Capítulo 6
Joach se apartó de la borda a la vez que levantaba la vara. Con la voz convertida en un aullido bajo la brisa matutina, pidió ayuda.
—¡Moris! ¡Flint! ¡Nos atacan!
Desde el otro lado del barco, unas risas respondieron a su llamada.
—Otra vez protegiendo a tu hermanita, ¿eh? Vaya, vaya...
Entonces surgió del agua una aparición sonriente que se elevó, deslizándose suavemente sobre una columna de agua. Cuando estuvo ala altura suficiente, Rockingham, aquel espantoso asesino y traidor, cruzó la borda y entró en cubierta. Iba vestido con unas calzas de color marrón y una camisa de lino que se hinchaba con el aire, abierta por delante de forma que, cada vez que el viento la agitaba, dejaba ver una cicatriz oscura e irregular que le atravesaba el pecho pálido.
En aquel momento, Moris ya se había acercado a toda prisa hacia el muchacho procedente de la cubierta de popa. Llevaba una espada larga en una mano y un garrote en la otra. Detrás del hermano de piel oscura, en popa, Flint bloqueaba el timón, para preparar así al barco para la batalla que estaba por venir. Por todos los costados del barco se oían los ruidos que hacían las garras al trepar por la madera acompañados del siseo de cientos de goblins. Esos monstruos se disponían a abordar el barco por todos lados.
Joach clavó la mirada en Rockingham. Tenía la impresión de que él era la mano que guiaba a esos ejércitos de drak'il, el puño que pretendía destrozar a su hermana. Elevó la vara ante él.
Rockingham miró la madera de poi con sorpresa.
—¿Ese no es el bastón de Dismarum?
—¿Te refieres a tu antiguo amo? Pues, sí, lo es. Yo le vencí, y le arranqué el arma de los dedos —proclamó Joach con orgullo, con la esperanza de que aquella mentira amedrentara a su enemigo y le permitiera ganar algo de tiempo para que los demás se pudieran armar—. Y ahora voy a vencerte a ti.
Joach musitó el conjuro de magia a su vara, el conjuro que le había llegado desde las tierras del sueño. La superficie pulida de la vara se llenó de llamas negras.
Moris se detuvo junto a Joach para añadir su espada a la defensa encarnizada del Brisa de Mar.
Rockingham hizo caso omiso de las miradas amenazadoras y saludó a Moris con un gesto tranquilo de cabeza. Detrás de aquel personaje maligno, los goblins trepaban por encima de la borda entre siseos y golpes, a la espera de una señal de su jefe. Rockingham se volvió de nuevo hacia Joach.
—Ese antiguo mago siniestro, Dismarum, Greshym o como quiera que lo llames, jamás fue mi amo. Deja que te muestre a mi verdadero señor.
Rockingham se agarró la parte delantera de la camisa cuando Flint se apresuró a acercarse desde popa.
—¡No miréis! —gritó el anciano marinero.
Pero la advertencia llegó demasiado tarde. Rockingham se abrió la camisa y dejó ver la cicatriz irregular que le dividía el centro del pálido pecho. Mientras Joach la contemplaba, la herida se abrió como la boca de un tiburón, revestida con trozos de costillas rotas. Desde el interior, una oscuridad pegajosa brotó del pecho del hombre en forma de tentáculos vivos de sombra, acompañada por un hedor a cripta abierta.
—Este es mi amo verdadero.
Detrás de aquel monstruo, el número de goblins había crecido; tenían las garras clavadas en la cubierta y las colas puntiagudas repiqueteaban como si fueran de hueso. Aun así, las bestias mantenían una actitud de cautela, aterrorizadas y espantadas ante la magia negra.
—Ve con cuidado —advirtió Moris a Joach—. Este hombre es un golem. Una cáscara vacía. Sólo la magia negra mantiene viva su carne.
Joach, horrorizado, tosió mientras pronunciaba las palabras de su conjuro. Las llamas negras desaparecieron de la vara. Ahora lo único que asía no era más que madera, una protección muy pequeña contra el horror que provenía del interior de Rockingham.
Desde las profundidades de aquel pecho abierto resonaban los aullidos de espíritus torturados y, en una profundidad todavía más remota, resonó la risa fría del torturador.
—Fui abandonado en la tumba después de la batalla contra los skal'tum, en las tierras altas que hay más arriba de Winterfell —explicó Rockingham—. Me dieron por muerto, hasta que los sirvientes del Corazón Oscuro me desenterraron de aquellas tierras frías y me devolvieron la vida.
—No fue la vida lo que te devolvieron —repuso Moris con voz atronante—. Estás poseído por un espíritu corrupto que te oculta la verdad de ti mismo y asfixia tu alma verdadera. ¡Recuerda quién fuiste antes!
