Me llamo Jaime, aunque todos me llaman Chaume, al modo de pronunciar valenciano, remarcando mucho la che. Desde niño siempre quise dedicarme a escribir, y ahora comprendo la motivación embrionaria de mi deseo. Culpables en parte fueron las obras del aclamado escritor Vicente Blasco Ibáñez, que yo tuve a mi alcance desde niño en casa de mi abuela, como en todos los hogares valencianos.

Mi abuela era una mujer bastante mayor, aquejada de múltiples achaques, con la mente perdida en los laberintos de su memoria, pues había comenzado a fallarle la cabeza y a veces ni recordaba quién era. Caminaba con mucha dificultad soportando el dolor del reumatismo sin quejarse, mientras yo le servía de lazarillo en sus paseos, cada vez más cortos por la ciudad. De mis padres, lo único que sabía era que se marcharon cuando no había cumplido ni un año, por eso ni les recordaba. Pasé los primeros años de la infancia soñando con que regresasen algún día para llevarme con ellos, pero conforme fui creciendo dejé de soñar y me acostumbré a que todos me llamasen huérfano sin importarme demasiado.

Mi territorio de juegos era la villa estilo neoclásico, similar a un templo griego, que había sido la última residencia de Blasco Ibáñez en Valencia. La casa, ruinosa y abandonada desde hace muchos años, permanecía erguida en la playa de la Malvarrosa, cercada por el muro de un jardín poblado por estatuas mitológicas, la mayoría decapitadas y ahogada por penachos de hiedra polvorienta. Dentro pasaba yo los días, rebuscando entre la cantidad de libros y papelotes diseminados por toda la villa, contemplando el mar desde la gran terraza, presidida por una gran mesa de mármol con las patas cinceladas en forma de un animal mitológico llamado grifo. Fue allí, entre aquellos libros y cartapacios olvidados, donde un día encontré una novela titulada El Hijo del Dragón.

Mi abuela y yo vivíamos modestamente, tan sólo con su exigua pensión, por eso, cuando tuve la edad, no pude ir a la Universidad, como yo hubiera deseado. Un día encontré un anuncio en un periódico catalán donde se requería corrector de pruebas para una conocida editorial de Barcelona. Como yo colaboraba con algunas pequeñas revistas de Valencia redactando críticas de cine (así entraba gratis a las películas), me atreví a mandar mi currículo, dándomelas de periodista cultural. Tenía ganas de salir y ver mundo, pero siempre me frenaba el estado de mi abuela, cada vez más achacosa.

También tenía miedo a vivir solo y lejos de casa. Imagino que influía en ello la falta de unos padres que me hubiesen inculcado desde niño la suficiente autoestima. Para mi sorpresa, pronto recibí contestación favorable. Mi perfil encajaba en sus pretensiones y aceptaban contratarme durante un período de prueba de tres meses. Caty, mi novia desde los años del colegio, lloró lo suyo al enterarse de que me marchaba, como si me fuese a la guerra.

--Volveré pronto –aduje restándole importancia--, sólo es un contrato temporal para los meses de verano.

Mi abuela tampoco estaba de acuerdo en dejarme ir, aunque consintió sin oponer demasiada resistencia, pues ya he dicho que cobraba muy poco de su pensión y necesitábamos el dinero. Así que reuní lo más necesario en mi mochila estudiantil y me despedí de ambos, aunque mi novia no quiso acompañarme a la estación para mostrar su desacuerdo. Compré un billete de Talgo y partí hacia Barcelona en pos de mi ventura.

 

 

 

 

***

 

Un amplio espacio sin tabiques y poblado de mesas funcionales, cada una con su correspondiente ordenador encima, conformaban el espacio de la empresa editorial que me ofrecía el primer empleo serio de mi vida. Las oficinas ocupaban toda una planta de un edifico situado en el Ensanche. Así que allí estaba yo, con mi antigua mochila estudiantil colgada del hombro, aguardando a que viniese alguien para explicarme cuál sería mi cometido. No había casi nadie porque todavía era temprano. De pronto, escuché un vigoroso taconeo aproximándose. Una mujer alta y enérgica cruzó el espacio sorteando las mesas y frenó delante de mí:

--¿Eres el nuevo?

Asentí poniéndome de pie, intimidado por su altura y su atractivo. La mujer vestía blusa clara con lazo azul oscuro y falda del mismo color, muy ajustada, ciñendo y acentuándole las caderas. Calzaba unos zapatos negros de tacón, la melena muy rubia y las uñas esculpidas. Tendría unos treinta y cinco años y parecía dotada con esa energía felina de las mujeres que pelean por destacar en el machista mundo profesional.

--Acompáñame –ordenó.

Se dio la vuelta y cruzamos la redacción a paso veloz. Yo la seguía por detrás, con la vista clavada en su trasero. Dobló por un recodo y accedimos a un pequeño cuartucho al fondo de un pasillo sin iluminar. Junto a una pared figuraba la típica estantería metálica de color gris, abarrotada de archivadores, cajas de cartón llenas con abultados montones de folios encuadernados. En el centro había una pesada mesa también gris y metálica donde reposaba el teléfono y un ordenador apagado. Por la ventana podían verse las copas de los árboles de las aceras y los bulevares.

--Tu despacho –informó.

Más que despacho, a mí aquello me parecía un cuarto trastero.

--Nuestro corrector habitual acaba de marcharse de vacaciones y tenemos urgencia en revisar cuanto antes las obras que consideremos publicar para el otoño. ¿Has trabajado en algún cometido similar?

Me cogió desprevenido y vacilé.

--Bueno –mentí a ver si colaba--, soy crítico de cine.

--O sea, un pardillo sin experiencia –por lo visto no había colado--, pero el trabajo nos urge bastante y creo que sólo nos ha llegado tu currículo –suspiró resignada--, por tanto tendremos que conformarnos con lo que hay.

--Eso parece –sonreí casi pidiendo perdón.

--Bien, voy a explicarte tu cometido. Atiende, que no pienso repetirlo.

Saqué de la mochila el cuaderno y el bolígrafo de plástico que había comprado de camino en un comercio del barrio. Tomé nota de todo y cuando ya se marchaba moviendo su electrizante trasero, se detuvo en el umbral y sacudió la melena como si fuese una popular actriz de cine:

--Por cierto, soy Lavinia Mengual, directora editorial. Bienvenido a bordo.

Dejé la mochila en el suelo y me senté, ansioso ante la cantidad de textos que reposaban sobre la bandeja de junto al ordenador. Mientras lo ponía en marcha entró sin llamar un tipo maduro, corpulento y desgarbado, enjugándose la cara con un pañuelo de papel. Vestía camisa estampada con palmeras tropicales, combinada con una chillona corbata de papagayos, que le colgaba mal anudada como si llevase al cuello una serpiente muerta.

--¡Hola! –saludó jovial--, tú eres el nuevo informático, ¿verdad? –pero antes de que me diera tiempo a contestar hizo una bola con el pañuelo humedecido de sudor, lo lanzó a la papelera de acero inoxidable que había junto a la mesa y añadió resoplando--, menudo bochorno. ¿Te has dado cuenta de la paradoja?

--Pues no –confesé perplejo.

--Trabajamos en uno de los mayores grupos mediáticos del país del país y nos ponen al mínimo el aire acondicionado. ¿Puede haber mayor muestra de tacañería que la de ahorrar electricidad matando a los empleados de calor? –se acercó y me tendió una mano sudorosa:

--Me llamo Rafael Oriol.

--¿Trabajas aquí? –pregunté, receloso ante su informal indumentaria.

--Soy documentalista.

El ordenador se había iniciado por fin y yo cogí de la mesa el primer texto informativo para teclear y subir a la web.

--En fin, te dejo con lo tuyo, que ya tienes bastante –me dedicó un ademán como despedida y salió--, si necesitas algo dímelo, estaré por aquí.

 

 

A media mañana, mientras formalizaba el contrato, el administrador me dijo que al venir yo desde Valencia, si lo deseaba, podía gestionarme una residencia temporal sin coste alguno. Acepté muy contento, porque si hubiese tenido que tomar habitación en un hotel, por modesto que fuese, me habría gastado el poco sueldo que me daban. El administrador me hizo entrega de las llaves y una dirección. Cuando salí del trabajo me acerqué dando un largo paseo. Barcelona es mucho más grande que Valencia y me impresionó.

El piso estaba en lo más alto de un antiguo inmueble con siete plantas, ubicado en el 583 de Gran Vía de las Cortes Catalanas, esquina con la calle Aribau y la Plaza de la Universidad. Subí a pie porque no funcionaba el ascensor. Al llegar al oscuro rellano comprobé que no había bombilla. En fin –me dije--, a caballo regalado... Costó abrir la puerta, casi solidificada contra el marco a causa una densa capa de polvo. Allí no había entrado nadie por lo menos en medio siglo. El umbral daba paso a un recibidor ahogado en tinieblas y telarañas pendiendo del techo y los rincones. Busqué a tientas el interruptor de la electricidad y lo pulsé. La luz parpadeó en las bombillas y alumbró el sombrío ambiente con un aura de velatorio. El interior presentaba un lamentable aspecto, sembrado de suciedad y manchado de humedades.

Era un piso muy amplio, de techos altos y decoración antigua. Todo el moblaje aparecía cubierto con sábanas blancas apolilladas. Tras el recibidor se abría un pasillo cavernoso que comunicaba con las habitaciones y desembocaba en una galería llena de plantas muertas en tiestos reventados. La instalación eléctrica era tan vieja que la luz fallaba de vez en cuando, amenazando con dejarme a oscuras. En la cocina, los grifos trepidaban y gruñían como almas en pena regurgitando agua pestilente al abrirlos.

Me limité a limpiar un poco las dos habitaciones que utilizaría durante mi estancia provisional. Habilité un dormitorio profundo, presidido por una enorme cama de metal forjado. Quité la sábana de algunos muebles y me acomodé lo mejor que pude. Lo peor era el cuarto de baño, una estancia grande, alta y correntosa, con los azulejos grasientos de mugre; una bañera jurásica, el inodoro maloliente y la grifería chorreando herrumbre de color verdoso.

