Capítulo 1

Elena, acompañada tan sólo por el batir de las olas, permanecía de pie junto al borde del acantilado y contemplaba el mar azul. En el horizonte, el sol empezaba a salir coronando las lejanas islas del Archipiélago con halos rosados de niebla. Más cerca de la costa, un barco pesquero de un solo mástil luchaba contra la marea navegando entre las numerosas islas y arrecifes. Sobre la vela, las gaviotas y las pardelas se peleaban mientras pescaban su alimento en esas generosas aguas. La orilla rocosa, rebosante de actividad y situada en la base del abrupto acantilado, estaba cubierta casi por completo por leones marinos holgazaneando. El viento le traía el eco de los gritos de reprimenda de las madres a sus cachorros y los resoplidos ocasionales de los machos.

Elena suspiró y le dio la espalda a aquella vista. Desde que, quince días atrás, los dragones de mar de los mer'ai hubieron partido, la rutina en la costa había vuelto a la normalidad. Tal es la capacidad de recuperación de la naturaleza.

Como un recuerdo del poder natural del mundo, una fuerte brisa marina le sacudió el cabello e hizo que le cubriera los ojos. Elena, molesta, se apartó los mechones rizados con los dedos enguantados e intentó que los bucles le quedaran detrás de las orejas. Pero el viento se lo impedía. Habían transcurrido más de dos lunas desde la última vez que Er'ril le cortó el pelo y ahora le molestaba: tenía el cabello demasiado corto para retenerlo con cintas y pasadores, y demasiado largo para dominarlo con facilidad; sobre todo ahora que empezaban a asomar los rizos. Aun así, Elena no se quejaba en voz alta porque temía que Er'ril pudiera volver a agarrar las tijeras y emplearlas contra ella, estaba harta de parecer un muchacho.

Aunque había consentido en disfrazarse durante el viaje por las tierras de Alasea, pensaba que ahí, en medio de la naturaleza salvaje y solitaria de los riscos de Blisterberry, no había ojos que la pudieran espiar y, por lo tanto, no había necesidad de continuar con la farsa de ser el hijo de Er'ril. Eso, por lo menos, era lo que se decía a sí misma, aunque no estaba muy segura de que su protector compartiera exactamente la misma opinión.

Por ello, siempre que Elena andaba cerca de Er'ril llevaba gorros y sombreros con la esperanza de que así el hombre no se daría cuenta de sus bucles, ni de la desaparición del tinte oscuro con que se había teñido el pelo. A Elena le alegraba que el color rojizo de su pelo natural volviera a asomar por fin.

Sacó el gorro que llevaba asido al cinturón y escondió el cabello debajo antes de regresar al camino de la costa que conducía a la granja. Le costaba explicarse por qué le preocupaba tanto el aspecto de su cabello. Aunque admitía que en aquel subterfugio había un cierto grado de orgullo, estaba convencida de que no se trataba tan sólo de una cuestión de coquetería. A fin de cuentas, se dijo, era una chica joven, ¿por qué tenía que gustarle parecer un chico?

Pero había algo más en todo aquello. De hecho, la verdadera razón se acercaba ahora por el camino con el ceño fruncido. Su hermano Joach, vestido con un jersey de lana para protegerse del frío matutino, mantenía el alborotado cabello pelirrojo apartado del rostro con una cinta de cuero negro. El físico del muchacho le recordaba a su familia, y Elena se sentía avergonzada de tener que esconder su origen con tintes. Le parecía que renegaba de sus padres.

Mientras su hermano se acercaba, Elena observó la expresión de sus ojos verdes; Joach parecía exasperado y, a la vez, triste. Había visto aquella misma expresión muchas veces en su padre.

—La tía Mycelle te anda buscando por todas partes —le dijo como saludo.

—¡Mi clase! —Elena se acercó más rápidamente a su hermano—. Casi me había olvidado.

—¿Casi? —se burló él cuando ella llegó a su lado.

Elena miró a su hermano con dureza, aunque, de hecho, sabía que no podía defenderse de aquella acusación. Realmente, se dijo, se había olvidado por completo de esa lección matutina. Aquélla iba a ser la última clase de manejo de espada antes de que tía Mycelle partiera a Port Rawl para encontrarse con la otra mitad del grupo. Kral, Tol'chuk, Mogweed y Meric tenían que encontrarse con Mycelle dentro de dos días. Por centésima vez Elena volvió a preguntarse cómo les habría ido en Shadowbrook y esperó que estuvieran bien.

Mientras ella y su hermano tomaban el camino de regreso a la granja, Joach musitó:

—Elena, tienes la cabeza llena de pájaros.

Ella lo miró molesta, pero entonces se dio cuenta de la sonrisa divertida de su hermano. Su padre siempre decía lo mismo cuando Elena olvidaba hacer alguna cosa. Tomó a su hermano de la mano. Él era cuanto le quedaba de su familia.

Joach le apretó la mano enguantada y ambos marcharon en silencio a través de la hilera de cipreses y pinos fustigados por el viento. Cuando divisaron la granja de Flint en lo alto del acantilado, Joach carraspeó.

—Elena, tengo que decirte una cosa.

—Cuando vayas a la isla... —empezó a decir.

Elena gimió en silencio. No quería pensar en la última etapa de su viaje hacia la isla de A'loa Glen para conseguir el Diario Ensangrentado, y menos aún después de lo que Joach le había explicado sobre los horrores que les deparaba.

—Me gustaría regresar contigo a la isla.

Elena dio un traspié.

—Sabes que no es posible. Ya has oído el plan de Er'ril, Joach.

—Sí, pero si tú dijeras algo...

—No —dijo ella—. No hay razón para que vengas.

Joach la agarró por el brazo y la detuvo.

—Elena, sé que quieres impedir que me pase algo, pero tengo que volver allí.

Ella se soltó y lo miró fijamente a los ojos.

—¿Por qué? ¿Por qué crees que tienes que ir? ¿Para protegerme?

—No. No soy tonto. —Joach bajó la cabeza. No se atrevía a mirarla directamente a los ojos—. He tenido un sueño que se ha repetido dos veces en la última media luna desde que llegaste de los pantanos.

—¿Crees que es un sueño premonitorio? —preguntó ella asombrada.

—Eso creo.

Por fin la miró a los ojos con las mejillas levemente sonrosadas. Joach también estaba dotado de magia elemental. Su habilidad consistía en el tejido de sueños, un arte perdido, reservado tan sólo a unos pocos miembros de la Fraternidad. Aquel don consistía en atisbar fragmentos del futuro durante el sueño. Los frailes Flint y Moris habían estado valorando el nivel de magia de Joach.

Su hermano señaló con la cabeza la granja que tenían delante.

—No se lo he dicho a nadie.

—Puede que sea un sueño normal —apuntó Elena.

Aun así, ante las palabras de su hermano su parte bruja se había inquietado. Magia. La mera mención de aquel hecho la hacía estremecer. Tras haber renovado sus manos a la Rosa, toda la sangre le rebullía de magia. Tuvo que tragar saliva y cerrar el espíritu a la llamada de la bruja.

—¿Y qué te hace pensar que se trata de un tejido de sueño?

—Tengo una sensación extraña cuando me encuentro en un tejido. Es como si un escalofrío me recorriera las venas, como si todo yo estuviera sumido en una tempestad interior. Y ese sueño me dio esta sensación.

Una tempestad interior, se repitió Elena. Conocía aquella sensación de cuando su magia descontrolada se hacía presente; era una tempestad furiosa que se le quedaba atrapada en el pecho gritando con energía contenida. Se retorció las manos con el mero recuerdo de aquellas corrientes de magia descontrolada. Se forzó a separarlas.

—Cuéntame tu sueño.

Joach se mordió el labio, como si de repente no quisiera.

—Vamos —insistió Elena.

