Entonces, el superior de los graneros, Heray, anunció la
buena nueva de que Ahotep estaba viva, gozaba de perfecta salud y
se dirigiría a sus tropas al amanecer del día
siguiente.
Muchos soldados se mostraron escépticos.
Pero cuando el sol apareció por oriente, la reina salió de
palacio, coronada con una fina diadema de oro y ataviada con una
larga túnica blanca. Su nobleza y su hermosura impusieron un
respetuoso silencio.
–Como ese sol que renace, el alma del faraón ha resucitado en
la luz. En calidad de regente, proseguiré el combate hasta que
Kamosis sea capaz de ponerse a la cabeza del ejército. Pretendo
mantener una absoluta fidelidad al rey difunto. Por eso he creado,
en Karnak, la función de «esposa de dios», y seré la primera en
ocuparla. Jamás volveré a casarme y mi único compañero seguirá
siendo mi marido, que descansa en el secreto del dios Amón. Cuando
Egipto haya sido liberado, si pertenezco aún a este mundo, me
retiraré al templo.
ribón y su equipo de palomas mensajeras habían abandonado
Tebas muy de mañana; llevaban mensajes dirigidos al frente.
Anunciaban que la regente Ahotep estaba en perfecto estado de salud
y que el combate contra los hicsos proseguía. Se daba orden de
destruir los escarabeos que propagaban informaciones
falsas.
Desde entonces, la base militar situada al norte de la ciudad
de Amón no sería ya secreta. Se convertía oficialmente en el
cuartel general del ejército de liberación, con su palacio, sus
fortines, su escuela de escribas, su cuartel, su arsenal y sus
alojamientos. Un destacamento especial protegía Tebas, donde nadie
pensaba ya en colaborar con los hicsos. El sacrificio de Seqen, sus
primeras victorias y la importancia que había adquirido la reina
Ahotep devolvían al conjunto de la población el deseo de
lucha.
Con la ayuda de su madre y gracias a la explotación del
yacimiento de plata que había descubierto en el desierto, Ahotep se
había empeñado en devolver su brillo a la Casa de la Reina.
Ciertamente, la vieja institución estaba muy lejos aún de su pasado
esplendor, pero los edificios oficiales de Tebas y de la base
militar ya no se reducían a unas decrépitas fachadas. De nuevo, los
animaba un personal cualificado; bajo la dirección de Qaris,
escribas y artesanos rivalizaban en ardor.
Ahotep, su madre y Heray se hallaban precisamente ante la
maqueta del intendente. Representaba Egipto, de la punta del Delta
a Elefantina. Cuando la reina la viera por primera vez, solo Tebas
escapaba al ocupante. En el presente, sin ser brillante, la
situación había evolucionado.
–Tebas, Elkab, Edfú: he aquí las tres ciudades de las que
estamos seguros -precisó Qaris-. Más al sur, Elefantina está bajo
el control de los nubios, los aliados de los hicsos. Y no hay que
olvidar, entre Tebas y Edfú, la poderosa fortaleza hicsa de
Gebelein. Al norte, muy cerca de Tebas, Coptos no ha sido liberada
por completo. Titi, el gobernador, nos asegura que su organización
de resistencia le basta, pero sin duda será preciso enviarle
refuerzos. Mucho más al norte, Hermópolis sigue siendo el principal
cerrojo hicso. Y no hablo del Delta, por completo sometido al
dominio del emperador.
–¿Cuáles son las últimas noticias del frente? – preguntó
Ahotep.
–Gracias a nuestras palomas mensajeras, estamos en permanente
contacto. El gobernador Emheb ha instalado su campamento ante la
ciudad de Cusae, donde está la primera línea de los hicsos, que se
limitan a esporádicos disparos de flechas. El modo como nuestras
tropas están dispuestas y ocupan el terreno impide un ataque en
gran escala de los carros.
–¿Por qué no se lanza el emperador al asalto de nuestras
posiciones? – se extrañó la reina.
–Si queremos ser optimistas -declaró Heray-, debemos suponer
que tiene los suficientes problemas como para dejar para más tarde
la pequeña molestia que le suponemos.
–Emheb consolida, día tras día, el frente -añadió
Qaris.
–¿Y el avituallamiento?
–De eso, se encargan los campesinos de los alrededores, que
se han unido a nuestra causa, majestad. Las organizaciones de
resistencia creadas por el afgano y el Bigotudo se han revelado muy
eficaces.
–Nuestro punto débil sigue siendo el armamento, ¿no es
cierto?
–Lamentablemente, sí. No disponemos de carros ni de esos
extraños animales, esos caballos que tiran de ellos y les dan una
increíble velocidad.
–No es razón para limitarnos a nuestras antiguas armas
-consideró Ahotep-. Convoquemos a todos los
artesanos.
En la mano izquierda, la regente de las Dos Tierras tenía un
cetro de madera con la cabeza de Set; en la derecha, la espada
sagrada del dios Amón. Junto a ella, altivo y serio, estaba su hijo
Kamosis.
–Con este cetro -declaró Ahotep ante los numerosos artesanos
reunidos-, mediré el Egipto liberado. Pero antes de llevar a cabo
esa obra de paz, tendremos que emplear esta espada que el dios de
Tebas nos entregó. Con ella, consagro a mi hijo mayor como jefe de
guerra; no para la muerte, sino para la vida. Que este rayo de luz
ilumine su pensamiento y le ofrezca el valor de su
padre.
Con la punta de la espada de Amón -un arma curva, de bronce y
recubierta de plata con incrustaciones de ámbar-, Ahotep tocó la
frente de Kamosis. El brillo de la hoja fue tan deslumbrador que
los espectadores se vieron obligados a cerrar los
ojos.
La mirada del adolescente había cambiado de pronto, como si
su conciencia se abriera a insospechadas
realidades.
–En el nombre del faraón y en el de la Reina Libertad juró
con una solemnidad que hizo estremecerse a la concurrencia-, me
comprometo a combatir hasta mi último aliento para que Egipto
vuelva a ser el que era y la alegría dilate de nuevo los corazones.
Hasta que esté listo para cumplir mi tarea, no me concederé ya un
solo momento de descanso.
Kamosis besó la espada de Amón y se prosternó ante la
regente. En él acababa de morir la infancia.
–Todos sabemos que nuestro armamento es inferior al del
enemigo -reconoció Ahotep-. A vosotros, artesanos tebanos, os
corresponde reducir esta deficiencia. Vais a fabricar nuevas
lanzas, más largas, con puntas de bronce más penetrantes, y unos
nuevos escudos de madera reforzados también con bronce. En
adelante, los infantes llevarán la cabeza protegida por un casco, y
el torso, por una coraza de grueso cuero. Hachas, mazas y pañales
deben ser de mejor calidad. Y las tropas de élite irán equipadas
con espadas curvas, parecidas a la de Amón. En el cuerpo a cuerpo,
gracias a estas armas y a nuestra voluntad, seremos superiores a
los hicsos. ¡Ahora, manos a la obra!
Las aclamaciones saludaron esas palabras de la
reina.
–¡Qué mujer tan extraordinaria! – afirmó el Bigotudo, que no
se había perdido ni un ápice de la escena.
–Está poseída por esa fuerza que vosotros denomináis magia
-añadió el afgano-. Y esa mirada… ¿Quién no se sentiría subyugado
por ella?
–Ya te lo he dicho: sobre todo, no te
enamores.
–¿Por qué no?
–No tenías ya posibilidad alguna, afgano, pero tienes menos
aún desde que la reina Ahotep se ha convertido en esposa de dios.
En adelante, ningún hombre se acercará a ella.
–Ahotep es demasiado hermosa para aceptar semejante
destino.
–Ella lo ha elegido. Como puedes advertir, no carece de
carácter ni de coherencia en las ideas.
–Recuerda, Bigotudo, cuando iniciamos la resistencia… vencer
a los hicsos te parecía imposible.
–Para serte franco, sigo pensando lo mismo. Ahotep se nos ha
subido a la cabeza y casi olvidamos el desequilibrio de fuerzas. No
importa… Ella da sentido a nuestra vida y a nuestra
muerte.
Para consolidar más aún el frente, Ahotep había decidido
utilizar el heka, el poder mágico nacido de la luz, del que se
había convertido en depositaria durante su viaje a Dendera, en
compañía de Seqen. El heka más intenso era el de la ciudad santa de
Heliópolis, desgraciadamente en manos de los hicsos. Pero aquel del
que la regente disponía bastaba para inmovilizar al adversario, al
menos durante algún tiempo.
En la capilla de Mut, en Karnak, un ritualista fabricó
figuras de cera que representaban a unos hicsos atados e incapaces
de hacer daño. Luego, en unos cuencos rojos, Ahotep escribió el
nombre de Apofis y fórmulas antiquísimas que ordenaban a la
serpiente destructora escupir su veneno y caer sobre su faz. – Que
el aliento anime esas figurillas -declaró la reina- y las abrase.
Que la cera, nacida de la abeja, símbolo de la realeza del Bajo
Egipto y del Delta, se convierta en nuestra
aliada.
Las llamas crepitaron, los horribles rostros de los hicsos se
deformaron y Ahotep rompió los cuencos rojos.
–¿Puedo hablaros en privado, majestad? – preguntó el
intendente Qaris a la reina cuando salió del
templo.
–Pareces trastornado… ¿Malas noticias del
frente?
–No, tranquilizaos. Pero he reflexionado mucho y no puedo
guardar para mí unas conclusiones que solo vos debéis conocer.
Metido en carnes, con las mejillas redondas y una imperturbable
calma, Qaris conseguía, por lo general, contagiar su buen humor,
incluso en los momentos más difíciles. Ahotep nunca lo había visto
tan deprimido.
–¿Podemos alejarnos, majestad? Nadie debe oír lo que voy a
deciros.
La reina y el intendente recorrieron el embarcadero del
templo.
–El enemigo exterior es temible -declaró Qans-, pero el
enemigo interior no lo es menos. Afortunadamente, Heray nos ha
liberado de los colaboracionistas y, para la población, solo vos
existís. Además, Tebas sabe perfectamente que ya no puede
retroceder y que deberemos ir hasta el final de la aventura, es
decir, la destrucción o la libertad.
–Lo sé, lo sé, Qans. ¿Temes acaso el renacimiento de un
partido colaboracionista?
–No, Heray está muy atento, y Tebas no volverá atrás, estoy
convencido de ello. Se trata de otra cosa, igualmente
grave.
El intendente tenía la boca seca.
–Hace muchos años que mi principal tarea consiste en recoger
las informaciones y extraer de ellas lo esencial. Naturalmente, he
estudiado con atención los informes referentes a la trágica muerte
del faraón Seqen.
Ahotep se detuvo.
–¿Has advertido alguna anomalía?
–Majestad, estoy convencido de que vuestro marido cayó en una
trampa. Los hicsos le aguardaban en aquel lugar, sabían cómo
aislarlo y lo asesinaron gracias a las indicaciones que les
proporcionó alguien bien informado.
–¿Quieres decir… que hay un traidor entre
nosotros?
–No tengo prueba formal de ello, pero esa es mi íntima
convicción.
Ahotep levantó los ojos al cielo. No había previsto aquel
golpe bajo.
–¿Tienes sospechas más concretas, Qaris?
–No, majestad, y espero equivocarme.
–Si tienes razón, mis decisiones más importantes tendrán,
pues, que permanecer secretas.
–Tanto como sea posible, en efecto. Y os recomiendo que
desconfiéis de todo el mundo.
–Pero no de ti, Qans.
–Solo tengo mi palabra para ofreceros,
majestad.
a destrucción del último cementerio egipcio de Avaris había
provocado una inesperada revuelta entre las viudas y los viudos
ancianos. Desesperados, se habían agrupado para marchar sobre la
ciudadela y protestar contra la decisión del
emperador.
Atónitos, los guardias vieron llegar aquella oleada de
inofensivos harapientos, de los cuales un buen número se movía con
dificultad. Bastaron algunas lanzas para
detenerlos.
