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LA NIÑA SENMONTU NO QUIERE SER GRIEGA
Amanecía en la tierra de Egipto. Campos inundados, un río interminable que lo atravesaba de sur a norte y un desierto ardiente y rocoso, al este y al oeste, rodeándolo con su abrazo de arena.
En el bajo Egipto, cerca de la ciudad santa de Heliópolis, unos campesinos habían levantado años atrás una pequeña aldea a la que llamaron Harmonía. No era gran cosa, pero todos amaban aquel lugar, hermoso y fértil, pues lo consideraban un regalo de los dioses. Y quien más lo amaba en este mundo era una jovencita de trece años llamada Senmontu. Ella podía entender la maravilla que se escondía en un acto tan sencillo como pasear por la tierra limosa del embarcadero; ella podía sentir la caricia del viento de Harmonía en sus cabellos cuando corría por el camino viejo hacia el colegio; ella se sentía unida a los labradores que avanzaban a su lado en dirección a sus huertos con su bolsa de semillas y su arado; ella era capaz de ver la luz que se esconde en todas las cosas.
Porque Senmontu era especial. Tenía extraños poderes que aún permanecían en su mayor parte ocultos hasta para ella, y había nacido con un destino grabado en su frente. Su destino era librar al mundo de la más terrible de todas las amenazas: la bestia que habita en la sombra, la mujer con cabeza de serpiente. Pero de todo eso, de amenazas y de monstruos oscuros, Senmontu nada sabía por el momento, y dormía a pierna suelta ignorante que el que está destinado a grandes cosas, también está destinado a labrarse poderosos enemigos.
En la mañana en que comienza nuestra historia, Senmontu se levantó de la estera en la que dormía a las seis en punto, con el vago recuerdo de haber soñado precisamente con un monstruo terrible que la esperaba agazapado en las sombras, escondido en su fortaleza afilando un hacha de carnicero. Meneó la cabeza, intentando alejar de su mente todas aquellas imágenes. De rodillas, rezó largo tiempo a Hathor, la diosa de la belleza, y también a Montu, su patrono personal y antiguo dios halcón entre los egipcios de tiempo atrás, en un pasado remoto. De hecho, el nombre de Senmontu significaba “la preferida, la hermana de Montu”, en resumen “la hermana del halcón”; y así se sentía ella, la última que creía y que confiaba todavía en los antiguos dioses egipcios y la última a la que éstos cubrían con sus favores y su protección.
Porque en el Egipto en el que tenía que vivir Senmontu todos querían ser griegos y olvidar que habían nacido egipcios, que “eran” egipcios. Los griegos, desde que Alejandro Magno conquistase la mayor parte del mundo conocido (Egipto incluido) se habían hecho los dueños de los destinos de todos aquellos pueblos conquistados y se habían embarcado en la poco noble tarea de convertir a sus súbditos en griegos aún más griegos que ellos mismos. Así, Ptolomeo IV, el actual Faraón, era en realidad el bisnieto del general Ptolomeo, uno de los soldados de confianza de Alejandro Magno, y por tanto tan griego como el propio Alejandro y todos sus demás generales.
Y no era fácil querer seguir siendo egipcio en aquel mundo pensado por y para los invasores griegos.
No, no era nada fácil ser una niña en el Egipto de los falsos faraones griegos. No, de verdad; lo cierto es que Senmontu pensaba que tenía demasiadas obligaciones. Por un lado, debía acudir a la escuela, o sea, a la casa de un viejo escriba y profesor retirado a aprender todas esas cosas que los mayores le decían que necesitaba aprender. Aunque podría haber tenido peor suerte y que sus padres la hubieran enviado a un Pedagogo, que era el maestro de la escuela donde iban los niños que debían aprender a ser griegos y a olvidar que habían nacido egipcios; si bien, cuando habías nacido niña, como Senmontu, lo más fácil era que los mayores decidieran que una mujer no necesitaba cultura, que los dioses le habían dado un torno de alfarero en la barriga para tener bebés, y que eso de tener bebés ya justificaba tu existencia lo bastante para negarte todo lo demás. Pero a Senmontu todo esto no le parecía nada bien.
Sin embargo, el colegio no era sino la primera de las obligaciones de una niña como Senmontu en la tierra de Egipto. También tenía, por si fuera poco, que ayudar a su madre en la casa, y a menudo también en los campos. Lavar la ropa, cocer el pan en el gran horno de la cocina, limpiarlo todo, atender a su hermano pequeño, cuidar que los pájaros no picoteasen las vides, que las ratas no se colasen en los sembrados, que el ganado no traspasase la cerca...