Estaba tan cansado que ni cené (no había tenido tiempo de hacer la compra), y me quedé dormido de inmediato. No sé qué hora sería cuando me despertó el sonido de la lluvia golpeando contra los cristales. La típica tormenta de verano, violenta y traicionera. Desvelado, dejé la cama y me acerqué a la ventana. Desde allí arriba podía ver la Plaza de la Universidad, con el histórico edificio enmohecido de siglos y emergiendo sobre la vegetación del jardín que lo rodea. Estaba contemplando el reflejo de mi rostro en el vidrio lavado por la lluvia cuando comenzó a relampaguear. La tormenta prendía el cielo de fogonazos como un ataque aéreo. Sonó un trueno fortísimo, retumbaron los cristales, el alumbrado bizqueó y se apagó de improviso. Abrí la manivela de la ventana y me asomé al balcón. El agua bajaba por la calle Aribau desde los barrios altos, baldeándola de suciedad.

Entonces fue cuando lo vi. Allí abajo, emboscado entre la sombra de los árboles, podía distinguirse una presencia humana soportando la lluvia como si no le importara mojarse. Yo estaba preguntándome quién sería, cuando la sombra levantó la cabeza y pude ver dos ascuas de fuego clavándome la mirada. O tal vez sólo era el reflejo del alumbrado urbano en las lentes de unas gafas. Una brisa gélida penetró por algún lado elevando el sudario de los visillos. Retrocedí confuso ante lo que había visto y en ese instante regresó la electricidad, disolviendo la penumbra igual que un mal sueño.

 

 

Desperté al día siguiente hambriento y confuso. Aparté la cortina y me asomé al balcón bizqueando deslumbrado. Todavía era temprano pero hacía mucho calor. La Plaza de la Universidad era un trajín de gente cruzándola en todas direcciones, turistas madrugadores consultando en sus guías todo lo que les quedaba por ver antes de marcharse de Barcelona. La calle húmeda de lluvia me recordó la tormenta nocturna. No encontré ni rastro de la presencia que me había parecido distinguir entre los árboles. Un mendigo, supuse.

Me colgué la mochila del hombro y bajé trotando por la semioscuridad que reinaba en las escaleras, porque algunos rellanos carecían de bombilla. Cuando llegué al edificio del grupo editorial encontré al documentalista junto a la máquina del café, charlando animadamente con dos de las empleadas. Antes de dirigirme a mi cuartucho de trabajo le dije que a lo mejor necesitaba su ayuda y al instante vi cómo le relucía el rostro de satisfacción. Imaginé que nadie contaba con él desde hacía tiempo. Era el típico archivero relegado por Internet.

Rafael Oriol portaba gafas de montura redonda y cristales de alta graduación. Se dejaba crecer una bien recortada perilla, que clareaba ya con algunas canas prematuras. Había sido periodista de investigación, aquellos de la vieja escuela. Más tarde supe que su carrera quedó truncada cuando se atrevió a publicar en el periódico perteneciente a la misma empresa editorial un reportaje desvelando los negocios turbios y las cuentas en Suiza de un importante político nacionalista. El aludido pidió su cabeza por entrometido y el presidente del grupo mediático degradó a Rafael Oriol por apaciguar al político. Reconvertido en documentalista ocasional, Oriol se aburría mortalmente, como si a un tigre de Bengala le obligas a trabajar en un circo.

De camino al trabajo se me había ocurrido consultarle sobre cierta foto en blanco y negro que yo había encontrado de niño escondida en algún cajón de casa. No sabría decir por qué, pero aquella imagen era para mí como un talismán y siempre la llevaba encima, metida en la mochila. Fuimos hacia mi cuchitril y cerré la puerta para que nadie nos oyese:

--Tú que lo sabes todo –elogié tendiéndole la foto--, ¿qué opinas de lo que aparece aquí?

Oriol alargó las manos y la examinó durante unos instantes.

--Vaya, qué curioso –murmuró arqueando una ceja--, está bastante deteriorada, pero... Ahora vuelvo –dejó la fotografía sobre la mesa y salió. Yo me quedé plantado, preguntándome qué le habría parecido tan curioso. Regresó al cabo de unos minutos con una lupa de buen tamaño.

--¿Dónde fue tomada? –preguntó, enfocando la foto con la lente.

--Pues en Valencia, supongo; de allí vengo yo –aclaré.

Rafael se centró de nuevo en la imagen.

--Menudo hallazgo, chico...

--¿Por qué lo dices?

--Observa esta pequeña señal de aquí abajo –me tendió la lupa.

--No distingo nada –dije.

--Una J y una M.

--¿Qué significa?

--Es una firma, y yo diría que la de Jean Maumejean, el prestigioso fabricante francés de vidrieras, considerado como uno de los grandes artesanos del modernismo y el art nouveau, los estilos arquitectónicos y decorativos más difundidos durante finales del siglo XIX y principios del XX.

--Bueno, ¿y eso qué tiene de particular?

--Maumejean realizó unos cuantos vitrales en España, principalmente por San Sebastián y Madrid. No estoy seguro, pero creo que también trabajó para el arquitecto Antonio Gaudí. Esto podría ser un hallazgo histórico.

--¿Por qué?

--Imagínate, una obra diseñada por Gaudí en Valencia.

--¿Y eso es tan importante?

Oriol pasó por alto la pregunta y llamó mi atención sobre otra zona de la imagen señalando con su bolígrafo:

--Date cuenta: en el vitral se refleja invertido el rótulo luminoso que hay encima. Podría ser una pista para verificar dónde fue tomada la fotografía.

--¿Qué pone?

Acercó la lupa y observó con detalle durante unos instantes.

--Como la imagen fue captada por la noche y está muy vieja, se ve bastante borroso, pero yo diría que pone Novedades Oltra.

--No me suena de nada.

--Si me la dejas para que la estudie con detalle quizá pueda decirte algo más concreto. Me gustaría consultar algún manual sobre vitrales modernistas.

--Vale –accedí--, pero no me la pierdas.

 

 

Fue tras aquella conversación cuando sentí curiosidad por contemplar la Sagrada Familia, el edificio más emblemático de Antonio Gaudí. Como necesitaba despejarme un poco tras haber pasado toda la mañana corrigiendo textos, me acerqué a la catedral adentrándome hacia el corazón del Ensanche. Hacía un día bochornoso, con el cielo abrumado de nubes plomizas que amenazaban tormenta. El monumento, uno de los más visitados del mundo, hervía tomado al asalto por grupos de turistas, principalmente orientales, a los que nadie sabe por qué motivo fascina tanto la obra del insigne arquitecto catalán. Pagué a regañadientes los casi diez euros que me costó la entrada y accedí al interior.

Primero visité la cripta, luego la enorme nave principal entre un caos de andamios, materiales de construcción, máquinas elevadoras, herramientas de todo tipo y operarios trabajando a destajo, junto oleadas de visitantes haciendo fotos a todo lo que se tropezaban por delante, incluso a los albañiles. Hube de guardar turno durante media hora para poder entrar en el ascensor que sube hasta las torres, pagando dos euros más. El ascensor te deja en la pasarela de piedra que comunica los campanarios a la mitad de su altura. Lo que más me gustó fueron las escaleras en espiral que discurren por su interior. Subir es toda una experiencia, pero hay que tomarlo con paciencia para no marearse.

A mitad del ascenso el sol abrió un claro entre las nubes y los haces penetraron como espadas de luz por las troneras de la torre, iluminando mi fatigoso trayecto hacia la cima. Subía envuelto en la penumbra de aquellas piedras oscurecidas por el paso del tiempo y la intemperie. Me tomaba un descanso cada vez que alcanzaba uno de los pequeños miradores abocados a la vertiginosa visión de la ciudad extendida por debajo. El campanario iba estrechándose como un cono cuanto más cerca de la cima. La mañana continuaba muy nublada, el último trecho hasta lo más alto de la torre carecía de troneras al exterior y lo ascendí casi a oscuras.

Los ocho campanarios cilíndricos de la Sagrada Familia culminan cada uno rematados en un airoso pináculo policromado en cristal de Murano. En su interior, Antonio Gaudí tenía previsto sujetar unas formidables campanas tubulares colgando a plomo por el hueco de las escaleras de caracol. Aquellas campanas debían sonar movidas por el viento que penetra en las torres a través de las troneras, actuando como resonadores naturales con cada cambio de aire. Así lo indicaba el folleto que me habían dado en la entrada.

Descendí entusiasmado por la experiencia y antes de abandonar el templo entré a la tienda de souvenirs que hay en la planta baja para llevarme un recuerdo de la visita. Compré para mi abuela una figura de la Sagrada Familia moldeada en terracota esmaltada. Y para mí dos libritos dedicados a las obras de Antonio Gaudí, junto a una biografía oficial del arquitecto.

Cuando regresé a mi despacho, en lugar de continuar con el trabajo, el resto del día lo pasé revisando aquel material gráfico y documental. Era cierto lo que había mencionado Rafael Oriol al contemplar mi vieja fotografía: por ningún lado se mencionaba que Antonio Gaudí hubiese diseñado ni construido alguna obra suya en Valencia. Todo cuanto había edificado fuera de Cataluña era el palacio arzobispal de Astorga, una pintoresca villa de recreo en Comillas (El Capricho) y la Casa de los Botines de León. ¿De verdad pudo haber intervenido en el vitral de la imagen? Necesitaba comprobarlo, descubrir qué hacía esa vieja foto en casa de mi abuela.

Consultando uno de los libritos adquiridos me informé sobre la existencia de una institución religiosa llamada La Cofradía, gestora de las aportaciones voluntarias para proseguir las obras de la Sagrada Familia, ya que al ser un templo expiatorio el proyecto debe culminarse mediante donativos. Al final de la jornada solicité por teléfono un taxi a cuenta de la empresa y pedí que me llevase hasta Pedralbes, la exclusiva zona residencial de Barcelona, donde mantenía su sede La Cofradía, según la dirección obtenida el libro.

El taxista fue a detenerse frente a un alto muro de piedra gris, coronado mediante una reja metálica rematada con lanzas puntiagudas. Únicamente se podía entrar a través de una moderna y sólida puerta corredera de color negro, vigilada en lo alto con varias cámaras de seguridad. Por detrás del muro emergía un elegante palacete de aire neoclásico, ceñido por los árboles que sombreaban el extenso perímetro ajardinado.

Me quedé un poco sorprendido, pues yo esperaba encontrarme con una venerable abadía gótica o algo similar. Toqué al timbre y aquella formidable puerta corrediza comenzó a deslizarse automáticamente como si fuese un búnker, franqueando el paso al interior del cuidado jardín. Poco antes de llegar al último tramo de la escalinata principal que daba paso al palacete se abrió la majestuosa puerta de roble y apareció por detrás un sacerdote vestido con sotana. Después de oír el motivo de mi visita me introdujo en un pequeño recibidor y se marchó. Las velas encendidas de un antiguo retablo dedicado a Jesús, María y José iluminaban el espacio en penumbra y sin ventanas.