—Te vi en lo alto de un chapitel enorme de A'loa Glen —dijo, bajando la voz—. Una bestia negra alada daba vueltas por las almenas cercanas.

—¿Con alas negras? ¿No era el dragón Ragnar'k? —preguntó Elena haciendo mención del dragón de mar de escamas de ébano que compartía su cuerpo con el del Kast, el Jinete Sangriento, y que estaba vinculado por sangre a la mujer mer'ai, Sy-wen.

Joach acarició el diente de marfil que le colgaba alrededor del cuello y que Sy-wen le había regalado.

—No, no era un dragón. —Intentó describir su forma con las manos, pero desistió—. Era algo que era más sombra que carne. Pero esto no es lo más importante del sueño. Es que...

Se interrumpió y desvió la vista para mirar el océano. Elena se dio cuenta de que su hermano le ocultaba algo que lo aterrorizaba. Al verlo, ella se preguntó si realmente quería saberlo.

—¿De qué se trata, Joach?

—No estabas sola en la torre.

—¿Quién había allí?

Él se volvió hacia ella.

—Yo. Yo estaba a tu lado con la vara de madera de poi que le robé al mago negro. Cuando esa cosa se abalanzaba sobre nosotros, yo levantaba la vara y lo abatía haciendo caer un relámpago mágico desde el cielo.

—Bueno, eso demuestra que se trata tan sólo de una pesadilla. Tú no practicas artes oscuras. Sólo soñabas que yo necesitaba tu protección. Seguramente la preocupación y el miedo te han revuelto un poco la sangre cuando duermes, pero seguro que no es un sueño tejido.

Joach frunció el ceño y negó con la cabeza.

—De hecho, yo pensé lo mismo después del primer sueño. Lo último que me dijo papá fue que te protegiera, y eso pesa mucho en mí desde entonces. Pero desde que volví a tener ese sueño, ya no estoy tan seguro. Tras el segundo sueño, me levanté sigilosamente a medianoche, y vine aquí, solo... y, bueno..., yo pronuncié el conjuro del sueño con la vara en la mano.

Elena sintió una sensación muy desagradable.

—¿Joach...?

Señaló detrás de ella. Elena se volvió. A unos pocos pasos se erguía un abeto partido en dos por un rayo, con la corteza chamuscada y las ramas rotas.

—El conjuro del sueño funcionó.

Elena miraba asombrada. De pronto sintió las piernas flojas, no sólo porque el sueño de Joach podría ser real, sino también porque Joach había invocado la magia negra. Se estremeció.

—Tienes que decírselo a los demás —le aconsejó con un susurro—. Er'ril tiene que saberlo.

—No —repuso él—. Eso no es todo. Por eso no he dicho nada hasta ahora.

—¿Y qué es?

—En el sueño, después de que yo derribara a aquella bestia alada, Er'ril aparecía desde las profundidades de la torre con la espada en alto. Se precipitaba contra nosotros, yo blandía la vara hacia él y... y... lo mataba, igual que a aquella bestia, con un estallido de fuego negro.

—¡Joach!

Era imposible interrumpir al muchacho; las palabras le salían precipitadamente de la boca.

—En el sueño, yo sabía que te quería hacer daño. Tenía una mirada asesina. No me quedaba otra opción. —Joach volvió la vista hacia ella con espanto—. Si no te acompaño, Er'ril te matará. ¡Lo sé!

Elena se alejó para no escuchar aquellas afirmaciones imposibles de Joach. Er'ril nunca le haría daño. La había protegido en todo el recorrido por las tierras de Alasea. Joach tenía que estar equivocado. Aun así, de repente, sin darse cuenta se volvió hacia el abeto chamuscado. El conjuro negro, el que Joach había aprendido en el sueño, había funcionado.

Su hermano le habló a su espalda.

—Esto que te he contado es un secreto. No puedes confiar en Er'ril.

No muy lejos de ahí, Er'ril se despertaba de sus sueños agitados. Una pesadilla de arañas venenosas y niños muertos lo acosaba todavía en su adormilamiento. Se sintió inquieto y físicamente agotado, como si se hubiera pasado la noche agarrado a algo. Echó la manta a un lado y se levantó con cuidado de la cama de plumón de oca.

Al quedar con el pecho descubierto y ataviado tan sólo con la ropa interior de lino, se estremeció al sentir el frío de la costa de las primeras horas del día. El verano iba cambiando ya a otoño y, aunque los días todavía eran cálidos y húmedos, las mañanas dejaban sentir ya las lunas frías que se aproximaban. Er'ril caminó descalzo por el suelo de pizarra para acercarse al lavamanos y al pequeño espejo plateado que colgaba en la pared. Se echó agua por la cara en un intento de apartar las telarañas de aquella pesadilla.

Había vivido tantos inviernos que sus noches estaban siempre repletas de recuerdos intensos.

Se incorporó y observó la barba oscura que formaba parte de su legado Standi. Unos ojos grises, los suyos, lo miraban desde un rostro que no reconocía como propio. ¿Cómo un rostro tan joven era capaz de ocultar detrás a un hombre tan anciano?

Se pasó la mano por sus rasgos juveniles. A menudo se preguntaba si, a pesar de que su aspecto externo era el mismo, su padre, fallecido hacia ya tantos años, reconocería como hijo al hombre reflejado en el espejo. Los cinco siglos de inviernos lo habían marcado de un modo distinto al habitual pelo cano o la piel arrugada. Se pasó los dedos por la fina cicatriz de su hombro manco. Se dijo que ciertamente el tiempo marcaba a los hombres de formas muy diversas.

De pronto, una voz surgió desde un rincón de la habitación.

—Cuando termines de admirarte, Er'ril, tal vez podremos dar comienzo al día.

Er'ril reconoció la voz y no se sorprendió. Se limitó a darse la vuelta y acercarse al orinal. No hizo caso al hombre de pelo cano, que estaba sentado en el asiento de almohadones de la esquina más oscura. Mientras se aliviaba la vejiga, Er'ril habló:

—Flint, si querías que me levantara más pronto, debiste haberme despertado.

—Por tus ruidos y agitaciones, he pensado que era mejor no intervenir y que solucionaras tú sólito lo que te impedía el descanso completo.

—Entonces habría sido mejor que me dejaras durmiendo durante una o dos décadas —respondió Er'ril con amargura.

—Sí, sí, pobrecito Er'ril, el caballero errante. El guardián eterno de A'loa Glen. —Flint señaló con la cabeza sus piernas ancianas—. Tú espera a que tus articulaciones envejezcan tanto como las mías y entonces veremos quién se lamenta más fuerte.

Er'ril hizo un bufido de burla al oír aquello. Aunque Flint no estaba dotado de magia, el tiempo no había erosionado mucho la fuerza del fraile anciano; de hecho, los muchos inviernos que Flint había pasado en el mar lo habían endurecido como los robles barridos por las tempestades.

—El día que eso te frene, anciano, yo colgaré mi espada.

Flint suspiró.

—Todos llevamos nuestra carga en la vida, Er'ril. Así pues, en cuanto hayas dejado de lamentarte piensa que ha pasado casi la mitad de la mañana y que todavía tenemos que preparar el Brisa de Mar para el próximo viaje.

—Sé muy bien el plan de hoy —repuso Er'ril con brusquedad mientras se vestía. El deficiente descanso de aquella noche lo había puesto de mal humor, y la verborrea de Flint lo molestaba especialmente aquella mañana.

El fraile se dio cuenta de la irritación de Er'ril y suavizó el tono.

—Soy consciente de todo lo que has tenido que soportar, Er'ril, llevando a esa chiquita por Alasea mientras os perseguían los cazadores de Gul'gotha. Pero para liberarnos del yugo de ese bastardo no podemos permitir que la desesperación se adueñe de nuestros corazones. En el camino que nos aguarda, el Señor de las Tinieblas nos proporcionará motivos suficientes para ensombrecer nuestros corazones sin que nos resulte preciso volver los ojos al pasado.

