Sentado a la izquierda de Apofis, emperador de los hicsos, al general de los carros no le llegaba la camisa al cuerpo. Sin embargo, estaba gozando de un honor muy deseado, como era asistir, en compañía del soberano más poderoso del mundo, a la prueba del toro, de la que los habitantes de Avaris, capital del Imperio sita en el Delta de Egipto, hablaban con espanto sin saber exactamente de qué se trataba.


Instalados en una plataforma, los dos hombres podían llegar a dominar una extensión de arena y una construcción circular llamada «el laberinto», de donde nadie, según los rumores, salía vivo.

–Pareces muy nervioso -observó Apofis, cuya voz ronca helaba la sangre.

–Es cierto, majestad… Vuestra invitación, aquí, a palacio… No sé cómo agradecéroslo -respondió el oficial superior balbuceando y sin atreverse a mirar al emperador, cuya fealdad era impresionante.

Alto, de nariz prominente, con las mejillas caídas, el vientre hinchado, Apofis solo se permitía dos coqueterías que consistían en un escarabeo de amatista, montado en un anillo de oro, en el meñique de la mano izquierda, Y en el cuello, un amuleto en forma de cruz egipcia, que le daba derecho de vida y muerte sobre sus súbditos.

«Amado por el dios Set», Apofis se había proclamado faraón del Alto y el Bajo Egipto, e intentado hacer que se inscribieran sus nombres de coronación en el árbol sagrado de la ciudad santa de Heliópolis. Pero las hojas se habían mostrado reticentes, negándose a aceptarlo, de modo que Apofis asesinó al sumo sacerdote, ordenó que se cerrara el templo y afirmó que el ritual se había desarrollado correctamente.

Desde hacía algún tiempo, el emperador se sentía contrariado.

En las Cícladas, el almirante Jannas, asiático implacable y notable guerrero, perseguía a los piratas que osaban emprenderla con la flota mercante del imperio. En Asia, varios pequeños principados manifestaban veleidades de independencia, que las tropas de élite de los hicsos cortaban de raíz dando muerte a los rebeldes, incendiando las aldeas y haciendo montones de esclavos.

Aquellos episodios convenían al gran designio de Apofis puesto que acrecentaban más aún la extensión de su imperio, ya el más vasto nunca conocido. Nubia, Canaán, Siria, el Líbano, Anatolia, Chipre, las Cícladas, Creta y las marcas de Asia agachaban la cabeza ante él y temían su poder militar. Pero todo aquello era solo una etapa, y los invasores hicsos, que agrupaban a soldados procedentes de distintas etnias, iban a proseguir su conquista del mundo.

Y el centro de ese mundo era Egipto.

La marejada de los hicsos había sumergido con sorprendente facilidad al Egipto de los faraones, poniendo fin a largos siglos de civilización basada en Maat, la justicia, la rectitud y la solidaridad. Pésimos combatientes, los egipcios no habían sabido oponerse a la fuerza bruta y a las nuevas armas de los invasores.

El faraón, en ese momento, era él, Apofis.

Y había situado su capital en Avaris, un lugar de culto de Set, el dios del rayo y de la violencia, que lo hacía invencible. La aldea se había convertido en la principal ciudad del Oriente Próximo, dominada por una inexpugnable ciudadela, desde donde al emperador le gustaba contemplar el puerto, lleno de centenares de embarcaciones de guerra y de comercio.

De acuerdo con el deseo de Apofis, Avaris se había convertido en un gigantesco cuartel, un paraíso para los militares que utilizaban a los egipcios sometidos a esclavitud.

Y, sin embargo, era en el sur de ese Egipto vencido y pisoteado donde había tomado cuerpo una increíble revuelta. En Tebas, oscura ciudad agonizante, un reyezuelo llamado Seqen y su esposa Ahotep se habían atrevido a tomar las armas contra el emperador.

–¿Dónde estamos exactamente, general?

–Controlamos la situación, majestad.

–¿En qué lugar se sitúa el frente?

–En Cusae, majestad.

–Cusae… ¿No se encuentra esta ciudad a trescientos cincuenta kilómetros al norte de Tebas?

–Poco más o menos, majestad.

–Eso significa, pues, que el ridículo ejército de Seqen ha conquistado un vasto territorio…, demasiado vasto.

–¡Oh, no, majestad! Los rebeldes intentaron una penetración relámpago, bajando por el Nilo a una sorprendente velocidad, pero no han asentado su dominio sobre las provincias que han cruzado o por las que han pasado. En realidad, su acción ha resultado más espectacular que peligrosa.

–De todos modos, hemos sufrido varios reveses.

–Los insumisos cogieron por sorpresa a algunos destacamentos, pero reaccioné muy deprisa y detuve su avance.

–A costa de dolorosas pérdidas, al parecer.

–Su armamento es arcaico, pero esos egipcios pelean como fieras. Afortunadamente, nuestros carros y nuestros caballos nos dan una enorme superioridad. Y además, majestad, no olvidéis que hemos matado a su jefe, Seqen.

