Capítulo 20
Rockingham contemplaba impertérrito la batalla del lago desde la enramada de la copa de un árbol. Posado en la rama vecina, su lugarteniente skal'tum no estaba tan tranquilo. No dejaba de sisear y apretar las garras contra la corteza del árbol, desgarrando su superficie áspera con una rabia difícilmente disimulable. El monstruo se agitaba con rabia, pero también tenía que obedecer las órdenes: Quédate junto al golem y sírvele.
Rockingham miró al monstruo y éste retrocedió asustado. El hombre tenía el torso desnudo y de la herida del pecho humeaban unas volutas de neblina negra. El Señor de las Tinieblas había acudido y nadie osaría desobedecerle.
Rockingham, satisfecho, se volvió para escrutar al ejército moribundo. No sintió ninguna emoción que tuviera algo que ver con la aniquilación de la hueste de los skal'tum. No le importaba ninguno de aquellos seres; en realidad, deseaba verlos a todos muertos. Aun así, se dijo, aquella masacre brutal debería haberle afectado; aquel lago ensangrentado y los cuerpos fríos deberían haberlo repugnado. Sin embargo, la presencia de su amo le embotaba cualquier emoción semejante que pudiera sentir.
Con la entrada de piedra abierta en su corazón, Rockingham, el hombre, se convertía en una chispa diminuta perdida en la inmensidad del espíritu que se retorcía y salía de la ebon'stone. El golem no tenía nada que decir frente a lo que había ocurrido o iba a ocurrir. Todas las órdenes habían salido de la oscuridad oculta en su pecho, de un ser que habitaba en zonas remotas, en las grutas volcánicas de Blackhall.
De la herida cubierta de neblina asomó el susurro de una voz.
Aquel sonido ya de por sí era como un veneno ponzoñoso que amenazaba con acabar con su cordura.
—Llámales.
Rockingham asintió y levantó un brazo hacia el aire. El Señor de las Tinieblas no podía ser desobedecido. Alrededor del borde del lago se oían unos siseos procedentes de la línea de los árboles. Un tercio completo del ejército de skal'tum permanecía ileso del asalto anterior. El amo había enviado al grueso principal de su hueste para hacerle sacar los colmillos al enemigo; y lo había logrado. El verdadero ataque pillaría desprevenidos a la bruja y a sus compañeros.
—¡Ya! —ordenó la voz del tórax.
Rockingham cerró el puño. Una fuerza demoníaca salió del perímetro del lago y se elevó por los aires. El lugarteniente de Rockingham se arrastró hacia él y cogió al hombre por los brazos. Luego, con un batir de alas, el skal'tum emprendió el vuelo llevando a Rockingham asido por las garras de los pies.
Rockingham avanzaba suspendido por encima del lago, flanqueado por su ejército, como una náusea que se extendía por encima de las aguas hacia el barco solitario. Mientras encabezaba aquel ataque final, Rockingham se dijo que debería sentir un cierto sentimiento de victoria o de venganza. Sin embargo, mientras los mer'ai y los dragones miraban pasar aquel ejército con espanto y desazón, él no sintió nada.
El ataque fue tan repentino e inesperado que no encontraron ninguna resistencia. Con los skal'tum de nuevo en los cielos, los dragones y sus jinetes huyeron hacia las profundidades del lago. Cuando Rockingham avanzó hacia la cubierta del barco, observó que los hombres se apresuraban entre los cadáveres amontonados, al parecer en busca de refugio en las bodegas. Como si eso fuera realmente una verdadera protección.
Aun así, Rockingham seguía impávido. Su asistente se acercó al barco, abrió las alas para ralentizar su caída y dejó a Rockingham sobre cubierta con cierta brusquedad. A su alrededor, en cuanto su ejército se posó en los cabos de las velas y las jarcias de entre los mástiles y la cubierta, todas se vinieron abajo. Sólo quedó desocupada una pequeña parte de la cubierta.
Rockingham conocía a la mayoría de los que se encontraban agazapados delante de la escotilla que conducía a la bodega del barco: el hermano de la bruja, que blandía la vara del mago negro; el ogro, con un martillo ensangrentado, y el elfo de mirada feroz, pero que ahora parecía abatido. Sin embargo, había otros que Rockingham no conocía: una niña de pelos verdes y un hombre enorme que estaba a su lado, de espaldas anchas, melena larga y negra recogida en forma cola, un tatuaje e incluso una espada bastante larga y, finalmente, unos hombres idénticos de piel negra que le amenazaban tan sólo con unos remos rotos.
