la mirada encendida de Caty, expectante por ver mi reacción. Estaba claro que aquella chica me quería, no tenía más que ver la minuciosidad con la que había envuelto el paquete. Por cierto, pesaba demasiado para ser una caja de bombones. Cuando quité la última capa de papel se me cortó el aliento en plena inspiración. Era un libro ilustrado de los Beatles, mi grupo musical preferido.

--Vaya –enrojecí--, menuda sorpresa...

Caty rebosaba felicidad contemplando mi cara de asombro. Nos fundimos en un abrazo. Me sentía mezquino y en deuda con ella. ¿Cuándo fue la última vez que yo le había regalado algo, salvo el obligado detalle navideño? Fuimos a mi habitación e hicimos de nuevo el amor, Caty con la entrega de siempre y yo como quien ejecuta una fatigosa obligación. Tanto es así, que al final ella terminó por darse cuenta:

--¿Es que ya no me quieres? –preguntó con lágrimas en los ojos.

--Mujer, claro que te quiero.

--Parece que tengas la cabeza en otra parte.

--Bueno, estoy un poco agobiado con el trabajo de Barcelona.

--Pues no haberlo aceptado.

--No pienso pasarme toda la vida como si no hubiese nada más allá de Valencia –comencé a enfadarme.

--Aquí está tu abuela y estoy yo, que somos la única familia que tienes.

--También tengo a mis padres –reaccioné molesto.

--Tus padres murieron hace años, desengáñate.

--No es cierto, algún día regresarán a por mí.

--Venga, deja ya de soñar y sienta la cabeza. En Valencia lo tienes todo, no sé qué más necesitas para ser feliz.

--Pues ya que lo mencionas, quizá tenga todo lo que necesito, pero no tengo nada de lo que deseo. Y he venido a darme cuenta en Barcelona.

--Claro –se cruzó de brazos--, te habrás enrrollado con otra.

--He conocido a un importante abogado que me ofrece la oportunidad de mi vida, una persona influyente que puede ayudarme a prosperar en el periodismo.

Dije aquello como pude haber dicho cualquier otra cosa. Porque lo cierto es que yo había dejado de sentir por Caty lo que se llama estar enamorado. Me seguía gustando, pero ya sólo era el hábito lo que sostenía nuestra relación, como el de tantas otras parejas. Imaginaba la vida junto a ella y no me convencía: instaurar costumbres que derivan en cadenas invisibles, confiar en el dios de las pequeñas cosas porque lo grande suele ser siempre un proyecto de personas egoístas, geniales y ambiciosas. Como Antonio Gaudí.

--Mira, nadie te dará duros a cuatro pesetas –opuso con su pragmatismo terrenal--, deberías aceptar lo que tienes y no andar por ahí jugando a ser periodista sin haber estudiado, que tienes muchos pájaros en la cabeza.

--Eso que tú llamas pájaros en la cabeza son sueños –reaccioné--, y es lo único que poseo en esta vida. No pienso renunciar a ellos.

La relación estaba sentenciada desde hace tiempo. Yo lo sabía y la prolongaba por simple comodidad; era ella la no quería ver que lo nuestro ya no funcionaba. Seguía con Caty por inercia, tal vez por lástima; la quiero y no deseo dañarla, me decía fingiendo una compasión que no sentía. Estaba mintiéndome y engañándola, pues lo cierto es que últimamente sólo pensaba en Montserrat Jordá, me había enamorado de un ideal y ahora no sabía cómo sacármelo de la cabeza. Su misterio, su halo de inalcanzable me atraía. Como nos atraen los amores prohibidos y las metas imposibles.

 

 

Mi abuela estaba mejor, aunque se negó a levantarse. Yo necesitaba salir y despejarme un poco. Dispuesto a dar un largo paseo para ordenar las ideas, crucé hacia el otro margen del río por uno de los puentes que lo atraviesan. Caminaba en dirección a un recoleto parque público escondido por detrás de un musgoso muro de piedra. Era un antiguo jardín poblado de árboles centenarios y estatuas de mármol, que todavía pervive sumido entre bloques de pisos, allá por la fuente de las Cuatro Estaciones.

Cuando era niño mi abuela me traía por aquí para merendar. Me gustaba mucho el estanque redondo, lleno de nenúfares y habitado por un gran pez amarillo, seguido por un enjambre de pececillos plateados que destellaban como níqueles en el agua estancada y cenagosa. Pero hacía muchos años que no me acercaba por allí, relegado a un lejano recuerdo de la infancia. El parque seguía siendo un territorio inmarcesible y sublime, como si no hubiese transcurrido el tiempo. Contemplé de nuevo aquellas estatuas mitológicas cubiertas de líquenes y emboscadas en el verdor: Neputuno, Perséfone, Baco, Mercurio, Dafnis, damiselas de aire romántico y fantasmal y cisnes petrificados. El estanque continuaba poblado por pececillos de colores, los había rojos y plateados, pero al amarillo y grande no lo vi. Habría muerto de viejo. Aquel bucólico parque urbano, perdido entre clínicas privadas y bloques de apartamentos, era todo cuanto yo lograba recordar de mi brumosa niñez sin haber disfrutado siquiera el afecto de mis padres.

 

A última hora de la tarde partí en un Talgo rumbo a Barcelona. Tenía ganas de volver pronto y retomar la pesquisa sobre Antonio Gaudí. Pero lo que más deseaba era ver de nuevo a Montserrat. Pasé todo el trayecto sintiéndome culpable por abandonar a mi abuela en su maltrecho estado. Cuando llegábamos a Tarragona el cielo, que había ido cubriéndose de nubes opacas, descargó un violento chaparrón y percibí en ello el presagio de las inquietudes que iban creciéndome por dentro como una planta venenosa.

La última conversación mantenida con Caty respecto a las verdaderas intenciones de Gustavo Saladrich (nadie da duros a cuatro pesetas) me había hecho más mella de lo que hubiese querido admitir, quizá porque se sumase a las advertencias de Rafael Oriol. Lo cierto es que mi novia y el documentalista de la editorial tenían razón. Una sorda inquietud se abría paso a través de mi espejismo, inoculándome con la vacuna del recelo. A partir de ahora, me prometí, caminaría con pies de plomo y mirando bien donde pisaba. No podía quitarme de la cabeza la sospechosa muerte de Joan Cabré.

Al llegar cogí el metro hasta Plaza de la Universidad, entré al sombrío piso donde residía, me asomé al balcón y miré hacia el exterior. La fachada de la Universidad oscurecía con la fuga de la luz solar por detrás del horizonte, dejando un cuajo de sombras en el aire. Pero la misteriosa silueta que parecía vigilarme no estaba en su lugar acostumbrado, acechando entre la oscuridad de los árboles. Caí rendido sobre la cama y, mientras contemplaba el último rayo del ocaso muriendo en los visillos de la ventana, me quedé dormido.

 

 

 

 

 

***

 

Desperté al día siguiente vestido sobre la colcha de la cama y con la cabeza enmarañada por las últimas peripecias. Cuando llegué al trabajo Rafael Oriol ya me aguardaba sentado ante la mesa de mi pequeño despacho. Al verme se puso de pie y salió a recibirme sonriente:

--Hola chico, si me invitas al primer café de la mañana te cuento mi último descubrimiento sobre nuestro asunto de Gaudí.

--Vamos –acepté, pues el viaje a Valencia me había dejado un regusto amargo y quería olvidarlo cuanto antes.

El bar de costumbre rebosaba de oficinistas apesadumbrados por no haberse podido marchar de vacaciones. Rafa y yo nos abrimos paso hasta el fondo, donde podríamos hablar sin que nadie nos interrumpiese.

--¿Qué tal con la novia –comenzó--, se arregla lo vuestro?

--Empeora –corté sin ganas de dar explicaciones--. A ver, ¿qué has descubierto?

--He podido averiguar que Antonio Gaudí visitó Valencia en alguna ocasión cuando era joven. Por lo visto le gustaban mucho los edificios diseñados por un arquitecto local apellidado Arnau. Y parece que durante aquellas visitas, elegía siempre como alojamiento un hotel que había en la Plaza del Ayuntamiento –hizo una pausa para incrementar el suspense y añadió esbozando una pícara sonrisa--: y aquel hotel se llamaba Oltra.

