10
EL FONDO DE LAS COSAS
Senmontu despertó casi al mediodía de la jornada siguiente con un fuerte dolor de cabeza. La casa volvía a estar en silencio y todos sus inquilinos se paseaban tristes, preocupados por la suerte de la enfermedad del pequeño Maakheru, que seguía en cama luchando contra su mal. De entre ellos, el que más afectado parecía era Masha, el gigante nubio, entre cuyos brazos se precipitó Senmontu tan pronto lo vio en la cocina, pelando unas cebollas, con lágrimas en los ojos. Eran lágrimas por Maakheru, pero la niña estaba segura que si le preguntase a Masha, éste diría que a culpa de todo la tenían las cebollas.
—Estoy preparando la comida, pequeña ama —dijo el nubio—. Apártese. La voy a ensuciar.
—No digas tonterías, Masha. No me importa.
Senmontu se alejó un instante de su amigo y se lanzó de nuevo entre sus brazos.
—Necesitaba un abrazo. Ha sido una noche muy dura.
—La pasó fuera, pequeña ama. No estaba en su estera de madrugada. Ni usted ni el amo Bytan.
—Ya. Por cierto, ¿no has visto al abuelo? No lo encuentro y quería hablar con él de unas cosillas nuestras.
Masha hizo un gesto de negación con la cabeza.
—Se fue por la mañana, a primera hora. La trajo a usted a casa, pequeña ama, y al cabo marchó en dirección al embarcadero. Aún no ha vuelto.
—Es muy extraño.
—Sí lo es, pequeña ama. Yo ya empezaba a preocuparme. Por cierto que dejó ahí en su tenderete, entre sus figurillas, una nota para usted. Me dijo que debía leerla nada más se levantase.
Senmontu volvió a acercarse a su amigo y le cogió de uno de sus brazos, tan fuertes y tan negros, y estiró de aquellas columnas de ébano como cuando era una niña.
—Masha, ¿no puedes llamarme Senmontu y dejar ya esa cantinela de pequeña ama? En Alejandría me prometiste que no volverías a hacerlo.
—Intentaré llamarle Senmontu, pequeña ama. Claro que sí.
Senmontu se echó a reír.
—Eres un caso, Masha.
—Vamos, Senmontu —rió Masha a su vez—, ve a por esa nota de tu abuelo, y luego coge unos higos y te marchas al colegio de una vez. Ya llegas tarde. Takratis tampoco aún no ha venido a buscarte... Otra cosa bien rara.
—Ni creo que venga... No debe haber pasado muy buena noche, creo yo. Bien, me marcho, aunque da lo mismo, para estarme de rodillas la mayor parte de las clases, bien podría ocupar mejor mi tiempo paseando por la dársena.
Afuera, nada más salir por la puerta de las cocinas, Senmontu advirtió que el halcón que la había seguido el día anterior desde la escuela seguía plantado en la higuera que había bajo la habitación de la niña, como si alguien le hubiese encomendado la misión de vigilar a los moradores de aquel lugar y nada ni nadie pudiese alejarle de ese objetivo.
—Hola, halcón bonito —le dijo Senmontu a la majestuosa ave, que le contestó con una mirada torva.
—Ahora tengo que hacer unas cosas, pero vendré a verte en cuanto me sea posible, ¿vale? —insistió la niña, recibiendo a cambio la misma mirada de ojos fríos, escrutadores.
En la entrada de la casa, sobre su tenderete, estaban las últimas figuras que había tallado su abuelo, secándose al sol, pues éste las había pintado de vivos colores, pues gustaba el anciano que sus tallas tuviesen un aspecto sano y colorido, como si fuesen seres reales que, felices y contentos, se pasearan por la vieja tierra de Egipto. Un tabernero de madera estaba inclinado ofreciendo a unos comensales una buena jarra de cerveza, pero en lugar de cerveza, del recipiente sobresalía un pedacito de papiro, que la niña tomó y desenroscó para leerlo:
Ayer estabas tan atareada con todo lo que nos estaba pasando que no te diste cuenta de que si Eurionupis había tenido una cita con Senai y esa niña es ahora un sirviente del Udji, un Acólito, nada bueno le podía haber pasado a mi pobre aprendiz en su compañía. Yo me di cuenta mucho antes de que algo iba mal, pero ya estábamos escondidos en el cementerio y mi prioridad era impedir que los dos criados despertasen de la muerte. No habríamos podido con tantos enemigos. Espero que no me equivocase en mi decisión y condenara con ello al pobre Eurionupis.
