Prefiero no recordar la penosa odisea por la que hube de atravesar para sobrevivir. Sólo en situaciones límite nos damos cuenta de a qué bajo grado puede llegar todo aquello que consideramos como esencial. Iba por la casa tiritando de frío; no quería enchufar la vieja estufa eléctrica encontrada en una de las habitaciones, pues ahora el piso carecía oficialmente de inquilino y hubiese sido sospechoso rebasar el mínimo de fluido contratado. Me alimentaba de bocadillos y latas de conserva. Como no había lavadora limpiaba la ropa en la bañera. Vestía con los viejos tejanos de siempre y un jersey de mercadillo. Era como si Dios me hubiese arrojado del paraíso por alguna remota razón que no alcanzaba comprender.
Pasaba el tiempo como un sonámbulo. A media mañana me levantaba con el zureo de las palomas en el balcón y la belleza barroca de la Universidad emergiendo de la bruma, borrosa y fantasmagórica, con su jardín encantado. Transcurría la jornada procurando disimular el hambre mal saciada y el frío insoportable padecido durante la noche, ignorando la soledad que me aplastaba como un peso invisible, los aullidos de las viejas cañerías, el temblor vacilante de la luz eléctrica, el desarraigo al que yo mismo me había condenado y la cama vacía sin amante.
Recorrí muchas veces la calle Balmes, deseando encontrarme con Montserrat. Ella continuaba siendo mi obsesión, el verdadero motivo que me sostenía con fuerza para continuar alentando esperanzas. Pero no la vi ni una sola vez. Volvía de aquellas incursiones desalentado y preguntándome cuánto tiempo más continuaría torturándome con semejante ilusión. Fue durante aquellos días cuando comprendí que mi único destino en la vida era proseguir investigando, de lo contrario nunca sabría si todo lo sucedido hasta la fecha era real o un simple cúmulo de coincidencias encadenadas.
Prometí que desvelaría los pasos perdidos del arquitecto aunque con ello secundara los planes de don Gustavo Saladrich. Por otra parte, me halagaba que alguien tan importante, designado por el Vaticano con el cargo de abogado del Diablo, hubiese confiado en mí para buscar la prueba definitiva de que Gaudí pudo pertenecer a una sociedad secreta. Hubiese podido contratar a cualquier profesional experimentado, un ratón de biblioteca, un periodista sabueso, alguien como Rafael Oriol. Pero me había elegido a mí.
Fue por aquel entonces cuando me vino a la cabeza una idea sorprendente. ¿Y si los lugares y los edificios del modernismo relacionados de cualquier modo con Antonio Gaudí, sus maestros, amigos, mecenas, clientes y demás circunstancias de su vida y de su obra configurasen algún tipo de pauta o mensaje codificado? Un desafío acorde con mi desbocada imaginación: descubrir la clave arquitectónica que utilizó Antonio Gaudí para diseñar la Sagrada Familia, una clave que, según afirmaba don Gustavo Saladrich, los masones dejaron escondida en la misma ciudad de Barcelona, convertida en un palimpsesto hermético. Porque tal vez era eso lo que había querido insinuar el ingeniero Ildefonso Cerdá, gran ideólogo del Ensanche y reconocido masón, cuando dijo que una ciudad es como un jeroglífico antiguo. Y ahora yo me proponía descifrarlo.
El caso es que aquello tenía su lógica: el secreto ancestral de la masonería quedaba disimulado, aunque a la vista de todos, entre los lugares y edificios más emblemáticos del modernismo en Barcelona. Comencé a pensar en una encriptación urbana que ocultase los vínculos entre los edificios del arquitecto y las claves acumuladas con el paso de los años, pues a lo mejor el secreto de Antonio Gaudí estaba integrado de alguna manera en el plano de la ciudad que le había convertido en inmortal, como deseaban los antiguos alquimistas.
Busqué un mapa de los que ofrecen los hoteles con los principales monumentos a visitar. Lo desplegué sobre la mesa del salón y empecé a buscar paralelismos y conexiones. Mi plan consistía en ir trazando líneas que uniesen entre sí los lugares vinculados de cualquier modo al arquitecto y comprobar el resultado final. Ahora parece obvio, ¿pero por qué no se le había ocurrido a nadie?, pensaba entusiasmado ante mi proyecto.
Atravesé la ciudad rastreando pistas a pie de calle. Me recorría la llamada Ruta del Modernismo, marcada mediante una serie de losetas rojas empotradas en el pavimento, cerca de donde hubiese algún monumento emblemático. Buscaba los edificios de Jujol, Martorell, Cadafalch, Doménech, Montaner, Sagnier o Casamitjana, los arquitectos catalanes que según don Gustavo Saladrich habían pertenecido a la misma logia, junto a Güell y Gaudí.
Anduve callejeando durante días por el casco antiguo en busca de símbolos masónicos y alquimistas en las piedras más antiguas. Pasaba horas rebuscando en bibliotecas y museos. Consulté cada libro editado sobre modernismo, realicé un montón de anotaciones, hice muchas fotos con una cámara desechable que compré, gastando el poco dinero que me quedaba para comer. Al final estaba desfallecido pero satisfecho con el resultado.
Concluí que había varias rutas urbanas, entre las cuales encajaban mediante algún tipo de pauta gráfica todos los edificios diseñados por Antonio Gaudí menos la Casa Vicens, enclavada en la parte alta de la ciudad. Reconozco que no logre relacionarla con ningún otro edificio representativo. Todo aquel enjambre de recorridos plasmados en el mapa ofrecía para mí un resultado fascinante y asombroso. Era como aquellos pasatiempos infantiles de los tebeos que consistían en ir uniendo con una línea la serie de números repartidos por una superficie, hasta que al final aparecía el dibujo secreto.
Una mañana, cuando el plano era ya un delirio de líneas cruzándose las unas con las otras, marcas, notas y borrones, me dirigí al pequeño bar donde acudían para desayunar los empleados de la editorial. Quería que mi antiguo compañero el documentalista me brindara su opinión acerca del hallazgo. Cuando entré a la cafetería, Rafael Oriol no había llegado aún, pero de inmediato percibí las miradas de reojo y los comentarios a media voz. Me habían reconocido, yo era el corrector expulsado por jugar a periodista.
Esperé al fondo de la barra tomándome un café, hasta que al fin llegó Rafael. Venía vestido con una escandalosa chaqueta roja, saludando a unos y a otros; era el típico tío simpático que nadie se toma demasiado en serio porque parece inofensivo. Levanté la mano para indicarle mi presencia. No me distinguió a la primera, pues no veía bien de lejos y traía las gafas empañadas de vaho a causa del frío. Al reconocerme, vino con los brazos tendidos:
--Chico, estás en los huesos –fue lo primero que dijo cuando me abrazó.
--Pues tú estás cebado –aprecié--, si continúas engordando a ese paso podrías buscar pluriempleo en un circo. Lo digo por la pinta que llevas con esa chaqueta roja. Pareces un viejo domador de fieras entrado en carnes.
--Oye –bromeó--, si has venido a insultarme te vuelves por donde has llegado. Esta chaqueta es de Versace, para que lo sepas.
--Vaya, no imaginaba que se ganara tanto de documentalista.
--Bueno, es una prenda de segunda mano –sonrió confidencial.
Tomamos asiento en la mesa del fondo y Rafael pidió su acostumbrado desayuno. Aquello era lo más parecido a una comida que yo me había llevado a la boca en mucho tiempo. El documentalista gozaba del mismo apetito de tiranosaurio que siempre y continuaba mostrándose tan afable como de costumbre, a pesar de la forma tan abrupta en la que nos habíamos despedido.
--¿Qué te trae por aquí? –preguntó cuando nos hubimos acomodado.
