12
EURIONUPIS
La noche en que Eurionupis y Senai quedaron en encontrarse en el embarcadero, el Udji no había previsto ninguna estratagema especial para sonsacarle al muchacho la información que necesitaba. Estaba convencido que con sólo ponerle su daga en el cuello tendría más que suficiente para que éste se viniese abajo y le confesase todo lo que sabía, todo lo que había hecho y dejado de hacer desde que tenía uso de razón y hasta podría ser que se autoinculpase de cuántas cosas al Udji le viniera en gana acusarle por pura diversión.
Era todo un espectáculo ver a la gente chillar, maldecir, disculparse, mentir, desgañitarse, jurar, perjurar, rezar y hasta orinarse encima... todo para salvar sus miserables vidas.
Los Udji sabían que su presencia causaba un gran pavor entre sus enemigos, y su crueldad se convertía fácilmente en legendaria para aquellos desgraciados que tenían la desgracia de cruzarse en su camino. Así que nadie contradecía a un sirviente de la sombra, nadie le ocultaba información, nadie, en realidad, sobrevivía demasiado a un interrogatorio llevado a cabo por uno de los que vigilan.
Pero con Eurionupis todo salió mal desde el principio. Tan pronto como entendió que aquella maldita niña malcriada de Senai le había mentido para conducirle a una trampa, el muchacho murió por dentro, cerró sus ojos masacrados y se refugió en sí mismo, lejos del embarcadero donde su captor le había arrastrado con aquella sucia artimaña de amor adolescente.
Y no hubo manera de conseguir que soltara prenda sobre Jeper, el infame traidor que había robado a El Que Habita Entre Las Sombras. No, aquel maldito crío era alguien que creía en el honor, uno de esos egipcios a la antigua usanza, y en modo alguno estaba dispuesto a traicionar a su amigo aunque le fuese la vida en ello.
Y lo cierto es que le iba la vida.
Había pasado una hora y Eurionupis, sangrante, había escupido ya sus dos últimos dientes, pero seguía sin decir nada de la persona que le había ayudado a tallar la muñeca y la flor de loto azul para la niña Senai.
—¿Me vas a decir dónde puedo encontrar a Jeper el infame?
—No sé de quién me hablas —respondió el niño, altivo.
—Ahora no se hace llamar así, sin duda. Pero tú sabes bien que busco a tu maestro, el que te ha ensañado a tallar esas figuras en la madera.
Eurionupis calló. Incluso pareció esbozar una leve sonrisa.
—¡Maldito muchacho!
El Udji, impasible, descargó su bastón con empuñadura de marfil en la mandíbula del niño y éste cayó hacia atrás, quedando inmóvil en el suelo.
—¿Ha muerto ya? —quiso saber Senai, que temblaba de emoción.
—No —gruñó el Udji—. Ni siquiera se ha desmayado. Sólo se ha quedado ahí como un pelele, tumbado de espaldas, riéndose de nosotros con su silencio. Se cree muy fuerte este mocoso.
Eurionupis, todavía en el suelo, respiraba agitadamente intentando recuperar las fuerzas. Nadie le doblegaría. Estaba dispuesto a resistir hasta el final.
—Y tú, Senai —dijo entonces el Udji—, ¿no has oído hablar de un hombre que talla figuras aquí, en Harmonía? No creo que sus trabajos pasen desapercibidos.
—Yo no me junto con esos paletos —dijo Senai, con gesto ofendido—. Le he preguntado a mi padre pero tampoco ha oído hablar de nadie. Pero eso tampoco es raro. Él tampoco trata mucho con los palurdos del pueblo. Nosotros vivimos a las afueras, en una mansión acorde con nuestra posición social. Ese Jeper que talla figuras de madera, de ser de por aquí, debe ser un pobre muerto de hambre como Eurionupis.
—Pero yo estoy seguro que se trata de alguien de este pueblo. Lo presiento.
—Al final, Eurionupis nos dirá de quién se trata. Creo que en el fondo no es más que un tullido cobarde —dijo Senai.
El Udji meneó la cabeza, contrariado.
—No va a ser fácil quebrantar el espíritu de este crío. Tiene una voluntad de hierro —dijo en un tono de voz que dejaba translucir un punto de respeto.