El muchacho no ha vuelto a casa. Hablé hace rato con su madre. Está muy preocupada. Yo lo estoy aún más que ella pues sé que el muchacho está en grave peligro, sino algo peor.
He comenzado su búsqueda. Tú debes ir al colegio y aparentar normalidad. Confía en mí. Ayer me ayudaste pero ahora debo hacer esto solo. Nos vemos pronto, mi niña.
Cuando aún Senmontu no se había repuesto de aquella terrible noticia, el sonido inconfundible de la carreta del señor Aristón se escuchó avanzando por el camino.
—Oh, no, otra vez ese charlatán —murmuró la niña, entrando de nuevo en casa y regresando a las cocinas.
—No sé cómo la señora puede confiar en él —dijo Masha, que había aparecido de pronto a su lado.
La carreta del señor Aristón se detuvo en la parte posterior de la casa, junto a las propias cocinas, y de ella descendió el bufón con su capa roja que sujetaba con la mano derecha y que le tapaba el rostro. El imbécil carreteaba un pesado fardo que sostenía con la otra mano. El halcón, desde su atalaya, graznó como si les avisase de una visita funesta.
—Hoy será un día de maravillas —afirmó tan pronto llegó a la altura de Senmontu y Masha, y acaso como corroborándolo, liberó su embozo, mostrando su feo rostro sonriente y una boca de muelas cariadas, y entrando en la casa arrastrando aquel saco de enigmático contenido.
—Estoy cocinando —comentó el negro Masha tan pronto como vio que el charlatán abocaba el contenido de su costal sobre la mesa de la cocina, y llenaba su superficie de frascos con líquidos de colores vivos, patas de animales y una piel de serpiente.
—Estabas, negro estúpido —puntualizó Aristón, arrojando al suelo las cebollas peladas y el resto de ingredientes del guiso del nubio, principalmente verduras y hortalizas.
—¡Maldito seas!
Senmontu apenas tuvo tiempo de ver cómo el gigante se abalanzaba sobre Aristón y le arrancaba la peluca y el manto de una certera bofetada. Aristón cayó al suelo con estrépito y rompió a llorar como un niño.
—¿Qué demonios sucede? —dijo a su espalda una voz de mujer.
Apolonia, que llegaba en ese instante de sus habitaciones, miró al farsante tirado en el suelo, a Masha en el centro de la estancia respirando agitadamente y no necesitó preguntar nada más.
—¿Qué has hecho, Masha? ¿Crees que se puede tratar así a un invitado?
—No es un invitado... es un ladrón.
Aristón, al oír aquellas palabras, redobló sus sollozos:
—¡Vengo preparado para comenzar mi pócima con la que voy a salvar al pequeño Maakheru y se me trata como a un criminal! —lloriqueaba el bufón.
—Vamos, Aristón, apóyese en mí.
Apolonia ayudó a levantarse al farsante y luego se encaró de nuevo con el nubio.
—Tú eres un criado y un esclavo, no uno de nosotros, Masha. Pienso que a veces se te olvida.
Masha bajó la cabeza.
—No se me ha olvidado, ama.
—Eso espero, porque de lo contrario no te dejaré volver a entrar en la casa y tendrás que dormir en el establo. Recuerda que eres propiedad del abuelo Bytan y yo no tengo nada que ver contigo, ¿entiendes?
—Entiendo, ama.
—El templo de Isis... —murmuró de pronto Aristón, agazapado al fondo de la estancia, mirando al nubio con terror y furia contenida.
—Ah, sí... eso —Apolonia parecía estar pensando en algo—. Ayer tarde estuvimos hablando de cierto ingrediente adicional que necesitamos para la poción de nuestro amigo Aristón. Amigo, ¿entiendes, Masha? En este papiro se explica todo. Sigue las instrucciones y no tendrás problema.
