14
LA VERDAD SOBRE EL UDJI
Eran las tres de la mañana. En torno a la casa se extendía interminable la oscuridad de la noche. Todo estaba en silencio. Senmontu había vuelto a dormirse y trataba de librarse también en sus fantasías, como en la vida real, de la presencia del señor Aristón. No lo conseguía, y huía en sueños por caminos de tierra, por cañaverales y por el margen del desierto, perseguida por la figura oronda y grotesca de aquel estafador y bufón de feria, siempre tras ella, poblando todas sus pesadillas.
—Senmontu, niña, despierta.
Pero ahora reaparecía otra pesadilla, una aún mayor, una que no se solventaría sencillamente con despertar.
—¡Senmontu!
La pequeña abrió los ojos para descubrir a su lado al abuelo Bytan, que inclinado sobre la estera donde ella estaba durmiendo, respiraba fatigosamente y la miraba con esos ojos inyectados en sangre, llenos de ira y de desazón, esos ojos que Senmontu tanto temía haber de contemplar de nuevo.
—Abuelito, ¿qué pasa?
Bytan se alejó un paso de la estera y caminó renqueante hasta la puerta de la habitación. Tras de sí, iba dejando un enorme reguero de sangre.
—¡Abuelito! ¡Estás herido!
A Bytan se le escapó una mueca de dolor.
—El Udji me encontró. Fui demasiado confiado después del primer éxito que tuvimos en el cementerio con aquellos dos... y pensé que podría rescatar solo a Eurionupis. Sabía que el Udji andaría cerca. Le menosprecié, no le creí rival... cometí precisamente el la equivocación que dije perdía a los Udji: el exceso de confianza. Me merezco lo que pasó. Sólo espero que no sea demasiado tarde para deshacer mi error.
—¿Y qué pasó, abuelito?
—Oh, sencillamente que el Udji tenía un Acólito aventajado, una aprendiza bastante más decidido que él mismo, más joven, más fuerte, más salvaje que yo... Además, sucedió algo que pronto comprenderás cuando le veas y todo se fue al traste. No pude enfrentarme al Udji y escapé. Llevo un buen rato huyendo de ese monstruo. Ahora él es el cazador y yo la presa.
Senmontu se puso a temblar de pies a cabeza, sin poder evitarlo. Si Bytan, al que la niña creía todopoderoso, no podía vencer al Udji... ¿Qué sería de ella?, ¿qué sería de todos los de la casa?
—No temas, pequeña, aún tenemos una oportunidad, los dioses no nos han abandonado del todo. Pero debes vestirte, esa bestia está siguiendo mis pasos. No tardará en llegar; y nosotros no queremos que tu madre pague por nuestros problemas, ¿no es verdad?
Senmontu negó con la cabeza y comenzó a vestirse. Seguía temblando y se sujetó un cinturón al vestido para evitar que éste se moviera incontrolable al compás de sus miedos.
—Dices que los dioses no nos han abandonado, que tenemos una oportunidad. ¿Qué oportunidad es ésa?
—Ahora saldremos al exterior y enfrentaré a nuestro enemigo. Tú estarás pegadita a tu abuelo, justo a mi diestra. Si conseguimos que dude por un instante, tal vez consigamos derrotarle.
—Pero abuelo, ¿por qué el que yo esté o no esté va a hacerle dudar? ¿No sería mejor llamar a Masha? Él es fuerte y podría... No, maldita sea —recordó de pronto Senmontu—. Masha está fuera, ha ido buscar al enterrador y los embalsamadores para el pobre Maakheru.
—Mejor así, pequeña, él nunca podría enfrentar a un Udji como lo harás tú.
—¿Yo, abuelo?, ¿pero si yo no podría ni...?
Bytan la interrumpió con un gesto, acariciando la mejilla de su pequeña arriba y abajo, como llevaba haciendo desde siempre, en un ademán cómplice que les unía desde hacía años.
—Salgamos afuera. Ahora lo verás.
Silencio. Por todas partes sólo se escuchaba el rumor ululante del viento. Bytan aguardó en lo que antes fueran los jardines de la casa con Senmontu, tiritando de frío y terror, a su lado. Ninguno de ambos prestaba atención al destrozo que en los jardines había hecho Aristón, ese farsante enloquecido que trataba de robarles lo poco que tenían en este mundo. No, en este momento sólo había espacio en sus corazones para una cosa: para el presente. El Udji estaba a punto de llegar; su presencia era casi tangible ya entre la tiniebla, y Senmontu cogió a su abuelo de la mano, pero éste la rechazó.