Er'ril asintió y dio una palmadita en el hombro del anciano mientras se dirigía al armario de roble del rincón.

—¿Cómo has podido salir tan sabio entre tantos piratas y asesinos que habitan el Archipiélago?

Flint sonrió y se acarició el pendiente de plata.

—Entre piratas y asesinos, sólo los sabios llegan a viejos.

Tras tomar la ropa, Er'ril se puso los pantalones y empezó a pasarse la camisa por la cabeza. Al tener sólo un brazo, vestirse siempre era una tarea molesta. A pesar de los siglos pasados, el tiempo no había facilitado las cosas. Por fin, terminó la tarea con el rostro enrojecido y se acabó de colocar la camisa.

—¿Se sabe algo de Sy-wen? —preguntó mientras recogía las botas.

—No, nada.

Er'ril levantó la vista al oír el tono preocupado del anciano fraile. Desde que la recogiera en el mar, Flint había adoptado una actitud protectora respecto a la pequeña mer'ai. Sy-wen había partido con su ejército de mer'ai hacia los océanos al sur de los Arenales Malditos en busca de la flota de los dre'rendi. Éstos, conocidos también con el apelativo de Jinetes Sangrientos, eran los más crueles de entre todos los cruentos piratas que habitaban los Arenales. Como unos juramentos antiguos unían a los mer'ai y a los dre'rendi, Flint confiaba en lograr la ayuda de los Jinetes Sangrientos en la guerra que estaba a punto de estallar.

—Mis infiltrados en los mares cuentan rumores sombríos acerca de A'loa Glen. Dicen que unos nubarrones negros se ciernen sobre la isla y que unas borrascas tremendas y repentinas abaten a los barcos que se acercan, mientras vientos tempestuosos llevan consigo gritos de almas torturadas. Ya algo más lejos de la isla, las redes de pesca capturan extraños seres pálidos nunca vistos, unos seres de formas retorcidas y espinas envenenadas. Hay quien murmura acerca de avistamientos de bandadas de demonios alados.

—Skal'tum —interrumpió Er'ril con la voz tensa mientras se calzaba una de las botas de piel—. Mi hermano está convocando a su alrededor un ejército de señores del mal.

Flint se inclinó hacia adelante y dio una palmadita en la rodilla del hombre de los llanos cuando éste se sentó en la cama.

—Esa cosa que actúa de Pretor de A'loa Glen ya no es tu hermano, Er'ril. Es sólo una ilusión cruel. Aparta de ti esos pensamientos.

Er'ril era incapaz. Recordó aquella noche, hacía cinco siglos, en la que la magia creó el Diario Ensangrentado. Entonces, todo lo que había habido de justo y noble en su hermano Shorkan y en el mago Greshym forjó el maldito libro. Pero lo que quedó de ambos, los restos corrompidos y temibles de sus espíritus, había sido otorgado al Corazón Oscuro para que se empleara en los planes siniestros del Señor de las Tinieblas. Er'ril apretó la mandíbula. Se juró a sí mismo que un día acabaría con la maldad que se había apoderado del aspecto de su querido hermano.

Flint carraspeó y devolvió a Er'ril al presente.

—Pero eso no es todo lo que me han contado. Una paloma mensajera me ha hecho llegar una nota desde la costa. Por eso te he venido a buscar.

Er'ril, con expresión sombría, se calzó las botas.

—¿De qué se trata?

—Me temo que son más noticias siniestras. Ayer, una pequeña flota de barcos de pesca atracó en Port Rawl, pero los pescadores de a bordo habían sido corrompidos. Los hombres se comportaron como perros salvajes y atacaron a la gente de la ciudad, con golpes, azotainas y violaciones. Fue preciso emplear toda una guarnición para detenerlos. A pesar de que la mayoría de aquellos berserker perdió la vida, uno de esos barcos malditos logró romper el ancla y huir, llevándose consigo a varias mujeres y unos pocos niños.

Mientras Er'ril se ataba las botas, su voz se tensó.

—Es magia negra. Tal vez se trata de un conjuro de influencia. Hace mucho tiempo lo vi.

—No, sé a qué magia te refieres. Lo que se les hizo a aquellos pescadores fue algo mucho peor que un simple conjuro. Las heridas habituales no lograban acabar con los berserker. Sólo la decapitación lograba poner fin a su sed de sangre. —Er'ril levantó la mirada con los ojos llenos de preocupación—. Un sanador examinó a los que fallecieron y observó un orificio del tamaño de un pulgar situado en la base del cráneo de cada uno de ellos. Al abrir el cráneo encontró una pequeña criatura con tentáculos enroscada en su interior. Unos pocos de estos bichos estaban todavía con vida y se retorcían. Cuando se descubrió aquella cosa horrible, los cadáveres se incineraron en los muelles de piedra.

—¡Madre dulcísima! —dijo Er'ril con tono huraño—, ¿cuántos nuevos horrores es capaz de crear el Corazón Oscuro?

Flint se encogió de hombros.

—La ciudad apesta a carne calcinada. Todos los habitantes están en tensión y se sobresaltan con cada sombra. En una ciudad tan turbulenta como Port Rawl, ésa es una mezcla peligrosa. El viaje de Mycelle para recoger a vuestros amigos está lleno de peligros.

Er'ril se anudó las botas en silencio mientras consideraba aquellas noticias.

—Mycelle sabe cuidar muy bien de sí misma. Pero esta noticia me hace pensar si no deberíamos izar las velas del Brisa de Mar antes de lo previsto. —Se enderezó y miró a Flint a los ojos—. Si la maldad de A'loa Glen ha alcanzado la costa, tal vez sería bueno partir hoy mismo.

—Yo he pensado lo mismo. Sin embargo, si quieres que nos reunamos con tus compañeros, no creo que podamos zarpar antes de la nueva luna. Por otra parte, es también el tiempo que necesitamos para preparar y equipar el Brisa de Mar. Además, ¿quién puede decir que en el mar estaremos más a salvo de lo que estamos ahora?

Er'ril se puso de pie.

—No me gusta estar aquí sentado sin hacer nada, esperando que el Señor de las Tinieblas nos alcance.

Flint levantó una mano.

—Si nos apresuráramos tal vez nos encontraríamos colocando a Elena directamente bajo su yugo. Opino que deberíamos atenernos al plan. Partiremos con la luna nueva y nos encontraremos con el ejército de los mer'ai en los Doldrums el día que acordamos. Ante la amenaza creciente de A'loa Glen, tenemos que dar tiempo a Sy-wen y Kast para que alcancen la flota de los dre'rendi e intenten hacerles cumplir su antiguo juramento. Necesitamos su fuerza.

—Esos piratas carecen de cualquier honor —afirmó Er'ril, negando con la cabeza.

—Kast es un Jinete Sangriento. Aunque ahora comparte su espíritu con el del dragón Ragnar'k siempre ha sido un hombre de honor, y su gente, endurecida por las tormentas y los baños de sangre, sabe de la importancia del deber y de las antiguas deudas.

Aun así, Er'ril dudaba todavía de que el plan fuera juicioso.

—Es como permitir que un lobo nos aceche por detrás en el momento en que nos enfrentemos al ejército del Señor de las Tinieblas.

—Tal vez. Pero para vencer necesitamos todos los dientes capaces de hincarse en el flanco del enemigo.

Er'ril suspiró y se peinó el pelo rebelde con los dedos.

—Está bien. Les daremos tiempo a Sy-wen y Kast hasta la luna nueva. Pero entonces, con o sin noticias suyas, zarparemos.

Flint asintió, se puso de pie y hurgó en el bolsillo en busca de su pipa.