Aplacé comentarle de momento lo de la pauta geométrica del modernismo y decidí resumirle la peripecia sufrida tras volver a Valencia, la muerte de mi abuela, el intrincado mosaico de secretos familiares que había destapado indagando sobre la vidriera perdida de Gaudí al acudir por la notaría de don Braulio Gabaldón.
--Cuando encontré muerto al notario, poco después de haberme contado lo que acabo de resumirte, me asusté y decidí regresar a Barcelona.
--Bah, tú no tienes la culpa de que aquel tipo se bebiera toda la botella de brandy que le regalaste. Quizá padecía del corazón y sufrió un infarto.
Yo no pensaba lo mismo, aunque preferí cambiar de asunto:
--Bueno, ¿y tú qué tal, cómo va todo por el trabajo?
--Ahora ya está más calmado el ambiente, pero al poco de que Lavinia te despidiera, el presidente del grupo editorial en persona me llamó a su despecho y me sometió a un interrogatorio de tercer grado. Vamos, que sólo le faltó leerme los derechos y mandarme al corredor de la muerte.
--¿Cómo es eso?
--Quería saber lo que tú y yo andábamos indagando por ahí para que le hubiesen llamado del Arzobispado pidiendo explicaciones. Me recordó que ya no era periodista de investigación y que debía ceñirme a mi trabajo de documentalista. Contesté que aquello es precisamente lo que había estado haciendo y entonces le revelé que habías descubierto la existencia de un proyecto desconocido de Antonio Gaudí en Valencia.
--Pues no sé si eso fue prudente, hay mucha gente, a favor y en contra del arquitecto, nerviosa con el asunto de su posible canonización.
--Lo sé –sonrió--, el presidente fingió enfado, pero enseguida quiso saber si estaríamos dispuestos a escribir un libro con lo que habíamos descubierto, para publicarlo en la editorial.
--¡Vaya! –exclamé.
--Yo le dije que las pruebas de todo lo investigado las tenías tú y entonces me sugirió que te localizase y nos pusiéramos manos a la obra cuanto antes. Pero como te marchaste sin dejarme tu dirección en Valencia, y siempre tienes el móvil apagado...
Aquello era cierto, yo había dejado el teléfono fuera de uso para que no me incordiase Caty llamándome a toda hora.
--Pero entonces llegó ese policía de homicidios preguntando por ti, el asunto me dio mala espina y preferí dejarlo todo como estaba.
--¿Recuerdas cómo era?
--¿El policía? Pues un tipo a lo Humprey Bogart. Velasco creo que se apellidaba. Me comentó que teníais una conversación pendiente sobre la muerte de Joan Cabré. Por cierto, no me dijiste que lo encontraron muerto en su casa de un disparo.
--Lo siento, pero no quería implicarte. Ya lo ves, Rafa –sonreí con amargura--, la gente muere a mi alrededor igual que si arrastrase un maleficio. No debería estar aquí, pidiéndote ayuda, temo que también resultes afectado.
--Venga hombre, has leído demasiadas noveluchas de intriga durante tu corto cometido de corrector.
--Tú acabas de mencionarlo, en este asunto hay algo extraño.
--Bueno, por mí no te preocupes, yo tengo siete vidas como los gatos.
--¿Eso quiere decir que puedo contar contigo?
--Según para qué –bromeó zampándose una ensaimada.
--Quiero seguir investigando el paradero de la vidriera.
--Por mí, de acuerdo.
--Gracias, Rafa --me incliné para darle un abrazo.
--Vale, vale, pero sin mariconadas.
--Eres el único amigo que tengo –añadí emocionado.
--Haces bien al no rendirte –sonrió--, porque como dicen los orientales: la búsqueda es el objetivo. Por cierto –añadió--, siento lo de tu abuela. Ah, y haz el favor de conectar el teléfono móvil para que pueda localizarte.
Para empezar nuestra nueva etapa investigadora, lo primero que hice fue mencionarle la misteriosa desaparición de la vidriera modernista, junto a todas las fotos de aquella época donde aparecía plasmado el artístico escaparate de Novedades Oltra.
--Por lo visto, la única imagen que se ha salvado es la que tenía mi abuela en su costurero.
Rafael Oriol tomó nota del nombre y la fecha que figuraba en el dorso de la fotografía (M. Sirvent, Marzo de 1912) y prometió indagar en ello. Nos despedimos y yo me sumí de nuevo en mi delirio de vínculos ocultos.
Dos días más tarde me llamó al móvil y quedamos de nuevo en el bar:
--Prepárate –sonrió divertido--, tengo noticias interesantes.
--Eres un genio –elogié.
--Qué va, tú me has dado la pista y yo sólo he tirado de la hebra.
--Cuéntame.
--Pues mira, he localizado al mayor experto en modernismo que hay en la Comunidad Valenciana. Vengo de hablar por teléfono con él y acepta recibirnos para comentar lo que sabe sobre todo lo relacionado con Gaudí. Se llama Fermín Monllor y es académico de Bellas Artes.
--No pienso ir a Valencia –negué.
--Tranquilo, Fermín Monllor no está en Valencia, sino en Alcoy, una pequeña ciudad en el interior de la provincia de Alicante. Si te parece bien, podemos ir el sábado en mi coche.
Rafael poseía un Peugeot 505 de color marrón, un anticuado armatoste diesel y de segunda mano. Al subir deduje que no lo había limpiado ni una sola vez desde que se lo compró a su anterior dueño. Lo más actual que poseía en su interior era un pequeño GPS portátil, conectado mediante un cable al encendedor eléctrico. Salimos muy temprano y comenzamos a recorrer los casi 580 kilómetros que separan Barcelona de Alcoy.
Entonces aproveché para ponerle al tanto sobre algunas cosas que no había tenido la ocasión de comentarle todavía: por ejemplo todo lo que me contó Joan Cabré referente a las frecuentes citas clandestinas que según el relato del anciano mantenía Gaudí en un antiguo caserón del barrio gótico, y en cuya puerta figuraba una salamandra metálica como llamador.
--Guastavo Saladrich me dijo que la salamandra es un símbolo alquímico.
--Es cierto –admitió Rafael--, y no sería descabellado suponer que Antonio Gaudí se interesara por los alquimistas y el espiritismo, pues en aquel entonces el esoterismo, la teosofía y otras corrientes pseudocientíficas, como el socialismo utópico, eran algo bastante habitual y difundido. Tanto Gaudí como sus más directos colaboradores fueron bastante aficionados a la iconología propagada por el modernismo. Por eso las vidrieras alquímicas de Jean Maumejean incluían ideogramas hermetistas entre la ornamentación.
--¿Qué significa ideograma? –pregunté interesado.
--Un ideograma es como una metáfora gráfica. El modernismo utilizó ese recurso simbólico en las artes decorativas y arquitectónicas, pues en aquel entonces, el arte todavía era un medio para comunicar conceptos y mensajes por medio de representaciones iconográficas, tal como sucedía en las catedrales de la Edad Media. Ya te digo que Gaudí fue un gran admirador del gótico, por eso valoraba tanto a los arquitectos más representativos de aquel estilo, como Joaquín Arnau, el precursor valenciano del neogótico, un tipo extraño, que decoraba casi todos sus edificios con la figura del dragón, símbolo equivalente a la salamandra.
--Por cierto, tuve la ocasión de visitar su primer taller de arquitectura en Ruzafa, una pequeña localidad convertida en barrio de Valencia gracias al Ensanche que Arnau promovió cuando trabajaba como arquitecto municipal. Hoy día la finca está vacía y pertenece a una rama de la familia que construyó el Palacio de La Alameda y el Pasaje Ripalda, donde figuraba el comercio textil de los Oltra.
--Desde luego, todo eso no parece una simple casualidad.
--Lo mismo pienso yo, por eso quiero seguir investigando.