Pero nada de aquello tenía importancia alguna. Su verdadero objetivo se encontraba detrás de ellos. De hecho, Rockingham apenas reconoció a la mujer. ¿Qué magia extraña había convertido a la niña en aquella mujer hermosa de cabello ensortijado y espeso y expresión dura? Rockingham sintió curiosidad, pero se dio cuenta de que ello se debía, en realidad, a que el Señor de las Tinieblas la había sentido. Fue aquella rareza la que contuvo a su amo.
—¡Sal de ahí! —gritó la oscuridad a la bruja—. Aquí no puedes vencer. Entrégate sin resistencia y los demás recuperarán su libertad.
—¡Preferimos morir! —gritó Joach.
Rockingham se encogió de hombros.
—Si mis animalitos tienen que sacar a la bruja del barco, todos desearéis que la muerte os alcance. Soy capaz de crear tormentos peores.
Mientras los skal'tum se relamían con esta idea entre siseos, Rockingham observó que todas las miradas se posaban en él. Él era el ejemplo de lo terrible que podía ser un tormento del Corazón Oscuro. La herida del pecho de Rockingham se abrió todavía más. Los rostros congregados allí palidecieron al observar esa revelación.
Sin embargo, Elena se abrió paso con valentía entre los demás mientras se zafaba de las manos que se lo querían impedir.
—Te escondes detrás de esta bandada de carroña alada —le espetó— y habitas en las profundidades de los muertos. ¡Sal afuera y enfréntate a mí! ¡Acabemos de una vez con esta guerra!
Aquel desafío fue respondido con un sonido que se podría definir cruelmente como una risa. Un flujo de energías oscuras salió del pecho roto de Rockingham y se vertió por el suelo. Desde aquel pozo oscuro resonaron los gritos. Entonces aquella voz volvió a hablar:
—¡Que así sea!
Elena dio un paso al frente, extendió los brazos y unió las manos. Un torrente de llamas lacerantes y de hielo se abalanzó hacia donde Rockingham permanecía de pie. Lo normal hubiera sido que el hombre se encogiera y procurara agacharse, pero incluso aquella reacción le era negada. En su lugar, más rápido de lo que el ojo podía percibir, el charco siniestro que tenía a los pies se levantó de repente, en forma de escudo, bloqueando el paso de la magia de la bruja.
Rockingham, situado en el centro de aquella conflagración observó cómo las llamas de las energías oscuras enviadas por la bruja se precipitaban contra su protección. El hielo y el fuego se agitaron como serpientes alrededor de aquella barrera, en busca de un modo por el que penetrarla. Pero el esfuerzo era en vano. El escudo negro era impenetrable.
La bruja profirió un grito de rabia y el torrente de magia creció. Aquel esfuerzo renovado fue recibido con una gran carcajada. Al otro lado del escudo, una voz áspera intervino de repente, autoritaria y asustada.
—¡Elena! ¡Detén tu magia! Te está agotando.
Tras aquellas palabras, las llamas se apagaron al instante. A su vez, el escudo negro cayó. Rockingham vio a un anciano de pelo gris y entrecano apoyado en una muleta, con la pierna vendada desde el tobillo hasta el muslo. Un botón de plata le adornaba una oreja, y en su rostro se reflejaba un gran dolor, que Rockingham supuso que no se debía tan sólo a las heridas. Elena estaba de pie frente a los demás. Tenía las manos en alto pero ambas estaban pálidas.
—Es demasiado tarde —musitó.
Un frío inmenso recorrió a Rockingham, como una caricia de escarcha y hielos antiguos. Aunque estaba bajo el control de su amo, Rockingham se estremeció. Las energías negras a sus pies se oscurecieron todavía más. Rockingham se dio cuenta de que a través de la entrada de ebon'stone del pecho había penetrado algo más de aquel ser repugnante, atraído por la desesperación de los que se habían congregado ahí.
Elena miró la luna menguante que relucía en el cielo. El Corazón Oscuro dejó oír su desdén malévolo.
—Renuévate, bruja. La magia de la luna no te hará ningún daño.
Sin que fuera necesaria más insistencia, Elena levantó el brazo izquierdo hacia el cielo nocturno. La mano, bañada por la luz de la luna, desapareció. Cuando volvió a bajar el brazo, blandió el puño, de nuevo repleto de sus energías de color rubí. Elena miró a Rockingham y habló con rabia.
—Sea o no inútil, moriré luchando contra ti, con todas las armas y la magia que tenga en la sangre.
En aquel pozo oscuro resonó un susurro de diversión.
—Sométete, bruja, y les perdonaré la vida a los demás.
Rockingham observó que la muchacha vacilaba, porque su mirada flaqueó. La voz continuó entre susurros, intentando penetrar en el propio escudo de la bruja.