Minutos después, cuando ya me arrepentía de haber metido las narices donde no me llamaban, entró un hombre barrigudo y rubicundo, haciendo crujir con su peso el suelo de linóleo, tan encerado que todo parecía flotar en un espejismo de reflejos. Lucía un traje de color negro, impecable y bien planchado sobre camisa gris. Por debajo de la barbilla destacaba un rígido alzacuello sacerdotal. Nada más verme lanzó su mirada contra mis zapatillas deportivas, con las que yo pisoteaba el encerado suelo de madera noble.

--Soy el padre Ramiro Sardaña –proclamó con voz ventruda.

Le olía el aliento a nicotina y tenía los ojos inquisitivos, aunque lo disimulaba ofreciéndome una sonrisa que resultaba más inquietante todavía. Pronto supe que de aquel individuo sacaría poco en claro. Aún así le seguí por un largo pasillo artesonado hacia el interior. Entramos en su despacho, una pieza de buen tamaño, situada en la parte más profunda del edificio, por cuya ventana encortinada se veía el frondoso jardín de la finca. Me ofreció asiento frente a un escritorio de caoba y él ocupó su opulento sillón de cuero negro.

--Tú dirás –emplazó con las manos entrelazadas encima de la mesa.

--Soy escritor –comencé mintiendo--, trabajo en un libro sobre Gaudí...

Me detuve al ver que Sardaña esbozaba un gesto displicente:

--Comprendo –resopló de mala gana--, otra novelucha plagada de misterios históricos y claves ocultas.

--No –negué de inmediato--, yo le hablo de un libro serio. Trabajo para uno de los grupos editoriales más importantes de toda España –remarqué.

--¿Y qué piensas decir del arquitecto que no se haya escrito ya?

Como era cierto que yo no sabía nada, improvisé:

--Investigo la existencia de una vidriera diseñada por Gaudí en Valencia.

--¿Tienes pruebas de lo que dices? –noté que aquello le interesaba.

--Poseo una foto bastante antigua donde aparece la vidriera –desvelé con lo que me había mencionado Oriol--, firmada por uno de los artesanos que trabajaron para Gaudí, el vidriero francés Jean Maumejean.

--Disculpa por mi aspereza –el sacerdote cambió radicalmente de tono--, pero es que ya estoy un poco harto de que algunos infames manipulen con falsedades la memoria de nuestro ilustre arquitecto, cuya vida fue un ejemplo de santidad y resignación cristiana –golpeó con un puño sobre la brillante superficie del escritorio--, se han escrito muchos infundios para desprestigiar su patriotismo catalanista y su devota religiosidad: que si perteneció a una secta satánica, que si se drogaba con hongos alucinógenos, incluso hay quien lo acusa de ser homosexual porque nunca se casó. Pero eso no es cierto, lo que pasa es que quiso mantenerse célibe, como un religioso, dedicado por entero a su magna obra. Y por si no lo sabes –añadió señalándome con el índice--, Antonio Gaudí practicaba el ayuno y la oración, prohibió blasfemar en el trabajo, rezaba el rosario todos los días, era parco hasta el ascetismo, austero y piadoso, un hombre íntegro que amaba Cataluña y a Dios con toda su alma.

Dicho lo cual, amplió su aceitosa sonrisa:

--Por cierto, ¿podrías mostrarme la foto que acabas de mencionar?

--No la tengo aquí, se la he prestado a un amigo.

--Vaya, qué lástima, me hubiese gustado echarle un vistazo. Ven con ella cuando vuelvas de nuevo. Porque, naturalmente, puedes contar con toda mi colaboración para tu futuro libro. Somos la única entidad que custodia oficialmente la memoria y el patrimonio artístico de Gaudí –se levantó y tendió su pulposa mano hacia mi hombro--, así que me tienes a tu disposición.

Lo único que yo deseaba era escapar de allí cuanto antes, aquel sitio causaba escalofríos. Me despedí precipitadamente y corrí hacia la salida. Di un portazo, atravesé los jardines y desemboqué a la calle por la puerta metálica corredera, que (menos mal) se abrió para dejarme salir.

 

 

A la mañana siguiente llegué a la editorial tras haberme pasado una buena parte de la noche leyendo la biografía del arquitecto. Dejé la mochila sobre la mesa y encendí el ordenador, dispuesto a proseguir con el trabajo encomendado para justificar el escaso sueldo que me pagaban. Minutos después entraba Rafael Oriol interrumpiéndome antes de comenzar.

--¿Has averiguado algo sobre la vidriera de la foto? –pregunté.

--Paciencia, chico, estoy en ello, toda pesquisa histórica requiere su tiempo. No te preocupes –añadió--, encontraremos la posible relación que haya entre Gaudí, Valencia y ese vitral modernista.

--Pues mira, ya no estoy tan seguro de si quiero saberlo.

--Anda, ¿y eso por qué?

Oriol rondaría los cuarenta, era un tipo grande y bonachón, similar al Oso Yogui de los dibujos animados. Me hacía gracia con su pelo aplastado por el sudor, la escandalosa camisa hawaiana rebosándole la cintura, los zapatos reventados por el peso de su corpachón y la mirada estrábica por detrás de la montura redonda, con su perilla bien recortada enmarcándole la boca.

Entonces le conté la entrevista mantenida con el padre Sardaña.

--No entiendo por qué me recibió tan a la defensiva.

--Mira, chico, Antonio Gaudí fue un personaje polémico y controvertido. No basta que algunos hayan pretendido asociarlo al nacionalismo catalán para que ahora también quieran convertirlo en santo –sacó un pañuelo de papel y se lo pasó por la cara--. Ya ves que ni muerto dejan en paz al pobre hombre.

--Un momento –interrumpí--, ¿es cierto eso, quieren hacerlo santo?

--¿No lo sabías?

--Pues no.

--A mediados de 1992, cuando todo el mundo andaba entretenido con los Juegos Olímpicos de Barcelona, un grupo de fieles devotos, casi todos pertenecientes a La Cofradía, pidió al Arzobispado de Barcelona que abriese un proceso eclesiástico para beatificarlo.

Me quedé atónito.

--Escucha –Oriol bajó la voz en confidencia--, deberías tener más cuidado por dónde caminas antes de dar otro paso en falso.

--¿Qué quieres decir?

--Que fuiste a preguntar a uno de los lugares menos recomendables para que te hablen del arquitecto.

--Pero si La Cofradía es el organismo que administra los fondos para la Sagrada Familia, lo he leído en un librito que me compré ayer cuando visité la catedral de Gaudí. Por cierto, me ha encantado, es impresionante.

--Sí, estoy de acuerdo, pero has de saber que La Cofradía también es una de las entidades más ultraconservadoras de la Iglesia Católica en Cataluña. Su principal aspiración es controlar cualquier faceta sobre la vida y la obra del arquitecto, incluyendo la imagen pública de la Sagrada Familia y el suculento beneficio económico que generan las visitas turísticas.

--¿Pueden hacerlo?

--Sí, porque Antonio Gaudí no tuvo descendencia, su saga y su apellido desaparecieron al morir en 1926. Nadie pudo reclamar legalmente su herencia profesional. Pero durante la posguerra, la Iglesia movió sus tentáculos en Roma para controlar el futuro culto de la nueva catedral, y el Gobierno de Franco accedió. Desde aquel entonces, todo lo supervisa La Cofradía.

--Vaya, no sabía que tuviese tanto poder, aunque ahora que lo dices, aquello huele bastante a dinero y hay cámaras por todas partes.

--Ándate con cuidado si vuelves por allí –advirtió Rafael enjugándose de nuevo el sudor--, esa gente no admite injerencias de nadie.

--O sea, por lo que me cuentas, a todo el que le interese investigar sobre la vida y la obra de Antonio Gaudí ha de recibir el visto bueno de La Cofradía.

--Oficialmente sí, aunque yo consultaría otro tipo de fuentes. Lo que pasa es que no puedo ir por ahí entrevistando a nadie, nuestro jefe no me deja ejercer la profesión de periodista desde que metí las narices donde no debía. Sin embargo –sonrió--, puedo echarte una mano para que investigues tú, si tanto te interesa el asunto.

--De acuerdo –acepté.

--Pues venga, toma nota.

--¿De qué?

--Del nombre y la dirección de alguien que, si le da la gana, te podría contar una faceta histórica sobre Antonio Gaudí totalmente diferente a la oficial. Se llama Gustavo Saladrich i Casteldans, enemigo número uno de La Cofradía.

--¿Y eso por qué?

--Muy sencillo: el padre Sardaña es de los que piensan que Gaudí era santo, mientras que  lo considera un hereje.

 

 

Don Gustavo Saladrich poseía un exclusivo bufete situado en la parte más noble de la calle Balmes, un edificio señorial con el pórtico de mármol veteado, columnas jónicas en el umbral y placa de bronce grabado en la fachada. Toqué al timbre y me abrió un tipo fornido, trajeado de oscuro y con aspecto de guardaespaldas, que dijo ser su secretario. Dedicó a mi mochila una recelosa mirada, tanto que por un momento temí que la registraría, y luego me condujo a una sala recubierta de nogal, sumergida en el frescor del aire acondicionado funcionando a pleno rendimiento.

Tuve que aguardar casi media hora contemplando impresionado la elegante decoración y el efecto de los óleos iluminados que adornaban las paredes junto a varios títulos académicos, plantas de interior y luces halógenas indirectas. De pronto se abrió una puerta corrediza con cristales biselados y apareció el señor Saladrich, vistiendo un traje azul marino, peinado con brillantina, bronceado y procurando disimular una edad que frisaría más allá de los cincuenta.

--Disculpe la espera –dijo con fuerte acento catalán--, estoy en mitad de una importante reunión. Mi asistente me ha dicho que viene usted a consultarme algo relativo a Gaudí. Pero tome asiento, por favor.

Me senté y extraje de la mochila el bolígrafo junto al cuaderno de notas, dispuesto a tomar apuntes de lo que me dijera.

--Soy periodista –mentí--, estoy recopilando información para elaborar un reportaje sobre Antonio Gaudí.

--¿Puedo saber quién le ha recomendado hablar conmigo?

--Una persona del grupo editorial donde trabajo –dije cómo se llamaba la empresa y esperé para ver si le impresionaba, pero el abogado ni se inmutó. Me miraba con estudiado desinterés, aunque no podía ocultar cierto recelo ante la inesperada visita. En cambio, el impresionado era yo. No dejaba de sorprenderme que alguien tan importante hubiese accedido a recibirme sin cita previa, incluso abandonando una reunión en curso.