—Atenta, pequeña. No tengas miedo ahora. Sólo tendremos una oportunidad.
Un rumor de pasos. Una rama que se quiebra. ¡Muy cerca! Y entonces, un tintineo. Senmontu recordó entonces que ese era el sonido del arma secreta de los Udji: el Chen quebrado. Con ese instrumento en forma de aro circular roto por un extremo, despertaban de la muerte a los que habían asesinado y los convertían en nuevos sirvientes de la sombra. Se lo había enseñado su abuelo el día que lucharon contra los muertos vivientes en la Necrópolis. Pero, ¡un momento!, ¿dónde había escuchado ese sonido también? En la habitación de Apolonia, días atrás, cuando ésta hablaba con un desconocido al que llamó esposo y por eso Senmontu se enfadó tanto con ella. Dioses, ¿qué estaba sucediendo?
—Vaya, vaya. ¿Un anciano malherido y una niña vienen a detenerme?
El Udji estaba aún oculto entre las sombras. Su rostro no era visible todavía. Senmontu lo había visto dos veces, y ambas de espaldas, la primera en el camino, días atrás, y la noche anterior cuando abandonó el cementerio con Senai. Hasta hacía un segundo, habría jurado que no lo conocía; pero ahora, esa voz, aunque tenebrosa y rota por su condición de muerto viviente, esa voz tan cerca que podía distinguirla por fin... ¡Ella conocía esa voz!
—No decís nada. Ya veo. Vais a quedaros ahí como una víctima ante el sacrificio, sin mover un músculo. ¿No es eso? ¿Os habéis resignado a vuestro destino?
Un paso más y el Udji, por un momento, se hizo visible bajo la luz de la luna. Fue tan sólo un instante fugaz, apenas ni eso..., pero a Senmontu le bastó para estar totalmente segura de su corazonada. Estaba cambiado, sí, su rostro había tomado un tono amarillo y lustroso, como la cera, y sus facciones parecían haberse helado, como si ya no pertenecieran a alguien a este lado de la vida. Tal vez era eso precisamente. Pero Senmontu reconoció ya definitivamente al Udji y echó a correr hacia él sin apenas pensar en lo que estaba haciendo.
—¡Papá! ¡Papá! —gritó hasta desgañitarse, atravesando parterres destruidos, frutos machacados, flores y sembrados.
—¡No, Senmontu! —chilló Bytan tras ella.
Pero ya era tarde, y la pequeña se abalanzó sobre el Udji, que recibió los abrazos y los besos de Senmontu con expresión anonadada.
—Qué dices, niña, ¿estás loca?
El Udji vio la daga brillando en la oscuridad y se revolvió instintivamente, apartando de sí a la niña y deteniendo el brazo de Bytan, su agresor, con su bastón. El anciano soltó un grito de dolor y cayó pesadamente al suelo arrastrando consigo el bastón con el que acaba de golpearle la bestia. El anciano, desesperado, perdida de vista su propia daga, se arrastró tras el cayado del Udji pero éste le dio una patada y el bastón se perdió tras una cerca.
—Una estratagema... ¿No es eso, viejo? Casi me engañáis, ha sido estupendo, he de reconocerlo. Pero eres demasiado lento y la niña demasiada mala actriz.
—¡Papá! ¿No me reconoces? —gimió Senmontu, que había roto a llorar.
—Escucha, hijo, Dryton... tú no quieres hacer esto —dijo Bytan.
—¡Dejad ese juego, malditos seáis! ¡No va a serviros de nada! Vais a morir igualmente; así que perdéis el tiempo.
—Hijo, escúchame... —dijo Bytan, tratando de incorporarse.
El Udji golpeó al anciano en el vientre según éste se levantaba del suelo y lo proyectó violentamente hacia atrás. Senmontu soltó un gemido ahogado.
—Ya estoy cansado, viejo. Tú morirás el primero. Pero antes, dime, ¿dónde está la Llave de las Puertas del Inframundo? ¿Dónde está lo que le robaste a El Que Habita Entre Las Sombras?
La daga se reflejó en la oscuridad. El Udji la había encontrado a sus pies y después de levantar a Bytan del suelo, colocó la hoja en su yugular y apretó hasta que una línea roja se marcó en el cuello arrugado del pobre viejo.
—No te lo diré; y si me matas nunca lo sabrás —murmuró éste.
Senmontu estaba a pocos pasos de ambos, llorando, asustada y maravillada a un tiempo. ¡Su padre estaba vivo! ¡Su padre era el Udji! Dioses, era para volverse loca.
—¡Papá, deja al abuelo! No lo hagas, por favor.