–Volved inmediatamente a vuestras casas -les ordenó un
oficial anatolio.
–Queremos conservar nuestro cementerio -protestó un
octogenario que se apoyaba en su bastón-. Mi esposa, mis padres,
mis abuelos y mis tatarabuelos están enterrados allí. Lo mismo
ocurre con la mayoría de mis compatriotas. Nuestros muertos no
amenazan, que yo sepa, la seguridad del imperio.
–Las órdenes son las órdenes.
Silenciosos y decididos, los contestatarios se sentaron.
Exterminarlos no ofrecía dificultad alguna, pero el oficial
prefirió consultar con un superior.
–¿Viejos? – se extrañó Khamudi.
–Se niegan a regresar a sus casas y quieren ser recibidos por
el emperador.
–¡Esos imbéciles siguen sin comprender que los tiempos han
cambiado! ¿Son ruidosos?
–No, en absoluto. ¿De qué modo queréis que los
ejecutemos?
–¿Ejecutarlos…? Tengo una idea mejor. Ve a buscar a Dama
Aberia. Yo solicitaré la autorización del
emperador.
Con sus manos, más anchas que las de un coloso, Dama Aberia
se entregaba a su placer favorito, o sea, estrangular. De momento,
se limitaba a una gacela, cuyos mejores pedazos se servirían en la
mesa de Apofis. Pero era mucho menos divertido que retorcerle el
cuello a una aristócrata egipcia reducida al rango de esclava.
Gracias a la esposa del emperador, Dama Aberia no carecía de
presas, aterrorizadas unas, gesticulantes otras. Su sed de venganza
era inextinguible, y Apofis aprobaba esa política de terror, que
disuadía a los vencidos de resistírsele.
–El gran tesorero solicita vuestra presencia urgentemente -le
comunicó el oficial.
Dama Aberia sintió un delicioso estremecimiento. Conociendo a
Khamudi, solo podía tratarse de una exaltante
tarea.
–¿Qué significa ese rebaño de vejestorios? –
preguntó.
–Son peligrosos rebeldes -respondió Khamudi.
–¿Peligrosos, ellos? – se carcajeó Dama
Aberia.
–¡Mucho más de lo que crees! Esos ancianos defienden
perjudiciales tradiciones y las transmiten a los más jóvenes. Por
eso, no deben seguir en Avaris, donde dan mal ejemplo. Su lugar
está en otra parte, lejos de aquí.
El interés de Dama Aberia comenzó a
despertarse.
–¿Y me toca a mí… encargarme de eso?
Junto a nuestra base de retaguardia, en Palestina, en
Sharuhen, hay zonas pantanosas donde podría establecerse un campo
de prisioneros.
–¿Un simple campo…, o un penal de
exterminio?
–Como quieras, Dama Aberia.
La estranguladora miró a los prisioneros de un modo
distinto.
–Tenéis razón, gran tesorero. Son, en efecto, rebeldes
peligrosos y los trataré como a tales.
El cortejo tomó la pista que, rodeando unos lagos, se dirigía
al este. Cómodamente instalada en su silla de manos, Dama Aberia
obligaba a su rebaño de esclavos a caminar lo más deprisa posible;
solo les concedía un alto y un poco de agua cada cinco
horas.
La resistencia de aquellos viejos egipcios la sorprendía.
Solo algunos se habían derrumbado al comienzo del viaje, y Dama
Aberia no había cedido a nadie la tarea de retorcerles el cuello.
Sus despojos harían las delicias de los buitres y demás carroñeros.
Un solo deportado intentó huir y fue derribado enseguida por un
policía hicso.
Los demás avanzaban, paso a paso, bajo un sol ardiente. Si
alguien se debilitaba, los más valerosos le sostenían como podían y
lo obligaban a continuar.
A veces, el corazón fallaba. Entonces, el cadáver era
abandonado a un lado de la pista, sin ritos ni
sepultura.
El primero que pidió más agua fue azotado hasta la muerte.
Así pues, los viudos y las viudas avanzaban sin quejarse, ante la
encantada mirada de Dama Aberia, que pensaba ya en organizar otros
viajes como aquel.
–No hay que perder la esperanza -le dijo un septuagenario a
su compañera de infortunio-. Mi hijo forma parte de una
organización de resistentes y me ha dicho que la reina se ha puesto
a la cabeza de un ejército de liberación.
–No tiene posibilidad alguna.
–Ha infligido ya algunas derrotas a los
hicsos.
–En Avaris, nadie habla de ello -objetó la
mujer.
–La policía del emperador funciona bien… Pero, de todos
modos, la noticia acabará propagándose. El ejército tebano ha
llegado a Cusae y tiene, forzosamente, la intención de atacar el
Delta.
–Los hicsos son demasiado poderosos y los dioses nos han
abandonado.
–¡No, estoy seguro de que no!
A pesar de sus reticencias, la viuda murmuró la noticia al
oído de su vecino, que transmitió a otro la información. Poco a
poco, todos los prisioneros supieron que Tebas había levantado la
cabeza y que se había iniciado el combate. Los más extenuados
recuperaron fuerzas; el camino pareció menos penoso a pesar del
calor, la sed y los mosquitos.
Tras la de Avaris, la plaza fuerte de Sharuhen era la más
impresionante del imperio. Altas torres permitían controlar los
alrededores y el puerto. La ciudad de guarnición albergaba tropas
de choque capaces de intervenir en cualquier momento en
Siro-Palestina y acabar de raíz con el menor intento de
sedición.
De acuerdo con las órdenes de Apofis, los hicsos efectuaban
expediciones a intervalos regulares, solo para recordar a la
población civil que la ley del emperador era inviolable. Se
saqueaba una aldea, se incendiaba, se violaba a las mujeres, y
luego se las empleaba como esclavas, junto con sus hijos más
robustos. Era la distracción más apreciada por la guarnición de
Sharuhen, cuyo puerto recibía los cargueros repletos de abundantes
alimentos.
La llegada del lamentable cortejo sorprendió al comandante de
la fortaleza, que quedó impresionado por la musculatura de Dama
Aberia.
–Misión oficial -declaró ella con aplomo-. El emperador desea
que levante un penal cerca de la fortaleza. Ha decidido deportar a
la mayor parte de los rebeldes para que no turben el orden
hicso.
–¡Pero si son ancianos!
–Propagan ideas peligrosas, que pueden turbar los
espíritus.
–Bueno, bueno… Tendréis que alejaros hacia el interior de las
tierras, pues por aquí hay muchas marismas y…
–Eso me parece perfecto. Quiero que los penados estén al
alcance de vuestros arqueros que montan guardia en lo alto de las
torres. Si uno de esos bandidos intenta cruzar las cercas que vamos
a levantar, derribadlo.
Dama Aberia eligió el peor lugar, es decir, un terreno
poroso, infestado de insectos y batido por los
vientos.
Ordenó a los prisioneros que construyeran chozas de caña,
donde, en adelante, vivirían a la espera de la clemencia del
emperador, que, en su gran bondad, les concedía una ración
cotidiana.
Una semana más tarde, la mitad de los ancianos había muerto.
Sus compañeros habían enterrado los cuerpos en el barro, excavando
con las manos. Tampoco ellos sobrevivirían mucho
tiempo.
Satisfecha, Dama Aberia se puso en camino hacia Avaris, donde
agradecería calurosamente a Khamudi su iniciativa. Ella se
encargaría de preparar la siguiente deportación de rebeldes, que,
tras haber probado los encantos de Sharuhen, no causarían ya
problema alguno al emperador.
A sus casi veinte años, Viento del Norte ejercía una
importante función a la cabeza de los asnos de Tebas. Conducía a
los bravos pollinos por los senderos y velaba por el transporte de
los materiales. Nunca protestaba ante la tarea, siempre que los
humanos hicieran lo mismo y no eludieran sus
responsabilidades.
Ahotep sabía que, sin Viento del Norte y sus colegas de
cuatro patas, la base militar no habría podido ver la luz. Y el
asno seguía trabajando, con la misma constancia y el mismo sentido
de la tarea bien hecha.
Sin embargo, aquella hermosa mañana de primavera estaba
marcada por el luto. Al amanecer, Risueño había entregado su alma.
Tras haber salvado a la Reina Libertad, siendo su infalible guarda
de corps, el viejo perro, con el organismo desgastado, había puesto
dulcemente su enorme cabeza a los pies de la muchacha y le había
dirigido una última mirada, tierna y cómplice. Luego, había emitido
un único estertor, largo y profundo.
Afortunadamente, Risueño el Joven, que tenía seis meses,
prometía ser tan fuerte e inteligente como su padre. Con el pelaje
del color de la arena, el negro hocico y los ojos anaranjados,
percibía ya la menor intención de su dueña.
Risueño el Viejo fue momificado y enterrado junto al faraón
Seqen. Con él, desaparecía la juventud de Ahotep, las horas de
aventura y felicidad vividas en compañía de su marido. Bajo las
vendas se había depositado un papiro con las fórmulas mágicas
indispensables para cruzar las puertas del otro mundo. Compartiendo
la pesadumbre de la reina, Viento del Norte
le tocó dulcemente el hombro con el hocico. Ella le acarició el
cuello y le rogó que concediera su amistad al joven cachorro, que
tenía que aprender mucho aún.
En señal de aprobación, sacudió sus grandes
orejas.
El informe de Dama Aberia encantaba al emperador, de un humor
de todos los diablos tras el fracaso de su operación de
desinformación. ¿Por qué no había pensado antes en organizar
deportaciones y abrir un campo de exterminio donde desaparecieran
los resistentes? Aquella nueva iniciativa de Khamudi resultaba
excelente; Sharuhen era todo un éxito.
Poco a poco, Avaris se había vaciado de contestatarios,
incluso de los potenciales, y los hicsos solo conservaban los
esclavos indispensables para efectuar las tareas más
ingratas.
–Majestad -dijo Khamudi, goloso-, tengo aquí una lista de
rebeldes cuyas actitudes o palabras merecen el
penal.
–Guárdame algunos para el toro y el
laberinto.
–Naturalmente, majestad. Pero debo avisaros de que no solo
hay egipcios.
Apofis parpadeó.
–Un escriba hicso me ha faltado al respeto -explicó Khamudi-
y un jardinero anatolio disgusta a mi esposa. ¿No merecen, acaso,
ser llamados al orden?
–Muy bien -convino el emperador-. Por mi parte, añado un
guardia de palacio que cometió el error de acostarse con mi tierna
hermana Ventosa y quejarse de un horario de servicio en exceso
cargado. Nadie debe abandonarse a ese tipo de críticas. El campo de
Sharuhen le pondrá otra vez las ideas en su lugar. Que Dama Aberia
se encargue del nuevo envío.
La deportación de las viudas y los viudos había sembrado el
terror en la población egipcia del Delta. Nadie se sentía a salvo
de las arbitrarias decisiones del emperador y de Khamudi. Las
minúsculas organizaciones de resistencia no se atrevían ya a tomar
la menor iniciativa y se limitaban a recoger algunas informaciones
procedentes del frente, con la esperanza de que fueran auténticas.
Sin embargo, casi todos ignoraban aún que un ejército de liberación
había llegado a Cusae.
En las Cícladas, Jannas obtenía victoria tras victoria, pero
descubrir y perseguir las embarcaciones piratas le robaba mucho
tiempo. Y el almirante dejaba parte de su flota ante las costas de
Creta, cuya intervención temía.
En Asia, las tropas de los hicsos imponían una sangrienta
ocupación, llevada a cabo mediante ejecuciones sumarias. Pese a
aquella brutalidad, algunos jefes de clan se obstinaban en tomar
las armas. Ninguno resistía demasiado, y todos terminaban
empalados, al igual que los miembros de la familia. Pero ese
irritante hervor impedía a Apofis repatriar sus regimientos y
lanzarlos al asalto del Alto Egipto.
