A la hora de la siesta, Minos salió de la fortaleza y saludó a los guardias, que solo sentían desprecio por el protegido del emperador. ¿Para qué podía servir aquel garabateador, incapaz de manejar las armas?
Como si paseara sin objetivo concreto, el cretense tomó por una calle flanqueada por casas de oficiales. Se detuvo varias veces y miró a su alrededor. Luego, apretó el paso y se metió en un callejón donde estaban los silos para grano. Puesto que solo una semana más tarde iban a llenarse, ningún policía los custodiaba. Nadie.
Sin embargo, su cómplice, el responsable de armamento, le había dado cita allí. Su ausencia demostraba que había sido detenido y que la encarcelación de Minos era inminente.
–Sigue avanzando -susurró una voz inquieta. Temblando, Minos obedeció.
Estaba allí, agachado entre dos silos.
–¿Cómo están las cosas? – preguntó el pintor.
–El regreso del almirante Jannas me ha impedido hacer contactos. La policía estaba en todas partes.
–En palacio se murmura que Jannas detesta a Khamudi. Algunos afirman que el almirante sería un excelente emperador.
–Los militares escuchan a Jannas, es cierto, pero le es fiel a Apofis. No cuentes con él para intervenir en una conspiración contra el jefe supremo.
–¿Es, entonces, imposible hacer nada?
–De momento, sí. Jannas partirá a combatir contra los rebeldes tebanos. Cuando esté de regreso en la capital, el conflicto entre Khamudi y él tomará, por fuerza, un nuevo aspecto. Tal vez podamos aprovecharlo. Hasta entonces, mantengámonos tranquilos.
Despechado, Minos regresó a la ciudadela.
Su cómplice parecía tan aterrorizado que no haría nada, ni siquiera en circunstancias favorables. Minos tendría que actuar con sus compatriotas, retenidos para toda la vida en aquella siniestra ciudad. Solo el asesinato del emperador les devolvería la libertad.
Tomando mil precauciones para no ser descubierta, Ventosa había estado a punto de perder a Minos. Tras elegir el camino adecuado, lo había encontrado por fin y se había ocultado en la esquina del callejón, donde, como era evidente, el cretense se había puesto en contacto con algún cómplice.
Solo con trepar a lo alto de un silo, la euroasiática podría haber escuchado la conversación, pero dada la forma abombada de los edificios, la empresa resultaba en exceso peligrosa. Debió, pues, limitarse a ver cómo su amante se marchaba, perdido en sus pensamientos y visiblemente decepcionado.
Lo importante era el otro.
Cuando Ventosa descubrió que se trataba del responsable de armamento, sospechoso ya, la atroz realidad le saltó a la cara. Minos era, efectivamente, un conspirador. Le mentía; tenía que denunciarlo.
Con su gorro a rayas y su físico más bien enclenque, el almirante Jannas no parecía el implacable guerrero que era en realidad. Ningún enemigo lo había asustado nunca e imponer la supremacía de los hicsos, aun a costa de miles de muertos, no le turbaba la conciencia. Sin embargo, no había acudido personalmente a Pershaq y había dejado que uno de sus lugartenientes cumpliera las órdenes del emperador. Nunca antes había tenido Jannas que cumplir una misión tan extraña, que le parecía muy alejada de las tareas fundamentales de un soldado de su experiencia. Pero la obediencia, para él, no admitía excepción alguna.
–¿Se ha hecho? – preguntó Pershaq.
–Afirmativo, almirante.
–¿Dificultades?
–Ninguna.
–¿Informaciones sobre el enemigo?
–¿Estimaciones?
–-Según nuestros exploradores, se trata de un verdadero ejército, bastante bien organizado. La flota parece importante. Como sus exploradores no son unos aficionados, los nuestros no han podido observar de cerca.
–Que nuestro dispositivo quede emplazado. No toleraré la menor relajación.
Abandonado tras la invasión de los hicsos, el paraje de Licht(1) albergaba unas pirámides de ilustres faraones del Imperio Medio y las moradas de eternidad de sus dignatarios. Reinaba en aquellos lugares una paz profunda, como si esos reyes de tiempos pasados siguieran transmitiendo su sabiduría.
Notas (1) Licht se encuentra a unos cincuenta kilómetros al sur de El Cairo. Sus pirámides, muy arruinadas, se remontan al siglo xx a.C.
Era precisamente esa paz lo que Apofis quería ver desaparecer.
–Encontradme la entrada de estos monumentos -ordenó Jannas a sus zapadores- y desbrozad el camino hasta la cámara del tesoro.
La pirámide de Amenemhat I, la que estaba más al norte, culminaba a cincuenta y ocho metros; la de Sesostris I, rodeada de otras diez pequeñas pirámides, a sesenta y uno. A pesar de las precauciones tomadas por los constructores, los hicsos consiguieron profanarlas. Las momias fueron sacadas de los sarcófagos; las vendas, desgarradas, y los amuletos protectores, dispersados. Valiosos papiros, cubiertos de fórmulas que describían las incesantes metamorfosis del alma real en el universo, fueron quemados.
La voluntad de Apofis se había cumplido. Privado de la protección de sus gloriosos antepasados, el impulso de Ahotep y Kamosis se quebraría.
El destrozo de los despojos reales se había efectuado en un pesado silencio. Los soldados del almirante no estaban acostumbrados a combatir a unos muertos cuyo sereno rostro había turbado a más de uno.
–Operación concluida -anunció el ayudante de campo de Jannas.
–Tal vez…
–¿Hemos olvidado algo, almirante?
–Mira esas pirámides. Diríase que están vivas y que nos desafian, como si esta violación de las sepulturas no hubiera servido de nada.
–¿Qué queréis hacer?
–Tendríamos que destruirlas piedra a piedra; pero no queda tiempo. De momento, he recibido otras órdenes.
ientras avanzaba hacia la ciudad de Pershaq, el ejército de liberación sabía que el choque frontal con las tropas de los hicsos era inevitable. En las filas se hablaba de animales monstruosos que el emperador manipulaba con el pensamiento, de largas lanzas que atravesaban a tres hombres de un solo golpe y de armas desconocidas contra las que ni siquiera la reina Ahotep conocía detención alguna.
A la cabeza de la tropa, el almirante Lunar había retomado su bastón de proel para sondear el Nilo. Tan atento como un felino, acechaba el menor signo de peligro. A su lado, estaban el Bigotudo y el afgano, que conocían bien la región.
–Nos encontramos muy cerca de Pershaq -dijo el Bigotudo, cada vez más nervioso.
–Y nada aún -advirtió el almirante-. Forzosamente, nos tenderán una emboscada.
–El mejor modo de saberlo es mandar una patrulla de reconocimiento -propuso el afgano.
Lunar ordenó un alto.
Ahotep y el faraón se rindieron pero le negaron la autorización para patrullar.
–Tu grado es excesivo y estás demasiado condecorado -le recordó el Bigotudo-, de modo que iré yo.
–Tampoco -se negó Ahotep-, puesto que tienes el mismo grado y las mismas condecoraciones que el afgano.
–Majestad, no podemos mandar a esa trampa a unos chiquillos sin experiencia. Si no tienen a su cabeza un jefe hábil, ni uno solo regresará vivo.
–¿Me consideras un jefe hábil? – preguntó el faraón Kamosis. El Bigotudo y el afgano se quedaron boquiabiertos.
El rey se inclinó ante su madre.
–Reina de Egipto, me toca a mí, y solo a mí, conducir a mis hombres al combate. Sabrán así que el miedo no me domina y que el jefe del ejército de liberación es el primero que corre riesgos. Mi padre y vos misma habéis actuado siempre de ese modo.
Frente a ella, Ahotep no tenía a un fanfarrón ni a un irresponsable, sino a un joven faraón de veinte años que quería asumir, plenamente, los deberes de su cargo.
Aunque su corazón de madre se desgarrara, la reina no podía oponerse a esta decisión.
–Si caigo -murmuró Kamosis-, sé que vos me levantaréis.
El rey había desembarcado con un centenar de hombres a menos de cinco kilómetros de Pershaq. Hasta entonces, ni la menor escaramuza.
En cuanto la patrulla descubriera al enemigo, el faraón soltaría a Bribón con un mensaje que describiera en pocas palabras la situación.
–Nada aún -se lamentó el Bigotudo, recorriendo la cubierta del navío almirante-. ¡Y hace mucho tiempo ya que se fueron!
–Tal vez sea buena señal -dijo el afgano.
–¿Y si el rey ha sido hecho prisionero? ¿Y si Bribón ha muerto? Deberíamos intervenir.
Solo Ahotep podía dar la orden, pero la reina permanecía silenciosa.
–Algo va mal -advirtió el Bigotudo-. Siento que las cosas no están claras.
–Comienzo a compartir tu opinión -reconoció el afgano. Cuando los dos hombres se dirigían hacia Ahotep, Bribón apareció sobre sus cabezas con un rápido aleteo y se posó, suavemente, en el antebrazo de la soberana. En sus brillantes ojos, se podía leer la alegría del trabajo bien hecho.
Redactado por la mano del rey, el mensaje era bastante sorprendente.
–Sin novedad -reveló Ahotep-. El faraón nos aguarda a las puertas de la ciudad.
Pershaq estaba desierta.
En las callejas ni un alma viviente, ni siquiera un perro vagabundo.
Desconfiado, el gobernador Emheb había ordenado que varios grupitos inspeccionaran cada casa.
Todas habían sido abandonadas. En los sótanos, se veían alimentos intactos.
–Los hicsos se han ocultado -advirtió Emheb-. Esperan a que gran parte de nuestras tropas se meta en la ciudad para rodearnos.
El faraón desplegó a sus hombres. En esa ocasión, el Bigotudo y el afgano marchaban a la cabeza de sus regimientos, dispuestos para el combate.
Pero no había hicso alguno a la vista.
Fue el Bigotudo quien descubrió unos rastros significativos en el exterior de la ciudad. En el blando suelo, se habían impreso las plantas de unos pies, pero también unos cascos más anchos que los de los asnos y unos extraños surcos.
–Se han marchado hacia el norte.
–Los hicsos han huido -comprobó el faraón, incrédulo.
Esa victoria sin derramamiento de sangre produjo alegría en las filas del ejército de liberación. ¡De modo que el terrorífico ejército del emperador era solo eso, una pandilla de miedicas que retrocedía cuando se acercaba el adversario y ni siquiera intentaba mantener sus posiciones!
Ahotep no participaba del regocijo general. Ciertamente, los hicsos habían abandonado Pershaq, pero ¿dónde estaba la población?
–¡Majestad, venid pronto! – imploró Emheb.
El gobernador condujo a la reina y al faraón hasta la zona de los graneros.
Las inmediaciones estaban manchadas de sangre y un hedor espantoso flotaba en el aire.
Los arqueros adoptaron posiciones, como si el enemigo fuera a surgir de las sombras.
–Que se abran las puertas de los graneros -decretó Ahotep. Varios jóvenes infantes ejecutaron la orden.
Doblándose, los soldados vomitaron. Entre gritos, uno de ellos se golpeó la frente con violencia y fue necesaria la intervención de un oficial para impedir que se hiriera de gravedad.
El faraón y su madre se acercaron.
Lo que vieron les llevó al borde del desmayo. Con la mirada colérica, casi sin respiración y con el corazón que se les salía del pecho, no conseguían aceptar semejante barbarie.
Los cadáveres de los habitantes de Pershaq estaban amontonados, unos sobre otros, mezclados con los de perros, gatos, ocas y monos pequeños. Ningún ser humano, ningún animal doméstico, había sido respetado.
Todos degollados.
Todos amontonados como objetos de desecho.
El faraón tomó en sus brazos a un anciano cuyo dislocado cadáver yacía sobre la espalda de un hombre corpulento. Antes de asesinarlo, le habían roto las piernas.
Kamosis no conseguía llorar.
–Que cada una de las víctimas, humana o animal, sea sacada con respeto de esta carnicería -ordenó- y enterrada. La esposa de dios celebrará un rito funerario para que sus almas se apacigüen y reúnan.
Se organizó una lenta procesión mientras los hombres de ingeniería excavaban las tumbas.
La mayoría de los soldados derramaban lágrimas, y ni siquiera el afgano, cuya coraza parecía, sin embargo, muy gruesa, pudo evitar los sollozos cuando levantó el cuerpo de una muchacha con el vientre y los pechos lacerados.
Se vaciaron veinte graneros de Pershaq. La reina y el faraón dedicaron una mirada y un pensamiento a cada una de las víctimas. La mayoría había sido atrozmente torturada antes de la ejecución.
Ahotep sintió que su hijo desfallecía, pero no podía ocultarle un hecho que solo ella parecía haber advertido.