—No hay nadie que te pueda salvar.
Detrás de todos los demás, asomó una nueva figura. Una mujer desnuda, con la mirada salvaje y el pelo enredado, arremetió. La chica de pelos verdes quiso detener a la mujer, que estaba notablemente alterada.
—¡No, madre!
La mujer se deshizo de ella y se acercó a Rockingham con las manos levantadas como garras.
—¡Tú mataste a Conch, monstruo!
Rockingham quedó paralizado por la sorpresa. Aquella imagen de la mujer salvaje con el rostro bañado en lágrimas le atravesó la mente y le oscureció todo lo demás. Dio un respingo y se apretó el pecho.
Algo se rompió en su interior. Y, como respuesta, un aullido de rabia atronó en el pecho. Sin embargo, Rockingham no quiso hacer caso al grito. Unos recuerdos antiguos lo embargaron, amenazando con anegarlo. Las emociones le conmovieron hasta lo más íntimo, borrando incluso las cadenas siniestras que lo tenían prisionero. Una piedra negra del tamaño de un puño se tambaleó desde el pecho abierto y cayó por la cubierta.
Rockingham quedó sorprendido ante aquel hecho tan repentino. Levantó la cabeza y gimió el nombre que había mantenido encerrado en su corazón durante demasiado tiempo, el nombre de la mujer que había salido como una exhalación por la puerta.
—¡Linora!
Tras pronunciarlo, Rockingham sintió que las piernas no le sostenían y cayó de rodillas.
Aquel arrebato afectó de igual manera a la mujer, que detuvo su arremetida y cayó con las manos en la cubierta. Los ojos iban del pecho herido de Rockingham, al rostro del hombre. Una mirada de reconocimiento la sacó de su locura. Dio un paso hacia atrás mientras se tapaba la cara con las palmas de las manos.
—¡No! ¡Es imposible!
La muchacha se acercó.
—¿Madre? ¿Conoces a este monstruo?
Linora habló con voz ronca y sin apenas voz.
—Es tu padre.
Sy-wen dio un paso atrás, incrédula, con la mano levantada en señal de horror.
—¡No! —Kast tomó a la consternada mer'ai entre sus brazos. Ella se hundió, aliviada por aquel abrazo—. ¿Cómo es posible? —gritó.
Durante mucho tiempo Sy-wen se había imaginado a su padre.
Siempre era alto, como Kast, incluso más corpulento de espalda, aunque sin ninguna de las cicatrices que Kast tenía. Lo había imaginado siempre sonriente y con la mirada alegre. No. Imposible. No podía ser ese monstruo de pesadilla desenterrado de la corrupción más profunda de las mazmorras del Señor de las Tinieblas.
El golem levantó un brazo en actitud de súplica.
—¿Linora?
Antes de que pudiera pronunciar cualquier súplica, un aullido agudo surgió de la piedra que el hombre tenía junto a los pies. Aquel ruido hirió los oídos de Sy-wen y agitó las velas rotas. Los skal'tum que permanecían apostados se dispersaron por el cielo nocturno, como una bandada asustada de estorninos. Las alas pálidas y membranosas se agitaron y abandonaron los dos mástiles del barco.
En medio de aquel caos, Elena dio un paso al frente con la vista clavada en aquellos seres que se batían en retirada con el puño dispuesto para enviar el fuego helado. Flint detuvo a la bruja y señaló abajo.
—Mira.
Sy-wen volvió la vista al punto que señalaba el anciano hermano. Sobre la cubierta, el resto de energía negra que había quedado alrededor de la piedra crepitaba entre chispazos plateados semejantes al veteado fino que atravesaba la piedra. Era como si el resto de magia negra estuviera fundiendo la ebon'stone. Ante la mirada de todos, el pozo de oscuridad se replegó en el interior de la piedra hasta que sólo quedó el trozo de ebon'stone. Nadie se atrevió a acercarse.
—Al quedarse sin huésped, el Señor de las Tinieblas ha huido.
Sy-wen volvió la vista hacia el golem y se dio cuenta de que sólo Rockingham y su madre parecían no haber advertido la transformación de la piedra. Aquella pareja no había dejado de mirarse durante todo el rato.
—Lo siento —gimió Rockingham.
Elena hizo un ademán de intervenir, pero de nuevo Flint la contuvo.
—Déjales. Aunque no tengo el poder de tejedor de sueños como tu hermano, creo que en este caso es mejor dejar que el destino siga su camino.