--¡Vaya! –exclamé asombrado.

--No he podido encontrar ninguna prueba, pero yo diría que fue por aquel entonces cuando un joven arquitecto catalán apellidado Gaudí, recién licenciado y admirador del gótico valenciano, pudo recibir el encargo de diseñar el escaparate de un prestigioso comercio textil perteneciente a la misma familia que regentaba el hotel donde se alojaba.

Le miré alucinado, porque lo cierto es que aquello tenía sentido, aunque mi abuela no me había dicho que los duelos de la camisería Oltra regentasen también un hotel.

--Ya veo que has investigado –dije con renovado respeto hacia su cometido de documentalista.

--Bueno, de momento tan sólo es una conjetura, pero encaja.

Llegó el camarero a tomar nota y pedimos el desayuno.

--Lo que has dicho parece probable –admití cuando se hubo marchado el camarero--, porque la camisería Oltra estaba cerca de la Plaza del Ayuntamiento, lo he comprobado en mi última visita. De todas formas –añadí--, no comprendo por qué le intrigó tanto al padre Sardaña cuando le hablé sobre un posible vitral atribuido a Gaudí en Valencia. Reaccionó más inquieto que interesado, lo mismo que don Gustavo. Los dos quieren más datos de la presunta vidriera.

--Imagino que la existencia de una obra inédita diseñada por el arquitecto les preocupa, porque su descubrimiento podría inclinar la balanza de su beatificación a uno u otro lado.

--Del padre Sardaña lo comprendo, ¿pero qué interés tiene don Gustavo en el asunto?

--Por si no lo sabes, Gustavo Saladrich fue nombrado por el Vaticano con el cargo de abogado del Diablo.

--¿Abogado del Diablo? –repetí extrañado.

--Así es como se conoce vulgarmente a la persona designada por la Iglesia Católica para presentar pruebas contra una beatificación.

Comenzó a sonar mi teléfono móvil.

--Diga –contesté.

Me quedé blanco, pues era Montserrat.

--Hola –saludó como si fuésemos amigos de toda la vida--, ¿te gustaría visitar una de las obras menos conocidas de Antonio Gaudí? Lo digo porque a lo mejor te sirve para elaborar tu trabajo de investigación periodística.

El corazón comenzó a trepidarme alocado. Lo último que podía imaginar era una llamada de Montserrat Jordá en mi número particular. Me temblaba tanto el pulso que casi no podía sujetar el teléfono.

--¿Qué... qué obra es esa? –pregunté tartamudeando como un idiota.

--La Cooperativa Mataronense.

--Vale, ¿y eso cuándo sería?

--Hoy mismo, si quieres. No está muy lejos, a unos treinta kilómetros de aquí –añadió para convencerme--. Saliendo a primera hora de la tarde podríamos regresar antes de que anochezca.

La perspectiva de acompañar a Montserrat en un recorrido guiado por la edificación más polémica que Antonio Gaudí había realizado fuera de Barcelona me dejaba sin apenas aliento en el pecho.

--Bueno –vacilé un poco avergonzado--, es que yo no tengo coche.

--Pero yo sí.

 

 

Finalmente, había quedado con Montserrat frente al bufete del abogado. No deseaba que ningún compañero de la editorial me viese con ella, y menos que nadie Rafael Oriol. Ahora estaba frente al suntuoso edifico de la calle Balmes, aguardando a que llegase Montserrat. Al cabo de un rato la vi aparecer conduciendo un flamante BMW rojo descapotable, con el techo abatido. Venía vestida con una blusa celeste, pantalones anchos de color claro y zapatos de mediano tacón, calculadamente informal, aunque todo de alta calidad y primeras marcas. Traía el cabello pelirrojo recogido con un amplio pañuelo de seda y envuelta en los efluvios de su costoso perfume.

Hizo un gesto para que subiera y acto seguido se sumó al tráfico de las avenidas como una profesional del volante. Conducía deprisa, mirándome de reojo, supongo que divertida por mi expresión de asombro. Yo era la primera vez que montaba en un descapotable.

--Le agradezco la excursión –intervine--, ¿pero lo sabe don Gustavo?

Montserrat soltó una espontánea carcajada:

--Ni que fuésemos al fin del mundo. Además –añadió--, no me hables de usted, que tenemos casi la misma edad. Llámame Montse, ¿vale?

Respiré hondo y traté de relajarme. Tenía que aprender a controlar mi asombro, de lo contrario parecería un paleto de provincias. Montse tomó un paquete de Marlboro que había sobre la bandeja del salpicadero y me ofreció un cigarrillo. Lo cogí como si fuese lo más normal del mundo, aunque yo jamás había fumado ni sentía el menor deseo de comenzar. Ella lo prendió con el encendedor del coche y yo hice otro tanto, procurando no echarme a toser. Al cabo de unos minutos, detenidos ante un semáforo, dijo:

--Quiero estudiar Periodismo y sé que tú andas investigando para escribir un reportaje sobre Antonio Gaudí, por eso he organizado esta salida. Me gustaría colaborar contigo en lo que te pueda servir de ayuda –me miró de reojo y añadió--. Si te parece bien, claro.

Yo tenía bastante con disimular mi estupor y aguantarme la tos que me producía el humo del tabaco. Iba encogido en mi asiento, deslumbrado ante su proximidad y con la mochila entre las piernas. Imaginaba que todo aquello era un sueño y que de un momento a otro me despertaría sobre mi pobre camastro de Valencia dormido junto a Caty, roncando satisfecha. Cuando el semáforo se puso en verde, Montse salió disparada y haciendo chirriar las ruedas.

--No sé si lo sabes, pero le tienes intrigado –planteó--, Gustavo se considera especialista en la vida y la obra de Gaudí.

--Claro, por algo ha sido nombrado abogado del Diablo en el proceso para la beatificación del arquitecto –deslicé, recordando lo último que me había comentado el documentalista.

--Gustavo es un profesional muy eficiente, si la Santa Sede le ha confiado el papel de malo en el proceso canónico para oponerse a la presunta santidad de Gaudí no es porque menosprecie al arquitecto, sino por descubrir la verdadera motivación que lo inspiró para construir la Sagrada Familia.

Yo me sentía cada vez más indeciso ante la compleja partida de ajedrez que jugaba don Gustavo Saladrich en todo este asunto.

--¿Sabes? –añadió ella--, comprendo que no te caiga bien, Gustavo es un poco arrogante, aunque todo lo hace por una buena causa, para que nadie manipule la memoria histórica del arquitecto y su obra más importante.

De nuevo no supe qué contestar. Iba con el codo apoyado sobre la portezuela, dejando que se consumiera por sí solo el cigarrillo. Ella se fumaba el suyo conduciendo con habilidad entre la maraña de señales de tráfico, automóviles y semáforos. Yo no sabía conducir, ni siquiera tenía el carné.

--Desde luego, parece bien informado –comenté por decir algo.

--Gustavo se ha preparado a fondo para desempeñar su trabajo.

--¿Y eso incluye impedir la beatificación de Gaudí al precio que sea?

--No lo digas en ese tono, Gustavo ha sido seleccionado entre otros muchos buenos profesionales por un dicasterio del Vaticano que soporta una gran responsabilidad: denunciar a quienes intenten utilizar la figura de Antonio Gaudí para beneficio propio.

Habría que ver a quién beneficiaba más el proceso de beatificación, pensé yo, pero preferí callarme. No era cuestión de ponerme a discutir con la chica que más me gustaba en el mundo, y menos durante nuestra primera cita.

Circulábamos por la carretera nacional y el tráfico rodaba ya mucho más fluido en dirección a la costa. Las nubes cubrían el cielo amenazando lluvia. Me sentía tan eufórico que si en ese momento me hubiese llamado Caty habría tirado el teléfono por la borda.