Masha miró la pequeña cédula de papiro que Apolonia le acaba de alargar y levantó la cabeza.
—Sí, ama.
—Ese ingrediente sólo puede encontrarse en una pequeña tienda cerca del Templo de Isis en Alejandría. Partirás inmediatamente.
—Pero tendré que coger una chalana, no se puede ir por tierra, no volveré hasta mañana con mucha suerte.
—Estupendo, Masha. Entonces no debes demorarte y correr hacia el puerto, no vayas a perder el transporte de la tarde.
—Pero, ama...
—¿Aún estás aquí, Masha?
—Ama...
—¿Aún estás aquí?
El gigante nubio desapareció por la puerta arrastrando los pies. Senmontu le miró alejarse cabizbajo y quiso decirle una palabra de apoyo, pero no se le ocurrió nada. Luego se volvió hacia su madre.
—Masha tiene razón, ese hombre es un ladrón y un farsante.
Apolonia cerró los puños, cuyos nudillos se tornaron blanquecinos, y los descargó sobre la puerta de la cocina.
—¿Es que nadie en esta casa va a reconocer mi autoridad?
—Pero es que...
—¡Pero es que nada, Senmontu! ¿Qué demonios haces aquí a estar horas? ¿No deberías estar en el colegio?
—Sí, mamá pero es que ayer el abuelo y yo estuvimos de madrugada en... —Senmontu se interrumpió.
—¿Ayer estuviste en...?
—Nada, mamá, me dormí... es todo.
Apolonia volvió a descargar los dos puños sobre la puerta, que temblaba como si fuera a desprenderse y caer al suelo de un momento a otro.
—¡Muy bien, no me expliquéis nada! ¡Haced lo que os de la gana! Pero al menos dejarme intentar salvar a mi hijito. ¿Es mucho pedir?
—No, mamá, pero es que ese hombre es un farsante y sólo quiere...
—¡Senmontu! ¡Sal de mi vista! ¡Si no quieres ayudarme ni ir al colegio no vayas hoy pero sal de mi vista!
—Mamá, yo...
—¡Que salgas de mi vista!
Y finalmente, esto hizo Senmontu, con la misma expresión abatida, los mismo pies que se arrastran, con la cabeza gacha... tal y como acaba de abandonar la casa el nubio Masha unos momentos antes.
La niña Senmontu volvió a media tarde de pasear por la dársena, por donde había estado buscando en vano a su abuelo y a Eurionupis. Preguntó a todo el mundo, pero parecía que a ambos se los había tragado la tierra. Senmontu temblaba de ira ante la sola idea de que al pobre muchacho medio ciego le hubiese pasado alguna cosa terrible.
—¡Maldito seas Udji del demonio! —gritó en más de una ocasión en medio del camino, ante la sorpresa de otros transeúntes.
Llegando a casa observó el huerto destruido, los frutos machacados, los árboles arrancados, las cercas pisoteadas y rotas, el trabajo de tantos meses arruinado para siempre. Incluso las figuras de su abuelo y su tenderete yacían en el suelo hechos pedazos. Senmontu miró en derredor, perpleja, en busca del grupo de vándalos y de los gamberros que, pensaba, debían haber asaltado la propiedad de su madre para dar rienda suelta a sus pérfidos instintos.
Pero no había indicios suficientes que avalasen estas suposiciones y se encaminó hacia la vivienda, cuya puerta descubrió entornada y no cerrada con llave, como acostumbraba a dejarla Apolonia. Dentro le esperaba una nueva sorpresa, pues no había en ella rastro ni de los criados ni del abuelo Bytan, sólo un hombre grueso sentado en una silla comiéndose entre gruñidos un plato de carne en salsa: el señor Aristón. La niña abrió la boca para hablar pero su garganta se negó a emitir sonido alguno. Aristón tomó, pues, la palabra.
—No me agradezcáis la faena que os he hecho afuera. Lo hice de corazón; al fin y al cabo, ahora sois como una hija para mí —sus mandíbulas devoraban el rico pan de miel y la carne con satisfacción, emitiendo un sonido peculiar, que Senmontu no tardó en asociar al de un hatajo de ocas y gallinas en el corral. La niña se sentó pesadamente en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, lo más lejos del bruto que le fue posible.