–La reina Ahotep es incapaz de avanzar -observó Khamudi-. Su
miserable tropa no tardará ya en agotarse. No me sorprendería una
próxima rendición. ¡Qué error haber elegido a una mujer como jefe
de guerra! Decididamente, estos egipcios nunca serán
combatientes.
–Comparto tu punto de vista -concedió el emperador-. Sabemos,
en efecto, que los tebanos apenas son capaces de controlar algunas
apartadas provincias. Sin embargo, es posible atacar la raíz del
mal y suprimir la causa de esta estúpida revuelta sin ni siquiera
librar batalla. Uno de nuestros buenos amigos se encargará de
ello.
Como había prometido, el príncipe Kamosis no se concedía ya
reposo alguno. Se entrenaba con tanta intensidad en el manejo de
las armas que su cuerpo se había vuelto el de un atleta, y era
necesaria toda la autoridad de la reina para obligarle a acostarse
unas horas, con el fin de evitar el agotamiento. Pero Kamosis casi
no dormía, obsesionado por el rostro de su padre, el modelo que
quería seguir.
De su madre aprendía el arte de gobernar. En compañía de su
hermano menor, recogido y atento, leía los textos de sabiduría
transmitidos por los faraones de la edad de oro. A veces, comenzaba
a soñar que Egipto era realmente libre, que era posible desplazarse
de una provincia a otra y navegar de manera apacible por el Nilo.
Pero la realidad le alcanzaba como una mordedura y, con un nudo de
rabia en el estómago, proseguía su aprendizaje como
faraón.
Mientras Ahotep reunía a los miembros de un destacamento con
destino a Coptos, el intendente Qaris le comunicó que un inesperado
visitante solicitaba audiencia; se trataba de un delegado de Titi,
el gobernador de Coptos.
El hombre era bajo, gordo y barbudo. Se inclinó ante la
reina.
–¡Tengo buenas noticias, majestad! El gobernador Titi ha
conseguido, por fin, liberar la ciudad. Los últimos hicsos han
huido y nos hemos apoderado de un barco de mercancías que contiene
numerosas jarras de alimentos. He aquí algunas, a la espera de
otras presas.
Se trataba, en efecto, de jarras de los hicsos, panzudas y
pintadas de pardo.
–Dos soldados de la guardia personal de Titi y yo las hemos
transportado por caminos rurales -precisó el barbudo-. La región
está tranquila, los campesinos recuperan la confianza. ¡Los
habitantes de Coptos os aguardan, majestad!
–¿Está el gobernador seguro de su éxito?
–En caso contrario, majestad, no me habría mandado a Tebas.
Titi ha sufrido mucho por la ocupación y es un hombre
prudente.
Ahotep recordó su breve estancia en Coptos, en compañía de
Seqen. Durante su encuentro, el gobernador le había afirmado que
estaba organizando la resistencia con el máximo de precauciones, al
mismo tiempo que se presentaba como aliado de los hicsos que
controlaban la ciudad.
–Lleva tus jarras a las cocinas -ordenó el intendente
Qaris.
–Almorzarás con nosotros -añadió la reina- y nos darás
detalles de la liberación de Coptos.
El más hambriento era Risueño el Joven. Sin la enojada mirada
de Ahotep, de buena gana habría saltado sobre los platos que los
servidores depositaban en la mesa real. El cachorro jugaba al
infeliz que no había sido alimentado durante varios días, y siempre
conseguía encontrar algún crédulo dispuesto a
socorrerlo.
–¿Son los hicsos dueños aún de las rutas de caravanas? –
preguntó la reina al enviado del gobernador Titi.
–No por mucho tiempo, majestad. Pero tendremos que
desmantelar los fortines que implantaron en el desierto, hasta el
mar Rojo.
–¿Tiene el gobernador un mapa detallado?
–Sí, gracias a los caravaneros que se alegran de escapar, por
fin, del yugo hicso. Utilizando sus indicaciones, podremos atacar
por sorpresa al enemigo y desmantelar, una a una, sus
instalaciones.
Con la aplicación de esa estrategia, Ahotep acabaría con los
enclaves de la provincia tebana, que, de nuevo, recibiría
mercancías de las que había estado privada durante largos
años.
–¿De cuántos hombres dispone el gobernador?
Mientras el pequeño barbudo se lanzaba a unas explicaciones
bastante enmarañadas, la reina probaba maquinalmente un plato de
habas y de buey asado.
De pronto, un hocico de perro levantó su
muñeca.
–¡Risueño! Realmente eres muy insolente…
Con su pata izquierda, el perro volcó el plato y comenzó a
ladrar, al tiempo que miraba al enviado de Coptos.
La reina comprendió.
Su mejor guarda de corps había intentado
salvarla.
–¡Detened a este hombre! – ordenó.
El barbudo se levantó y corrió hacia la puerta del comedor.
Dos guardias le cerraron el paso.
–Estos alimentos están envenenados -dijo Ahotep-, y he comido
de ellos.
Cuando comenzó a sentirse enferma, la reina Ahotep se tendió
en un lecho bajo. Su madre, con un lienzo perfumado, le humedecía
la frente.
–El hombre ha hablado -indicó Heray, que acababa de llevar a
cabo un duro interrogatorio-. Envenenó vuestro plato con unas
semillas de ricino y veneno de escorpión. Si vuestro perro no
hubiera intervenido, majestad, estaríais muerta.
Tendido al pie de la cama, el perro había decidido no
separarse ya de su dueña.
–¿Viene realmente de Coptos? – preguntó
Ahotep.
–Sí, majestad.
–Ha actuado, pues, por orden del gobernador
Titi.
–No cabe duda de que él envió a ese asesino, probablemente
para satisfacer al emperador.
–Hay que tomar Coptos enseguida -decidió la regente. Ahotep
intentó levantarse, pero unos violentos dolores de estómago se lo
impidieron.
–Vayamos inmediatamente al templo de Hathor -dijo Teti la
Pequeña, inquieta-. Las sacerdotisas sabrán
cuidarte.
Pese al alivio temporal que supuso una mixtura compuesta de
cebolla, algarrobo, extracto de lino y una planta llamada «madera
de serpiente», Ahotep había sido víctima de un grave malestar en el
camino que llevaba a Deir el-Bahari, donde el faraón Mentuhotep II,
había construido un extraordinario edificio.
Nota: Los Mentuhotep son uno de los linajes de la dinastía XI
(hacia 2o6o-i99i a. C.).
Una vez cruzado el vasto antepatio, lleno de árboles, se
accedía a un pórtico. Contra sus columnas se adosaban unas estatuas
que representaban al rey tocado con la corona roja y ataviado con
la túnica blanca ceñida que llevaba durante la fiesta de
regeneración. El rostro, las manos y las enormes piernas negras del
monarca lo hacían casi terrorífico.
Luciendo los tres colores de la alquimia de la resurrección,
el faraón se había multiplicado así en otros tantos guardianes que
velaban por el monumento central, una representación del cerro
primordial, la isla de la primera mañana del mundo, en la que se
había corporeizado la luz.
Cerca del santuario, unas sacerdotisas de la diosa Sekhmet
veneraban una antiquísima estatua instalada ante una vasta cubeta
de piedra, donde, en caso de enfermedad grave, algunos pacientes
eran autorizados a bañarse.
–Soy Teti la Pequeña y os confio a la reina de Egipto, que
acaba de ser envenenada.
Heray llevaba en sus brazos a la desvanecida
Ahotep.
–Leed en voz alta el texto inscrito en la estatua -recomendó
la decana.
–«Ven a mí, tú cuyo nombre está oculto incluso para los
dioses, tú que creaste el cielo y la tierra y echaste al mundo
todos los seres. Ningún daño se producirá contra ti, pues eres el
agua, el cielo, la tierra y el aire. Que me sea concedida la
curación.»
Tras haberse rizado, el agua burbujeó.
El genio de la estatua acepta a la enferma -concluyó la
decana-. Desnudadla y sumergidla en la cuba.
Mientras Teti y las demás sacerdotisas lo hacían, la decana
derramó agua sobre los jeroglíficos. Entretanto, una de sus colegas
recogía el precioso líquido, impregnado entonces de energía
mágica.
En cuanto Ahotep, inconsciente aún, fue sumergida en el baño,
la sirvienta de Sekhmet le roció la garganta con agua sanadora.
Cuando hubo repetido siete veces el gesto, rogó a todos los
presentes que se alejaran.
–¿Sobrevivirá mi hija? – preguntó la reina madre, angustiada.
La decana permaneció silenciosa.
Coptos estaba en fiestas.
Como agradecimiento por los servicios prestados a los hicsos,
el gobernador Titi había recibido autorización para celebrar la
fiesta de Min. Naturalmente, algunos episodios del ceremonial se
omitían, como la procesión de las estatuas que representaban a los
antepasados reales. El único faraón era Apofis.
Obedeciendo sus órdenes, Titi acababa de poner fin a una
absurda guerra que habría visto morir, inútilmente, a miles de
egipcios. Desde hacía mucho tiempo, el gobernador había comprendido
que el poder de los invasores no dejaría de consolidarse y que su
país se había convertido en una provincia de los hicsos. Llevando a
cabo un sutil doble juego, había preservado algunas de sus
prerrogativas y había logrado que sus protegidos no vivieran
demasiado mal bajo la ocupación. En el fondo, bastaba con renunciar
a los valores tradicionales y acomodarse a las exigencias del
emperador.
Así, la vieja fiesta del dios de la fecundidad, tanto
espiritual como material, perdería todo carácter sacro para
convertirse en un festejo popular acompañado por la glorificación
de Apofis, el bienhechor de Egipto.
De no haber sido por la loca de Ahotep y su insensato marido,
la provincia tebana habría seguido viviendo días apacibles.
Afortunadamente, Seqen había muerto, y el ejército de liberación se
pudría en Cusae.
El último peligro era la reina. Por haberla conocido en
Coptos, muchos años antes, Titi sabía que no renunciaría a
combatir. Obstinada, se negaba a admitir la realidad. Por su causa,
el sur corría el riesgo de ser víctima de una terrible
represión.
Gracias a Titi, Coptos se salvaría. Al enviar a Tebas su
mejor lugarteniente para envenenar a Ahotep, el gobernador se
convertía en un héroe del imperio. La desaparición de la reina
supondría el final de los combates. Esa era la excelente noticia
que Titi iba a anunciar a la población, tan contenta con los
festejos.
–Jodo está dispuesto? – preguntó a su
intendente.
–Sí, pero la policía de los hicsos exige custodiar el
cortejo.
–Es muy natural; yo no toleraría exceso
alguno.
Titi se apresuró a saludar al jefe de la policía local, un
sirio de tosco rostro.
–Al menor incidente -anunció el hicso-, meto en la cárcel a
los revoltosos y hago que ejecuten a la mitad.
Jefe -le dijo el ayudante del aduanero a su superior-, se ve
humo.
–¿Dónde?
–Parece que viene de la ciudad vieja.
–¡Sin duda, un antiguo edificio que arde! Eso no nos
concierne. Estamos aquí para cobrar las tasas de todos los que
cruzan, la aduana de Coptos, infligirles la máxima multa y obtener
el beneplácito del emperador. El resto nos trae sin
cuidado.
Jefe…
–¿Qué ocurre ahora?
–Viene gente.
–No te preocupes. Me duele el brazo a fuerza de poner el
sello en tanto papeleo y necesito echar una
siesta.
–Hay mucha gente, jefe.
–¿Varios mercaderes?
–No, jefe. Un ejército.
El jefe aduanero salió de su sopor.
En el Nilo, había una decena de embarcaciones con arqueros.
En la carretera, se veían centenares de soldados egipcios al mando
del Bigotudo.
–He aquí lo que tengo que declarar -anunció con gravedad-: os
rendís o acabo con vosotros.
Con los rasgos demacrados y apagada la mirada, el buen
gigante Heray se inclinó ante la reina.