Alcoy es un pueblo de clima extremo y orografía radical, rodeado de picachos, pinares y barrancos. Las calles descienden en pendiente hacia un cauce sin agua sorteado por varios puentes. En los márgenes de la rivera perviven, aunque ya en ruinas, viejas factorías de hilaturas y tejidos, grandes construcciones fabricadas en hierro forjado y adobe, que le dan al entorno un aire proletario, como si allí se hubiera detenido el tiempo durante la Revolución Industrial.
Llegamos a mediodía y aparcamos en la parte baja de la población. Hacía mucho frío y yo, como siempre, iba con ropa de menos. Lucía una mañana soleada, con el cielo bruñido en azul. El aire penetraba como un fluido glacial en los pulmones, despejándonos del prolongado trayecto. Caminamos calle abajo hacia el centro de la localidad, porque Rafael había quedado con el académico frente al Archivo Municipal, situado en la calle San Lorenzo. Había muchos comercios y bastante animación, la gente no parecía experimentar el frío lacerante de aquellos lares, pero yo me sentía destemplado.
Llegamos frente a la Casa de Cultura, un edificio neoclásico que alberga el Archivo local. Fermín Monllor nos aguardaba de pie junto a la escalinata, cubierto por un abrigo de lana negra con olor a naftalina. Era el típico pensionista pulcro, incluso atildado, con su boina de cuadros marrones a juego con el chaleco, los guantes y la bufanda, todo bien planchado y diligente. Una vez hechas las presentaciones, el académico nos invitó a comer en el restaurante de un hotel situado en la misma calle. Menú modesto, camareros como embalsamados dentro de su chaquetilla blanca y apergaminada por el exceso de almidón y el paso del tiempo; un comedor triste, con la decoración de un establecimiento en decadencia que había conocido tiempos mejores.
--Ustedes me disculparán que no les invite a casa para el almuerzo, pero desde que me quedé viudo no poseo servicio doméstico, dicho sea de paso.
--Aquí estamos de maravilla –convino Rafael, que sabía tratar a la gente--, ha sido usted muy amable al recibirnos.
Don Fermín Monllor hablaba por los codos. Odiaba ser un jubilado, reunirse a tomar el sol con los demás pensionistas, la partidita de dominó y luego a dormitar frente a la televisión hasta la hora de la cena. Utilizaba ese tono retórico y altisonante de los que hablan sentando cátedra, pero era entretenido escucharle. Había sido director en la Escuela de Artes y Oficios de Valencia y ahora ostentaba escaño en la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos. Manejaba las gafas plegadas como elemento para subrayar sus argumentos. La vida cotidiana en una población tan pequeña era un fastidio y la muerte de su esposa le había dejado sin la única persona con la que poder alardear. Nuestra visita le rescataba del aburrimiento.
Mientras tomábamos el café, Rafael Oriol abordó el motivo que nos había llevado a entrevistarnos personalmente con él:
--Mi amigo y yo buscamos datos de cierto escaparate decorado con un vitral modernista, obra el vidriero francés Jean Maumejean, que presuntamente diseñó Antonio Gaudí para un comercio de Valencia.
--Usted se refiere a la camisería y guantería Oltra ubicada en la calle Cajeros –confirmó el académico--, pero ese comercio ya no existe, dicho sea de paso, cerró en 1998. Y en cuanto a la hipótesis de que Antonio Gaudí pudiese diseñarlo, pertenece a la rumorología extraoficial. Como académico, debo decir que dicho vitral no figura entre las obras del arquitecto. Sin embargo, personalmente, no me parece imposible que lo hubiera diseñado. Porque Gaudí viajó varias veces a Valencia, dicho sea de paso. Le interesaba mucho el estilo medievalista de Joaquín Arnau Miramón, considerado el mejor arquitecto de Valencia.
--¿Usted llegó a conocer aquel vitral?
--Desde luego que sí, estaba en la planta baja del Pasaje Ripalda y era una maravilla, dicho sea de paso. Formaba parte de un escaparate fabricado en madera noble y decorado con una hermosa vidriera compuesta en cristal emplomado de una extraordinaria luminosidad, como jamás he visto nada igual. Cuando la luz solar le incidía directamente a determinada hora de la mañana, todo el vitral parecía una llamarada de fuego.
--¿Qué pasó con el escaparate cuando cerraron la tienda?
--Nadie lo sabe, desapareció de repente. Como años antes había desaparecido el Palacio de La Alameda, propiedad de la misma familia que construyó el pasaje donde se hallaba ubicada la camisería Oltra.
--Qué coincidencia –meditó Rafael, recordando lo que yo mismo le había comentado durante el trayecto.
--Lo extraño es que ambos, el vitral de la camisería Oltra y el Palacio de Ripalda, desapareciesen sin dejar ni rastro, siendo como eran dos de las obras más importantes relacionadas con la misma familia. Lo cual, dicho sea de paso, contribuyó a propagar la leyenda de Ripalda.
--¿Qué leyenda era esa? –indagué interesado.
--Corrió el rumor de que un inversor anónimo había comprado el Palacio de Ripalda por medio de un intermediario para llevárselo y reconstruirlo en otro lugar.
--¿Puede darnos más detalles? –alentó Rafael.
--Bueno –sonrió escéptico--, según la mencionada leyenda, el Palacio de La Alameda fue desmontado piedra sobre piedra en una sola noche. Sin embargo, aquello no fue más que una maniobra para desviar la atención de la gente y que a nadie le diera tiempo a protestar. El derribo se perpetró en agosto de 1967. Detrás de la demolición se ocultaba un pelotazo inmobiliario para urbanizar toda esa zona, y como la última condesa de Ripalda, doña María Dolores Paulín, no tuvo descendencia, cuando la señora falleció, el Palacio de la Alameda quedó más de treinta años abandonado, deteriorándose poco a poco, hasta que un alcalde franquista y un promotor inmobiliario decidieron dar el sablazo y repartirse los beneficios.
--¿Y qué fue del escaparate?
--A finales de los ochenta, los Oltra pusieron a la venta la camisería y la compró un comercio textil de la competencia, que desmontó el establecimiento y alquiló el local para otro tipo de negocio con el fin de sacarle mayor partido. No hay datos de lo que sucedió con el escaparate. Algunos dicen que terminó comprándolo un personaje anónimo, tal vez un coleccionista obsesionado con aquellos vestigios del siglo pasado. Lo más curioso, dicho sea de paso, es que Joaquín Arnau construyó también un palacio rural en Fontanares, un pequeño municipio al oeste de la Comunidad Valenciana, que desapareció como de la noche a la mañana.
Sufrí un sobresalto al oír el nombre del pueblo de donde mi abuela era natural.
--¿Cómo es eso? –indagué.
--Unos años antes de que doña Josefa Paulín de la Peña, primera condesa de Ripalda, encargase a Joaquín Arnau el Palacio de La Alameda, el arquitecto ya trabajaba en una mansión solariega de grandes dimensiones y estilo palazzo veneciano para el marqués de Vellisca, un aristócrata rural afincado en Los Alhorines, hermosa zona de viñedos y pinares conocida como la Toscana española, por su similitud paisajística y vitivinícola con la famosa región italiana, cuya población principal se llama Fontanares. Pues bien, Arnau culminó el Palacio de Torrevellisca, como así se llamaba, dicho sea de paso, en 1890, un año antes de terminar el de la condesa de Ripalda. Y lo más curioso es que también el palacio de Torrevellisca fue demolido de un día para otro, un siglo después de su inauguración; o sea, en 1980.
--No puede ser casualidad –repitió asombrado Rafael.
--Es lo que yo digo –confirmó el académico--, a veces me parece que lo de la leyenda negra es cierta, y que a la familia Ripalda la perseguía un maleficio, porque todo lo que ordenó construir ha desaparecido.
--Pero habrá quedado constancia gráfica de los proyectos en el archivo del arquitecto –repuso Rafael Oriol.