–No hay ni un solo niño entre esos infelices.
–¡Se… se los habrán llevado como esclavos!
–Quedan tres graneros -observó la reina.
Con la cabeza que le ardía, el monarca abrió una de las puertas y lanzó un profundo suspiro de alivio.
–¡Tinajas, solo tinajas!
Ahotep quiso creer, por un instante, en la clemencia de los hicsos; pero tenía que comprobarlo.
La reina levantó, pues, el tosco tapón de limo que cerraba una tinaja para aceite.
En el interior, encontró el cadáver de una niña de tres años con el cráneo hundido.
Y cada tinaja escondía los restos de un niño torturado.
Las tropas de los hicsos, al mando del almirante Jannas, habían cumplido al pie de la letra las órdenes del emperador.
ras la inhumación, celebrada con un fervor que había reunido a los vivos y los muertos en una misma fe en la justicia de Osiris, todos se habían sentido como cayendo en una especie de abismo del que solo la fraternidad de las armas permitía escapar. Los soldados se habían agrupado por afinidades, para hablar de los seres queridos y probarse que existía aún un porvenir después del horror que acababan de vivir.
Sola en su camarote, con Risueño el joven tendido ante la puerta, Ahotep imploraba al alma luminosa del faraón Seqen que le devolviera las fuerzas que había perdido ofreciendo todo su amor a las víctimas de los hicsos. Tras el exterminio de aquellos inocentes, tras el suplicio de mujeres, niños, hombres y animales, aquella guerra cambiaba de rostro.
Eso en el caso de que siguiera habiendo una guerra…, pues las intenciones del emperador eran claras; es decir, si el ejército de liberación seguía desafiándolo, miles de civiles serían eliminados con una crueldad sin par. ¿Y cómo un joven monarca de veinte años podía aceptar semejante responsabilidad? Marcado en lo más profundo le sí mismo por aquella abominación, solo podía pensar en regresar a Tebas.
Los asesinos de Pershaq no habían golpeado al azar. La magnitud de sus crímenes iba a resultar, sin duda, tan eficaz como la más destructora de las armas de guerra.
Ahotep tendría, pues, que levantarse en el camino de su propio hijo para indicarle que toda vuelta atrás llevaría a la derrota.
–Tu actitud no es la de un faraón -declaró Anat.
–Si hubieras visto…
–Lo he visto. He visto también a Tita, hijo de Pepi, degollando a inocentes para hacer que reinara el terror. Estos son los métodos de los hicsos.
–Si proseguimos la ofensiva -repuso Kamosis-, el emperador ordenará nuevas matanzas.
–Y si te refugias en Tebas, en una ilusoria seguridad, dará las mismas órdenes. Luego, su ejército caerá sobre el sur y te aniquilará. Cuanto más vaciles, más se desencadenará contra los inocentes el furor de Apofis. Cuando se ataca al emperador de las tinieblas, nunca hay que retroceder. Es lo que piensa la reina Ahotep, y yo pienso lo mismo.
–¿Acaso mi madre te ha hecho confidencias?
–No, majestad, pero me ha bastado con ver su mirada. Si tuviera que proseguir sola el combate con algunos partisanos, no vacilaría. Ahora, los hicsos saben que nunca someterán a los egipcios, de modo que Apofis ha decidido proceder a una erradicación brutal. La retirada de tu ejército no salvaría a nadie.
–¡Nuestras primeras victorias eran solo ilusiones!
–¿Han sido solo ilusiones la caída del frente de Cusae, la toma de Nefrusy y la de Hermópolis? ¡De ninguna manera!
–Cuando los hicsos utilicen sus armas pesadas…
–¿Y si estuvieran demasiado seguros de su poder? Tú debes ser capaz de llevar la corona blanca cuando los hijos de la luz se enfrenten con esas tinieblas.
Ahotep contemplaba la luna llena, símbolo de la resurrección consumada. Una vez más, el sol de la noche había conseguido vencer las fuerzas del caos para iluminar el cielo estrellado y convertirse en intérprete de la luz oculta. Pero a partir de aquella fecha, la jarra de las predicciones enmudecía.
El faraón Kamosis se dirigió hacia la esposa de dios.
–Madre, he tomado mi decisión. Por medio de la voz de Anat, la mujer a la que amo, he oído la vuestra. Y vos indicáis el único camino posible.
–Mucho le pide el destino a un ser tan joven; sin duda, demasiado. Se te ha impuesto en pocas semanas toda una vida de sufrimientos y dramas, sin que puedas recuperar el aliento. Pero eres el faraón y tu edad no cuenta. Solo tu función es importante, pues es la esperanza de todo un pueblo.
–Al alba, anunciaré a nuestro ejército que proseguimos nuestro avance hacia el norte.
La pequeña ciudad de Sako, a doscientos ochenta kilómetros al sur de Avaris, había sufrido la misma suerte que Pershaq. Los mismos macabros descubrimientos conmovieron de nuevo el corazón de los soldados, y fue necesaria toda la firmeza del faraón Kamosis para mantener la cohesión en las filas.
La esposa de dios celebró los ritos fúnebres, y su nobleza apaciguó las almas. Todos comprendieron que no combatían solo para liberar Egipto, sino también para acabar con un monstruo cuya crueldad no tenía límites.
Los soberanos acababan su frugal cena cuando el Bigotudo empujó ante él a un hombrecillo aterrorizado, que vestía una coraza negra.
–¡Mirad lo que he encontrado!
Decenas de lanzas y espadas apuntaron al enclenque hicso, que no tenía aspecto de ser un as de la guerra.
–Se ocultaba en un sótano. Si vuestras majestades me lo permiten, lo entregaré a mis hombres.
El pequeño hicso se arrodilló, con los ojos bajos.
–No me matéis -imploró-. ¡Soy solo un correo! ¡No he hecho nunca daño a nadie, nunca he llevado un arma!
–¿Por qué no te has ido con los tuyos? – preguntó Kamosis.
–Me oculté en una casa para no ver lo que hacían… y me dormí.
–¿Quién manda a ese montón de asesinos?
–El almirante Jannas en persona.
–¿Dónde está ahora?
–Lo ignoro, señor, lo ignoro. Soy un simple correo y…
–Encárgate de él, Bigotudo.
–Un momento -intervino Ahotep-. Ese portador de mensajes podría sernos útil.
–¿Querías verme urgentemente, hermanita? – se sorprendió el emperador-. No pareces encontrarte muy bien.
Ante Apofis, más gélido que el cierzo invernal, incluso Ventosa se sentía incómoda. Pero ya no podía retroceder.
–Tengo…, tengo una información.
–¿El nombre de un conspirador?
–Eso es.
–Eres maravillosa, hermanita, y cien veces más eficaz que mis agentes de información. Dime enseguida quién se atreve a concebir negros designios contra mi augusta persona.
Ventosa recordó el cuerpo de Minos, sus caricias, su ardor, aquellas horas de placer que era el único en darle.
–Se trata de alguien importante, del que no podíamos sospechar…
–¡Vamos, no me impacientes! El traidor entrará esta misma noche en el laberinto, y tú estarás sentada a mi lado para ver cómo muere.
–Es uno de los responsables del armamento -confesó ella en un susurro.
Apenas se había dado la orden de arresto cuando un furibundo Khamudi entregó un papiro al emperador.
–Señor, una carta del faraón Kamosis.
–¿Cómo ha llegado hasta nosotros?
–Por un correo que fue capturado y liberado. Naturalmente, he torturado al imbécil, pero ha muerto sin decirme nada interesante.
–Muy bien. Léeme la misiva.
–Señor, no creo que…
–Lee, Khamudi.
Con voz indignada, el gran tesorero obedeció.
–«Yo, el faraón Kamosis, considero que Apofis es solo un jefezuelo que ha sido rechazado con sus ejércitos. Tu discurso es miserable. Reclama el cadalso en el que perecerás. Los peores rumores circulan por tu ciudad, donde se anuncia tu derrota. Solo deseas el mal y por el mal caerás. Las mujeres de Avaris ya no podrán concebir, pues sus corazones ya no se abrirán en su cuerpo cuando oigan el grito de guerra de mis soldados. Vigila tu retaguardia al huir, pues el ejército del faraón Kamosis y la reina Ahotep se acerca a ti.»
Khamudi pataleaba de rabia.
–Señor, ¿no debería Jannas aplastar de inmediato a esa chusma que se atreve a injuriaros?
El emperador no mostró el menor signo de irritación.
–Esta mediocre misiva solo está destinada a provocarme para atraerme a una trampa. A los egipcios les gustaría enfrentarse a nosotros en Sako. No cometamos ese error, y que Jannas prosiga con su limpieza. Destruiremos a los rebeldes en el lugar y el momento más favorables, como estaba previsto.
in novedad, majestad -declaró el responsable de los exploradores, tan decepcionado como el faraón y la reina Ahotep. Aunque su vanidad, sin duda, había sufrido, Apofis no había reaccionado como esperaban. El dispositivo emplazado en torno a la ciudad de Sako se hacía, pues, inútil.
–Esa actitud es muy instructiva -observó Ahotep-. Apofis tiene un plan concreto, y nada puede apartarlo de él, ni siquiera unas injurias insoportables para su grandeza.
–Acabar con los inocentes y fingir que retrocede, ese es su miserable plan.
–Tal vez sea una ventaja -dijo la reina. La inquietud se apoderó del rey.
–¿Qué sospecháis?
–No debemos subestimar al emperador ni por un momento. Aunque avanzamos, él sigue teniendo dominada la situación. Primera pregunta: ¿hasta dónde va a retroceder y dónde librará batalla? Segunda pregunta: ¿no oculta esta estrategia la preparación de una ofensiva por completo inesperada? Tercera pregunta: ¿qué prepara el espía hicso que todavía no hemos identificado?
–¡Ha vuelto a Avaris, o está ya muerto! De lo contrario, nos habría causado graves daños.
El argumento de Kamosis parecía decisivo. Sin embargo, la reina seguía dubitativa.
–He aquí lo que pienso, hijo mío. El enfrentamiento con Jannas se acerca y no tenemos la menor idea de la forma que adoptará. Por eso, propongo dividir en dos nuestras tropas; una parte se quedará en Sako, la otra avanzará hacia Fayum. Gracias a las palomas mensajeras, estaremos en permanente contacto. Si es necesaria la unión, se realizará enseguida.
–Salgo, pues, hacia Fayum.
–No, Kamosis. Esta tarea me corresponde
–Madre, no…
–Así debe ser, Kamosis.
El gobernador de Fayum, José, era un hebreo. Víctima de los celos y el odio de sus hermanos, que habían intentado matarlo, había encontrado la felicidad, la fortuna y la consideración en Egipto. Como no era sospechoso de complicidad con los oponentes a los hicsos, Apofis le había encargado que administrara el pequeño paraíso creado por los faraones del Imperio Medio, irrigando aquella región situada a un centenar de kilómetros al sudoeste de Menfis. Recorrido por canales alimentados por un brazo del Nilo, Fayum era un inmenso jardín y una reserva de caza y pesca. Se vivía entre el verdor y con toda placidez, lejos de la ferocidad del desierto.
José era un administrador sin igual. En otra época, había padecido hambre y entonces vivía en la opulencia, pero sin olvidar los tiempos de desgracia, de modo que se preocupaba por la suerte de cada habitante de su provincia y acudía, personalmente, en ayuda de sus administrados en dificultades.
Al margen de cualquier conflicto, al hebreo le sorprendió mucho ver aparecer al almirante Jannas en su gran villa, levantada en el corazón de un palmeral.
–¿Todo está tranquilo por aquí? ¿No hay resistentes?
–¡No, claro que no! Desde hace mucho tiempo, mi provincia no vive agitación alguna.
–Las mejores cosas llegan a su fin, José. El ejército tebano se acerca.
–¡Los tebanos! Pero ¿cómo es posible?
–No hagas pregunta alguna; obedece las órdenes del emperador. Te dejo doscientos soldados al mando del capitán Antreb.
–¡Es un número muy escaso para defender Fayum!
Jannas contempló el jardín.
–¿Y quién habla de defenderlo? Estos soldados se encargarán de quemar todas las aldeas.
José se creyó víctima de una pesadilla.
–Eso es imposible… No estás hablando en serio.
–Esas son las órdenes y exijo tu total cooperación.
–Pero… ¿y los habitantes?
–Serán pasados por las armas. José se rebeló.
–¿Qué falta han cometido?
–La voluntad del emperador no puede discutirse.
–¡No vais a matar a los niños!
–El emperador ha dicho que todos los habitantes. Cuando se haya hecho, el capitán Antreb te llevará a Avaris, donde Apofis te felicitará.