—Plantaremos unos nuevos cultivos que he traído del País de los Keftiu —prosiguió Aristón—. Verás, son estupendos. Tengo también en mis manos una pócima maravillosa que duplica e incluso triplica el volumen de la cosecha. Te quedarás tan sorprendida que no podrás recuperar el habla.
Pero Senmontu hacía rato que había perdido el habla; se sentía abatida y cansada, la forma en que el señor Aristón engullía y se relamía le daba náuseas, y la risa estentórea en la que de cuando en cuando estallaba, sin saber por qué, como enloquecido, le martilleaba el cerebro, provocándole una extraña sensación próxima al vértigo. Una vena comenzó a latir en su sien derecha.
—Pongo a los dioses todo por testigos que son muchos y muy buenos los proyectos que concibo para este pedazo de tierra, y también para ti, hija —dijo entonces Aristón—. Te convertiré en una mujer griega, una mujer de provecho...; te enseñaré a guisar, coser, cocinar y a obedecer a tu marido, aunque tendrás que abandonar tus estudios y ayudarme a rehacer los sembrados. Porque, ¿para qué necesita una jovencita estudios? Después de todo, una hembra no debe saber nada más que lo que su marido le enseñe. Con el tiempo, también tendremos que echar abajo esta pocilga apestosa en la que vives con tu madre, pero de todo eso ya hablaremos mañana. Hoy sólo debes saber que necesitáis un hombre en esta casa, que tu padre, el pobrecillo, ha sido declarado muerto y tu abuelo, bueno, lo sabe todo el mundo, es un pobre viejo cuya cabeza ya no rige como antes. Yo seré en adelante tu tutor, el Keroi de las mujeres de esta familia. No creo que me cueste mucho convencer a tu madre, tal y como están las cosas, por lo que creo que será mejor que te vayas acostumbrando.
Aristón se levantó y salió por la puerta sin más ceremonias. Estiró los brazos y las piernas y sus huesos crujieron como tablas de madera. Levantó entonces una pierna y se tiró un sonoro pedo.
—Estaré de vuelta al alba. Tengo que recoger unos papeles para que los firme tu madre. Te dejo mientras mi carruaje detrás de la casa con unos cuantos enseres y herramientas para que a mi regreso comencemos la labor.
Mientras Senmontu veía alejarse al bufón por entre los restos del jardín que tanto había amado, agitando las manos entre cabriolas, los ojos de la niña se precipitaron sobre un hacha que colgaba de la pared, un hacha que antes fue de su padre, y que ahora llevaba allí olvidada desde que el pobrecillo desapareció.
—¡Maldito estafador! —aulló Senmontu, pensando en su madre que, totalmente engañada, cuidaba día y noche a su hermanito Maakheru, sin saber que Aristón no sólo no iba a hacer nada por salvarle sino que había venido a robarle sus pocos bienes, a hacerse con el gobierno de la casa y de las tierras de Apolonia.
Y todo por culpa del Faraón Ptolomeo y aquel maldito decreto que convertía a las mujeres en marionetas en manos de los hombres; ahora las mujeres no podían tener nada suyo y eran presa fácil para monstruos como aquél, estafadores de tres al cuarto que se creían con derecho a quitarles todo lo que tenía sólo por haber nacido con el sexo equivocado.
Pero es que senmontu no había nacido para nada con el sexo equivocado.
Los designios que toma la ira son tan inescrutables como los de los propios dioses. La muchacha anonadada, incapaz de mover un músculo, se vio a sí misma de pronto transformada en un impetuoso vendaval de energía. Fue un lapso de tiempo arrebatado y magnífico, y si alguien hubiera entrado en el huerto o los jardines, se hubiera sorprendido de ver a nuestra niña corriendo hacia la parte de atrás de la casa, con el hacha de su padre en la mano, buscando la carreta del señor Aristón.
—Yo no voy a ser el juguete de ningún hombre —aulló entonces Senmontu, mientras descargaba arriba y abajo, una y otra vez, el hacha de su padre como si lo llevara haciendo toda la vida.