--Cuéntame algo de ti –propuso ella cambiando de asunto-- ¿De verdad eres periodista? Creía que los periodistas eran mayores. O sea, no digo que no te crea, pero no pareces el típico reportero de guerra curtido en mil batallas. Aunque a lo mejor por eso eres tan bueno en tu trabajo. Yo quiero estudiar Ciencias de la Información y mis amigos me toman por loca –rió--, ellos quieren cursar Económicas y Empresariales. A mí también me gustaría..., ser periodista, me refiero. Pero claro, no sé si podré, porque imagino que para eso hay que tener cualidades particulares, casi como un detective. Os admiro, la vida de un periodista de investigación debe ser apasionante.

La miré de reojo, no sabía si lo decía de verdad o me tomaba el pelo.

--¿Sabes? –prosiguió sin aguardar a que yo dijese nada--, me gusta tu estilo personal, no alardeas ni presumes, no vas de nada –miró de reojo entre mis pies--, no hay más que verte, siempre a cuestas con esa vieja mochila de lona. Confieso que al principio me pareciste un cualquiera, pero Gustavo me dijo que nunca me fíe de las apariencias, que algunas veces la gente como tú es la que descubre lo que otros más listos van buscando durante años y jamás encuentran.

--¿Eso piensa?

--Opina que hay personas con la capacidad de rebuscar entre la basura y extraer lo que oculta de valioso.

No sabría decir si aquello era una lisonja o un insulto, aunque todo lo que me había sucedido desde que llegué a Barcelona lo confirmaba.

--Por cierto –inquirió--, ¿es que vives de incógnito para mantener oculta tu verdadera identidad? Lo pregunto porque Gustavo, con toda su influencia y sus contactos, no ha podido averiguar quién eres ni dónde resides.

--No es ningún secreto –sonreí divertido--, vivo en un viejo piso prestado por la editorial donde trabajo. Es tan antiguo que la luz eléctrica se va de vez en cuando. Con decirte que no hay ni televisor.

--Claro, vosotros los periodistas de raza no podéis bajar la guardia, nada de lujos ni excesiva comodidad, porque sería contrario a la deontología profesional. Es lo que siempre les digo a mis amigos, pero ellos piensan que todo el mundo quiere triunfar y hacerse rico, que no existe la ética ni el compromiso, los muy materialistas. En cambio a ti se te ve tan..., tan interesado en el tema. ¿Sabes?, ya sé que investigas un misterio relacionado con Antonio Gaudí, me lo ha dicho Gustavo, aparte de lo que oí el otro día durante la comida, pero quiero decirte que puedes confiar en mí. Me gustaría poder servirte de ayuda para ir aprendiendo la parte práctica del oficio.

--Bueno –musité, alucinado por su torrente verbal.

--No sé cuál será el misterio que has descubierto –añadió--, lo que sí te garantizo es que tienes a Gustavo en ascuas, te lo aseguro. Con lo prepotente que se muestra siempre ante todo el mundo –rió de buena gana--. ¿Sabes?, creo que a ti te tiene incluso miedo.

--¿A mí –repliqué alucinado--, por qué?

--No está seguro de lo que te llevas entre manos y eso le preocupa. Me divierte que lo hayas puesto nervioso, es la primera vez que le veo tan inquieto.

 

 

Montserrat circulaba dirección Mataró por la carretera nacional número dos. Atravesábamos pequeños pueblos de veraneo y playas abarrotadas de bañistas, a pesar del mal tiempo. Yo no sabía qué hacer para seguir llevándole la corriente y no quedar como un idiota. Me había tomado por un periodista contratado por la empresa donde trabajaba de simple corrector literario para indagar un secreto de Gaudí. Aquello era ridículo, un absurdo malentendido, pero ahora no podía volverme atrás y arriesgarme a decepcionarla.

--¿Tienes novia? –preguntó de pronto.

--No –mentí.

Montserrat sonrió y no dijo nada.

--¿Y tú –abordé fingiendo indiferencia--, tienes novio?

Me acarició con sus ojos azules y casi me da un soponcio. El cabello pelirrojo le brillaba como una llamarada en la luz cálida de la tarde.

--Yo tampoco.

Durante la última parte del trayecto no hablamos mucho más. Enfiló por una carretera flanqueada de naves industriales y al cabo de quince minutos llegábamos a la localidad de Mataró, famosa por ser la primera del país en disponer de ferrocarril. Montse debía saber bien adónde se dirigía, porque no titubeaba. Enseguida se orientó, estacionó a un lado de la calle y continuamos a pie. De camino a la Cooperativa Obrera Mataronense iba explicándome:

--Dice Gustavo que aquí, en la edificación industrial que venimos a contemplar, Antonio Gaudí ensayó por primera vez la fórmula geométrica que aplicaría luego en el diseño y la construcción de la Sagrada Familia.

Eso me interesaba, porque según había leído yo en la biografía oficial del arquitecto, la Cooperativa Mataronense fue su más polémica obra. Para diseñarla, Gaudí se informó a fondo sobre las teorías del obrerismo y el sindicalismo asociativo. Algunos autores afirman incluso que al principio de su vida profesional confraternizó bastante con los ideales libertarios de anarquistas y comunistas utópicos, aunque luego se iría tornando mucho más conservador, alejándose de todas aquellas corrientes políticas.

Cuando tuve delante la primeriza obra del arquitecto me llevé una gran decepción. De la originaria y enorme colonia textil mataronense quedaba en pie tan sólo una chimenea de adobe rojizo y una nave del mismo material, ambas casi desmoronadas. Por lo visto, con el paso del tiempo y la dejadez municipal, habían desaparecido las viviendas y los peculiares aseos que Antonio Gaudí construyó para los trabajadores. Aún así podían distinguirse los arcos catenarios labrados en madera ensamblada con tornillos de tuerca, un sistema rudimentario pero eficaz, utilizado aquí por primera vez para construir el esqueleto de una nave industrial.

--Supongo que ya lo sabes –intervino ella--, Salvador Pagés, el director de la Cooperativa Obrera Mataronense, perteneció a la masonería.

Entonces fue cuando lo comprendí. Aquella espontanea excursión a Mataró no era iniciativa de Montserrat, sino planeada por el abogado para ir predisponiéndome hacia su teoría sobre las presuntas vinculaciones masónicas de Antonio Gaudí. Ahora estaba claro, pensé: relacionar al arquitecto con la masonería formaba parte de la estrategia que pensaba utilizar don Gustavo Saladrich para impugnar el proceso de canonización. Y quería que yo citara todo eso en mi presunto reportaje, con el fin de tener una prueba más. Por eso había enviado a Montse para que me convenciese.

 

De regreso a Barcelona, con el sol hundiéndose sobre un mar anegado de reflejos, empezó a llover copiosamente. Durante la tarde habían estado llegando grandes nubes blancas y abultadas, que ahora comenzaban a oscurecer extendiendo su sombra sobre nuestras cabezas. Oímos un trueno rodando por el cielo y Montse accionó el mando para bajar la capota del automóvil. Al instante comenzaron a caer grandes goterones golpeando la lona del techo. Aquel verano estaba siendo el más lluvioso de la década.

Con el fin de volver más rápido, Montse cogió la autopista C-31. Yo iba en silencio, contemplando su hermoso perfil. Podía suponer lo que sería salir con una chica como aquella. Mis ahorros mermarían en cuestión de días y me vería obligado a robar un banco para poder sostener su tren de vida.

O quién sabe, a lo mejor no deseaba que le regalase flores ni que la llevase a lugares de moda, para eso ya tenía otros acompañantes de apellido ilustre; incluso a su arrogante tutor, que la exhibía por la ruta de los restaurantes más caros de Barcelona. Quizá lo que Montse deseaba era codearse con eso que se llama la cultura de los bajos fondos, ser la musa de poetas, periodistas, literatos y demás artistas bohemios, pavoneándose como un hermoso trofeo entre todos aquellos muertos de hambre.

--¿Te ha gustado el viaje? –preguntó.

--Sí, muchas gracias.

--Me alegro, espero que a partir de ahora seamos amigos.

Pero yo quería ser mucho más que un simple amigo. La deseaba y haría cualquier cosa por conquistarla, incluso colaborar con la intriga de don Gustavo si fuese necesario. Ya no quería volver a Valencia, me quedaría en Barcelona y sería lo que siempre había soñado. En eso pensaba cuando, de pronto, mientras circulábamos a toda velocidad, se nos vino encima un coche intentando adelantarnos. Había oscurecido casi del todo y Montse, deslumbrada por el súbito reflejo de los faros en el espejo retrovisor, exclamó:

--¡¿Pero qué hace ese?!