Joach observó un guiño leve en el ojo izquierdo de Rockingham cuando oyó a Moris.
—¿Recordar el qué? ¿Quién crees que era?
Para entonces Flint ya había llegado junto a ellos. Con un hacha en la mano eran ya tres para defenderse del enemigo. El fraile de mayor edad y de piel endurecida por el mar, intervino:
—Conocemos a los de tu clase. Hace mucho tiempo, antes de que el Señor de las Tinieblas te reclamara, tú eras un suicida. Los golems sólo se hacen con este tipo de almas en pena. Al renunciar a tu propia vida abandonaste el derecho sobre tu propio cuerpo.
Moris bajó levemente la espada en un gesto apremiante y de consuelo.
—Y el Señor de las Tinieblas hizo suyo lo que tú rechazaste, y lo sometió a sus designios. Pero, ¡recuerda tu otra vida! Recuerda el dolor que te llevó a esas profundidades oscuras que te hicieron desear acabar con tu vida. Ni siquiera la magia más taimada puede hacer olvidar un recuerdo tan intenso. Recuerda tus sueños. ¡Recuerda!
Joach miró detenidamente a su adversario. Observó que el hombre intentaba reflexionar, con cautela, pero queriendo averiguar la verdad en las palabras de los dos frailes. Joach lo miró con el ceño fruncido. Aparte de magia negra, ¿qué podía haber en el interior de ese desalmado? Pero, al parecer, sí encontró algo; Joach se dio cuenta al ver cómo el hombre fruncía los músculos de la cara, que le temblaban por el esfuerzo de rescatar su pasado perdido.
Rockingham balbuceó algunas palabras:
—Recuerdo... como un sueño... un acantilado con mucho oleaje... alguien... una cabellera del color del sol al atardecer... y el olor a lilas... ¡No! A madreselva, o algo muy parecido...
De repente abrió mucho los ojos y perdió la mirada en el horizonte. Soltó la camisa que había mantenido abierta hasta entonces, incluso la herida empezó a ocultar aquella oscuridad.
—Y recuerdo un nombre... ¡Linora!
De súbito, una voz muy brusca atronó detrás de Joach, sobresaltándolos a todos.
—Sí. Yo también recuerdo aquel nombre, Rockingham. Lo gritaste la última vez que te matamos, la vez que nos traicionaste.
Rockingham volvió a recuperar la mirada.
—¡Er'ril! —susurró.
El batallón creciente de goblins bramó, haciéndose eco del enojo de su amo. Detrás de Rockingham, todas las bestias sisearon y se agitaron en una masa de garras y colas ponzoñosas, peleándose y trepando las unas sobre las otras.
—¡No podía ser más inoportuno! —musitó Flint con una mirada furibunda.
Er'ril no atendía a nadie y no tenía ojos más que para Rockingham. Dio un paso hacia adelante con la espada mágica de plata en su único brazo y el rostro enrojecido de furia.
—Te ayudamos a escapar de las garras del skal'tum, y tú nos lo agradeciste con una traición. Sea como sea la vida que hayas llevado, justa o repugnante, ya no la mereces.
—Hermosas palabras para alguien que a fin de cuentas podrá morir después de haber vivido quinientos inviernos.
Rockingham se arrancó la camisa desde los hombros; la cicatriz del pecho se le abrió por completo, dejando ver unas fauces desde las cuales emanaba la oscuridad.
Joach quedó inmóvil mientras miraba las sombras que se agitaban. En las profundidades del golem había unos ojos de color carmesí que lo escudriñaban, llenos de fuego de pira y magia espeluznante.
El Corazón Oscuro había acudido a la masacre acompañado por los alaridos de los goblins.
Elena estaba de pie bañada en luz. En algún lugar remoto oía gritos y aullidos de animales extraños, pero aquél era un remanso de paz y quietud. El débil tintineo de las campanillas de cristal le llenaba los oídos, y un olor no muy distinto al del clavo la envolvía. ¿Dónde estaba? Le costó mucho recordar cómo y por qué se encontraba allí. Con cautela avanzó un paso.
—¡Hola! —gritó, sumergida en aquella luz brillante—. ¿Hay alguien ahí?
Frente a ella se mostró una figura, y una mujer arropada en remolinos de luz tomó forma.
—Mycelle debería haberte enseñado a vigilar mejor tu espalda —se lamentó la silueta. Entonces los rasgos de la mujer adoptaron una expresión adusta que le resultó muy familiar.
—¿Tía Fila?
Elena se precipitó hacia ella para abrazarla, pero cuando llegó hasta la aparición no logró asir nada con los brazos. Elena, frustrada, retrocedió.