El Udji liberó al anciano y se dirigió al encuentro de la pequeña.
—Todavía con ese juego, ¿no? ¿Te diviertes mucho? Vamos a ver si ahora te diviertes tanto...
Y entonces, la daga se posó en el cuello de Senmontu, y ésta miró al Udji con expresión más incrédula que aterrorizada.
—¡No! ¡Detente y te lo diré! —sollozó Bytan—. ¡Apártate de ella, monstruo de la sombra!
Entonces se oyó un graznido terrible y una sombra cayó aleteando sobre la cara del Udji, que perdió pie y cayó al suelo, liberando a la muchacha, mientras las garras de aquella sombra gigantesca le arañaban el rostro. El Udji, entonces, dio un manotazo al animal y éste remontó el vuelo, regresando a la higuera que había convertido en su hogar.
—¿Tenéis un halcón amaestrado en casa? —dijo el Udji, mirando a aquella ave rabiosa como si fuese a desplumarla cuando acabase con el resto de los habitantes de aquella casa.
—En realidad, no —dijo Senmontu—. Él mismo decidió que su lugar estaba con nosotros y se quedó a vivir en esa higuera.
El Udji se encogió de hombros. Dio un paso hacia la muchacha con gesto amenazante.
—Bueno, eso poco importa. Si vuelve acercarse probará mi daga como ahora vas a hacerlo tú.
—Pero es que tú no me harás daño, papá —objetó Senmontu, muy segura de sí misma—. Yo lo sé. Dijiste que me protegerías hasta el fin de los tiempos. Fue ahí atrás, en el estanque, ¿lo recuerdas? —añadió, en un hilo de voz.
—¡Deja a Senmontu! ¡Te llevaré donde escondo la llave! Pero déjala, por el amor de los dioses —chillaba ahora Bytan.
Pero el Udji ya no escuchaba al anciano y, por un instante, olvidó sus órdenes y su misión. Al fondo, las aguas del estanque parecían estar llamándole... y el Udji dejó que su vista se deslizase por los lotos blancos y los nenúfares que temblaban sobre las aguas.
—¿Yo dije eso, niña?
—Sí, yo tendría cinco o seis años, papá. Me caí de la escalerilla y me hice sangre en un pie. Tú me besaste la herida hasta que el dolor desapareció y juraste que estaría siempre a mi lado para protegerme.
La daga resbaló de las manos del Udji y éste continuó vuelto hacia las aguas del estanque con la expresión perdida.
—No lo recuerdo... no recuerdo nada de eso. Pero sé que es verdad, pequeña. Retengo la sensación dulce de tu dolor en mi boca, mi propio dolor por tu llanto, mi deseo de no abandonarte nunca, de jamás dejarte sola... El recuerdo se ha ido... pero la emoción aún está ahí.
—Papá... lo recordarás. Ven con nosotros a casa. Te curarás.
El Udji se volvió hacia Bytan, que seguía caído de espaldas, vencido, mirando al cielo estrellado.
—Una vez fui el padre de esta niña, ¿no es verdad, anciano?
—Sí, lo fuiste, y también mi hijo —reconoció el anciano, con la voz entrecortada.
—Te curarás —insistió Senmontu, testaruda.
—¿Cómo voy a curarme, pequeña? Estoy muerto —dijo el Udji, intentando que su rostro compusiera una mueca lo más parecida posible a una sonrisa—. Ni siquiera soy capaz de recordar lo que era antes de estar muerto.
Una voz surgió del umbral de la casa, tras ellos, y avanzó por entre los frutales arrancados hasta llegar a los oídos del Udji.
—Tardas un buen rato, esposo mío, pero al cabo de un rato consigues recordar. Has venido a verme varias veces desde que regresaste, ¿lo has olvidado también?
El Udji se volvió y dijo, con voz trémula:
—¿Esposa, eres tú?
Apolonia emergió de pronto por el camino y atravesó el estanque hasta llegar a la altura de Senmontu y del Udji. Iba vestida con un vaporoso vestido de lino y sus ojos estaban enrojecidos por el llanto. Sin embargo, su mirada tenía la fuerza y la determinación de siempre, y sin apartar la vista del monstruo de la sombra, tomó su mano y la cubrió entre las suyas.
—Sí, soy yo.
—Apenas retengo más que una sonrisa tuya en mi memoria pero... sé que eres mi amada —dijo el Udji, apesadumbrado—. También a ti te he olvidado.