Elena apretó el puño y retrocedió. Sy-wen casi podía sentir el odio de la bruja. Conocía la historia de Elena. Aquel hombre, su padre, había tenido un papel destacado en el asesinato de la familia de Elena.
Linora y Rockingham, ajenos a cuanto les rodeaba, se arrodillaron uno junto al otro.
—¿Qué te ocurrió? —gimió la madre de Sy-wen. Quiso acariciar el rostro de aquel hombre, pero la mano le flaqueaba.
Él apartó la mirada.
—Deberíais haberme matado como a los demás. No... no... merecía tu perdón.
—No podría haber vivido con eso —dijo Linora acariciándole la mejilla, indecisa—. Apenas logré sobrevivir a tu destierro. De no haber sido por Conch y por la niña... tu hija.
Sy-wen se dio cuenta de que hablaban de ella y se sintió embargada por emociones ambiguas. El espanto y el temor, además de la incredulidad, le impedían pensar correctamente en aquella confusión de sentimientos.
—Él no puede ser mi padre...
Aquel hombre había matado a Conch. ¿Cómo su madre era capaz de acariciar con afecto a aquel monstruo?
Kast se inclinó y le habló al oído.
—No podemos escoger nuestra familia. Ulster era mi hermano de sangre, pero nuestro corazón era bien distinto. Recuérdalo. Aunque esa persona sea tu padre, tú no tienes por qué amarle.
Las palabras de Kast dieron valor a Sy-wen para deshacerse de sus brazos y acercarse a las dos figuras agachadas. Merecía conocer la verdad.
—No comprendo nada. ¿Qué ocurrió, madre? —preguntó con tono sombrío.
Su madre no quería apartar la vista de Rockingham.
—Nos casamos la víspera del solsticio estival y prometimos compartir juntos el resto de nuestra vida. Pero un invierno, cuando faltaba poco para que nacieras, él intentó forjar un pacto con los habitantes de la tierra firme y rompió el código de silencio de los mer'ai.
—No pude evitarlo —se explicó Rockingham en voz baja—. Estaba harto de nuestro aislamiento. El mundo que había detrás de las olas era tan inmenso y variado... Quería devolver aquellos dones a los mer'ai y a mi hija recién nacida.
Sy-wen atendió a sus palabras, y su corazón le respondió. Aquella explicación se parecía mucho a su búsqueda de nuevos horizontes y experiencias. Recordó la silenciosa atracción que había sentido por la costa, cuando ella y Conch se escapaban a explorar el Archipiélago. ¿Acaso había adquirido aquella inquietud de su padre?
—¿Y qué ocurrió? —preguntó.
Rockingham bajó la vista y no dijo nada. Su madre respondió:
—La sangre de dragón resultó un bien muy codiciado por los habitantes de tierra firme y muchos dragones fueron sacrificados. Ante esos crímenes, la ley era muy clara. Como castigo, tu padre tenía que ser ejecutado. —De repente, la voz de su madre se quebró y las lágrimas le acudieron a los ojos.
—No podía tolerar aquello. En mi calidad de miembro del consejo, rogué para que le fuera aplicado otro castigo en su lugar: el destierro del Profundo.
Rockingham tomó la mano de su madre y la retuvo entre las suyas.
—Pero aquel don fue tremendo. —El hombre levantó la vista hacia Linora—. Al principio, intenté conformarme con el castigo. Vagué por las costas y las islas hasta que las membranas de los dedos se me secaron y las perdí. Al poco tiempo ya andaba como cualquier otro habitante de la tierra firme. Con el tiempo aprendí a sobrevivir sin los mer'ai. —Se volvió hacia la mujer y la besó en los labios—. Pero no pude vivir sin ti. Eras una gran pena en mi corazón. Las olas del océano me susurraban tu nombre cada noche, y la lluvia sobre las aguas tintineaba con tu risa. Debí haber abandonado las costas, pero mi corazón me tenía atado a ellas.
Bajó las manos de Linora hasta el regazo, y su voz se ensombreció.
—Un día en que estaba mirando las olas desde un enorme acantilado, el dolor resultó insoportable. No podía aguantarlo más y puse fin a mi destierro. —Miró a Linora con las mejillas bañadas en lágrimas—. Y me desplomé por aquel acantilado.
—¿Intentaste acabar con tu vida? —preguntó Sy-wen, asombrada.
La madre, sin decir nada, abrazó a Rockingham, mientras él se deshacía en sollozos. Lo meció suavemente. Linora lo consoló hasta que se tranquilizó. Rockingham prosiguió con la respiración entrecortada.