--¿Y qué otras fuentes maneja usted para elaborar su reportaje?

Le conté mi conversación con el padre Sardaña. El abogado tomó asiento en otro de los butacones forrados de piel azulada y me dedicó una mirada evaluativa, ponderando en conjunto mi edad, el bolígrafo de plástico, el cuaderno barato, la juvenil indumentaria (vaqueros, camiseta y zapatillas deportivas), aparte de mi recosida mochila del instituto. Al cabo del escrutinio debí parecerle inofensivo, porque cruzó las piernas y sonrió de medio lado:

--Permítame darle un consejo: si lo que le interesa es conocer la verdad sobre Antonio Gaudí le recomiendo vivamente que se aleje de La Cofradía, porque lo único que conseguirá si continúa por ese camino es que le interpongan una querella como publique algo que a esos clérigos ultracatólicos y fundamentalistas no les parezca oportuno.

--¿Es cierto que usted no se lleva bien con ellos? –pregunté, recordando lo que me había dicho Oriol.

El abogado acercó una cigarrera de madera que reposaba sobre la bruñida mesa de la sala. Extrajo de su interior un habano con la vitela firmada por Cohíba, sacó un fósforo y encendió el cigarro. Luego, soltando una bocanada de humo, que me alcanzó en pleno rostro como una fumigación, dijo:

--Disculpe, tengo por costumbre no comentar en público mis inclinaciones personales hacia nadie.

--¿Pero a qué viene tanto secretismo? –reaccioné molesto--, Antonio Gaudí es un personaje público y perfectamente conocido.

Don Gustavo levantó el antebrazo, miró su reloj de la prestigiosa marca Patek Philippe, un modelo que costaba lo que yo ganaría en tres años de trabajo, y sonrió de nuevo con el esbozo irónico que le definía. Tras aquel gesto premeditado para insinuar el valor de su tiempo, intervino de nuevo:

--Estoy dispuesto a colaborar con su reportaje, pero siempre que usted comparta conmigo todo cuanto descubra sobre la marcha para cotejarlo con mi propia documentación.

--Vale –accedí sin pensármelo.

--Muy bien –sonrió satisfecho--, pues aproveche la oportunidad. En este momento ando un poco escaso de tiempo, pregunte lo que más desea saber.

--Tengo una curiosidad: ¿es cierto que Gaudí pudo ser homosexual?

Don Gustavo se tomó un momento de reflexión antes de contestar, dejó escapar el humo acre del habano y luego dijo:

--A decir verdad, el arquitecto no se relacionaba mucho con las mujeres y a menudo iba rodeado de aprendices adolescentes.

Lo miré asombrado.

--Sus acólitos lo niegan, porque algo así repercutiría en el proceso de beatificación en marcha. Sin embargo –deslizó como quien tira la piedra y esconde la mano--, de ser cierto, la homosexualidad no sería el peor de los pecados cometidos por Antonio Gaudí.

--A ver –intervine interesado, sacudiendo en el aire mi bolígrafo, que fallaba de vez en cuando--, ¿de qué otros pecados habla?

El abogado apartó la solapa de su chaqueta y extrajo del bolsillo interior una valiosa pluma estilográfica de la marca Faber-Castell, fabricada en platino encastrado en ébano, y me la tendió para que siguiera escribiendo. Luego dejó el puro en un cenicero de plata, deslumbrante como una patena, que reposaba sobre la mesa, junto a la caja de los cigarros, y se levantó del asiento tapizado en cuero abrochándose la impecable americana de la marca Christian Dior.

--¿Qué le parece si aplazamos nuestro interesante diálogo? Siento no poder otorgarle más tiempo, debo regresar a mi reunión. Pero antes de marcharse, indíquele a mi asistente su teléfono. Le llamaré lo antes posible y continuaremos hablando de lo que usted quiera.

--Bueno –acepté poniéndome de pie y devolviéndole la pluma.

--Quédesela –ofreció--, quizá el bolígrafo le siga fallando y la necesite. Además, dicen que utilizar pluma mejora el estilo.

--Gracias, pero no puedo aceptarla, esto debe costar una fortuna.

--En consonancia con la valía de quien la merece –replicó sonriente.

 

 

Ya de regreso al trabajo, me tropecé por un pasillo de las oficinas con Lavinia Mengual, que salía en ese momento de una reunión.

--Hola –saludó reconociéndome--, ¿cómo va todo?

Pero antes de que yo tuviese tiempo a contestar nada, se alejó taconeando vigorosa, moviendo su rotundo trasero y dando melenazos rubios a su paso como trallazos de oro en el aire, mientras atendía una llamada en su avanzado teléfono móvil. Suspiré resignado y continué hacia mi precario despacho. Encendí el ordenador y saqué la costosa pluma Faber-Castell para contemplarla mejor. Era muy bonita, una pieza de lujo inalcanzable para el bolsillo de mucha gente. Al momento, como si me hubiese olido, apareció Rafael Oriol domeñando los zapatones con el peso de su corpachón.

--¿Hablaste con el abogado Saladrich? –inquirió tomando asiento.

--Ahora mismo vengo de su bufete –no sé por qué consideré oportuno esconder la pluma y la cubrí poniendo encima un manojo de folios.

--¿Ha querido recibirte?

No había terminado todavía de referirle la colaboración que me brindaba el presuntuoso letrado, cuando de pronto sonó el teléfono sobre la mesa y di un respingo. Lo descolgué como quien maneja un artefacto explosivo, pues era la primera vez que me pasaban una llamada en mi puesto de trabajo. La voz de la chica que atendía la centralita dijo:

--Te paso con un tal Gustavo Saladrich.

El abogado llamaba para invitarme a comer “y proseguir nuestra interrumpida conversación”. Acepté de inmediato, halagado por la deferencia y divertido ante la cara de asombro que ponía el documentalista.

Don Gustavo era socio del Ateneo, en cuya sede habíamos quedado citados. A la hora convenida, el taxi que solicité con cargo a la editorial (porque uno se acostumbra pronto a lo bueno) me acercó a la plaza que hay cerca de la estrecha calle Canuda, donde tiene su lugar la secular institución cultural barcelonesa, subí la regia escalinata de mármol y accedí a la planta superior. El tiempo reposaba detenido entre los efluvios del tabaco y el murmullo de los vejestorios que parecían estar allí desde varias décadas atrás, leyendo los periódicos y fumando a escondidas. En el vestíbulo pregunté a un bedel sobre la presencia del señor Saladrich.

--Lo encontrará en la biblioteca, siga el rastro de su habano.

Crucé la galería con vistas al pequeño jardín botánico interior y penetré a una sala repleta de anaqueles y vitrinas acristaladas. Los libros abarrotaban todo el espacio disponible partiendo del piso y llegando hasta el cieloraso, decorado con alegorías pintadas al estuco. Un largo pupitre de lectura, con la tabla inclinada y el tapete forrado de tafetán verde, ocupaba el centro de la sala. Doce sillas flanqueaban la mesa de trabajo, sobre cuya parte superior brillaba una fila de lámparas encendidas con pantalla de loza blanca y pie de latón macizo. Al fondo, aprovechando la luz natural que penetraba por una de las ventanas abiertas a la calle, vi a don Gustavo Saladrich, reclinado en una butaca de color vinoso, fumándose uno de sus habanos y enfrascado en la lectura de un libro de tamaño y aspecto antediluviano.

Aspiré intimidado aquel rancio aroma de cultura y tabaco a partes iguales, tragué saliva, di un paso al frente y accedí a la sala. Don Gustavo levantó la cabeza y repasó de un vistazo mi modesta indumentaria juvenil a base de vaqueros desgastados, camiseta sin marca, zapatillas deportivas muy usadas y mochila de colegial, que chirriaba en aquel severo ambiente de latones torneados y maderas enceradas como un engranaje averiado.

--Mi joven amigo el periodista –saludó esbozando su peculiar sonrisa de brillo inoxidable--. Adelante, ¿cómo lleva su reportaje sobre Gaudí?

Antes de que yo respondiese nada, cerró el voluminoso libraco que sostenía entre las manos y me hizo un gesto para que me acercase.

--Dígame la verdad –lanzó una bocanada de humo--, ¿ha mantenido algún otro contacto con el padre Sardaña?

Obedecí, dejando la mochila en el suelo.

--No, ¿pero por qué se llevan tan mal ustedes dos?

--En realidad no hay nada personal entre nosotros, tan sólo que representamos dos modelos opuestos de interpretar la motivación profesional de Antonio Gaudí: La Cofradía quiere divinizarlo y yo humanizarlo.

Se levantó para depositar el pesado libraco en el estante, tras una vitrina de cristal emplomado.

--Venga –propuso--, salgamos a comer, tenemos mucho de lo que hablar.

En la calle vi que nos aguardaba su asistente, aquel tipo con aspecto de guardaespaldas, fumando de pie junto a un automóvil Jaguar de color burdeos, apabullante. Al vernos llegar, el tipo tiró su cigarrillo y nos abrió la portezuela, respetuoso. Pero la mayor sorpresa me la llevé al entrar: en el asiento trasero había una joven guapísima envuelta en un halo de lujo y sofisticación.

--Le presento a Montserrat –proclamó el abogado--, si usted no tiene inconveniente, nos acompañará en el almuerzo.

Enrojecí, avergonzado de golpe ante mi humilde aspecto. Por el contrario, la chica vestía refinadamente, maquillada con esmero y oliendo al perfume más turbador que yo hubiese aspirado jamás. Durante todo el trayecto ella no despegó los labios, ni siquiera me miró. Yo tampoco dije nada, me había quedado mudo contemplando su perfección. Era pelirroja y de aspecto tan inmarcesible que parecía irreal. Nunca me había sentado cerca de una chica tan sublime y temía meter la pata con mi ausencia de modales.

El restaurante al que acudimos figuraba en el Paseo de Gracia, cerca de los centros financieros y las boutiques más exclusivas. Era un local aséptico de alta cocina ecológica, mucho diseño pero poca sustancia, frecuentado por ejecutivos, banqueros y agentes de bolsa encorbatados. Mientras Montserrat se retocaba el maquillaje usando un espejito de plata que portaba en el bolso marca Loewe yo saqué mi libreta de apuntes junto a la pluma Faber-Castell y los dispuse a mi derecha, preparado para tomar notas durante la comida.

--¿Qué tal funciona? –preguntó el abogado señalando hacia la pluma.