—Basta de cháchara —gruñó—. Busquemos ahora una vela encendida para dar los buenos días a la mañana con un poco de humo.

—¡Ah! ¡Esto demuestra, de nuevo, tu sabiduría! —comentó Er'ril.

Fumar le pareció un modo perfecto de apartar de sí aquel mal comienzo del día. Por ello, siguió de buena gana al fraile de pelo gris.

Cuando llegaron a la cocina, Er'ril oyó al otro lado de la ventana abierta que había junto al hogar una voz conocida que echaba una reprimenda. Aquellos gritos iban acompañados por el sonido del choque del metal. Al parecer, a Mycelle, la espadachín, no le gustaba mucho la última lección que impartía a su pupila.

Aquella mañana había comenzado mal para todos.

Mycelle apartó a un lado la espada corta de Elena. Luego, con un giro de muñeca, lanzó la espada de su alumna por los aires. Asombrada, Elena observó cómo su pequeña arma volteaba una y otra vez por el patio. Aquel movimiento había sido tan rápido que todavía tenía en alto la mano enguantada, como si aún sujetara la espada. Lentamente, Elena bajó el brazo con las mejillas enrojecidas.

La espadachín miró a su pupila negando con la cabeza en actitud apesadumbrada y con los puños apoyados en las caderas. Mycelle era tan alta como un hombre y tenía los hombros igual de anchos. La áspera cabellera rubia le colgaba, peinada en forma de trenza gruesa, hasta la cintura. El traje de cuero y acero que lucía le daba el aspecto de una espadachín formidable.

—Ve a recoger la espada.

—Lo siento, tía Mycelle —se disculpó Elena con disgusto.

Aunque Mycelle no era un familiar de sangre de Elena, había intervenido en su vida más que cualquier otro pariente. De hecho, originariamente la mujer era una mutante de los Altos Occidentales, una si'lura. Mycelle, sin embargo, hacía mucho tiempo que había abandonado sus derechos de nacimiento, cuando el destino y las circunstancias la convencieron de que tenía que abandonarse a la forma humana y dejar de lado para siempre su habilidad para cambiar de forma.

—¿Dónde tienes la cabeza, pequeña?

Elena se apresuró a recoger la espada que se le había escapado y la tomó por la empuñadura. Sabía la respuesta a la pregunta exasperada de su tía. Tenía la cabeza en lo que Joach le había contado antes, y no en la clase de esgrima. Retomó la posición y sostuvo la espada en posición de guardia.

—Vamos a intentar hacer de nuevo la finta del espantapájaros. Es un movimiento sencillo, pero, si se domina, es uno de los modos más efectivos de obligar a un oponente a bajar la guardia.

Elena asintió e intentó dejar de lado las dudas acuciantes que Joach le había despertado, pero no lo consiguió. No podía creer que Er'ril pudiera traicionarla. El hombre de los llanos había demostrado una lealtad inquebrantable hacia Elena y su búsqueda. Habían pasado muchas tardes juntos mientras ella aprendía a controlar su poder. Sin embargo, más allá de las palabras y las lecciones, había habido siempre un vínculo más profundo y silencioso entre ellos. Por el rabillo del ojo, de vez en cuando ella había captado el indicio de una sonrisa de orgullo en el semblante habitualmente adusto del hombre, mientras ella se concentraba en algún aspecto de sus artes arcanas. En otras ocasiones, a pesar de la contrariedad que demostraba ante algún error que ella cometía, a Elena le parecía adivinar una mirada divertida en esos ojos grises. Elena se dijo que, pese a ser un hombre difícil, tenía un gran corazón. Era un verdadero caballero tanto de espíritu como de palabra. Jamás la traicionaría.

De repente sintió un pinchazo en los dedos y se encontró sin guante.

—¡Escúchame, chiquita! —exclamó su tía en un tono que bordeaba la furia—. Si no piensas atender a la lección, me dedicaré a ensillar el caballo para marchar hacia Port Rawl.

—Lo siento, tía.

De nuevo fue a recoger la espada caída.

—La magia es impredecible, Elena, pero una buena espada jamás perderá el filo cuando la necesites. No lo olvides. Tienes que ser buena en las dos cosas. Si sabes manejar bien la magia y la espada, serás un arma de dos filos. Cuanto más difícil sea detenerte, más difícil será matarte. Recuérdalo, querida, cuando la magia falla, la espada gana.

—Sí, tía Mycelle —contestó Elena con diligencia.

Todo aquello ya lo había oído antes. Levantó la espada y apartó de sí todas las dudas que tenía sobre Er'ril. Mycelle avanzó en el suelo duro del patio, dispuesta, balanceando con ligereza la espada en la mano izquierda. Mycelle llevaba a la espalda otra espada envainada en una de las fundas cruzadas que lucía. Cuando iba armada con las dos espadas gemelas, Mycelle parecía un demonio de acero y músculos.

Aun así, una sola espada de la mujer ya era una amenaza suficiente. Elena apenas logró detener y rechazar una finta repentina, y la siguiente estocada de Mycelle le hizo perder el equilibrio. Elena, no obstante, intentó mantenerse de pie, dispuesta a demostrar a Mycelle que aquella quincena de clases no había sido en vano.

La tía prosiguió con el ataque furioso. Elena levantó la espada para parar la embestida siguiente. La espada de Mycelle chirrió a lo largo del arma de su alumna hasta chocar contra la guardia con un golpe rotundo. Elena notó el impacto en todos los huesos de la mano y los dedos se le entumecieron.

La niña vio entonces que la muñeca de Mycelle giraba dispuesta a volver a desarmarla. Con un esfuerzo por contener la rabia, Elena forzó los dedos débiles para responder al movimiento de su tía a tiempo, de forma que el filo del arma de Mycelle le penetró en la carne del pulgar. Elena sintió que el arma le atravesaba el guante y la piel, y se le clavaba como el aguijón de una avispa.

Sin atender a aquel corte de poca importancia, Elena sostuvo en alto la espada a la vez que Mycelle se retiraba un paso para emprender el siguiente asalto.

—Muy bien, chiq... —empezó a decir Mycelle cuando Elena devolvió el ataque a su maestra, tomando así la ofensiva por vez primera.

De pronto, la sangre de Elena se estremeció ante la energía que le brotaba de la herida. A la vez que la intentaba controlar, Elena retomó el combate con un vigor renovado. Si su tía quería que fuera un arma de dos filos, ¡entonces lo sería! La magia y el acero se le habían fundido en las venas.

Mycelle, muy sorprendida por la repentina habilidad y audacia de su pupila, comprobó el temple de Elena al cabo de unos cuantos embates. Luego se dispuso a romper el ataque de su pupila y a forzarla a una postura más defensiva.

Elena contuvo los ataques con golpes propios. El choque de los aceros atronaba en el patio. Por un brevísimo instante, Elena notó el verdadero ritmo de combate. En aquel momento cristalino, nada en el mundo parecía ser importante. Era un combate de claridad perfecta, un poema de movimiento y sincronización, al cual la magia efervescente de su ser ponía música.

Elena terminó con una finta doble e hizo descender la punta de la espada. Observó que su tía vacilaba, pero luego mordió el anzuelo. Entonces Elena movió la muñeca e hizo girar la punta de la espada de forma que dejó atrapada la espada de su maestra en guardia. Elena giró la muñeca y, con un estallido de acero, todo terminó.

Ahora entre ellas de nuevo había una mano desocupada. Pero, esta vez, no era la de Elena. Mycelle bajó el brazo que tenía extendido para sacudirse la punzada que sentía en la muñeca. Inclinó la cabeza levemente.

—Elena, ha sido la finta del espantapájaros más perfecta que he visto en toda mi vida. Aunque sabía que la estabas haciendo tú, no la he podido resistir.