Antes de que pudiera reaccionar, el vehículo, un enorme todoterreno de color negro y con las luces largas encendidas, aceleró veloz y casi estuvo a punto de rozarnos lateralmente al rebasarnos. Montserrat dio un brusco volantazo, el BMW perdió agarre sobre la curva, resbaló con los neumáticos mojados y derrapó saliéndose al arcén. Ella lanzó un grito de pánico pero logró estabilizar el vehículo y frenó junto a la valla metálica de protección.

--¿Qué ha sido eso? –pregunté con el pulso acelerado.

Antes de contestar cogió del paquete un cigarrillo y se lo encendió.

--Gustavo tiene muchos enemigos por culpa de su cargo vaticano –dijo soltando una bocanada de humo para tranquilizarse--, hay gente muy poderosa que desea conseguir a toda costa la beatificación del arquitecto.

Yo la miraba estupefacto. No sabía si lo decía de verdad o fantaseaba de nuevo. Pero entonces recordé aquel folio con la señal roja en forma de cruz, aparecido sobre mi mesa de trabajo, y comencé a temer que alguien estuviese intimidándonos para interrumpir la indagación. Tenía que ser el padre Sardaña, no era posible culpar a don Gustavo, pues de habernos embestido, aquel automóvil negro hubiese dañado también a Montserrat. A no ser que quisiera matarla fingiendo un accidente para quedarse con la herencia del señor Jordá.

La lluvia caía sobre la capota del coche repicando encima de nuestras cabezas. Los automóviles pasaban como centellas, alumbrando intermitentes el interior de nuestro vehículo. Me volví hacia Montse dispuesto a confesar que no era periodista de investigación, que deseaba mantenerme al margen de aquella guerra entre partidarios y detractores por santificar al arquitecto y que sólo me importaba ella. Entonces levantó la vista del volante y me deslumbró con el fulgor de sus ojos azules. Había llegado ese instante cuando una mujer te lo da todo aunque ni siquiera ella misma comprenda el motivo. Sostenía el cigarrillo en una mano con gesto de actriz clásica, mirándome como si deseara rubricar con un beso apasionado la confirmación del sentimiento surgido entre ambos. Y en su escena de película yo debía ocupar mi rol masculino, el del héroe cinematográfico que protege a la rubia sensual de los malos que la persiguen.

Pero entonces, recordando que sólo era un pobre muchacho de provincias, eludí avergonzado su mirada. Ella debió suponer que un periodista de investigación empeñado en desvelar los enigmas biográficos de Antonio Gaudí no tenía tiempo para entregarse al romanticismo. Apagó el cigarrillo, suspiró resignada y volvimos a la carretera.

Cuando llegamos al centro urbano anochecía y arreciaba la lluvia. Nos despedimos dentro del coche, frente al majestuoso portal de la calle Balmes. Lo hicimos mediante un seco apretón de manos, pues aparte de que yo había dejado pasar la oportunidad, el secretario de don Gustavo Saladrich, aquel tipo trajeado y con aspecto de matón, salió a recibirla enarbolando un paraguas de gran tamaño. Eché a caminar con las manos en los bolsillos, cabizbajo y mortificándome por lo idiota que había sido al desaprovechar el momento.

Llegué a casa empapado y me tendí sobre la cama sin secarme siquiera, dispuesto a olvidarla de una vez por todas. Montse no era para mí, jamás podría cortejarla en serio. Entonces tuve un presentimiento. Me levanté de golpe y descorrí un poco la cortina del balcón. El último rescoldo de luz aún brillaba sobre la fachada de la Universidad con esa luminosidad envolvente que reluce a la hora del ocaso. Miré hacia la sombra que proyectaban los árboles del jardín universitario y lo vi. Allí estaba, la oscura silueta humana de ojos lucífugos acechante bajo la lluvia.

 

 

 

 

***

Por la mañana, Rafael Oriol llegó a mi despacho embutido en una de sus camisas inverosímiles y abanicándose con un manojo de folios arrugados. Entró y cerró la puerta para que nadie oyese lo que tenía que decirme. Yo sudaba frente al ordenador, intentando apartar de mi cabeza el agridulce recuerdo de Montserrat y de paso adelantar un poco el trabajo de corrección literaria, que tenía bastante abandonado.

--Chico –saludó resoplando de calor--, no sé cómo aguantas aquí dentro, esto es un horno. ¿Salimos a desayunar? Quiero contarte algo sobre los vitrales modernistas que podría ser interesante para nuestra investigación.

Cuando nos acomodamos en el bar, sentados en la mesa de costumbre, Oriol desplegó los folios que le servían de abanico y comenzó:

--Algunos artesanos del siglo XIX dominaban todavía el sistema para la fabricación del vidrio alquímico, un tipo de material conseguido según los métodos que utilizaron los constructores de las catedrales durante la Edad Media para realizar las vidrieras de los templos.

--¿Vidrio alquímico? –repetí.

--Por lo visto, la materia prima recibía un tratamiento especial que modificaba la geometría molecular interna, parecido a lo que ocurre con los cristales de nieve, de manera que la luz, al atravesar el vidrio, sufría una descomposición espectral que teóricamente podía ocasionar un cambio metafísico. Todo esto hablando en el ámbito de lo hipotético, no de la ciencia. Era un secreto profesional –añadió--, custodiado por los gremios artesanales, cuyo método rescatarían siglos más tarde los vidrieros modernistas.

--Un momento –caí de pronto en lo que intentaba decirme--, ¿piensas que la vidriera de la camisería Oltra fue construida con vidrio alquímico?

--Podría ser, porque Maumejean estaba considerado como el último gran vidriero de Francia, descendiente de una saga que se remontaba siglos atrás. El modernismo rescató el arte sacro y lo popularizó, logrando que trascendiera desde lo religioso hacia lo civil, tal como sucedió mucho antes en el Renacimiento. Los artesanos del vidrio siempre se han considerado un poco alquimistas. Pensaban que para la fabricación de un buen vitral era necesario recurrir a los cinco elementos con los cuales Dios creó el Universo: la tierra, el agua, el aire y el fuego. El quinto elemento era la luz, necesaria para dotar de vida propia la materia. Los antiguos vidrieros consideraban dicho elemento como el secreto para la transmutación alquímica, lo cual tiene su lógica, ya que tal como ha demostrado la física nuclear, la luz es inmarcesible, no se destruye jamás, porque trasciende al tiempo gracias a su enorme velocidad.

 

Por la tarde, mientras adelantaba el trabajo de corrección editorial, sonó mi teléfono móvil. En cuanto escuché la voz de Montserrat el corazón me dio una voltereta de alegría, porque después de mi pusilánime comportamiento yo estaba convencido de haberla perdido y trataba de olvidarla para no sufrir.

Llamaba para invitarme a tomar algo. La cita era dos horas más tarde. No disponía de tiempo ni dinero para salir a comprarme ropa, pero tampoco podía perder aquella ocasión de recuperarla mostrándome con más valentía y resolución personal. Como en realidad ya la daba por perdida, decidí echarle valor y jugar la baza del periodista bohemio que a ella tanto parecía seducirle.

Puntual como un pretendiente, yo entraba en el Otto Zutz, un club de copas de la calle Lincoln donde habíamos quedado en encontrarnos. Nada más cruzar el zaguán la vislumbré junto a un grupo de amigos frente a una mesa baja, sentados en uno de los rincones donde podía mantenerse una conversación sin quedar afónico, porque la música sonaba muy fuerte y el fragor de la clientela resultaba estruendoso. Montserrat hizo un gesto al verme y yo me acerqué a la mesa. Estaba deslumbrante, con un sensual vestido negro de Armani, el cabello rojizo en cascada, todo echado hacia un lado; parecía una estrella cinematográfica de los años cincuenta. Me senté a su lado y tragué saliva.

--¿Qué tomas? –llamó al camarero con un gesto que denotaba su frecuencia en aquel sofisticado ambiente de música y copas.

--Una fanta de naranja.