Bajo, robusto, con la cara redonda, el capitán Antreb se parecía al gran tesorero Yhamudi. De rara brutalidad, le encantaba matar. Por esa razón, Jannas lo había puesto a la cabeza del cuerpo de exterminadores, que se complacían en su tarea, sobre todo cuando sus víctimas suplicaban que las dejaran vivir. Como Antreb tenía cierto tiempo aún, pensaba alargar el período de tortura. En una región tan agradable como Fayum, sus esbirros apreciarían esa distracción suplementaria.
Alojado en casa de José, Antreb se deleitaba con una comida deliciosa y vinos espirituosos. Nunca le habían dado un masaje y lo habían afeitado con tanta atención.
–¿Estáis satisfecho de mi hospitalidad? – le preguntó José.
–¡Más que satisfecho, colmado! Pero el trabajo nos aguarda.
–Esta provincia no se hizo rica en un solo día. ¿Por qué arruinar tantos años de labor? Vos mismo podréis comprobar que las aldeas de Fayum están habitadas por gente apacible, que solo se preocupa por sus huertos y sus cultivos. El emperador nada tiene que temer de ellos.
–No me importa, José. Para mí, solo cuentan las órdenes.
–Pensadlo bien, os lo ruego. ¿De qué va a servir esa matanza de inocentes?
–Política de tierra quemada, José. Los tebanos no deben encontrar apoyo alguno en su camino; solo cadáveres.
–¿Puedo dirigirme a Avaris y defender ante el emperador la causa de Fayum?
–Ni pensarlo. Mi trabajo empezará mañana por la mañana y estará terminado al anochecer. Ni una sola aldea debe librarse.
Óyelo bien, José, ni una sola aldea. Y si te demoras, podrías ser víctima de un accidente. ¿Queda claro?
–Muy claro.
–Comenzaremos por la población más grande. Convocarás a todos los habitantes, incluidos los niños, en la plaza mayor, para anunciarles una buena noticia. Luego, me tocará a mí.
El almirante Lunar había insistido en mandar la flota que se dirigía a Fayum. A bordo, iban los regimientos del Bigotudo y el afgano, y el cuerpo de élite mandado por Ahmosis, hijo de Abana. El gobernador Emheb se había quedado en Sako con el faraón, al igual que el canciller Neshi, que se encargaba de la intendencia con un celo que todos apreciaban.
La tensión era extrema.
En la proa del navío almirante, la reina Ahotep escudriñaba la ribera.
–Los hicsos lo han arrasado todo a su paso -se lamentó Lunar-. Probablemente, no queda ningún aldeano vivo.
Al acercarse a Fayum, la atmósfera se perfumaba. La provincia parecía un inmenso oasis, donde la mera idea de un conflicto parecía incongruente: árboles hasta perderse de vista, huertos a la sombra de las palmeras, rebaños de vacas lecheras que pastaban en la abundante hierba e, incluso, una melodía de flauta, como si existiera aún un campesino feliz.
–¡Es una trampa! – clamó Lunar-. ¡A los puestos de combate! En medio del río, los barcos de guerra nada tenían que temer. Y el vigía, en lo más alto del mástil mayor, no descubría ninguna embarcación enemiga.
–Los hicsos deben de estar ocultos en la vegetación -advirtió el afgano-. En cuanto hayamos desembarcado, atacarán.
–¡Allí hay uno! – exclamó el Bigotudo.
Un hombre acababa de aparecer en la ribera.
Con los brazos alzados, corría hacia los navíos egipcios.
–No disparéis -ordenó la reina-. No va armado.
El hombre entró en el río hasta medio muslo.
–Soy José, gobernador de Fayum -gritó-, y necesito vuestra ayuda.
o me encargo -declaró el Bigotudo, zambulléndose en el Nilo.
Los arcos de los egipcios se tensaron. Si el tal José era solo una añagaza, no viviría mucho tiempo.
–Tenéis que ayudarme -insistió-. ¡Los hicsos quieren matar a todos los habitantes de Fayum! Tengo a su jefe en casa, pero está dispuesto a actuar.
–¿Cuántos son?
–Doscientos…, doscientos torturadores dispuestos a destruir Fayum. Solo vosotros podéis impedirlo.
Desconfiado, el Bigotudo examinó los alrededores. Ningún hicso a la vista. Tal vez el tal José no mintiese.
Los barcos atracaron y Ahotep fue la primera en recorrer la pasarela.
Al verla, José quedó subyugado. Ni por un instante dudó de que fuese la famosa Reina Libertad, cuya leyenda no dejaba de aumentar. De aquella mujer, de sublime belleza, emanaba una luz cuya intensidad le ensanchó el corazón.
Supo, entonces, que había tenido razón al esperar su llegada.
–¡Hay que actuar deprisa, majestad; muy deprisa! Sobre todo, no me abandonéis.
Un decaído José se presentó ante el capitán Antreb. El hicso se ajustaba la coraza negra.
–¡Por fin, has llegado! Un poco más y degüello a tus criados para distraerme.
–Vuestras órdenes se han ejecutado, capitán. Los aldeanos están reunidos y aguardan la buena noticia que les he prometido. Antreb se puso el casco negro.
–¡Excelente, José! Sigue así y salvarás tu piel.
–¿Respetaréis, al menos, a mis familiares?
–Eso dependerá de lo cansados que estemos cuando hayamos acabado con los demás.
Antreb tuvo ciertas dificultades para reunir a sus hombres, pues en su mayoría estaban ebrios. Cuando entraron en la plaza mayor de la principal población de Fayum, bordeada de palmeras, supieron que iban a disfrutar.
Aterrorizados, hombres, mujeres y niños se apretujaban unos contra otros.
–Tengo dos noticias, una buena y una mala -anunció el oficial, divertido-. La mala es que sois unos peligrosos rebeldes, con vuestro gobernador a la cabeza.
Antreb agarró a José del hombro y, con violencia, lo arrojó entre los condenados.
–Detesto a los hebreos y no respetaré tu vida. Y he aquí la buena noticia: el emperador me ha dado órdenes de impedir que cometáis actos vandálicos. Vamos a torturaros hasta que confeséis lo que preparabais contra nuestro soberano. Luego, los que realmente lo hayan dicho todo gozarán de una muerte rápida. Para los tozudos, resultará muy larga y muy dolorosa.
Los torturadores mostraban unos gruesos garrotes con conteras metálicas. Nada más eficaz durante los interrogatorios.
Un hombre salió de la masa de futuras víctimas.
–Eh, tú, el hicso, ¿eres consciente de ser un asesino?
La pregunta dejó estupefacto al capitán Antreb, hasta el punto de que enmudeció durante unos instantes.
–¡Tú debes ser una especie de sacerdote!
–Soy solo alguien que ya no soporta el reinado de la tiranía y de la violencia ciega.
Antreb se dirigió a sus hombres.
–Ya veis, ¡son unos rebeldes! A ti, el hablador, te reservo una suerte especial, ya que serás quemado a fuego lento.
–¡Increíble!
De nuevo Antreb quedó sorprendido ante el aplomo del campesino.
–¡Haces mal no creyéndome, muchacho!
–Lo increíble es que yo había pensado hacerte lo mismo a ti. Su tercer momento de asombro le resultó fatal a Antreb, pues el Bigotudo se lanzó a sus piernas y, aplicando una de las llaves aprendidas de las escenas de lucha de Beni Hassan, lo levantó sobre su cabeza para hacer que cayera pesadamente encima de la nuca.
Los hicsos fueron acribillados por las flechas de los arqueros egipcios. Ahotep había ordenado que dispararan por la espalda, para que muriesen como los cobardes que eran. En muy pocos segundos, los torturadores abandonaron el mundo de los vivos. Con los ojos vidriosos, Antreb no se movía.
–Maldición -protestó el Bigotudo-, el muy crápula ni siquiera tenía la nuca fuerte.
–Has corrido demasiados riesgos de nuevo -masculló el afgano.
–No, puesto que tú me cubrías. Además, realmente tenía muchas ganas de probar esta llave sobre el terreno.
Los habitantes de Fayum abrazaban a sus libertadores.
–La semana pasada recibimos género procedente del norte -reveló José-. Combinándolo con nuestros productos locales, os prometo una comida inolvidable.
Las carnes cocinadas con leche eran muy sabrosas. Transformado en una gigantesca sala de banquete al aire libre, Fayum festejaba sin trabas su regreso a la libertad.
El faraón Kamosis había sido recibido con gritos de alegría, como si fuera un enviado de otro mundo donde Maat seguía reinando. Antes de los festejos profanos, la esposa de dios había celebrado un ritual en honor de los antepasados y del dios Amón, el señor de Tebas.
Muy cerca de ella, Ahotep intuía una presencia.
Sentía una dulce calidez, una caricia amorosa, un viento del sur que envolvía todo su cuerpo con ternura… Era él, era Seqen, presente en aquel instante en que un nuevo fragmento de Egipto era arrancado de las garras del emperador. Nunca hasta entonces el faraón difunto se había manifestado de un modo tan carnal, como si la reina necesitase una nueva energía, procedente del más allá, antes de afrontar unas terribles pruebas.
–¿No tenéis hambre, madre?
–¿No deben nuestros pensamientos volverse hacia el mañana?
–Tampoco yo consigo disfrutar de estos felices momentos -reconoció el rey.
La reina y el faraón se retiraron bajo la tienda real para contemplar allí la maqueta del intendente Qans.
¡Cuánto camino recorrido desde la revuelta de la joven Ahotep, desde los tiempos en que solo el reducto tebano vivía algo parecido a la libertad! ¡Tantas provincias y ciudades reconquistadas, pero también tantas atrocidades y sufrimientos, y tantos obstáculos que los separaban de la verdadera victoria!
La mirada de Ahotep se concentró en un punto preciso.
–Aquí nos espera el almirante Jannas, Kamosis. Aquí piensa aplastarnos.
La reina señaló la ciudad de Menfis.
Menfis, la Balanza de las Dos Tierras, la capital de los tiempos de las pirámides, el corazón económico del país sacralizado por el templo de Ptah. Menfis, llave del Delta para el sur y llave del valle del Nilo para el norte. Practicando la política de tierra quemada hasta ese punto neurálgico, el emperador había pensado atraer al conjunto de las fuerzas tebanas, que no tendrían posibilidad alguna de resistir al ejército hicso.
–La batalla de Menfis será, pues, decisiva -concluyó Kamosis-. Pero el emperador sabe forzosamente que somos conscientes de ello y que no nos arrojaremos de cabeza a una emboscada. Tendría que habernos cogido por sorpresa antes de Menfis. Sin duda, tiene una confianza absoluta en su poder militar. Sea cual sea nuestra estratáia, le parecerá ridícula.
Ahotep estaba pensativa.
–Recuerda mis tres preguntas, Kamosis. Tenémos la respuesta a la primera. Pero quedan las otras dos… Menfis es tan visible que tal vez oculte una trampa cuya naturaleza ignoramos.
–¿Cómo descubrirla?
–Roguemos a Amón que no nos abandone y nos ofrezca una señal.
el afgano y el Bigotudo eran, siempre, de los primeros en levantarse. Esta costumbre databa de sus primeros días de resistencia, cuando temían ser detenidos en cualquier momento. Les permitía inspeccionar el campamento y detectar una posible anomalia.
Aquella mañana, a pesar de un penoso dolor de cabeza debido a un banquete en exceso regado, el afgano advirtió algo anormal.
–¿Qué es lo que no funciona? – le preguntó el Bigotudo.
–¿Hemos puesto bastantes centinelas?
–Yo mismo me encargué. Si hubiera habido el menor incidente, nos habrían avisado en el acto.
Al modo de un depredador cazando, el afgano venteaba la atmósfera.
Y dio su veredicto.
–Alguien viene por el sur.
Instantes más tarde, el suelo resonó bajo unos poderosos y pesados pasos.
Saliendo de un espeso bosque de tamariscos, apareció un colosal carnero con los cuernos en espiral. Majestuoso, el animal se detuvo y miró a los humanos. En sus ojos brillaba un fulgor sobrenatural.
–Ve a buscar a la reina y también al faraón -dijo el Bigotudo al afgano.
Los soberanos se recogieron ante la encarnación de Amón. Luego, sus miradas se hablaron, y el carnero se dirigió directamente al oeste.
–Según la forma de sus cuernos, era un carnero de Nubia -observó la reina.
–¿Nos indica la señal que los nubios siguen siendo un peligro? – preguntó el faraón-. Es imposible, están demasiado lejos de aquí.
–Debo seguir la dirección indicada por el animal de Amón -decidió Ahotep.
–¿Y qué encontraréis, madre, salvo el desierto y, luego, un oasis?
–En cuanto haya descubierto otra señal, Kamosis, te mandaré a Bribón.
