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ALEJANDRÍA

Las festividades griegas se seguían desde hacían pocos años en Harmonía. Desde siempre, habían sido las Fiestas del Valle, de origen tebano, las más celebradas en el pueblo. Pero las cosas habían ido cambiando y ahora estaban de moda los espectáculos extranjeros, las exhibiciones gimnásticas, las carreras de caballos y los concursos poéticos en lengua ática. De todas, sin embargo, la preferida por los vecinos de Harmonía eran las que ensalzaban a Dionisos, dios del vino y de la fecundidad, y amigo de los excesos y de las grandes borracheras; actividades estas que sus discípulos seguían a rajatabla con gran placer y devoción, para lo cual se trasladaban una vez al año hasta Alejandría para practicarlas durante varios días completos. Se decía que durante aquellas fiestas la ciudad se convertía en un hervidero de celebrantes bulliciosos, desfiles y competiciones atléticas.

Las fiestas en honor a Dionisos habían comenzando, de hecho, horas atrás, con la puesta de sol, pues entre los griegos la primera hora de un nuevo día era aquella que llegaba justo después del anochecer del anterior. Senmontu era incapaz de entender cómo era posible una cosa así, pero hacía mucho que no se preguntaba por qué los griegos hacían las cosas que hacían. Sencillamente, no era asunto suyo. Lo importante para ella es que durante tres días no habría clases y no tendría que ver a su maestro ni a su “Escuela Griega para Niños Griegos”.

Cuando Senmontu se despertó aquella mañana, por tanto, muchos de sus vecinos iban ya camino del embarcadero, vestidos con sus mejores galas, soñando con la gran Alejandría, la capital de Egipto. Se decía que aquel año el Faraón pensaba reunir a los mejores artistas del país, a los más grandes atletas, magos, prestidigitadores, danzarinas y bufones. ¡Las competiciones y concursos de las fiestas de Dionisos serían recordadas por mucho tiempo! Al menos eso se decían los unos a los otros, mientras avanzaban cogidos del brazo, cacareando acerca de las maravillas que les esperaban en la capital.

El nubio Masha vino a buscarla a su habitación y la encontró todavía en su estera, desperezándose:

—¿Qué quieres, viejo amigo? —dijo Senmontu, aún medio adormilada y con la voz pastosa.

—Tu madre y el abuelo dicen que debes vestirte. Nos vamos a la capital con los demás.

Senmontu abrió mucho los ojos, súbitamente despejada.

—Yo soy egipcia, no griega. Ya lo sabes. Me importan poco las fiestas de Dionisos. No he entrado en mi vida en un hipódromo a ver esas locas carreras de las que tanto hablan y tampoco pienso este año ir a...

—No se trata de las fiestas, pequeña ama —le interrumpió Masha—. Ha llegado una tablilla de su padre. Dice que la espera en Alejandría.

Senmontu no esperó a escuchar nada más y atravesó la casa como una exhalación. Abajo, en las cocinas, encontró a su madre, con un pedazo rectangular de arcilla entre las manos. Apolonia apenas levantó la vista de su lectura cuando su hija penetró en la estancia. Suspiró.

—Tu padre dice que está bien —dijo—. Te pide que vayas a Alejandría en cuento te sea posible. Te espera a ti sola en la posada de siempre. Supongo que sabes de qué lugar está hablando, ¿no?

—Claro que sí —dijo Senmontu—. La posada del Perro y el Gavilán.

—Pues deberías darte prisa. Los peregrinos están a punto de coger los barcos para ver los juegos de Dionisos.

Apolonia tenía el rostro colorado y le temblaban los labios, como siempre que acaba de discutirse con alguien. Senmontu la miró a los ojos y ésta los apartó.

—¿Y el abuelo? —preguntó entonces Senmontu, intuyendo que alguna cosa no marchaba bien.

Su madre soltó un bufido.

—Se ha puesto como loco cuando ha llegado el correo. Decía insensateces, como siempre, cosas sin sentido. Que sí lo que decía la tablilla no era en verdad de puño y letra de tu padre, que si era un engaño de esos seres que nos vigilan, que por qué Dryton no daba señales de vida en cinco meses y de pronto... Vaya, ya sabes. Discutimos. Al final dio un portazo y se marchó a dar un paseo.

—En parte tiene razón, mamá. Es muy extraño.

Senmontu estiró una mano y su madre asintió. Sin mediar palabra, la tablilla cambió de manos.