--Pues no, porque toda la documentación de Joaquín Arnau Miramón se perdió durante la Guerra Civil.
--Otra casualidad.
--Del Palacio de La Alameda quedan bastantes postales antiguas, porque fue un icono urbano de aquella época, pero ni de la vidriera del Pasaje Ripalda ni del Palacio de Torrevellisca se conservan imágenes. De hecho, casi nadie sabe nada de aquella grandiosa mansión. Y, dicho sea de paso, tampoco se sabe por qué la derribaron. Es como si alguien hubiera querido borrar el rastro de algún suceso, de alguna persona relacionada con la familia Ripalda.
Cuando el académico terminó de contarnos todo aquello, Rafael Oriol pagó la cuenta del almuerzo y salimos a la calle, dispuestos a regresar. Hacía mucho frío y el halo blanquecino de nuestro aliento se congelaba en el aire gélido de la tarde. Mientras nos despedíamos, Fermín Monllor añadió:
--Lamento que no hayan sacado mucho en claro con su visita.
--Todo lo contrario –replicó Rafael--, ha sido muy esclarecedor.
Volvimos al Peugeot y nos pusimos en marcha. Rafael conducía en silencio mientras ambos íbamos dándole vueltas a la conversación recién mantenida con el jubilado académico. El cielo amenazaba cubierto de nubes borrascosas y de pronto comenzó a llover. Cuando circulábamos por una solitaria carretera comarcal apareció por detrás un automóvil a toda velocidad y con las luces largas encendidas, deslumbrándonos a través del espejo retrovisor. Era un enorme automóvil todoterreno acercándose peligrosamente a nuestra zaga como si tratara de darnos caza.
--¡Cuidado –grité--, quiere sacarnos de la carretera!
--¿Pero qué dices? –replicó mi amigo--, lo que pasa es que llevo los pilotos traseros estropeados y no ha debido vernos. Tranquilo, chico, no pasa nada.
Poco después, el vehículo nos rebasaba fundiéndose con la oscuridad reinante a toda velocidad. Oriol no le dio importancia, sin embargo yo lo consideré otro aviso para no seguir indagando en los misterios de Gaudí.
--Anda, duerme un poco –aconsejó Rafael--, queda un buen trayecto.
Pero no podía dormir. Cómo quitarme de la cabeza que habían intentado matarme de nuevo. Porque para mí aquel automóvil era el mismo que se nos echó encima cuando Montserrat y yo regresábamos de Mataró.
--¿Sabes una cosa? –intervine rompiendo el silencio--, Gustavo Saladrich me dijo que Gaudí pudo pertenecer a una sociedad secreta llamada el Círculo del Dragón, compuesta por los principales constructores y arquitectos del modernismo, incluido el ingeniero Cerdá y el conde Güell.
--¿El Círculo del Dragón? –repitió--, no me suena de nada. Pero de todas formas no existe ninguna prueba tangible de que Gaudí perteneciese a ninguna sociedad secreta.
--Pues el abogado me dijo que utilizó en el diseño de la Sagrada Familia una fórmula geométrica encontrada en la tumba de un duque masón de origen inglés enterrado en el monasterio de Poblet.
--Mira, no le des más vueltas, la única fórmula que utilizó Gaudí a lo largo de su carrera profesional fue la del modernismo.
Le miré boquiabierto:
--¿Qué fórmula era esa?
--Cualquier corriente artística parte siempre de un canon estilístico que con el tiempo acaba influyendo sobre la pintura, el teatro, la música o la escultura de toda una época. Si la Edad Media fundamentó el gótico en Dios, de ahí el arco de ojiva, siempre apuntando hacia las alturas, el Renacimiento basó su ideal en el ser humano, volviendo a los antiguos cánones pitagóricos y greco-romanos. Por el contrario, para el modernismo, la esencia radicaba en la Renaixença, un coctel muy catalán mezcla de mitología, nacionalismo y religión. La Renaixença funcionó en la época de Gaudí como un intento idealizado de reactualizar las antiguas leyendas medievales, románticas y caballerescas, como la del Grial.
--Pero tú me dijiste que Maumejean era el último artesano modernista, que fabricaba sus obras con cierto material llamado vidrio alquímico.
--Desde luego, modernismo y alquimia coinciden bastante –corroboró mi amigo--, los alquimistas medievales buscaban la Piedra Filosofal, otra forma de llamar al Grial, que por cierto no era un objeto sino un concepto metafísico asociado al renacimiento y la inmortalidad. Por su lado, los modernistas intentaron crear un estilo simbólico y legendario, que trascendiese más allá del tiempo. Quizá por eso la Iglesia no lo veía con buenos ojos y calificó al modernismo de pagano.
--Entonces –aventuré--, parece claro que Gaudí era, si no masón, por lo menos un alquimista contemporáneo.
--Eso sí que tiene sentido, porque durante la última etapa de su vida se dedicó por entero a la Sagrada Familia como si fuera su particular Piedra Filosofal. Para los alquimistas, el trabajo directo sobre la materia es lo que transforma la vida del ser humano, y no al revés. En otras palabras: a través de su obra una persona puede alcanzar la inmortalidad fundiendo su alma con ella. Y eso mismo es lo que intentó Gaudí al asociar su nombre con la Sagrada Familia.
--Yo penaba que los alquimistas buscaban convertir el plomo en oro.
--Los verdaderos alquimistas no intentaban transformar el plomo en oro, sino convertir su vida en una obra de arte con el material de su experiencia personal. Mira –concluyó--, Gaudí no fue un arquitecto brillante, había otros mucho mejores, pero él dominaba la esencia que transforma un simple monumento en un icono cultural, más allá del tiempo y del espacio. Por eso la conversión de un mito en estilo constituye uno de los misterios más inescrutables del arte, de ahí que algunos le tomasen por masón, miembro de alguna sociedad secreta o depositario de un oscuro secreto ancestral.
A mí me hubiese gustado expresarme así, deslumbrar a Montserrat con mi cultura, ser el periodista de investigación con el que soñaba codearse. Pero yo sólo era un joven con la cabeza llena de pájaros, cayendo en picado por culpa de una obsesión que amenazaba con arrastrarme hacia el desastre.
La noche parecía una caverna de oscuridad. No había nadie más en la carretera y continuaba lloviendo. Comencé a mirar hipnotizado el movimiento isócrono de los limpiaparabrisas despejando el agua que velaba el cristal delantero del viejo vehículo, poco a poco se me fueron cerrando los párpados y antes de que pudiese percatarme ya estaba durmiendo.
Desperté al amanecer, entumecido y soñoliento. Abrí los ojos y vi que seguíamos en ruta. Pobre Rafael, como yo no sabía conducir se había tragado él solo casi 600 kilómetros, con dos paradas en tristes áreas de servicio para repostar y tomar algo. En ese momento atravesábamos una zona de factorías abandonadas, un extrarradio de chabolas, ropa tendida y perros famélicos bajo un cielo de color hepático ensartado entre postes de alta tensión.
--¿Cuánto falta? –dije bostezando.
--Nada, ya estamos entrando en Barcelona.
--Qué frío hace –constaté.
--La calefacción se ha estropeado. Aún así, has dormido como un lirón.
--¿Qué hora es?
--Qué más da la hora que sea, hoy es domingo.
Atravesábamos la urbe sin tráfico, desierta como una ciudad en cuarentena. Oriol me dejó en la Plaza de la Universidad y continuó hacia el corazón del Ensanche. Subí al piso y abrí la puerta de casa, dispuesto a dormir el resto del año. Me dolía la espalda por culpa del viejo Peugeot. Antes de irme a la cama eché un vistazo al plano de la ciudad que seguía desplegado sobre la mesa, con la ruta hermética y modernista dibujada por encima utilizando la costosa pluma estilográfica Faber-Castell regalada por don Gustavo Saladrich.