--De maravilla, fue usted muy amable; gracias de nuevo.

--De nada, es un placer servirle de ayuda, pero si me lo permites, creo que yo debería tutearte. Ya sabes lo que dicen: la edad es un grado.

Ella se comportaba como una celebridad, no abría la boca si no era para repasar el carmín de sus labios. Actuaba deliberadamente igual que si yo fuese invisible. Don Gustavo, como cliente habitual que conocía la especialidad de la casa, pidió por todos. Poco después llegó el camarero con una botella de Chardonnay, dispuesto a realizar el aparatoso ritual para el descorche y la comprobación. Mientras lo hacía, el abogado quiso saber:

--¿Qué te inclinó a escribir un reportaje sobre Antonio Gaudí?

--Bueno –vacilé--, todo ha sucedido un poco por casualidad.

--¿Cómo es eso? –preguntó sin demasiado interés.

Fui a coger mi mochila, colgada del respaldo en la silla, para mostrarle la vieja fotografía donde figuraba el presunto vitral modernista supuestamente diseñado por Gaudí en Valencia. La prudencia me aconsejaba no revelar tan pronto aquella baza, pero la prudencia no figura entre mis mejores cualidades y yo además tenía ganas de impresionar al abogado. Supongo que me sentía en deuda con él a causa de su regalo, la valiosa pluma estilográfica. Entonces recordé que no llevaba la foto encima y me vi obligado a improvisar:

--Poseo información exclusiva sobre una obra inédita de Gaudí.

--No me digas –fingió sorpresa--, eso suena interesante. Brindo por ello –alzó su copa en cuanto nos hubieron servido el vino.

Mientras el abogado bebía miré de reojo a Montserrat, pero ella continuaba comportándose como si no hubiese nadie más a la mesa, indolente y desdeñosa. Manejaba los cubiertos con rebuscada elegancia, mientras que yo ni siquiera sabía qué pieza de todo aquel instrumental alineado junto al plato de porcelana era para la ensalada o el pescado.

--Antonio Gaudí anhelaba forjarse una reputación y subir pronto de nivel económico y social –comenzó a exponer don Gustavo, ajeno por completo a mi zozobra--, te hablo de la Barcelona del siglo XIX, gobernada por el clero y una camarilla de aristócratas herederos de los antiguos linajes nobiliarios. Añádele a eso la burguesía enriquecida por la revolución industrial y las grandes fortunas indianas deseando significarse. Al principio, Gaudí carecía de la debida formación para ello, porque no sé si sabes que provenía de una modesta familia de Reus, y cuyo padre no era más que un calderero.

--Sí –confirmé--, lo he leído en una biografía oficial.

--Antonio Gaudí era un muchacho de campo pero inteligente, pronto comprobó que todo funcionaba gracias a la influencia de los antiguos oligarcas, que habían perdido la Guerra de Sucesión pero no su fortuna ni su influencia. La burguesía continuaba siendo el motor económico de Cataluña, por eso Barcelona era un muestrario de la mejor arquitectura que se hacía en toda Europa. Debió quedar impresionado por semejante campo de posibilidades y comprendió enseguida que si quería progresar en la profesión, siendo tan sólo un vulgar muchacho de provincias, tenía que decantarse por uno de los estilos arquitectónicos en liza (neogótico, mudéjar, modernismo...) y buscarse a un padrino poderoso. Y eso es lo que hizo precisamente arrimándose al conde don Eusebio Güell, uno de los empresarios más ricos de Barcelona.

 

 

Tras el almuerzo, el señor Saladrich propuso continuar la conversación tomando una copa en su casa y yo acepté muy halagado. Residía en un piso palaciego repleto de arte y buen gusto, al estilo de las antiguas mansiones victorianas, todo lleno de antigüedades, cuadros al óleo y objetos de gran valor. Me sentía cada vez más complacido por la gentileza de aquel hombre tan carismático; y ahora más, que había conocido a su bellísima hija. Pero Montserrat se disculpó en cuanto llegamos y desapareció pasillo adentro.

El abogado y yo tomamos asiento en un monumental salón decorado con tapices flamencos y obras pictóricas de los mejores artistas catalanes, combinando con audaz estilo a Tápies con Barceló y a Fortuny con Miró. No era necesario conocer mucho el mundo del arte para saber que aquella colección valdría una fortuna. Llegó un ceremonioso mayordomo uniformado, sirvió el café sobre bandeja de plata y vajilla de Limoges. Luego se marchó con una reverencia. Don Gustavo me ofreció uno de sus habanos Cohíba, pero yo decliné, a tanto no llegaba todavía mi fascinación.

--Resumiendo –dijo para culminar el diálogo iniciado en el restaurante--, Barcelona es la vieja hechicera, una ciudad ingobernable, que actualiza continuamente la eterna lucha entre San Jorge y el Dragón.

Aquello me pareció interesante y pregunté:

--A ver, ¿cómo es eso?

--San Jorge y el Dragón son los dos mitos que representan las fuerzas antagónicas de las cuales nació Cataluña.

--¿Por qué dice usted antagónicas?

--El Bien y el Mal son las dos caras de la misma moneda, los dos polos opuestos, contrarios pero fundamentales para construir algo verdaderamente grande, único y perdurable –sonrió--, como la genial obra de Antonio Gaudí.

Don Gustavo Saladrich no sólo me había hipnotizado con el magnetismo mundano que irradiaba, su palaciega mansión y su cochazo de lujo, sino también con su extensa cultura y forma de conversar. Yo deseaba ser así de mayor. Quería triunfar a lo grande, codearme con gente importante, viajar en primera clase, comer en restaurantes caros y regresar a Valencia triunfal; demostrarles a todos que no era tan poca cosa como se pensaban. Borracho por el entusiasmo, en aquel momento me juré que haría todo lo necesario para conquistar el sueño de mi vida y de paso a Montserrat.

Cuando salí de allí, mareado de proyectos futuros, conecté mi teléfono móvil mientras caminaba en dirección a casa, calle Balmes abajo. Tenía un mensaje de Caty, que por fin me llamaba después de mantener un obstinado silencio. Quería saber si volvería por Valencia el fin de semana. Gimoteaba diciéndome que me quería y que por favor le devolviera la llamada. Pero yo flotaba en mi nube de oro. Comparada con Montserrat, mi novia era una simple provinciana. Subí a casa y me acosté con la biografía oficial de Antonio Gaudí, el personaje que había irrumpido en mi vida como una tempestad.

 

 

Al día siguiente desperté bañado en sudor. Era muy temprano pero ya reinaba un bochorno casi tropical. Dejé la cama y fui a ducharme, procurando no prestar atención a la mugre que invadía el cuarto de aseo. ¿Qué haría Montserrat en ese instante?, me preguntaba. Dormir entre almohadones de seda perfumados por su cabello pelirrojo. Y yo allí, pisoteando la costra roñosa de la bañera. Suspiré resignado y bajé de nuevo al reino de la tierra.

De pronto sonó el teléfono móvil. Salí de la ducha suponiendo que sería mi novia y me dispuse a mantener una tensa conversación. Pero era el señor Saladrich. Me llamaba para que almorzásemos juntos otra vez. Sufrí un arrebato exaltado y a punto estuve de gritar triunfal, pues lo que más deseaba era coincidir de nuevo con su turbadora hija. Me vestí saltando de alegría, colgué mi mochila del hombro y salí disparado hacia el edificio de la empresa editorial. Hasta la hora del almuerzo tenía que adelantar el trabajo de corrección, por cierto bastante retrasado. Al poco tiempo llegó Rafael Oriol enjugándose la cara con un pañuelo.

--Si me invitas a un café te cuento lo que acabo de averiguar –sonrió con cara de travieso.

Salimos del inmueble y entramos a una pequeña cafetería cercana, donde los empleados del grupo mediático tenían por costumbre acudir a desayunar. El documentalista saludó al dueño del bar y prosiguió hacia el fondo. Allí, junto a la puerta de la cocina y cerca de los lavabos, tomamos asiento en la mesa más apartada y a cubierto de miradas indiscretas.

--No quiero que nadie sepa lo que andamos investigando –dijo al extraer del bolsillo mi vieja fotografía junto a un folio plegado cubierto de anotaciones--. Tal como yo suponía –desplegó el papel--, Jean Maumejean construyó los vitrales diseñados por Antonio Gaudí para el Palacio Arzobispal de Astorga. Teóricamente, aquella fue la única colaboración oficial entre ambos, ya que Gaudí solía encargar las vidrieras de sus edificios a los artesanos catalanes. Parece probable, pero para comprobar si este vitral fue diseñado por Gaudí ayudaría mucho saber cuándo y quién la encargó. Porque una obra relacionada con el famoso arquitecto en Valencia no es algo que pueda pasar desapercibido.

--Le preguntaré a mi abuela.

--Bien, hazlo este fin de semana.

--No estoy seguro de que vaya –fruncí el ceño.

--¿Por qué? ¿No me dijiste que tienes novia?

--Por eso mismo.

--Ah, pillín, te has enrollado con otra, ¿eh? Claro, ahora comprendo por qué llevas todo el tiempo esa cara de borrego degollado. Normal –sonrió--, donde se ponga la mujer catalana que se quiten todas las demás. Cuestión de genética, debe ser cosa del cava y el salchichón de Olot. Venga, dime quién es la susodicha, ¿una cajera del supermercado del barrio donde haces la compra del día, que te ha sorbido el seso, por no decir otra cosa?

Ignoré la broma, guardé la fotografía y pasé la mañana realizando correcciones literarias con la cabeza en otro lado. En Montserrat, para ser sincero. A la hora del almuerzo, el señor Saladrich envió su flamante automóvil para recogerme. Mis compañeros, que salían a comer a esa misma hora, me vieron subir al rutilante Jaguar conducido por el fornido asistente, que me abrió la portezuela de atrás como si yo fuese un ministro.

--Vaya con el nuevo –murmuró la telefonista rezumando envidia--, y parecía tonto cuando llegó.

Poco después me hallaba sentado con don Gustavo Saladrich en el reservado del selecto restaurante que había elegido en esta ocasión para volver a impresionarme. Tan elegante como de costumbre y oliendo a vetiver, el abogado sonreía distendido, aunque sin poder disimular del todo el relumbre de precaución que afloraba en sus ojos de halcón carnicero.

--¿Has mantenido algún otro contacto con La Cofradía? –fue lo primero que me indagó.

Negué.