—Ya lo sé, hija. Pero yo no puedo acompañarte y Bytan está demasiado viejo para un viaje como ese. Te acompañará Masha, si quieres. Pero si al final no te animas, lo entenderé. Sin embargo, querría saber lo que le ha sucedido a tu padre. Tengo tanto miedo y tantas dudas que creo que me volveré loca si no me explica alguien lo que...

Pero Apolonia no terminó la frase y se limitó a observar a la niña Senmontu, con semblante sombrío, mientras ésta leía y releían la misiva de Dryton.

—Iré —dijo la niña—. Yo también quiero saber lo que le ha sucedido. Todavía más. Necesito saber lo que le ha sucedido.

En el embarcadero de Harmonía estaban amarradas muchas naves, la mayoría viejos bajeles mil veces remendados, llenos de grietas y refuerzos. Las flotas más modernas servían en los muelles de las grandes ciudades, donde estaba el dinero y los buenos negocios; para una pequeña aldea los armadores destinaban aquellos barcos que todavía flotaban y poca cosa más.

Senmontu enseguida hizo su elección. Sólo había una embarcación que le gustase de verdad, sólo una la que podía llevarla a la capital de los faraones griegos. Se trataba del barco más viejo de todos. Un marinero les dijo que llevaba varios siglos surcando las aguas, infatigable. No le creyeron, pero lo que sí era cierto es que aquella embarcación tenía todo el aspecto de una nave de leyenda. Apedazada, con los tablones carcomidos y las ligaduras flojas, las velas zurcidas tantas veces que se veían largas líneas estriadas atravesándolas. Parecía un milagro que se tuviese todavía en pie. Tanto, que sólo acababan en ella los que llegaban demasiado tarde para tomar asiento en cualquier otra. Pero Senmontu vio el nombre de la nave pintado en el casco y ya no hubo manera de disuadirla. ¡Irían en aquel barco a Alejandría o no irían!

Y es que aquella nave llevaba el nombre del Dios protector de la muchacha: Montu Victorioso. La muchacha decidió al instante que aquel era un buen presagio y de un salto se subió al Castillo de Proa, donde había una camareta decorada con la imagen tradicional del dios de la guerra: un hombre con cabeza de halcón que lleva sobre la frente el disco solar con dos altas plumas y dos serpientes o ureos, y en las extremidades un arco y un hacha.

Y allí tomo asiento la hermana del halcón, haciendo caso omiso primero a Masha, que le rogaba que tomaran una nave mejor y más tarde al propio capitán del barco, que después de cobrar los dracmas del pasaje, le indicaba una y otra vez, primero de viva voz y luego por señas, que aquel no era el lugar para una señorita, que debería marchar a la camareta central con el resto de los viajeros. Pero Senmontu se cruzó de brazos e hizo ver que era sorda y muda. Al final, la dejaron por imposible.

Poco después, Montu Victorioso ya zarpaba, unido a una caravana de barcos que avanzaban hacia el norte, algunos incluso más allá de Alejandría, hacia el océano, que los egipcios llamaban el Gran Verde y los griegos sencillamente el Gran Mar.

El timonel guiaba su nave entre el silencio de la noche. A una señal del hombresonda, viró un espacio a la izquierda, en una corrección casi imperceptible, suficiente empero para que la primera nave del grupo avivase su urdimbre y se deslizase sin un contoneo un poco más allá, callada, solitaria, envuelta en el abrazo de Hapi, el río Nilo.

Por detrás de ella, perdidas en la bruma, el resto de embarcaciones braceaban tras la estela de la anterior, buscando su sitio en un desfile de esquifes, achaparrados barcos Keben y otros mil diferentes especimenes, avanzando prietos en un sólo trazo como un puñado de arena del desierto.

Senmontu se dio cuenta que los otros pasajeros murmuraban, preguntándose que hacía una muchacha tan joven viajando sola, allí plantada en el Castillo de Proa. No sabían, naturalmente, que Masha la vigilaba con ojos atentos desde la camareta central, con el resto del pasaje.