«Solo gracias al espía que corrompe al enemigo», pensó Apofis, cuya torva mirada seguía siendo indescifrable.

–¿Dónde está el cadáver del tal Seqen?

–Los egipcios consiguieron recuperarlo, majestad.

–Lástima. De buena gana lo hubiera colgado de la gran torre de la ciudadela. ¿Ha salido ilesa la reina Ahotep?

–Por desgracia, sí, pero es solo una mujer. Tras la muerte de su esposo, únicamente pensará en rendirse. Los jirones del ejército egipcio no tardarán en dispersarse, y los destruiremos.

–¡Ah, ahí llega la distracción! – exclamó el emperador.

Un enorme toro de combate, de furiosa mirada y agresiva pezuña, penetró en la arena, a la que fue arrojado un hombre desnudo y sin armas.

El general palideció.

El infeliz era su adjunto más directo y había luchado valerosamente en Cusae.

–El juego es tan sencillo como divertido -explicó el emperador-. El toro carga contra su adversario, cuya única oportunidad es agarrarlo por los cuernos y dar un peligroso salto por encima de los lomos del monstruo. Según el pintor cretense Minos, que decora mi palacio, es un deporte que está muy de moda en su país. Gracias a él, mis pinturas son más hermosas que las de Cnosos. ¿No te parece?

–¡Oh, sí, majestad!

–Mira… Ese toro es carácter.

De hecho, el monstruo no tardó en lanzarse sobre su víctima que cometió el error de intentar la huida volviéndole la espalda. Los cuernos se clavaron en los riñones del oficial hicso. El toro lanzó por los aires al moribundo, lo pisoteó y lo corneó de nuevo antes de resoplar.

Apofis hizo una mueca de asco.

–Ese inútil se ha mostrado tan decepcionante en la arena como en el combate -afirmó-. Ha huido… Eso es todo lo que sabía hacer. Pero ¿acaso la responsabilidad de nuestras derrotas no incumbe a su superior?

El general sudaba la gota gorda.

–Nadie podría haberlo hecho mejor, majestad; os aseguro que…

–Eres un imbécil, general. En primer lugar, porque no supiste prever el ataque; luego, porque tus soldados fueron vencidos en varios lugares del territorio egipcio y no se comportaron como verdaderos hicsos; finalmente, porque crees que el adversario ha sido barrido. Levántate.

Petrificado, el general obedeció.

El emperador desenvainó la daga con empuñadura de oro que nunca lo abandonaba.

–Baja al laberinto o te degüello. Es tu única oportunidad de obtener mi perdón.

La mirada asesina de Apofis acabó con las vacilaciones del oficial superior, que saltó al laberinto y cayó sobre las manos y las rodillas.

A primera vista, el lugar nada tenía de peligroso.

Se componía de burladeros, formados por empalizadas cubiertas, a veces, de verdor. Era imposible extraviarse ya que un solo camino, tortuoso, llevaba a la salida.

A la altura de la primera empalizada, una mancha de sangre llamó la atención del general. Sin pensarlo demasiado, decidió saltar como si franqueara un obstáculo invisible.

E hizo bien, porque salieron dos hojas, una de cada lado, y le rozaron la planta de los pies.

El emperador apreció la hazaña. Desde que había mejorado mucho los distintos dispositivos del laberinto, pocos candidatos superaban esa primera etapa.

El general actuó del mismo modo al salir del segundo burladero, y este fue su error.

Cuando cayó de nuevo, el suelo se abrió bajo sus pies y se vio lanzado a un estanque donde dormitaba un cocodrilo hambriento.

Los aullidos del hicso no turbaron al animal ni al emperador, al que un servidor se apresuró a ofrecer un lavamanos de bronce. Mientras las mandíbulas del cocodrilo chasqueaban una y otra vez, Apofis se lavaba las manos.

esde que el cadáver de su marido había llegado del frente, transportado en el navío almirante, la joven reina de treinta y dos años no se separaba de él.

El cadáver, martirizado, mostraba varias heridas mortales, que la momificación había dejado visibles por orden de Ahotep. La reina no quería que desaparecieran las huellas del valor de Seqen, que había luchado solo contra una nube de hicsos antes de sucumbir. Su bravura había alentado las filas de los egipcios, aterrorizados por los carros de guerra tirados por caballos, un arma nueva y temible.

Nacido en una familia pobre, Seqen se había enamorado locamente de Ahotep, que admiraba a aquel ser puro y noble, apasionado por la libertad y dispuesto a sacrificar su vida para devolver a Egipto su pasada grandeza. Cogidos de la mano, Seqen y Ahotep habían afrontado múltiples pruebas antes de estar en disposición de atacar las posiciones de los hicsos, al norte de Tebas, y comenzar así a abrir el cerco.

A Ahotep se le había ocurrido la idea de crear una base secreta donde los soldados del ejército de liberación fueran preparados para el combate, y había confiado a Seqen la tarea de llevar a cabo el proyecto. Como reina de Egipto, Ahotep había reconocido a Seqen como faraón, una pesada función, de la que se había mostrado digno hasta el último aliento.