–Majestad, os presento mi dimisión como superior de los
graneros y responsable de la seguridad interior de Tebas. ¡Ojalá
algún día podáis perdonarme mi ineptitud y mi falta de
clarividencia! Nadie ha cometido una falta más grave que yo, y soy
consciente de ello. El único favor que imploro es no ser expulsado
de esta ciudad. Pero si decidís otra cosa, os daré mi
aprobación.
–Nada te reprocho, Heray.
–¡Majestad! Dejé que un asesino se aproximara a vos, envenenó
vuestro alimento y estuvisteis a punto de morir. Por mi causa, la
lucha por la libertad podía haberse quebrado. Solo merezco la
destitución.
–No, Heray, pues pones cada día en práctica la más alta de
las virtudes, es decir, la fidelidad. Gracias a ella permanecemos
unidos y venceremos.
–Majestad…
–Hazme el honor de conservar tus funciones, amigo mío, y de
ejercerlas con el máximo de vigilancia. Yo misma cometí graves
errores y temo seguir cometiéndolos. Nuestros adversar¡os no han
terminado de lanzar contra nosotros los más perversos asaltos. Por
eso, no debe aparecer la menor grieta en nuestras
filas.
El buen gigante estaba conmovido hasta las
lágrimas.
Se prosternó ante la esposa de dios, a la que admiraba más
cada día.
–Tienes mucho trabajo -observó la reina-. Antes de ser
ejecutado, el gobernador Titi nos proporcionó una impresionante
lista de colaboradores. Naturalmente, mezcló lo verdadero con lo
falso para que nosotros mismos elimináramos a algunos aliados
sinceros. Tendrás, pues, que comprobar cada caso con la mayor
atención, para que ningún inocente sea condenado.
–Contad conmigo, majestad.
–Vayamos a ver la maqueta.
No sin profunda alegría, el intendente Qaris incluyó en su
maqueta Coptos y su región como zona liberada. Había acabado la
ocupación de los hicsos, los arrestos arbitrarios, las torturas… Un
nuevo pulmón acababa de abrirse, la tenaza se
aflojaba.
–¡Qué feliz debe ser Seqen! – murmuró la reina-. Cuando
logremos reabrir las rutas de las caravanas, se habrán resuelto
muchas dificultades materiales.
–Mañana -se entusiasmó Qans- celebraremos la verdadera fiesta
de Min. Y la reina de Egipto dirigirá el ritual venerando la
memoria de sus antepasados.
El magnífico rostro de Ahotep permanecía
sombrío.
–Es solo, aún, una modesta victoria. No tendrá futuro si no
aumentamos nuestros esfuerzos.
–Nuestro armamento mejora, majestad; muy pronto responderá a
vuestras exigencias.
–Si deseamos avanzar hacia el norte, necesitamos más barcos.
Los hicsos poseen carros y caballos, pero nosotros sabemos utilizar
el Nilo. Hay que abrir inmediatamente nuevos astilleros y poner a
trabajar el máximo de artesanos.
A pesar de su resistencia fisica y de su capacidad para
combatir tal adversario, el gobernador Emheb se sentía fatigado. En
él, todo era ancho y robusto: la cabeza, la nariz, los hombros y la
panza. Tenía el aspecto de un vividor, pero su cuello de toro y su
dura mirada desmentían esa primera impresión.
Cuando gobernaba la buena ciudad de Edfú, fingiendo someterse
a los milicianos hicsos, los había eliminado poco a poco para
sustituirlos por hombres de su organización de resistencia y
reconquistar la ciudad. Principal aliado de la reina Ahotep, había
librado junto a ella las primeras batallas de la guerra de
liberación y había vivido como una tragedia la muerte del faraón
Seqen.
Jamás hubiera supuesto que la muchacha sería capaz de
resistir semejante golpe. Sin embargo, con un valor que despertaba
la admiración de los más escépticos, ella había decidido proseguir
la obra iniciada por su difunto marido.
Cuando brillaba el sol del alba, vencedor del dragón de las
tinieblas, Emheb pensaba en el éxito de Ahotep. Luego, llegaba la
jornada en el frente, inmóvil desde hacía meses, y debía rendirse a
la evidencia de que, por razones desconocidas, Apofis dejaba que la
situación se estancara. O el emperador estaba convencido de que los
egipcios acabarían renunciando, o preparaba un asalto
masivo.
Aun reforzando sus posiciones, Emheb no resistiría mucho
tiempo un asalto de los regimientos hicsos. Pero el gobernador, al
que Ahotep concedía total confianza, no retrocedería. Haber llegado
a Cusae era ya una hazaña que devolvía a sus compatriotas algo del
orgullo perdido. Debían aquella satisfacción a una reina lo
bastante audaz como para intentar lo imposible.
Emheb no se hacía ya pregunta alguna. Ahotep le ordenaba que
resistiera, y él resistía.
–Gobernador -le preguntó Ahmosis, hijo de Abana, un joven
soldado de extraordinario valor-, habría que tranquilizar a
nuestros soldados. Muchos aún creen que la reina ha muerto y que
sería preferible rendirnos antes de ser
exterminados.
–¡Acabamos de recibir mensajes firmados por su propia mano!
Está viva y ha recuperado Coptos. Por lo que se refiere a quienes
pretenden rendirse, ¿han pensado en la suerte que les estará
reservada?
–Eso es exactamente lo que les digo, gobernador, pero el
rumor actúa como un veneno. Habría que…
El grito de un guerrero interrumpió al
joven.
–¡Atacan! ¡Los hicsos atacan!
Emheb y Ahmosis, hijo de Abana, salieron inmediatamente de la
tienda del gobernador y ocuparon sus puestos de combate. Emheb
envió palomas mensajeras a Tebas. La misiva que llevaban reclamaba
refuerzos urgentemente. Si no llegaban a tiempo, el frente se
hundiría y el ejército enemigo caería sobre el
sur.
La base militar de Tebas se había convertido en un inmenso
astillero, donde incluso los soldados eran empleados por los
carpinteros para fabricar el máximo de embarcaciones en un tiempo
récord, sin que eso perjudicara su solidez.
Varios equipos iban a buscar madera, principalmente acacia y
sicomoro. Se desbastaban con hachas los troncos y las ramas, que se
convertían en tablas, y se utilizaban mazos y cinceles para abrir
las muescas, pesadas mazas para hacer que penetraran las espigas y
la hachuela de mango corto para los acabados. Nadie escatimaba las
horas, pues todos eran conscientes de participar en una tarea
vital, de la que dependía el porvenir del país. Y quienes pasaban
por las tablas un barniz protector que contenía aceite de cedro y
cera de abeja se alegraban al ver que muy pronto un nuevo barco
navegaría por el Nilo.
Ahotep no dejaba de inspeccionar el astillero y de alentar a
los artesanos. Cuando uno de ellos le parecía demasiado agotado,
hasta el punto de que podía producirse un accidente, le ordenaba
que descansara. Acompañada siempre por Risueño
el Joven, que velaba por su dueña con la misma atención que
Risueño el Viejo, la reina había movilizado
a los tejedores de Tebas para la fabricación de velas de lino,
algunas de una sola pieza, otras formazas por franjas de diferentes
anchuras cosidas entre sí con gran cuidado. Provistas de estas
velas, las unidades de la flota de guerra egipcia aumentarían su
rapidez.
Ahotep no dejaba de examinar los remos de gobernalle y de
propulsión. Los primeros permitían a experimentados timoneles
maniobrar sin demasiados esfuerzos por un río a veces caprichoso;
gracias a los segundos, los equipos de remeros desplegaban sus
esfuerzos cuando el barco remontaba la corriente o no había
viento.
La reina había exigido la construcción de varios barcos de
carga, capaces de transportar, cada uno de ellos, más de
seiscientas toneladas de armas, materiales diversos y alimentos. Su
presencia proporcionaría autonomía al ejército egipcio si conseguía
aventurarse en territorio enemigo. Se embarcarían, incluso, vacas
lecheras, tras haber implorado a la diosa Hathor que apaciguara a
esas valiosas auxiliares. Terneros y bueyes serían atados a unas
anillas fijadas en cubierta, pero los que no se marearan podrían
deambular a su guisa.
Un rumor de precipitados pasos alertó a Risueño el Joven, que
mostró primero los colmillos y, luego, se sentó ante su dueña con
los ojos clavados en el intendente Qans.
–¡Majestad, un mensaje alarmante! Los hicsos pretenden hundir
el frente. Emheb pide ayuda con urgencia.
–¿Tenemos suficientes barcos dispuestos para
partir?
–No, majestad. Sobrecargar a los que están terminados nos
llevaría al naufragio. ¿Y no será peligroso desguarnecer
Tebas?
No fue Bribón, demasiado fatigado, el
que regresó al frente, sino otra paloma casi tan experimentada como
su jefe.
El traidor infiltrado entre los tebanos había pensado,
primero, en derribarla, pero su proyecto no era factible. Ni
siquiera un arquero excelente estaría seguro de lograrlo, a menos
que aprovechara la fase en la que la paloma emprendía el vuelo. Y
en ese caso, sería fácilmente descubierto.
Quedaba un medio mucho más seguro.
El espía hicso envenenó, pues, el alimento de la paloma
mensajera, que solo sentiría los primeros trastornos a mitad de su
recorrido. Nunca llegaría a Cusae. Emheb se creería abandonado, y
el ejército del emperador haría saltar el cerrojo que le bloqueaba
el camino del sur.
–¿Nada aún? – preguntó el gobernador a Ahmosis, hijo de
Abana.
–Ni rastro de paloma alguna.
–¡La regente no puede habernos abandonado!
–O nuestros mensajeros han sido derribados, o Tebas es
incapaz de mandarnos refuerzos. Tanto en un caso como en otro,
tendremos que arreglárnoslas solos. Los asaltos hicsos no son aún
masivos. Nuestros hombres resisten bien. Juraría que el enemigo
pone a prueba nuestra solidez antes de enviar el grueso de sus
tropas.
–Multipliquemos las trampas y los puestos de tiro -recomendó
Emheb-. Es preciso que el adversario pierda mucho tiempo
apoderándose de nuestras añagazas. Los hicsos son numerosos y
potentes, pero no conocen el terreno. A pesar de todas nuestras
desventajas, nada se ha perdido.
–Es lo que yo pensaba, gobernador.
Ambos hombres sabían que estaban mintiéndose para paliar
mejor el miedo y combatir valerosamente hasta el
final.
–Regreso a los puestos adelantados -dijo Ahmosis, hijo de
Abana, cuyo rostro juvenil no revelaba la menor
emoción.
–Si se presentan dificultades, mándame a un infante y correré
a reunirme contigo.
–Que los dioses os protejan, gobernador.
–Que te preserven también, muchacho.
Emheb no lamentaba nada. Ya a comienzos de aquella loca
aventura, era consciente de que el ejército de liberación no tenía
entidad para enfrentarse con el monstruo hicso. Sin embargo, era el
único camino que podía seguirse, aunque terminara con la muerte de
Ahotep y la destrucción de Tebas.
Por lo menos, aquellos años de resistencia habían borrado la
vergüenza y la amargura. Al dejar, finalmente, de comportarse como
cobardes, los egipcios se presentarían ante el tribunal del otro
mundo con el orgullo del deber cumplido.
–Se acercan dos barcos de guerra hicsos le avisó con una gran
sonrisa su ayuda de campo.
El gobernador se creyó víctima de una
pesadilla.
–¿Y eso te alegra?
–¡Oh, sí, gobernador, porque han elegido un mal
momento!
–¿Por qué estás tan seguro?
–Porque van a topar con la más hermosa flota de combate que
nunca se haya visto; o sea, veinte embarcaciones egipcias
procedentes del sur, con la reina Ahotep a la
cabeza.
oronada, por fin, con la diadema de oro de su madre, y con la
espada de Amón sobre su pecho, la Reina Libertad se mantenía a la
proa del navío almirante, que los remeros hacían avanzar a gran
velocidad.