--Mejor así, no se puede servir a dos amos a la vez. En esta vida es necesario decantarse cuanto antes. Lo mismo que hizo Antonio Gaudí eligiendo como mecenas y protector al conde don Eusebio Güell, si bien al principio trabajó para el marqués de Comillas decorando su palacio de Cantabria. Los dos eran muy ricos y parientes, aunque mantenían opiniones divergentes en lo político. Güell era un liberal y Comillas un conservador, siempre rodeado de jesuitas.

--¿Y cómo sabe uno por quién debe decantarse?

Saladrich amplió su inoxidable sonrisa:

--Observa y atiende todo lo que ocurre a tu alrededor. Si escuchas con atención recibirás la contestación a esa pregunta.

--Estaré sordo, porque yo no escucho nada.

El abogado subrayó:

--Para triunfar en la vida tienes que desearlo apasionadamente, comprometerte con la mayor intensidad. Te recomiendo que persigas tu objetivo al precio que sea, no dejes que nadie te lo arrebate ni te convenza de que hay un camino alternativo y menos trabajoso –sentenció--, porque aquellos que no están dispuestos a pagar el precio por materializar el sueño de su vida, una de dos: dicho sueño no vale nada, o es que no merecen conseguirlo.

--Pero a mí nadie me ha dado una oportunidad, como la que le dio a Gaudí el conde Güell. Yo sólo soy un vulgar periodista sin estudios intentando abrirse paso –reconocí en un arranque de imprudente sinceridad.

--Comprendo –asintió valorativo--, pienso que un grupo editor tan importante como en el que trabajas debería utilizar mejor tu potencial. Mira –dijo como si de pronto hubiera tenido una gran idea--, si en realidad conoces una obra inédita de Antonio Gaudí, yo puedo ayudarte para comunicar su hallazgo a lo grande. Poseo mucha influencia en el sector periodístico y editorial –se jactó--, pero habría de ser algo de verdad insólito, y siempre que respalde la faceta del arquitecto que nos interesa promover.

--Perdone, no entiendo muy bien lo que dice.

--Todavía queda mucho por descubrir sobre la verdadera identidad de Antonio Gaudí, me refiero a todo aquello que algunos han estado intentando esconder con amenazas y mediante sobornos para que no repercuta contra su posible beatificación. Te hablo sobre los pasos perdidos del arquitecto.

--¿Los pasos perdidos? –repetí boquiabierto.

--Gaudí no es el personaje aburrido y santurrón que muestran las biografías oficiales y demás obritas complacientes. Desde hace tiempo, algunos intentan impedir la divulgación de ciertos datos que podrían dañar la imagen que La Cofradía viene propagando desde 1992 para convertirlo en un fetiche propagandístico del nacionalismo catalanista y conservador.

--¿Habla sobre su posible homosexualidad? –intuí.

--Desde luego, sería un grave impedimento para la beatificación, pero eso es intrascendente, yo me refiero a otro asunto menos vulgar.

--Pues a mí no me parece mal que lo beatifiquen –alegué.

--¿Incluso manipulando su legado?

--Disculpe, no sé si le comprendo...

--Desde hace años, La Cofradía manipuló las ideas originales de Gaudí, transformando la Sagrada Familia en una fuente para promover su propósito político y clerical. Y ahora intentan convertirlo en santo para propagar la influencia por todo el mundo mediante la figura del arquitecto.

--Lo que dice suena muy grave.

--Me baso en datos reales: la Junta Técnica que dirige las obras del templo es la máxima responsable de completar la Sagrada Familia lo más fiel posible al estilo gaudiano, pero en la práctica quien manda es La Cofradía. Con el fin de acelerar su culminación, los técnicos han basado la imagen de la catedral en una falacia, porque los planos y las maquetas originales modeladas por el arquitecto fueron destruidos durante los disturbios de la Guerra Civil. Cualquier proyecto para proseguir la obra según la imaginó Gaudí es algo ficticio.

--Pues yo he visto las imágenes de cómo será la Sagrada Familia cuando esté culminada –dije, recordando los libritos ilustrados adquiridos durante mi visita a la catedral.

--Eso no es la Sagrada Familia original, sino una proyección hecha mediante un programa de diseño gráfico. Hace años, la Junta Técnica encargó una figuración virtual de lo que presumiblemente quería llevar a cabo el arquitecto. Lo cual es falsear su obra, porque Gaudí siempre improvisaba según las ideas que le iban llegando sobre la marcha. Pero La Cofradía quiere culminar cuanto antes la catedral, aunque difiera de lo que planeó su creador.

--¿Por qué tanta prisa?

--Ya te lo he dicho: para explotar a Gaudí en su beneficio, aunque sepulten la realidad original que inspiró el templo de la Sagrada Familia.

--¿Qué realidad era esa?

--Nadie lo sabe --don Gustavo esbozó su sonrisa de piano--, pero ahí radica tu reto como investigador periodístico: en descubrir la verdad que algunos intentan ocultar. Encuéntrala y habrás triunfado.

 

 

La Ciutat Vella es un laberinto de callejuelas donde todavía perviven los vestigios que han podido librarse del urbanismo desalmado y sin escrúpulos que tritura todo cuanto se interpone ante su avance. Aquella tarde, hasta el corazón del Call, como se llama el antiguo barrio judío de Barcelona, planeaba una ligera brisa marina llegada en ráfagas del puerto cercano, mezclándose con la transpiración maloliente de las alcantarillas y los imbornales. Desde la iglesia gótica de Santa María del Mar oí los tañidos de las campanas anunciando las ocho de la tarde y supe que había llegado a mi objetivo.

Pero aún hube de callejear durante un rato antes de dar con la nueva fuente informativa facilitada por mi amigo Rafael Oriol después de recriminarme la familiaridad entablada con Gustavo Saladrich. El envío de su ostentoso automóvil Jaguar para recogerme a las puertas del edificio editorial y llevarme a la cita en el restaurante no le había parecido adecuado desde un punto de vista “ontológico y profesional”.

--Oye, chico –me abordó muy serio cuando regresé del almuerzo--, yo que tú frenaría el entusiasmo, que te veo muy embalado.

--¿Por qué lo dices?

--El abogado con el que te codeas tan alegremente no es un tipo recomendable, así que ándate con ojo.

--Bueno, tú me aconsejaste que hablara con él.

--Sí, pero como fuente informativa, no para que le sirvas de mascota. Ya veo que te ha impresionado –añadió molesto--, parece no hayas montado antes en coches de gran cilindrada ni comido nunca en restaurantes de lujo.

--Pues la verdad es que no –repliqué ofendido--, y a ver si lo que te pasa es que tienes envidia porque a ti ya no te llama nadie importante.

Rafael Oriol me miró acalorado por la ofensa. Una chorrera de sudor le resbalaba desde la sien surcándole la mejilla.

--Ten cuidado –advirtió--, no sabes nada de la vida y podrías llevarte un buen patinazo.

Yo no respondí, aunque suponía Rafael tenía parte de razón.

--Escucha –continuó más calmado--, sólo quiero que sepas de quién estamos hablando: ese tipo siempre anda mangoneando en las altas esferas.

--A mí sólo me importa lo que pueda contarme sobre Antonio Gaudí.

--Gustavo Saladrich no es trigo limpio, todo lo que comparta contigo acabará cobrándotelo de una manera o de otra. Sácale toda la información que puedas, pero no te hagas amigo suyo, porque antes o después intentará utilizarte y luego te dejará tirado.

--Vaya, parece que le conoces muy bien.

--Por culpa de gente como esa yo he caído en desgracia.

Incliné la cabeza y suspiré, pues en el fondo sabía que todo eso era cierto. Yo estaba deslumbrado con aquel hombre tan mundano y atractivo. Rafael Oriol había dado en el clavo, y eso sin haberle contado el regalo de la costosa pluma estilográfica ni la impresión causada por su bellísima hija Montserrat.

--La culpa es mía por haberte dicho que hablases con él. Ahora comprendo que fue un error. Pero quizá pueda corregirlo recomendándote otra nueva fuente informativa para que te documente sobre Antonio Gaudí.

--De acuerdo –acepté.

--Pues atiende: hace algunos años, cuando yo comenzaba mi profesión de reportero en las calles, supe de un anciano que conoció personalmente al arquitecto. Por lo visto le sirvió como escultor en la Sagrada Familia durante los últimos años de su vida. Se llamaba Joan Cabré.

--¿Vivirá todavía?

--No lo sé, pero no pierdes nada con averiguarlo.

 

 

La dirección facilitada por el documentalista era un sórdido edificio situado cerca de la basílica de Santa María. Los bajos del viejo inmueble habían albergado un taller para la reparación de navíos cuando aún se fabricaba el casco de madera. El resto de la finca parecía deshabitada. Me acerqué al umbral, empujé hacia dentro y la vieja puerta carcomida por la humedad cedió dejando a la vista un oscuro zaguán. La barandilla metálica de una precaria escalera subía en espiral fundiéndose con las tinieblas de las alturas.

En el rellano superior había dos puertas iguales. Elegí la que tenía más cerca y pulsé un timbre de baquelita negra, que no emitió el menor sonido. Alcé la palma de la mano y propiné dos o tres golpes contra la madera despintada. Como nadie contestó, repetí la operación con la otra puerta. Nada, silencio absoluto. Ya me marchaba, cuando de pronto se abrió la primera puerta y asomó la cabeza de un hombre muy anciano.

--¿A quién buscas? –inquirió con aspereza.

--Buenas tardes, ¿vive aquí el señor Cabré?

El viejo dio un portazo y desapareció de mi vista. Yo me quedé plantado, parpadeando desconcertado en el rellano. Sin embargo, me rehíce y volví a tocar con los nudillos. A mí nadie me cerraba la puerta en las narices, no sin antes otorgarme la oportunidad de hablar. Al cabo de un minuto, la puerta se abrió de nuevo y apareció el anciano enarbolando una escoba. Era muy viejo, enjuto, con el semblante avinagrado, esculpido de rencor y sin afeitar:

--¡¿Se puede saber qué demonios quieres?! –increpó de malos modos--. He dicho mil veces que no voy a comprar nada. Lárgate de una vez –alzó la escoba como si fuese a sacudirme con ella--, o te largo yo escaleras abajo.

Retrocedí hasta que mi espalda tropezó con la barandilla y crujió.

--Perdón, siento haberle molestado. No soy ningún vendedor ni nada por el estilo. Me han dicho que aquí reside una persona que conoció Gaudí.

Hubo un instante de vacilación, el viejo bajó la mano armada y se hizo a un lado para dejarme pasar, como si hubiese pronunciado la palabra mágica.

--Entra –gruñó.