—Déjame que lo mutile —dijo Senai—. Déjame que le saque esos ojos ciegos que me miraban babeantes todos los malditos días del año. Entonces hablará, mi amo y señor.
—No soy tu amo y señor —dijo el Udji, volviéndose hacia la niña—. Tu señor es la bestia de sombra. Yo le sirvo a él como tú me sirves a mí. Todos le servimos.
—Naturalmente —dijo Senai, relamiéndose aún ante la idea de arrancarle los ojos a un muchacho indefenso, enfermo y medio ciego.
—¿Por qué eres así, Senai? —terció de pronto Eurionupis, al que apenas se le entendía hablando entre aquellos labios hinchados y encías sangrantes.
—¿Así cómo, monstruo? —dijo Senai, sorprendida por que Eurionupis por fin dijese una palabra.
—Así de malvada, sencillamente. Yo te amo. Hay mucha gente que te quiere. Pero tú has decidido ser... eso que eres. Tan mala y tan bonita, casi como la princesa de un cuento infantil tuviese el alma más negra que la serpiente de cincuenta Codos que la tiene secuestrada en la torre.
El Udji, que también se había sorprendido de que el niño finalmente decidiese abrir la boca, pensó que lo mejor esperar sin hacer nada, escuchar a ver dónde conducía aquella conversación por si podía usarla en su beneficio.
—Tú no sabes nada —chilló entonces Senai—. Eres un imbécil, más tonto que ciego me parece a mí. ¿Cuentos infantiles, serpientes, mala y bonita?, ¿te oyes hablar? Yo soy de buena familia y tengo los mejores vestidos de la comarca, pero no soy la más bonita, quizás la más lista, eso sí. La más bonita es esa mema de Senmontu, eso lo sabe todo el mundo. Pero la belleza no vale de nada, sólo la inteligencia, y la inteligencia la utilizan mejor las personas malvadas, como yo, porque el bien te pone normas que no son más que un estorbo. ¡Demonios, hay tantas cosas interesantes que los padres o la sociedad no te dejan hacer! Pero yo puedo hacer lo que plazca porque no necesito sentimientos ni tengo obligaciones ni respondo ante nada ni nadie. Yo soy libre como el viento, ¿me oyes? Yo lo hago todo por puro entretenimiento.
—¿Y torturarme te proporciona el entretenimiento que estás buscando? —dijo Eurionupis en un hilo de voz.
—Oh, podría decirte que lo hago para ganar puntos delante del Udji y de El Que Habita Entre Las Sombras, pero no, no es así —Senai se inclinó hasta que su cabeza casi tocó la de Eurionupis y le escupió en medio de la frente—. Lo cierto es que me lo estoy pasando bomba con todo esto, monstruo.
Súbitamente, Eurionupis rompió a llorar.
—Yo te amaba tanto... —gimoteaba—. Había soñado tanto con este momento, con la primera vez que te estrecharía entre mis brazos.
En el rostro de Senai se dibujó una enorme sonrisa y arrojó a los pies del muchacho la flor de loto azul que éste le había regalado.
—¡Quédate esta porquería que me has hecho, idiota —le dijo Senai al pobre Eurionupis, y luego, volviéndose hacia el Udji—. Dios, esto cada vez se pone mejor. Mira cómo llora ese imbécil —le susurró—. Es la noche más divertida de toda mi vida.
Pero el Udji no se estaba divirtiendo en absoluto. En realidad, no había organizado todo aquello para divertir a una mocosa enloquecida sino para averiguar dónde se hallaba su enemigo, ese maldito Jeper. Y de momento había conseguido de todo menos aquella información preciosa.
—¿Me vas a decir de una vez dónde se encuentra tu maestro? —dijo el Udji, casi lamentando tener que proseguir atormentando a su joven víctima.
Eurionupis se enjuagó una lágrima con el dorso de la mano. Las lágrimas, saladas, escocían en sus heridas y le recordaban que estaba vivo, que tal vez lo había perdido todo pero aún le restaba su honor. Jamás traicionaría al bueno de Bytan, por mucho que su torturador insistiera en que se llamaba Jeper. Llamase como se llamase, era su amigo, y Eurionupis no podría presumir precisamente de contar con demasiados amigos en este mundo.