Aunque el imperio de las tinieblas hubiera convertido la existencia de la pareja real en un sendero de lágrimas y sangre, Ahotep recordaba los raros e intensos momentos de felicidad compartidos con Seqen. En su corazón, él seguiría siendo siempre la juventud, la fuerza y el amor.

A pesar de su aire frágil y quebradizo, la reina madre Teti la Pequeña bajó a la tumba donde su hija meditaba. Siempre impecablemente vestida y maquillada, la anciana dama luchaba con denuedo contra la sorda fatiga que la obligaba a dormir largas siestas y a acostarse temprano. Conmovida por la muerte de su yerno, temía que Ahotep no dispusiera ya de la energía necesaria para salir de su sufrimiento.

–Deberías alimentarte -le sugirió.

–¡Qué hermoso es Seqen!, ¿no es cierto? Hay que olvidar esas horribles heridas y pensar únicamente en el rostro altivo y decidido de nuestro rey.

–Hoy, Ahotep, tú eres la soberana del país. Todos esperan tus decisiones.

–Me quedo junto a mi esposo.

–Lo has velado de acuerdo con nuestros ritos. La momificación ha terminado.

–No, madre, no…

–Sí, Ahotep. Y me toca pronunciar las palabras que tanto temes escuchar, es decir, que ha llegado el momento de proceder a la ceremonia de los funerales y de cerrar esta tumba.

–Me niego.

Pese a parecer tan frágil ante la magnífica joven morena y de encantador hechizo, Teti la Pequeña no cedió.

–Comportándote como una plañidera, traicionas al faraón y haces inútil su sacrificio. Ahora debe viajar hacia las estrellas, y nosotros proseguir su lucha. Dirígete a Karnak, donde los sacerdotes te convertirán en la encarnación de Tebas la Victoriosa. El imperioso tono de su madre sorprendió a Ahotep, y sus palabras la atravesaron igual que puñaladas.

Pero Teti la Pequeña tenía razón.

Bajo fuerte vigilancia y acompañada por sus dos hijos -Kamosis, de catorce años de edad, y Amosis, de cuatro-, Ahotep se presentó en el templo de Amón, en Karnak, donde los ritualistas no dejaban de cantar himnos por la inmortalidad del alma real.

Desde la ocupación de los hicsos, Karnak no había gozado de ampliación alguna. Protegido por un recinto amurallado, el templo se componía de dos santuarios principales: uno, de pilares cuadrados, y otro, de pilares con forma de Osiris, que proclamaban la resurrección del dios asesinado por su hermano Set. De acuerdo con una profecía, la capilla que contenía la estatua de Amón, el Oculto, se abriría por sí misma si los egipcios conseguían vencer a los hicsos.

El sumo sacerdote se inclinó ante aquella a quien los soldados habían apodado la Reina Libertad.

Kamosis se mantenía muy erguido; el pequeño Amosis lloraba y apretaba con fuerza la mano de su madre.

–¿Estáis dispuesta, majestad, a mantener el fuego conquistador de Tebas?

–Lo estoy. Kamosis, ocúpate de tu hermano. Amosis se agarró a su madre.

–Quiero quedarme contigo… ¡Y quiero a mi papá! Ahotep besó con ternura al niño.

–Tu padre está en el cielo, con los demás faraones, y debemos obedecerle concluyendo su obra. Para conseguirlo, necesito a todo el mundo, y sobre todo, a nuestros dos hijos. ¿Lo comprendes?

Tragándose las lágrimas, Amosis se colocó ante su hermano mayor, que le tomó de los hombros.

El sumo sacerdote condujo a Ahotep hasta la capilla de la diosa Mut, cuyo nombre significaba, al mismo tiempo, «la madre» y «la muerte». Ella había dado a la adolescente la fuerza de librar un combate imposible, y ella iba a transformar la modesta ciudad tebana en la capital de la reconquista.

En la diadema de oro de su madre que llevaba Ahotep, el sumo sacerdote prendió un uraeus del mismo metal. Luego, le entregó un arco y unas flechas.

–Majestad, ¿os comprometéis a combatir las tinieblas?

–Me comprometo a ello.

–En ese caso, que vuestras flechas alcancen los cuatro puntos cardinales.

Ahotep apuntó a oriente; luego, al norte; después al mediodía, y por fin, a occidente. La nobleza de su actitud había impresionado a todos los ritualistas.

–Puesto que el cosmos os es favorable, majestad, he aquí la vida que deberéis preservar y la magia que deberéis dispensar. El sumo sacerdote acercó al rostro de la reina una cruz egipcia y un cetro cuya cabeza era la del animal de Set.

Unas potentes vibraciones atravesaron el cuerpo de Ahotep.

A partir de entonces, en ella se encarnaba la esperanza de todo un pueblo.