—No, mi amor. Al principio vagas sin rumbo, perdido, no sabes bien quién eres ni lo que eres, pero con paciencia he conseguido otras veces que regresase Dryton desde el fondo de tu memoria. Entonces hablamos y volvemos a ser uno como siempre fuimos: esposa y esposa, enamorado y enamorada. Muchas noches las hemos pasado juntos la última semana. Incluso una vez Senmontu casi nos descubre. ¿Lo recuerdas ahora? Ella se dio cuenta que había alguien conmigo en las habitaciones.
—Estoy muerto, Apolonia. Ya no soy “alguien”, no soy nada para nadie.
—No, papá, te curarás y volverás a ser lo que fuiste —terció Senmontu, buscando apoyo a sus palabras en los ojos de Apolonia. Pero éstos se la negaron.
—No, mi niña. Al cabo de un tiempo, Dryton se marcha, sus pupilas se velan como las de un muerto real y el monstruo, el Udji, regresa. Cada vez que el que habita en la sombra vuelve a reclamarle, tu padre se convierte en un ese ser ni vivo ni muerto que vaga por la tierra de Egipto obedeciendo a su señor de las tinieblas.
—Entonces, siempre supiste todo lo que estaba sucediendo, Apolonia —murmuró Bytan, aún en el suelo, intentando en vano incorporarse.
—Naturalmente. Siempre sospeché buena parte de lo que sucedía. ¿Me creéis tonta? Pero, sencillamente, no quería saber. Así era todo mucho más fácil.
Dryton se echó a llorar.
—Hacedlo ya, por favor. Dejad de hablar y haced lo que debe hacerse —dijo, apretando los labios.
—Debemos hacerlo —dijo entonces Bytan.
—Debemos hacerlo —repitió Apolonia.
—¿Hacer el qué? —gimió Senmontu, intuyendo que estaban hablando de alguna cosa terrible.
El viento sopló sinuoso y enérgico por un instante y levantó una nube de hojarasca que les envolvió a los tres como si quisiera ocultarlos a ojos de su verdadero enemigo, El Que Habita Entre Las Sombras, un ser terrible que no pararía hasta verlos destruidos a todos.
—El encantamiento de mi Señor es muy poderoso, Senmontu —dijo Dryton, encogiéndose de hombros—. Ya debe saber que me he liberado de su poder, aunque sea un instante. Hoy estaba vigilando todos mis pasos, pues sabía que Bytan vendría a rescatar a Eurionupis. De un momento a otro la bestia volverá su mirada hacia aquí y si nos encuentra, sabrá dónde os hayáis y no tendréis escapatoria. Vendrán diez Udji, cien, un millar.
—¿Tantos hay, papá?
—Tantos como el monstruo necesite.
Senmontu se acercó a su padre y volvió a abrazarle.
—¿Y qué es lo que quieres que hagamos?
El Udji tornó su falsa sonrisa en mueca de amargura.
—Tú lo sabes. Alguno de vosotros debe cogerla y hacer lo único que puede hacerse.
Senmontu siguió la mirada de Dryton, su padre, hacia el objeto del que hablaba. Era la daga que tiró al suelo al despertar del encantamiento en que le sumía su amo desde la sombra.
—¿No querrás que la cojamos y...? —rugió escandalizada Senmontu.
—No lo quiero hija... —dijo el Udji— Sencillamente, es lo que debe hacerse. O mi vida, que ya no es tal y que no vale nada... o la tuya, la del abuelo, la de Apolonia, seguramente la de todos los de la casa. Esa es la daga de Bytan, aquella terminada en un Ojo Sano. Es un arma pensada para liberar a los Udji de su encantamiento y mandarles a la Otro Orilla, que es donde realmente pertenecemos. Esa daga me matará y me liberará a la vez.
—Pero yo no puedo permitir...
—Pequeña, sé que tu abuelo destruyó a los dos Udjis que yo había despertado para ayudarme en esta misión. Estoy seguro que pudiste ver cómo lo hizo. Él está herido y tu madre no tiene tu poder. Ahora debes tomar una gran decisión.
Senmontu miró al anciano, que se removía indefenso en el suelo, en medio de un gran charco de sangre.
—Yo no puedo hacerlo niña. Este pobre viejo ahora no puede ni levantarse.
El viento cesó de pronto y la hojarasca cayó alrededor de aquel cuarteto que se debatía en la noche. Senmontu cogió la daga del suelo y la sopesó. Rompió a llorar nuevamente.
—No podré, papá.
—Sí podrás.
—¡No! Los dioses ponen ante mis ojos pruebas que no son para una niña pequeña como yo, tal vez ni para un hombre como tú, o para mi madre, el abuelo o Masha. Yo no puedo con esto.
Dryton acarició las mejillas de Senmontu como él también solía hacer, de arriba a abajo, y como ahora sólo su abuelito podría volver a hacer en adelante.