La reacción de los barcos de los hicsos fue inmediata. Tras
haber arriado sus velas precipitadamente, dieron media vuelta tan
deprisa como pudieron.
En las riberas, los infantes egipcios lanzaron gritos de
victoria.
¡Por fin, los tan esperados refuerzos!
Cuál no fue la sorpresa del gobernador Emheb cuando vio salir
de los barcos de guerra a unos pocos arqueros y a numerosos
campesinos que en nada se parecían a soldados.
–Majestad, ¡qué alegría volver a veros! Pero… ¿qué significa
esa gente?
–Habitantes de Coptos y granjeros de las provincias
liberadas. Tú los formarás, gobernador, y te ayudarán a consolidar
el frente. Me era imposible desguarnecer la base militar de Tebas.
También me era imposible abandonarte, como mi mensaje te
anunciaba.
El rostro del gobernador se ensombreció.
–No he recibido ese mensaje, majestad.
Y entonces fue Ahotep quien perdió su
sonrisa.
–Te mandamos una de nuestras mejores palomas… La infeliz
murió pues por el camino.
–Sin duda, una rapaz -aventuró Emheb.
–Sin duda -repitió la reina sin creerlo.
–Lo importante es que estáis aquí, ¡y en el momento preciso!
A pesar de los desmentidos, algunos seguían convencidos de que
habíais muerto.
–No regresaré antes de haber hablado con cada uno de tus
soldados. Te quedarás con casi todos los barcos, de los que tres
cuartas partes son cargueros llenos de armas y material. En caso de
necesidad, los otros te servirán para regresar a Tebas. Gracias a
unas nuevas velas, son más rápidos que los de los
hicsos.
Ver a la reina, poder hablarle, celebrar con ella el
nacimiento del sol y oír su voz rogando a los dioses que no
abandonaran la tierra de Egipto y habitaran el corazón de sus
soldados hizo desaparecer cualquier temor por el
porvenir.
Ahotep ofreció un gran banquete a los héroes que contenían a
los hicsos, promesa de futuras veladas de fiesta que se celebrarían
en el Egipto liberado.
Y les mostró el regalo destinado al emperador, un regalo que
produjo una gran hilaridad.
El emperador dejó caer en las losas el escarabeo de material
calcáreo, como si se tratara de un tizón ardiente.
–¿Quién ha recibido esta abominación? ¿Quién se ha atrevido a
enviármelo?
–Un arquero egipcio lo ha mandado por encima de nuestra
primera línea, en Cusae -respondió Khamudi-. Un oficial lo ha
recibido y lo ha entregado al correo del ejército.
–¡Haz que ejecuten a todos esos imbéciles! Tú has leído el
texto, Khamudi, has leído ese horrendo mensaje que esa horrible
hembra se ha atrevido a enviarnos.
El gran tesorero recogió el escarabeo, que mostraba unos
hermosos jeroglífico trazados con limpieza:
«Salud al vil hicso Apofis que ocupa mi país. La reina Ahotep
está viva y cada egipcio lo sabe. Sabe también que no eres
invulnerable.»
–Es una falsificación, majestad.
–¡De ningún modo, Khamudi! Ahora, esta basura inundará el
país de escarabeos como estos y va a contrarrestar nuestra política
de desinformación. ¡Y la frontera de Cusae está hoy firmemente
establecida!
–Nuestros ataques por sorpresa no han sido muy eficaces, lo
admito, pero nos han enseñado que los egipcios han agrupado lo
esencial de sus tropas en ese lugar y que son incapaces de avanzar.
Por lo demás, las noticias de Asia son buenas, ya que los
reyezuelos locales se tranquilizan y el orden hicso ha sido
restablecido. Por lo que a Jannas se refiere, persigue a los
últimos piratas por las laderas de los volcanes de las Cícladas,
donde se creían seguros. Eliminar a esa escoria era indispensable.
Queda por saber, majestad, si deseáis que el almirante destruya
Creta.
–Lo pensaré -decretó el emperador con una voz más ronca aún
que de ordinario-. ¿No te sorprende una frase de este despreciable
mensaje?
Khamudi volvió a leer el texto inscrito en el
escarabeo.
–«… cada egipcio lo sabe.» ¿Nos da a entender eso que siguen
existiendo, en el Delta, organizaciones de resistencia que propagan
las informaciones procedentes del sur?
Un esbozo de sonrisa afeó más aún el rostro del
emperador.
–Esta pretenciosa reina ha cometido un error al querer
insultarme y hemos sido demasiado indulgentes con la población
autóctona, Khamudi, demasiado… Exijo interrogatorios a fondo y
tantas deportaciones como sean necesarias. Que no se respete
ninguna ciudad ni ninguna aldea.
Su madre había sido violada y decapitada; su padre,
destripado por el toro del emperador. Dada su belleza, la joven
egipcia había tenido el insigne honor de ser elegida para
convertirse en una de las cortesanas del harén oficial de Avaris,
que, a cualquier hora del día o de la noche, tenían que estar
dispuestas a satisfacer los caprichos de los dignatarios
hicsos.
Solo sobrevivía y cada hora le resultaba más penosa, pero la
muchacha lo olvidaba todo para combatir a su modo.
Después de entregarse a uno de sus guardianes, que no estaba
autorizado a tocar a aquellas hembras de lujo, había logrado
convencerle de que le amaba. El patán se había encaprichado de ella
y no podía ya prescindir de su cuerpo.
Cierta noche, tras haber embrujado de nuevo a la bestia,
había solicitado el inmenso favor de tener la ocasión de hablar con
su hermano, que trabajaba como carpintero en los arrabales de
Avaris. El guardia se pondría en contacto con él por medio de un
palafrenero. Verle unos instantes, besarlo… Eso era todo lo que
ella deseaba.
El guardia había vacilado mucho tiempo. Si se negaba, ¿cuál
sería la reacción de aquella hermosa mujer? Tal vez lo evitara. ¡Y
nunca podría encontrar una criatura semejante!
La primera cita había sido organizada en plena noche, en la
entrada de las cocinas del harén, que la prisionera había descrito
detalladamente a su «hermano», un resistente amigo de sus padres y
en contacto con el sur. Desgraciadamente, no podía procurarle nada
más.
En cambio, lo que él le había comunicado era extraordinario,
o sea, que el ejército de liberación existía efectivamente, y era
una reina, Ahotep, la que dirigía el combate. Muy pronto, la
noticia se propagaría por el Delta y nuevos resistentes
incrementarían la escasa organización de ese
momento.
La obsesionaba el proyecto de hacer que un comando entrara en
el harén, matara a los guardias y tomara como rehenes a los hicsos
de alto rango que allí estuvieran.
El «hermano» asintió.
En su segunda cita, no iría, pues, solo.
Y el momento tan esperado había llegado por
fin.
Tras haber colmado al comandante de la guardia imperial, la
instigadora de la conspiración salió de su alcoba y tomó un
corredor de servicio débilmente iluminado.
Descalza, contenía el aliento.
A esas horas, las cocinas estaban desiertas. Allí se vería
obligada a entregarse, por última vez, al guardia antes de que
abriera la puerta.
–Heme aquí… ¿Dónde estás? Nadie respondió.
Extrañada, dejó que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad,
evitó un gran espetón que servía para asar las ocas y rodeó un
horno.
–Soy yo… ¿Dónde te ocultas, amor mío?
Con la garganta seca, tropezó con un objeto que no debería
haber estado allí.
Se agachó y tocó algo pegajoso. Unos cabellos, una nariz,
dientes…
Cuando iba a aullar de espanto, una antorcha iluminó la
cocina.
–Yo misma he cortado la cabeza a ese guardia -dijo Dama
Aberia-. Sabía que estaba revoloteando a tu alrededor, y eso está
formalmente prohibido.
Aterrorizada, la prisionera se pegó a la pared. Dama Aberia
desgarró su túnica.
–Tienes hermosos pechos, y lo demás no está mal. Antes de
morir, este cerdo me ha dicho que te había dejado ver a tu hermano,
algo que está prohibido también. Acaban de detenerlo, fuera, con
dos de sus amigos. Pensabas introducirlos aquí, ¿no es
cierto?
–¡Na…, nada tengo que deciros!
–Vamos, pequeña. El emperador nos ha ordenado que
identifiquemos a todos los resistentes y creo que he tenido buen
olfato. Vas a contármelo todo; de lo contrario, tu hermoso cuerpo
probará esta antorcha.
La muchacha tomó impulso y se lanzó sobre el espetón, que le
atravesó la garganta.
Cuando Dama Aberia tiró de ella, creyó ver en los ojos de la
muerta un fulgor de victoria.
urante toda la jornada, bajo un sol cruel, la reina Ahotep
había llevado personalmente agua y alimento a los carpinteros que
trabajaban sin descanso. A pesar del calor, Viento del Norte aceptaba sin rechistar las pesadas
cargas. Con paso seguro y tranquilo, seguía a la regente, siempre
acompañada por Risueño elJoven, que
mantenía todos los sentidos al acecho.
Solo la activa presencia de la reina impedía a los tebanos
sumirse en la desesperación. Vivían de nuevo libremente, es cierto,
pero ¿por cuánto tiempo? El poder de los hicsos solo había sido
arañado y, antes o después, la reacción del dragón sería
terrorífica.
Pero estaba Ahotep, su belleza, su sonrisa y su
determinación, que nada podía debilitar. El alma de Seqen vivía en
ella y le daba su fuerza.
Solo Teti la Pequeña sentía que su hija comenzaba a
dudar.
–¿No sería necesario hacer que la línea del frente
retrocediera y limitarnos a Tebas? – le sugirió mientras cenaban en
la terraza del palacio de la base militar.
–Sería una solución razonable, en efecto.
–Dicho de otro nodo, no te conviene.
–No conviene a Egipto, madre. Una libertad parcial solo nos
llevaría a una prisión más intolerable que esta de la que estamos
saliendo. Y al replegarnos en un pequeño territorio, nos
convertiríamos en presa fácil para el emperador.
–¡Así, rechazas la realidad, Ahotep!
–Nunca aceptaré la que Apofis impone, pues es contraria a la
ley de Maat. Si reconocemos la supremacía de la violencia y la
injusticia, este mundo ya no será habitable.
–¿Qué proyectas, pues?
–Nos quedan muy pocas estatuas divinas y no las honramos lo
bastante. Durante diez días, les ofreceré los mejores alimentos e
imploraré a los antepasados que inspiren mi
acción.
Sin su apoyo, corremos hacia el fracaso. Luego, consultaré al
dios luna.
Teti la Pequeña contempló largo rato a su
hija.
–Ahotep, te has convertido en una verdadera reina de
Egipto.
De nuevo, se cumplía el ritual del que dependía el equilibrio
del universo, ya que, tomado y luego reconstruido por los dioses
Thot y Horus, el ojo completo de la luna llena brillaba con un
fulgor tan intenso que los espíritus de los videntes se
abrían.
–Tú que conoces el ayer, el hoy y el mañana -declaró Ahotep-,
sabes que no voy a renunciar. Mi vida no me pertenece ya; se la
ofrecí a mi pueblo. Vivir en esclavitud es peor que morir. Trázame
un camino en el cielo; lo seguiré.
En el disco de plata aparecieron unos jeroglíficos que
formaban un nombre.
Ahotep comprendió que su corazón no había dejado de sangrar,
pero los dioses no le dejaban otra opción.
–Excluye todo halago y no me ocultes nada, Heray -ordenó la
reina-. Está listo, ¿sí o no?
–Majestad, vuestro hijo es un auténtico soldado. Sería capaz
de combatir en primera línea.
–¿Cuáles son sus debilidades?
–Rivaliza con nuestros mejores arqueros, sale vencedor de
cualquier cuerpo a cuerpo y maneja la espada mejor que nadie. Y
todo ello, casi sin dormir.
–¿Es respetado? Heray bajó la mirada.
–Majestad, apenas me atrevo a deciros…
–¡Quiero saber!