Hubo una explosión de cachondeo general, porque sus amigos bebían combinaciones de alta graduación alcohólica como si fuese agua. Uno de los chicos parecía el más borracho de todos. El flequillo rubio le resbalaba sobre la frente y tenía los ojos turbios, con el polo de la marca Lacoste, color granate, manchado de cubalibre y ceniza del cigarrillo que se fumaba indolente.

--Dejadlo tranquilo –me defendió, escorado hacia la chica que había junto a él. Miraba descarado dentro de su escote, aunque a ella no parecía importarle demasiado. Era una chica poco atractiva, pero tenía las tetas voluminosas y la falda que vestía dejaba bien a la vista unos muslos muy logrados.

El regocijo ante un muchacho tímido, ataviado con vaqueros y camiseta, que bebía naranjada, era general. Yo les había salvado del aburrimiento, ya tenían diversión para esa tarde: tiro al blanco en contra del charnego, pues todos ellos eran pijos y català de naixement, matriculados en la Universidad Pompeu Fabra, la más elitista de Cataluña.

Las dos chicas presentes cuchicheaban entre sí lanzándome miraditas. El más callado del grupo estaba sentado como un jerarca en el centro del sofá, serio, moreno y atractivo, vestido con chaqueta veraniega, bien peinado, luciendo gafitas de progre universitario y barba de dos días, quizá para conferirse un toque de intelectualidad y madurez. Fumaba sin quitarme ojo, supongo que preguntándose quién era yo y qué narices hacía junto a Montse.

--Así que tú eres el que intenta ser periodista –dijo en tono irónico.

Montserrat hizo las presentaciones. Ignaci Serrat (Nacho, como todos le llamaban) era el mayor y más pijo del grupo. Estudiaba Económicas por afición y Derecho por vocación. Acababa de volver de Londres, donde había pasado el último trimestre cursando un prestigioso MBA, supuestamente orientado a dirigir algún día la próspera industria de su padre, aunque lo cierto es que sólo era la escusa para tomarse unas vacaciones en Inglaterra.

--¿Y en qué Universidad estudias Periodismo? –preguntó al verme tan joven, sin alterar su tono sardónico.

Tragué saliva y me sonrojé, pues Ignaci había dado de lleno en uno de mis peores complejos: no haber podido cursar estudios por falta de dinero.

--En la de Valencia –mentí--, pero ya lo he dejado. No quiero pasarme la vida siendo el eterno estudiante que no acaba nunca la carrera para no tener que ponerse a trabajar –dije con deliberado sarcasmo.

El del flequillo rubio, que se llamaba Daniel, comenzó a troncharse de risa, inclinado hacia la fea de pechos impresionantes y muslos apetecibles. Había dos personas más en el grupo, un chico de cabello rizado y piel acribillada de viruela, llamado Edu. Era el más canijo y permanecía cerca de Ignaci Serrat como su fiel escudero, apostillando cada palabra del otro.

--Dani, estás borracho –regañó Edu al del flequillo rubio y ojos turbios.

--Ya lo sé, pero a mí se me pasa mañana y en cambio tú vas a tener esa cara de queso gruyere toda tu vida –se doblaba de la risa.

La otra chica era Carla y parecía la más joven del grupo. Tenía el cabello moreno y cortado por los hombros. No estaba mal, aunque demasiado plana. Vestía pantalones claros y una blusa color azul marino, lo cual potenciaba su bronceado. No paraba de observar a Montserrat, como preguntándole de dónde me había sacado. Marta se dejaba sobar por Dani, aunque de vez en cuando me miraba con cierto interés. Yo no le quitaba ojo de los muslos.

Montse fumaba un cigarrillo tras otro intentando disimular su creciente incomodidad. Edu se había despreocupado pronto de mí. Dialogaba con Carla sobre algo que no podía oír bien debido al tumulto que reinaba. Escuché a Marta protestar por un comentario que le había hecho Daniel al oído. Carla planeaba con Montse lo que harían el resto del verano. Sólo Ignaci Serrat y yo manteníamos la mirada de los ajedrecistas jugando una tensa partida.

--¿Y en qué trabajas? –preguntó como si moviese ficha.

Montse intervino, posiblemente arrepentida de haberme llamado:

--Investiga un misterio relacionado con Antonio Gaudí.

--Vaya –sonrió Ignaci, ampliando su incredulidad--, ¿y qué misterio puede haber descubierto un periodista sin haber terminado la carrera?

Vi de reojo la mirada suplicante de Montse rogándome no dejarla en ridículo y me lancé al vacío sin pensarlo:

--Investigo la existencia de una vidriera diseñada por Gaudí en Valencia, que podría contener oculta la clave secreta de la masonería.

Lo dije todo de corrido y sin pensar, mezclando lo último que me había contado Rafael Oriol sobre los vitrales modernistas y la obsesión de don Gustavo Saladrich sobre la presunta filiación masónica del arquitecto.

Montserrat sonrió satisfecha y la oí comentar algo con las otras chicas. Daniel parecía más interesado en el secreto masónico que ocultaba Marta entre los muslos, justo debajo de sus bragas.

--¿De verdad? –ironizó Ignaci Serrat, pasando al contraataque--, lo pregunto porque Antonio Gaudí no diseñó ninguna obra en Valencia; eso es algo que cualquier catalán mínimamente informado sabe. Pero claro, tú no eres catalán –añadió mirándome como a una persona deficiente.

De nuevo capté la mirada inquieta de Montserrat. Y entonces me lo jugué todo a una sola carta: extraje la cartera del bolsillo y saqué la vieja fotografía en blanco y negro, como quien extrae un as de la manga.

--Pues te equivocas –dije poniendo la foto sobre la mesa--, porque Gaudí trabajó diseñando el vitral de un escaparate modernista para un comercio textil en Valencia. La tienda cerró hace varios años y la vidriera desapareció, pero yo la he localizado --mentí.

Ignaci carraspeó nervioso, intentando restarle importancia.

--Si te fijas –incidí señalando la imagen--, debajo a la derecha puede distinguirse la firma de Jean Maumejean, el prestigioso vidriero francés que trabajó para Gaudí realizando los vitrales del Palacio Episcopal de Astorga, como todo catalán mínimamente informado debería saber –subrayé.

La ironía se le borró de golpe y me clavó una gélida mirada. Montserrat ya se había colgado en mi brazo, rebosando satisfacción. Yo recogí la foto y me bebí de un trago el resto de la fanta. Jaque mate, sonreí.

 

 

Cuando salimos del club llovía bastante y acompañé a Montse hasta el parking del establecimiento, donde había estacionado su automóvil. Entonces propuso llevarme a casa y yo acepté. Subí a su flamante BMW y arrancó, incorporándose al denso tráfico rodado.

--Me dijiste que no tenías novio –abordé rompiendo el silencio.

--Y no lo tengo.

--He visto cómo te miraba ese Ignaci.

--Nacho no es mi novio.

--Yo diría que lo pretende.

--Quizá –sonrió--. Por cierto, no me habías comentado nada de la clave masónica oculta en esa vidriera de Gaudí, ni a Gustavo tampoco.

--Bueno –vacilé--, será mejor que no lo sepa de momento.

--De acuerdo –sonrió cómplice--, será nuestro secreto.

Ya puestos, creí oportuno indagar:

--Lo que no entiendo es por qué vives con don Gustavo.

--Mis padres murieron hace años y Gustavo ejerce como tutor legal hasta que tenga la edad consignada en el testamento para recibir la herencia que me corresponde. Mientras tanto, él administra los bienes de mi padre.

--Yo vivo en Valencia junto a mi abuela –confesé--, mis padres me dejaron con ella cuando yo era niño y se marcharon.

--¿Adónde?

--No lo sé. Mi abuela no quiso decírmelo cuando yo era demasiado joven para comprenderlo y ahora que ya soy mayor no lo recuerda porque padece una enfermedad degenerativa.

--¿Les echas de menos?

--Ni siquiera los conservo en la memoria. Y eso es lo malo, porque no logro sentir nada por ellos. Para mí es como si fuese huérfano de nacimiento.