Las tareas que le encomendaban los mayores nunca tenían fin, y además, Senmontu era dolorosamente consciente que debía realizarlas con una enorme sonrisa en la boca, una sonrisa de niña buena y hacendosa, porque sino se inclinarían a preguntarle qué le pasaba, por qué no era feliz cuando, después de todo, tenía la gran suerte de haber nacido en la Tierra Negra de Egipto, el mejor de los mundos posibles. Un asco, pensaba Senmontu, que tenía la desgracia de llamarse también Nicarion, un nombre bien feo si os fijáis, y esto pasaba porque en Egipto todos tenían dos nombres: uno egipcio, que el que todos usaban en la vida diaria, y uno griego para las cosas legales con los jefazos de la capital, en Alejandría, a los que les gustaba que la gente tuviera un nombre bien extranjero para parecer tan extranjeros como ellos, porque ya sabéis, los griegos dominan todo el mundo conocido y si no eres griego, o al menos medio griego, es como si no fueses nada.
Por eso, la madre de Senmontu, Apolonia, aunque tenía un nombre egipcio como todo el mundo, lo mantenía en secreto y nunca se lo había dicho a nadie, porque su familia llevaba ya más de un siglo en el Egipto de los faraones Ptolomeos y quería que la considerasen completamente griega, sin la mancha de un poco de sangre egipcia. “Ser griego es un signo de respetabilidad”, decía siempre, aunque a Senmontu le parecía otra cosa, pero no sabía qué palabras usar para describir lo que le parecía la respetabilidad ésa y prefería no pensar demasiado en ello por si se le ocurría una palabra fea que preferiría no pronunciar.
La hermana mayor de Senmontu, que estaba casada y vivía la mayor parte del año en Alejandría con los jefazos griegos y su marido griego Filipo, también usaba sólo su nombre extranjero, y como también se llamaba Apolonia era conocida como Apolonia “Neotera”, o sea, Apolonia “la joven”. Al final, todos habían decidido llamarla sencillamente Neotera.
Su abuelo Bytan, sin embargo, sólo usaba su nombre egipcio, y decía a propios y extraños que no tenía nombre griego. Senmontu, de mayor, estaba decidida a ser como él y se había prometido a sí misma que nunca permitirá que ni en los contratos o donde fuera la llamasen Nicarion, porque ella se llamaba tan sólo Senmontu, la hermana del halcón.
Maakheru era el más pequeño de la casa. También tenía un nombre griego, por supuesto, pero como aún no había cumplido seis años y ni siquiera iba a la escuela, nadie se acordaba bien de cuál le pusieron; y Senmontu había decidido olvidarlo, porque él tendría también sólo ese nombre: Maakheru, “el justificado ante los dioses”.
De hecho, en tanto tenía ya casi seis años, como ya se ha dicho, debería hacer ya más dos que acudía a la escuela, pero como siempre estaba enfermo, lo tenían en casa, al cuidado de Senmontu la mayor parte del tiempo, pero todos estaban convencidos que muy pronto se recuperaría y acabaría haciéndose un hombre de provecho. El abuelo Bytan siempre decía que si él muriese la desgracia caería sobre la familia porque Maakheru era el único varón, y ya sabéis todo eso de que las mujeres sólo valen para tener bebés, que su barriga es un torno de alfarero..., etc. Aunque el abuelo le caía muy bien a Senmontu, lo cierto es que como era un hombre muy anciano no podía evitar estar un poco chapado a la antigua.
Senmontu, pensando todavía en todas estas cosas, bostezó con gran estruendo y al cabo arrastró los pies hasta la cocina, donde cogió de una vasija un puñado de higos para irlos mordisqueando camino del colegio. La casa estaba en silencio y no consiguió dar con Apolonia, su madre, ni tampoco con Maakheru, su hermanito, que supuso debía estar todavía en cama, curándose de su mal, y al que no querría despertar por nada del mundo. Cerca ya de la puerta de la calle, Senmontu casi tropezó con Bytan, su querido abuelo, y al reconocerlo, se inclinó para darle un abrazo afectuoso y cálido.
Bytan era un hombre corpulento y muy ajado, de al menos setenta años decían todos, con una mirada muy triste que lleva siempre consigo a todas partes como si fuera un pesado fardo; Senmontu le quería mucho, tal vez porque siempre estaba triste y eso la ponía triste a ella, o tal vez porque la mimaba mucho y cada día le regalaba una figurilla de madera.
En realidad, Bytan se pasaba todo el día tallando aquellas figurillas, con manos temblorosas, y jamás dejaba de lado su tarea, pues afirmaba que aquellas figuras les salvarían a todos la vida tarde o temprano. Lo cierto es que en casa todos pensaban que al pobre Bytan los años le habían sorbido un poco el seso y por eso tenían aquellas ideas tan estrafalarias. Todos lo pensaban, naturalmente, excepto Senmontu, que creía que si su abuelo dedicaba tanto tiempo a aquellas tallas de madera, pues por algo sería, y siempre pedía a su madre y hermanos que dejaran al pobre viejo en paz “que él ya sabía lo que se hacía”.
Delante de la casa, Bytan se había construido un tenderete donde ofrecía a los transeúntes las figuras que le sobraban y nunca dejaba de aconsejarles que comprasen las que pudiesen si en algo apreciaban su vida, pues sólo ellas podrían salvarles en el último día. Naturalmente, en Harmonía eran muchos los que consideraban al viejo un pobre loco.