—Sin embargo, cerca había un ser maligno que acechaba en silencio toda la costa. Sintió mi desesperación y se acercó, atraído por ella. Como había renunciado a la vida, estaba expuesto a la corrupción. Me... me hizo cosas, cosas horribles. Su única merced fue unir mis antiguos recuerdos a ti, en la piedra. El dolor finalmente desapareció, pero también lo hizo el hombre que tú amaste. Yo fui sólo medio hombre. Lo que luego hice... —Se apartó levemente del abrazo de Linora y la miró directamente—. Conch... los demás. ¿Podrás perdonármelo alguna vez?
Ella se apretó contra él.
—Sólo puedo amarte. Tú no eres el culpable de nada, fue ese ser maligno. —Le besó los labios y luego se retiró un poco—. Ahora que te he vuelto a encontrar, jamás permitiré que te apartes de mi lado.
Aquellas palabras causaron un dolor tremendo al hombre.
—Amor-le dijo—, no puede ser. Estoy muerto. Lo sé. Lo siento en la piel. —Señaló con la cabeza el lugar de la cubierta en que se encontraba la piedra—. Sólo la magia de la ebon'stone me retiene aquí.
—Entonces guardaremos en lugar seguro esa piedra repugnante.
Rockingham negó lentamente con la cabeza.
—No. La piedra también me tiene unido al mal. Esta ráfaga de recuerdos ha interrumpido su maldito poder sobre mí, pero mientras exista me puede recuperar y esclavizarme. De algún modo tiene que ser destruida. Sólo entonces seré libre.
—¡No! ¡No puedo permitirlo!
Rockingham sonrió con tristeza y le acarició la mejilla.
—¿Todavía intentas mantenerme con vida sin atender al precio que hayas de pagar, como ya hiciste entonces?
Sy-wen se dio cuenta de que su madre se venía abajo. Se acercó a ella y la abrazó. Linora temblaba.
—Madre, tranquila, sabes que tiene razón.
La decisión no era tan dura para Sy-wen. Era incapaz de imaginarse que aquel hombre fuera su padre. Kast tenía razón. Para ella, él era un desconocido. Sy-wen miró al hombre.
—¿Cómo se destruye eso?
—No lo sé —respondió él, desesperado.
—¡Yo sí!
Todos se volvieron al oír la voz sombría de Elena. Sy-wen podía ver el odio bailándole en los ojos. Igual que a Sy-wen, las recientes revelaciones no habían ablandado el corazón de la bruja. Elena sólo era capaz de ver en Rockingham al asesino de su familia. La bruja no tenía ningún reparo en cortar los vínculos de aquel hombre con el mundo. Elena señaló con la cabeza a Tol'chuk y al arma grabada con letras rúnicas que éste llevaba.
—El Martillo de Try'sil puede destrozar la ebon'stone.
Rockingham se puso de pie. Esperanzado, se encaró con la ira de la bruja.
—No sé cómo puedo modificar la idea que tienes de mí, pero te ruego, que si puedes, me liberes.
Sy-wen vio que Elena vacilaba y se preguntó si acaso la ira de la bruja era tan profunda que se negaría incluso a concederle la súplica final de su muerte.
Flint habló detrás de ella.
—Tenemos que irnos rápidamente. Los skal'tum se han marchado sólo porque han dejado de notar la presencia del Señor de las Tinieblas. Pero se están volviendo a agrupar en el cielo. Creo que pretenden atacar.
Rockingham miraba todavía a Elena con una esperanza forzada y con una mirada de súplica.
—Hazlo... y, si puedo, encontraré un modo de ayudaros.
—¿Cómo? ¿Traicionándonos? —preguntó Elena con frialdad.
Rockingham, dolido, no dijo nada y clavó la vista en el suelo.
Sy-wen se volvió desde el sitio donde estaba arrodillada junto a su madre.
—Elena, permite que mi padre se vaya. Por favor. —Sy-wen se volvió y encontró la mirada agradecida de Rockingham—. No conozco mejor que tú el corazón auténtico de este hombre, pero sí conozco el de mi madre. Deja morir en paz al hombre con el que mi madre se casó durante la víspera de un solsticio de verano.
Elena vaciló y la miró fijamente; luego relajó los hombros. Sin decir una palabra, hizo que Tol'chuk avanzara.
—Hazlo.
Rockingham pareció estremecerse de alivio. Linora se soltó del abrazo de su hija y se puso de pie. Entre sollozos, abrazó a su amado.
—Deja que te sostenga. Quiero que estés conmigo hasta el último suspiro.
Él la abrazó con fuerza.
Sy-wen miró a su padre, que la miraba por encima del hombro de su madre. Él le sonrió con pesar. Padre e hija. Dos extraños. Las lágrimas acudieron a los ojos de Sy-wen y, de repente, le pareció que las piernas no la sostenían.