Montserrat enfilo hacia la Plaza de la Universidad con el fin acercarme a casa, ya que continuaba lloviendo a cántaros. Cuando llegamos a la zona, estacionó junto al jardín universitario:

--¿Lo has pasado bien? –preguntó, dedicándome una sonrisa.

--No mucho, la verdad, tus amigos no me quitaban ojo, como si fuese un bicho raro. Y además, no me gustan ese tipo de locales, demasiado ruido.

--¿Y qué sitios frecuentas tú?

--Si quieres, puedo enseñarte uno de mis preferidos.

--Vale –amplió la sonrisa.

Montse arrancó de nuevo, dio un volantazo hacia la calle Aribau y aceleró despavorida, provocando un estruendo de pitidos y frenazos.

Poco después circulábamos Avenida Tibidabo arriba, contemplando el resplandor atmosférico que brillaba suspendido por debajo de una densa capa de nubes azul oscuro. Un último coágulo luminoso prendía de reflejos dorados las ventanas más altas en las mansiones ajardinadas y palacetes que flanquean una de las urbanizaciones con más caché de Barcelona.

--Ya hemos llegado –anuncié cuando coronábamos la Plaza del Doctor Andreu, donde culmina la señorial avenida.

Montserrat detuvo el coche junto a la pequeña estación del funicular, cruzamos corriendo la explanada para no mojarnos y entramos a la cafetería Mirablau. Durante la carrera ella se había cogido de mí para no resbalar con los tacones y yo me sentía encantado de percibir la tibieza perfumada de su mano en mi brazo. Dentro flotaba el humo espeso de los cigarrillos. Unas cuantas personas, turistas en su mayoría, novios dedicándose carantoñas, admiraban la visión aérea de la ciudad extendida y ahogada entre telones de lluvia. Flotaba una luz interior como de fondo marino, acentuando la intimidad del ambiente.

--Me gusta tu refugio secreto –convino Montse mientras nos acomodábamos en una de las mesas--, ¿vienes mucho por aquí?

La cafetería Mirablau ofrece una de las perspectivas más hermosas de Barcelona. Su largo mirador acristalado parece colgado del aire. Yo había subido caminando en algunas ocasiones. Me gustaba disfrutar del crepúsculo tomándome un café con leche, hasta que la silueta del Tibidabo lo cubría todo con su tupido manto de sombras, y bajaba reconfortado.

--A veces –contesté--, sobre todo cuando quiero pensar.

Montserrat asintió, de acuerdo con mi predilección hacia los lugares bohemios y solitarios, propios de un investigador periodístico.

Estaba preciosa, con el pelo húmedo de lluvia y los ojos más vivos que nunca. Su iris azulado captaba la débil claridad del cielo envolviéndome con intensidad. Me costaba mucho mantener la calma y no fastidiar la nueva ocasión que me brindaba, porque durante nuestro regreso de Mataró yo había dado muestras de mi torpeza y ahora necesitaba retomar la iniciativa, de lo contrario me arrepentiría durante toda la vida.

 

Cuando llegué a casa era ya media noche, aunque no podía dormir, el beso en la mejilla que me había concedido Montse dentro del coche al despedirnos me tenía sumido en una nube del algodón rosa. Desperté por la mañana, medio sonámbulo. Caía una lluvia fina y persistente. No tenía ganas de ducharme, así que me vestí de cualquier manera, crucé la plaza y eché a caminar pensativo, calle Pelayo abajo. Cuando llegué a las Ramblas los árboles aparecían envueltos en la difusa niebla que lo invadía todo. El otoño llegaba este año con adelanto. Subía del mar una brisa húmeda y salobre, mientras los turistas merodeaban defraudados ante la falta de sol.

Pasé la mañana sentado en un banco del puerto. Conforme ahondaba en la biografía de Antonio Gaudí, su existencia me iba pareciendo cada vez más la de un personaje novelesco que la de una persona real. Años enteros de su existencia permanecían sumidos en la sombra de lo incógnito. La mayor parte de su biografía era un misterio, que a casi nadie le convenía esclarecer. Así podían utilizar su memoria cada uno como le diese la gana. Yo estaba cada vez más convencido de que a Joan Cabré lo habían eliminado por hablar conmigo, por desvelarme que Gaudí practicaba el espiritismo. ¿Pero quién podía ser capaz de matar a un pobre anciano? Quizá los mismos que habían deslizado en mi despacho de la editorial aquel signo rojo trazado en forma de cruz. Un anónimo de advertencia para que no continuase indagando en la vida del arquitecto.

Entonces me decidí. Llamé al teléfono que me había facilitado el señor Saladrich y pedí verle. Inmediatamente, como si no le hubiera sorprendido mi llamada, mejor dicho, como si la estuviese aguardado, me citó en el Hotel Palace, situado en el corazón de la Gran Vía. Cuando llegué frente a la opulenta fachada, el portero, un tipo estirado, vestido de levita negra con entorchados de oro y una chistera en la cabeza, no me quería dejar entrar, escandalizado ante mi aspecto. Pero fue citar al abogado y se apartó inmediatamente, dedicándome una reverencia.

Gustavo Saladrich cumplía con esa costumbre tan francesa de almorzar temprano. A la una y media de la tarde ya estaba en uno de los comedores particulares del hotel, degustando el selecto menú del Palace servido por un camarero uniformado. Nada más entrar en la sala noté de inmediato el aroma de vetiver, irradiándolo todo como una sutil proyección de su personalidad. Hizo un gesto de saludo con la mano izquierda y ofreció:

--Adelante, ¿quieres almorzar?

--No, gracias.

--Pues tómate una copa de vino.

--Es que no bebo  –le recordé.

--Para todo hay una primera vez –sonrió.

Yo me había quedado de pie, mirando cohibido aquel entorno de lujo. El comedor privado era una estancia con dos altos ventanales encortinados de terciopelo púrpura y abiertos a un jardín interior, húmedo de lluvia. Muebles de aspecto señorial, butacas forradas de raso carmesí, litografías enmarcadas y dos lámparas de latón macizo con pantalla de pergamino que propagaban su luz nacarada como un oro líquido sobredorando el majestuoso ambiente.

--Dime, ¿qué ibas a contarme? –inquirió mientras manejaba con soltura los cubiertos de plata, repujada con el emblema del Palace.

Me descolgué la mochila del hombro y lo primero que hice fue sacar el folio anónimo con el signo cruciforme trazado en rojo muy oscuro.

--No le molestaré mucho –me acerqué a la mesa y lo dejé desplegado junto a la botella de vino--, quería saber si conoce usted lo que significa esta marca dibujada en tinta roja.

El abogado miró hacia el papel aparentando indiferencia para ocultar la fuerte impresión que le había producido ver aquello cerca de su magnífico Château Lafite gran reserva. Dejó los cubiertos cruzados encima del plato, tomó la copa de vino, tan rojo como la cruz que figuraba impresa en el folio, y le dio un sorbo. Luego carraspeó, limpiándose la comisura con la impoluta servilleta, bordada en hilo de oro con el emblema del hotel.

--Eso es la Cruz de San Jorge –contestó.

--¿Y qué significa? –insistí.

--Fue la divisa de una organización terrorista clandestina creada por los jesuitas y el marqués de Comillas para combatir al anarquismo y la masonería.

--Pero supongo que ya no existe –repliqué.

--Claro que no, hablo de principios de siglo.

--Entonces, ¿qué hacía este símbolo sobre mi mesa de trabajo? –inquirí, mostrándole abiertamente mi sospecha.

El abogado hizo un gesto hacia el sirviente, que se acercó ceremonioso.

--Retírate, Simón –ordenó--, yo mismo me serviré el café.

Cuando el camarero hubo salido de la sala, don Gustavo Saladrich cogió una jarra de porcelana y me ofreció café. Yo negué con la cabeza, indicando así que aún aguardaba su respuesta. El abogado vertió en su taza un aromático chorro, sacó un habano Cohíba que portaba en el bolsillo de su americana de lino color crudo y se arrellanó en la butaca, prendiendo el costoso cigarro con un fósforo de madera.

--Me resulta muy chocante que te atrevas a venir con exigencias informativas cuando tú has incumplido tu parte del trato.

Recibí boquiabierto su inesperado reproche:

--¿Yo?, pero si se lo he contado todo.