Después de que los soldados de la base secreta hubieron rendido un último homenaje al faraón difunto, el cortejo fúnebre tomó el camino de la necrópolis. Cuatro bueyes tiraban del sarcófago, depositado en una narria de madera. A intervalos regulares, unos ritualistas derramaban leche sobre la pista para facilitar el deslizamiento.

En aquel período de guerra, la artesanía tradicional estaba reducida a la mínima expresión, de modo que el mobiliario fúnebre de Seqen solo se componía de objetos modestos, indignos de una sepultura regia, que consistían en una paleta de escriba, un arco, sandalias, un taparrabos de ceremonia y una diadema. En Tebas no quedaba ya un solo gran escultor. Los del taller real de Menfis habían sido ejecutados por los hicsos hacía ya mucho tiempo.

Ahotep iba acompañada por sus dos hijos, su madre, el intendente Qaris y el superior de los graneros Heray, responsable de la seguridad en Tebas y gran cazador de colaboradores con el enemigo. El gobernador de la ciudad de Edfú, Emheb, había tenido que marcharse de nuevo a Cusae para que no decayera la moral de las tropas que se encontraban en el frente.

Ante la entrada de la pequeña tumba, tan irrisoria comparada con las pirámides de la edad de oro, Qans y Heray levantaron el sarcófago.

Antes de confiarlo a la diosa de Occidente, que absorbería a Seqen en su seno, donde lo haría renacer, había que abrirle la boca, los ojos y los oídos.

El sacerdote funerario tendió a la reina una hachuela de madera. En cuanto la tocó Ahotep, la herramienta se quebró.

–No tenemos otra -se lamentó el ritualista-. Era la última que había sido consagrada cuando el faraón reinaba en Egipto. – ¡El sarcófago del rey no puede permanecer inerte! – Entonces, majestad, habrá que utilizar la hachuela del Abridor de Caminos.

Nota El sarcófago de Segen-en-Ra se conserva en el Museo de El Cairo

–Pero si está en Assiut -objetó Qans-, y la ciudad no es segura.

–Vayamos inmediatamente allí -decidió la reina.

–Majestad, os lo ruego… ¡No debéis correr semejante riesgo! – El primero de mis deberes consiste en hacer apacible el viaje del faraón hacia los paraísos del otro mundo. Sustraerme a él nos llevaría al fracaso.

trescientos kilómetros al norte de Tebas, en territorio enemigo, en la ciudad de Assiut, la antigua sede del chacal divino, el Abridor de Caminos estaba agonizando. El afgano y el Bigotudo, dos endurecidos resistentes convertidos en oficiales del ejército de liberación, no carecían de contactos en la zona.

Así pues, habían confiado un mensaje a Bribón, el jefe de las palomas mensajeras, capaz de recorrer más de mil kilómetros de un tirón, a una velocidad de ochenta kilómetros por hora.

La misión era arriesgada. Si Bribón no regresaba, Ahotep perdería a uno de sus mejores soldados. Por lo demás, no le había ocultado el gran riesgo que iba a correr. Muy atento, con la cabeza erguida y brillantes los ojos, el palomo blanco y pardo se había considerado capaz de lograrlo.

Pero habían transcurrido ya dos días, y la reina escrutaba en vano el cielo.

Al crepúsculo, le pareció divisar en la lejanía a su mensajero. Su vuelo era vacilante, más pesado que de costumbre.

¡Sin embargo, era él!

Bribón se posó en el hombro de Ahotep.

Con el costado derecho cubierto de sangre, alargó orgullosamente la pata derecha, en la que estaba sujeto un pequeño papiro sellado.

La reina lo felicitó, acariciándolo con dulzura, tomó la misiva y confió el valeroso mensajero a Teti la Pequeña.

–Sin duda, ha sido herido por una flecha. Cuídalo con mucha atención.

–Es superficial -dictaminó la reina madre tras haber examinado la herida-. En unos días, Bribón estará en plena forma. Según el breve texto de un resistente de la región de Assiut, la ciudad había sido destruida casi por completo, a excepción de las antiguas tumbas. Ya solo albergaba una pequeña guarnición de hicsos que recibían mercancías procedentes de los oasis de Khargeh y de Dakleh.

–En marcha -decidió Ahotep.

Al amanecer, el barco atracó en el puerto de Assiut. Viajar de noche era peligroso, pues se podía embarrancar en un banco de arena o molestar a los hipopótamos de devastadora cólera. Pero, de día, el Nilo no era seguro; por dondequiera merodeaban los hicsos.

Muy activo antaño, aquel puerto estaba abandonado. Se pudrían viejas barcas y una barcaza reventada.

Ni Risueño ni Viento del Norte detectaron presencia inquietante alguna. El perro desembarcó primero, seguido por el asno, la reina, el afgano, el Bigotudo y una decena de jóvenes arqueros ojo avizor.

Aliada de Ahotep, la luna iluminaba el paisaje.

La ciudad se extendía al abrigo de un acantilado, en el que se habían excavado las tumbas; entre ellas, se encontraba la de un sumo sacerdote de Upuaut, el Abridor de Caminos, a quien había pertenecido la hachuela indispensable para resucitar la momia. – Si yo fuera el comandante hicso -observó el afgano-, situaría mis centinelas exactamente en este lugar. No hay mejor punto de observación.