Tía Fila levantó una mano resplandeciente y acarició la mejilla de Elena. Sólo notó el paso de aquellos dedos fantasmales por el agradable calor que le dejó.
—No deberías estar aquí, pequeña.
Elena miró a su alrededor. En el pasado, gracias al uso de un amuleto mágico, había podido hablar con la sombra de su tía fallecida. Pero ¿qué ocurría ahora? A su alrededor se arremolinaba un mundo de luz deslumbrante que mostraba reflejos vagos de otras tierras e imágenes de otras personas. Oía, además, fragmentos de otras conversaciones susurradas a lo lejos.
—¿Dónde estoy? —preguntó por fin.
—Mi niña, has cruzado el Puente de los Espíritus. El veneno del goblin te ha consumido la vida. Con la muerte tan próxima, tu espíritu puede flotar entre el mundo de los vivos y el de los muertos.
—¿Voy a morir?
—Es posible. —Tía Fila jamás se anduvo con medias tintas.
A Elena se le anegaron los ojos de lágrimas.
—Pero si tengo que salvar Alasea —susurró.
Levantó las palmas de las manos para mostrar a su tía las dos manchas de color rubí, señal de su poder. Pero ahora sus manos estaban pálidas y blancas. ¡Ya no le quedaba magia!
—Has consumido todo tu poder para mantenerte con vida —le explicó tía Fila—. Pero no tengas miedo, mi niña. También aquí puedes renovarlo. Cualquier luz, también la espectral, puede invocar la magia que hay en ti. Recuerda a tu antecesora Sisa'kofa; había un motivo para que se la conociera como la Bruja del Espíritu y la Piedra. Pero tienes que apresurarte. —De nuevo tía Fila acarició la mejilla de Elena con los dedos, si bien esta vez la niña notó realmente la mano de su tía—. Tras perder la magia, la muerte se te aproxima y tú y yo estamos más próximas.
Elena dio un paso atrás, horrorizada.
—Es preciso que renueves tu poder, Elena. Apresúrate.
Elena levantó el brazo derecho en alto e invocó el don, deseándolo con toda su alma. Frente a ella, tía Fila empezó a mostrarse cada vez con más claridad. Empezaron a mostrarse pequeños detalles que Elena había olvidado, como el pequeño hoyuelo en la barbilla de la tía o las finas arrugas en las comisuras de los ojos. Se estaba quedando sin tiempo.
Elena extendió el brazo por completo. La mano desapareció en una ráfaga cálida.
—¡Deprisa, muchacha! Con esta luz llegará al mundo una magia nueva. La luz del sol te dio el fuego; la luz de la luna, el hielo. La luz espectral te dará...
Elena retiró el brazo y el mundo de los espíritus se desvaneció a su alrededor. De nuevo regresó a un mundo lleno de gritos sanguinarios y aullidos de moribundos. Levantó el brazo de la sábana donde reposaba y se quedó mirando la mano.
Los ojos se le llenaron de espanto y su propio grito amortiguó todos los de los demás.
—¡No!
Meric avanzó trabajosamente con las muletas por el almacén vacío. Los demás habían partido ya a preparar el equipaje y los caballos para salir de Port Rawl. Las heridas, aunque ya se estaban curando, no le permitían ser de ayuda para los demás mientras cargaban y embalaban diferentes provisiones de la botica de Mama Freda. Al encontrarse solo en el almacén se acercó a la repisa de jaulas que albergaban los seres que la anciana curandera empleaba para sus artes.
Se apresuró a abrir la jaula que contenía un halcón trinador. El plumaje de color verde intenso del ave lo distinguía como pájaro de las junglas de tierras remotas. Meric, no obstante, pretendía hacer que marchara mucho más allá. El pájaro abrió las alas con actitud amenazadora y le siseó con enojo cuando él se dispuso a agarrarlo. Pero Meric le envió una levísima voluta de magia elemental que se enroscó alrededor de aquel animal salvaje. Al quedar prendido de magia, el halcón se calmó y se posó sobre la muñeca del elfo.
Meric se acercó renqueando a la pequeña ventana abierta del almacén con el pájaro posado en la mano. Sostuvo el halcón en dirección a la ventana y volvió a aplicarle magia elemental. Los elfos son los dueños del aire y de todas las criaturas aladas. Ninguna de ellas puede sustraerse a la llamada de un caballero elfo. El halcón trinador inclinó la cabeza mientras atendía las instrucciones que Meric le daba.