Elena sonrió al halago de su tía. Un aplauso repentino le hizo volver la atención a los demás, que habían salido al oír los chasquidos de las espadas. Er'ril estaba junto al fraile Flint en la puerta trasera que daba a la granja. Los dos hombres tenían una expresión de asombro. Incluso Joach se había quedado de pie, sin palabras, junto a una pila de madera.

—¡Muy bien, Elena! —exclamó por fin cuando el aplauso se apagó.

A los pies de su hermano estaba Fardale, el imitante si'lura con la forma de un lobo, su negro pelaje resplandeciente entre destellos de color óxido y cobre bajo la luz del sol. Seguramente acababa de regresar de su habitual salida matutina para cazar conejos y ratas de campo. Aulló para demostrar su acuerdo con el halago de los demás, y envió a Elena una breve imagen desde el ámbar de sus ojos: Un lobezno se pelea con su compañero para ser el jefe de la camada.

Elena aceptó los halagos sin soltar la empuñadura de la espada. El cántico de la magia todavía le resonaba en los oídos, apagando casi los demás sonidos.

—Otra vez —retó, ansiosa, a Mycelle.

—Creo que es un buen momento para parar —repuso ésta con una risita—. Cuando regrese de Port Rawl subiré la dificultad de las clases.

Elena tuvo que morderse los labios para no seguir rogando. La magia que ahora le recorría la sangre le exigía continuar. En aquel momento se sentía capaz de enfrentarse a un batallón de hombres armados con espadas.

—¡Elena! ¡Estás sangrando! —exclamó Joach de repente—. ¡La mano!

Elena bajó la vista. Unas gruesas gotas de sangre le caían del pulgar y recorrían la espada. Apartó la vista de los demás.

—Sólo es un rasguño. Ni siquiera me he dado cuenta.

Er'ril se acercó hacia ella.

—Las peores heridas son las que primero se consideran tonterías.

Elena pasó de mala gana la espada a su tía, y se quitó el guante sucio que ocultaba en realidad su verdadera arma. En la piel de la mano, que ahora estaba llena de magia, giraban lentamente remolinos de color rubí. Er'ril le sostuvo la mano y examinó el corte.

—Es un corte en la piel, no afecta al músculo. Vamos adentro. Lo limpiaremos y lo vendaremos.

Elena asintió y siguió al hombre de los llanos hasta la cocina. Se sentó en una silla y aguantó sin decir nada todos sus cuidados. Le frotó la herida con ungüento de raíz dulce, pero para entonces el pulgar empezaba a cicatrizar gracias al flujo de la magia.

Durante unos instantes Er'ril observó atentamente el corte que se curaba, y luego lo tapó con una venda. Para entonces los demás ya habían terminado de felicitarla y se habían dirigido hacia las distintas tareas del día, por lo que ambos se quedaron solos.

—Con esta venda no podrás llevar el guante durante unos días —musitó Er'ril.

A pesar de carecer de un brazo, el hombre logró aplicar la venda con habilidad; luego se sentó sobre los talones y la miró directamente a los ojos.

—Dame el otro guante.

—¿Por qué? No me he hecho daño en la otra mano.

—El guante. —Le tendió la palma de la mano con una mirada sombría.

Elena se quitó el guante de piel de cordero con parsimonia y se lo entregó a la vez que ocultaba la mano.

—Deja que la vea.

—No entiendo por qué...

—El corte está cicatrizando. Eso sólo puede ocurrir si empleas la magia. —La voz se le endureció—. Vamos, enséñame las dos manos.

Elena no quiso mirarle a los ojos cuando le mostró de mala gana las dos manos. En su lugar, clavó la mirada en ellas, que estaban de color rubí. Habían dejado de ser idénticas. La mano derecha, la de la espada, mostraba menos remolinos de manchas oscuras. La magia que había perdido durante el combate había diluido un poco la intensidad rotunda del color rubí. Bajo la luz del sol que entraba por la ventana, su mentira era flagrante. Elena había empleado su magia contra Mycelle para superar a su maestra.

—Esto es la espada de la sangre —explicó Er'ril, disgustado—. Es una magia que habría preferido que no hubieras conocido.

Elena apartó las manos.

—¿Por qué? Sólo requiere un poco de magia.

Er'ril apoyó la mano en la rodilla de la chica.

—Requiere mucho más que ello. Lo he visto en tus ojos. No querías parar. Antaño, los magos también oían las llamadas de esa magia salvaje, pero sólo los magos oscuros las atendían, sin preocuparse del daño que podían causar. —Le señaló las manos con la cabeza—. Tú, además, estás marcada por partida doble. Me cuesta imaginar la intensidad de esas llamadas en tu sangre. Tienes que resistirte a esas tentaciones.

—Entiendo —repuso Elena.

Desde la primera vez que empleó la magia, la voz de la bruja había residido en ella como una melodía constante. Elena conocía los riesgos de atender demasiado a la bruja de su interior, y se resistía siempre a ella sin abandonar jamás a la mujer que también la habitaba. Se encontraba siempre discurriendo sobre una línea muy fina. A lo largo del año pasado había aprendido el arte y la importancia de ese equilibrio.

—La espada de sangre es peligrosa por eso —prosiguió Er'ril—. Con ella ofreces a la magia un modo por el que escapar de tu control. Con sangre suficiente, la espada pasa a ser el alojamiento de tu magia, es casi un ser vivo, algo descontrolado. Carece de conciencia y moral, y no tiene más que ansias insaciables de sangre. Puede llegar a dominar por completo a quien se sirve de ella. Sólo el más fuerte de los magos puede manejar una espada de sangre y doblegarla a su voluntad.

Elena escuchaba con horror lo que había estado a punto de hacer.

—Pero esto no es lo peor —continuó explicando Er'ril—. Si la espada recibe toda la sangre, queda encantada para siempre. La magia se funde para siempre en el acero. Entonces, el poder forjado con la magia queda al alcance de cualquiera. Se cuentan muchas historias sobre magos negros que regalaban espadas de sangre a hombres y mujeres normales, personas incapaces de resistirse a la llamada de la magia. Al poco, caían cautivos de las espadas y se convertían en esclavos de su ansia de sangre.

—¿Qué les pasó? —preguntó Elena palideciendo.

—Esos esclavos de la espada, que era como se les llamaba, fueron perseguidos y muertos, y sus espadas fundidas hasta convertirlas en metal en bruto, lo que ahuyentó esa magia pervertida. Aquello costó muchas vidas. Así pues, cuidado con lo que crees accidental, Elena. Podría provocar más dolor del que te imaginas.

Elena se colocó el guante y se tocó el vendaje de la otra mano. Con la herida vendada y curada, la llamada de la bruja había remitido.

—Tendré más cuidado. Lo prometo.

Er'ril la miró durante unos instantes, como si quisiera comprobar su sinceridad. Luego, ya satisfecho, suavizó la dureza de su mirada.

—Hay otra cosa, Elena. Es sobre este último combate con tu tía; con o sin espada de sangre, lo cierto es que no fue sólo la magia la que guió tu brazo. Realmente has mejorado. —Su voz adquirió un tono firme—. No olvides jamás que tú tienes un poder propio que no tiene nada que ver con tu magia de sangre.

Aquellas palabras pronunciadas tan tranquilamente la conmovieron más hondamente que todas las exclamaciones bulliciosas de los demás. De repente, unas lágrimas acudieron a sus ojos.

Er'ril se puso de pie, como si hubiera presentido la emoción que embargaba a Elena y se sintiera incómodo.

—Tengo que marcharme. El sol ya está en lo alto y he prometido a Flint que iría a echar un vistazo al equipo del Brisa de Mar. Si queremos partir con la luna nueva nos queda mucho por hacer.

Ella asintió y rebulló en su asiento.