–¡Bien sabéis cómo os va a necesitar el ejército en la batalla de Menfis!
–No ataquemos a ciegas. Reúne el máximo de combatientes y prepara con tu consejo una estrategia que evite cualquier enfrentamiento terrestre. Nuestra mejor arma es nuestra flota. Y tenemos otro aliado, es decir, la crecida.
Viento del Norte condujo el cuerpo expedicionario al mando de Ahotep. Para él, seguir las huellas del carnero de Amón no presentaba dificultad alguna. En cambio, el ritmo que imponía a los soldados les exigía un continuo esfuerzo. La reina sabía que el asno no se apresuraba sin razón; de modo que los altos se redujeron al mínimo, y todos permanecieron ojo avizor.
En lo alto de una colina rocosa, se hallaba un antílope blanco.
Viento del Norte se detuvo y, con su hocico, tocó el hombro de la reina.
Ahotep se acercó lentamente al antílope. Encarnación de la diosa Satis, la espsa de Khnum, el dios alfarero con cabeza de carnero, era la nueva señal mandada por Amón, una señal que seguía refiriéndose al gran sur y a Nubia.
El antílope lamió las manos de la reina, y su mirada, de infinita dulzura, le dijo que iba a guiarla hasta el objetivo.
En el oasis de Bahanya, tan tranquilo por lo común y tan alejado de los ruidos de guerra que turbaban el valle del Nilo, la atmósfera se había tensado brutalmente. Por lo general, el gobernador se limitaba a colaborar de forma blanda con los hicsos, que solo manifestaban un reducido interés por aquel perdido agujero, simple parada para los correos del ejército.
En efecto, por los oasis del desierto del oeste circulaba el correo entre Avaris y Kerma, la capital nubia, vasalla del emperador. Era un largo y penoso trayecto, ciertamente, pero cuya existencia ignoraban los tebanos.
Esa vez, el jefe de los mensajeros iba acompañado por un centenar de soldados de coraza negra, especialmente mal hablados. Y acababan de establecer contacto con igual número de nubios, amenazadores también. La gente del oasis había tenido que proporcionarles cerveza, vino y licor de dátiles.
–No siembres disturbios entre nosotros -ordenó el gobernador al jefe de los mensajeros hicsos.
Apoyado como estaba, el funcionario de Avaris no temía al hombre robusto y barbudo que se atrevía a amonestarle.
–Este oasis pertenece al emperador, como el resto de Egipto. ¿Lo has olvidado?
–Le pagamos enormes impuestos; nos lo quita casi todo. Así pues, déjanos, por lo menos, vivir en paz. Este lugar no tiene ninguna importancia estratégica.
–¡Te equivocas, mi buen amigo! El gobernador frunció el ceño.
–¿Qué significa eso?
El jefe de los mensajeros saboreó su momento de gloria.
–Ya ves, estos nubios son solo una vanguardia que tiene el encargo de recoger una importantísima carta destinada al príncipe de Kerma. Muy pronto, centenares de guerreros negros llegarán aquí, y tendrás que servirles con celo.
–Me niego. Yo…
–No tienes nada que negarles al emperador y a su aliado nubio, a menos que seas un rebelde, cómplice de la reina Ahotep…
–¡No, te juro que no!
–Ahora veo claro tu juego. A mí me viene de perilla. Estaba harto de ser jefe de los mensajeros. Ser nuevo gobernador de este oasis me apetece mucho.
Cediendo al pánico, el gobernador intentó huir. Corrió hasta el lindero del desierto, perseguido por dos nubios.
Sin aliento, vio un magnífico antílope blanco, que, de un brinco, desapareció en el desierto.
Lo sustituyó una mujer majestuosa, tocada con una tela roja y ataviada con una túnica del mismo color. Era tan hermosa que el fugitivo olvidó su miedo.
Los dos nubios creyeron que podían derribar a su presa de un garrotazo, pero su gesto se detuvo.
Ante ellos, había un ejército.
Cuando oyeron el silbido de las flechas, apenas tuvieron tiempo de pensar que iban a morir.
El gobernador temblaba de arriba abajo.
–¿Majestad, no seréis…? Sois…
–¿Cuántos nubios hay en el oasis?
–Un centenar, y otros tantos hicsos; muy pronto estarán borrachos como cubas. Quieren transformarlo en una base militar. El asunto se resolvió con celeridad.
Debilitado por el abuso de bebida y cogido por sorpresa, el enemigo solo ofreció una irrisoria resistencia.
El único superviviente fue el jefe de los mensajeros, que había cogido como rehén a una niña.
–No me toques -chilló-, o le rompo el cuello. Si respetáis mi vida, os entregaré un importante documento.
–Dámelo -exigió Ahotep.
El jefe de los mensajeros tendió una carta oficial, con el sello del emperador.
Su lectura interesó mucho a la reina: «De Apofis al príncipe de Kerma: ¿Sabes lo que Egipto ha intentado contra mí? Kamosis me ataca en mis territorios, persigue las Dos Tierras, es decir, la tuya y la mía, y la asola. Ven, dirígete sin temor a Avaris. Retendré a Kamosis hasta que llegues; nadie podrá detenerte mientras atravieses Egipto, puesto que todo el ejército enemigo se encuentra en el norte. Lo venceremos y nos repartiremos el país».
Esa era la respuesta a la segunda pregunta de Ahotep, es decir, que el emperador pensaba hacer caer al ejército egipcio en una trampa. Inmovilizado por los hicsos, sería atacado por los nubios procedentes del sur.
–¿Respetaréis mi vida? – gimió el jefe de los mensajeros.
–Con dos condiciones: que lleves otra carta al emperador y que liberes inmediatamente a esa niña.
El secuestrador obedeció.
La niña se refugió en brazos de la reina, que la consoló largo rato.
Mientras el jefe de los mensajeros no se atrevía a moverse, Ahotep redactó un incisivo texto para comunicar a Apofis que el camino de los oasis estaba, ya, bajo control egipcio, que su misiva nunca llegaría a Kerma y que los nubios no abandonarían su provincia.
l emperador había ordenado a Jannas que permaneciera en Menfis y acantonara tropas en la llanura, para impedir el avance del enemigo. Muy pronto, los nubios caerían sobre el ejército de Ahotep y de Kamosis, que no tendría más opción que huir hacia el norte, donde el ejército los aguardaba para exterminarlos.
Jannas no aprobaba esa estrategia. Nunca, en el curso de su brillante carrera, había dependido de una intervención exterior como la de los nubios, cuya falta de disciplina lo inquietaba.
Además, acababa de producirse otro fenómeno, o sea, la crecida. Era imposible dejar en la llanura a los regimientos de carros. Los había hecho retroceder hacia el este de Menfis, donde, de momento, no serían de utilidad alguna. Reorganizar su dispositivo requeriría varios días.
En el lugar de Kamosis, él habría elegido ese momento ideal para lanzar una ofensiva. Pero el joven faraón no tenía experiencia alguna de combate, y sus primeras victorias habían debido de subírsele a la cabeza. Por lo que se refería a la reina Ahotep, tenía un defecto incurable, puesto que era mujer y por tanto incapaz de mandar. Temerosa, convencería a su hijo de que no avanzara demasiado, por miedo a perder lo ya adquirido.
El nivel del río subía muy deprisa.
–Será una buena crecida -predijo el almirante Lunar.
–Tanto mejor cuanto que ha obligado ya a Jannas a retirar sus carros -reveló el afgano, que acababa de recibir los informes de sus exploradores.
–Ataquemos de inmediato -opinó el faraón.
–Concedednos un día más, majestad, solo un día para que intentemos reanimar nuestras organizaciones en el interior de Menfis -imploró el Bigotudo-. Si conseguimos levantar a buena parte de la población, Jannas tendrá que enfrentarse a un enemigo inesperado.
–Es muy peligroso.
–El afgano y yo sabremos pasar inadvertidos.
Kamosis se volvió hacia Ahotep, que asintió con la mirada.
–Mañana al amanecer, nuestra flota entrará en el puerto de Menfis. Neutralizad tantos hicsos como os sea posible.
Menfis era la ciudad preferida del Bigotudo. Con su muralla blanca, que databa de las primeras dinastías, y sus grandes templos, desgraciadamente incendiados por los hicsos, la capital conservaba un aspecto orgulloso a pesar de la ocupación. Pero no era momento de contemplación y, aplastados por el peso de unas grandes jarras, dos aguadores se presentaron ante una de las puertas de la gran ciudad, custodiada por los milicianos hicsos.
–¿Quiénes sois? – preguntó uno de ellos.
–Campesinos requisados -respondió el afgano-. A causa de la crecida, el agua del Nilo ya no es potable. Nos mandan entregar en el cuartel nuestras reservas.
–Id.
En la ciudad reinaba el mayor desorden. Era evidente que la retirada forzosa de los carros había obligado al alto mando a modificar su estrategia.
El afgano y el Bigotudo se dirigieron hacia las ruinas del templo de Ptah. Era un barrio popular, cercano al santuario, donde tal vez se ocultaran los últimos resistentes de su organización.
En una calleja desierta, cerca de una casa aliada, oyeron unos característicos ladridos.
Un perro resistente daba la alarma según el código acordado. Los dos hombres dejaron su carga y se quitaron la remendada túnica para mostrar que no ocultaban armas.
–Somos nosotros -declaró el afgano-. ¿Tanto hemos cambiado?
El pesado silencio que siguió a esa pregunta debería haberles hecho huir, pero ni el uno ni el otro se movieron.
–Tenemos bastante prisa, amigos. Si queréis comeros a los hicsos, es el momento.
La hoja de un puñal avanzó hacia los riñones del afgano.
–Buen intento, pequeño, pero mala posición final. Utilizando una de las llaves de los luchadores de Beni Hassan, el afgano paralizó las piernas del adolescente que lo amenazaba, lo desarmó y le retorció el brazo casi hasta rompérselo.
–Si quieres combatir, chiquillo, tienes que aprender muchas cosas aún.
Cinco resistentes salieron de la casa. Entre ellos, un sacerdote de Ptah que había escapado a las redadas.
–¡Los conozco! ¡Dirigieron nuestra organización! Todo el mundo os creía muertos.
–Ni hablar, amigo mío, incluso fuimos condecorados por la reina Ahotep. Mañana, al amanecer, la flota egipcia atacará la ciudad. ¿Es posible organizar un levantamiento?
–Moriría demasiada gente.
–Todo tiene su precio -recordó el Bigotudo-. Los civiles son capaces de neutralizar la milicia e incendiar los almacenes portuarios. De lo demás, se encargará el ejército de liberación.
–Toda la ciudad está dispuesta a rebelarse -afirmó el adolescente-. Si hacemos llegar de inmediato el mensaje a los barrios, lo conseguiremos.
El almirante Jannas había dormido mal.
En su pesadilla, un incendio destruía la marina de guerra de los hicsos. Pensando en nuevas medidas de precaución indispensables, solo pudo conciliar el sueño al amanecer.
Un olor a quemado lo arrancó de la cama.
Desde la ventana del cuartel, vio arder los almacenes del muelle.
Su ayuda de campo entró en la habitación.
–¡Los egipcios atacan, almirante! nuestra primera línea de defensa.
–La reina y su reyezuelo no son tan mediocres como yo creía -reconoció Jannas-. Todo el mundo a su puesto.
–Hay varios incendios y en la mayoría de los barrios se escuchan gritos, como si toda Menfis se rebelara.
–Y se rebela. Esperemos que la milicia contenga a los amotinados. Yo tengo otras prioridades.
El almirante comprendió enseguida que sus adversarios habían actuado admirablemente. Aprovechando la crecida, los barcos de guerra habían llegado hasta algunas almenas, de modo que los arqueros del faraón estaban muy bien situados para apuntar contra los defensores hicsos, que respondían con rabia.
De rodillas en lo alto de una torreta, al igual que los demás tiradores de élite, Ahmosis, hijo de Abana, derribó a varios oficiales, lo que sembró la confusión en el adversario.
En cuanto el gobernador Emheb consiguió poner pie en el camino de ronda de la ciudadela, los hicsos cedieron. Enardecidos, los egipcios brotaron de todas partes. Y en la ciudad, los habitantes mataban a los milicianos con picos, taburetes, mazos de carpintero y todo lo que podía servirles de arma. Al mando del Bigotudo y del afgano, los menfitas se enardecían. Más de siete mil soldados, tan impetuosos como el faraón Kamosis, doblegaban al ejército hicso.
–¿No hay noticias de los nubios? – preguntó Jannas a su ayuda de campo.
–Ninguna, almirante.
–¡Ese estúpido plan ha fracasado! Ahora es imposible defender Menfis. Hay que salir lo antes posible de este avispero.