--Falso –don Gustavo me apuntó con el habano como si fuese un arma ofensiva--, por ejemplo, me ocultaste lo de la clave masónica en esa vidriera.

Tenía razón: aunque Saladrich me hubiese fascinado desde un principio, siempre tuve la sospecha de que no podía confiar en él. Por eso, a pesar de regalarme la ostentosa pluma estilográfica, yo le había ocultado los últimos datos averiguados por Rafael Oriol sobre la hipotética vidriera modernista diseñada por Antonio Gaudí en Valencia.

El abogado depositó cuidadosamente su Cohíba en el cenicero y luego se levantó. Fue hasta a una vitrina de caoba que figuraba en un rincón del comedor, eligió una frasca de vidrio y dos copas de brandy, volvió junto a la mesa, me puso una copa delante y escanció una pequeña porción de licor.

--Es Conde de Garvey, el mejor coñac del mundo. Hazme caso y toma un poco –me guiñó el ojo--, sospecho que hoy vas a necesitarlo.

Don Gustavo se sirvió a sí mismo una generosa ración y luego volvió a sentarse. Alzó ligeramente la copa con ademán de brindis y tomó un trago, se arrellanó de nuevo en la butaca y cruzó las piernas, mientras disfrutaba divertido con mi asombrado estupor.

--¿Qué pretende usted de mí? –pregunté yo, todavía de pie.

--Ya te lo dije: quiero ayudarte a triunfar en tu cometido periodístico. Es lo que acordamos desde un principio. Quid pro quo –añadió en latín--, lo cual significa que yo te ayudo y tú me ayudas.

Ya lo decía Caty, pensé, nadie da duros a cuatro pesetas.

--Empiezo a sospechar que su ayuda tiene un precio –dije.

--Todo en esta vida lo tiene –sonrió--, pero si obras con inteligencia saldrás para siempre del anonimato y la penuria en la que vives.

Me ruboricé, pues había dado de lleno en uno de mis complejos.

--A los dos nos interesa lo mismo: hacer que fracase la beatificación del arquitecto. Tú obtendrás un sonado triunfo periodístico y yo cumpliré mi cometido profesional. Qué importa el cómo, lo que cuenta es el por qué.

--¿Y qué pasa si hacen santo a Gaudí? Porque yo no veo cuál es el problema de que lo terminen beatificando.

Dejó la copa sobre la mesa y me miró con repentina severidad:

--Te diré cuál es el problema –señaló hacia el folio, que seguía sobre la mesa, junto a la botella de vino--, esa marca no ha sido dibujada con tinta roja, tal como tú has dicho, sino con sangre.

--¿Cómo?

--Has recibido un anónimo de advertencia. Y es un mensaje mortal.

--¿Está de broma?

--Yo nunca bromeo.

--¿Pero por qué?

--Ya te lo dije: la Sagrada Familia fue ideada por Antonio Gaudí utilizando la fórmula geométrica de la masonería. La Cofradía siempre lo ha negado, porque lo cierto es que nadie ha podido encontrar una sola prueba documental sobre la filiación masónica del arquitecto. Por eso, si alguien lo demostrase con datos, anularía el proceso canónico para santificarlo, porque la Iglesia Católica no puede beatificar a un masón.

Recordé lo que me había dicho Montserrat en Mataró y pregunté:

--¿A qué fórmula se refiere?

--Con ella, los egipcios alzaron las pirámides, Persia construyó la Torre de Babel, Grecia edificó el Partenón, Judea la usó para construir el Templo de Salomón y durante la Edad Media fue utilizada por las cofradías de constructores (masones) para levantar las catedrales góticas de toda Europa, pues lo que intenta la masonería es infiltrarse dentro de la Iglesia para cambiar el culto Católico por el suyo propio, sustituir a Dios por lo que llaman el Gran Arquitecto del Universo. Gaudí encontró la fórmula masónica de joven, durante una incursión a las ruinas del monasterio de Santa María de Poblet, situado en la provincia de Tarragona, muy cerca de donde residía siendo niño.

--¿Qué hacía la formula masónica en un monasterio católico?

--Casi nadie lo sabe, pero desde 1731 Poblet alberga el sepulcro del duque inglés Philipe Wharton, fallecido en ese lugar. Cuando Antonio Gaudí lo visitó, el monasterio y las tumbas de los condes catalanes que contenía en su interior habían sido saqueadas durante las revueltas anticlericales que asolaron el siglo XIX y los restos de los difuntos figuraban esparcidos por el suelo. Gaudí entró al recinto junto a dos amigos de la infancia, quizá para buscar tesoros escondidos, como mucho antes habían hecho los que profanaron las tumbas. Fue durante aquella incursión cuando el joven Gaudí encontró en el sepulcro de Wharton la fórmula que utilizaban los constructores medievales.

--¿Qué hacía la formula masónica en la tumba de un duque inglés?

--Philipe Wharton era uno de los principales dirigentes mundiales de la masonería, por tanto no es raro que poseyese aquel secreto en su poder. Quizá los monjes no conocían su filiación masónica. El duque se hallaba en el monasterio de Poblet convaleciente por causa de una enfermedad que le sobrevino mientras viajaba de paso por aquellos parajes. Después de agonizar durante un tiempo, murió en una de las celdas del convento y los monjes lo sepultaron allí mismo, con todo su equipaje. Ignoro si sabían que aquel aristócrata inglés había fundado pocos años antes la primera logia masónica española, denominada Las tres Flores de Lys.

Debí poner cara de incredulidad, porque a continuación añadió:

--La tumba de Wharton sigue dentro de Poblet, cualquiera puede verla. Está en el exterior del ábside, bajo de una losa de piedra con su nombre.

--¿Y la Iglesia lo sabe?

--Franco, que odiaba la masonería con toda su alma, ordenó en 1952 que desenterrasen los restos mortales y sacasen al duque del recinto sagrado, pero los monjes no le hicieron caso y allí continúa sepultado –tomó un sorbo de brandy antes de continuar--. El hallazgo de la fórmula masónica oculta en la tumba del duque supuso un hito trascendental para Gaudí, pues aquel episodio juvenil fue probablemente lo que le orientó a estudiar la carrera de arquitecto.

--¿Qué hizo con la fórmula?

--Imagino que durante toda su vida custodió el secreto celosamente, hasta que un día decidió utilizarlo en la Sagrada Familia, emulando con ello a los constructores de las grandes catedrales góticas.

 

Un cielo de tormenta relampagueaba intermitente sobre los ventanales que daban a la Gran Vía de la Cortes Catalanas, anegada de tráfico en ambas direcciones. No lejos de allí, frente al número 693, a primeros de junio de 1927, Antonio Gaudí resultó atropellado por un tranvía cuando bajaba desde la Sagrada Familia por la calle Bailén hacia el templo de San Felipe Neri. Pero ahora yo no estaba seguro de que aquello hubiese sido un accidente.

--¿Por eso quiere usted impedir la beatificación? –pregunté.

--Mira, personalmente no me identifico ni con los que desean sacralizarle ni con los que intentan demonizarle. Creo que Gaudí no era mejor o peor que cualquier otra persona. Pero la obsesión por beatificarlo esconde una maniobra interesada: la Generalitat de Cataluña y el Arzobispado de Barcelona, por medio de La Cofradía, intentan convertirlo en un icono político y religioso para promover su nacionalismo catalanista y conservador en beneficio propio.

--Pero eso no desmerece la genialidad del arquitecto. Yo no veo nada malo en que pueda ser venerado por su mérito humano y profesional, aparte de sus ideas políticas y religiosas.

Don Gustavo depositó el habano en el cenicero y sacudió la cabeza:

--Por si no lo sabías, Antonio Gaudí fue un soberbio y un orgulloso, le faltó humildad y le sobró egoísmo para ser un ejemplo de virtud y santidad. No puede ser elevado a los altares únicamente por su empeño en construir un templo tan ambicioso que murió antes de verlo acabado.