Mycelle había explicado al elfo todo lo que le había ocurrido a Elena y a los demás: el viaje por las ciénagas, la batalla con el enano de la guardia oscura, la caída de A'loa Glen. Era evidente que el Señor de las Tinieblas había empleado a fondo sus fuerzas en la ciudad hundida y que cualquier intento por recuperar el Diario Ensangrentado fracasaría estrepitosamente. ¿Cómo era posible que los demás consideraran incluso la posibilidad de exponer a Elena a un peligro de ese tipo?
Meric conocía su obligación. Tenía que proteger a la niña, incluso si aquello representaba la ruina de Alasea. ¿Qué le importaba a su gente que aquella tierra se viniera abajo? Ellos habían sido desterrados hacía mucho tiempo. Todo cuanto importaba era la misión que su reina le había encomendado: devolver al pueblo la línea monárquica perdida del rey. Y el elfo no estaba dispuesto a fallar.
—Marcha —susurró al halcón—. Parte hasta Stormhaven y encuentra a mi reina. Hazle saber que nos queda poco tiempo. Tiene que dejar marchar las Nubes Tormentosas y soltar los barcos de guerra.
Lanzó entonces al halcón por la ventana. Este partió con un alarido, con las alas extendidas hacia las brisas del mar. Batió las alas, trazó un arco sobre los tejados de pizarra de Port Rawl, y desapareció en dirección hacia el sol.
Meric siguió el vuelo con sus ojos de color azul celeste. Luego, en un tono de voz que era casi un suspiro, musitó:
—Tenemos que detener a Elena.
Tol'chuk, apesadumbrado, seguía a los demás por las calles de Port Rawl mientras el sol de la mañana iba alzándose en dirección al mediodía.
Había pasado toda la noche llorando la muerte de su madre. Ella había llegado a su vida por un instante, como una vela, para iluminarla y luego apagarse, antes de que él pudiera apreciar el calor y la alegría de la familia. En cualquier caso, aquél no era momento para lamentaciones y tristezas. Se tenía que reponer del vacío que sentía en el corazón y proseguir con el camino que le habían marcado los ancianos de su tribu. Y el paso siguiente que había que dar para cumplir la promesa era escapar de aquella ciudad apestosa. Estaba harto de su hediondez y de las almas retorcidas que se escondían detrás de las sombras empalagosas.
El ogro, que iba disfrazado con la capa de color negro y dorado de la guardia de la ciudad, andaba agachado para disimular su enorme tamaño y mantener el rostro oculto mientras atravesaba las calles. Sin embargo, en una ciudad tan corrupta como aquélla, Tol'chuk dudaba incluso que la presencia monstruosa de un ogro de las tierras altas pudiera provocar más reacción que una valoración prudente del precio de su piel.
Kral iba a la cabeza del grupo ostentando de forma notoria el hacha. Mogweed permanecía a la sombra de Tol'chuk, como un ratón junto a un loro. Al cabo de un momento, Kral se detuvo en la intersección de dos calles estrechas y miró en todas las direcciones. En aquel lugar, las calles eran, en realidad, pistas de barro marcadas por el paso de los carros, llenas de excrementos de caballo y de inmundicia procedente de las casas de cada uno de los lados. En lo alto, unas pocas mujeres de rostro huraño se reclinaban sobre los codos para mirar desde las ventanas de su piso.
Una de las mujeres escupió contra Kral, y dio en el blanco. Él se limpió la mejilla con el borde de su capa.
—¡Sacad vuestro culo de aquí! —exclamó ella con descaro—. No queremos guardianes que nos vigilen. En la luna pasada ya pagamos los tributos. Así que, ¡largo!
Tol'chuk se arrebujó de nuevo en la capa. AI parecer, la guardia no gozaba de mucho favor entre la gente. Kral no hizo caso de la algarabía y se volvió hacia Tol'chuk.
—No creo que andemos muy lejos de la salida sur.
Sin embargo, en su voz había un amago de duda.
Mogweed se acercó con cautela sin dejar de mirar las entradas a los callejones, ni las mujeres que había en lo alto de las casas.
—¿Qué hay de mi hermano? —preguntó—. Fardale tiene que estar todavía con los caballos.
—Lo sé —dijo Kral—. Mi caballo Rorshaf está también en el establo de la misma posada, pero la guarnición está alborotada. Estaremos de suerte si escapamos de este caos. No falta mucho para que corra la orden de cerrar las puertas de la ciudad y buscar a los esclavos huidos. Tenemos que salir antes de que esto ocurra.
—Pero, ¿y Fardale?
—Es un lobo. De noche le será fácil escapar. Él sabe dónde se oculta Elena y puede regresar con facilidad junto a ella. Por lo que sabemos puede incluso que se haya escapado antes de que nos apresaran.
Tol'chuk apoyó la garra en la espalda de Mogweed.