Era la primera vez que el almirante Jannas se veía obligado a batirse en retirada, pero las circunstancias se coaligaban contra él y estaba atado de pies y manos. Proseguir el combate en tan malas condiciones hubiera sido una locura.
El almirante sacrificó, pues, una pequeña parte de sus tropas para asegurar la retirada hacia el nordeste. Soldados, carros y caballos fueron embarcados y se alejaron rápidamente de Menfis.
Jannas evitaba lo peor. Ciertamente, solo le había hecho un rasguño al ejército de liberación y le cedía una gran ciudad. Pero el poder militar hicso estaba casi intacto y el carácter espectacular de aquella victoria egipcia no la hacía, en absoluto, decisiva.
Kamosis en persona destrozó el cráneo del último infante hicso que, aplicando las consignas del almirante, había mantenido la posición hasta la muerte.
Incrédulos, los egipcios advirtieron que el combate había terminado.
Menfis, la capital de los tiempos de las pirámides, había sido liberada.
En los barrios, donde ni un solo militante hicso había sobrevivido, cantaban y bailaban. Los ancianos lloraban, se abrían las puertas de las cárceles y los niños volvían a jugar en las calles; mientras, médicos y enfermeros, bajo la enérgica dirección de Felina, se encargaban de los numerosos heridos.
Algo cansados, el afgano y el Bigotudo entraron en palacio. Ahotep y Kamosis recibían allí el homenaje de los notables supervivientes, que en su mayoría habían sufrido torturas e interrogatorios. En primera fila, Anat admiraba la prestancia del faraón.
–Lo habéis logrado también -observó el gobernador Emheb, cuyo brazo izquierdo sangraba.
–Habría sido una lástima perderse esto -afirmó el Bigotudo-. Deberíais hacer que os curaran.
–¿Podéis imaginar lo que siente la reina? – preguntó el afgano. En aquel instante, Ahotep solo pensaba en una cosa, es decir, en que la ruta de Avaris, la madriguera del emperador de las tinieblas, quedaba abierta
omo el conjunto de los soldados del ejército de liberación, el afgano y el Bigotudo fueron afeitados, perfumados y ungidos con una pomada compuesta de miel, natrón rojo y sal marina, indispensable para que la piel estuviese sana y para protegerla de los insectos, más numerosos en las zonas pantanosas del Delta que en el valle del Nilo.
Pues acababa de proclamarse la decisión de Ahotep y Kamosis; o sea, que la flota egipcia se lanzaría hacia Avaris, aprovechando al máximo la crecida que transformaba en un inmenso lago las vastas extensiones de las provincias del norte.
–Esta vez -se entusiasmó el canciller Neshi durante el último consejo de guerra antes de la partida-, daremos el golpe de gracia al emperador.
–No será tan fácil -objetó el gobernador Emheb-. El ejército hicso está casi intacto y no conocemos el sistema de defensa de Avaris.
–El emperador no espera un ataque inminente -advirtió Ahotep- Lo lógico sería que estableciésemos en Menfis nuestra principal base militar y nos tomáramos el tiempo necesario para preparar el choque decisivo.
–Nuestros barcos están listos -precisó el faraón Kamosis-. Zarparemos mañana por la mañana.
Un oficial de enlace solicitó ser escuchado.
–¡Majestad, un mensaje procedente de Sako! La ciudad ha sido atacada. El jefe de nuestro destacamento pide ayuda urgente.
–¿Más detalles?
–Por desgracia, no. Y la paloma mensajera ha llegado herida, agotada; no hemos conseguido salvarla.
–Me dirigiré de inmediato a Sako -decidió la reina-. Si nuestros hombres no consiguen detener el contraataque de los hicsos, Tebas estará en peligro. Pero no demoremos por ello el asalto a Avaris.
El faraón y sus consejeros pusieron mala cara. ¿Acaso, sin Ahotep, el ejército de liberación no quedaría privado de alma?
–La corona blanca y el remo gobernalle del navío almirante, con la proa cubierta de oro, conducirán al faraón por los caminos acuáticos del Delta -declaró la reina-. Encontrará el itinerario más rápido hacia Avaris y caerá como un halcón sobre la ciudad del tirano.
El joven monarca se levantó.
–Almirante Lunar, prepare el embarque.
Seguido por la flota de guerra, el navío de oro avanzaba a buena velocidad. En la barra, el almirante Lunar vivía una extraña experiencia, ya que el remo gobernalle parecía tener vida propia, y él era, solo, testigo de sus movimientos, que llevaban el navío en la buena dirección.
La casi totalidad de los soldados del ejército de liberación descubrían entonces el Delta, tan distinto del valle del Nilo: extensiones llanas hasta perderse de vista, surcadas por canales y brazos de agua, y rodeando los campos, verdaderos bosques de papiros y juncos, cubiertos en parte por la crecida.
La flota no pensaba hacer alto alguno. Había dejado atrás las ciudades de Heliópolis, Leontópolis y Bubastis, que podría haber atacado, para no perder ni un segundo en el camino hacia Avaris.
Embriagados aun por la conquista de Menfis, los jóvenes soldados bromeaban sobre la cobardía de los hicsos.
–Buenos muchachos -murmuró el Bigotudo, mascando pescado seco-. Mejor es que no tengan conciencia de la realidad.
–¿No crees que consigamos apoderarnos de Avaris? – preguntó el afgano.
–¡Hemos tenido ya tanta suerte desde que comenzó la guerra! Pero, esta vez, la reina no va a la cabeza.
–De todos modos, gozaremos del factor sorpresa.
–¿Imaginas la fortaleza de Avaris? ¡Vamos a rompernos los dientes!
El afgano inclinó la cabeza cuando el gobernador Emheb se acercaba a los dos hombres.
–¿No os gustaría comer algo mejor?
–No tengo hambre -respondió el Bigotudo.
–Lo sé; Avaris se acerca -recordó el buen gigante-. ¿No resulta más agradable combatir con la panza llena? En primera fila, no tenemos posibilidad alguna de salir bien librados, pero habrá que preservar la vida del faraón Kamosis. Haced que la consigna circule.
El Bigotudo se reunió con Felina.
Quería disfrutar por última vez de los placeres del amor.
Fascinado por la belleza del Bajo Egipto, el reino de la corona roja, Kamosis se había retirado a su camarote poco antes de que Avaris estuviera a la vista. Recorrer estas provincias, aún bajo el yugo hicso, le daba unas formidables ganas de vencer.
Tomó dulcemente entre sus manos el rostro de Anat. Los ojos azules de la mujer expresaban una pasión cada vez más intensa por aquel monarca cuya intimidad compartía entonces.
–¿Piensas que voy a cometer una locura? – le preguntó.
–¿No han sido necesarias muchas locuras para llegar tan cerca del monstruo con la esperanza de hundir tu espada en sus lomos? Creyéndose invencible, el emperador te ofrece una posibilidad de vencer.
Kamosis abrió una redoma que le había regalado un perfumista de Menfis. Vertió lentamente su contenido en el cuello y los hombros de la muchacha.
–Soy extranjera y viuda de un -criminal… ¿Cómo puedes amarme?
–¿Aceptas casarte conmigo, Anat?
–Es imposible; lo sabes muy bien. Eres el faraón de Egipto,
–Tú eres la mujer a la que amo y que me ama. Ninguna ley prohíbe nuestro matrimonio.
–No digas nada, sobre todo. De verdad, no digas nada más.
La crecida no satisfacía a todo el mundo. Brotando de Hapy, la potencia vital del Nilo, depositaba el limo, que volvía la tierra negra y fértil. Pero actuaba también como una inmensa oleada purificadora, que terminaba con gran cantidad de parásitos, roedores, escorpiones e incluso serpientes. De momento, molestaba a un enorme rebaño de hipopótamos, acostumbrados a permanecer sumergidos durante el día y trepar a las riberas por la noche para buscar alimento.
El único enemigo del hipopótamo era el cocodrilo, que devoraba de buena gana sus crías en el mismo momento del parto, antes de ser pisoteado por una o varias hembras furiosas. De plácida apariencia, el gran mamífero sufría, a veces, violentas cóleras, que lo volvían muy peligroso.
–Nunca había visto tantos -reconoció el Bigotudo-. Por fortuna, hay sitio para pasar; de lo contrario, podrían hundir nuestros barcos.
–La maniobra no será fácil -advirtió el almirante Lunar-. Me temo grandes daños.
–Arponeémoslos -propuso el afgano.
–Nunca conseguiríamos matar bastantes -objetó el gobernador Emheb.
–Entonces, utilicémoslos como un arma -dijo el rey Kamosis-. Volvamos en nuestro beneficio la fuerza de Set que los habita.
–¿De qué modo, majestad?
–Según el viejo método, muy conocido en Tebas, es decir, para excitar a un hipopótamo, basta con cosquillear sus ollares con una caña. Cojámoslas lo bastante largas, para no correr demasiados riesgos, e intentemos dirigir a las bestias hacia el norte. Como primera oleada de asalto, los hipopótamós serán perfectos.
Varios buenos nadadores se presentaron voluntarios. Permanecían unidos a los barcos por cuerdas atadas a la cintura, aunque, a pesar de esa precaución, dos jóvenes murieron aplastados entre los lomos de los encolerizados monstruos.
Al principio, fue el caos, como si el furor de los hipopótamos se resumiera en un ensordecedor estruendo, en el que, entre el hervor de las aguas, cada uno de ellos aullaba con más fuerza. Luego, por impulso de un macho dominante, una apariencia de orden hizo menos confuso aquel barullo. Finalmente, el mismo impulso orientó a los mastodontes en la dirección adecuada.
En la proa del bajel de oro, Kamosis se tocó con la corona blanca, puesta bajo la dirección de Set. Necesitaría su poder para atacar la capital del emperador de las tinieblas.
Casi dominado por la rabia, el almirante Jannas recorría, arriba y abajo, la sala de audiencias de la fortaleza de Avaris, desesperadamente vacía. Aguardaba al emperador desde hacía una hora.
Apareció, por fin, el gran tesorero Khamudi.
–¿Cuándo veré a su majestad?
–El emperador no se encuentra bien -reveló Khamudi-. Sus tobillos están hinchados y sus riñones funcionan mal. De momento, duerme y nadie debe molestarle.
–¡Bromeáis!
–Son sus órdenes; todos estamos sometidos a ellas.
–No evaluáis la situación en su justa medida, Khamudi. El ejército egipcio va a atacar Avaris.
El gran tesorero esbozó una sonrisa condescendiente.
–Estáis perdiendo la sangre fría, almirante.
–Ese ejército es un ejército de verdad, con un jefe de verdad y auténticos soldados. Como nuestros aliados nubios nunca llegaron a Menfis, tuve que batirme en retirada para salvar la mayor parte de mis tropas. Dada la crecida, mis carros no son útiles. Si estuviera en el lugar de Kamosis, yo me lanzaría sobre Avaris, cuyo sistema de defensa es ridículo.
–Es solo un reyezuelo sin envergadura. Se ha instalado en Menfis y vos la recuperaréis sin dificultad en cuanto termine la crecida. De momento, siguiendo las instrucciones de nuestro emperador, llevad vuestros regimientos a Sharuhen. Dama Aberia os acompañará con un importante convoy de deportados. Que nadie escape.
–¡No cometáis una nueva equivocación, Khamudi! Aquí seré más útil.
El gran tesorero se mostró cortante.
–Limitaos a obedecer las órdenes, almirante.
El emperador había quemado la carta de Ahotep y había dado muerte al mensajero en el laberinto. Irritado por el fracaso de su plan, se había encerrado en la cámara fuerte de la ciudadela para contemplar allí la corona roja del Bajo Egipto. La manipuló con ansia, a la espera de mostrarse tocado con aquel emblema sagrado que los antiguos textos consideraban como un ojo que hacía del faraón alguien capaz de ver lo invisible.
Nadie sabía en qué material había sido modelada aquella corona, fuerte como el granito y ligera como una tela. Muy pronto, Apofis la encajaría en la corona blanca del Alto Egipto, tomada del cadáver de Kamosis, para formar la Doble Corona, la visión total que le ofrecería el poder absoluto.
Cuando se disponía a ponerse la roja en la cabeza, una quemadura le laceró el costado e interrumpió su gesto.
Su cantimplora de loza azul se enrojecía como metal en fusión. El emperador cortó el cordón que la ataba a su cintura.
Al caer al suelo, la cantimplora estalló.
Con ella desaparecía el mapa de Egipto que Apofis había manejado durante muchos años.
El rebaño de hipopótamos furiosos se había metido en el canal del este, que pasaba ante la ciudadela de Avaris. Sembraba el pánico entre los pescadores y los barcos de la policía fluvial que patrullaban por los aledaños de la ciudad.