—Er'ril —dijo mientras se sorbía la nariz y hacía que él volviera su atención hacia ella—, gracias. Y no sólo por esto. —Levantó la mano vendada—. Es por todo. Creo que nunca te he dicho lo mucho que significas para mí.

Er'ril enrojeció y, de repente, adoptó una actitud tímida.

—Bueno, es... yo...

Carraspeó, y mientras daba un traspié al salir de la habitación dijo con la voz ronca:

—No tienes que agradecerme nada. Es mi deber.

Elena lo vio partir. Se dijo que, fuera o no profético el sueño de Joach, Er'ril era un caballero del cual ella no podría desconfiar nunca.

Nunca.

Cuando Mycelle estuvo preparada para la marcha hacia la ciudad costera de Port Rawl, el sol de la tarde ya había calentado los riscos y se había levantado un calor húmedo. La ropa se pegaba a la piel sudorosa, y en el océano se reflejaba un resplandor titilante. Mycelle ardía en deseos de ponerse en camino, volvió a asegurar la silla una última vez, y ajustó el equipaje.

Con los ojos entrecerrados para no deslumbrarse, se volvió hacia el grupo que se había reunido para despedirla. Mycelle, habituada a llevar una vida solitaria, no daba ninguna importancia a las despedidas. Dio un suspiro y, decidida a poner fin rápido a todo aquello, se acercó a su sobrina y le dio un breve, pero intenso abrazo.

—Practica mientras esté fuera —le dijo—. Espero que cuando regrese hayas perfeccionado el quite de la pluma.

—Lo haré, tía Mycelle.

Elena hizo el ademán de querer decirle algo más, pero Mycelle ya se encaminaba hacia Er'ril.

—Cuida de mi sobrina, hombre de los llanos. Amenaza una gran tormenta, y confío en ti para que la protejas.

—Siempre lo haré —asintió Er'ril—. Y cuida tus andaduras por Port Rawl. Ya has oído las noticias de Flint.

Mycelle asintió.

—Conozco La Ciénaga —respondió ella, nombrando a la ciudad por su mote. Aquel enclave, rodeado por ciénagas terribles y salvaguardado por las traicioneras corrientes marinas de las islas del cercano Archipiélago, era un refugio para todos los que querían escapar de la ley. La Ciénaga se regía por un sistema de castas corrupto y cruel lo que hacía que la justicia ahí no fuera más que una palabra obscena. En Port Rawl sólo había una norma que todos cumplían: Guárdate las espaldas.

Er'ril la retuvo antes de que ella se volviera.

—¿Estás segura de que te darás cuenta de si alguno de los otros ha sido corrompido por el Señor de Lis Tinieblas?

—¡Sí! ¡Sí! ¡Mil veces sí! —exclamó Mycelle con tono hosco, y dispuesta ya a marcharse—. ¡Confía en mi don! Mi sentido elemental me permitirá distinguir si están contaminados de magia oscura. Soy buscadora. Es mi trabajo.

Miró con enojo al hombre de los llanos. Er'ril se sintió molesto ante aquella ira repentina. Elena intervino en defensa del hombre de los llanos.

—Tía Mycelle, Er'ril sólo pretende ser prudente. Si alguno de ellos ha pasado a ser un guardia infame...

—... lo mataré con mis propias manos —acabó la frase Mycelle mientras se volvía de espaldas y ponía fin a la discusión.

Sabía cuál era su deber. Durante cientos de años el Corazón Oscuro había estado pervirtiendo la magia pura elemental de gentes inocentes y había creado un ejército de guardias infames despreciables. En Port Rawl, Mycelle buscaría a los demás compañeros: Kral, Mogweed, Meric y a su propio hijo, Tol'chuk. Ella juzgaría si alguno de ellos había sufrido perversión por parte de la magia negra. Sólo si los considerara limpios, les revelaría el paradero secreto de Elena. Y si no... Se volvió a asegurar la funda cruzada de las espadas. Haría frente a ese problema. Aun así, le vino a la mente la imagen del rostro tosco de su hijo. Aunque Tol'chuk tenía también sangre de los si'lura cada vez se parecía más a su padre ogro. Mycelle se preguntó si sería capaz de matar a su propio hijo si éste hubiera sido corrompido. Apartó de sí aquellas preocupaciones por el momento. Todavía quedaba un miembro del grupo que aguardaba para despedirse.

Joach se balanceaba sobre los pies, con la vara negra de madera de poi firmemente asida. Mycelle frunció el ceño al ver aquel trozo de madera ornamentada. Últimamente parecía que el niño no abandonaba aquel talismán horripilante. Se acercó a su sobrino y lo abrazó rápidamente, a la vez que evitaba rozar la vara. Cada vez que Mycelle se acercaba a ella, la piel se le estremecía. La mujer detestaba el apego reciente que Joach había desarrollado por el talismán.

—Será mejor que eso... quede fuera de la vista —dijo, señalando la vara con la cabeza—. Da mala suerte.

Joach apartó la vara de ella.

—Pero si es un trofeo de nuestra victoria sobre el mago Greshym. ¿Cómo puedes decir que da mala suerte?

—Es que la da.

Con el ceño fruncido, ella se volvió hacia su montura, un semental moteado de mirada nerviosa.

A un lado, algo apartado del caballo, aguardaba su compañero de viaje sentado sobre las patas traseras, procurando mantener alejado del caballo su olor de lobo. Aun así, el semental se agitó levemente cuando Mycelle se le acercó, evidentemente nervioso ante la proximidad de un lobo tan enorme. Mycelle tensó las riendas.

—Ya basta. Cálmate.

Como Fardale iba a acompañarlos, el caballo tenía que acostumbrarse a la presencia del lobo. Éste se desperezó y luego se puso de pie, indicando de este modo que estaba listo para marcharse. El lobo, cuyos ojos rasgados de color ámbar indicaban su verdadero origen como mutante, tenía una mirada divertida. Mientras que Mycelle había adoptado para siempre de forma voluntaria el aspecto humano, y con ello había renunciado a su derecho de sangre, Fardale no había podido escoger. Una maldición lo había dejado atrapado bajo aquella forma, igual que a su hermano gemelo, Mogweed, que no podía librarse de su aspecto de humano. Ambos se habían visto forzados a salir de los bosques de los Altos Occidentales en busca de una cura para aquella condena y, en su camino hacia A'loa Glen, habían conocido a la bruja.

Parecía que todos, cada uno por un motivo personal distinto, se habían visto en la necesidad de dirigirse a aquella ciudad isleña.

Mycelle montó en el caballo y volvió el rostro hacia los demás:

—Si todo va bien, estaré de vuelta antes de la luna nueva. Si no...

Se encogió de hombros y miró el camino que tenía por delante. No había ningún motivo para terminar la frase: si no volvía en seis días significaría que había sido capturada o que la habían matado.

—¡Anda con cuidado, tía Mycelle! —gritó Elena a su espalda.

Levantó una mano en señal de despedida. A continuación, con un chasquido, hizo que el caballo tomara el camino de la costa. El lobo correteaba a un lado, a unos cuantos pasos del caballo, entre las hierbas del prado, como una sombra en un mar verde. Mycelle no se volvió a mirar a los demás.

Al poco, el caballo y el lobo rodearon un acantilado alto, y la granja desapareció de la vista. Mycelle relajó los hombros levemente. Los caminos eran su verdadero hogar. Con el lobo avanzando rápidamente a un lado, resultaba fácil imaginarse que estaba sola. Durante la mayor parte de su vida había viajado por las tierras de Alasea en busca de las escasas personas dotadas de magia elemental. Era una vida dura y solitaria, pero se había acostumbrado muy bien a ella. Como compañía, a ella le bastaba con una espada y un caballo.