Aquella mañana, Bytan estaba trabajando la madera con un cuchillo herrumbroso, sentado en un taburete del recibidor, junto al altar de los dioses, de donde manaban espirales de humo sin fin. En sus manos acababa de cobrar vida la figura de un alfarero, un anciano encorvado sobre su torno, modelando arcilla con su mano derecha, mientras con la izquierda presionaba el pedal que daba vida a su máquina de sueños. Era la imagen tradicional de Khnum, el dios que da forma a los hombres a partir de la Tierra Negra de Egipto desde el otro mundo.
—¿Es para mí, abuelito? —preguntó, con voz muy dulce, la niña Senmontu, aunque sabía de sobra que Bytan tallaba para ella otro tipo de imágenes: flores, aves maravillosas y retratos de ella misma o del pequeño Maakheru, principalmente.
—Oh, no, mi niña —suspiró el anciano, tratando de componer una sonrisa en su rostro de ojos tristes y melancólicos—. Para ti tengo preparada una cosa especial, una figura de la divina Hathor, a la que oí que antes rezabas. La he imaginado vestida del lino más fino, larga de brazos y pálida de piel, con la cabeza de una vaca, como se la ve en los grabados. Te va a gustar mucho, estoy seguro.
—Yo también estoy segura, mi viejito —dijo Senmontu, a modo de despedida, al tiempo que daba al anciano un beso en la frente. Bytan ronroneó como un gato.
—Gracias, mi querida niña.
Cuando Senmontu ya estaba subiendo los escalones camino de la puerta de entrada a la casa, la voz de su abuelo resonó a su espalda.
—Ten cuidado, pequeña, ellos siempre vigilan.
La niña se volvió, pero desde donde se hallaba, casi en la entrada de la vivienda, ya sólo podía distinguir una de las piernas del anciano, y aquellas manos rápidas, nerviosas, levantando astillas de madera a su alrededor.
—¿De qué me estás hablando?
—De los que vigilan, de esos malvados. Ellos vendrán pronto por mí, por nosotros. Querrán destruirnos, como hacen siempre. Debemos estar preparados. Espero haber tallado bastantes figuras para hacerles frente. Sólo ellas pueden salvarnos.
Senmontu frunció el entrecejo y a punto estaba de bajar de nuevo las escaleras para hablar con su abuelo y decirle que no se preocupase, que todo iría bien y esos que vigilaban, fueran quienes fuesen, no conseguirían molestarles, pero no tuvo oportunidad. En la puerta de casa esperaba ya Takratis, que le hizo una seña con la mano. Senmontu le devolvió el saludo y volviendo la cabeza le gritó al viejo Bytan:
—Muy bien, abuelito, ya hablaremos cuando venga del colegio. ¿De acuerdo? ¡Hasta luego!
Senmontu y Takratis iban de la mano por el camino viejo que llevaba a la escuela, dando la vuelta por el antiguo cementerio egipcio y pasando demasiado cerca del Cerro de las Ánimas, una montaña que en el pueblo todos tenían por maldita y que a ellas les daba mucho miedo. Tenían ambas niñas trece años, aunque la primera, Senmontu, estaba mucho más desarrollada, toda una mujercita, con sus ojos verdes y sus largos cabellos castaños; tan hermosa... casi como una princesa escapada de algún cuento infantil. Takratis, por el contrario, era una niña baja y regordeta, con unos incisivos demasiado grandes en una boca demasiado pequeña, como un conejo de grandes dientes, un conejo inusualmente feo y pasado de peso. Las dos amigas eran, pues, físicamente, como el día y la noche, pero eso nunca fue ni sería una traba para su amistad, que se sostenía sobre vínculos más fuertes que el aspecto físico; después de todo, eran las dos únicas jovencitas de la escuela que usaban sus nombres egipcios y querían seguir siendo egipcias, y esta afinidad secreta era mucho más fuerte que las diferencias que podrían separarlas.
En un recodo del camino se levantaba una cabaña sencilla, dos o tres aposentos donde toda una familia pobre debía apiñarse: no había siquiera una breve terraza para asomarse desde su miseria a la luz del amanecer, aunque sí un altar donde dar gracias a los dioses por los muchos presentes que nos regalan en su infinita bondad. La puerta se abrió de pronto y un joven salió de la casa con la cabeza gacha y los hombros caídos. A su espalda aún le perseguían los consejos de su madre:
—Eurionupis, ten cuidado con el viento, con las ramas y las piedras que hay por el suelo, con el calor y aún más con el frío. Si tropiezas no intentes levantarte solo. Pide ayuda a las gentes del pueblo si comienzas a encontrarte mal. ¿Cómo te encuentras ahora? ¿Quieres que te acompañe?
—Ya lo hemos hablado mamá. Déjame ir, por favor. Lo prometiste.