—Padre. —Pronunció aquella palabra tan bajo que sólo la oyó su corazón. Se deslizó por la cubierta con gran pesar, pero Kast estaba ahí para abrazarla. Los brazos de él siempre estaban ahí.
Antes incluso de que ella sintiera el calor del Jinete Sangriento, un estruendo repentino explotó cerca. Sy-wen se sobresaltó y miró hacia donde el ogro se había inclinado con el martillo. Tol'chuk blandió de nuevo el arma y el trozo de ebon'stone se deshizo en polvo gracias al martillo mágico.
Sy-wen volvió los ojos hacia su madre. Linora todavía abrazaba a Rockingham, pero por el modo en que éste reposaba la cabeza en su hombro, ya no estaba ahí.
—¿Madre...?
De repente, Linora se estremeció. Una niebla brillante salió de Rockingham y atravesó el cuerpo de la mujer. Esta dejó que el fallecido se le escurriera de los brazos y luego se volvió. Aquella neblina resplandeciente se hizo más densa y adoptó un leve parecido con el golem, levantó una mano hacia Linora, pero los dedos le atravesaron la mejilla.
—Adiós, amor mío —susurró ella al espíritu. Aquella forma espectral se la quedó mirando todavía un instante y luego se volvió para mirar a la bruja.
Elena miraba con el ceño fruncido a la sombra que se agitaba delante de ella. La mera visión de la silueta de aquel asesino le encendía la sangre. Tenía el puño recién renovado cubierto de fuego helado. Ahora, la marca de la Rosa estaba totalmente oculta por los destellos de la llama azul. Los hombros le temblaban mientras los ojos fantasmagóricos del hombre se posaron en ella.
El espíritu habló con palabras carentes de sustancia, como él mismo, en susurros procedentes del más allá.
—Gracias —dijo él—. No tengo palabras para implorar tu perdón y ningún acto podrá eliminar las atrocidades que he cometido, pero tal como te he prometido, buscaré un aliado que pueda ayudarte en la batalla que está por venir.
—No te he pedido ayuda —repuso ella en tono gélido—. Lo único que querría es que desaparecieras por fin de este mundo, y no regresaras jamás.
La sombra inclinó la cabeza.
—Así sea. Pero mientras me marcho, buscaré al fantasma de este bosque acuoso e intentaré despertarlo de su sueño eterno.
Elena no comprendía aquellas palabras. Dirigió el puño de fuego helado hacia la sombra, pero la atravesó sin más efecto.
—Pues lárgate y no ensucies por más tiempo esta cubierta con tu presencia.
La sombra inclinó la cabeza espectral y empezó a desvanecerse, los contornos se empezaron a desdibujar con remolinos de niebla y jirones agitados de vapor brillante. Sin embargo, de repente, el fantasma del asesino de los padres de Elena adquirió durante unos instantes más solidez.
—Una última cosa, Elena.
Ella se estremeció. Le producía una sensación profundamente desagradable ver que aquella lengua pronunciaba su nombre.
—¡Largo, demonio!
Pero el fantasma insistió con una voz que era sólo un susurro remoto.
—Tienes que saber... que el hombre de los llanos... Er'ril... está vivo.
Elena dio un respingo. Las llamas azules se encendieron más y luego se apagaron. Una parte de ella estaba atemorizada. La muerte de Er'ril estuvo a punto de partirla en dos y le había costado un gran esfuerzo aceptar aquella pérdida... y ahora tenía que creer que él estaba vivo. No podría enfrentarse dos veces a una pérdida como aquélla. Elena extendió una mano y acarició el trozo de cuero rojo chamuscado que llevaba trenzado en el pelo.
—¿Vive?
La figura se agitó delante de ella mientras iba desapareciendo.
—Los magos negros de A'loa Glen lo han tomado preso. De aquí a dos noches, con la luna llena, emplearán su sangre para destruir el Libro. Tienes que apresurarte.
De nuevo la sombra empezó a perderse en la nada. Elena acercó las dos manos hacia aquel espíritu que se desvanecía, en un intento por devolver a aquellos restos brillantes su apariencia humana. No podía marcharse así.
Cuando las manos atravesaron el cuerpo fantasmagórico, la mano derecha desapareció al penetrar en la pequeña nube de neblina brillante. Elena retiró rápidamente el brazo, como si se hubiera pinchado, convencida de que aquello no podía ser sino el último resquicio de maldad por parte de aquel ser. Sin embargo, cuando retiró el brazo observó que ahora la mano refulgía con su habitual tono rosado.