Apartó del pensamiento sus preocupaciones y permitió que el paso ágil y tranquilo del caballo la arrullara, volviendo así a su antigua rutina. El camino lleno de huellas de carros, zigzagueaba entre arboledas de cipreses y pinos. De vez en cuando, pequeños rebaños de ciervos rojos huían a toda prisa ante su presencia. Por lo demás, el camino estaba vacío.

Pensaba llegar al pueblo costero de Graymarsh antes de que oscureciera. Desde ahí calculaba que en un día podría llegar a Port Rawl.

Conforme avanzaban, el día transcurrió con un ritmo sencillo. Los caminos continuaron vacíos y la tarde resultó muy placentera, porque el calor del mediodía fue barrido por las brisas del atardecer. El sol se acercó al horizonte mucho antes de lo que ella había previsto y, si el mapa era bueno, calculó que Graymarsh se encontraba a una o dos leguas. Aquel día habían avanzado muy bien.

A su alrededor, los riscos se fueron cubriendo de bosque y las colinas se volvieron un poco más inclinadas. De repente, a la izquierda del camino, el lobo profirió un gruñido sordo. Fardale se acercó al camino a toda prisa. Mycelle detuvo el caballo. El lobo si'lura hablaba con los demás mutantes de forma telepática a través de la mirada; pero, desde que Mycelle había adoptado el aspecto humano de forma definitiva, ya no se podía comunicar con ella de aquel modo. El único humano capaz de hacerlo era Elena. Aquél era otro de los dones de la magia de la sangre de la niña. El lobo gruñó de nuevo y clavó la mirada en el camino que atravesaba el bosque.

—¿Se acerca alguien? —preguntó Mycelle.

El lobo asintió.

—¿Peligro?

Fardale aulló con cautela. No estaba seguro, pero la advertía de que tenía que ir con cuidado.

Mycelle dirigió un chasquido con la lengua al caballo y lo espoleó ligeramente para que avanzara. Se movió de forma que las fundas de espada que llevaba cruzadas a la espalda quedaran libres y las dos empuñaduras estuvieran a su alcance. El lobo desapareció de nuevo en el bosque. Fardale permanecería oculto, dispuesto para atacar si se producía alguna amenaza, a modo de elemento sorpresa. Por el rabillo del ojo, Mycelle trató de localizar al lobo. Antes había podido distinguir al enorme lobo con facilidad con su pelaje veteado correteando a su lado, pero ahora parecía como si hubiera desaparecido. No se oía ni un crujido de ramas; no se movía ni una sombra.

Entonces Mycelle oyó una canción suave que procedía de más adelante. Tomó una curva del camino lleno de surcos. La arboleda se volvió más espesa, y ahora el camino circulaba recto durante un buen trecho. El cantante estaba de pie a la derecha del camino, medio cubierto por las gruesas ramas de un viejo árbol abatido por el viento. El desconocido no hizo ningún ademán al ver a Mycelle y siguió cantando tranquilamente una antigua balada en un idioma desconocido.

Como iba cubierto por una capa abigarrada, aparentemente hecha de retales de trapos distintos, era difícil saber si era hombre o mujer. Mycelle escrutó los alrededores. No había señales de que hubiera otras personas. En cuanto Mycelle se aproximó lentamente, con los cascos del caballo repicando en el suelo del camino, la canción cambió súbitamente de ritmo y pareció ajustarse al de los cascos del caballo.

En cuanto estuvo suficientemente cerca, Mycelle levantó el brazo para saludar con la mano abierta en señal de paz. El cantante no hizo ningún ademán de haberla visto, y se limitó a continuar con aquella melodía inquietante. Al encontrarse más cerca, Mycelle debería haber podido distinguir qué tipo de viajero era ése: si un hombre o una mujer, un joven o un anciano, un amigo o un enemigo. Sin embargo, la capucha de la capa de retales le ocultaba el rostro. Aquella extraña vestimenta no dejaba ver ni tan sólo un trozo de piel.

—¡Hola, viajero! —saludó Mycelle—. ¿Traes alguna noticia del camino?

Aquél era un saludo muy común en los caminos de la mayoría de las tierras de Alasea. Era un modo de invitar a compartir las novedades de la zona así como de intercambiar información y mercancías.

Pero el cantante prosiguió con su canción. Ahora, de nuevo la melodía había perdido ritmo y se había alejado, como si la voz procediera de algún lugar remoto. Aun así, extrañamente, el efecto de la música resultó mayor para Mycelle. Se sentía atraída por cada una de aquellas notas que parecían desvanecerse y se esforzó por comprender el significado de aquellas palabras extrañas. En cuanto la canción terminó, Mycelle creyó haber comprendido las palabras susurradas al final: Busca a mis hijos....

Perpleja, se acercó más. ¿Realmente había oído aquellas palabras o sólo eran un engaño de su mente?

Mycelle acercó el caballo al forastero, decidida a preguntarle. ¿Qué había intentado decirle? Pero cuando el caballo detuvo su marcha, el cantante desapareció con su canción. La capa de retales cayó al suelo del bosque, como si jamás hubiera ocultado a alguien. Lo que Mycelle había creído que era una capa acolchada hecha de retales ahora sólo era un montón de hojas de colores distintos, una muestra de follaje otoñal y de verdor primaveral.

Una repentina brisa del océano atravesó el bosque y diseminó las hojas por el camino. ¿Qué tipo de magia podía ser aquélla? Mycelle quiso cerciorarse de que no se había visto envuelta en un ensueño.

—¡Fardale! —gritó.

El lobo demostró su valía y Mycelle al momento se encontró con su presencia musculosa y su pelaje oscuro. La mujer descabalgó y ambos miraron las hojas esparcidas. Mycelle tomó unas cuantas: había de roble de las montañas, de alisos del norte, de arce occidental... Eran árboles que no crecían en aquella zona. Sacudió aquellas hojas extrañas entre los dedos.

Cerca de ella, Fardale olisqueaba el montón. Al poco, sacó un objeto del centro del mismo. Lo dejó en el camino, lo miró con la cabeza ladeada, y de su garganta brotó un aullido extraño y lleno de pesar.

—¿Qué es esto? —preguntó, inclinándose para mirar el hallazgo de Fardale.

No podía adivinar qué había conmovido tanto al lobo. Aquello no era más que una simple bellota del tamaño de un pulgar, parecida a las demás de los bosques. Sin embargo, aquélla mostraba un brote verde diminuto.

Fardale tomó cuidadosamente aquel tesoro entre sus mandíbulas y se lo acercó a Mycelle. Ella abrió la mano para cogerlo. Luego, el lobo le señaló el bolsillo con la nariz, indicándole que quería que cuidara muy bien de aquello.

Mycelle, sorprendida ante aquel comportamiento extraño, hizo lo que él le pedía y, con una mirada severa, volvió a montar. Tras espolear al animal para que avanzara, prosiguió el camino, admirada ante la magia que había presenciado. No había percibido nada oscuro en aquella aparición, ningún indicio de magia negra. ¿Qué podía significar? Sacudió la cabeza y procuró dejar de pensar en ello. Tenía una misión que cumplir y no tenía tiempo para dedicarse a esos misterios. Mientras avanzaban hacia Graymarsh, Mycelle observó que Fardale la seguía, pero que de vez en cuando volvía la mirada hacia atrás, hacia el punto del camino en que habían encontrado al cantante.

Asombrada ante el comportamiento del lobo, se palpó el bolsillo y notó la presencia de la bellota, dura y firme. ¿Qué podía haber en aquella bellota que fuera tan importante?

El sexto drak'il salió del oleaje y se arrastró por la arena de la playa, todavía caliente a pesar de ser ya medianoche. El sol se había puesto hacía rato, por lo que nadie vio cómo el último de los drak'il se dirigía a los cinco restantes en la angosta playa que había entre el mar y el acantilado. El animal se irguió sobre sus patas traseras y dejó ver todo su tamaño. Los drak'il que moraban los mares eran algo más altos que los goblins, unos seres que habitaban bajo tierra con quienes estaban emparentados; los drak'il habían preferido habitar en las cuevas marinas de las remotas islas del Archipiélago. Eran seres de inteligencia cruel y pocas veces se relacionaban con otros seres pues gustaban de su aislamiento.