–Vayamos a comprobarlo, pues -aconsejó el Bigotudo-. Si tienes razón, siempre serán algunos hicsos menos.

El Bigotudo era un egipcio del Delta. Arrastrado casi a su pesar a la resistencia, esta se había convertido en su razón para vivir.

El afgano, expoliado por los invasores, solo pensaba en restablecer el comercio de lapislázuli con un Egipto de nuevo respetuoso con las leyes comerciales.

Juntos, los dos hombres habían corrido muchos peligros. Admiradores incondicionales de la reina Ahotep, la mujer más hermosa e inteligente que habían conocido, se batirían por ella hasta el fin, fuera cual fuese.

El afgano y el Bigotudo treparon por la colina con la rapidez de los combatientes acostumbrados a las expediciones peligrosas. En menos de media hora ya estaban de regreso.

–Cuatro centinelas definitivamente dormidos -dijo el Bigotudo-. El camino está libre.

Como Ahotep se sometía al mismo entrenamiento que sus soldados, no le costó en absoluto subir la pendiente.

Varias tumbas habían sido profanadas; la del sumo sacerdote Upuaut, por desgracia, se contaba entre ellas. Los hicsos depositaban allí armas y alimentos.

Con el corazón lleno de rabia, la reina exploró las ruinas a la luz de una antorcha. Llegó a la pequeña sala situada cerca del fondo de la tumba, donde el ritualista solía guardar los objetos más valiosos.

En el suelo había fragmentos de arcones y estatuas. La reina hurgó en aquel caos. Y bajo un cesto que contenía alimentos momificados, encontró la hachuela de hierro celestial que se utilizaba en los rituales de resurrección.

La puerta de la tumba de Seqen se cerró, y su hijo mayor, ayudado por el intendente Qans, selló la necrópolis. Cuando Ahotep hubo abierto los ojos, la boca y los oídos de la momia, el alma del faraón dejó de estar encadenada a la tierra.

–Es preciso que hablemos de la situación, majestad -sugirió Qans.

–Más tarde.

–Tenéis que decidir rápidamente nuestra estrategia.

–El gobernador Eniflieh sabrá resistir en el frente. Yo quiero compartir la muerte de mi marido.

–Majestad, no me atrevo a comprenderos…

–Debo penetrar en la morada de la acacia, y nadie me lo impedirá.

Ya solo eran tres. Tres viejas sacerdotisas formaban la comunidad de recluidas en la morada de la acacia, condenada a una segura desaparición si la reina Ahotep no les hubiera asegurado la yacija y el alimento para que transmitieran su saber.


Ahotep se sentó con ellas al pie de una acacia de temibles espinas.

–La vida y la muerte se encuentran en ella -reveló la superiora-. Osiris le da su verdor, y en el interior del cerro de Osiris, el sarcófago se convierte en una barca capaz de bogar por los universos. Si la acacia se marchita, la vida abandona a los vivos, hasta que el padre resucita en el hijo. Isis crea un nuevo faraón, cura las heridas infligidas por Set, y la acacia se cubre de hojas.

La profecía era clara: Kamosis sería rey. Pero Ahotep exigía más aún.

–Que mi espíritu pueda permanecer eternamente unido al de Seqen, más allá de la muerte.

–Puesto que la muerte ha nacido -respondió la superiora-, morirá. Pero quien existía antes de la creación no sufre la muerte. En los paraísos celestiales no hay miedo ni violencia. Justos y antepasados comulgan con los dioses.

–¿Cómo puedo entrar en contacto con Seqen?

–Hazle llegar un mensaje que salga de tu corazón.

–¿Y si no me responde?

–Que el dios del destino vele por la reina de Egipto.

El único objeto de gran valor que poseía Ahotep era un portapinceles de madera dorada, con incrustaciones de piedras semipreciosas. Tenía la forma de una columna y llevaba una inscripción: «La reina es amada por Thot, el maestro de las palabras divinas».

En un papiro nuevo, Ahotep escribió, con hermosos jeroglíficos, una carta de amor a su esposo difunto, en la que le suplicaba que alejara a los malos espíritus y actuara en favor de la liberación de Egipto. Imploraba que le respondiera para probarle que, en efecto, había resucitado.

Ahotep ató la misiva a una rama de la acacia. Luego, con arcilla, fabricó una estatuilla de Osiris tendido en su lecho de muerte y la depositó al pie del árbol. Por fin, cantó acompañándose del arpa portátil, para que las resonancias aseguraran al alma de Seqen un viaje armonioso al más allá.

Pero ¿le respondería el hombre a quien amaba?

unque el almirante Jannas siguiera viéndose las caras con los piratas en las Cícladas y con los rebeldes tebanos, no sometidos todavía, la entrega de tributos se celebraba en Avaris, de acuerdo con las ceremonias habituales.