—Ahora menos que nunca.
El Udji asintió, como reconociendo la entereza y honestidad de su rival.
—Así sea.
Caminaban por el margen del río. Al principio la travesía había sido muy placentera, pues atravesaban una zona empedrada y bastante bien cuidada, pero, tan pronto se alejaron del embarcadero, tuvieron que avanzar por un sendero abrupto que serpenteaba en un recodo del gran río. Por fin, después de un repecho, alcanzaron un terreno elevado desde el que las aguas, muy al fondo, parecían correr estériles arrojando destellos verdes y azules a la noche.
—Nunca había estado por aquí —dijo Senai, mirando en derredor—. ¿Dónde vamos?
Senai iba, en efecto, muy intrigada, brincando de excitación detrás del Udji, que llevaba a Eurionupis a hombros, como si fuera un fardo. El muchacho apenas se movía, y sólo de cuando un cuando se le oía suspirar de pena o soltar un gemido ahogado de dolor.
—No vamos a ningún lado, propiamente dicho —dijo por fin el Udji, resoplando—. Buscamos un lugar desde donde ejecutar el plan B.
—¿Plan B? —murmuró Senai, en voz tan baja y arrebatada que casi pareció que hablara para sus adentros—. ¿De verás hay un plan B?
—Naturalmente —dijo el Udji—. Siempre tiene que haber un plan B. El plan original es lo de menos, a veces incluso no lo tienes muy claro, muchas cosas deben improvisarse sobre la marcha, al fin y al cabo. Pero el plan B debe estar cuidadosamente diseñado por si las cosas no salen como habías previsto y todo se tuerce.
Se detuvieron el punto más alto del promontorio. Senai miró hacia abajo y soltó un silbido. Había por lo menos treinta Codos hasta abajo.
—¿Qué hacemos aquí arriba, pues? —dijo.
El Udji sonrió.
—Ejecutamos el plan B, ni más ni menos.
—¿Y cómo lo haremos? ¿Le mataremos aquí y dejaremos el cuerpo tirado para que se lo coman los buitres?
—No exactamente. Haremos algo mejor —dijo el Udji, alzando a su víctima y dejándola suspendida sobre el vacío por un instante—. Como Eurionupis no nos ha querido dar la información que debía conducirnos hasta Jeper el infame, dejaremos que sea el propio Jeper el que busque a Eurionupis y lo encuentre para nosotros.
Y el Udji soltó al muchacho, que pataleó brevemente en el aire y se precipitó al abismo.
Dos días después, Eurionupis seguía desaparecido. Bytan, en cuclillas sobre su estera, reflexionaba sobre lo que le podría haber ocurrido al pobre muchacho y sobre su propia incapacidad para encontrarle. En su búsqueda había atravesado Harmonía de arriba abajo, de norte a sur, de la Necrópolis a los muelles, del centro de la ciudad hasta el desierto, y hasta más allá de la pista de tierra. Incluso se había aventurado un trecho en el Cerro de las Ánimas, sabiendo el peligro que corría en aquel terreno, dominado por espíritus malignos, pero aunque había abandonado a toda prisa aquella montaña maldita, lo cierto es que no había percibido la presencia de su aprendiz ni siquiera entonces, de hecho, no había percibido su presencia en ningún momento o lugar durante su odisea. Bytan temía, en el fondo, que el muchacho ya hubiera muerto.
Como al día siguiente tenía pensado proseguir sus investigaciones, el anciano se obligó a dormir unas pocas horas. Se calentó un poco de leche en la cocina y al cabo regresó a su estera, se bebió su taza y dejó que aquel viejo remedio contra el insomnio hiciera el efecto esperado.
No tardó en sentir una lánguida pesadez en sus párpados y, finalmente, se encogió en posición fetal y dejó que el sueño le envolviese.