Al cabo, la carreta del señor Aristón quedó por completo destruida, y con ella los enseres y las herramientas que había en su interior, y también objetos extraños y desconocidos traídos de lejanas tierras y de otras culturas, telas preciosas de allende los mares, joyas brillantes como el oro y cuyo precio no alcanza ni media moneda de plata, y por último los exóticos regalos de los más grandes potentados de todos los reinos conocidos; y ni un solo pedazo superaba un Codo de longitud.
Golpeados por la fuerza de su mente, algunos objetos volaban y se partían solos sin que el hacha los tocase, y aquello terminó pero serenar a la niña, que a veces llegaba a tener miedo de sus propias capacidades.
Finalmente, Senmontu contempló su obra una vez acabada, y se sintió realmente satisfecha, aunque desfallecida, y pensó que seguramente así debían sentirse aquellas personas que, como el señor Aristón, aparecían sin previo aviso, envueltas en un halo devastador, dejando a su paso las vidas ajenas sumidas en el desastre.
El halcón que vigilaba la casa, entonces, levantó el vuelo desde su higuera y planeó hasta posarse en el hombro de Senmontu. La niña se dio un buen susto al sentir aquellas garras cerrándose sobre su piel, pero reaccionó al cabo y acarició la cabeza del animal.
—¿Ves lo que me ha obligado a hacer ese fantoche? Se lo tiene bien merecido.
Y el halcón graznó de nuevo, como dando su aprobación a la niña.
De vuelta a casa, a la luz de una lámpara de aceite, Senmontu redactó una breve nota que dejó colgada junto a los restos del siniestrado vehículo. Decía así:
No me agradezcáis la faena que os he hecho afuera. Lo hice de corazón; al fin y al cabo, ahora sois como un padre para mí. Tengo pensado reconstruir vuestra carreta con ricas maderas traídas del País de Khetta, y poseo un elixir maravilloso que duplica e incluso triplica el grosor y la calidad de los listones. Vais a quedaros tan sorprendido que no podréis recuperar el habla.
Finalmente, la niña selló la puerta de la calle y la de las cocinas con un madero bien grande, por si acaso, y durmió de un tirón abrazada a su muñeca Sejmet el resto de la tarde y hasta la madrugada, intentando no pensar en los lamentos de Apolonia, que continuaba sollozando sortilegios mágicos en la habitación de Maakheru. Al despertar observó que la nota había sido arrancada y, hecha pedazos, descansaba sobre un montón de tierra.
Pero del señor Aristón... de momento, ni rastro.
Aquella noche regresaron las pesadillas. Senmontu tardó mucho más de lo acostumbrado quedarse adormilada, y se removía inquieta en la estera de su habitación, despertándose al cabo en varias ocasiones, como sobresaltada, como si alguna cosa dentro de ella le aconsejara que aquella noche era mejor no navegar por el mundo del sueño. Pero finalmente, bien entrada la madrugada, el cansancio consiguió que se quedase profundamente dormida.
Y de nuevo se encontró en aquella plaza circular, inmensa, cubierta de una niebla tan espesa y tupida que no permitía dar dos pasos sin perder la orientación, como si fuese un monstruo en sí misma, una telaraña de bruma dispuesta a engullirte con su caricia fantasmagórica de blancos y afilados dedos.
De cualquier forma, y a pesar de la niebla, al final el caminante siempre alcanzaba el edificio que se encontraba tras ella, acaso no importara el sendero que uno tomase, el final del sendero era inevitablemente aquella mansión encantada, la morada de El Que Habita Entre Las Sombras, la mansión tenebrosa del señor tenebroso.
Senmontu se detuvo esta vez a contemplar la vivienda de aquel Dios de la oscuridad y lo primero que llamó su atención fue el hilo de sangre que caía desde el tejado. La sangre manaba de una estatua de piedra, de una gárgola en forma de ibis cuyo pico escupía la linfa que rebotaba contra la losas de abajo.