De pronto levanté la cabeza y la vi. Montserrat había hecho su aparición estelar. Llegaba deslumbrante, con un vestido ajustado de color amatista que resaltaba su cuerpo de muchacha en flor. Caminó hacia el centro de la sala oscilando la melena pelirroja, tomó asiento y cruzó las piernas con maestría profesional. A través del corte lateral del vestido se le veían los muslos ceñidos por un liguero de seda negra. Cogí la copa de coñac y me la bebí de un trago.

--Bien –dijo el abogado, incorporándose--, yo he de marcharme, debo atender a un cliente. Os dejo solos, porque seguro que tenéis mucho por hablar –sonrió--, mientras tanto te pido que reflexiones lo que acabo de comentarte y tomes la decisión que más convenga para tu futuro.

Miró hacia Montse, como indicándome cuál sería el trofeo si colaboraba con él, y salió del comedor enarbolando su habano.

Cuando se hubo marchado, Montserrat descruzó las piernas, abandonó la butaca y se aproximó hacia mí contoneando las caderas. Caminaba felina sobre sus zapatos de vertiginoso tacón. Traía los labios de un rojo fuego que apabullaba. Lo que yo hubiese dado por arder en esa boca. Entonces, como si me hubiese leído el pensamiento, se inclinó y me rozó la mejilla con aquellos pétalos de planta carnívora.

--Ven conmigo –dijo, tomándome de la mano.

Tragué saliva y la seguí sumiso como un perrito faldero. Recorrimos un pasillo solitario, iluminado cálidamente por apliques dorados de latón. Del pequeño bolsito que portaba sacó una tarjeta magnética y abrió la puerta frente a la que nos habíamos detenido. El cuarto en cuestión era una sala de dimensiones imperiales, con una cama que parecía el trono de un faraón; aquello era, por lo menos, la suite nupcial. Alfombras persas, flores por todas partes. De un cubo metálico grabado con el emblema del Palace sobresalía una carísima botella de champaña Möet enfriándose sobre un lecho de hielo picado, junto a dos copas de brillo diamantino.

Flotaba una luminosidad dorada y sutil, emitida desde la única lámpara encendida con el fin de acentuar la intimidad. Montse comenzó a desvestirse. Yo tenía la boca seca y sufría palpitaciones. El vestido cayó a sus pies y contemplé atragantado la elegante ropa interior de color negro que ceñía su cuerpo perfecto. Me miraba insinuante, como aguardando a que tomase la iniciativa, pero yo seguía paralizado por la emoción y la sorpresa. Entonces dio un paso hacia mí, dejando el vestido en el suelo, como un alma yerta, y musitó:

--Soy toda tuya –rodeándome con sus brazos--, te lo has ganado.

Tragué saliva de nuevo, preguntándome si estaba soñando. Alargué las manos y la tomé vacilante por la cintura, procurando no temblar ni parecer un pobre inexperto en semejantes lances. Entonces me dio un empujón y caí contra la enorme cama. Se había soltado los ligueros de seda negra y comenzó a deslizarse las medias morbosamente, mientras yo contemplaba embobado aquellas piernas interminables y bellísimas.

--¿Vas a compartir conmigo tu secreto? –preguntó sinuosa.

Yo asentí maquinalmente, volviendo a tragar saliva. Ni siquiera sabía de qué secreto hablaba, pero en aquel momento habría firmado a ciegas mi propia sentencia de muerte si me lo hubiese pedido. Estaba tan excitado que no podía pensar con claridad. Se arrodilló sobre la elegante colcha de la cama y susurró, maniobrando para quitarme los pantalones:

--Voy a dártelo todo, pero antes quiero que me digas dónde has encontrado esa obra inédita diseñada por Antonio Gaudí. A mí puedes contármelo, somos compañeros de investigación, ¿recuerdas?

Fue como si me hubiesen dado un latigazo en pleno rostro. Y entonces lo comprendí: a don Gustavo Saladrich le importaba un bledo la beatificación del arquitecto, lo que buscaba era la fórmula geométrica que utilizó Gaudí para construir la Sagrada Familia, el secreto masónico presuntamente hallado en una tumba del monasterio de Poblet. Miré a Montserrat desalentado, sabiendo que si confesaba la verdad la perdería para siempre.

--Lo siento –admití--, no sé a qué obra inédita te refieres.

--Hablaste con Ignaci sobre una clave masónica oculta en una vidriera diseñada por Antonio Gaudí en Valencia –insistió ella--, tienes una foto.

Cómo decirle que todo aquello sólo era un entretenimiento documental ideado junto a Rafael Oriol para jugar a detectives históricos.

--No hay ninguna clave masónica –confesé--, me lo he inventado todo.

Montse saltó hacia un lado como impelida por una descarga eléctrica:

--¡¿Me has estado engañando?! –clamó furiosa--. Dijiste que la vidriera de lo foto contenía la clave oculta de la masonería, y que conoces el paradero.

Me quedé atónito, mirándola con espanto.

--Espera un momento, yo no te dije que...

--¡Sal de aquí ahora mismo, farsante!

--Montse, por favor, escucha...

--¡Te has burlado de mí delante de mi tutor y de mis amigos!

Bajé la cabeza, bajándome de la cama como un rey destronado. Montserrat había idealizado la situación imaginando que íbamos a descubrir juntos el misterio histórico que ocultaba la figura de Antonio Gaudí.

--Me das pena –deploraba Montse, todavía medio desnuda--, no eres más que un pobre fracasado. Vete, no quiero volver a verte nunca más.

 

 

Llovía con fuerza cuando dejé aquella jaula de oro. El fondo de la Gran Vía brillaba desenfocado en un relumbro de luces turbias y perspectivas emborronadas. O puede que fuese la copa de brandy, que se me había subido a la cabeza. Comencé a caminar bajo la borrasca, pensando con amargura en lo acontecido. Montse arrojándome del paraíso por no haber comido de la fruta prohibida. Durante la noche no pude dormir pensando en ella y en su cuerpo perfecto, era lo más hermoso que yo jamás había tenido entre mis manos.

Al día siguiente amaneció un día lluvioso y gris, como una extensión meteorológica de mi corazón apesadumbrado. Para colmo, Caty me llamó temprano:

--Tu abuela está peor –la oí decir con voz preocupada--, he tenido que ingresarla en la clínica donde trabajo. Tienes que venir cuanto antes.

Le di las gracias y prometí que iría el sábado.

Nada más entrar en la editorial noté que algo extraño había sucedido durante mi ausencia. El pequeño despacho estaba limpio, incluso demasiado, como si alguien hubiese puesto en orden aquel caos de textos por corregir, que yo tenía bastante abandonado. Entonces apareció Rafael Oriol, mirándome por encima de las gafas.

--¿Desayunamos? –propuse--, tengo algunas cosas que contarte.

--Me has decepcionado –dijo con el rostro ensombrecido.

--¿A ti también? –sonreí de mala gana.

--La editora jefe se ha enterado y creo que van a echarte.

Me quedé mirándolo sin saber muy bien a qué se refería.

--¿Pero de qué narices hablas?

--Dicen que has estado cargando gastos personales a la empresa y que has ido por ahí fingiendo ser periodista para obtener información privilegiada.

--¿Creí que tú estabas de acuerdo?

--Yo nunca te dije que mintieras, lo que has hecho no es ético.

Sonó el teléfono sobre mi mesa. Era la chica de la centralita.

--Te llama Lavinia Mengual –su voz sonaba triunfante, siempre le había caído gordo y ahora se desquitaba--, date prisa.

Rafael Oriol me miraba entristecido. Yo no sabía qué decir. De repente lo perdía todo, su amistad, el trabajo, el amor de mi vida. Y ahora tendría que volver a Valencia con el rabo entre las piernas para casarme con mi novia sin más aplazamiento. Adiós a mi sueño de juventud. Cogí la mochila, me la colgué del hombro y me dirigí cabizbajo hacia el despacho de la editora.

Poco después ya estaba en la calle con el finiquito laboral en el bolsillo: despido fulminante por presentarme a la oferta de trabajo con un currículo falseado, por incumplir la tarea convenida, por cargar desplazamientos urbanos a nombre de la empresa y sobre todo por suplantación de identidad. No tuve ganas ni siquiera para despedirme del documentalista. Fui al piso, preparé mi equipaje y compré un billete para el primer tren con destino hacia Valencia.