Pero lo que ellos tampoco sabían es que Senmontu había viajado sola muchas otras veces por el río Nilo, casi desde que no levantaba un palmo del suelo. Su padre, Dryton, había acudido a menudo a la capital en los últimos años, sin dar jamás una explicación lo bastante convincente a nadie de sus acciones. “Me encargo de unos asuntos”, decía, y si alguien iba un paso más allá y le interrogaba sobre qué asuntos eran aquellos, Dryton siempre se las arreglaba para cambiar de tema o para encerrarse en sí mismo y no soltar prenda. Durante aquellos viajes a la gran Alejandría, la capital de los faraones Ptolomeos, Dryton sólo permitía que su preciosa niña, la pequeña Senmontu, viniese a verle. De hecho, no era raro que su padre estuviese semanas enteras en Alejandría sin dar señales de vida. Luego, de pronto, llegaba en el correo una tablilla de su padre ordenándole a Senmontu que fuese a buscarle al cabo de, por ejemplo, un mes, y entonces ella, obediente, cogía un poco de ropa de su baúl e iba al encuentro de su progenitor.

Aquello sucedió no pocas veces, por lo menos una docena en todo aquel tiempo. Entre los ocho y los trece años Senmontu había viajado sola aquellas doce veces y nunca había tenido el menor problema. Ella era una muchacha fuerte y decidida, y su padre la necesitaba, si bien nunca entendió para qué la necesitaba, pues una vez se reunían ambos en Alejandría, su padre sólo se dedicaba a llevarla de un lado a otro: parques, templos, fiestas, tabernas, atracciones, barriadas enteras. Padre e hija paseaban juntos y se reían de cualquier cosa. Senmontu, únicamente tenía una obligación, que desde el principio Dryton le dejó muy clara: “Si ves alguna cosa inusual, alguna cosa que no debiera estar ahí, alguna cosa que llame tu atención... házmela saber enseguida, hija mía. Es algo muy importante. Nos jugamos la vida en ello”.

Pero Senmontu jamás entendió qué se suponía que debía buscar, ni vio jamás nada verdaderamente inusual, y llegó un día que dejó de buscar algo que valiese la pena comunicar a su padre; incluso llegó a pensar que todas aquellas escapadas no eran sino una excusa para pasar unos buenos ratos juntos.

Bueno, esa era una explicación que le gustaba creer, pero nunca estuvo muy segura.

Ahora sabía que su padre buscaba a los Udji y, a través de ellos, a su jefe, El Que Habita Entre Las Sombras. Senmontu se sentía utilizada pero a la vez satisfecha de que su padre hubiese confiado en ella para una misión tan importante. Le echaba e menos, y sólo deseaba volver a verlo, a abrazarle y que éste le dijese: “todo va bien, mi niña. He estado mucho tiempo perdido, pero ahora volvemos a casa”. Sólo eso. Senmontu esperaba que no estuviera pidiendo demasiado.

Al cabo de casi un día entero de travesía, con el nuevo amanecer, la flotilla de barcos arribó a un muelle fastuoso, engalanado con toda suerte de raros objetos preciosos, estatuas y efigies de oro y de plata, y fabulosos objetos tachonados de piedras preciosas. Los viajeros lanzaron una exclamación de asombro. ¡Estaban por fin en Alejandría, la capital de Egipto y acaso de mundo entero! Los marineros detuvieron la marcha. Entonces, Masha fue a avisar a su pequeña ama, que aún seguía sentada y meditabunda en la proa del barco, protegida por Montu. Como ella no pareció reconocerle, la sacudió con ternura hasta que ésta se dio la vuelta en su estera y le miró con ojos vidriosos.

—¿Qué sucede? —dijo la niña.

—¿Dormías o pensabas? —dijo el nubio.

—Ambas cosas —reconoció Senmontu.

Masha se echó a reír.

—Bueno, no importa, pequeña ama. Llegamos por fin a la Gran Alejandría.

Pero la Gran Alejandría le pareció al nubio, casi al instante, una ciudad grande y ruidosa, donde todos tenían prisa y ninguna cara parecía sonreír, como si se les hubiese olvidado. Las calles olían a pescado, a desperdicios y a los guisos de las amas de casa. Los hombres te miraban con desconfianza, con la mano apoyada en su puñal. Los altos muros de los edificios escondían a las gentes tras de atalayas de adobe. Nadie conocía a su vecino. Los ojos del populacho se te antojaban tristes y melancólicos, especialmente los de aquellos que habían vagado alguna vez por el desierto, en el Egipto medio o en el sur, o por los muchos caminos que atravesaban el Doble País, con el sol como único compañero y los pies sucios de arena.