Aquella noche, por primera vez en veinte años, El Que Habita Entre Las Sombras volvió a poblar sus pesadillas. Bytan llevaba esquivándole todo aquel tiempo y había aprendido todos sus trucos, pero esta vez las bestia consiguió eludir sus defensas, acaso hacía tiempo que se guardaba aquel as en la manga para cuando encontrase una forma de engañarle y conducirle a una emboscada. Y es que Bytan supo desde el primer momento que su enemigo le estaba tendiendo una trampa, pero también se dio cuenta que era una trampa que no podría sortear. Caería en ella por propia voluntad y debería ser lo bastante rápido e inteligente para salvar la vida. Porque aquella trampa le llevaría hasta Eurionupis.
—Así pues, no piensas devolverme la Llave que me robaste, Jeper —dijo la bestia, con voz muy grave y sonora, como si quisiese infundirle aún más temor del que ya sentía.
El anciano había sido transportado, dentro del sueño, directamente a la guarida de El Que Habita Entre Las Sombras. En su sala privada, de techos altos, interminables, y paredes muy blancas, se hallaba la bestia, afilando su hacha de carnicero sobre una estaca.
—Ya no me llamo Jeper. Hace veinte años que nadie pronuncia ese nombre en mi presencia. Y no, no te devolveré nada. Ya lo sabes —dijo Bytan.
Se hizo el silencio. Ambos se miraron directamente a los ojos, desafiándose. Al cabo, Bytan bajó obediente la mirada y se humilló ante la bestia postrándose como un siervo ante su señor.
Y El Que Habita Entre Las Sombras dejó que el tiempo pasase, sin prisa ninguna, intentando descubrir cuánto estaba dispuesto a aguantar para salvar a Eurionupis aquel maldito ladrón que una vez había sido su mano derecha y luego le había traicionado robándole la Llave de las Puertas del Inframundo.
Cerca de una hora más tarde, Bytan seguía postrado frente a su captor; la cabeza gacha, las rodillas y los codos hincados en el suelo. No tenía miedo, pero llevaba demasiado tiempo de rodillas aguardando una palabra de su enemigo y comenzaba a sentirse enfermo, mareado por la postura y por el penetrante olor a esencia de terebinto que impregnaba aquella estancia, revestida en su parte superior de exquisita madera de cedro labrada. Entretanto, El Que Habita Entre Las Sombras había dejado a un lado su hacha de carnicero y ahora masticaba a pequeños bocados, relamiéndose, el pescado frito con guisantes hervidos que uno de sus sirvientes, un Udji extremadamente delgado, le acaba de traer en una fina bandeja de cobre. Cuando terminó su pequeño y privado festín, alzó una mano de largos dedos enjoyados y otro sirviente se arrastró hasta él para entregarle el postre: un pastel bañado en miel. La bestia lo mordisqueó, hizo un gesto de desagrado y volvió a levantar la mano. Una segundo pastelillo, esta vez de frutas y canela, sustituyó al primero, y el Udji se alejó de nuevo entre reverencias y genuflexiones interminables. Para entonces, Bytan ya se sentía lo bastante indispuesto como para no apreciar con detalle lo que sucedía a su alrededor, y su mente divagaba, intentando permanecer lúcida, recitando un pasaje del Poema De La Destrucción Del Dragón Apofis:
La bestia ha caído en un mar de llamas,
Hay un cuchillo en su cabeza,
Sus orejas están cortadas.
Su nombre nunca más será pronunciado en la tierra de Egipto.
—Oh, por el amor de los dioses, Jeper, —dijo la bestia—, deja esa cantinela para mejor ocasión. He esperado muchos años para verte inclinado de nuevo ante mí. No me estropees este momento con todas esas estúpidas creencias del pasado.
El Que Habita Entre Las Sombras había hablado por fin. El anciano levantó la cabeza y miró a su captor con los ojos enrojecidos, al borde del agotamiento.
—Si me inclino ante ti es porque sé que quieres hacer un trato conmigo. Nada más.
La bestia dio un bocado a su pastelillo de canela.
—¿Un trato? No sé de qué me hablas.
—Hablo de Eurionupis —dijo Bytan, rechinando los dientes—. Vas a decirme dónde lo tienes.
La bestia soltó una carcajada.
—¿Y si no?
El enemigo había abandonado su disfraz habitual de momia andante, desgarbada, hinchada y con todas las costuras al aire, y ahora se había transformado en un hombre bajo pero corpulento, la piel casi negra, la nariz aplastada y unos ojos enormes, inquisitivos, que parecían poder devorarle a uno con una dentellada de sus pupilas. Un egipcio del sur, un hombre de la frontera.