Al mirarla más atentamente se dio cuenta de que su sustancia y los dedos eran tan leves como la presencia de Rockingham. A través de la mano podía ver a sus compañeros. Elena había olvidado la lección de tía Fila. ¡Era luz espectral! La última vez que estuvo con Fila, Elena había invocado aquella misma magia al aventurarse dentro del mundo de los espíritus.
—Fuego espectral —musitó Elena.
Así llamaba a la magia con que ahora tenía imbuida la mano derecha. Levantó la izquierda, en la que todavía se agitaba la mancha de color rubí del fuego frío, y apretó los dos puños.
—El espíritu y la piedra —dijo uniendo las dos manos, la espiritual y la sólida. Tanto si la sombra de Rockingham decía o no la verdad, Elena sabía que si Er'ril continuaba con vida ella lograría echar abajo las torres de A'loa Glen y lo liberaría.
Una voz ahogada le devolvió la atención a la cubierta del barco.
—¿Elena?
Bajó las manos y vio a Joach que la miraba boquiabierto. Tol'chuk y Meric estaban junto a él, también impresionados. Elena miró a su alrededor. Podas las miradas estaban clavadas en ella.
—¿Qué?
Joach se acercó con torpeza.
—Has... desaparecido. Veo tu ropa, pero tu cuerpo ha desaparecido.
Elena se miró. Y se acordó de la última ocasión en que había utilizado la luz espectral. Se había vuelto transparente a los ojos de los demás. Sólo se le veía la ropa.
Flint se acercó, dio una vuelta a su alrededor y la miró atentamente. Aun así, no dejaba de escrutar el cielo con precaución. La bandada de skal'tum se había agrupado junto al borde del lago, pero ahora la nube pálida volvía a acercarse lentamente hacia el barco, dibujando una espiral cerrada alrededor de la nave.
—Tal vez sería mejor que te quitaras la ropa, Elena. Tal vez, si permaneces invisible puedas sobrevivir al ataque que se nos viene encima. —Su voz se quebró con un deje de desesperación—. Luego tal vez puedas reunirte con la flota de los dre'rendi que se encuentra al sur de aquí.
—¡No! No pienso sentarme y no hacer nada mientras el resto lucháis y morís —insistió.
Elena levantó la mano y examinó su puño transparente. Desde la primera vez que había empleado la magia espectral, Elena había aprendido a ocultar el puñal en la palma haciendo salir su magia al exterior. Pero, ¿y si también pudiera hacerlo al revés? Elena deseó que el brillo rosado se replegara hacia el interior en lugar de hacia el exterior. Redujo la magia de su fuego espectral hasta convertirlo en una pequeña ascua brillante situada en el centro de la palma de la mano, y lo retiró de toda su sangre y su cuerpo. Conforme hacía aquello, el cuerpo recuperó su solidez y dejó de poder ver a través de los dedos de la mano.
—¡Elena, ahora te vuelvo a ver! —exclamó Joach, asombrado.
Elena no hizo caso de su hermano. No podía romper su concentración, de momento. Con los dientes apretados, contenía el flujo de fuego espectral en su sitio; no estaba dispuesta a permitir que la fuente de su poder estallara hasta que estuviera preparada para liberarla. En cuanto lo hubo hecho, Elena levantó el rostro hacia los demás. Sabía que ahora todos la podían ver. Les devolvió la mirada. Si aquel espectro había dicho la verdad, eso es, si Er'ril estaba vivo, no permitiría que nada se interpusiera entre ella y el hombre de los llanos.
De repente, el batir de los tambores de hueso se convirtió en una cacofonía estrepitosa.
—¡Los skal'tum atacan! —gritó Flint desde la borda de estribor—. ¡Preparaos!
Una oleada de actividad se desplegó por la cubierta. Tol'chuk se colocó el martillo de los enanos en el hombro y se unió a Flint en la borda. Joach y Meric se apostaron en la borda opuesta. Incluso Mama Freda abandonó la cocina y dejó al cuidado de sus elixires al pequeño Tok. Llevaba en las manos un arma extraña: un tubo fino en el que introdujo un dardo con plumas.
—Es un veneno de la selva de Yrendl —explicó—. Si consigo atravesarles el pellejo puede matar incluso a esas bestias.
Elena no tenía nada en contra de que incluso aquella mujer se preparara para defenderse. Esa noche necesitaban todos los modos posibles de matar. Tenían que sobrevivir hasta el amanecer, cuando la luz del sol debilitara las protecciones oscuras de esos demonios.
Alguien carraspeó para llamarle la atención. Se volvió y vio a Sy-wen y Kast preparados. Kast habló:
—¿Te parece que invoquemos al dragón?