La casa olía fatal. Era un piso desvencijado y sombrío, con las paredes manchadas por las goteras que resbalaban del techo. El anciano dejó la escoba en un rincón y luego me hizo pasar a una salita casi vacía, por cuyo balcón penetraba el resplandor del crepúsculo atravesando un visillo amarillento de suciedad.

--Gaudí, Gaudí –mascullaba molesto--, a mí Gaudí no me ha traído más que problemas y complicaciones. Anda, siéntate –gruñó señalando hacia un andrajoso butacón abultado de muelles dislocados y recosido de costurones.

El anciano vestía sin decoro, casi harapiento, y caminaba con dificultad. Se dejó caer en una silla que había junto a la mesa, con la mano derecha inmovilizada sobre la superficie cubierta por un deslucido mantel de color marrón. Parecía una mano de madera, rígida, la piel correosa surcada por cicatrices lívidas en forma de ciempiés aplastado. Me quedé mirándola involuntariamente hasta que gruñó de nuevo:

--¿Quieres contarme a qué demonios has venido, chaval, o piensas estarte ahí sentado toda la tarde mirándome como a un fenómeno de feria?

Saqué mi cuaderno de notas y la pluma estilográfica.

--Soy periodista –mentí de nuevo--, estoy escribiendo un reportaje sobre Antonio Gaudí. Quisiera saber cómo era en persona, todo lo que a usted le pareciera significativo y que no figure dentro de las biografías oficiales.

El anciano me miró con expresión abstracta, no sé si burlándose a causa de mi rebuscada manera de hablar o asombrado ante mi simpleza.

--¿En persona? –repitió el viejo sarcástico--, Gaudí no era persona. Parecía un iluminado y era más raro que un perro verde.

--¿Y es cierto que trabajó usted en la Sagrada Familia?

--Sí, era marmolista –gruñó mirándose las manos--, la de bloques que habré desbastado y pulido. Así tengo los pulmones de aspirar el polvo de la piedra. Silicosis, creo que lo llaman los médicos.

--Dicen que Gaudí era un hombre devoto –volví a lo que me interesaba.

--Eso depende –sonrió malicioso, tenía la boca desdentada y le olía el aliento a hedor de alcantarilla.

--No comprendo.

--El arquitecto siempre le ponía una vela a Dios y otra al Diablo.

--¿Qué quiere decir con eso?

--Don Antón (así es como quería que le llamásemos) acudía todas las tardes para oír misa en San Felipe Neri. Pero al salir del templo se citaba con cierta gente dentro de un caserón muy antiguo del barrio gótico. Llegaban por separado y extremando mucho las precauciones, como si aquello fuese un encuentro clandestino. Por entonces yo tenía quince años y le servía de recadero y lazarillo mientras aprendía el oficio de marmolista, porque don Antón renqueaba mucho a causa del reuma que padecía en las piernas. No le gustaba usar bastón, me tomaba del brazo y así es como íbamos a todas partes. El único día que no pude acompañarle por haberme caído un trozo de piedra en el pie, le atropellaron al cruzar la Gran Vía. Iba siempre despistado.

--¿Y qué hacía con esa gente dentro del caserón?

--Pues no lo sé, pero con el paso del tiempo he deducido que aquellos hombres eran espiritistas.

--¿Espiritistas? –repetí perplejo.

--Esa manía de hablar con los muertos –chasqueó la lengua--, como si los vivos no hablaran ya bastante.

--¿Y entró usted en ese lugar?

--Sí, pero yo aguardaba en el porche interior hasta que terminaban la reunión. Luego regresábamos a la Sagrada Familia. “Esto no se lo cuentes a nadie, Joanet”, me recomendaba don Antón, cogido renqueante de mi brazo.

--¿Cómo le conoció?

--Mis padres murieron a causa de unas fiebres que se propagaron por el agua de las fuentes públicas. Don Antón conocía mucho a mi padre, un escultor de mausoleos funerarios muy cotizado. Sintió lástima y me dio cobijo y trabajo como aprendiz de marmolista en la Sagrada Familia, mientras le servía de acompañante cuando necesitaba desplazarse lejos. Aquello despertó el recelo de algunos malpensados, que comenzaron a propagar murmuraciones contra la tendencia del arquitecto, porque yo residía en su taller de la cripta, donde dormía sobre un modesto camastro.

--Por eso algunos dicen que si era homosexual –comprendí.

--Una cochina mentira.

--Pero nunca se casó.

--Porque la mujer que le gustaba de joven le dio calabazas y aquella negativa lo dejó resentido de por vida. Era un hombre muy orgulloso.

El resplandor del crepúsculo avanzaba por la salita esparciendo un último rescoldo de luz que teñía el rostro malafeitado del anciano.

--¿Recuerda el sitio exacto del caserón? –pregunté.

--Sólo recuerdo una calle oscura y estrecha, pero hay un detalle que no se me ha olvidado. El llamador metálico de la puerta tenía forma de salamandra, grande y verdosa, debido al óxido acumulado. Cuando llegábamos, don Antón golpeaba tres veces, aguardaba un minuto y repetía los tres golpes. Una señora muy anciana, vestida de luto y pálida como un cadáver, nos abría sin decir ni una palabra y el arquitecto se adentraba en los interiores de la casa, mientras yo aguardaba sentado en un banco de piedra, más aburrido que otra cosa. Don Antón tardaba en salir, pero volvía siempre con el rostro transfigurado.

Mientras comentaba esto último, el anciano se había dirigido hasta el perchero del zaguán. Tomó una boina negra y se la encasquetó en el cráneo, aplastando las hilachas de pelo que aún le quedaban sobre la calva. Luego descolgó un bastón y se volvió hacia mí.

--Perdona, chaval, pero es mi hora de la cena y si llego tarde me puedo quedar sin sopa o me la sirven fría –me puse de pie, dispuesto a despedirme--. Si quieres venir –ofreció--, voy siempre a una taberna de por aquí cerca; no es el restaurante del Hotel Hilton, aunque me sirve para engañar el estómago.

--Vale –acepté--, invito yo.

Bajamos la escalera envueltos en la penumbra y agarrados a la barandilla, tanteando cada escalón para no tropezar. Había oscurecido casi por completo y en la calle flotaba una espesa calima que provenía del puerto. Las callejuelas parecían sumidas en el vapor amarillo de un antiguo gas bélico. Entramos a un bar de mala muerte. Joan atravesó el establecimiento, se dirigió a una mesa del fondo y tomó asiento. Supuse que aquel tugurio atufado de fritanga y mal ventilado podría merecer el premio al peor local de comidas de Barcelona, una estrella negra en la Guía Michelín. La cena era menos que modesta, casi todo líquido cerdoso. Ajeno a ello, el viejo comenzó a sorber de su plato en silencio.

--¿Vive usted solo –me interesé--, no debería estar mejor atendido?

--Anduve por varias residencias de ancianos pero me largué, no me gustaba el servicio. Y en cuanto a lo de atenciones, yo soy de pocas florituras.

Mientras engullía con desgana mi grasiento plato combinado contemplé aquel rostro macilento y reviejo, cincelado por el desarraigo y las privaciones.

--Usted debe tener... –comencé a calcular.

--Noventa y siete años –precisó--, a estas alturas ya he asumido que no me voy a fugar con una bailarina.

Terminó la sopa, depositó la cuchara en el plato, lo apartó hacia el centro y dejó sobre la mesa su mano derecha, rígida y como dotada de una cierta tensión latiendo por debajo de la piel apergaminada llena de cicatrices ocasionadas por el roce con el mármol y las herramientas de trabajo.

--No diga eso –le animé--, si está usted como un toro.

--Menos jabón, chaval, que uno está hecho un estropajo sucio pero conserva la dignidad. Por eso no he querido que me lleven a uno de esos modernos geriátricos diseñados con la filosofía nazi de la solución final. Me jode morirme solo, pero es mejor que mal acompañado.

Miré a mi alrededor. Varios clientes alineados en la barra consumían su copa en silencio con la vista perdida entre las botellas. Imaginé que así acabaría yo si no escapaba pronto de mi vulgar existencia. Por eso nada de lo que dijese Rafael Oriol respecto al presuntuoso abogado me asustaba, lo que más temía yo era el anonimato. Quería tener éxito, dejar de ser un don nadie y de paso seducir a Montserrat.

El anciano se había quedado en silencio con la mano rígida en el mantel, dispuesto a no continuar hablando.

--Me ha servido de gran ayuda, gracias –dije deseando marcharme.

Le anoté mis datos en una hojita del cuaderno y se la tendí:

--Tome, aquí le dejo mi teléfono móvil por si desea compartir conmigo algún otro recuerdo sobre Gaudí. Muchas gracias por su tiempo.

--Je, je, je –rió enseñando su boca putrefacta--, tiempo es lo que me sobra, chaval. Soy yo quien te agradece la compañía, y perdona por el mal recibimiento. Sólo te pido una cosa: no menciones que has hablado conmigo ni le des a nadie mi dirección. A mi edad, no quiero complicaciones.

 

 

Serían casi las once de la noche. A esa hora don Gustavo Saladrich solía ponerse cómodo envuelto en su batín de seda y saboreando una copa de brandy. Al entrar el mayordomo anunciándole la visita del joven que trabajaba en un reportaje sobre Antonio Gaudí, al abogado le resultó extraño por lo intempestivo de la hora, pero aceptó recibirme. Yo hubiese podido aguardar al día siguiente, sin embargo deseaba tanto ver de nuevo a Montserrat que me había presentado con la excusa de comentarle lo que venía de averiguar.

El salón flotaba en un ambiente de luces indirectas y música sinfónica emitida desde un costoso equipo de alta fidelidad. Un enorme televisor de plasma proyectaba imágenes con el sonido al mínimo de volumen. Don Gustavo me tendió la mano tan amable como siempre a pesar de la hora, poco adecuada para cursar visitas a domicilio. Miré ansioso alrededor, pero no pude distinguir ni rastro de su hija Montserrat. Apenas lograba ocultar mi desazón, porque hacía poco que no la veía y ya me faltaba el aire.

--Perdón por la urgencia –comencé disculpándome.

--Tranquilo, siéntate. ¿Quieres un coñac?

--No bebo, gracias.

--Ya lo harás cuando tengas algo que olvidar –sonrió guiñándome un ojo--, por ejemplo a la mujer que un día te parta el corazón.

Debí poner cara de tonto, porque a continuación cambió de asunto:

--Bien, ¿qué es eso tan urgente que no puede aguardar a mañana?