Un ibis, pensó Senmontu, el ave que simboliza a Toth, el antiguo dios egipcio de la escritura, de la palabra y el pensamiento. Pero, ¿acaso no era también Toth el que anotaba en el juicio final los pecados del difunto? La niña apuntó aquel recuerdo en su memoria. De alguna forma, intuyó que aquello era importante.
Siguió contemplando la fachada y al cabo toda la estructura del edificio y no tardó en darse cuenta que todo aquello era un imposible. Se mezclaban columnas en forma de loto con columnas en forma de papiro; otras tenían el fuste adornado con el rostro de la diosa Hathor y otras parecían desnudas, sin adornos, como si estuviesen aún inacabadas; útiles de cobre y de bronce yacían en el suelo, esperando a los trabajadores que continuaran la tarea; un ala del edificio sin techado se alternaba con otras alas con doble y triple cubierta; pórticos, salas circulares sin entrada ni salida, galerías interminables, muchas también inacabadas, se abrían a derecha y a izquierda, sin que fuese posible entender como todo el conjunto no se venía abajo, pues aquello desafiaba todas las leyes de la lógica.
Sin embargo, el edificio se mantenía todavía en pie, y el centro de la fachada se escondía aquella pequeña puerta por la que pasó al interior en el sueño precedente. Pero esta vez la puerta estaba entreabierta y no tuvo que llamar para pasar al otro lado.
Dentro le aguardaba una nueva sorpresa, pues no apareció ante ella aquella primera sala vacía que aún recordaba perfectamente, una habitación aséptica, de techos altos y paredes blancas; tampoco la macabra habitación que la seguía. En su lugar se vio empujada a un foso, pequeño y circular, donde había trece gigantes monos babuinos que entonaban graves cánticos de alabanza a los dioses... y serpientes voladoras que escupían fuego por la boca, amenazando con la nausea eterna a quién no alimentase sus cuerpos nudosos de espirales carúnculas interminables.
Senmontu intentó retroceder pero la puerta había desaparecido. Entonces tuvo miedo, y gateó intentando huir de aquellos monstruos nacidos de la más negra de las pesadillas. Pero éstos avanzaron hasta rodearla. Los babuinos saltaban a su alrededor como si quisiesen aplastarla y las serpientes daban vueltas en círculos como los buitres acostumbraban a hacer en el Cerro de las Ánimas cuando acechaban a una bestia moribunda. No tenía escapatoria.
Una voz resonó entonces en sus oídos. Venía de un extremo del foso. De entre el humo que provocaban las llamas vio una figura vagamente familiar materializarse y levantar un cayado en su dirección:
—Recuerda lo que te dijo tu abuelo, niña Senmontu. En los libros de los antiguos egipcios, y en particular en el Libro de los Muertos, está la solución para este acertijo y para todas las trampas que en sueños quiera tenderte la bestia de la sombra.
El Libro de los Muertos, sí. Aquel libro era el seguro con el que se enterraban los antiguos egipcios para poder alcanzar la otra vida. En él estaban todos los trucos, todas las cosas que debían hacerse para superar las pruebas que los demonios ponían al difunto para entorpecer su llegada al paraíso o, como le llamaban los egipcios, el Bello Occidente o el Campo de las Cañas. Y ella quería ascender hasta el Campo de las Cañas y sentarse a la diestra de Osiris, rey de los dioses.
Senmontu corrió entonces hacia el extremo del foso desde donde había salido aquella voz.
—¿Eres tú el que me habla, Oscuro? —dijo la muchacha, creyendo haber reconocido entre el humo que la rodeaba las facciones enjutas y afiladas de su amigo.
—Sí, soy yo, Senmontu —dijo el mago—. Date prisa y lee el Libro de los Muertos.
El señor Oscuro entregó a la niña un largo rollo de papiro y ésta lo desenrolló con manos temblorosas. Entonces entonó con fuerte voz y dijo lo que el libro decía que debía recitarse, lo que el Libro de los Muertos aseguraba que un egipcio, cuando llegase la hora de pasar al otro lado, debía hacer para conseguir llegar al Paraíso, el Bello Occidente.
Y la niña ofreció a los guardianes del foso de su alma, su corazón y su conciencia, todo lo que de bueno había en ella, y así, uno a uno superó a los monstruos que se interponían en su camino.