Senmontu reprimió un grito y señaló a Takratis ese niño que avanzaba a pocos pasos delante de ellas. Y es que Eurionupis caminaba entre temblores, aquejado de más enfermedades de las que nadie podría reconocer. Su rostro estaba desfigurado; sus párpados hinchados, con las carnes vueltas de revés, le habían dejado en la antesala de la penumbra; y caminaba a tientas, arrastrando unas extremidades sin fuerza mientras en voz baja musitaba sus ruegos a las mismas divinidades que mucho tiempo atrás le habían abandonado.
En la diestra, con gesto decidido, aferraba una hermosa muñeca de madera de enebro, una lindura a la que no le falta su camita ni su parasol por si gusta de regalarse con largos paseos por el estanque de sus sueños. Bien podríamos imaginarlo por la noche, casi completamente ciego, esforzándose por soldar las articulaciones de su pequeña obra de arte, tiñendo paciente de rojo a negro sus cabellos con una rama encendida para crear la ilusión de unas mechas largas y onduladas. Pero, ¿acaso no ensombrecían las yemas de los dedos de Eurionupis un sinfín de quemaduras? Nada pudo detenerle, ni el fuego quemando su joven piel; no, su determinación era demasiado grande.
Pero ahora sufría, se lamentaba, paso a paso, resignado, encomendándose a las sordas deidades. Senmontu inmediatamente sintió simpatía por ese joven muchacho al que la fortuna había dado la espalda, ese joven muchacho que, como su abuelo, tallaba sin descanso seres fabulosos, nacidos en su imaginación, sobre la hermosa madera del enebro. Senmontu estaba segura que, de conocerlo un poco mejor, podría haberlo cogido de la mano para guiar su camino y compartir con él todo aquel dolor.
—Mi hijo Horus está en llamas en la desierta llanura —gimió Eurionupis.
Alguien le había explicado al muchacho un encantamiento para mitigar la comezón que le abrasaba las manos y éste lo repetía una y otra vez mientras caminaba:
—Mi hijo Horus está en llamas en la desierta llanura —repitió—. Allí no hay agua, ni estoy yo a su lado para apaciguarle. Llevaré agua del Gran Río Nilo para apagar sus heridas. Pero es tan grande el dolor...
Senmontu y Takratis se dieron cuenta por fin que cada paso era para el niño una tortura, y se sorprendieron avanzando junto a él, como si fueran parte del dolor de Eurionupis, como un caminante más. “¿A donde irá? ¿Qué es tan importante que justifique tanto sufrimiento?”, pensaban ambas.
—Yo soy el invisible en medio del resplandor del sol —dijo el niño, prosiguiendo el encantamiento—. Yo entro en el fuego. Yo vengo del fuego. El ardor del sol no me atraviesa. Tú no me has quemado. Mío es el cuchillo que corta lo que está en manos de Toth...
A la sombra de un árbol de persea un barbero prodigaba sus cuidados a un nutrido grupo de vecinos. Eurionupis atravesó dubitativo el laberinto de taburetes que conducían hasta el tronco, haciendo oídos sordos a las burlas calladas y las miradas de soslayo, se detuvo un momento para secar el sudor de su frente y siguió su camino entre plazas, avenidas, angostas callejuelas y exuberantes palmerales. Pronto acabaría la villa. Las últimas casas, las más nobles, aparecían junto a un repecho donde cobraban vida de nuevo las pistas de tierra.
—Yo soy el que no cede ante ninguna magia, que no se quema en la llama, que no se moja en el agua. Yo soy... —entonaba todavía Eurionupis.
Al fin llegó el muchacho a su destino, que resultó ser el mismo que el de las niñas Senmontu y Takratis: la única escuela del pueblo. El niño se había detenido junto a una puerta de ébano macizo que enmarcaba un gigantesco letrero: Petamenofis, Escuela de Método y Estilo.
Eurionupis se encontraba incómodo en la espera, y paseaba de derecha a izquierda su ansiedad, entre murmullos que las dos amigas no conseguían desentrañar, entre rezos sofocados por alguna punzada de dolor. Entretanto, otros caminantes llegaron al lugar, la mayoría padres que acudían con sus hijos, fuera a traerlos o a recogerlos. También había nobles descendiendo de lujosos carruajes. Se formó un corro y la conversación pronto comenzó a animarse. En el interior, todo seguía igual, las puertas aún no se habían abierto, y la áspera travesía del conocimiento aún no había concluido para unos ni empezado para los siguientes. Si uno ponía atención, podía fácilmente imaginar los bastonazos en los lomos de ese alumno torpe y lento que nunca termina sus dictados, y los suspiros, la tensión y hasta el morboso deleite de sus compañeros. Pero la espera tocó a su fin y la vieja puerta se abrió para dar paso a un grupo de niños, que avanzaban atontados, pues abandonaban la claridad de una elevada instrucción por el crepúsculo de la vida cotidiana junto a sus familias.