De pronto tuve un presentimiento. Apagué la luz, fui hasta el balcón, descorrí un poco la cortina y me asomé a la calle. Allí estaba de nuevo, la oscura sombra de ojos lucífugos, inmóvil bajo la lluvia. Ya no aguantaba más. Corrí escaleras abajo armado con un atizador metálico que había junto a la vieja cocina de carbón, dispuesto a enfrentarme contra quien fuese. Pero cuando llegué a la plaza ya no estaba. En su lugar había un camión cisterna y varios operarios manejando la manguera del riego matutino como si acarreasen una serpiente apaleada. Me desprendí del atizador soltándolo junto a una papelera y comencé a caminar. Había dejado de llover.
Al llegar a la esquina de Balmes eché calle arriba y los pasos me condujeron maquinalmente frente al majestuoso pórtico donde residía el abogado del Diablo. La puerta de hierro y latones forjados aparecía cerrada, pues era demasiado temprano para que hubiese llegado el portero. Continué adelante con los puños apretados, hundidos en los bolsillos y mirando el reflejo de mi triste silueta sobre los charcos del pavimento.
Cuando quise percatarme había subido hasta la Diagonal. Temblando de frío, decidí regresar a casa. Doblé hacia la Plaza de Juan Carlos I, en cuyo centro destaca el obelisco de granito negro como un dolmen arcano. Las calles brillaban con el sol de la mañana, húmedas por la lluvia caída durante la noche. No tenía sueño, la caminata me había despejado. Enfilé por el Paseo de Gracia en dirección a Plaza Cataluña, la gran arteria urbana donde Gaudí construyó dos de sus edificios más emblemáticos, la Casa Milá y la Casa Batlló.
Al detenerme junto al semáforo en la esquina con la Gran Vía de las Cortes Catalanas, en lugar de dirigirme a casa, torcí en dirección a la Plaza de Tetuán, pues de pronto había recordado que no muy lejos de allí resultó atropellado el arquitecto en 1926, cuando cruzaba la gran avenida de doble circulación. Decidí acercarme y echar un vistazo al escenario del accidente.
Avanzando hacia mi objetivo me vino un detalle a la cabeza: según afirmaba uno de los libros que me había leído para documentarme sobre los pasos perdidos de Antonio Gaudí, en el número 617 de aquella gran avenida que atraviesa el Ensanche como un eje urbano tenía su templo la Gran Logia Nacional de España. Y en efecto, no habría caminado más de cinco minutos cuando pasé frente a un edificio con el típico estilo neogótico tan abundante a finales del siglo XIX y principios del XX, con el número 617 figurando en la fachada. Pero el portal estaba cerrado y no había por ningún sitio la menor señal de que aquello fuese la principal sede masónica española en Barcelona.
Trescientos metros más adelante llegaba por fin al cruce donde cayó Gaudí alcanzado por un tranvía, muy cerca de la Plaza de Tetuán, por donde bajaba cada tarde dando un largo paseo desde la catedral en obras. Ahora ese punto del bulevar está regulado por un semáforo y su correspondiente paso de peatones. Pero no hay nada, ni una modesta placa, que rememore aquella fatídica tragedia. Crucé al otro lado de la Gran Vía dispuesto a imitar el recorrido diario que hacía el arquitecto camino del templo San Felipe Neri.
Atravesé la calle Caspe, giré a la izquierda para enfilar el Paseo de San Juan y pasé justo frente a la Biblioteca de Rosendo Arús, la única en todo el mundo dedicada por entero a la masonería, lo cual no dejaba de ser otra interesante casualidad. Luego, tras bajar hasta el Arco del Triunfo, giré a la derecha y me sumí en las callejuelas del casco antiguo. Por fin llegué a la umbría plazoleta donde se halla el templo de San Felipe, con su fuente de piedra musgosa en el centro y los muros acribillados por la metralla de la Guerra Civil. Accedí a su interior y me senté un rato a descansar, imaginando lo que sentiría Gaudí sobre aquella mística experiencia.
Cuando por fin regresé a casa era mediodía y ya estaba más animado, dispuesto a continuar investigando los pasos perdidos del arquitecto en la Barcelona de su turbulenta época. Extendí el plano para examinar el trayecto recién efectuado, pues acababa de tener un presentimiento. Con ayuda de una regla de plástico tracé una línea que partía desde la sede local de la Gran Logia Nacional de España y culminaba en la Plaza de Tetuán, pasado por el sitio donde fue atropellado Gaudí. Luego tracé una segunda línea que unía ese mismo punto del bulevar con la Biblioteca masónica, formando un ángulo.
El edificio neogótico que alberga la Gran Logia, el punto donde cayó herido el arquitecto y la Biblioteca de Rosendo Arús configuran los vértices de un triángulo rectángulo, cuya hipotenusa pasa justo por encima de la sede local de los Jesuitas en la calle Caspe, situada curiosamente frente a la Casa Calvet. Aquello era demasiado inverosímil para considerarlo como una simple casualidad. El gráfico logrado revelaba un vínculo entre la Masonería, los Jesuitas y Antonio Gaudí, protagonistas de una soterrada intriga histórica que se había prolongado hasta nuestros días. Eufórico ante mi descubrimiento, comencé a revisar de nuevo toda la documentación acumulada durante mis trayectos urbanos. ¿Pero como encajar a los Jesuitas en aquel complot?
A media tarde obtuve la respuesta que buscaba: el tranvía que atropelló al arquitecto circulaba por la línea 30 y era conocido como el de la cruz roja, por llevar en el parachoques frontal una placa metálica en forma de rombo decorada con la cruz encarnada de San Jorge. No era posible pasar por alto semejante detalle, porque según me había dicho don Gustavo Saladrich, la Cruz de San Jorge fue también el nombre de la entidad terrorista financiada por los Jesuitas y el marqués de Comillas para combatir a las logias masónicas que proliferaban tanto en la Barcelona del siglo XIX. Y aquella violenta organización tenía como emblema una cruz trazada en rojo, el mismo signo anónimo dibujado en sangre que yo había recibido cuando trabajaba en la editorial. Me precipité hacia la mochila, pero de pronto recordé que ya no lo tenía. El folio con el siniestro emblema se lo había llevado Saladrich al terminar nuestra conversación mantenida en el Palace, poco antes de que llegara Montserrat.
Revisando un diccionario sobre simbolismo hermético descubrí algo más inquietante todavía: de los 33 grados establecidos para completar el ascenso a la cumbre de toda logia masónica, el grado 30 corresponde al denominado Caballero Kadosh (en hebreo significa el ungido), también conocido como Caballero de la Venganza. Se refiere a la persona elegida por la masonería para ejecutar los castigos impuestos por el gran maestre a todo afiliado que hubiese incurrido en falta. Un castigo que se pagaba incluso con la muerte.
Aquello me condujo a una terrible conclusión: el accidente que acabó con la vida de Gaudí no fue tal, sino un crimen ejecutado por el fanatismo jesuita o un homicidio ritual de la masonería. En cualquier caso, estaba claro: lo habían eliminado por apropiarse del secreto que obtuvo de muchacho en el monasterio de Poblet. La fórmula geométrica con la que había diseñado la Sagrada Familia y quizá también el vitral modernista de Novedades Oltra. Satisfecho pero fatigado, me tumbé sobre la cama intentando descansar un rato. Tuve un sueño turbio, enmarañado de datos y deducciones.
Desperté al otro día seguro de haber encontrado la clave que andaba buscando desde hace días: todos los lugares relacionados con los pasos perdidos del arquitecto enlazaban entre sí mediante trazos formando una fabulosa retícula en el plano. Ahora necesitaba encontrar la pauta empleada para realizar aquellas conexiones entre lugares, edificios y monumentos vinculados de un modo u otro con la vida de Gaudí; un eje maestro entre todas las líneas, un centro desde donde hacer coincidir todos los vectores.