–¡La metamorfosis ha sido tan impresionante! Vuestro hijo
mayor se parece cada vez más a su padre. Nunca he visto a un hombre
tan joven dotado de tales cualidades para el mando. Él mismo no lo
advierte, pero le basta con aparecer para ser
obedecido.
Del mismo modo se había expresado, precisamente, el dios
luna, que había revelado a la regente el nombre de Kamosis. Había
llegado la hora de la coronación.
–Sin que quiera ofenderos, madre, ¿tiene realmente un
carácter de urgencia esta entrevista? – preguntó Kamosis-. Pensaba
tirar al arco por la tarde, luego…
–Te habla la regente.
La gravedad de Ahotep impresionó al muchacho. Juntos,
caminaban lentamente por la orilla del lago sagrado de Karnak. La
luz era poderosa, y el lugar, apacible.
–Todos os veneran -declaró Kamosis-, pero yo tengo que
haceros un reproche: ¿por qué seguís siendo regente y no os
convertís en faraona?
–Porque esta función te corresponde, hijo
mío.
–¡No tengo vuestra autoridad ni vuestra
experiencia!
–El dios luna ha decidido que el tiempo de mi regencia ha
concluido y que comienza el de tu reinado. Solo tienes diecisiete
años, Kamosis, pero debes suceder a tu padre.
Al joven se le demudó el semblante.
–Sigue siendo mi modelo… ¿Cómo voy a
igualarlo?
–Si quieres mostrarte digno de él,
superándolo.
–¿Puedo rechazar el cargo?
–Conoces la respuesta, Kamosis.
El hijo mayor de Ahotep se quedó inmóvil para contemplar el
agua azul del lago sagrado.
–¡Qué lejana parece la guerra! Sin embargo, en cuanto sea
coronado, será mi primer deber. Y no tendré que limitarme a la
situación actual, sino ir más lejos, mucho más lejos… ¿Me creéis
capaz de ello?
–Los dioses exigen que lo seas.
–Sois la verdadera faraona, madre, y yo solo seré vuestro
brazo armado. ¿Acaso la diosa de Tebas no se encarnó en vuestra
persona?
–Lucharé sin descanso a tu lado y nunca te faltará mi apoyo.
Pero reinarás a tu modo, Kamosis, y según tu propio
genio.
–Un fuego me abrasa, madre, y me impide dormir. Me aterroriza
a menudo. Por su causa, no tengo paciencia ni retrocedo ante los
acontecimientos. Si se me concede el poder, este fuego me obligará
a atacar cualquier obstáculo, ¡aunque sea
infranqueable!
Ahotep besó a Kamosis en la frente.
–Eres mi hijo y te amo.
¡El Bigotudo habría querido vivir miles de noches como
aquella! La hija del tendero era tan hermosa como la diosa Hathor.
Con sus pechos redondos y altos, su delicioso vientre plano y sus
finas piernas, ¿a quién no habría seducido? Y había sido él, el
pendenciero de tosco físico, el elegido; por unas horas, al
menos.
La guerra no tenía solo malas cosas. En un tiempo normal,
aquella joven belleza solo habría pensado en fundar una familia.
Pero ¿quién podía en esos días estar seguro de sobrevivir algún
tiempo? Breves relaciones se establecían y se deshacían, y los
cuerpos exultaban y olvidaban la angustia durante intensos momentos
de placer.
El Bigotudo acariciaba a su adormecida amante cuando un rayo
de sol le dio en la comisura del ojo.
¡Los nuevos reclutas! Debían de estar esperando desde hacía
mucho rato. Como oficial superior, él tenía que recibirlos. Y a la
regente no le gustaban en absoluto las faltas de
disciplina.
Sin tiempo para afeitarse, el Bigotudo ciñó sus riñones con
un taparrabos de cuero y corrió hacia el campo de instrucción.
Vacío.
La base estaba desierta y silenciosa. Solo los centinelas, en
lo alto de las torres de vigía, se mantenían en sus
puestos.
El Bigotudo regresó hacia las casas de los oficiales y entró
en la del afgano, que libraba un combate más tierno que de
ordinario.
Abrazaba a una hermosa morena de ojos maquillados. La
primogénita del tendero no parecía más huraña que su hermana
menor.
–¡Ejem…! Soy yo.
–Nadie lo duda, Bigotudo. ¿Te has caído de la
cama?
–No entiendo nada… ¡No hay un solo soldado haciendo
instrucción!
–Estabas realmente borracho ayer por la noche. Sin embargo,
te dije que el ejército gozaba de una semana de permiso gracias a
la coronación de Kamosis.
El Bigotudo se golpeó la frente con su puño.
–¡Ahora lo recuerdo!
–¿Te importaría salir?
–No, no… También yo tengo una tarea urgente que
terminar.
urante la coronación de Seqen, el faraón había tenido que
limitarse a una simple diadema, pues los sacerdotes de Karnak no
disponían de la corona roja del Bajo Egipto ni de la blanca del
Alto Egipto, destruidas probablemente por los
hicsos.
Tras haber consultado los archivos, el sumo sacerdote de
Kamak debía formular otra hipótesis.
–Antaño, majestad -le dijo a Ahotep-, la corona roja se
conservaba en un templo de Menfis, y la blanca, en la antigua
ciudad de Nekhenl. Por desgracia, este lugar sagrado fue saqueado y
devastado por los invasores. Ir allí os sería sin duda inútil,
pero…
¡Nekhen, en el paraje de Elkab, que tanto había sufrido por
las expediciones de los hicsos! La ciudad donde la joven Ahotep
había encontrado a un viejo sabio, criador de palomas mensajeras,
estaba entonces en zona libre, pero nada quedaba ya de sus antiguos
tesoros.
–Me voy a Nekhen(1) -decidió la reina.
Nota: Llamada Hierakónpolis por los
griegos.
Desde que el gobernador Emheb había liberado la región, Elkab
había cambiado mucho. La vida circulaba de nuevo por las callejas
flanqueadas de pequeñas casas blancas reconstruidas de acuerdo con
la tradición, aunque los habitantes no tuvieran aún seguridad
alguna con respecto al porvenir. Como Edfú, Elkab albergaba un
regimiento de reserva, que, en cualquier momento, podía ser
movilizado para rechazar un intento de invasión de los nubios o un
ataque de los hicsos.
Ahotep solo iba acompañada por Risueño el
Joven y unos veinte hombres, cuidadosamente elegidos por Heray,
que formaban su guardia personal. Se dirigió hacia el antiguo
fuerte, cuyas imponentes murallas estaban aún en pie. En el
interior del recinto, el templo de la diosa buitre, poseedora de la
titulatura real, se encontraba por completo en
ruinas.
–No sigáis adelante, majestad -le invitó el alcalde de la
ciudad-. Este lugar está hechizado; los ladrones que se aventuraron
por aquí fueron encontrados muertos. Debemos aguardar a que se
apacigüe la cólera de la diosa.
–No tengo tiempo de esperar.
–¡Majestad, os lo ruego!
–Apártate.
Apenas la regente había puesto los pies en las losas cuando
huyeron varios escorpiones negros. Sin duda, unas fuerzas oscuras
habían tomado posesión del santuario martirizado, donde, antaño, el
rey del Alto Egipto recibía la insignia suprema de su
cargo.
No, Nekhen no estaba liberada todavía. Y le correspondía a
Ahotep apaciguar la cólera de la diosa, de la que dependía el
porvenir del futuro faraón.
Cuando un buitre sobrevoló el edificio trazando amplios
círculos en el cielo, la reina supo quién mataba a los intrusos y
con quién iba a enfrentarse.(1)
Nota: La diosa
buitre Nekhbet da la titulatura real
(nekhbet).
¿Acaso los protectores de las coronas no eran un ser
celestial, el buitre, encarnación de la madre por excelencia, y un
ser terrestre, la serpiente, encarnación de la llama que destruía a
los enemigos del rey?
Surgiendo de un naos destrozado, una cobra hembra se levantó
ante la reina.
Ahotep elevó las manos en gesto de
veneración.
–No he llegado hasta aquí para robar -declaró-, sino con el
fin de hacer que mi hijo sea reconocido legítimo soberano del Alto
Egipto. Ante ti, la gran antepasada del inicio, me inclino. Tú que
tocas los limites del universo y haces nacer el sol, que eres a la
vez dios y diosa, termina con la impureza y la desgracia, y
yérguete de nuevo en la frente del faraón.
La cobra dudó unos instantes.
Ahotep estaba tan cerca que el reptil podría haberle saltado
a la garganta.
Pero la mirada de la reina no vaciló. La cobra se tendió
sobre las losas y, luego, se hundió en ellas como un rayo penetra
en el suelo.
En el lugar donde había desaparecido, la piedra estaba
quemada.
Y allí se encontraba el legado de la cobra real, que
consistía en un uraeus de oro que se prendería a la
corona.
Ahotep se arrodilló y lo tomó con respeto. Sin temor,
prosiguió su camino hacia el fondo del santuario, que la diosa
serpiente había custodiado con celo.
Pese al incendio sufrido por el templo, una de las piedras
había permanecido intacta y brillaba con un fulgor extraño, como si
estuviera iluminada desde el interior.
Ahotep posó la mano en el granito. La piedra giró y desveló
un escondrijo que contenía un cofre de acacia.
En el interior, estaba la corona blanca del Alto
Egipto.
Tras haber sido purificado en el lago sagrado, Kamosis se
recogió ante una de las estatuas del faraón Osiris, símbolo de la
doble naturaleza de la función real, que pertenecía, a la vez, al
aquí y al más allá.
Luego, el muchacho vivió el mismo ceremonial que su padre,
aunque con una notable diferencia, pues mientras que la coronación
de Seqen había permanecido mucho tiempo secreta, para evitar que
algunos colaboracionistas advirtieran al emperador, la de su hijo
mayor sería celebrada con festejos y marcaría una nueva etapa en la
liberación de Egipto.
Como el nuevo faraón no estaba casado, fue la esposa de dios
la que reconoció en él la presencia de Horus y de Set, los dos
hermanos que se repartían el universo y reinaban, el primero, sobre
el Bajo Egipto y, el segundo, sobre el Alto Egipto. Indisociables y
siempre en conflicto, solo podían reconciliarse y apaciguarse en la
simbólica persona del faraón, el único capaz de unir sólidamente
entre sí a ambos dioses y países.
Fue Ahotep quien dio a su hijo sus nombres de
reinado:
«Horus consumado que doblega las Dos Tierras», «el que
alimenta las Dos Tierras», «el que restaura lo que es duradero»,
«el que aparece en gloria en su trono» y «la mutación de la luz se
consuma».
Finalmente, el nombre de Kamosis adoptaba todo su sentido, es
decir, «el que ha nacido del poder vital». Este poder, el ka, se
manifestaba en el toro de combate, alimentado por la fuerza del
dios luna.
–Que puedas consumar esos nombres y que te guíen por los
caminos de la victoria -declaró la reina, que depositó en la cabeza
de su hijo mayor la corona blanca adornada con el uraeus-. Que el
espíritu de tu padre viva en ti y su valor anime tu brazo. Los
hicsos nunca comprenderían que la sociedad egipcia no estaba solo
compuesta por seres humanos, sino también por divinidades y por
antepasados presentes en cada faceta de la vida cotidiana. Apofis
estaba convencido de que Seqen había muerto, y se equivocaba.
Resucitado por los ritos y las fórmulas de conocimiento, su
espíritu luminoso circulaba entre las estrellas y la tierra, y
habitaba el alma de quienes seguían siéndole fieles. Gracias a la
eficacia del Verbo contenido en los jeroglíficos, Ahotep hacía real
y eficaz la presencia invisible de su esposo
difunto.
–Madre, quisiera…
–Lo sé, Kamosis. Quisieras permanecer en este templo y
prolongar esta paz inefable. Pero no la has obtenido aún, y tendrás
que luchar sin descanso para conquistarla y ofrecerla a nuestro
pueblo.
De la mirada del joven monarca desapareció cualquier
vacilación.