Una niña acababa de llegar a lomos de un burro. Tenía que haber una niña, ¿no es verdad? Se trataba de una chiquilla de quince o dieciséis años, con un rostro torpe y cuadrado de campesina, pero no debemos olvidar que el pobre Eurionupis está medio ciego. Con el compendio del saber, el rollo Kemit bajo el brazo, buscaba la niña alguna cosa con la mirada, pero no halló sino a Eurionupis con los labios babeando de satisfacción.
—He hecho esto para ti, Senai... porque tú... porque yo... porque eres la más bonita.
Senai le miró con un asco indescriptible. Se inclinó hacia adelante como si fuera a vomitar y no se le cayó la muñeca de las manos porque el criado que acababa de traerla al colegio en un asno de montura dorada, la cogió de la cintura. La niña estaba pálida y no hizo el menor gesto. Se diría que había muerto de la impresión. Pero entonces señaló con repugnancia a Eurionupis y musitó unas palabras al oído de su padre, que en ese momento descabalgaba de su montura. Éste se volvió sonriendo a Eurionupis, mas el niño se hallaba ya en el paraíso a la diestra de Osiris y nada percibía salvo su propia ensoñación. La niña Senai echó a correr y desapareció tras los portones de la escuela de Petamenofis.
Senmontu y Takratis oyeron murmurar al niño:
—Se ha ido en un instante. ¡Claro!, me ha salido una muñeca tan hermosa que está impaciente por jugar con ella.
Y eso fue todo. Ésta era la causa que justificaba tan terrible padecimiento. Senmontu meneó la cabeza y avanzó sin prisas con Takratis más allá de los portones, que se cerraron tras ellas. Más allá de los batientes de ébano y cobre, les alcanzó la voz de Eurionupis, que gemía un hechizo de amor.
—Dadle la sangre de Osiris, la sangre que entregó a la madre Isis para que conciba el amor en su corazón a cualquier hora del día y de la noche, sin desfallecer ni un sólo momento. Dadle la sangre de Eurionupis, nacido de Unas, para que haga beber de esta copa a Senai, nacida de Clito. Y que conciba el amor en su corazón. Y que Senai busque a Eurionupis como Isis buscó a Osiris en el lejano Keben. Y que enloquezca, que se sienta inflamada por él, y que experimente una llama ardiendo en su alma durante su ausencia.
Cuando Eurionupis se alejaba de la escuela, de regreso a su casa, los lugareños le señalaban y hacían de él burla y escarnio sin fin. “Mesed-su-Khnum”, repetían, “El odiado de Khnum”, como si el decrépito dios alfarero, que era quien había modelado a todos los hombres (incluido aquel pobre muchacho), ahogase la rabia de su inmortalidad en el cuerpo apedazado de Eurionupis. Tal vez así fuera. Tal vez la naturaleza de las cosas sea oscura y malvada siempre, y nosotros nos esforcemos en vano por volverlas del derecho.
—¡Despierta, Nicarion!
Senmontu estaba inclinada sobre su tablilla, en la que trataba de dibujar el rostro de su hermano Maakheru, pálido y sonriente, con la boca muy abierta y los ojos alargados, como almendras. En sus dibujos o en las tallas de su abuelo, el pequeño Maakheru era un niño sano, un niño que juega y ríe, que salta y nada en las aguas del río Nilo; sin embargo, en el mundo real, su hermanito estaba siempre en cama, tosiendo su mal, chillando de dolor, luchando contra unos demonios que los médicos decían que se lo estaban comiendo por dentro.
—¡Nicarion!
Takratis le dio un manotazo, tratando de advertirla, y Senmontu abandonó su tarea. Luego de levantar la vista, vio el rostro congestionado de su maestro Petamenofis, que la estaba señalando con su vara, temblando de rabia.
—¿Es que no me oías, Nicarion?
Senmontu tardó un instante en comprender que es a ella a quien se dirigía aquel tonto de Petamenofis. Sí, la estaba llamando por su nombre griego: Nicarion. Un nombre bien feo, eso es lo que era. El nombre de una desconocida, de una niña griega, y ella era una niña egipcia. Sólo eso y precisamente eso.
—Yo me llamo Senmontu, señor maestro.
Petamenofis era un hombre moreno, muy alto y desgarbado; tenía unos enormes brazos con los que casi podía tocar el techo sin ponerse de puntillas siquiera, y unas piernas también muy largas y torcidas, como si siempre estuviera a punto de caerse. Takratis le llamaba el Araña, porque parecía que sus extremidades fueran las largas patas de un insecto, y siempre iba de aquí para allá, vigilando a sus alumnos, respirando pesadamente a su alrededor, como si de un momento a otro fuera envolverlos en una tela de esas blancas y viscosas que segregan los arácnidos.
—¿Qué dices, maldita mocosa?
El Araña levantó su vara como si fuese a descargarla sobre la cabeza de Senmontu, pero en el último momento rectificó y la estrelló con gran estruendo contra su pupitre, y el bastón se quebró, saltando detrás de la niña, hecho pedazos.
—Nunca escuchas, Nicarion. Si lo hicieses, si no llevases un buen rato ya dibujando tonterías, sabrías qué cosa os estaba explicando, y entonces no me vendrías con eso de que te llamas Senmontu. A ver...