A Apofis le gustaba el momento en que los embajadores, llegados de todas las provincias del imperio, se inclinaban profundamente ante él y le ofrecían una impresionante cantidad de riquezas.

A diferencia de los antiguos faraones, guardaba para sí mismo la mayor parte, en vez de devolverla al circuito comercial. Implacable mano derecha del emperador, Khamudi no olvidaba servirse pródigamente, con la bendición de su dueño, de cuya seguridad se encargaba.

Con el pelo muy negro y pegado al redondo cráneo, los ojos algo rasgados, manos y pies gordezuelos, pesada la osamenta, Khamudi no dejaba de engordar desde que había sido nombrado gran tesorero. Aquel a quien sus esclavos llamaban Agárralo Todo o Su Suficiencia se quedaba con un porcentaje de todas las operaciones comerciales de importancia, tras haber echado mano a la explotación de papiro en el Delta.

Su única distracción consistía en entregarse a las peores perversiones sexuales, con la cooperación de Yima, su rubia y corpulenta esposa, de origen cananeo. También ahí, Apofis, que sin embargo pretendía ser austero y moralizante, cerraba los ojos. Seguiría cerrándolos mientras Khamudi se mantuviera en su lugar, el de segundo.

Como cada año, los almacenes de Avaris se llenaban de oro, piedras preciosas, bronce, cobre, diversas esencias de madera, paños, jarras de aceite y de vino, ungüentos y otras muchas riquezas que aseguraban a la capital del imperio su inigualable prosperidad.

Cuando el embajador de Creta, ataviado con una túnica decorada con rombos rojos, avanzó hacia el emperador, Khamudi rozó el pomo de su daga e hizo una señal a los arqueros que, al menor gesto sospechoso del diplomático, tenían orden de acabar con él.

Pero el cretense se inclinó tan profundamente como los demás antes de embarcarse en un largo discurso que alababa la grandeza y el poder del emperador hicso, de quien era un fiel vasallo.

Durante esa aburrida perorata, Ventosa, una magnífica euroasiática, hermana menor de Apofis, aprovechaba el tiempo para acariciar a su amante Minos, un pintor cretense enviado a Avaris para decorar el palacio de Apofis. El joven se ruborizó, pero la dejó hacer.

Los servidores del diplomático depositaron a los pies del emperador espadas, jarrones de plata y muebles refinados. Creta se mostraba merecedora de su reputación.

–El almirante Jannas está limpiando las Cícladas -declaró el emperador, cuya voz ronca hizo temblar a la concurrencia-, y este esfuerzo de guerra me cuesta caro. Puesto que Creta está cerca del lugar de los combates, me pagará un tributo suplementario.

El embajador se mordió los labios y se inclinó de nuevo.

Apofis estaba muy satisfecho de la decoración cretense de su palacio fortificado y del mobiliario que había acumulado en él: un lecho real, robado en Menfis; algunos incensarios y jofainas de plata dispuestos en las mesas de alabastro del cuarto de baño, cuyo suelo calcáreo era rojo, y sobre todo, unas espléndidas lámparas formadas por una base calcárea y una columnita de sicomoro coronada por una copela de bronce. Concluidas sus abluciones, el emperador se atavió con una túnica parda de flecos y se dirigió a los aposentos de su esposa Tany, indiscutiblemente la mujer más fea de la capital, a la que negaba el título de emperatriz para no tener que ceder ni una migaja de poder.

–¿Estás lista por fin?

Baja y gorda, Tany probaba sin cesar nuevos ungüentos con la esperanza de mejorar su aspecto. Pero los resultados eran desastrosos. Afortunadamente, esa antigua criada podía vengarse a diario de las egipcias, acomodadas antaño y reducidas entonces a la esclavitud.

–Mira esto, Apofis. ¿No es sorprendente?

Tany manipulaba unas cuentas fabricadas con un extraño material.

–¿Qué es?

–Según mi nueva esclava, originaria de Menfis, se llama vidrio. Lo obtienen fundiendo cuarzo con natrón o cenizas. ¡Y lo colorean a voluntad!

–Perlas de vidrio… Estas son algo opacas, pero debe ser posible mejorar el procedimiento. Ven, estoy impaciente por ver realizados nuestros dos proyectos, el tuyo y el mío.

–Acabo de maquillarme.

Tany se cubrió la frente y las mejillas con una espesa capa de polvos cosméticos a base de galena, óxido de manganeso, ocre pardo y malaquita.

Indiferente a la acentuada fealdad de su esposa, el emperador había apreciado siempre su odio hacia Egipto, que le inspiraba excelentes ideas.

Embutida en un conjunto a rayas blancas sobre fondo pardo, Tany salió con la cabeza erguida de palacio, un paso por detrás de su esposo.

Khamudi y la guardia imperial los aguardaban.

–Todo está listo, majestad.

El cortejo se dirigió hacia el último cementerio egipcio de Avaris, donde estaban enterrados los antepasados que habían vivido allí antes de la invasión.