—Me pregunto si ése es tu verdadero rostro —dijo Bytan, cambiando de tema, acaso consciente de que a mayor insistencia en el asunto de Eurionupis, más probable era que la bestia de la sombra cambiase de opinión y no le mostrase su paradero.
—¿Verdadero rostro, mi fiel amigo? —dijo el enemigo, fingiendo ignorancia.
—Sí, tu verdadero rostro —le explicó Bytan—. Sé bien que eres un hombre real, que vives como un egipcio cualquiera entre nosotros, y que todo eso de la bestia que habita en la sombra es sólo un disfraz, un truco de magia. Vives aterrorizado por un terrible secreto, ese que se encuentra tras las puertas cuya llave robé.
—Ah, la Llave de las Puertas del Inframundo —dijo el enemigo, como si hubiese recordado de pronto todo aquel asunto—. Debe ser esa llave que te niegas a devolverme.
—Esa es —reconoció Bytan—, y nunca volverás a poner tus sucias manos en ella.
La bestia se echó a reír.
—No es eso lo que ha llegado a mis oídos, mi fiel amigo. Me han llegado noticias de que mis Udji están cada vez más cerca y que, de hecho, uno de los míos tiene a tu aprendiz.
A Bytan no le gustaba el tono con el que la bestia pronunciaba “mi fiel amigo”. Le sonaba a falsete, a ironía, como si tratase de menospreciarle. Su respuesta, sin embargo, debía ser gentil y contenida porque aún no sabía dónde se encontraba Eurionupis. El anciano sabía bien cuál era su deber, y se humillaría cuánto hiciese falta ante la bestia de la sombra para conseguir aquella información.
—Tu Udji está cerca, noble señor. Pero, ¿está acaso lo bastante cerca? Yo no lo creo; por eso quieres arrastrarme hasta una trampa, por eso quieres que rescate a mi aprendiz y me descubra para que puedas darme caza.
El Que Habita Entre Las Sombras se alzó de su asiento, aún con su pastelillo en la mano, del que dio un generoso mordisco que tiñó sus labios por un instante de un amarillo apagado, casi verde. Al cabo, se inclinó sobre una mesita baja que sus criados alojaran a su diestra y abandonó los restos de su golosina sobre un recipiente dorado. Vestía el enemigo una camisa de lino y un pectoral de oro que refulgía como el mismo sol, y Bytan, deslumbrado, sólo pudo intuir que aquella sombra que era su captor descendía para llegarse hasta él y se inclinaba, quién sabe si amenazador o indulgente.
El anciano quiso imaginarle sonriendo, revolviendo los cabellos de su prisionero con la familiaridad de un camarada, pero no fue capaz. Bytan sabía que aquel hombre escondía mucho dolor, muchas formas de sí mismo a punto de ver la luz, detrás de aquel resplandor de falsa seguridad. El Que Habita Entre Las Sombras era un hombre torturado, y su sufrimiento y sus contradicciones pendían en la sala como un afilado estilete en la garganta del condenado.
—Levántate, Custodio de la Puertas. Demos un paseo por los jardines. Hace un día espléndido. Seguro que encontraremos un tema de conversación que nos plazca a ambos.
Le había llamado por su antiguo título por primera vez. Bytan, en el pasado, cuando aún se llamaba Jeper, había sido el Custodio de las Puertas y guardado para la bestia de la sombra las llaves que abrían todos los secretos que éste pretendía ocultar al mundo. Sí, él guardó los secretos de la bestia hasta que supo la terrible verdad que se escondía tras ellos. Entonces le traicionó, y no lo lamentaba. Era la acción de la que estaba más satisfecho de cuántas había emprendido en su vida.
—Vamos, Custodio, no dudes más. Hace un día estupendo ahí afuera y podríamos estirar las piernas.