“Las grandes ciudades son prisiones donde los hombres languidecen”, pensaba el nubio. Y sus pensamientos se veían reforzados por las cosas que iba viendo. Barrios exclusivos para los griegos, barrios separados para los egipcios y para los judíos. Pequeñas casas desde donde la gente te miraba desconfiada tras sus ventanucos protegidos por sombrías persianas. Grandes palacios fríos y sin vida, blancas fachadas, estatuas de dioses extranjeros en el cruce de las calles, largas avenidas de tristes cipreses, calles y más calles organizadas simétricamente, en cruz, como si los griegos no tuvieran espacio en su corazón más que para estructuras ordenadas, como si se refugiasen en el equilibrio y en la perfección aparente de sus monumentos del desorden y la espontaneidad de la vida.

Aquella era la ciudad más bella pero a la vez más desangelada que nunca hubiera visto.

Definitivamente, a Masha no le gustó Alejandría, la joven Capital del viejo Egipto. Y no le gustó tampoco la fonda donde fueron a preguntar por Dryton, ni el nombre de la misma (el Perro y el Gavilán) que sin saber porqué se le antojó ominoso, de mal agüero, ni las miradas suspicaces de la dueña cuando se presentaron aquel negro inmenso y aquella niña de trece años, de semblante terco y ojeroso.

—Es mi sirviente —dijo Senmontu, que había advertido el gesto de la dueña.

Pero ésta se encogió de hombros. Miraba recelosa a todo el mundo. Era su deber. Además, todos lo hacían en Alejandría.

Y Masha empezó a añorar su pequeña aldea al otro lado del Gran Río, las pequeñas casas que la formaban, su propiedad, los jardines, los campos... la hacienda que Apolonia y Dryton habían levantado con el sudor y el esfuerzo de todos durante tantos años. Masha añoraba Harmonía y hubiese deseado no haber pisado nunca aquella ciudad maldita.

—Hemos venido buscando a mi padre. Dejó orden de venir a recogerle a este lugar —dijo Senmontu.

Pero en la pensión del Perro y el Gavilán nada sabían de Dryton. De hecho, hacía meses que no lo veían y la dueña le reveló que había tirado sus cosas días antes. “No pensé que nadie viniera a preguntar por él después de tanto tiempo”, reconoció, y luego les miró a ambos con suspicacia, pensando si acaso aquellos dos desconocidos no habrían venido a pedirle cuentas por aquellas ropas viejas que había lanzado a la basura.

—No había nada de valor —argumentó la mujer, torciendo el gesto.

—Ya lo sabemos. Eso no nos importa —le indicó Senmontu—. Sólo buscamos a mi padre.

La dueña de la fonda se encogió de hombros por segunda vez.

—Pues en eso no puedo ayudaros.

Como tampoco pudo ayudarles Neotera, la hermana mayor de Senmontu, que pasaba casi todo el año en Alejandría y que no podía faltar, como era lógico, durante los juegos en honor a Dionisos.

Neotera, después de darles la bienvenida en la verja de entrada de la casa, les había llevado a una sala de visitas junto al peristilo o patio central de la vivienda, donde escuchó muy seria el relato de la búsqueda infructuosa que habían llevado a cabo. A Dryton parecía que se lo había tragado la tierra.

—Oh, estoy muy contenta de volver a verte, hermanita —dijo la muchacha, cogiendo de los carrillos a Senmontu y dándole en ellos un sonoro beso. Parecía no haber escuchado su explicación de que su padre seguía desaparecido o bien no le importaba en absoluto.

Así que Senmontu le insistió en la historia de la desaparición de Dryton, que incluso temían que la tablilla fuese falsa, y le preguntó a su hermana si en todos los meses anteriores no había pedido a las autoridades de Alejandría que lo buscasen. Neotera se echó reír tontamente, mientras con un gesto teatral e indolente se llevaba a la boca una copa de vino mezclada con agua.

—Oh, un asunto terrible ese de la desaparición de nuestro padre, ¿no es verdad? Yo creo que está por ahí, con sus negocios secretos... —volvió a reír—. Yo no me preocuparía.

—¿No te preocuparías tras cinco meses de ausencia? —dijo Senmontu.

—Oh, claro que no. A veces Filipo se está casi ese tiempo por ahí, inspeccionando nuestras tierras en el sur. ¡Ya sabes, los egipcios son tan vagos!

—Tú eres egipcia, hermana mayor.

Neotera se tapó la boca, como si acabase de decirse una blasfemia tan terrible que no pudiese dar crédito a sus oídos.

—No digas eso delante de los criados. Pueden murmurar.