Centenares de esclavos indígenas se amontonaban, unos junto a otros, por orden de la policía. Todos temían una ejecución masiva.

–Cualquier rastro de un pasado vil debe desaparecer -decretó Apofis-. Este viejo cementerio ocupa demasiado lugar. Por eso vamos a construir aquí casas destinadas a los oficiales.

Una anciana consiguió salir de la muchedumbre y se arrodilló, implorante.

–¡No, señor, no la emprendáis con nuestros antepasados! ¡Dejadles dormir en paz, os lo suplico!


Con un violento golpe propinado con el canto de la mano, Khamudi quebró el cuello de la insolente.

–Libradme de eso -ordenó a los policías- y acabad de inmediato con quien se atreva a interrumpir al emperador.

–En adelante -prosiguió Apofis-, enterraréis a los muertos delante de las casas o, incluso, en el interior de las moradas. En mi ciudad, no deben ocupar ningún espacio. No habrá ofrendas ni oraciones para los difuntos. Los muertos no existen ya; no hay «Bello Occidente», ni «Oriente Eterno», ni «Luz de Resurrección». Quien sea sorprendido en el desempeño de las funciones de sacerdote funerario será ejecutado inmediatamente.

Tany estaba encantada ya que, con su ingenio habitual, Apofis no se había limitado a aprovechar su idea, sino que la había mejorado.

Nada podía sumir mejor a los egipcios en la desesperación. Ser privados de cualquier contacto con sus antepasados les haría comprender, por fin, que había nacido un mundo nuevo.

El cortejo imperial tomó unas barcas para cruzar el brazo de agua y llegar al islote en el que se levantaba el templo de Set. Construido con ladrillos, el santuario principal de Avaris había sido también dedicado al dios sirio de la tempestad, Hadad. Ante la entrada se veía un altar rectangular, rodeado de encinas y fosas llenas de los huesos calcinados de animales sacrificados, especialmente asnos.

Los sacerdotes se inclinaron profundamente ante el emperador, que acudía a inaugurar una capilla a su propia gloria. Decorada por completo con hojas de oro, daba testimonio de la riqueza del imperio y de la divinidad de su dueño.

Aunque la ceremonia debería haber provocado regocijo, numerosas miradas inquietas examinaban el cielo. Justo por encima de Avaris, se acumulaban amenazadoras nubes.

Demostrando una perfecta serenidad, Apofis penetró en su capilla y consideró satisfactorio el trabajo de los artesanos. Todas las provincias del imperio serían informadas de que era el igual y el hijo de Set. Cuando salió del templo, los relámpagos cruzaban las nubes.

Grandes gotas comenzaban a caer sobre el altar, donde un sacerdote hicso acababa de matar un hermoso asno blanco con las patas atadas.

–¡Majestad, la cólera de Set nos advierte de un gran peligro! Es preciso…

Las palabras del sacrificador murieron en su garganta, que Apofis había cortado con la daga.

–¿No comprendes, imbécil, que el dueño de la tempestad me saluda, a mí, el dueño del imperio, y que está haciéndome invencible?

El gran tesorero Khamudi había instalado en pleno Avaris un gigantesco centro de impuestos custodiado por el ejército, desde donde controlaba las recaudaciones fiscales procedentes de las distintas provincias del Imperio. Los tributos no habían dejado de aumentar con el transcurso de los años, lo que había exigido un número de funcionarios también en constante aumento. Apofis ejercía el poder absoluto, mandaba en el ejército y delegaba la gestión financiera a su gran tesorero, que no debía ocultarle nada so pena de un castigo definitivo.

Khamudi apreciaba en exceso su puesto como para jugárselo, de modo que informaba al emperador de las distintas deducciones que efectuaba para aumentar su fortuna personal.

Los egipcios y los vasallos estaban ya desangrados, pero Khamudi inventaba nuevas tasas o hacía que se rebajara una para aumentar más otra. Convencido de que la explotación de los súbditos del imperio no tenía límites, pretendía mejorar sus resultados. Por lo que se refiere a los dignatarios, cuyo enriquecimiento había sido considerable desde los inicios del reinado de Apofis, se entendían con Khamudi. Asustado, el secretario del gran tesorero irrumpió en su despacho.

–Señor, es el emperador… ¡Está aquí!

Una inesperada visita de Apofis… Khamudi sintió de pronto deseos de rascarse la pierna izquierda. Las contrariedades le producían una especie de eccema que a las pomadas más activas les costaba reabsorber.

Miles de cifras desfilaron en su memoria. ¿Qué cometido?

–¡Majestad, qué gran honor recibiros!

De siniestra fealdad, encorvado, el emperador miraba de través.

–Estás bien instalado, amigo mío. Resulta un lujo algo chillón, con ese mobiliario moderno, ese ejército de chupatintas, esas vastas salas de archivos y tu fábrica de papiro, que funciona a toda vela; pero tienes la hermosa cualidad de ser eficaz sin moral alguna. Gracias a ti, el imperio se enriquece día tras día. Khamudi se sintió aliviado.