En efecto, algo había cambiado y aquel distante y acusador “mi fiel amigo” había desaparecido. Hasta el tono de voz era diferente, cordial, casi suplicante. El Que Habita Entre Las Sombras era como un dios, un ser encerrado en una corte de aduladores, entre Udji serviles y colaboradores “vivos” en los que no podía confiar plenamente, pues eran animales de presa y cocodrilos como la niña Senai, y estaba acostumbrado a llevar una máscara sobre su verdadero rostro, tal vez incluso una máscara sobre cada máscara, de tal suerte que su rostro ya nadie lo conocía, ni siquiera él mismo. La bestia había descubierto que el sufrimiento, la espera, la incomodidad, la duda, el temor... no habían hecho mella en la determinación del anciano, y entonces había resuelto que otra máscara tomase el lugar de la anterior. Ya no era un poderoso dios de la oscuridad, distante, remoto en su atalaya, con la dignidad de un rey, impenetrable; no, ahora era otro ser, el hombre cálido y afectuoso, el amigo.
—Vamos, Jeper. Álzate sin temor. Yo no me como a nadie y menos a un hombre de tu edad y experiencia.
Hasta su antiguo nombre, “Jeper”, sonaba distinto ahora; donde antes hubiera desprecio, un toque de frío desdén mezclado con el aroma salobre del mar, ahora había un suave bálsamo de aceites perfumados, campanillas al vuelo, como una risa tintineante a punto de estallar. El anciano levantó la vista hacia el enemigo, y observó que éste se había puesto a un lado para que los reflejos de su pectoral no le deslumbrasen. “Qué hombre más considerado”, pensó, y se echó a reír.
—Gracias, mi buen señor de las sombras. Tú dictas lo que debe hacerse y yo obedezco tus mandatos.
Bytan se incorporó a medias y quedó de rodillas. El rostro del enemigo estaba helado, los labios fruncidos, temblones. Aquel maldito ladrón, pensaba la bestia, se reía de él, estaba seguro. Aquel traidor infame al que podría hacer despedazar con sólo un gesto se atrevía a no temerle, a negarle aquella llave que le era tan necesaria y que debía conseguir a toda costa. Aquel maldito viejo loco le iba a poner las cosas difíciles, estaba seguro. Suspiró: eso era algo que ya había previsto. No era tan tonto como para pensar que a sus más de ochenta años Jeper sería poco rival para él, que la edad le habría vuelto menos testarudo, que le doblegaría tan sólo con su voluntad. No, tendría que ser astuto y aprender las reglas de aquel juego sobre la marcha. Lástima que el tiempo se le echase encima y no hubiese espacio para grandes maniobras ni estrategias. El Que Habita Entre Las Sombras estaba, ciertamente, desesperado.
—Vamos, Jeper, incorpórate del todo. ¿De verdad no tienes ganas de pasear?
—No quiero faltaros al respeto, mi buen señor.
Otra máscara. El Que Habita Entre Las Sombras casi se echa a reír. El anciano contestaba a su máscara con otra de igual pompa y fatuidad. Los buenos modales exigían que un inferior siempre estuviese al menos una cabeza por debajo de alguien que le superase en rango en jerarquía social. Jeper, de eso estaba seguro la bestia, le despreciaba profundamente por innumerables razones; sin embargo, luego que su captor tomase un último disfraz y se transformase de secuestrador a amigo afable y cordial, éste abandonaba su gesto altivo y se volvía sumiso como el más atolondrado de sus sirvientes. El Que Habita Entre Las Sombras se dio cuenta enseguida que en aquel juego de personalidades, entre guiños interminables, podían pasarse un día entero.
Pero la bestia estaba ya harta de perder tiempo con todo aquel asunto.
—Levanta ya, Jeper. Yo soy un hombre crecido, no un adolescente, y puedo medir mucho más que tú con solo volver a cambiar de forma. Si te mantienes a mi lado y desciendes los escalones del jardín siempre en primer lugar, te mantendrás en todo momento una cabeza, o más aún, por debajo mío. El decoro será observado y nadie podrá murmurar. ¿Es eso suficiente para ti?
El anciano se levantó. Sonrió por primera vez. La voz de la bestia de sombra había cambiado. Ahora era recia, algo temblorosa, dubitativa quizás... pero sin inflexiones ni imposturas. Todos los sufrimientos y las tribulaciones de las situación presente quedaban a la vista, como llagas abiertas en un moribundo. La bestia era sólo un hombre cansado, un hombre que necesitaba la Llave de las Puertas del Inframundo para seguir dominando su pequeño teatro de pacotilla. Quería hacer un trato y lo haría. Ya de nada servían las máscaras.