Sin embargo, la necesidad exigía ahora su presencia en la línea de la costa, así como las promesas antiquísimas que les unían a los goblins. Les habían llegado rumores de que cerca de allí se escondía una bruja que había matado a cientos de goblins de la piedra, una raza emparentada con ellos que habitaba en las montañas. Para ello, la bruja había atraído sobre ellos una luz devoradora que robaba el alma. Por eso ahora se veían forzados a solventar aquel asunto, o, como se decía antiguamente, cegarlo, y devolver la magia de la bruja a su reina. Para los drak'il era una obligación vengar la muerte de cualquier tribu de goblins. Era preciso preservar el honor de los drak'il y la sangre de los goblins.

Así tenía que ser.

Por fin, el sexto goblin se unió a los demás, agitando la cola y enredándosela entre los tobillos; se sentía muy nervioso en aquellas orillas extrañas. Saludó a la hembra dominante de su grupo, lamiéndole para ello con la lengua bífida la lengüeta venenosa situada en la punta de la cola y permaneciendo inclinado. Sólo las drak'il hembra llevaban en las colas aquel apéndice venenoso capaz de matar tiburones y conducir a una muerte violenta. Los otros cuatro machos estaban ya inclinados delante de su jefa a la espera de sus órdenes.

La hembra, más alta y corpulenta que los machos, gruñó y masculló las órdenes. En los colmillos se le reflejaba la luz de la luna mientras los ojos le brillaban encendidos de odio. Los machos se estremecieron con sus palabras. Nadie osaría jamás desobedecer a una superior.

En cuanto oyeron las órdenes se apresuraron hacia la pared del acantilado, treparon y tomaron posiciones, hincando las garras en los resquicios de la roca para mantenerse en su sitio. La hembra seguía aguardando abajo. Los drak'il macho sentían sus ojos fieros clavados en ellos; nadie se atrevía ni siquiera a temblar por si aquello llamaba la atención de su jefa. Un gruñido grave se elevó, como vapor, de las profundidades.

En respuesta a ello, un ardor recorrió el cuerpo de los cinco machos. Al poco, cada uno de ellos se fundió perfectamente con la roca y desapareció de forma tal que ni siquiera la futura luz del día podría distinguirlos de la arenisca de color rojizo que los rodeaba.

Los machos tenían que ser los ojos y los oídos de la tropa de drak'il. Había otros grupos y jefas a lo largo de toda la línea de costa a cientos de leguas de distancia. La costa iba a ser vigilada por miles de ojos negros rasgados, y miles de oídos finos atenderían a cualquier referencia que se hiciera de la bruja. En cuanto se localizara a aquella bestia demoníaca, el grupo de drak'il se movilizaría y retaría a su enemiga. Entonces, la luz devoradora se extinguiría y por fin ellos se harían con la magia, que podrían blandir y manejar a su voluntad.

A pesar de encontrarse colgado en el acantilado, el drak'il macho sintió las ansias de magia de la hembra que había abajo. Le olió la excitación, ese pequeño efluvio que olía a almizcle. El macho tuvo ganas de postrarse ante ella y rogarle una caricia. Por ello se quedó completamente quieto: un macho sólo conseguía los favores de una hembra obedeciéndola. Estaba dispuesto a enseñarle lo quieto que podía llegar a estar. Incluso cuando el sol ardiente llegara a lastimarle la piel y le secara la carne, él no se movería.

Oyó entonces que la hembra regresaba junto a las olas. Abrió un ojo para observar cómo su musculosa señora se agitaba sobre las rocas. Tenía la espalda arqueada de un modo seductor, y agitaba todo el cuerpo de forma provocativa. Quiso imaginar que ella intentaba seducirlo, pero era consciente también que la realidad era muy distinta. El drak'il macho sabía quién iba a venir a continuación. Era el que les había hablado por vez primera de las atrocidades cometidas por la bruja entre los goblins de la piedra, ese que parecía albergar en el corazón una magia terrorífica. Su poder hacía que todas las capitanas se exhibieran ante él y golpearan con sus apéndices, ansiosas, las cuevas de piedra mientras entornaban los ojos de forma apasionada. Ni siquiera la reina había sido capaz de resistirse al atractivo mágico de aquel desconocido. El extranjero había sido nombrado capitán de guerra por la reina y pasaba revista por toda la costa.

Mientras el drak'il macho permanecía colgado de aquel muro de arenisca, sintió cómo una comezón de ira le invadía el corazón. ¡Qué rabia le daba que su jefe tuviera que ser un macho que ni formaba parte de su clan ni tan sólo era miembro de su raza! Pero tenía que obedecer.

En tierra, la hembra se excitó todavía más. El aire se llenó de aquel olor a almizcle cada vez más intenso. El jefe tenía que estar muy cerca.

El macho había estado en lo cierto. De pronto, una burbuja de plata surgió de debajo de una ola y rodó hasta la orilla para abrirse y mostrar al hombre que contenía en su interior. Éste, completamente seco, como si jamás hubiera estado en el agua, pisó la orilla pedregosa. No hizo caso alguno de la hembra que se retorcía a sus pies y ni tan sólo atendió a la invitación ansiosa de su apéndice, que se agitaba rítmicamente. En lugar de ello, pasó junto a la hembra y se dispuso a inspeccionar la pared de arenisca.

—Está muy cerca —dijo el hombre en lengua común.

Los oídos del drak'il se encogieron de dolor al oír aquella lengua. ¡Qué idioma tan repugnante y retorcido! A continuación, el hombre se abrió la camisa suelta y mostró su corazón mágico. Tenía el pálido pecho abierto en forma de concha de molusco reventada, y la piel arrugada y en carne viva en los bordes, hasta el extremo que se le podían ver las costillas partidas. Aquel hombre no era lo que excitaba tanto a la hembra que tenía postrada a sus pies, sino lo que se agazapaba en aquel pecho oscuro, ese objeto de magia atroz y pura.

Desde el interior de la cavidad fría y húmeda de aquel torso desgarrado, unos ojos inyectados de rojo escrutaban la noche. La magia, rica y retorcida como los tentáculos enmarañados de los pulpos de las profundidades marinas, fluía desde aquella herida antigua y se elevaba en su majestad y fetidez por toda la superficie del acantilado.

Desde la herida del pecho retumbó el eco de una voz procedente del más oscuro y frío de los mares.

—Estad preparados. Mi soldado de la guardia infame, aquél al que llamáis Legión, la conducirá hasta nuestra trampa. ¡Estad preparados! ¡De lo contrario sufriréis mi ira!

De pronto, el hombre empezó a retorcerse, consumido por un fuego interior, mientras boqueaba como un pez en arenas calientes. Se esforzó en pronunciar sus palabras de lealtad renovada.

—No... no... te volveré... a decepcionar.

Entonces, la magia desapareció de forma repentina. El drak'il macho volvió a mirar a la playa.

El hombre gemía y se agarraba con fuerza la camisa, a la vez que avanzaba a trompicones de nuevo hacia el mar. Cuando sus pies tocaron el agua, la burbuja de magia funesta se levantó y lo volvió a rodear. Mientras se cerraba, la drak'il hembra hizo un último y desesperado intento por atraer la atención de aquel hombre. Pronunció su nombre en el repugnante idioma común. Tenía la voz áspera de lujuria, y la lengua bifurcada propia de los de su raza le dificultaba el intento. Cuando la burbuja y el hombre desaparecieron bajo las olas, ella logró articular esa única palabra, su nombre:

—R...r...ockingham.