Intrigada por aquel jaleo, Tany, la esposa del emperador, había subido a lo alto de las almenas con sus siervas.
De pronto, una violenta luz las cegó.
–Procede del río -advirtió una sirvienta, aterrorizada-. Una embarcación de oro… ¡Se acerca!
La poderosa voz del faraón Kamosis se elevó en el cielo de Avaris.
–Pajaritos temerosos en vuestro nido, ved; he llegado, pues el destino me es favorable. Mi causa es justa. La liberación de Egipto está en mi mano.
Con la nariz en el muro, como lagartos, Tany y sus sirvientas eran incapaces de moverse.
La flota egipcia no había tenido tiempo de dejarse impresionar por la gigantesca ciudadela que dominaba la capital de los hicsos. Tras haber hundido las unidades de la policía, los marinos de Kamosis habían recuperado las anclas, pesadas piedras que habían utilizado como proyectiles contra un barco de milicianos que fue hundido enseguida.
Khamudi estaba desamparado.
Jannas había abandonado la capital, y nadie, ni siquiera el gran tesorero, estaba autorizado a entrar en la cámara fuerte donde el emperador se había encerrado.
Era como un sueño.
El faraón de la corona blanca atravesaba las defensas enemigas gracias a la movilidad y a la rapidez de sus navíos de guerra.
Sin embargo, las almenas de la ciudadela se poblaban de arqueros, cuyo nutrido tiro acabaría por causar estragos en las filas egipcias.
–Imposible abordar al monstruo por el río -consideró el almirante Lunar-. Ni siquiera una altísima crecida nos permitiría llegar a las almenas.
–Pasemos, entonces, al otro lado, y tomemos el canal del oeste.
Fuera del alcance de las flechas de los hicsos, la flota del faraón tomó la mejor opción. Se lanzó por una ancha vía de agua, que llevaba directamente al puerto comercial, en el que acababan de atracar trecientos navíos de madera de cedro cargados de oro, plata, lapislázuli, turquesas, hachas de guerra hechas de bronce, tinajas de vino y aceite y muchos otros géneros procedentes de las distintas provincias del Imperio. La descarga estaba a punto de iniciarse, y la aparición de los egipcios provocó un caos indescriptible.
Los estibadores quisieron refugiarse en los locales de la policía, pero los hicsos derribaron a varios. Furiosos, sus colegas la emprendieron con los asesinos, y los muelles se convirtieron en escenario de violentos enfrentamientos.
El Bigotudo y el afgano fueron los primeros en saltar de la proa del navío almirante para hollar con sus pies el dominio de Apofis. A golpe de hachas ligeras y espadas cortas, se abrieron camino hacia el edificio principal, donde el responsable del control de mercancías acababa de ser pisoteado por los estibadores.
–Los egipcios se han apoderado del puerto comercial -dijo un oficial al gran tesorero-. Hay que enviar refuerzos inmediatamente, por el interior y por el canal al mismo tiempo. De lo contrario, Kamosis invadirá la capital.
Khamudi no había sido preparado para tan inverosímiles acontecimientos, y tenía que garantizar la seguridad de las instancias dirigentes.
–No dejemos desguarnecida la ciudadela y sus alrededores -decidió-. Debe seguir siendo inexpugnable.
–Los soldados que están en el puerto no son lo bastante numerosos, gran tesorero; serán aniquilados.
–Que cumplan con su deber y resistan tanto tiempo como les sea posible. Y que el grueso de nuestras tropas permanezca aquí para preservar el centro del Imperio.
Pero ¿cuándo se decidiría a aparecer Apofis?
–Gran tesorero, el enemigo se acerca.
Al abrigo de una aspillera, Khamudi vio brillar la corona blanca del faraón Kamosis, cuya voz resonó de nuevo.
–Apofis, vil asiático caído, débil de corazón, te atreves aún a afirmar: «Soy el dueño; todo me pertenece hasta Hermópolis e incluso Gebelein». Eres un mentiroso. Debes saber que he aniquilado esas ciudades; no queda en ellas hicso alguno. He quemado tus territorios; los he transformado en sanguinolentos cerros por el mal que infligieron a Egipto poniéndose a tu servicio.
Ante la ciudadela, Kamosis levantó una copa.
–¡Mira, bebo el vino de tus viñedos! Tus campesinos, que son ahora mis prisioneros, lo prensarán para mí. Cortaré tus árboles, asolaré tus plantaciones y me apoderaré de tu residencia.
Los marinos egipcios hacían ya salir del puerto los cargueros llenos de riquezas.
Mientras Khamudi, como los soldados hicsos, estaba fascinado por aquel faraón de impresionante estatura, sintió que un helado soplo recorría las murallas.
Envuelto en un manto marrón, con la cabeza cubierta por una capucha, el emperador contemplaba el desastre desde lo alto de su ciudadela.
–Majestad -masculló Khamudi-, he creído hacer bien al…
–Llama de inmediato al almirante Jannas. Que reúna el máximo de fuerzas.
Dada la falta de viento, el viaje de Ahotep había sido más largo de lo previsto. Llegaba, por fin, a la vista de la ciudad de Sako, y el conjunto de las embarcaciones que componían su flotilla estaba ojo avizor.
¿Qué quedaba de la guarnición egipcia? Si había sido exterminada, ¿cuántos hicsos permanecían aún allí y qué trampas habían tendido?
La reina no dejaba de observar a Risueño elJoven, cuya calma la sorprendía. Dormitando a la sombra de un parasol, el perro no manifestaba el menor signo de inquietud.
–¡Allí, alguien! – gritó el vigía. Los arqueros tensaron sus arcos.
–¡No disparéis! – ordenó la reina-. ¡Es un niño!
El muchachito corría agitando los brazos para saludar a los navíos con los colores de Ahotep. Muy pronto se le reunieron varios compañeros y algunas madres, todos visiblemente entusiasmados.
En el muelle, civiles y militares entremezclados blandían palmas en señal de bienvenida. El atraque se llevó a cabo entre gritos de alegría y cantos espontáneos que celebraban el regreso de la soberana.
Tras abrirse paso, el comandante de la pequeña guarnición se prosternó ante ella.
–¿No has sufrido un ataque de los hicsos?
–No, majestad. Por aquí todo está tranquilo.
–Y sin embargo, Sako me mandó un mensaje pidiendo ayuda.
–No lo comprendo… Realmente no hay novedad alguna que señalar.
Se había tratado, pues, de un falso mensaje, destinado a separar a Ahotep de Kamosis para debilitar el ejército de liberación; la reina ya tenía la respuesta a su tercera pregunta.
El espía de Apofis no solo no había muerto, sino que había elegido, también, un momento crucial para propinar un golpe fatal al adversario.
Se planteaba un nuevo dilema; es decir, ¿tenía la reina que regresar hacia el norte y reunirse con Kamosis, o debía seguir hacia el sur e ir a Tebas que era, sin duda, el verdadero objetivo de un posible contraataque hicso?
Ahotep no vaciló por mucho tiempo.
Kamosis había demostrado su valor, sabría evaluar la situación y organizar el sitio de Avaris.
Imaginar Tebas asaltada por los bárbaros le resultaba insoportable.
Si los hicsos habían tenido la inteligencia de ocultar tropas en el Medio Egipto para golpear el corazón de la resistencia y destruir su base principal, ¿no sería aniquilada la obra llevada a cabo hasta entonces?
–Me gustaría organizar una fiesta para celebrar vuestra llegada, majestad -dijo el comandante de la guarnición.
–Es demasiado pronto para alegrarse.
–Majestad…, ¿acaso no hemos vencido a los hicsos?
–De ningún modo, comandante. Que vuestras mujeres e hijos abandonen Sako y se refugien, bien custodiados, en una aldea vecina. Multiplica los puestos de centinela. Si el enemigo ataca en gran número, no intentes resistir y dirígete a Tebas.
El afgano acarició un pequeño lapislázuli que había sido autorizado a tomar de la cantidad requisada a los hicsos.
–Te recuerda tu país -comentó el Bigotudo.
–Solo las montañas de Afganistán producen tan hermosas piedras. Algún día, el comercio se reanudará y volveré a ser rico.
–No me gusta mostrarme pesimista, pero eso está aún muy lejos. ¿Has visto el tamaño de la ciudadela de Avaris? Incluso a mí se me remueven las tripas. No existe una sola escala lo bastante larga como para llegar a las almenas, y los arqueros hicsos me parecen tan hábiles como los nuestros.
–Les hemos dado un buen golpe, ¿no?
–No hemos terminado con muchos. Quedan bastantes detrás de esas murallas, y de los duros.
–¿No estarás comenzando a deprimirte, Bigotudo?
–Para serte franco, no me gusta este lugar. Incluso cuando el sol calienta, siento frío.
–Ven a beber un poco de vino del emperador, te devolverá el tono.
Los trescientos cargueros navegaban entonces hacia el sur. El faraón pensaba en el momento en que llegaran a Tebas y fueran ofrecidos a Amón, pero le preocupaba, sobre todo, el extraño silencio que cubría la capital de los hicsos.
Dominar el puerto comercial permitía, ciertamente, bloquear los intercambios entre Avaris y el exterior, pero ¿había disminuido realmente el poder del emperador?
Con su dinamismo habitual, el canciller Neshi corría por todas partes para verificar que los hombres estuvieran bien alimentados. Por lo que se refería al gobernador Emheb, temía un intento de salida por parte de las tropas refugiadas en la ciudad y en la ciudadela, de modo que había dispuesto pequeños grupos de arqueros en numerosos lugares para que pudieran dar la alarma.
–¿Cómo organizamos el asedio? – preguntó al faraón.
–Hay que explorar los alrededores de Avaris y ver si es posible aislar y vencer así por hambre al emperador.
–Será largo, muy largo… ¿No os extraña esta ausencia de reacción? Apofis dispone, sin embargo, de fuerzas bastantes para intentar que se rompa el bloqueo.
–Tal vez piensa lo contrario.
–No, majestad. Estoy convencido de que espera refuerzos, con la certidumbre de que van a aplastarnos. Vernos clavados aquí anuncia su futura victoria.
–Dicho de otro modo, me aconsejas que me bata en retirada cuando estamos al pie de la ciudadela de Avaris.
–No tengo más ganas de ello que vos, majestad, pero creo necesario recuperar el aliento y evitar un desastre.
–Hablas así porque nos falta la magia de la reina Ahotep. En cuanto esté entre nosotros, nuestras dudas quedarán barridas y nos apoderaremos de esta ciudadela.
Eran tres.
Tres milicianos hicsos, en vez de combatir con sus camaradas contra los estibadores, se habían refugiado en un puesto de guardia, donde un oficial los había detenido antes de entregarlos a su superior.
Atados a un poste, en el atrio de la ciudadela, habían sido apaleados. Con las costillas rotas, temían una larga pena de prisión, al final de la cual serían condenados a realizar las más bajas tareas.
–¿Por qué os habéis comportado como cobardes? – preguntó la gélida voz del emperador acompañado por Dama Aberia.
El que aún podía hablar intentó explicarse.
–Señor, consideramos que la partida se había perdido y que seríamos más útiles vivos que muertos. Los estibadores estaban desmandados; ya no era posible contenerlos.
–Estas son palabras de cobarde juzgó Apofis- y los cobardes no tienen sitio entre los hicsos. Sean cuales sean las circunstancias, mis hombres deben obedecer las órdenes y permanecer en su puesto. Dama Aberia, ejecuta mi sentencia.
–Tened piedad, señor, comprended que…
Las enormes manos de Dama Aberia impidieron al condenado seguir hablando. Lo estranguló lentamente, con manifiesto placer, e infligió el mismo suplicio a los otros dos.
La serenidad del emperador había tranquilizado a sus tropas, que hervían de impaciencia ante la idea de tomarse la revancha de los egipcios. La esposa de Apofis, traumatizada, se había acostado. Las sirvientas se sucedían a la cabecera de Tany para secarle la frente y darle de beber. Febril, era presa de un delirio en el que se mezclaban llamas, torrentes de lodo y caídas de piedras.
La mujer del gran tesorero calmaba sus angustias con la droga que le procuraba su marido. No, el Imperio hicso no estaba a punto de derrumbarse, y el escalpelo de Apofis sabría librarlo de la verruga egipcia.
A Khamudi, por su parte, no le llegaba la camisa al cuerpo. ¿No le reprocharía el emperador haber alejado a Jannas en un mal momento? Pero esas eran las órdenes de Apofis, que se negaba a ver cómo aumentaba en exceso la influencia del almirante.
Solo el puerto comercial estaba bajo el control directo de Kamosis, que no se atrevía a atacar los arrabales de la ciudad, donde los soldados hicsos estaban dispuestos a contener el asalto del faraón.