El faraón Kamosis salió del santuario de Karnak, aquel paraje
de luz donde los conflictos, el mal y la injusticia no existían.
Tras haber conocido una inimaginable felicidad, debía entonces
enfrentarse con Apofis e intentar el restablecimiento del reino de
Maat. Militares y civiles se habían congregado ante el templo de
Karnak para aclamar al nuevo faraón.
Cuando apareció, la corona blanca brilló con tal fulgor que
los deslumbró.
La reina Ahotep presentó a su hijo la espada curva de bronce,
cubierta de plata e incrustada de ámbar, cuya empuñadura estaba
decorada con un loto de oro, símbolo del renacimiento del sol
divino al final de las pruebas nocturnas.
–Como tu padre la recibió antes que tú, recibe la espada de
Amón, con la que atravesarás las tinieblas. Que consigas, faraón
Kamosis, derribar su imperio y vencer en la guerra de las
coronas.
A la luz de una hermosísima lámpara que databa del Imperio
Medio, el emperador Apofis trazaba unos signos mágicos sobre un
papiro nuevo, para asfixiar Tebas atacándola por las cuatro
direcciones del espacio. Al este y al oeste, el fuego de Set hacía
inhabitables los desiertos; al sur, los aliados nubios se sentirían
muy contentos acabando con eventuales fugitivos egipcios. Y lo que
aparecería por el norte sería tan temible como un ejército. Sin
esfuerzo alguno, el genio del emperador exterminaría a un buen
número de enemigos.
Esos locos tebanos se habían atrevido a enviarle un pequeño
escarabeo de material calcáreo que anunciaba la coronación del
faraón Kamosis. Tras aquella marioneta seguía estando la reina
Ahotep, de ilimitada obstinación. En esa ocasión, pagaría muy cara
su insolencia. Por hábil que fuese, no tendría protección alguna
contra la desgracia que iba a caer sobre Tebas.
Presa de una súbita duda, el emperador tomó el corredor
secreto que llevaba al Tesoro de la ciudadela de Avaris. Solo él
sabía manejar los cerrojos metálicos que cerraban la puerta de la
cámara fuerte donde se amontonaban los objetos rituales hurtados a
los egipcios, de los que el más valioso era la corona roja del Bajo
Egipto, caracterizada por su espiral, símbolo del armonioso
crecimiento de las potencias vitales.
Apofis se había inquietado en balde. La corona no podría ser
alcanzada y, sin ella, Ahotep nunca lograría reconquistar Egipto.
Esa aventurera era solo una rebelde perdida en un sueño que muy
pronto iba a transformarse en pesadilla.
Ventosa se revolcaba en unas sábanas de increíble suavidad,
que unos mercaderes asiáticos acababan de entregar en palacio. Se
trataba de una tela desconocida en la tierra de los faraones, la
seda. Como Tany, la esposa del emperador, la había considerado
basta y sin interés alguno, la hermosa euroasiática heredaba todo
el lote.
–Ven -le dijo al jefe de los palafreneros, un quincuagenario
robusto, de grueso rostro y que olía a establo.
El hombre no era precisamente un seductor, pero su rusticidad
atraía a la hermana del emperador. Estaba convencida de que en
aquellos brazos conocería sensaciones nuevas.
Fascinado por el lujo de la alcoba, el hombre no se atrevía a
avanzar.
–¿Este soy yo? – se extrañó al verse en un espejo cuyo
cristal era menos opaco que de costumbre.
–¿No deberías mirarme a mí? – le sugirió Ventosa, que se
tendió de lado tras haberse quitado el velo de
lino.
Creyéndose víctima de un espejismo, el palafrenero
retrocedió.
–No tengas miedo -murmuró ella-, y ven aquí, muy cerca. La
voz era tan encantadora que el hombre obedeció a la hechicera, que
deshacía lentamente su taparrabos.
–Qué fuerte eres -murmuró, golosa-. Deja que te prepare.
Ventosa tomó un cuerno de toro que había sido vaciado para hacer de
él un recipiente que contenía aceite perfumado. Hizo correr gota a
gota el líquido oleaginoso por el musculoso pecho de su amante
antes de extenderlo con una mano tan tierna que el hombre no
resistió mucho tiempo aquellas caricias y se arrojó sobre ella.
Encantada ante aquella fiebre, Ventosa quedó, sin embargo,
decepcionada por la falta de resistencia de su nueva conquista.
Había esperado más de aquel animal que recuperaba con dificultad el
aliento.
–Tu oficio es apasionante, ¿no es verdad?
–Es cierto, me gustan los caballos… ¡Pero detesto a los que
los maltratan!
–¿Alguien te crea ese tipo de enojo?
–No debo hablar de ello.
–Soy la hermana del emperador… y puedo
ayudarte.
–¿Lo harías?
Ventosa esbozó una sonrisa convincente.
–Puesto que somos íntimos, nada sería más
normal.
El palafrenero se incorporó y se sentó en el borde de la
cama.
–Es el monstruo de Khamudi y su diabólica mujer… Acudieron a
mi establo con unas chiquillas y cometieron allí los peores
horrores. Pero es intocable. Si el emperador lo
supiera…
–Lo sabrá.
El hombre contempló a su amante como si fuera una enviada del
cielo.
–Entonces, ¿Khamudi será condenado y no volverá a poner los
pies en mi establo?
–Sin duda. El emperador exige una moral muy
estricta.
–¡De ese modo, no tendré que actuar por mí
mismo!
–¿Qué pensabas hacer?
–Atraer a Khamudi y su esposa a una emboscada. Puesto que a
ella le gustan tanto los sementales, le habría mostrado uno que
sufre el grave defecto de que cuando alguien se acerca por detrás,
cocea. La muy loca no habría escapado, y en cuanto a él quedaría
atravesado por mi horca.
–La justicia del emperador resolverá todos tus problemas
-prometió Ventosa.
Dadas las circunstancias, ella salvaría la vida del gran
tesorero y de su mujer, cuyas perversiones Apofis conocía y
aprobaba. El palafrenero jefe terminaría sus días en el
laberinto.
En cuanto a Ventosa, entonces disponía de una información
suplementaria sobre aquella pareja adulterina, a la que detestaba,
y la atacaría cuando llegase el momento.
–Vístete y vete -exigió.
–Gracias -dijo el palafrenero con voz temblorosa-. Gracias
por todo lo que me concedéis.
Apenas había salido el palafrenero cuando el pintor Minos
entró en la habitación de Ventosa. Desnuda, ella se lanzó a su
cuello y le besó hasta quedar sin aliento.
El artista cretense era su amante de corazón, el único al que
aún no había mandado a la muerte. Extrañamente, Minos no fomentaba
el menor complot contra Apofis, que, sin embargo, le había
condenado a un perpetuo exilio.
Con sorprendente constancia, el cretense se consagraba solo a
su arte. Gracias a su talento, el palacio de Avaris era entonces
equivalente al de Cnosos. Grandes pinturas murales representaban
paisajes cretenses, unos acróbatas que saltaban por encima de los
tronos de combate y laberintos que solo las almas de los justos
podían recorrer.
A pesar de las numerosas infidelidades de su amante, Minos no
formulaba queja alguna. Ser amado por la mujer más hermosa de
Avaris le colmaba y no percibía los riesgos que corría al compartir
su lecho.
–Ese animal de palafrenero me ha dejado insatisfecha -deploró
ella-. ¿Quieres consolarme?
En cuanto Ventosa rozaba la perfumada piel del pintor la
virilidad de este se manifestaba. Ni una sola vez sus retozos la
habían decepcionado. Minos no se parecía a ningún otro hombre y
sabía dar placer con la espontaneidad de un
adolescente.
Tras el amor, percibió una turbación.
–¿Algo va mal?
–Se trata de Creta. Corre el rumor de que Jannas ha decidido
destruirla.
Ventosa se tendió sobre la espalda de su amante, adaptándose
a sus formas.
–Tranquilízate, amor mío. El almirante Jannas no ha terminado
aún de limpiar las Cícladas ni de aniquilar a los partidarios de la
independencia de Creta. Cuando lo haya hecho, la gran isla quedará
sola y sin más elección que una obediencia absoluta al señor de los
hicsos. Naturalmente, tendrá que aumentar la cantidad de los
tributos por no haber ayudado al almirante de un modo más eficaz,
pero será un mal menor.
–¿Se salvará Creta, pues?
–El emperador la convertirá en una provincia sumisa y
abnegada.
–¿Crees que volveré algún día a mi casa?
–Con dos condiciones, o sea, que yo convenza al emperador de
que tu trabajo ha terminado y que me vaya contigo.
Los azules ojos del pintor eran los de un
niño.
–Son solo sueños, ¿no es cierto?
Ventosa pasó lentamente la mano por los rizados cabellos del
cretense.
–Necesitaremos tiempo para transformarlos en realidad, pero
¿por qué desesperar?
–Tú y yo, allí… Nada sería más maravilloso.
–Ámame otra vez, Minos. Y no dejes nunca de
amarme.
En aquel final de año, la base militar de Tebas festejaba, a
la vez, a su nuevo faraón, la fabricación de una buena cantidad de
nuevas armas y haber acabado los nuevos barcos de guerra. El
ejército de liberación estaba dispuesto a partir hacia el norte, y
numerosos jóvenes soldados se habían enrolado durante los últimos
meses.
El prestigio de Ahotep era tal que los habitantes de las
provincias de Tebas, Coptos, Edfú y Dendera no ponían ya en duda
sus convicciones. Sí, vencer era posible. ¿Acaso no se habían
producido varios milagros? Y puesto que un faraón reinaba, los
dioses acudirían en su auxilio.
Tras meses de intensivo entrenamiento, las tropas solo tenían
deseo de partir hacia el frente y arrasar a los
hicsos.
–Yo iré también -anunció a su madre el joven
Amosis.
–Solo tienes siete años -le recordó Ahotep-, y esa no es aún
edad de combatir.
–Mi hermano mayor es el faraón; sin duda, me necesita. Si no
le ayudo, perderá la guerra. Sé manejar la espada de
madera.
–Y también tensar un arco pequeño, ya lo he visto… Pero
¿puede un gran estrátega desconocer la importancia de una base en
la retaguardia? Mientras tu hermano está en el frente, tú velarás
por Tebas.
El pequeño Amosis no se tomó a la ligera esa
misión.
–¿Quiere eso decir preparar la segunda oleada de asalto y
fabricar el material necesario?
–Eso es.
El chiquillo puso una cara muy seria.
–¿Y voy a ser responsable de todo eso?
–Conmigo, si te crees capaz de hacerlo.
–Lo soy, madre.
Mientras los estibadores comenzaban a embarcar armas y
atavíos, Heray se dirigió hacia la reina.
–Debo hablaros a solas, majestad. Ahotep confió Amosis a un
oficial de instrucción.
La reina esperaba que el jefe de seguridad hubiera detenido
al espía responsable de la muerte de Seqen, pero Heray abordó un
tema muy distinto.
–Sin duda, habrá que retrasar la partida,
majestad.
–¿Por qué razón?
–Algunos de nuestros mejores capitanes están enfermos, y
muchos de los remeros, indispuestos.
–¿Una epidemia?
–No lo creo, pues los males son variados, aunque parecen
graves.
Se levantó un fuerte viento que despeinó a la
reina.
–¡Qué olor más pestilente! – advirtió-. ¡Diríase que hay
carroñas pudriéndose!
El miedo puso un nudo en la garganta de
Heray.
–Es la pestilencia que mandan los emisarios de la diosa
Sekhmet, furiosa contra la humanidad y decidida a
destruirla.
–Solo debería haberse manifestado durante los últimos cinco
días del año -recordó Ahotep-, durante ese terrible período en el
que el tiempo antiguo ha muerto sin que el nuevo haya tomado forma.
Y queda más de una semana antes de ese peligroso
paso.
–Debe tratarse de un maleficio del emperador -consideró
Heray-. ¡Es imposible lanzarse hacia el norte!