Una larga y sudorosa mano se inclinó sobre Senmontu y le cogió de la mejilla derecha, estirando dolorosamente.
—A ver, muchachita, ¿de qué estábamos hablando?
Senmontu intentó alejarse de su captor, pero sólo consiguió que su mejilla se estirase todavía más, y finalmente respondió, casi a voz en grito.
—No lo sé, señor maestro.
El Araña soltó a su presa y se alejó hacia el centro del aula haciendo grandes aspavientos.
—No lo sé, no sé nada, soy tonta, señor maestro —gemía el maestro, con la voz impostada, tratando de imitar a su alumna.
Ahora todos los niños excepto Takratis se reían de ella.
—Soy egipcia, soy Senmontu —prosiguió su burla el cruel Petamenofis—. No me llamo Nicarion, señor maestro. Yo no sé quién es Nicarion. Tal vez una pariente suya, ¿no, señor maestro?
Un niño gordo que se sentaba delante de Senmontu, soltó una larga carcajada y se volvió para sacarle la lengua. “¡Egipcia!”, le susurró el gordo con repugnancia, pensando que era un insulto, y acaso sin darse cuenta que él mismo también era, después de todo, un egipcio, un hijo del río Nilo. El niño se llamaba Antígono y era el hijo del pastelero más importante de la ciudad de Harmonía, y parecía haber heredado de su padre una desmedida afición por los dulces, los bollos y las tartas, que engullía a todas horas, sonoramente, entre gruñidos, como si fuese la última cosa que le quedara por hacer en este mundo. Petamenofis le hizo en ese momento una señal a Antígono para que se callase, para que dejase en paz a Senmontu, y reanudó su charla:
—Pero si me hubieses escuchado, Nicarion, en lugar en hacer dibujitos en tu tablilla de madera, sabrías que en esta escuela se avecinan cambios... grandes cambios. Sabrías, por ejemplo, que las viejas tabillas egipcias de madera y yeso, como ésa en la que escribes, van a desaparecer. Sabrías que en su lugar vamos a traer modernas tablillas griegas recubiertas, no de yeso sino de cera, y que tendremos nuevos lápices de marfil con los que podremos dibujar y borrar a la vez, ambas tareas en un único instrumento. ¡Un gran avance técnico! Sí, Nicarion, nuestra escuela ha dormido demasiado tiempo sobre los laureles de un pasado egipcio que ya nadie recuerda y que a nadie le importa más que a un par de chiquillas atolondradas.
El gordo Antígono se volvió de nuevo paras sacar la lengua a Senmontu y luego a Takratis. “Egipcias”, murmuró, regodeándose en cada sonido de algo que seguía pensando que era un insulto, para luego añadir: “atolondradas”, sin saber en realidad lo que significaba aquella palabra.
—Ahora vais a disfrutar de tres días de vacaciones debido a las Fiestas de Dionisos. Fijaos si soy bueno que ni siquiera voy a poneros deberes. Pero cuando esta escuela vuelva a abrir sus puertas después de las celebraciones —dijo entonces el Araña, regresando junto al pupitre de Senmontu—, ya no se llamará “Petamenofis, Escuela de Método y Estilo”, sino “Petámenos, Escuela Griega para Niños Griegos”. Además, el libro de texto que veníamos usando, el libro Kemit de la sabiduría, será sustituido por modernos libros griegos, y en adelante, nadie podrá usar en esta aula su nombre egipcio, ni llevar signos ni amuletos ni efigies de deidades egipcias. ¿Me he expresado con claridad, Nicarion?
Senmontu miró directamente a los ojos del Araña. No le tenía miedo. Querría decirle a aquel idiota que Petámenos no significaba nada, que si se llamaba Petamenofis no podría volver griego su nombre egipcio quitando o poniéndole desinencias al final de la palabra; pero se calló, porque no quería deshonrar a su familia. No quería que su madre, Apolonia, recibiera una visita de Petamenofis o de Petámenos, o como demonios se hiciese llamar, quejándose de la conducta de “esa niña egipcia” en el colegio. Así que bajó los ojos, esperando, sencillamente, que amainase el temporal. Pero el Araña no estaba dispuesto a dejarla ir así como así, y repitió:
—¿Me he expresado con claridad, Nicarion?
No había salida. No la iba a dejar en paz hasta que reconociese que se llamaba de una manera que no se llamaba, que ahora tenía un nombre griego, Nicarion, y ya no podría usar más su nombre egipcio. Senmontu trató de buscar una solución, algo que distrajese la atención de su maestro, pero no consiguió más que darse cuenta que debía enfrentarse a aquel problema o rendirse y llamarse Nicarion para siempre. No tenía escapatoria.
—Yo me llamo Senmontu, señor maestro. No sé quién es esa Nicarion. Tal vez una pariente suya, ¿no, señor maestro?