—Yo sabe que tú sufre por el hermano tuyo, pero Kral tiene razón. Un lobo solo no llamará mucho la atención.
Mogweed se apartó de Tol'chuk con un lamento amargo e hizo un gesto a Kral para que prosiguiera. Sin embargo, el hombre de las montañas ya se había vuelto de cara al camino, se había quedado parado y se rascaba la cabeza sin saber qué dirección tomar.
Entonces, una anciana encorvada que andaba apoyada en un bastón retorcido dobló la esquina y estuvo a punto de darse un golpe contra el amplio pecho de Kral. Retrocedió un paso y se apartó el pelo gris del rostro para mirar de reojo lo que le bloqueaba el paso.
Agitó el bastón con enojo en dirección a Kral.
—Aparta de mi camino, ¡pedazo de zoquete!
Kral se quedó impávido ante aquella amenaza tan ridícula.
—Anciana señora —contestó él con educación—, me apartaré con sumo gusto de vuestro camino si me indicáis cómo ir a la puerta sur.
—Abandonando la ciudad, ¿verdad?
Dobló la cabeza como un pajarito cauteloso, mirando primero a Tol'chuk y luego a Mogweed. Giró hacia la izquierda y marchó en aquella dirección arrastrando los pies.
—Conozco un atajo. Os lo mostraré, pero a condición de que vos, que sois tan corpulento, me acompañéis. Mi hija y mi yerno viven en esa dirección y quisiera visitarlos.
Kral observó que la mujer se movía muy lentamente.
—En realidad, basta con que nos indiquéis. Si pudierais...
Tol'chuk apretó el codo del hombre de las montañas.
—Ir con una anciana nos ayudará a pasar inadvertidos —susurró—. Nadie buscará a una anciana y a su escolta.
Kral suspiró hinchando las mejillas, pero siguió a la anciana encorvada. Esta avanzó con paso inseguro por la calle.
—Tal vez la podrías llevar en brazos —susurró a Tol'chuk.
—¡Lo he oído! —La mujer se rió socarronamente—. No creáis que porque mis ojos tengan cataratas, mis oídos no sean agudos. Mis piernas viejas llevan aguantando cien años y me conducirán hasta las puertas de la ciudad.
El grupo siguió adelante acompañando a la fuerte anciana. La mujer avanzaba silbando mientras cruzaba callejones y, de vez en cuando, se volvía para sonreírles con una boca casi desdentada.
Tol'chuk observó a aquella mujer. Le pareció que no necesitaba para nada la fuerza de sus brazos; como era muy anciana y estaba ya muy desgastada ni el más astuto de los piratas de la ciudad habría podido encontrar algo de valor en su frágil figura. Supuso que en realidad a ella le gustaba la compañía, tener con quien charlar en tono amistoso.
—Si os gustan las hierbas de ciénaga azucaradas y el kafeé —comentó, dirigiéndose a Mogweed cuando éste se puso a su lado—, hay una tienda no muy lejos de aquí. Podríamos parar para descansar.
—No, gracias —dijo Mogweed.
—Es preciso que lleguemos a las puertas —agregó Kral mientras la impaciencia se empezaba a reflejar en sus rasgos pétreos.
—Bueno, no estamos muy lejos, no mucho —musitó ella. Dobló otra esquina y penetró en un laberinto de calles estrechas sin dejar de silbar.
En aquella parte de la ciudad, las casas, en mal estado, eran altas y estaban muy cerca las unas de las otras. La sensación de confinamiento se subrayaba además porque, como los cimientos de algunos edificios circundantes estaban tan podridos por el tiempo y el salitre, algunas casas se inclinaban hacia adelante, como si quisieran escrutarlos, mientras que otros edificios se apoyaban contra las estructuras adyacentes como borrachos volviendo a casa. Kral rezongaba.
Por entonces, la anciana les había confundido tanto entre aquellas casas desvencijadas que Tol'chuk supuso que el hombre de las montañas se sentía tan perdido como él mismo.
—¿Sabrías encontrar el camino hacia las puertas desde aquí? —susurró con voz ronca a Kral.
—Es posible.
El hombre de las montañas no dejaba de observar con suspicacia todas las entradas y callejuelas que se abrían a los lados, temeroso de que en cualquier momento pudieran sufrir una emboscada.
Al poco, el sol brillaba con fuerza sobre sus cabezas y las brisas refrescantes de la mañana desaparecieron. Aun así, el grupo continuaba en el laberinto de callejones. Kral apretaba el hacha, primero con una mano y luego con la otra. El calor de la tarde les recordó a todos que el verano todavía reinaba en la suciedad y la inmundicia de las calles abandonadas de Port Rawl. El hedor a pescado podrido ponía la guinda a la desagradable pestilencia a residuos humanos; parecía que hubiera transcurrido un número incontable de inviernos sin que la menor brisa de aire puro refrescara esas calles.