Masha, de pie en un rincón, detrás de su pequeña ama, meneó la cabeza. ¡Ah, aquellos egipcios que querían ser griegos! Menuda tontería. El nubio miró en derredor y advirtió que la casa de Neotera era muy amplia, con un gran patio central muy decorado y rodeado de columnas, en torno al cual se alineaban el resto de las habitaciones. No faltaban establos, almacenes ni habitaciones para la servidumbre, aparte de los lujosos dormitorios de los señores de la casa. Muy pocos podían soñar siquiera con tener una hogar como aquel, ni siquiera en la Gran Alejandría. Neotera, además, era una mujer joven y hermosa, tal vez demasiado repintada, de negro los ojos y de rojo la boca. Vestía una túnica abierta y demasiado escotada, que dejaba a la vista la mayor parte de sus atributos y llevaba el típico moño adornado con alfileres de oro, propio de las mujeres griegas acomodadas. Sí, Neotera lo tenía todo... pero no estaba contenta, ella deseaba un imposible. Ella quería ser griega.

Así, cuando Senmontu le hizo un resumen de los muchos problemas que habían tenido para acceder desde el barrio de Rakhotis, donde vivían los egipcios, al Barrio Real o del Brucheium, donde vivían los griegos, incluida también Neotera por haberse casado con un el griego Filipo, la joven esposa se echó a reír.

—Son cosas que pasan. A nosotros, los griegos, nos gusta que haya un orden en las cosas. Los egipcios en su lugar, nosotros en el nuestro.

—Te vuelvo a repetir que tú no eres griega —le señaló Senmontu—. Fíjate. Si yo soy egipcia, y las gentes me tratan como tal, ¿cómo puedes ser tú griega siendo mi hermana?

Pero Neotera negó vehemente con la cabeza.

—Yo era egipcia, pero ya no lo soy. Ahora es como si hubiese nacido de nuevo. Y ya basta. No quiero volver a hablar de este tema. Te vas a alojar con tu esclavo en mi casa y me debes un respeto.

—Masha no es un esclavo —le recordó Senmontu—. En público hay que tratarlo como tal porque si no la gente no lo entendería. Pero en casa es uno más, uno más de la familia.

—Tu siempre llevando la contraria. No creas que me he olvidado que traías loca a nuestra madre —Neotera miraba a Senmontu con cara de hermana mayor sabelotodo—. Pues si esperas que este nubio se siente a comer con nosotras vas muy errada. Ese Masha tuyo comerá en la cocina, con el resto de esclavos y de servidumbre.

La velada acabó, naturalmente, con la niña Senmontu comiendo en la cocina con los esclavos, la servidumbre... y su amigo Masha, claro. Neotera se subía por las paredes ante la insolencia de “aquella mocosa malcriada que había venido a su propia casa a desafiarla”. Pero para Masha, aquella niña no había hecho más que demostrar una vez más que su corazón era puro como la joya más brillante y su determinación inquebrantable como el hierro forjado.

Un corazón y una determinación, como es lógico, completamente egipcios.

Al día siguiente, sin embargo, las desavenencias entre las dos hermanas parecían olvidadas, y Neotera vino muy de mañana a buscar a sus invitados con la noticia de que aquel era el día más importante de las fiestas de Dionisos, el día del desfile del Dios y de las carreras en el Hipódromo.

Senmontu y Masha se vistieron a toda prisa pero con desgana, una emoción que el nubio sabía disimular mejor que la muchacha, la cual bostezaba a cada explicación de su hermana acerca de las maravillas que les esperaban aquel día en Alejandría.

Finalmente, sin embargo, Senmontu decidió acompañar a Neotera a los juegos. No por que tuviese el menor interés en ellos sino porque albergaba la tonta esperanza de ver a su padre en medio de todo aquel gentío. Lo cierto era que si su padre aún se hallaba en la ciudad, era muy probable que acudiera como todo el mundo a las fiestas de Dionisos.

—¿No viene Filipo, tu esposo? —le dijo Senmontu a su hermana cuando ya traspasaban la verja de la casa, con Masha pisándoles los talones como un buen perro guardián.

—Oh, él está inspeccionando no sé que negocio en Tebas —dijo Neotera, riendo tontamente como era su costumbre. Pero su rostro se había ensombrecido y su sonrisa convertido en una contorsión de labios apretados.

—No le ves mucho, ¿verdad? —preguntó Senmontu, poniendo una mano en la de su hermana.