Afuera, en la calle, hacía un calor asfixiante y los alumnos, que esperaban que sus padres vinieran a recogerlos, se agolpaban a la sombra de un kiosco, una pequeño pabellón de madera parecido a una capilla que dominaba un extremo de la plaza.
Senmontu se frotó la mano derecha, roja y cubierta de verdugones a causa de los golpes que Petámenos el Araña le había propinado con una vara griega que tenía guardada para una ocasión especial como aquélla; “Una vara”, había dicho, “que no se rompe con tanta facilidad como esa vara egipcia que venía usando”. Sin embargo, a pesar del correctivo y de sus gritos y amenazas, Petámenos no había conseguido que Senmontu reconociese que se llamaba Nicarion.
—El Araña ha dicho que va a ir a tu casa a hablar con tu madre acerca de tu comportamiento en clase —dijo Takratis, mientras miraba a su amiga con una mezcla de orgullo y admiración.
—No creo que lo haga. A ese se le va la fuerza por la boca; pero me da igual, que vaya si le apetece.
—Yo, en tu lugar, Senmontu, hubiese dicho que me llamaba Alejandro Magno si con eso hubiera conseguido que esa bestia dejara de pegarme.
—Qué va, si no me ha hecho daño. Nada de daño —mintió Senmontu, con una lágrima todavía a punto de nacer en sus pupilas.
En ese instante, pasó junto a las dos amigas la niña Senai, que, altiva y presuntuosa, empujó a propósito con el codo a Senmontu y alargó una mano para llamar la atención de su criado, un anciano cojo de gesto apacible, cuando éste precisamente aparecía por el camino llevando de la mano al burro con montura dorada que la niña Senai utilizaba para ir y volver del colegio.
—Ayúdame a montar, imbécil —le dijo Senai a su sirviente.
Más allá del camino, disimulado detrás de una acacia (pues precisamente aquella zona era conocida como Explanada de las Acacias), Senmontu descubrió a Eurionupis, el pobre muchacho de rostro desfigurado que por la mañana entregó una linda muñequita de madera a la estúpida de Senai sin saber hasta qué punto ella le detestaba sólo por estar enfermo e incapacitado.
—Me has hecho daño al dejarme sobre el animal, idiota —comentó entonces la malvada niña, sentada por fin a lomos del pollino. Entonces ella también reparó en Eurionupis, que la observaba arrobado detrás de una gruesa rama, imaginando que la niña estaba emocionada por su regalo, tan emocionada que ni siquiera tenía fuerzas para venir agradecérselo. Senai, por el contrario, no veía más que a un monstruo asqueroso que le había regalado una muñeca fea y asquerosa, una muñeca deforme... como su creador; asqueada, arrojó la figura de enebro al suelo, quebrándose su lecho y su parasol, quedando en una zanja y a merced del viento, que se llevó los fragmentos con él hacia las alturas.
—Vámonos ya, cojo holgazán. Aquí ya no hay nada que hacer —ladró Senai.
El sirviente asintió, pero antes de cumplir la orden de su ama se inclinó renqueante sobre la zanja y recuperó la muñeca, que sólo estaba algo sucia de tierra, y la guardó en un costal que colgaba de la grupa de la montura de Senai.
—¿Qué demonios haces, maldito imbécil? ¿Cómo se te ocurre recoger esa porquería? ¿Quién te crees que eres? —le interrogó ésta, con los puños crispados, como si fuera a golpearle.
—El amo Clito, su padre, me advirtió que usted haría esto, señorita, y me advirtió también que me azotaría si permitía que a la muñeca la pasase nada. Me dijo que era usted muy mala y muy poco piadosa y que luego, ante de irse a dormir, hablaría con usted.
Senai estaba tan rabiosa que se mordió los labios hasta hacerse sangre, pero al cabo, pensando acaso en el castigo de su padre, se volvió hacia su sirviente y le espetó:
—Haz lo quieras, pues, pero llévame a casa de un maldita vez.
Cuando el burro se alejaba ya por la vereda, Eurionupis abandonó su escondite en la Explanada de las Acacias y avanzó a tientas hasta el centro de la plaza, donde estaban Senmontu y Takratis. Le oyeron murmurar:
—¿No es hermoso? Le ha dado la muñeca a su criado para que la guardase en lugar seguro. La tiene en tanta estima que no podía permitir que se perdiese o que se ensuciase en el trayecto a su casa. Oh, gracias, divino Amón, por escuchar mis ruegos.
Y entonces, el gordo Antígono salió corriendo de la escuela de Petámenos, antes Petamenofis, y al ver al muchacho se puso a dar vueltas a su alrededor, mientras le hacía burla y canturreaba:
—¡Monstruo, feo... feo monstruo sin ojos y sin cara!
Y después de repetir esta estrofa diez o doce veces, mientras hurgaba en su magra inteligencia buscando alguna frase nueva y punzante con la que escarbar en el dolor de Eurionupis, tal vez un nuevo insulto aun más hiriente y que moviera a su audiencia a la risa, le escupió:
—Egipcio... lo que eres es un egipcio —y luego de lanzarle una piedra, que rebotó en el suelo a los pies de Eurionupis, echó el gordo a correr hacia la pastelería de su familia, que no estaba demasiado lejos de la escuela, siendo de esta forma de los pocos niños que no necesitaban que vinieran a llevarle o a traerle sus padres.