—¡Ya está bien! —espetó por fin Kral, haciéndolos detener a todos.
La anciana se apoyó con fuerza en el bastón y se volvió.
—¿Qué? —dijo enfadada.
—Pensé que conocíais un atajo para ir a la puerta.
La anciana suspiró con fuerza.
—Para evitar las miradas de la guardia, éste es el camino más corto.
Tol'chuk hizo una mueca de asombro. Aquella mujer sabía más de lo que aparentaba.
Ella prosiguió antes de que ninguno pudiera decir palabra.
—Venís presumiendo con un uniforme de la guardia que no os sienta nada bien, y no conocéis el camino hacia la salida de la ciudad. ¿Me tomáis por tonta? He oído hablar del alboroto de la guarnición y me imagino que estáis implicados en ese asunto.
—Anciana —respondió Kral sin ningún rastro de su antigua amabilidad en la voz—, si pretendéis traicionarnos...
—¿Traicionaros? Si no fuera por mí, ya habríais sido capturados por la guardia. La ciudad está llena de quienes os habrían vendido, ladrones de monedas de cobre. Y, ¿qué obtengo yo a cambio de mi ayuda? —Los miró con expresión enojada—. Voces y amenazas.
Tol'chuk dio un paso hacia adelante.
—Discúlpenos. Nosotros nos siente en deuda contigo y no quería perderos respeto. Pero es urgente para nosotros abandonar esta ciudad.
La mujer resopló y se dio la vuelta.
—Entonces, venid —dijo, tomando silenciosamente la esquina siguiente.
Todos la siguieron. Cuando Tol'chuk dobló la esquina de un edificio en ruinas que albergaba la tienda de un zapatero, dio un traspié de sorpresa. La enorme muralla de La Ciénaga se erguía a un tiro de piedra de ahí, y la puerta estaba abierta.
—Hemos llegado —constató Kral con sorpresa.
La anciana los hizo avanzar rápido con un gesto de la mano.
—Si queréis escapar, dejad de mirar las musarañas y seguid andando.
Todos la siguieron. La anciana parecía notar la urgencia creciente que sentían conforme se acercaban a su objetivo. A pesar de que Tol'chuk se apresuraba por acercarse, y Kral y Mogweed marchaban con brío a su lado, la anciana todavía les llevaba distancia.
Ella fue la primera en alcanzar la puerta y saludar al vigilante que se encontraba junto a la muralla. El muchacho de pelo rubio rojizo que estaba al cargo de la entrada apenas les prestó atención porque tenía la mirada clavada en el centro de la ciudad.
—¿Habéis oído algo? —preguntó con ojos brillantes de nerviosismo cuando Kral se acercó—. ¿Qué ha ocurrido en la guarnición?
Tol'chuk, que iba vestido de negro y dorado, se dio cuenta de que posiblemente el soldado los había tomado por compañeros. Kral respondió al joven.
—No es asunto tuyo. Tú mantente atento a tus obligaciones.
De repente, un cuerno grave atronó entre las murallas, y sus tonos lastimeros resonaron en la bahía cercana. Tres notas largas recorrieron los tejados de piedra de la ciudad.
—Es la señal para cerrar las puertas —dijo el joven con sorpresa. Volvió a mirar al trío con ojos llenos de excitación—. ¿Creéis que ha venido otro de esos malditos barcos a asediar los muelles?
Kral masculló una palabrota.
—Tú tienes que estar en tu puesto. Nosotros hemos de comprobar el flanco sur. Cierra las puertas detrás de nosotros y no permitas que nadie, y digo nadie, pase por aquí.
—Sí, señor.
El muchacho sonrió con elegancia y se dirigió hacia el cabrestante de la puerta.
Tol'chuk se tapó por completo con la capa mientras pasaba por debajo de la muralla, y atravesó el túnel. Los demás lo siguieron de cerca. Al otro lado de la puerta, la anciana los aguardaba apoyada en el bastón. Tol'chuk hizo una mueca de asombro y se le acercó.
—¿No debes vos regresar a la ciudad antes de que te queda fuera?
A sus espaldas, Tol'chuk oyó los cabrestantes y poleas que hacían descender la puerta de hierro de la ciudad.
La anciana se encogió de hombros y se apartó cojeando de él, dirigiéndose al lindero del bosque de ribera que se encontraba cerca. Tol'chuk se dio cuenta de que continuaba siguiéndola, tal como llevaba haciendo durante toda la mañana. Kral se unió a él.
—Madre Dulcísima, ¿adónde cree que va ahora esa vieja?