—¡Qué más da! —la joven esposa se deshizo del roce de su hermana como si sus dedos quemasen. De hecho, odiaba siquiera la idea de que aquella niña pequeña pudiera tenerle lástima a ella, toda una señora griega con su gran casa y sus muchos criados—. Al fin y al cabo, nadie ve mucho a su marido. Ellos siempre están tan ocupados con... lo que sea, sus cosas. Ya sabes.

—Claro, claro... —concedió Senmontu, que sintió como propio el dolor de su hermana, tan sola en medio de aquella gente extraña que la veía como a una egipcia por más que intentara convertirse en una más.

—¡Mira!, ¡ahí, en ese carro, va el propio Dionisos! —exclamó de pronto Neotera, feliz por poder cambiar de tema.

En efecto, por la Vía Longitudinal, la principal de las avenidas de Alejandría, avanzaba un largo cortejo encabezado por la estatua del Dios, que no era sino una reproducción a tamaño natural de un hombre musculoso de mediana edad, sonriendo interminablemente, vestido con una piel moteada, que llevaba echada sobre un hombro, y unas sandalias rojas. En una de sus manos llevaba una copa de vino, lista para refrescarse con él la garganta. No en vano, el vino era, para los griegos, “el regalo de Dionisos”.

Tras él marchaba una larga hilera de muchachos portando antorchas, y tras ellos, otra larga fila de muchachas cargando un cántaro de ofrendas. Pero eso era sólo el comienzo, pues tras ellos iban varios centenares de jinetes, grupos de músicos con címbalos y panderetas, y finalmente una larga columna de bueyes, uno de los anímales fetiche del dios.

—No entiendo las costumbres de estos griegos —le confesó Senmontu a su hermana, cuando ambas había echado ya andar tras el cortejo.

—Los dioses son dioses, sean egipcios o griegos —repuso Neotera—. ¿Qué diferencia ves en lo esencial entre estas celebraciones en honor a Dionisos y las fiestas egipcias?

—Tal vez ninguna —reconoció Senmontu—. Pero el caso es que como yo soy egipcia me siento extraña entre toda esta gente.

—Bah, tonterías.

En ese momento se unió al séquito del Dios un grupo de muchachas con la cabeza adornada con muñecos que parecían serpientes. Senmontu comprendió entonces que debía hacer un esfuerzo por entender lo que sucedía en su país. Escondida en su condición de egipcia, estaba tan limitada con los griegos encerrados en sus privilegios y en sus barrios “sólo para griegos”. De pronto, tomó la determinación de aprender todo lo que pudiera sobre lo que sucedía a su alrededor, por mucho que en el fondo lo detestase.

—Háblame más del Faraón, de las cosas que suceden en Alejandría, Neotera —dijo, con una voz que era más un ruego.

—Ah, muy bien —su hermana pareció satisfecha de poder ilustrar a la pequeña Senmontu—. Bien, ya sabes, el Faraón es Ptolomeo Filopator, el cuarto de los Faraones con ese nombre.

—Ya. Eso he oído.

La comitiva se detuvo de pronto para proceder con el sacrificio de un carnero. Cuando su sangre ya teñía el enlosado de la Vía Longitudinal, un grupo de jóvenes disfrazados de macho cabrío, con sus orejas de cabra pero con cola de caballo, llegaron de todas partes y se pusieron a danzar como locos haciendo giros y contorsiones imposibles.

—Pues el Faraón —prosiguió Neotera— gobierna la tierra de Egipto desde hace doce años. Pero en realidad, mentiría si dijese que el Faraón verdaderamente gobierna nuestro país. No; quién gobierna, manda y administra es su favorito, un tal Agatocles, quién tiene sometida la fuerza y el espíritu del Faraón a través de su hermana Agatoclea. Ahora el Faraón es un hombre entregado a fiestas y desenfrenos sin fin en compañía de Agatoclea, y ha dejado el país en manos de ese Agatocles, que no es sino una serpiente que ama el dinero y el poder y odia a todos los egipcios.

—¿De verdad? —dijo Senmontu, sorprendida por las palabras de su hermana.

—Puedo ser superficial pero no tonta, hermanita —rió Neotera, mientras miraba a su alrededor por si alguien había escuchado las palabras que había dicho sobre el Faraón y su favorito—. Si quiero ser griega es porque debo serlo, no porque quiera serlo sin más.

—Eso que dices es muy triste.