Permanecía estrujándome la cabeza y quemándome los ojos frente al plano de Barcelona cuando sonó el teléfono móvil y me sobresaltó. Era el documentalista, que me llamaba para desayunar. Como ya era lunes y no me había llevado a la boca nada sólido desde que almorzásemos en Alcoy, tenía un hambre voraz. Cuando llegué al bar de costumbre, Rafael Oriol ya estaba sentado a la mesa, la de más al fondo, zampándose un abundante desayuno.
--¿Has descansado del atracón a conducir que te diste? –pregunté mientras pedía un café con leche y echaba mano a las ensaimadas.
--Sí, pero no consigo dormir. He pasado todo el tiempo dándole vueltas a lo que nos contó Fermín Monllor.
--Eso explica la cara de zombi que llevas.
--Pues tú tampoco pareces un ramillete de azucenas.
--La verdad es que yo tampoco he dormido mucho –en aquel momento me hubiese gustado contarle mi descubrimiento, pero me pareció prematuro. Antes necesitaba completar toda la trama y ofrecer un resultado coherente.
--Por cierto –añadí--, ¿podrías prestarme el GPS que llevas en el coche?
--Claro –me tendió las llaves del garaje donde guardaba el automóvil--, está nuevo, no lo he usado desde que me lo regaló mi mujer.
--¿Por qué?
--No me gustan las maquinitas electrónicas, yo soy de la vieja escuela; con la Guía Michelin llego a todas partes.
Cuando terminamos el desayuno me despedí de Rafael agradeciendo su invitación, fui hasta el garaje, cogí el GPS portátil y lo programé para que localizara el centro de Barcelona partiendo desde la Plaza Cataluña. Nada más activarlo apareció en la pantalla una flecha flotante indicándome la dirección a seguir. Una voz sintética con acento femenino enunció: avance 200 metros. Enseguida comprendí que me orientaba en dirección al Paseo de Gracia.
Mientras caminaba llevando el navegador electrónico en la mano deduje que si Barcelona poseía un epicentro histórico, aparte de la Plaza Cataluña, principal foco turístico de la ciudad, no podía ser otro que la Plaza de Tetuán, en plena Gran Vía de las Cortes Catalanas, equidistante con todo el Ensanche. Seguramente así lo había ideado el ingeniero Ildefonso Cerdá.
Cuando hube transitado un buen trecho por el Paseo de Gracia, la voz femenina del navegador portátil me ordenó torcer a la derecha girando hacia la calle Caspe. Llegué hasta a la Casa Calvet, edificada frente al templo de los Jesuitas, y el aparato indicó que continuase adelante. Mientras permanecía detenido ante un semáforo, levanté la cabeza y la vi. Sobresalía entre los edificios del Ensanche como un tótem gigante clavado en mitad de la calle: la Torre Agbar. El GPS tenía razón: la calle Caspe conduce directamente hacia la Plaza de las Glorias Catalanas, el extremo más oriental de la Gran Vía, donde se alza desde hace unos años la Torre Agbar, el llamativo rascacielos cilíndrico y acristalado en forma de obús gigantesco y tornasolado.
Continué caminando en la misma dirección y cuando desemboqué a la enorme plaza circunvalada de tráfico, el navegador electrónico anunció: ha llegado a su destino. Me quedé perplejo, con la vista levantada sobre la cima cónica de aquel original edificio cilíndrico erigido en acero y cristal coloreado, el último icono urbano de Barcelona. Yo sabía que la Torre Agbar alberga desde 2005 las oficinas de un próspero grupo multinacional. Podía ser una simple casualidad que alguien hubiese construido aquel rascacielos megalítico en la Plaza de las Glorias Catalanas, futuro centro urbano de la Barcelona post olímpica, o más bien la evidencia de que la clave masónica inspiradora de las grandes avenidas continuaba latiendo en secreto.
Allí estaba la prueba de que los trabajos emprendidos en el siglo XVIII por el astrónomo galo Pierre Méchain para medir el arco del meridiano y obtener así una medida universal habían convertido a Barcelona en una urbe fabulosa, marcada por el sello arcano de la masonería. Los cálculos acometidos por Méchain concluían sobre un determinado punto en el puerto de Barcelona. Por eso, para recordar siempre aquel hito histórico, las autoridades habían construido allí un monumento llamado Torre del Reloj, pues el empeño científico tuvo como finalidad no sólo sintetizar el Metro, sino la obtención de una referencia horaria universal basada en el meridiano cero de París.
Enfilé hacia el Paseo de Colón, crucé hacia el Muelle de España y me dirigí hasta el centro comercial ubicado en el mismo muelle. No lejos de allí se alza ese vestigio histórico del siglo XVIII al que hoy nadie concede importancia, la Torre del Reloj, sumida entre aparejos y maquinaria portuaria. Como no está permitido el paso público a esa zona, ocupada por la Cofradía de Pescadores, admiré la pequeña torreta desde lejos. Luego me senté a descansar en uno de los bancos de madera que hay en los alrededores. Ahora comprendía mucho mejor aquel ascetismo tan severo asumido por Antonio Gaudí durante la última y fructífera etapa de su existencia; retirado del mundo, dedicado por completo a la Sagrada Familia, como un viejo alquimista buscando la Piedra Filosofal.
Comencé a imaginar que mi destino en la vida era desvelar al mundo el secreto alquímico plasmado en el escaparate de la camisería Oltra, cuyo vitral perdido quizá contuvo la fórmula geométrica de la masonería, encontrada por Gaudí en el monasterio de Poblet. Ya sé que ahora todo esto puede parecer una locura, fruto de mi delirio a causa del insomnio, el hambre y la obsesión por descubrir un hecho histórico que pudiese otorgarme de nuevo el respeto de don Gustavo y la estima de Montserrat. Pero aquella misma obsesión era lo que me mantenía con esperanzas, como el náufrago aferrado a su madero.
Cansado, regresé a casa y me acosté un rato. Cuando desperté ya era de noche, sentía frío y un hambre casi doloroso. Salí para comprarme un bocadillo, pero como ya no tenía dinero me introduje la pluma estilográfica de platino y ébano en el bolsillo para ver si conseguía venderla. Caminaba medio sonámbulo entre la gente, tiritando y con la cabeza urdiendo cavilaciones, tal como iría el anciano arquitecto cuando lo atropellaron. De pronto tuve un presentimiento y me dirigí hacia al barrio gótico. La zona es un laberinto de callejuelas donde más vale no adentrarse a ciertas horas de la noche. Pero yo necesitaba comprobar mi corazonada y continué adelante.
Dejándome guiar por la intuición, un sexto sentido que se incrementa con el estómago vacío, penetré por un estrecho callejón que olía intensamente a orines y basuras, tenebroso y mugriento, como si hubiese atravesado un umbral embrujado apareciendo en plena Edad Media. Portalones de piedra oscurecida por el tiempo y la suciedad. Una gusanera humana de sombras al acecho. La oscuridad que flotaba entre los muros carcomidos era tan intensa que las farolas apenas podían disipar aquel sudario de tinieblas.
Entonces lo vi. En el recio portón de madera que cerraba el paso hacia el interior de un ruinoso inmueble infectado de musgo figuraba un curioso llamador de bronce, craquelado por la herrumbre de la intemperie. ¡Una salamandra! Había dado con el caserón donde Antonio Gaudí se reunía en secreto junto a otros acólitos del mismo grupo espiritista.
Estaba tan eufórico que se me pasó el apetito de golpe y decidí regresar a casa para trasladar al plano mi nuevo descubrimiento. Cuando llegué frente a la puerta, mientras me tanteaba el bolsillo para sacar las llaves con las manos entumecidas, percibí una presencia por encima del hombro. Durante toda la jornada yo había tenido la sensación de que alguien me seguía, pero ahora estaba seguro. Miré de reojo hacia el antiguo edificio de la Universidad y lo vi. Allí estaba de nuevo, el hombre misterioso de ojos incandescentes, vestido de negro por completo y emboscado entre la oscuridad de los árboles.