Y entendió que aquella era la moraleja que se escondía tras su sueño, que para enfrentarse y doblegar a la bestia de la sombra, un día tendría que entregar su alma, su corazón y su conciencia, que debería obra el mal para vencer al mal. Sin embargo, Senmontu esperaba que el momento de convertirse en una persona malvada tardase todavía mucho en llegar, pues no se veía a sí misma convertida en un ser perverso como Aristón o Senai, ni siquiera estaba segura de ser capaz de encontrar toda aquella maldad dentro de su alma.
Finalmente y a hurtadillas, como un ladrón, cruzó el foso ante la mirada impasible de aquellas bestias y se perdió ladera abajo, lejos de sus enemigos y del señor Oscuro. Al cabo, se volvió para mirar hacia atrás con amargura, viendo las columnas de fuego donde se hacinaban aquellos que habían fracasado en el intento. Descubrió que no había estado sola en medio de la niebla y la humarada, que miles estaban a su lado desde el principio del camino, y que la niebla era la distancia insalvable entre las almas de los muertos, como el miedo y la tradición lo eran para el alma de los vivos.
Y llegó a un riachuelo que corría tras el foso, lanzando murmullos de aguas cantarinas que estallaban como carcajadas en sus oídos. Entonces se dio cuenta que la vida no era sino un riachuelo colmado de rápidos y de dificultades incognoscibles, al final del cual se insinúa una cascada devoradora que iguala en la muerte al conjunto de sus necios moradores. Aliviada por conocer la verdad última del universo, tomó una barca que alguien había olvidado en la orilla para continuar su viaje en comunión con las aguas, y remando sin descanso atravesó un desierto, vadeó mil corrientes y se deslizó al pie de las más altas montañas. Finalmente, exhausta y hambrienta, le venció un profundo sueño dentro del sueño.
Despertó por segunda vez en la sala donde El Que Habita Entre Las Sombras afilaba sin descanso su instrumento de verdugo con una piedra. Reía, arrastrando tras él una vaharada fétida de podredumbre y de muerte. Aquella bestia se alimentaba de la duda y del miedo. Senmontu le debía resultar una presa extraña, un raro trofeo, tan pronto repulsivo como apetitoso, y acaso ambas cosas a un tiempo. Se volvió para mirarla y dejó de afilar su hacha de carnicero por un instante.
—¿Sabrás discernir lo que se esconde en el fondo de las cosas, querida niña?
Senmontu creyó que le hablaba de la mentira, de la forma despiadada en que nos utilizan aquéllos que idolatramos: Faraones, nobles y poderosos; y pensó también en el señor Aristón, aquel farsante que quería robarles aquello que era legítimamente suyo.
—No pueden engañarme ya la hipocresía y la falsedad de las gentes y de sus dioses, de los poderosos que rigen los destinos de los hombres pobres y de sus mentiras. He aprendido a ver en su interior.
—¡Maldita estúpida! —clamó El Que Habita Entre Las Sombras—. ¡Te hablo del fondo de las cosas, no de las personas!
Pensó Senmontu: ¿qué diferencia hay?, las cosas, después de todo, son parte de las personas, la forma en que ellas las perciben, producto y explicación de sus vidas. El monstruo intentó golpearle con los puños y luego alcanzarle con su arma asesina. No pudo, nunca podría a menos que los Udji la encontrasen en el mundo real. Una barrera de energía invisible e infranqueable les separaba. Al final, él también estaba mintiendo.
Él también estaba mintiendo.
Y Senmontu abandonó la guarida de su enemigo sin que nadie pudiera impedírselo, con una sonrisa en los labios, porque ahora estaba segura que El Que Habita Entre Las Sombras no era un ser invencible, sólo un hombre muy malo y muy asustado que temía que ella creciese y se hiciese lo bastante fuerte como para destruirle.
Y lo tenía mal el pobrecillo, porque Senmontu estaba dispuesta a seguir creciendo y hacerse todo lo fuerte que pudiese.
En poco tiempo, sería El Que Habita Entre Las Sombras el que tendría pesadillas en las que le acecharía Senmontu, la hermana del halcón.