El emperador dejó caer su pesada y blanda masa en un sillón decorado con toros salvajes.

–Los egipcios son ovejas que debemos esquilar -declaró con voz cansada-. Pero la mayoría de nuestros soldados son unos débiles de carácter a los que hay que sermonear constantemente para evitar que se duerman en sus pasadas victorias. La incompetencia de nuestros generales me irrita en grado sumo.

–¿Deseáis acaso… una gran limpieza?

–Los sustitutos no serían mejores. Hemos perdido terreno en el sur de Egipto, Khamudi, y eso me resulta insoportable.

–¡A mí también, majestad! Pero se trata solo de una situación temporal. Los rebeldes están bloqueados a la altura de la ciudad de Cusae y no seguirán adelante. En cuanto Jannas haya regresado de las Cícladas, hará que el frente se hunda.

–Este asunto es mucho más serio de lo previsto -se lamentó Apofis-. El almirante no se enfrenta a simples piratas, sino a una flota enemiga bien organizada.

–Nuestras tropas regresarán muy pronto de Asia, donde han aplastado al adversario.

–No, Khamudi. Tendrán que quedarse allí algún tiempo para asegurarse de que la hoguera queda bien apagada.

–En ese caso, majestad; enviemos a nuestras guarniciones del Delta.

–De ningún modo, amigo mío. Mientras aguardamos a Jannas, disponemos de otra arma: la desinformación. Harás que se graben dos series de escarabeos: una, dirigida a nuestros vasallos para anunciarles que el imperio hicso no deja de extenderse; otra, dirigida a los egipcios que han tomado las armas contra nosotros. Cuida mucho la redacción en jeroglíficos del mensaje que voy a dictarte.

–¡Poneos al abrigo! – gritó el gobernador Emheb, un coloso infatigable-. ¡Utilizan sus hondas!

Los soldados del ejército de liberación se arrojaron al suelo o se ocultaron detrás de las chozas de cañas construidas en la línea del frente.

La caída de los proyectiles duró largos minutos, pero no siguió ataque alguno.

Los soldados recibieron la sorpresa de descubrir numerosos escarabeos de calcáreo cubiertos con la misma inscripción.

Se los llevaron a Emheb.

A medida que descifraba el texto, el gobernador percibió el peligro.

–Destruid todos esos escarabeos -ordenó.

Emheb copió el mensaje en un papiro y lo confió a Bribón para advertir lo antes posible a la reina.

Ahotep aguardaba un signo que le probara que el alma de Seqen había resucitado, pero nada ocurría. Sin embargo, todos los ritos habían sido correctamente realizados y ya no sabía qué iniciativa tomar para ponerse en contacto con su marido.

Al hilo de los días, la hermosa joven se marchitaba. Ninguno de sus allegados conseguía consolarla. Permanecía, sin embargo, atenta a sus dos hijos, muy turbados por la desaparición del padre. Kamosis intentaba olvidar su pesadumbre y se entrenaba en el manejo de las armas con varios instructores; el pequeño Amosis pasaba la mayor parte del tiempo jugando con su abuela.

Tebas se sumía en la tristeza. ¡Qué lejos estaban los primeros tiempos de la reconquista! El intendente Qaris se atrevió a acercarse a la reina, sentada al pie de la acacia a la que había confiado su carta para Seqen.

–Majestad…, ¿puedo hablar con vos?

–Ahora, el silencio es mi país.

–¡Es grave, majestad; muy grave!

–¿Hay algo más grave que la desaparición del faraón? Sin él, estamos privados de fuerza.

–Apofis ha hecho grabar escarabeos que anuncian vuestra muerte. Si la falsa noticia se extiende, los resistentes no tardarán en deponer las armas, y el emperador habrá vencido sin combatir.

Ahotep pareció más triste aún.

–Apofis no se engaña. Estoy muerta para este mundo. Tan comedido como siempre, el intendente se indignó.

–¡Es falso, majestad, y no tenéis derecho a ello! Sois la regente de las Dos Tierras, del Alto y el Bajo Egipto, y os habéis comprometido a proseguir la obra del faraón Seqen.

Ahotep esbozó una triste sonrisa.

–Un enemigo implacable ocupa las Dos Tierras. Al matar a Seqen, me mató también a mí.

De pronto, el intendente Qaris pareció trastornado.

–Majestad, vuestra carta… ¡Vuestra carta ha desaparecido! Ahotep se levantó para mirar la rama de la que había colgado el papiro.

–¡El faraón Seqen ha recibido vuestro mensaje, majestad! ¿No es ese el signo que aguardabais?

–Aguardo mucho más, Qans.

De la estatuilla de arcilla de Osiris, tendido en su lecho de muerte al pie de la acacia, brotaron espigas de trigo.

Esa visión dejó sin aliento a Ahotep, que estuvo a punto de desfallecer.

Una amplia sonrisa iluminó el rostro del intendente.

El faraón Seqen ha resucitado, majestad. Vive para siempre entre los dioses y va a guiar vuestra acción.