Desde lo alto de la ciudadela, el emperador contemplaba su dominio, que había sido atacado por un muchacho fogoso que se creía invencible porque llevaba la corona blanca.
Esa ilusión iba a costarle la vida.
dres de piel de cabra curtida y vuelta fueron distribuidos entre los soldados del ejército egipcio; unos contenían veinticinco litros, y otros, cincuenta. Como el agua del río solo podría consumirse al cabo de un día o dos y el calor aumentaba, nadie tenía que sufrir de deshidratación. Para conservar pura el agua, habían sido introducidos en ellos frutos del balamtes y almendras dulces.
El canciller Neshi entregó al faraón Kamosis el odre que le correspondía y que llevaba un joven infante, fiel servidor del rey.
–La flota está lista, majestad -anunció Emheb.
Kamosis había decidido bajar por el canal del este, dejar atrás la ciudadela, de donde forzosamente brotaría una nutrida descarga, y ver si era posible atacar por el norte. En caso contrario, los barcos de guerra establecerían un bloqueo y, en cuanto regresara Ahotep, el faraón trataría de apoderarse de Avaris, barrio tras barrio.
El rey bebió un poco de agua.
–¿Cómo está la moral de las tropas, Emheb?
–Os seguirán hasta el fin, majestad.
–Mientras no hayamos tomado esta ciudadela, todas nuestras hazañas no habrán servido de nada.
–Cada soldado es consciente de ello.
La solidez de Emheb tranquilizaba al faraón. Durante esos duros años de lucha, el gobernador nunca había emitido la menor queja, nunca había cedido al desaliento.
Cuando el faraón trepaba por la pasarela del navío almirante, el grito de alarma de un centinela inmovilizó a los soldados del ejército de liberación.
Muy pronto, Kamosis fue informado de la gravedad de la situación, ya que numerosos barcos hicsos procedentes del norte tomaban los canales del este y del oeste para atrapar en una tenaza a la flota egipcia en el puerto comercial.
El almirante Jannas había recibido, por fin, órdenes coherentes; es decir, reunir los regimientos acantonados en varias ciudades del Delta y, luego, reducir a la nada el ejército de Kamosis.
La afrenta de Khamudi y la indiferencia del emperador quedaron olvidadas. Jannas cumplía de nuevo su papel de comandante en jefe de las fuerzas armadas y mostraría al joven faraón lo que realmente era el poder militar de los hicsos.
Único dueño a bordo, Jannas no se vería obstaculizado por las estúpidas decisiones de un civil como Khamudi, y conduciría a su guisa la batalla de Avaris, aun sabiendo que sería mortífera dada la calidad de los barcos enemigos, rápidos y maniobrables, y el ardor de los egipcios, aguerridos ya en varios enfrentamientos. El emperador había subestimado al adversario. Jannas no cometería la misma imprudencia.
Sorprendiendo a la flota de Kamosis, por el este y el oeste al mismo tiempo, Jannas la obligaría a dividirse, a debilitarse, pues. Y si el faraón no había pensado en evacuar rápidamente los cargueros, quedaría atrapado en el puerto.
–Puerto comercial a la vista -anunció el vigía-. Ningún carguero.
«Este reyezuelo no es un mal jefe -pensó el almirante-, y la partida será más dificil aún de lo previsto.»
–Quieren embestirnos con los espolones -consideró Emheb-. Como son mucho más pesados que nosotros, será una carnicería.
–La única opción es que nuestros navíos se dirijan al este -decidió Kamosis-. Concentremos inmediatamente todas nuestras fuerzas en la misma dirección.
La maniobra se llevó a cabo con tanta cohesión y rapidez que dejó estupefactos a los hicsos, que no consiguieron situarse de través para formar una muralla. El bajel almirante de dorada proa se deslizó entre dos adversarios, y Kamosis creyó, por unos instantes, que abría una brecha. Pero los hicsos lanzaron garfios y demoraron su marcha lo bastante como para lanzarse al abordaje.
El primero que puso el pie en cubierta no saboreó por mucho tiempo su hazaña, pues el hacha del Bigotudo se le clavó en la nuca. Los dos siguientes no escaparon a la daga del afgano, mientras las flechas de Ahmosis, hijo de Abana, frenaban los ardores de los asaltantes.
Varias unidades egipcias escaparon a los hicsos, pero tres de ellas fueron inmovilizadas, y se iniciaron feroces combates cuerpo a cuerpo.
El bajel almirante no conseguía desprenderse. Corriendo en su ayuda, el de los arqueros originarios de la ciudad de Edfú, al disparar flecha tras flecha, impidió que otro barco hicso se acercara.
En el canal del oeste, el almirante Jannas se veía entorpecido por sus propias embarcaciones, que no tenían espacio suficiente para dar media vuelta y caer sobre los egipcios; de estos, algunos se sacrificaban para proteger al faraón.
Kamosis combatió con increíble energía, y el almirante Lunar llevaba personalmente el remo gobernalle. Al verlo amenazado por un coloso asiático, el Bigotudo se interpuso, pero no pudo evitar por completo el filo del hacha, que se deslizó a lo largo de su sien izquierda. A pesar del dolor, hundió su corta espada en el vientre del asiático, que, retrocediendo, chocó con la borda y cayó al agua.
–¡Ya está! ¡Pasamos! – exclamó Lunar, que devolvió así el valor a la tripulación.
De hecho, el navío almirante se liberaba por fin.
Con dos precisas puñaladas, la hermosa Anat acababa de cortar las corvas de una verdadera fiera con coraza negra que se disponía a herir al afgano por la espalda. Mientras un marino egipcio lo remataba, ella fue la única que vio a un hicso que blandía su lanza contra Kamosis, de pie en la proa.
Gritar iba a ser inútil; el faraón no la oiría.
En un impulso, Anat se colocó en la trayectoria de la lanza, que se clavó en su pecho.
Al volverse, Kamosis advirtió el sacrificio de su amante. Loco de dolor, atravesó la cubierta, saltando sobre los cadáveres. Con un rabioso mandoble, casi partió en dos el cráneo del asesino.
Era la batalla más dura que el almirante Jannas había tenido que librar nunca. Ciertamente, las pérdidas de los egipcios eran graves, pero las de los hicsos lo eran más aún, a causa de la estrategia adoptada por Kamosis y la maniobrabilidad de sus barcos.
–¿Nos lanzamos en su persecución, almirante? – preguntó su segundo.
–Son demasiado rápidos, y Kamosis podría atraernos a una trampa preparada al sur de Avaris. Pero la crecida no es eterna y, sea cual sea la habilidad del adversario, algún día se enfrentará con nuestros carros. De momento, pensemos en curar nuestras heridas y tomar medidas eficaces para garantizar la seguridad de la capital.
Desde la torre más alta de la ciudadela, Khamudi había asistido a la victoria de Jannas, saludada por las aclamaciones de los arqueros hicsos. Muy popular ya, el almirante se convertía en salvador de Avaris y verdadero brazo derecho del emperador, en lugar del gran tesorero, que le debería, entonces, la máxima consideración.
Khamudi había desdeñado en exceso al ejército en beneficio de la policía y la milicia. En cuanto fuera posible, corregiría esa actitud.
Su esposa Yima corrió a su encuentro.
–Estamos salvados, ¿verdad? ¡Estamos salvados!
–Ve a reconfortar a Tany. Yo debo informar al emperador. Apofis estaba sentado en su austero trono, en la penumbra de la sala de audiencias.
–Majestad, el almirante Jannas ha puesto en fuga a los egipcios.
–¿Lo dudabas, amigo mío?
–¡No, claro que no! Pero hemos perdido muchos barcos y marinos. Sin duda, por esta razón, el almirante ha decidido no perseguir a los vencidos y asegurar la defensa de Avaris. Por desgracia, nuestra victoria no es total, pues Kamosis ha salido indemne.
–¿Tan seguro estás de eso? – preguntó el emperador con tono gélido.
ientras el faraón Kamosis estrechaba entre sus manos las de Anat, que acababa de expirar, Felina descubría con horror el cuerpo ensangrentado del Bigotudo, que respiraba aún. Comprobó que la inmensa mayoría de las heridas eran solo superficiales, pero la oreja derecha estaba casi totalmente seccionada.
–¡Un calmante, pronto!
Uno de los ayudantes de la nubia le ofreció un pequeño cuenco globular, que contenía un poderoso anestésico a base de opio. Entreabriendo la boca del Bigotudo, le hizo absorber una dosis lo bastante importante como para que no sintiera sufrimiento alguno durante horas.
Con un hilo de lino impregnado en savia de sicomoro, unió las dos partes de la oreja tras haber limpiado la herida y separado los fragmentos de tejido que amenazaban necrosis. Luego, con la ayuda de agujas de bronce y el hilo de lino, la cosió.
–¿Crees que funcionará? – preguntó el afgano.
–Cuando hago algo -repuso Felina, ofendida-, lo hago bien. ¿Quieres que me ocupe de tu hombro derecho? A primera vista, no parece estar muy bien.
El afgano se estaba desmayando. Más gravemente herido de lo que quería reconocer, se derrumbó.
–¡Media vuelta! – ordenó el faraón tras haber envuelto en un sudario el cuerpo de la mujer que se había sacrificado para salvarle la vida.
–Los hombres están agotados -objetó el gobernador Emheb, también sin fuerzas.
–Debemos mostrar a los hicsos que somos capaces de reanudar la ofensiva.
–Majestad…
–Ordena todos los navíos de la flota: media vuelta y rumbo a Avaris. Que los soldados se laven, que se cambien y se preparen para el combate.
Siguiendo al almirante Lunar, los barcos efectuaron la maniobra.
Felina salió del camarote donde había instalado a los heridos.
–¿Qué ocurre? – preguntó a Emheb, sentado en unos cabos.
–Volvemos a atacar Avaris. Los hicsos creen que huimos, y el rey piensa que el factor sorpresa será decisivo. El almirante Jannas no ha tenido aún tiempo de organizar la defensa de la ciudad.
–Pero nuestras pérdidas son graves, y el enemigo es superior en número.
–Así es -reconoció Emheb.
–¿No es el almirante un temible jefe guerrero al que ni siquiera un ataque por sorpresa podrá desconcertar?
–Así es, también.
–Entonces, si nos lanzamos al asalto moriremos todos.
–De nuevo, así es.
El calor, el sol, las brillantes aguas del Nilo… el vigía hicso se creyó víctima de un espejismo.
No, no podía ser; un barco enemigo regresaba hacia Avaris… No uno solo, sino dos, tres, más aún… ¡Toda la flota de Kamosis!
Por signos, el centinela avisó a sus colegas, que transmitieron el mensaje a Jannas, que estaba estudiando, con sus oficiales, el futuro sistema de defensa de la capital.
–Este reyezuelo se está convirtiendo en un temible adversario -afirmó Jannas-. Quiere saltar a nuestra garganta aunque solo tenga una posibilidad entre cien de lograrlo. En su lugar y a su edad, tal vez yo hubiese cometido la misma locura.
–¿Corremos un peligro real? – preguntó uno de los oficiales.
–Kamosis ignora la importancia de los refuerzos que no he utilizado aún y que están acantonados al norte de Avaris. Por eso, se encamina al suicidio.
En la proa del navío almirante, el faraón pensaba en Ahotep. Si hubiera estado presente, la reina habría actuado del mismo modo. ¿Cómo podían suponer los hicsos que los egipcios encontrarían los recursos necesarios para reanudar el combate?
La sombría cara de los marinos, incluida la del almirante Lunar, indicaba a Kamosis que consideraban insensata su decisión. Pero sabía que ninguno iba a retroceder.
–Un centinela nos ha descubierto -anunció el almirante-. ¿Debemos seguir a toda velocidad, majestad?
Kamosis fue incapaz de responder. El río se confundía con el cielo, las riberas giraban. Gruesas gotas de sudor resbalaban por su rostro.
–Majestad…, ¿os sentís mal?
La sensación de vértigo era tal que Kamosis se tambaleó. Lunar lo ayudó a sentarse.
–¿Habéis sido herido?
–No…, no lo creo.
–Felina debe examinaros.
Tendido en cubierta, Kamosis respiraba trabajosamente. La nubia no descubrió herida alguna.
–Es una enfermedad que no conozco -reconoció ella-. Hay que dar de beber al rey y dejar que repose en su camarote.
–¿Debo ordenar el ataque? – preguntó Lunar.
Kamosis tardó varios segundos en comprender la pregunta y advertir lo que implicaba, pues su cerebro funcionaba lentamente. Tuvo que hacer un esfuerzo inmenso para responder.
–No, almirante. Quedémonos aquí unas horas; luego, nos dirigiremos hacia Tebas.