—La vida es muy triste, Senmontu.

—Pero durante muchos siglos —objetó la niña, testaruda—, los egipcios hemos tenido nuestras propias leyes, y aún cuando fuimos conquistados por los griegos en la época de Alejandro Magno, seguimos manteniendo nuestras leyes y nuestros jueces. Así, los griegos acudían cuando tenían un problema a unos tribunales llamados chrematistai, y los egipcios a otros llamados laokritai. Éramos dos pueblos separados, y así, los egipcios, aún siendo esclavos de los griegos, manteníamos la ilusión de la libertad, la ilusión de que las cosas seguían siendo como siempre había sido en la Tierra Negra de nuestros antepasados

—Todo eso ha acabado con Agatocles, niña. Es un ser malvado, y no quiere que los esclavos se sientan más que tristes y desvalidos en su esclavitud, y es por eso que pretende abolir todas las antiguas leyes egipcias y medir a todas las gentes por el mismo rasero, el de las leyes griegas, unas leyes donde los egipcios no son iguales sino ciudadanos de segunda clase. Este asunto es particularmente terrible para las mujeres, pues éstas en las leyes egipcias son iguales a los hombres en derechos y deberes, pero en las leyes griegas son hasta su muerte menores de edad, nunca llegan a ser más que niñas pequeñas a ojos de la ley. De esta forma, la mujer egipcia, ayer una igual, hoy es esclava entre los esclavos. Por eso yo quiero ser una mujer griega. Prefiero ser lo que soy, sin más, a perder lo que antes tenía y sentirme desgraciada como muchas.

Neotera, viendo que el carnero era retirado del altar del sacrificio y que los hombres disfrazados de macho cabrío llegaban a su altura cantando a voz en grito las excelencias de su Dios, decidió que era el momento de parecer de nuevo la más tonta de las mujeres y se puso a saltar de alegría mientras batía palmas. Pero aunque el rostro de su hermana pareció por un momento convertirse en una más de la multitud hasta disolverse por completo en ella, Senmontu comprendió que ya nunca podría volver a mirar a Neotera con los mismos ojos.

—Pobre Neotera —dijo, pero al momento rectificó, dándose cuenta de su error y añadió—: Pobre Senmontu, pobres mujeres... y hombres de Egipto.

El Hipódromo estaba casi lleno. Las dos hermanas hacía rato que esperaban sentadas en mullidos almohadones mientras abajo se terminaban los preparativos para los juegos. Para acomodar a los espectadores, el arquitecto había aprovechado una colina baja y colocado allí las graderías principales. Al lado contrario se había levantado una pared de tierra para ubicar una segunda gradería, y ambas tribunas vibraban por la tensión de espera. A ratos, se elevaban de la multitud vivas y vítores hacia la persona del Faraón y en general se respiraba un ambiente de euforia y hasta de borrachera, pues muchos eran los que gritaban ya en estado de embriaguez, una conducta que se consideraba socialmente aceptable en las fiestas de Dionisos por su condición de patrón de las vides y en particular de los deliciosos caldos que a partir de sus frutos se destilan.

—Veras, Senmontu. Las carreras son un espectáculo maravilloso —le dijo al oído Neotera.

Masha se había sentado algunas gradas por debajo de ellas, entre criados y extranjeros de baja condición social. Cada cierto tiempo, sin embargo, se volvía para comprobar que su pequeña ama seguía bien, y sólo entonces sonreía.

Una conversación casual llamó entonces la atención de Senmontu. Una grada por encima de ellas, había dos hombres muy apuestos que vestían un raro manto púrpura, cota de cuero y sombrero de ala ancha.

—Estos malditos egeos —dijo el primero—, no saben como montar una celebración a Dionisos como es debido. Si Alejandro levantase la cabeza volvería a meterse en su tumba otra vez.

Y entonces rieron ambos de forma estentórea.

—¿Quiénes son esos? ¿Quiénes son egeos de los que se ríen? ¿Acaso egeo no es otra forma de decir griego? —quiso saber Senmontu, dándole un codazo disimulado a su hermana para llamar su atención.

Neotera se volvió y al descubrir a los dos hombres se sonrojó y bajó la cabeza como si hubiese visto al Faraón en persona. Senmontu comprendió que su hermana admiraba a aquellos caballeros, fueran quienes fuesen.

—Mira, has llamado la atención de esa dama egea, ¿o será cretense? Creo que tienes un buen rato asegurado con ella —dijo uno el primero de los soldados.