Cuando la alcanzaron, el paso de la mujer se aceleró. En el lindero del bosque, la mujer tiró a un lado el bastón y fue enderezando la espalda conforme avanzaba. Era como si estuviera cobrando altura mientras la espalda se le ensanchaba, como si los años abandonaran su figura encorvada y estuviera recuperando juventud.
—Esto no me gusta —musitó Mogweed con espanto en los ojos.
En cuanto se encontraron al amparo de los árboles, la anciana se volvió hacia ellos, ya totalmente erguida. Se retiró el mantón gris y se sacudió el pelo, que brillaba en hilos dorados bajo la luz del sol. Había otras figuras que se movían bajo las sombras del bosque. Cerca de sus talones, un perro inmenso, en realidad un lobo, bajó del tronco de un ciprés grueso y se sentó sobre las patas traseras junto a la mujer.
Tol'chuk dio un paso hacia adelante.
—Es imposible —masculló Mogweed asombrado.
—Imposible —repitió Kral.
Tol'chuk dio otro paso tembloroso. Se dijo que aquélla era una ilusión óptica cruel, un espectro pensado para atormentarlo. Debajo de la capa verde del ciprés ya no había una anciana de espalda encorvada, sino Mycelle, con una sonrisa radiante dirigida hacia su hijo. Levantó las manos hacia él mientras los ojos de color ámbar brillaban bajo la sombra.
Unas palabras se formaron en la mente de Tol'chuk.
Ven, hijo mío. Así verás tu verdadero origen.
—¿Madre? —dijo él en voz alta mientras daba un traspié hacia ella.
Mycelle suspiró mientras se le apagaba un poco el brillo de los ojos. Volvió a cambiar a la lengua normal con una sonrisa.
—¡Oh! ¡Ven aquí, Tol'chuk y dame un abrazo!
Mientras el fragor de la batalla retumbaba en el barco, Elena se contemplaba con horror la mano derecha. En lugar de la habitual mancha de intenso color rubí, en los dedos y en la palma de la mano se agitaba una tenue luz rosada, si bien no era el tono pálido lo que más la preocupaba. Lo que le tenía helado el corazón era que ahora la mano parecía carecer de sustancia. En lugar de ser de carne, la tenía transparente. Así, era capaz de ver a través de ella el sextante antiguo que colgaba en la pared opuesta. Parecía como si fuera de un ser espectral.
—La Bruja del Espíritu y la Piedra —musitó mientras recordaba las palabras de tía Fila. Por bien que la carne parecía etérea, Elena notó cómo la magia le bañaba la piel transparente. Su poder se agitaba y le susurraba con la misma fuerza con que lo hacía la magia nacida del sol o de la luna. Pero ¿cómo era esa nueva magia?
Cuando el corazón dejó de latirle con tanto nerviosismo, oyó el retumbo de los gritos de dolor y rabia. Er'ril estaba voceando órdenes, pero sus palabras le llegaban demasiado amortiguadas por la madera del barco como para poderlas comprender. ¿Todavía estaban luchando contra los drak'il? Se tocó el vendaje que llevaba asido al estómago y se acordó de repente de la estocada de la cola del goblin y de la quemazón del veneno. Se dio cuenta entonces de que la ponzoña le había desaparecido del cuerpo.
Elena se irguió.
A través del ojo de buey que tenía a un lado vio que ahora el sol brillaba con intensidad. ¿Acaso la lucha había durado toda la noche? Se puso de pie algo temblorosa, todavía débil por los restos del veneno.
Se apoyó en una pared y se acercó al ojo de buey. Detrás del cristal sólo se veía agua. A lo lejos, observó que unas islas salpicaban el océano. ¡Ya no estaban amarrados! ¡Estaban atravesando el Archipiélago!
El estruendo del combate la estremeció.
Débil o no, tenía que ayudar. Observó detenidamente su mano fantasmal. Como no comprendía aquella magia tenía miedo de emplearla. Sin embargo, dado que el sol estaba tan brillante, siempre podría renovar su poder con el fuego de la bruja de la otra mano y apartar de la cubierta del barco a esos seres abyectos con unas llamaradas.
Levantó la mano izquierda y la colocó sobre el cristal del ojo de buey. La luz del sol le atravesó los dedos blancos. Deseó el poder del fuego y rezó a la Madre de todos los cielos para que se lo concediera. Elena cerró levemente los párpados mientras se abría al ritual de la renovación.