–La flota egipcia se retira, almirante -declaró su segundo. Jannas hizo una mueca.
–¿Debemos perseguirla?
–De ningún modo -respondió el almirante-. Es evidente que Kamosis quiere tendernos una trampa. Nos ha demostrado que podría atacar Avaris de nuevo y desea suscitar esta reacción por nuestra parte. Más al sur, hay tropas al mando de Ahotep. Si persiguiéramos a Kamosis, caeríamos en las fauces de esa pantera.
–¿Cuáles son vuestras órdenes, almirante?
–Sacad los pecios del puerto comercial, enterrad a los muertos y consolidad al máximo las defensas de la capital. Quiero ser avisado en cuanto asome la proa de un barco enemigo.
Jannas tenía que resolver muchos detalles, en especial la reorganización de las fuerzas armadas. En adelante, quería ser, realmente, su comandante en jefe, sin sufrir la influencia de Khamudi y su milicia. Era imposible, ciertamente, cargar contra la actitud irresponsable del gran tesorero, al que el emperador concedía su confianza en los campos de la gestión y la economía; pero Apofis tendría que admitir que el ejército de liberación no era una pandilla de inútiles y que habría que librar una guerra de verdad, una guerra entre el Bajo y el Alto Egipto, entre el norte y el sur.
Dada su rapidez, los navíos de combate egipcios no habían tardado en alcanzar los trescientos cargueros llenos de mercancías arrancadas en reñida lucha a los hicsos. A lo largo del recorrido hacia Tebas, ciudades y pueblos liberados dedicaban a la flota de Kamosis un verdadero triunfo.
Corrió la fabulosa noticia de que el faraón había vencido a los hicsos; la corona blanca había salido victoriosa. En todas partes, se organizaban banquetes y conciertos. En todas partes, cantaban y danzaban. Un auténtico sol, que disipaba las tinieblas, brillaba en el cielo estival.
A pesar de su agotamiento, el faraón se mantenía en la proa del bajel de oro en las primeras etapas, especialmente en Menfis, Atfih, Sako, Hermópolis y Cusae, capitales de sus victorias. Aclamado por su pueblo, Kamosis había creído que recuperaría el vigor. Pero los mareos le agotaban, sus piernas desfallecían y debía permanecer tendido sin conseguir conciliar el sueño.
–Nos acercamos a Tebas -advirtió el Bigotudo, cuya oreja estaba curándose-. No comprendo por qué la reina Ahotep se ha retirado en vez de reunirse con nosotros en Avaris.
–Tampoco comprendo yo por qué nuestro servicio de palomas mensajeras se ha interrumpido -añadió el afgano, aún no repuesto del todo.
–En todo caso, nuestra expedición nos ha llevado hasta Avaris y hemos resistido a Jannas.
–Hermosa hazaña, pero el emperador y su ciudadela permanecen indemnes. Y dudo que las tropas del almirante se mantengan eternamente a la defensiva.
También el Bigotudo pensaba en un próximo enfrentamiento durante el que Jannas no dejaría de utilizar sus armas pesadas. Pero, de momento, ahí estaban las verdeantes riberas de Tebas y una multitud ebria de alegría, que aguardaba a los héroes para congratularse y festejar su triunfo.
os soldados casados cayeron en brazos de sus esposas; los demás sufrieron el entusiasmo de las jóvenes tebanas, que querían tocar a los vencedores y demostrarles un desbordante afecto.
Los estibadores tebanos ya estaban descargando los navíos llenos de riquezas, ante los maravillados ojos de la población. Viendo aquello, ¿cómo dudar de la victoria de Kamosis sobre los hicsos?
Sostenido por el almirante Lunar y el gobernador Emheb, el faraón fue aclamado largo rato. Oficialmente, padecía una herida en la pierna que le molestaba para andar; pero en cuanto lo estrechó contra su corazón, Ahotep comprendió que su hijo mayor estaba muriéndose.
Poniendo tan buena cara como fue posible para no contrariar la felicidad de los tebanos, la reina y el faraón subieron a unas sillas de manos que los llevaron a palacio.
Teti la Pequeña y Amosis, muy contento de volver a ver a su hermano mayor, lo recibieron.
–¡Cómo te has adelgazado! – exclamó el muchachito.
–Los combates han sido duros -explicó Kamosis.
–¿Has matado a todos los hicsos?
–No; he dejado algunos.
Víctima de un nuevo malestar, el rey recibió la ayuda del intendente Qans.
–Kamosis necesita descanso -dijo Ahotep-. Yo lo sustituiré en el ritual de ofrenda.
Las riquezas procedentes de Avaris fueron ofrecidas al dios Amón, en su templo de Karnak, antes de ser distribuidas entre los tebanos, a excepción del oro y el lapislázuli, que servirían para adornar el santuario.
Sin mostrar su angustia, la esposa de dios pronunció las antiguas fórmulas, gracias a las que el poder invisible se manifestaba en la tierra y hacía brillar la luz aparecida en la primera mañana del mundo, sobre el cerro que había surgido del océano primordial, en el lugar donde se había edificado Karnak.
En cuanto finalizó la ceremonia, Ahotep regresó a palacio. A pesar de las preocupaciones que suscitaba la salud del monarca, Qaris velaba por los preparativos del banquete.
–Majestad, creéis que…
–Haz que cese cualquier agitación.
El médico en jefe estaba en el umbral de la alcoba del enfermo.
–Majestad, mi diagnóstico es claro; el faraón Kamosis ha sido envenenado. Es imposible curarlo, porque el corazón ha sido alcanzado. La sustancia mortal se ha propagado lentamente por todos los vasos, y la energía del rey casi se ha extinguido.
Ahotep entró en la habitación y cerró la puerta.
Sentado, con la cabeza descansando en un almohadón, Kamosis contemplaba la montaña de occidente.
Su madre le tomó dulcemente de la mano.
–Avaris permanece intacta, y el emperador vive -murmuró-, pero hemos infligido graves pérdidas al enemigo y le he demostrado que podíamos golpear en cualquier momento. El almirante Jannas sabe que nuestro ejército es apto para combatir. Será necesario consolidar nuestras posiciones y, luego, apoderarse de Avaris y liberar, por fin, el Delta. Yo he agotado mi tiempo de vida. A vos, madre mía, os toca proseguir la lucha que vos misma comenzasteis. Perdonad que os legue esa inhumana tarea, pero mi aliento se va y ya no consigo retenerlo.
Ardientes lágrimas corrieron por las mejillas de Ahotep, pero su voz no tembló.
–El espía hicso me ha alejado de ti, y él te envenenó para desbaratar el asalto contra Avaris.
Los labios de Kamosis esbozaron una sonrisa.
–De modo que creía en mi victoria…, una victoria que vos obtendréis en nombre de mi padre y en el mío, ¿no es cierto?
–Te lo juro.
–He intentado mostrarme digno de él y de vos. Deseo que mi hermano se comprometa junto a vos, y solicito un último favor.
–Eres el faraón, Kamosis. Ordena y te obedeceré.
–¿Querréis hacer que se graben estelas contando mi combate por la libertad? (1)
Nota:(1) En Karnak se encontraron, en efecto, dos estelas. Sus textos han proporcionado muchos detalles valiosos.
–Nada de lo que has realizado va a olvidarse, hijo mío. Esos monumentos cantarán tus hazañas y tu valor, y se expondrán en el templo de Karnak, donde tu gloria quedará preservada entre los dioses.
–Morir tan joven no es facil…, pero vos estáis junto a mí y tengo la suerte de admirar esta ribera de occidente, donde reina la paz del alma. Hace varios años que no conseguía dormir…
Ahora voy a descansar.
Kamosis levantó los ojos al cielo y su mano estrechó con fuerza la de su madre.
–La momia está fría, majestad -anunció el ritualista a la soberana-. Es un excelente signo, ya que significa que el difunto ha expulsado su mal calor, formado por pasiones y resentimientos, y que el alma se ha purificado. Ahora, el faraón Kamosis posee la serenidad de Osiris.
Viuda, llevando luto por un hijo de veinte años, Ahotep se negaba, una vez más, a ceder bajo los golpes del destino. Puesto que Kamosis no tenía hijo ni sucesor, ella había tenido que dirigir la ceremonia de los funerales. Al igual que tras la muerte de su marido, ocupaba la función de regente y gobernaba Egipto.
En el sarcófago de Kamosis, decorado con plumas que evocaban los viajes del alma-pájaro por los cielos, depositó un abanico de oro y ébano para asegurarle un eterno soplo, hachas y una barca de oro en la que su espíritu bogaría para siempre por el universo.
Con una gravedad y un poder de concentración sorprendentes en un niño de diez años, el príncipe Amosis había vivido todas las etapas del luto, desde la momificación de su hermano mayor hasta su sepultamiento en la necrópolis de la orilla oeste de Tebas. Pero ¿acaso no eran los diez años, para los sabios de Egipto, la edad en la que uno se volvía plenamente responsable de sus actos?
Ahotep tenía una triple misión; es decir, proseguir la guerra de liberación, preparar a Amosis para ser faraón y descubrir la identidad del espía hicso, aquel ser tan cercano a ella y que tanto sufrimiento le había infligido ya.
Cuando el cortejo fúnebre se dirigía hacia la orilla oeste, el gobernador Emheb se acercó a la reina.
–Majestad, no puedo guardar para mí mis pensamientos.
–Te escucho, Emheb.
–He visto de cerca la ciudadela de Avaris y es inexpugnable. Todos saben que habéis llevado a cabo muchos milagros y que los dioses inundaron vuestro corazón de poder mágico. Pero el emperador ha sabido construirse una madriguera indestructible. Sin duda, podremos atacarlo una y otra vez, perdiendo en cada ocasión numerosos soldados. Eso es exactamente lo que Apofis espera. Y cuando estemos lo bastante debilitados, atacará él.
–De momento, según los deseos del faraón Kamosis, ve a Menfis, refuerza sus defensas y consolida nuestras posiciones en las provincias liberadas.
Emheb se sintió aliviado al ver que, a pesar de su pena, Ahotep conservaba toda su lucidez.
Muy afectada, Teti la Pequeña no había asistido a las últimas fases de los funerales. ¿Cómo admitir que la muerte la respetara para golpear a un joven rey de veinte años? Y la anciana dama sabía que el pequeño Amosis ya nunca se reiría como antes y que ya no tendría derecho, en adelante, a la despreocupación de la infancia.
La muerte de Kamosis había puesto un precoz fin a sus regocijos, y la realidad se había impuesto de nuevo, con toda su crueldad, o sea, que la guerra estaba lejos de haber terminado, el poder militar hicso seguía casi intacto y la propia supervivencia de Tebas era incierta.
Ahotep ayudó a su madre a levantarse.
–Estoy tan cansada… -reconoció Teti la Pequeña-. Tendrías que dejarme dormir.
–Qaris nos ha preparado una excelente cena y tienes que recuperar las fuerzas. ¿Olvidas, acaso, que la educación de Amosis no ha concluido y que te necesita aún?
–Te admiro, hija mía. ¿De dónde sacas tu valor?
–Del deseo de ser libre.
Para mostrarse digna de su rango, la reina madre participó en la comida. Y cuando Amosis le rogó que le hablara de la edad de oro, comprendió que le estaba prohibido abandonarse. ¿No era educar a un futuro faraón la felicidad de su vejez?
Acompañada por Risueño el Joven, Ahotep dio unos pasos por el jardín de palacio.
De pronto, el perro se detuvo.
El canciller Neshi iba a su encuentro.
La reina acarició al perro, cuya mirada permanecía clavada en el dignatario.
–Perdonad que os importune, majestad, pero tengo que haceros algunas revelaciones.
¿Iba Ahotep a conocer, por fin, la atroz verdad?
–He servido fielmente al faraón Kamosis -declaró Neshi- y he aprobado todas sus decisiones. Hoy, ha muerto, y también yo, en cierto modo. Por eso, os presento mi dimisión, al mismo tiempo que os suplico que salvéis a este país que tanto os necesita.
–Ni nuestro país ni ningún otro necesitan un salvador, canciller. Lo indispensable es la rectitud. Cuando Maat gobierne de nuevo en las Dos Tierras, la desgracia desaparecerá. Olvida la devoción a un individuo y sirve solo a esa rectitud. Entonces, y solo entonces, te convertirás en un estadista digno de este nombre.
Ahotep se alejó seguida por su perro. Necesitaba estar sola con su esposo y su hijo mayor, en compañía de esos dos faraones que habían dado su vida luchando contra el emperador de las tinieblas. Y la Reina Libertad contempló la luna creciente, su astro protector, esperando que le concediera la fe necesaria para restablecer el reinado de la luz.
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