***
Pasé lo que restaba de la semana extenuado y con vértigos, ya sin ganas para proseguir con la descabellada investigación. Había llegado hasta los límites de la capacidad física. El domingo sonó temprano el teléfono móvil y su timbrazo me despertó, sacándome de mi letargo. Era Rafael Oriol, que me citaba en el bar de siempre para invitarme a desayunar. Después de una gélida ducha resoplando de frío me arreglé lo mejor que pude para no causarle una mala impresión. Cogí el GPS para devolvérselo, junto al plano de Barcelona colmado de trazos, lo metí todo en la mochila y eché a caminar hacia nuestro acostumbrado punto de reunión.
El documentalista ya me aguardaba en la mesa del fondo, zampándose un desayuno de albañil: abundante cerveza, una bandeja con butifarra catalana, huevos revueltos y patatas fritas. Venía cubierto con un abrigo estruendoso, forrado con pelo de camello color mostaza, que le confería un aire de poeta ruso disidente. Se había traído consigo a su hija Noelia, una chiquilla pecosa y marisabidilla, que según afirmaban todos “le ha salido al padre”, por lo despabilada que ya era para sus dieciséis años.
--Hola –saludé señalando a la chica, que permanecía sentada frente a un gran vaso de colacao y una caja de donuts--, veo que te has traído ayuda.
Rafael suspiró resignado, zampándose un grueso trozo de butifarra:
--Le tengo prometido ir más tarde a la feria de Montjuic.
--También prometiste llevarme al zoo –recordó ella.
--Eso para otro domingo –amonestó Rafael--, no quieras verlo todo el mismo día. Perdona –dijo dirigiéndose a mí--, ha insistido tanto en venir que no he tenido más remedio que traerla. Cuando lo sepa su madre me mata.
Yo los miraba disimulando mi envidia: el padre y la hija disfrutando de una lluviosa mañana dominical. Desayuno compartido, parque de atracciones, mamá esperando en casa con la comida lista y luego una película de sobremesa, los tres amodorrados en el sofá frente al televisor. El banal encanto de lo cotidiano. Aquello era la vida real y no el desvarío solitario que yo arrastraba ya durante demasiado tiempo, desde mi ruptura con Caty.
--¿Qué tal? –se interesó--, no tienes buena cara, ¿es que no duermes?
Evité referirle lo de la extraña presencia que me había estado vigilando día y noche desde que llegase a Barcelona. Ni siquiera estaba seguro de que aquella sombra humana fuese real, parecía más bien un espectro escapado de mis pesadillas. Mi amigo me hubiese tomado por loco si llego a contarle mi suposición, pues Oriol era un escéptico racionalista y no creía en fantasmas.
--He descubierto algo increíble –anuncié.
--Ah, ¿sí? –engulló un puñado de patatas--, a ver, cuéntame.
Le resumí lo mejor que pude la sorprendente hipótesis de don Gustavo Saladrich: el proyecto masónico ideado en el siglo XVIII para prolongar el meridiano cero de París hacia Barcelona, con el fin de sintetizar una medida universal, que dio como resultado el Metro; que los masones habían intervenido en el urbanismo de la ciudad para convertirla en la Nueva Jerusalén que vaticinaba San Agustín. Y por eso el ingeniero masón Ildefonso Cerdá ideó el Ensanche, un proyecto que apoyaría más tarde la logia de la cual formaron parte los principales promotores y arquitectos del modernismo.
--Mira chico –descartó Rafael cuando acabé de contárselo, un poco a trompicones--, perdona pero a mí todo eso me parece una chifladura esotérica.
--Pues el abogado y tú coincidís en más cosas de las que supones.
--Menos por un detallito de nada: Saladrich es rico y se codea con la elite más poderosa de Barcelona, mientras que yo he caído en desgracia por culpa de gentuza como él –bebió un trago de cerveza y luego añadió--: te lo advertí, ese tipo es capaz de vender a su madre para lograr sus objetivos.
--No lo sabes tú bien –murmuré. Pero ante su hija no me parecía oportuno contarle lo sucedido en el Hotel Palace con Montserrat.
--Olvídalo –zanjó--, la masonería ya no tiene ninguna influencia, hoy quien manda en el mundo es el Fondo Monetario Internacional.
--Pero es cierto que Ildefonso Cerdá, era masón –aduje--, como muchos otros maestros, artesanos, clientes y mentores de Antonio Gaudí.
--Bueno, ¿y eso qué prueba?
--Don Gustavo me dijo que Cerdá diseñó el Ensanche para encajar en su cuadrícula urbana los edificios y monumentos más emblemáticos del modernismo, siguiendo una clave astrológica de acuerdo con el mito de las Hespérides, Hércules y el Dragón, la leyenda que don Eusebio Güell quiso plasmar en su finca de Pedralbes ayudado por el arquitecto Gaudí. He pasado días investigando y creo que tiene razón, la ruta del modernismo esconde una pauta geométrica, como si cada edificio hubiera sido ubicado allí de antemano.
--Vaya –levantó una ceja--, para eso necesitabas mi navegador.
--Exacto --saqué de la mochila el GPS y se lo devolví. Luego desplegué, haciendo sitio sobre la mesa, el mapa de Barcelona.
--Compruébalo tú mismo –dije--, aquí tienes la prueba.
Rafael Oriol analizó el plano durante un rato y luego reconoció:
--Interesante, pero todo eso no demuestra nada. Y además, te has dejado fuera del contexto varios edificios del modernismo, entre otros la Casa Vicens, edificada por Gaudí entre 1883 y 1888, que no es una obra menor.
--Pensé que tú podrías ayudarme a encajar lo que falta.
--Conmigo no cuentes para semejante bobada.
--No es una bobada, existe una pauta geométrica, ¿es que no lo ves?
--Mira chico, la geometría confirma todo lo que uno quiera, sólo tienes que seleccionar los puntos adecuados con la lógica que te hayas formado previamente y ya está: surge la figura que te convenga. Seguro que cualquier día nos viene alguien afirmando que al unir en el mapa de Barcelona los lugares donde antaño hubo antiguos urinarios públicos aparece dibujada la Osa Mayor. Vamos hombre, déjate de misterios masónicos y vínculos geométricos, todo eso es un juego de niños. Hasta mi hija puede resolverlo.
Salí del bar tan ciego de indignación que casi me atropella un coche al cruzar la calle. Necesitaba tranquilizarme o corría el peligro de acabar como Antonio Gaudí. Achaqué todo el escepticismo que mostraba mi amigo a la envidia por no haber sido él quien descubriese aquella pasmosa circunstancia. Me sentía tan resentido por su negativa que decidí presentarle mi hallazgo a don Gustavo Saladrich. Aunque primero tendría que completar el esquema.
Volví al piso y verifiqué las rutas por enésima vez. La Casa Vicens continuaba inopinadamente aislada. Entonces la solución me vino como caída del cielo: si la Plaza de las Glorias Catalanas era el epicentro del esquema, tal como sugería el navegador GPS, todos los vectores habrían de partir de allí. Cogí la regla y dibujé un trazo recto desde la Plaza de las Glorias hacia la Casa Vicens. El resultado fue tan asombroso que casi me caigo de la impresión.
La línea pasaba justo por la Sagrada Familia y culminaba en el colegio San Ignacio de Sarrià, el mayor edificio jesuita de ciudad. Y los Jesuitas eran los principales enemigos de la masonería, ellos habían fundado la Cruz de San Jorge para combatirla. De repente caía el velo que había estado cubriendo el secreto: alguien seguía proyectando el urbanismo de Barcelona para que fuese la misma ciudad mitológica imaginada por los arquitectos modernistas. Un jeroglífico antiguo, tal como había dicho el ingeniero Ildefonso Cerdá.