—Papá...
—Hazlo, niña... antes de que El Que Habita Entre Las Sombras perciba dónde me encuentro y todo se pierda definitivamente.
—Senmontu, nieta querida... Si no lo haces ahora, nunca podrás.
La voz de Bytan, a su espalda, quería dar a Senmontu las fuerzas que necesitaba y que no sabía cómo ni dónde, pero debería encontrar.
—¡No! —gritó Senmontu.
Nada sucedió. Se hizo el silencio. El Udji bajó la cabeza. Pasaron unos segundos angustiosos.
—Dame eso, maldita sea —dijo el sirviente de la sombra.
Y Dryton arrebató la daga de las manos de Senmontu, la miró por última vez, luego miró a su esposa y finalmente a su padre, al que había estado a punto de dar muerte.
—¿Funcionará? —dijo éste, intentando incorporarse nuevamente del suelo y resbalando para quedar por fin en cuclillas, agotado.
—Tiene que funcionar —dijo Apolonia, cerrando los ojos.
Dryton se volvió hacia su izquierda, donde estaba caído el bueno de Bytan.
—Recuerda, padre, que mi daga ha quedado en manos de Senai. Esa daga es un arma del mal, bien lo sabes; acaba en el Ojo de Seth y con ella ese pequeño monstruo puede matar a cualquiera y convertirlo luego en un Udji si recuperase también el Chen con el que revivimos a los muertos. Debes encontrarla y arrebatársela.
—Lo haré. No te preocupes —murmuró el anciano, roto de dolor por lo que estaba punto de suceder—. Voy a perderte por segunda vez, hijo mío, y eso es más de lo que cualquier padre debería soportar.
Dryton asintió, como dándole la razón ante lo inevitable, y sonrió al cabo, como si nada importase ya, como si fuese por fin la hora de tomarse un merecido descanso.
—Neftis, la señora del Templo, te ordena que regreses al otro lado —Dryton, enfrentado al Udji que habitaba dentro de sí, entonó aquella frase en las tres ocasiones que exigía el ritual, y luego, levantando la daga de su padre, la descargó sobre su cuello y cayó hacia atrás, hundiéndose en las aguas del estanque, que le acogió con un gorgoteo y le hizo desaparecer en su seno.
De los labios de Bytan surgieron entonces unas palabras ininteligibles en un idioma extranjero, una larga letanía que culminó con una frase en egipcio:
—Regresa cuerpo a la muerte, ese es tu lugar...; el Ojo Sano es tu guardián —entonó finalmente el anciano, con una voz cansada, casi sin fuerzas.
Apolonia rompió a llorar y echó a correr hacia la casa. Luego, dándose cuenta del estado de su suegro, volvió entre hipidos sobre sí misma y ayudó a Bytan a levantarse. Juntos emprendieron el regreso cogidos por la cintura.
—Te curaré esas heridas, Bytan —dijo Apolonia—. La puñalada está en mal sitio pero no es profunda. No es nada, ya lo verás.
—Manda a alguien a la casa de Djaw —dijo entonces el anciano—, y que vayan enseguida con unas parihuelas a por el pobre Eurionupis. ¡Se va a morir si no le rescatan pronto!
—Vamos dentro —dijo Apolonia, dándole ánimos, según atravesaban la puerta de entrada—, y yo misma iré a la casa de nuestro vecino si me explicas bien dónde está el muchacho. Todo va a salir bien.
Y Senmontu quedó entonces sola junto al estanque, esperando que todo terminase por fin. Pasaron unos segundos. De las aguas aún emergían pequeñas burbujas, pero pronto desaparecieron. El halcón, como si realmente fuese una bestia amaestrada, levantó el vuelo desde la rama de su higuera y se posó en el suelo, entre el estanque y la muchacha, alerta, como si temiese que el Udji fuese a regresar de nuevo desde el otro lado.
—Adiós, papá —susurró Senmontu a las aguas, y se puso de puntillas para besar a la oscuridad que había engullido a Dryton como si fuera la mejilla cálida y afectuosa del padre que nunca olvidaría.
—Gracias, pequeña —dijo una voz desde ninguna parte.
Cuando en los jardines de la casa, junto al estanque, se escuchó aquel alarido inhumano que nacía de las entrañas podridas de Dryton tras su segunda muerte, no fue sólo el alarido del Udji el que reverberó en el aire. Un aullido de dolor de la niña Senmontu se deslizó en el aire a su lado, brotando desde sus entrañas, hasta que ambos gritos transformados en un solo... desaparecieron en la negra noche.