—No me hagas reír. Yo no perdería el tiempo con una muchacha de sangre aguada por mucho que sean hoy las fiestas de Dionisos —repuso el otro.

Neotera seguía con las mejillas encendidas, y los comentarios de los dos hombres no hacían precisamente por rebajarle el rubor de la cara.

—No entiendo nada —reconoció Senmontu—. Los cretenses son también griegos, ¿no? ¿Por qué se burlan de ellos como si fueran inferiores?

—¡Psst! —silbó entonces Neotera—. Habla en voz baja por Dios, ignorante. ¿No ves que son macedonios?

En ese momento, en el estadio, comenzaban las carreras de caballos. Los competidores se habían colocado en la línea de salida y esperaban tan sólo la orden de comenzar. El público gemía de expectación y los aurigas, a lomos de sus carros, estaban tiesos como palos, listos para emprender una loca aventura que les conduciría a la fama o les devolvería al anonimato. Y entonces se elevó al cielo un águila de bronce por medio de un raro mecanismo. Esa era la señal de que daba comienzo a la carrera.

—¿Macedonios?

—Sí, macedonios, Senmontu, y además soldados del Faraón, de la caballería probablemente.

—¿Los macedonios son mejores que los griegos? —quiso saber Senmontu, todavía incapaz de entender a su hermana.

Neotera resopló con todas sus fuerzas. Las cuadrigas estaban ya tomando la primera curva; entonces, la caja de un carro se rompió y el conductor salió despedido mientras sus caballos huían aterrorizados.

—Pues claro, ¿en que mundo vives? Los macedonios son griegos de la misma región que vio nacer a Alejandro Magno y son los mejores de entre nosotros, mejores que los egeos de Atenas como yo y mi esposo, o que los cretenses, o que cualquier otro griego.

—Pero sin embargo, son todos griegos, ¿no? —dijo Senmontu.

—Claro, pero eso no significa nada. Son macedonios, y sólo los macedonios pueden aspirar a los más altos cargos de la corte. El propio Faraón es macedonio.

Neotera la miraba como si fuese la criatura más ignorante de la tierra.

—Me quieres decir —concluyó Senmontu—, que muchos egipcios como tú queréis ser o aparentar ser griegos pero que los griegos sueñan con ser o aparentar ser macedonios. ¿No es eso?

—Como siempre no entiendes nada y sacas las cosas de contexto —dijo Neotera, volviendo la cabeza hacia el estadio, donde las cuadrigas estaban ya enfilando hacia la meta.

—Porque lo que debes entender es que un macedonio...

Pero Neotera, cuando quiso proseguir la conversación con su hermana, descubrió que estaba sola, pues Senmontu estaba descendiendo por la gradería en medio de las quejas de los espectadores, que encontraban de muy mal gusto y peor educación abandonar tu asiento al principio de los juegos y, peor aún, en medio de la primera carrerea de carros.

—Vamos, hombretón.

Cuando Masha escuchó la voz de su niña dio un bote en su asiento.

—¿Sucede algo, pequeña ama?

—Nada, sólo que nos vamos. Si vuelvo a oír una palabra más sobre griegos, macedonios o cretenses creo que me volveré loca del todo... si no lo estaba ya antes.

Masha sonrió. Compartía completamente la forma de pensar de la niña Senmontu. Abajo, en el estadio, la primera cuadriga alcanzó la estatua de Hipodamia, que marcaba la llegada a la meta. La gente se levantó de sus asientos y prorrumpió en aullidos de satisfacción.

—¿Y dónde nos vamos? —quiso saber el nubio, intentando levantar la voz por encima de los chillidos de la multitud.

—De vuelta a casa, a Harmonía. Aquí no encontraremos a mi padre. Ha sido una equivocación venir. Nos tendieron una trampa, ahora estoy segura. Sólo me gustaría saber quién y por qué.

—Sí claro. Yo también querría saberlo.

El nubio parecía preocupado, y mientras bajaban de grada en grada no dejaba de mirar a derecha y a izquierda, como si temiese que alguien fuera a saltar de entre las sombras.

—¿Sucede algo? —quiso saber Senmontu.

—No, de momento —reconoció el nubio—. Pero alguien nos ha hecho venir hasta aquí con la excusa de la tablilla de tu padre. Hasta ahora todo ha sido muy fácil, pero me pregunto si podremos salir de Alejandría con la misma facilidad con la que entramos.