Plegué de nuevo el mapa, lo metí en la mochila y bajé a la calle. Necesitaba comprobar cuanto antes mi deducción. Al coger el navegador electrónico de Rafael yo había descubierto entre los objetos que abarrotaban el maletero de su Peugeot una costosa cámara con teleobjetivo, seguramente de cuando ejercía como reportero de investigación. Aprovechando que aún tenía las llaves, me acerqué al garaje, tomé la cámara del coche y corrí hacia la Plaza de Cataluña, desde cuya estación subterránea parten varias líneas hacia el barrio de Sarrià.
Mientras veía pasar las estaciones del recorrido mirando el reflejo de mi rostro fatigado en el cristal de la ventanilla me di cuenta de que alguien me observaba desde la parte opuesta del vagón. Era un hombre de mediana edad y cabello corto, cubierto por una gabardina ocre sobre traje gris. La cruda iluminación acentuaba su rostro insensible, propio de los que trabajan para una causa cuyo fin justifica los medios. Los Jesuitas. Al llegar a la penúltima estación del recorrido se apeó, dedicándome una inquietante sonrisa.
Cuando emergí de las vías comencé a caminar por una calle que ascendía entre palacetes ajardinados como retazos de una Barcelona desde hace un siglo extinguida. La tarde se tornaba oscura y desapacible. Habían prendido ya el alumbrado público, aunque la mayor parte de las farolas que iluminaban aquella parte salpicada de colegios privados y clínicas de lujo tenían las bombillas apedreadas. Una lluvia cenicienta emborronaba la visión de la sierra, en cuya cima, clavada como una baliza gigante, destacaba la Torre de Telecomunicaciones, diseñada por el arquitecto británico Norman Foster.
Fue al doblar un recodo cuando apareció ante mí el impresionante colegio jesuita de San Ignacio, un edificio de ladrillo rojizo y ventanas ojivales, parecido a una fortaleza medieval, rodeado por un jardín arbolado, en cuyo centro manaba el agua emitida desde un estanque circular. Tres torres coronan el edificio, una en el centro, rematada por bellos pináculos de piedra. Las otras dos flanqueando ambos lados. La que hay a la izquierda presenta un esbelto tejado puntiagudo, semejante a un castillo nórdico. La torre del otro extremo aparece truncada, como si alguien hubiese demolido su tejado de pizarra.
Crucé los jardines y subí la escalinata de piedra blanca. Una cancela de forja me cerraba el paso hacia la puerta principal. Todo aparecía solitario y despoblado, pues era domingo y no había clase. Toqué al timbre y esperé. Al cabo de un rato salió un muchacho más o menos de mi edad. Preguntó qué deseaba, yo formulé mi petición y me rogó que aguardase. Minutos más tarde llegaba un anciano vestido con traje negro y semblante sonriente.
--Soy el padre Auñón, decano del colegio –me tendió la mano, pálida y rugosa de venas azuladas--, ¿en qué puedo ayudarte?
Yo expuse de nuevo el motivo de mi visita:
--Quisiera subir a lo más alto del edificio para obtener una fotografía con teleobjetivo de la Sagrada Familia, si no es mucha molestia.
--¿Cómo sabes que la catedral se divisa desde aquí?
--Lo supongo, Sarrià es uno de los barrios más altos de la ciudad.
El padre Auñón resultó ser un anciano muy simpático, proclive a confraternizar con todo el mundo, especialmente con los más jóvenes, porque había sido maestro durante toda su vida y echaba de menos el contacto directo con los alumnos. Por ello no puso ningún reparo, al contrario, parecía gustoso de tener algo para entretener el ocio de la jubilación. A pesar de su avanzada edad insistió en subir conmigo hasta la parte alta del edificio.
El interior del colegio San Ignacio es barroco y opulento. Pero conforme uno asciende, todo va tornándose mucho más básico y austero, hasta llegar a la torre central, que figura vacía. Una empinada escalera de madera sirve para trepar a la terraza. El padre Auñón hizo un último esfuerzo y subimos por allí. La vista era impresionante, con toda Barcelona extendida como una maqueta urbana. En dirección al Este, sobresaliendo entre la perspectiva rectilínea del Ensanche, podía distinguirse la silueta oscura de la Sagrada Familia.
Enfoqué la cámara y observé a través del potente objetivo. Justo por entre la silueta de la catedral aparecía el perfil cónico del moderno edificio de Agbar como una Torre de Babel ubicada en el centro de la ciudad.
--¿Por qué te interesa fotografiar precisamente desde aquí la Sagrada Familia? –se interesó el padre Auñón.
--He descubierto una curiosa coincidencia y necesito comprobarla –expliqué mientras regulaba el teleobjetivo para captar la imagen--: la Torre Agbar, la Sagrada Familia y el colegio de San Ignacio están vinculados por un mismo eje que atraviesa Barcelona Este-Oeste como un paralelo alternativo.
--Qué curioso, ¿y cómo has llegado a esa conclusión?
--Porque llevo bastante tiempo investigando el enclave de los edificios y monumentos más representativos del modernismo –preferí no mencionar a la masonería--, y he descubierto que muchos edificios, particularmente los que diseñó Antonio Gaudí, encajan en un esquema gráfico que se repite a lo largo de toda la ciudad, formando una serie infinita de triángulos.
--Caramba –el padre Auñón se quedó pensativo, rascándose la coronilla--, eso suena la mar de interesante.
Observé a través de la cámara. La Torre Agbar aparecía en el visor justo entre los campanarios de la catedral, como si ambos edificios fuesen el mismo, solapados en la distancia mediante un vínculo invisible. Hice varias fotografías y luego le tendí el teleobjetivo al anciano jesuita:
--Tome, compruébelo usted mismo.
--¡Dios mío! –exclamó el padre Auñón contemplando el asombroso efecto--, parece como si la Torre Agbar y la catedral de Gaudí fuesen el mismo edificio, igual que si una completase a la otra.
--Exacto.
--¿Y eso cómo es posible?
--Creo que alguien lo calculó adrede.
--¿Pero quién, y para qué?
--También yo me lo pregunto, pero no estoy seguro de la respuesta.
Me devolvió la cámara, impresionado.
--Eres un chico muy listo, je, je. ¿Puedo saber a qué te dedicas?
--Bueno, estoy documentándome para publicar algún día un libro sobre los pasos perdidos de Antonio Gaudí.
--Estupendo, Gaudí merece que se le preste mayor atención.
Guardé la cámara en la mochila, me despedí del buen sacerdote agradeciendo su colaboración y torné hacia la estación de Sarrià. Compre un billete de regreso a Plaza de Cataluña, subí al vagón y me senté pensativo. Tal vez Rafael Oriol estuviera en lo cierto y yo veía coincidencias por todas partes. Lo mejor hubiese sido abandonar aquella enajenación, buscar trabajo y dejar volar a los pájaros de mi cabeza. Pero carecía de pasado, dudaba sobre mi propia identidad y, para colmo, tras la muerte de mi abuela ya no sabía cómo ni dónde localizar a mis padres. Ahora estaba solo en el mundo y si quería respuestas no tenía más remedio que continuar adelante.
Cuando regresé al centro había oscurecido mucho y el tiempo seguía lluvioso. Al pasar por debajo de un andamio adosado a la fachada de un edificio en restauración, montado en medio de la calle Ronda Universidad, erizado de puntales, lonas y materiales de construcción, me pareció cruzarme con el tipo de la gabardina ocre y el traje gris que viajaba en el mismo vagón del Metro. Me giré para comprobarlo, pero en ese momento sentí un fuerte golpe sobre la cabeza, tropecé, caí de bruces y todo desapareció ante mi ángulo de visión como el fundido a negro de una película que se acaba.