Se quedó quieta como una piedra y aguardó, pero no ocurrió nada. Elena abrió los ojos con estupor. Todavía tenía la mano izquierda posada en el ojo de buey, expuesta al sol y tan pálida como siempre. Frunció el ceño y se volvió a concentrar. En el pasado, le bastaba con desearlo para iniciar la transformación y llenarse de poder. Las lágrimas amenazaban con salir, y la desesperación se adueñó de ella. Jamás había querido renovarse tanto como esta vez. ¿Por qué no ocurría?
Continuó aguardando. Nada. La batalla se encarnizaba sobre ella; el siseo era cada vez más intenso. No podía retrasarse por más tiempo.
Se volvió, bajó el brazo y contempló de nuevo las volutas arremolinadas que le marcaban la mano fantasmal. Apretó los puños. Parecía carne normal. Se preguntó qué ocurriría si se cortaba para dejar salir la magia.
Sacudió la cabeza y retiró el brazo. Sólo había un modo de saberlo: Fue hacia la puerta, tragó saliva, corrió el pestillo y abrió con un crujido la puerta, que gimió en sus bisagras viejas. Los gritos del combate la envolvieron como una presencia visible. El hedor a sangre y a terror le golpearon los sentidos igual que una ráfaga gélida. Oyó una risotada de locura que alguien lanzaba sobre su cabeza. ¿Qué estaba ocurriendo?
Se precipitó hacia el pasillo, pasó rápidamente por una puerta que había a la izquierda y entró en su camarote. Allí recogió su bolsa de objetos personales y sacó la daga de bruja. El filo dorado brilló en la esquirla de luz que se colaba por el ojo de buey del camarote. Dejó de importarle qué tipo de magia albergaba ahora. Estaba decidida a utilizarla contra los goblins.
Al darse la vuelta, se vio por un instante en un espejo que colgaba de un clavo en la pared. Lo que vio le hizo dar un respingo y detenerse. Su ropa, incluso el puñal, flotaban solos por la habitación. Levantó entonces el cuchillo y vio que éste se mecía delante del espejo sin que ninguna mano pareciera sostenerlo en el aire. Se acercó al espejo y recorrió la mejilla con la punta del arma. En el espejo, el puñal se movía solo por el aire.
Elena se irguió, se tocó la cara y se miró las manos. Para ella eran de carne normal y corriente, pero su forma no se reflejaba en el espejo, era como si se hubiera vuelto un espíritu.
—La Bruja del Espíritu y la Piedra —se repitió con un siseo. ¿Acaso aquél era un aspecto de su nueva magia? ¿Le otorgaba la habilidad de desplazarse sin ser vista?
Entonces recordó que antes no había podido renovarse. Era preciso que el sol le tocara la piel para encender el poder. Se dijo que tal vez no se había podido renovar porque se había vuelto invisible para el sol.
Las implicaciones de un don como aquél eran evidentes. Se quitó toda la ropa y se sirvió del puñal para quitarse los vendajes que le rodeaban la cintura. Ahora estaba desnuda, pero su piel ya no se reflejaba en el espejo. Sólo el puñal flotaba frente a él, agarrado por los dedos fantasmales de la mano derecha.
Asió con más fuerza la empuñadura del arma y acarició en su interior la nueva magia conquistada, dejando que recorriera todo su ser, comprobándola y disfrutándola, como si de un buen vino se tratase. Dejó que creciera entre sus dedos apretados, no muy rápido. No permitiría que la dominara. Mientras la magia crecía, la luz rosada le brotó del puño y engulló el puñal en el interior de su luz fría. Elena vio cómo en el espejo el puñal desaparecía lentamente, absorbido por su magia.
Ahora, el espejo sólo reflejaba un camarote vacío. Elena tenía la ropa desparramada por el suelo, junto a los pies, igual que el cascarón de un pollito recién salido del huevo. Dio un paso al frente.
Sus labios dibujaron la fría sonrisa de la bruja. No luchó contra ella; no iba a negarse aquella parte de su espíritu. Al igual que todo el mundo, ella también tenía un lado oscuro que ardía en deseos de dominar; el suyo intentaba soltar toda su magia de forma descontrolada. Con el tiempo, Elena había aprendido que negar las dos caras de su corazón, la de bruja y la de mujer, sólo daba más fuerza a su lado oscuro. Por ello dejó que la energía le circulara por la sangre, a la vez que mantenía un control estrecho sobre ella.
Cuando se dirigió hacia la puerta del camarote, el coro de magia pura le suplicaba ser liberado y le gritaba que empleara su filo espectral para abrirse la piel y dejar que todo saliera al mundo.
—Todavía no —respondió ella ante aquellas exigencias. Fue fácil no hacer caso a aquellas demandas porque una voz más suave había llamado la atención de Elena.
En los oídos, el susurro de la bruja la tenía embelesada. Elena escuchó atentamente, pero sólo pudo distinguir estas palabras: fuego espectral.