--Quería consultarle algo –le resumí todo lo que me había contado Cabré sobre la presunta vinculación de Gaudí con un grupo espiritista que se reunía en algún caserón del barrio gótico.

Al abogado se le congeló la sonrisa de golpe. Carraspeó nervioso y tomó un trago, mientras ganaba tiempo para recobrarse de la sorpresa. Mi argumento le había impactado como un torpedo en plena línea de flotación.

--¿Y dices que sobre la puerta del caserón figuraba una salamandra?

--Eso parece.

--Interesante detalle.

--¿Por qué lo dice?

--No sé si habrás oído hablar de Ladón...

Negué con la cabeza.

--Según la mitología, Ladón era el dragón que custodiaba el árbol mágico en el jardín de las Hespérides, el mismo que Antonio Gaudí forjó en la verja de acceso a la finca diseñada en el barrio de Pedralbes para el conde Güell. Por lo visto, el arquitecto hubo de documentarse sobre la legendaria relación mitológica que hay entre las Hespérides y Barcelona, ya que don Eusebio Güell pretendía reproducir en sus dominios dicha leyenda de modo simbolista.

--No había oído hablar de todo eso –admití.

--Te la resumo en pocas palabras: el héroe griego Hércules visita un lejano país en medio del Atlántico, en cuyo jardín, custodiado por Ladón, crece un árbol mágico, símbolo del Bien y del Mal. En resumen, Hércules vence al dragón, roba una rama del árbol, y cuando aquel mítico país zozobra en el mar a causa de un cataclismo planetario, Hércules planta la rama en el otro extremo del mundo, y así es como nace lo que hoy conocemos por Cataluña.

--¿Y por qué le parece interesante lo de la salamandra?

--Porque la salamandra es la forma en que los alquimistas medievales identificaban al dragón, un animal que según los mitos habita dentro del fuego sin quemarse –hizo una pausa para terminar de un trago la copa y añadió--: por consiguiente, me gustaría mucho saber quién te ha contado todo eso.

--No puedo decírselo –excusé--, desea permanecer en el anonimato.

Don Gustavo reaccionó molesto ante mi negativa.

--Mira, jovencito –endureció el tono--, detesto que intenten jugar conmigo al gato y al ratón, y menos en mi propia casa.

Tragué saliva, recordando de golpe las advertencias de Rafael Oriol.

--Hicimos un trato –me recordó el abogado--, y no es correcto que me ocultes lo que has estado investigando. Yo he compartido contigo, y sigo haciéndolo, como acabas de oír, todo lo que sé sobre Antonio Gaudí. No creo que tengas queja de mi ayuda.

Negué ruborizado.

--Pues entonces dime, ¿quién te ha facilitado esa información?

--Es un hombre muy anciano –cedí--, trabajó como marmolista en la Sagrada Familia durante los últimos años de Gaudí. Se llama Joan Cabré y afirma que conoció personalmente al arquitecto.

--¿Cómo le has encontrado?

--Me dieron su dirección en la editorial.

--¿Dónde vive?

Se lo dije y don Gustavo lo anotó. Luego fue hasta un mueble repleto con botellas de licor, eligió un frasco de vidrio tallado y rellenó su copa de brandy. Regresó al centro de la sala y volvió a tomar asiento.

--De acuerdo, has hecho bien al venir, lo que me acabas de contar es importante. Y como has cumplido tu parte del trato, yo voy a cumplir la mía. Escucha: nadie lo supone, pero la Sagrada Familia es un templo masónico.

Por aquel entonces, lo único que yo podía decir sobre la masonería es que fue una sociedad secreta perseguida por la Iglesia Católica. Me sonaba mucho a conspiraciones ocultas y conjuras para dominar el mundo. Debió notar mis dudas, porque don Gustavo añadió:

--Quizá no lo sepas, pero Barcelona fue diseñada por la masonería. Las grandes avenidas que atraviesan la ciudad fueron trazadas en el siglo XVIII formando parte de un proyecto a escala planetaria. Me refiero a la síntesis del Metro, la medida universal con la que hoy día medimos la longitud terrestre desde su aplicación global en pleno siglo XIX. Hasta entonces reinaba en el mundo un caos de unidades de medida, cada país con la suya propia.

--¿El Metro? –repetí perplejo.

--La masonería quiso instaurar un patrón basado en el tamaño del planeta. Dicho patrón fue denominado Metro y los masones determinaron que su longitud debía ser la cuarenta millonésima parte de un meridiano terrestre.

--¿Por qué? –pregunté mientras tomaba notas a toda velocidad.

--Fue un sabio llamado Eratóstenes el primero de la historia en calcular la circunferencia de la Tierra. Para ello midió la distancia entre Asuán y Alejandría. Calculando la proporción, dedujo que nuestro planeta medía 250.000 estadios de circunferencia. Los estadios –aclaró--, eran la medida de longitud que imperó durante mucho tiempo en Grecia y Egipto.

--¿Por qué se llamaban así?

--Había tal afición al deporte olímpico que la longitud se medía por la distancia que tenía un estadio.

Paladeó un sorbo de brandy antes de proseguir.

--La Academia de las Ciencias de París encomendó sintetizar la medida universal de longitud a los científicos más prestigiosos de Francia, casi todos ellos masones: Cassini, Borda, Condorcet y los astrónomos Pierre Méchain y Jean-Baptiste Delambre, verdaderos ejecutores del proyecto. Méchain y Delambre tomaron como referencia el meridiano cero que desde muy antiguo atravesaba París, prolongándolo desde Dunkerque hasta Barcelona.

--Pero Barcelona no está en Francia –rebatí.

--No, pero el meridiano de París toca el mar en Barcelona.

--¿Y eso qué tiene que ver?

--Para obtener la medida del meridiano con la mayor precisión posible necesitaban concluir las triangulaciones a nivel del mar, el punto más bajo del arco. Lo ideal hubiese sido prolongarlo hasta Mallorca o mejor aún Argelia, más cerca de los 45 grados (un cuarto de meridiano), pues las triangulaciones efectuadas por Méchain en Barcelona sólo alcanzarían los 40 grados. Pero el prestigioso astrónomo francés enfermó de fiebres durante su estancia en España y murió antes de completar el trabajo.

--¿Qué son las triangulaciones? –pregunté, saturado de información.

--El procedimiento geométrico que permite medir la longitud de un trayecto rectilíneo realizando mediciones laterales en ángulo recto, cuyos vectores dan origen a una serie de triángulos rectángulos encadenados llamados isoperímetros, que...

--Vale, vale –interrumpí--, no entiendo nada pero continúe.

El abogado sonrió con arrogancia y prosiguió:

--Pues bien, las mediciones en el norte corrieron a cargo de Jean-Baptiste Delambre, mientras que del sur se ocupó Pierre Méchain. Anduvo durante más de dos años por los Pirineos y luego en Barcelona, realizando los cálculos geodésicos necesarios.

--¡Más de dos años! –repetí asombrado.

--Mediante un satélite geoestacionario, todo eso resulta hoy muy sencillo, pero la operación para medir el arco del meridiano era un cálculo difícil en el siglo XVIII, para lo cual era necesario subir a los puntos más altos del terreno cargando con pesados y rudimentarios artilugios topográficos.

--¿Y por qué dice usted que Barcelona fue diseñada por la masonería?

--Casi un siglo después de ocurrir lo que te acabo de contar, las líneas maestras de aquella empresa científica serían usadas como base urbanística por el ingeniero barcelonés Ildefonso Cerdá para trazar las grandes avenidas que hoy atraviesan la ciudad: Gran Vía, Diagonal, Meridiana y Paralelo, así llamadas porque tomaron el nombre de las triangulaciones correspondientes.

Hizo una pausa para tomar otro sorbo de brandy.

--En aquella época, las líneas mencionadas confluían todas en un punto del extrarradio todavía sin planificar, donde más tarde florecería la enorme cuadrícula urbana del Ensanche. Ildefonso Cerdá, que también era masón, las aprovechó para convertir a Barcelona en una urbe fabulosa basada en la medida universal, una ciudad modélica en cuyo centro se alzaría el mayor templo del mundo. Me refiero, naturalmente, a la Sagrada Familia.

--Pero la catedral no es un templo masónico, sino católico –refuté.

--La Sagrada Familia fue promovida en 1871 por un librero barcelonés llamado José María Bocabella, miembro de la Asociación de Devotos de San José. La liturgia católica reseña que San José Obrero fue constructor, tal como también lo fueron los grandes arquitectos de las catedrales, llamados maçons, cuya palabra significa constructor o albañil en francés.

--¿Insinúa que la Sagrada Familia fue promovida por la masonería?

--No lo insinúo –sonrió petulante--, lo afirmo.

--Pero eso no es posible, yo tengo entendido que la Iglesia Católica siempre ha perseguido a la masonería como su mayor enemiga.

--No siempre fue así. En aquella época la masonería no estaba perseguida ni condenada por el Vaticano, eso vendría después. Incluso hubo entidades masónicas de carácter cristiano, como los Rosacruces, lo cual es muy normal. Después de todo, los maçons habían construido las grandes catedrales góticas de toda Europa. De hecho, la masonería custodiaba el secreto ancestral utilizado para construir los templos católicos. Lo habían heredado del rey Salomón, el gran artífice del Templo de Jerusalén, el primero sobre la Tierra dedicado a Dios.

--¿Y Antonio Gaudí sabía que aceptaba un proyecto masónico cuando se hizo cargo de proseguir con las obras de la Sagrada Familia?

--No es tan extraño. Durante todo el siglo XIX y buena parte del XX había masones en cualquier estamento de la sociedad, la política, las artes, incluso en el Ejército. Gaudí mismo era masón.

--¿Habla en serio?

--La prueba que poseo es evidente –sonrió, apurando el resto del brandy--, porque según he podido averiguar, durante su juventud Gaudí fue captado por el grupo de artistas, ingenieros, arquitectos y profesionales modernistas que planificaría el diseño utópico de la ciudad. Me refiero a una sociedad secreta formada por figuras tan destacadas como el conde Güell, el constructor Josep Xifré, el ingeniero Ildefonso Cerdá o los arquitectos Joan Martorell, Puig i Cadafalch, Enrique Sagnier, Doménech i Montaner y Ruiz Casamitjana. Querían convertir Barcelona en la Nueva Jerusalén de la que hablaba San Agustín de Hipona, una urbe colosal, futurista y mitológica.

--¿Qué sociedad era esa? –indagué.

--Se llamaba el Círculo del Dragón. Su emblema era un dragón enroscado sobre sí mismo.