—Ya está otra vez ese Antígono tirando piedras a la gente —dijo Senmontu.
—Como siempre —dijo Takratis—. Un día le hará daño a alguien.
Poco después, cabizbajas, las dos niñas comenzaron a desandar el camino que recorrieran por la mañana desde sus casas para acudir ante el infame Petamenofis, contentas de tener tres días de fiesta y de no haber de volver en ese tiempo a aquella escuela “para niños griegos”. A ellas no les venía a buscar ningún sirviente, sus familias eran demasiado pobres para permitirse el lujo de mandar a alguien y perder un par de horas de trabajo útil en los campos. A veces, Masha, el criado personal de su abuelo Bytan, venía a buscar a Senmontu, pero últimamente estaba muy ocupado en las tareas de la casa, que Apolonia, su madre, no dejaba de encomendarle. Senmontu quería mucho a aquel gigante negro que compró su abuelo años atrás, cuando era un joven muchacho recién capturado en Nubia, luego que su pueblo perdiese una guerra con Egipto. El negro Masha había crecido con Senmontu desde que ella era un bebé, y ésta le consideraba más que un sirviente un amigo, y más que un amigo casi como un hermano mayor.
—¡Mira a ese hombre!
Senmontu, perdida en sus ensoñaciones, despertó de pronto cuando Takratis la zarandeó, mientras señalaba a un desconocido que acababa de pasar a su lado y ahora superaba a Eurionupis, siguiendo el desvío que acaban de tomar Senai y su criado. Pero Senmontu sólo consiguió ver al extraño de espaldas, avanzando a toda prisa, como si hubiera alguna cosa importantísima en juego, o le persiguieran todos los demonios del mundo inferior.
—¿Qué sucede, Takratis?
—Ese hombre. Tendrías que haberle visto la cara. Tenía una expresión extraña. Daba miedo.
—Bah, exageras. A ti te da miedo cualquier cosa.
—Que no, que tenía unos ojos muy fijos y... no sé explicarlo. Se me ha puesto la piel de gallina sólo con verle —y añadió, pensativa—. El caso es que su cara me suena de algo, pero no recuerdo de qué.
Senmontu siguió con la mirada al extraño y no distinguió nada especial en él, como no fuera que iba casi desnudo, como un campesino, vistiendo tan sólo un taparrabos de piel de leopardo. Un momento, eso sí que era raro. Un hombre casi desnudo llevando como única prenda una tan rara y valiosa como aquélla. Una prenda de piel de leopardo valía muchos dracmas de oro. Además, Senmontu recordó de pronto que sólo los sacerdotes del Egipto antiguo vestían así, hacía mucho tiempo, dos siglos por lo menos. ¿Quién sería ese hombre? ¿Qué estaría buscando allí, en Harmonía, un lugar alejado de las grandes ciudades y de las intrigas de los poderosos?
—Ese hombre daba miedo —insistió Takratis.
Y de pronto Senmontu reparó en algo importante de verdad: aquel hombre no tenía luz a su alrededor. No tenía la luz que todos tienen. Su abuelo le dijo que si alguna vez veía a alguien sin luz le avisase sin falta. Se lo repitió muchas veces, le insistió en lo importante que era que ella lo recordara. Nunca en su vida vio Senmontu a su abuelo tan preocupado como entonces. Senmontu cogió a su amiga de la mano y le animó a seguirla a toda prisa por entre los campos y las acequias, atajando para ganar tiempo.
—¿Qué pasa Senmontu?
—Ese hombre no tiene la luz. Tengo que decírselo a mi abuelo.
—¿La luz? ¿De qué luz hablas? —gimoteó Takratis, intentando liberarse de la presa con que su amiga había atrapado su brazo.
—Rápido, Takratis, no te detengas, porque creo que no es sólo de la luz que debemos estar preocupadas.
Y es que ante Senmontu acaba de revelarse un último misterio. Aquel hombre, por la forma en que había entrado en la pista de tierra, caminando desde el oeste, sólo podía venir de un sitio: el Cerro de las Ánimas. ¿Y quién demonios podía venir de un lugar muerto, donde no había ni una sola casa en muchos estadios a la redonda, un lugar donde ni los buitres se atrevían a permanecer demasiado tiempo? ¿Quién demonios podía haber bajado de aquella montaña y, sobre todo, porqué?
—¡Vamos, para un momento y explícame qué pasa! —gimoteó de nuevo Takratis, aunque en vano.
Porque Senmontu seguía tirando de ella con fuerza, mientras echaba un último vistazo de reojo a aquella colina endemoniada, y juntas atravesaron a toda prisa mojones y cercados, huertos y jardines, mientras el sol, muy lentamente, se iba hundiendo en el horizonte.