—Cuando os lo indique.
Elena levantó el brazo y miró al enjambre de skal'tum. Ahora ya rodeaban el barco procedentes de todas las direcciones, y se mantenían a una distancia baja respecto al agua, aunque no lo suficiente como para que los dragones de mar supervivientes los pudieran alcanzar.
Todos los ocupantes del barco permanecían en silencio alrededor de Elena. Nadie decía nada. Sólo el batir de los tambores rompía la noche. Elena aguardaba. Quería que la aparición súbita de Ragnar'k asustara a la primera línea de la legión a fin de, tal vez, apartarlos desordenadamente durante unos pocos instantes críticos.
Con el aliento contenido y un brazo en alto, el corazón de Elena se estremeció al ver el inmenso número de skal'tum al que se iban a enfrentar. Esos monstruos estaban en todas partes, agitaban las alas y se deslizaban hacia su barco solitario. Su situación era desesperada por mucho que se esforzara por no verlo así. Si ella lograba sobrevivir, ¿cuántos morirían a bordo?
De repente, un grito estremecedor de rabia estalló en las gargantas de aquellas criaturas espeluznantes.
Elena no podía retrasarse más. ¡Que empezara la batalla! Empezó a bajar el brazo, pero uno de los zo'ol la detuvo.
—¡Espera! —espetó. Señaló con la cabeza hacia el agua—. Algo se acerca.
Elena se zafó del hombre. ¿Cuántas pesadillas más podían ocurrir aquella noche? Miró la primera fila del asalto de los skal'tum. Se encontraban sólo a un tiro de piedra del barco.
Y entonces, de repente, el mundo estalló a su alrededor.
Por todo el lago, un amasijo de hierbas se levantó del agua contra el cielo, a una longitud dos veces la de los árboles más altos del bosque. Unas lianas onduladas y ramas retorcidas atraparon a los skal'tum en el aire, arrastrando luego a los animales consigo hacia las profundidades del lago. Las raíces y las hojas, más a mano, salieron con estruendo y devastaron aquella bandada que se acercaba. Sólo unos pocos monstruos lograron zafarse y llegar hasta la borda, pero incluso éstos pronto fueron agarrados por los chasquidos de las lianas.
Elena contemplaba la masacre. Era como si el Caballo Pálido hubiera sido atrapado en un remolino de alas pálidas y hierbas espumajosas.
—¡Es el Sargazo! —exclamó Flint por encima de los gritos de los skal'tum.
La batalla arreciaba alrededor del barco. Un skal'tum, loco de miedo, fue a parar contra una vela desplegada y quedó atrapado en las jarcias y la lona. Aquel golpe soltó la vela y la bestia fue a caer al mar, en un amasijo tejido con su propia gente. Fue el skal'tum que más cerca llegó del barco.
Todo terminó con la misma rapidez con que empezó.
Bajo la luz de la luna, la red roja ondulante decreció lentamente, volviendo a hundirse en el mar y arrastrando al último de los demonios consigo. Ninguno de los skal'tum escapó a su furia. Al poco rato, el lago quedó despejado. Incluso los dragones muertos fueron apartados.
Nadie habló. Todos estaban demasiado asombrados para decir algo.
Al otro lado del lago, un grupo de dragones de mar vivos y sus jinetes asomaron perplejos de las profundidades de donde se habían replegado anteriormente. Bajo el brillo intenso de la luna y las estrellas, Elena podía ver fácilmente el asombro en los rostros de los jinetes de los dragones.
Alrededor del barco, no quedaba rastro alguno de la carnicería que había tenido lugar por la noche. Las aguas estaban quietas y prístinas.
—Ha terminado —dijo Elena con alivio.
Flint se acercó renqueando hacia ella.
—Pero ¿por qué ha intervenido el Sargazo?
Elena adivinó la respuesta. Miró a sus compañeros. Todos vivirían para ver el amanecer. Elena se volvió y miró al lago, apoyando las manos sobre la borda. Unas lágrimas de alivio le acudieron a los ojos. Entonces susurró unas palabras que jamás creyó que dijera al asesino de sus padres.
—Te perdono.
Con aquellas palabras, unos remolinos luminosos se levantaron en espiral de las profundidades de aquel mar oscuro, igual que luciérnagas en una tarde de verano. Elena sintió a alguien a su lado. Era Linora. La mujer posó una mano en Elena.
—Gracias —murmuró la mer'ai.
En el mar, los destellos luminosos de luz espectral se extendieron y desaparecieron hasta que la luna y las estrellas se reflejaron en la superficie del lago.