—Debe ser maravilloso volver a ser uno mismo, sin tanta máscara, ¿no es verdad, mi buen señor? —dijo el anciano, tratando de entender como debía sentirse alguien tan poderoso y a la vez tan miserable.
El Que Habita Entre Las Sombras asintió.
—Tal vez, mi viejo Custodio, sólo tal vez, pero ahora caminemos, adentrémonos en el jardín, lejos de oídos curiosos. Nunca se sabe qué parte de lo que decimos puede ser escuchada sin malinterpretarse, ni cuánto de lo que callamos en público no cobraría de ser pronunciado en voz alta formas que no seríamos capaces de controlar ni entender nosotros mismos.
—Corren malos tiempos, mi señor de las sombras, si ni siquiera puedes fiarte de tus Udji y tus Acólitos.
La bestia asintió de nuevo, casi imperceptiblemente, con un gesto tan suave y contenido que Bytan casi sintió lástima de ese hombre tan acostumbrado a disfrazar sus emociones que apenas dejaba un lugar para sí tras aquel fugaz desfile de personalidades.
—Ciertamente —concedió.
Y caminaron ambos mansamente hasta el grueso cercado que enmarcaba los jardines, para luego perderse en la espesura.
—¿Me dirás ahora dónde tienes a Eurionupis? —dijo el anciano, con voz cansada, casi tan cansada como la de su interlocutor.
—Sabes bien que es una trampa, que mi Udji te estará esperando y te dará muerte —dijo el enemigo—. Y aunque salieses bien librado, en pocos días Harmonía estará llena de mis sirvientes. Voy a mandar en persona a uno de mis Capitanes y con él a un ejército de mis hombres. Esta vez no te escaparás.
Bytan se encogió de hombros.
—Si todo está tan claro, nada tienes que temer. Dime donde está mi aprendiz y yo acudiré al lugar donde piensas matarme, como un cordero al sacrificio.
Se hizo de nuevo el silencio. El Que Habita Entre Las Sombras parecía triste por Bytan y éste, por primera vez en su vida, comprendió que aquel ser, de alguna forma retorcida, en el fondo le apreciaba.
—No debiste traicionarme, Jeper. Una vez fuimos los mejores amigos, ¿recuerdas? Pero tú me robaste esa llave sin entender siquiera lo que te llevabas. Y el caso es que crees que estás salvando al mundo cuando lo que haces es condenarlo. No entendiste lo que pudiste entrever tras aquella puerta.
—Demasiado lo entendí —se defendió Bytan—. Hay que terminar con tu reinado del terror.
—¿Y quién acabará con mi reino? ¿Lo esa niña cuya presencia siento al lado de la tuya, esa Senmontu? ¿Es algo tuyo? ¿Es de tu familia? Dime, ¿cuál es tu parentesco con ella?
—Sé que la has visitado en sueños, como ahora haces conmigo, y sé también que la temes como a nadie en este mundo. Entiendes lo poderosa que puede llegar a ser —observó Bytan, señalando al enemigo con un dedo tembloroso.
—Así es, pero la temo por razones muy distintas a las que puedas imaginar. Una vez más, no entiendes nada y tu ignorancia nos pone en peligro a todos.
—No me engañarás —dijo entonces Bytan—. ¡Estás muerto de miedo!
La bestia removió la cabeza y con ese gesto convocó a la oscuridad, de la que era guardián. Las formas en torno al anciano se desmoronaron como un mal castillo en la arena. El jardín se hundió bajo sus pies y el rostro del enemigo se contrajo y luego se deshizo como si fuese una pintura diluyéndose, precipitándose al suelo desde un muro bajo el efecto de las llamas.
—Pobre viejo testarudo —le escupió El Que Habita Entre Las Sombras—. Da igual. Tú elegiste este camino. Despierta ahora. Cuando lo hagas sabrás dónde se encuentra atrapado el joven Eurionupis. Muere en paz si eso es lo quieres.