El viento pestífero sembraba el pánico en la base militar.
¿Cómo protegerse de esos horrendos hedores, salvo encerrándose en
las casas y los cuarteles, o escondiéndose en la cala de los
barcos?
–Reúne a todos los oficiales -le ordenó Ahotep a Heray-. Que
agrupen a sus subordinados y pongan de inmediato fin a este
desorden. Luego, que se queme incienso en todas las
moradas.
–¡Nuestras reservas se agotarán muy pronto!
–Que una embarcación zarpe hacia Edfú y nos traiga gran
cantidad de resina de terebinto, y que se fumigue permanentemente
la enfermería.
Mientras abandonaba el navío almirante, el faraón Kamosis
parecía desamparado.
–¿No habría que evacuar la base, madre?
–Ese viento va a extenderse a toda la provincia tebana. El
emperador intenta asfixiarnos.
Fue Teti la Pequeña quien recordó la primera precaución que
debía tomarse cuando la cólera de Sekhmet se manifestaba de ese
modo; es decir, cerrar el ojo izquierdo para impedir que los
gérmenes patógenos penetraran en el organismo, y limpiarse bien el
ombligo, su puerta de salida.
Tanto para los soldados como para la población civil, la
única consigna era aplicar estrictas medidas de
higiene.
Incluso Viento del Norte y Risueño el
Joven fueron lavados y cepillados, para impedir que el hedor
penetrara en sus carnes. El mal viento multiplicó su violencia
durante los cinco últimos días del año y, pese a los constantes
cuidados, varios enfermos murieron.
Si la maldición del emperador triunfaba, no habría ya
nacimiento de la luz, ni tampoco procesiones de sacerdotes y
sacerdotisas que llevaran los objetos rituales hasta el tejado del
templo para celebrar su unión con el disco solar, ni ritos de
reanimación de las estatuas, y el ejército de liberación se
extinguiría con el año agonizante.
Kamosis y Ahotep estaban por todas partes, exhortando a cada
cual a no ceder ante la desesperación y a luchar contra los
miasmas. El valor del pequeño Amosis impresionó a los tebanos.
Rociándose con esencia de juncia olorosa a intervalos regulares,
hacía entrar en razón a quienes, a su entender, se aterrorizaban
inútilmente.
Al quinto día, el mórbido soplo se hizo más violento aún y el
número de los fallecimientos aumentó.
Según los antiguos textos, solo quedaban dos remedios. El
primero consistía en inscribir sobre una venda de lino fino: «Estos
maleficios no nos agredirán». Luego, se le hacían doce nudos, se le
ofrecía pan y cerveza, y se aplicaba al cuello. El segundo era
encender tantas antorchas como fuera posible para iluminar las
tinieblas.
Durante esa temible prueba que podía poner fin a un reinado
apenas comenzado, Kamosis supo dominar sus temores y se comportó
con una calma digna de un hombre maduro. Fue el faraón en persona
quien encendió la mayoría de las antorchas, ante los ojos admirados
del afgano y el Bigotudo, que habían conseguido, como los demás
oficiales superiores, mantener la disciplina.
–A este chiquillo no le faltan agallas -reconoció el afgano-.
En mi país, habría sido reconocido como digno de
combatir.
–Un bárbaro de tu estilo no tiene la menor idea de lo que
puede ser un faraón.
–¿Has conocido tú muchos faraones?
–Con Seqen y Kamosis, son ya dos.
–Si ese viento maldito no cesa, pronto no tendremos ya a
nadie a quien admirar.
–Eres demasiado escéptico, afgano. ¿Cómo puedes imaginar, ni
por un segundo, que un auténtico faraón se deje abatir por la
adversidad?
El humo de las antorchas se lanzó al asalto de los miasmas.
El cielo se transformó en un inmenso campo de batalla abandonado
por las aves. Se trazaban allí tortuosas espirales, que las
inmensas flechas rojas disparadas por los emisarios de Sekhmet
atravesaban. Amosis apretó con fuerza la mano de su
madre.
–¿Tú no tienes miedo?
–Claro que sí, Amosis, pero ¿qué importa eso? Hemos actuado
de acuerdo con los ritos y hemos utilizado todas nuestras armas.
Ahora, le toca decidir al dios luna. Libra, allí arriba, una guerra
incesante y, a veces, parece estar agonizando, pero siempre
consigue prevalecer.
–¿Crees que en esta ocasión va a conseguirlo
también?
–Estoy segura.
Amosis nunca había puesto en duda la palabra de su madre. Y
cuando el disco plateado de la luna llena atravesó las nubes, supo
que esa palabra era verdad.
Se anunciaba entonces el primer amanecer del nuevo año; el
viento se apaciguó y la pestilencia se desvaneció.
Atónitos, los tebanos se lanzaron unos en brazos de otros,
conscientes de haber escapado de un mortal
peligro.
Muchos se zambulleron en el Nilo para purificarse de los
últimos miasmas; otros prepararon una comida de
fiesta.
Risueño el Joven ladró de alegría y
Viento del Norte sacudió sus largas orejas,
mientras Amosis se dormía plácidamente en brazos de la
reina.
El emperador degustó el muslo de oca en salsa con
satisfacción. El informe que acababa de comunicarle Khamudi, a
partir de los datos proporcionados por el espía infiltrado entre
los tebanos, bastaba para alegrarle. Numerosos soldados enemigos
habían muerto por la pestilencia; el ardor del ejército de Ahotep
se había quebrado en seco.
Era necesario aún mantener el aislamiento de las tropas
reunidas en Cusae para hacerlas tan vulnerables que no resistieran
un asalto masivo. Apofis había concebido un nuevo plan, bastante
entretenido, gracias al que aumentaría todavía más la riqueza de
Avaris.
Convencido y entusiasta, Khamudi se había encargado de poner
en práctica el pensamiento del emperador, emitiendo, por una parte,
centenares de escarabeos en el Medio Egipto y, por la otra,
enviando a funcionarios con el encargo de propagar la buena
nueva.
La hedionda nube había matado a numerosos animales y había
despoblado vastas granjas. El trastorno era tal que los campesinos
se encerraban en sus chozas de caña, junto a los campos, como si
aquel irrisorio refugio pudiera protegerlos de las flechas de los
invisibles emisarios de Sekhmet. Pocos eran los que, en aquel
comienzo de año, se atrevían a reanudar sus actividades habituales
sin ceder al desaliento. Grandes Pies formaba parte de los
ganaderos que querían a sus vacas lecheras más que a sí mismos. Con
miasmas o sin ellos, había seguido ordeñándolas, aun quejándose de
la mala calidad de los pastizales.
Cuando el primer barco hubo atracado, Grandes Pies no huyó.
Tenía que defender su rebaño, incluso contra un regimiento de
hicsos.
Un civil se acercó a él.
–Soy uno de los responsables de las tierras inundadas y los
pastizales del Delta -declaró, bonachón-. Allí, en el norte,
gracias a los poderes sobrenaturales del emperador, no hemos
sufrido los malos vientos.
–Mejor para vosotros -masculló el boyero.
–Nos beneficiamos de la generosidad de Apofis, que se
extiende a todos sus súbditos, incluso a ti.
–Ah, sí… ¿Y cómo?
–Decenas de cargueros llevarán tus bestias y los demás
rebaños a la región de Avaris, donde serán bien alimentados y
recuperarán la salud tras tan dura prueba. Luego, volverás a tu
casa.
Esa antigua práctica había sido abandonada desde el inicio de
la ocupación de los hicsos. Verla reaparecer era más bien para
alegrarse. Pero quedaba un problema grave.
–¿Cuánto va a costarme eso?
–Nada en absoluto, amigo. ¡No puedes imaginar qué abundantes
son los pastos del Delta y qué acogedores sus establos! El
emperador no tiene más deseo que el bienestar de los trabajadores
y, por eso, manda tantos barcos. Ve a hablar con los habitantes de
tu aldea y diles que nuestros cargueros los esperan. A pesar de
este enorme esfuerzo por parte de los hicsos, tal vez no haya sitio
para todo el mundo.
Al final de unas discusiones largas y acaloradas, la mayoría
optó por partir. ¿No era la generosidad del emperador una
inesperada suerte? Quienes acusaban a los hicsos de crueldad se
equivocaban. Ciertamente, la ocupación había vivido momentos
dificiles, pero ¿no indicaba esta decisión que las cosas estaban
cambiando mucho? Apofis se comportaba como un verdadero faraón,
preocupado por la felicidad de su pueblo. Había comprendido que
solo esa política le ganaría la confianza de los egipcios.
Empujaron, pues, a sus enflaquecidos bueyes y vacas hacia los
cargueros llenos de forraje, olvidando que, no lejos de allí, los
rebeldes seguían manteniendo el frente de Cusae. Algunos campesinos
lamentaban no poder ya proporcionarles alimento, pero ¿no habían
cometido aquellos tebanos el error de levantarse contra su
verdadero soberano? Y, además, ganaderos y agricultores no eran
guerreros.
Como sus compañeros, a Grandes Pies el viaje le pareció muy
agradable. No carecieron de cerveza, ni de pan, ni de pescado seco,
y pasaron unas buenas horas de reposo, a las que no estaban
acostumbrados. Cuanto más se dirigían hacia el norte, más
exuberante era la campiña. Las zonas cultivadas se ampliaban, y los
brazos de agua se multiplicaban. ¡Un verdadero paraíso para los
boyeros y sus rebaños!
Y por fin, atracaron.
Grandes Pies acarició a sus vacas, que no habían tenido
excesivo miedo durante el viaje.
–Venid, hermosas mías; llega el buen tiempo. La pesada mano
de un oficial hicso, cubierto negro, se posó en el hombro del
campesino.
–Tú vienes conmigo.
–Yo no me separo de mis vacas.
–¿Tus vacas? ¡Desbarras, mastuerzo! No me digas que no lo
habías comprendido… Estas bestias se encuentran en un carguero del
emperador y, por lo tanto, le pertenecen.
–¡Qué estás diciendo! Pastarán aquí por algún tiempo; luego,
las llevaré de nuevo a mi casa.
El oficial soltó una risa gutural.
–¡Nunca había oído nada tan divertido! Basta de charla,
mastuerzo. Y ahora, sígueme.
–Soy boyero y no me separaré de mis vacas.
El hicso abofeteó al egipcio. De natural pacífico, Grandes
Pies detestaba ser acosado, así que derribó al oficial de un
puñetazo.
Al principio desconcertados, sus subordinados reaccionaron
muy deprisa. Uno contra diez, el campesino solo opuso una escasa
resistencia. Con la cabeza ensangrentada y los brazos atados, fue
encadenado a un compatriota y obligado a avanzar en un interminable
cortejo de prisioneros.
–¿Adónde nos llevan? – preguntó.
–Yo no sé nada.
–Mis vacas… ¿Qué será de ellas? Y la gente de mi
aldea…
–Los hicsos han matado a quienes intentaban huir. Los demás
han sido encadenados, como nosotros.
Una mujer alta, de manos enormes, los
interrumpió.
–¡Sois unos mocetones muy fuertes! – exclamó Dama Aberia-.
Mejor así… El viaje hasta el penal de Sharuhen será más divertido
de este modo. Por lo general, tengo demasiados viejos, mujeres y
ciudadanos. Acostumbrados a una cómoda existencia, no resisten la
caminata. A vosotros, ni el sol, ni el esfuerzo, ni el polvo os
asustan; estoy segura de ello. Sobre todo no me
decepcionéis.
Sin dejar de pensar en sus vacas, pues era el único que sabía
ordeñarlas bien, Grandes Pies avanzó.
Junto al sendero, había cadáveres de ancianas y
niños.
–Tengo sed -dijo su compañero.
–Les pediremos agua… No pueden negarse.
Grandes Pies llamó a uno de los soldados que ocupaban un
carro tirado por dos caballos.
–¡Quisiéramos agua!
–Cuando nos detengamos, salvo para los insolentes. Y tú eres
uno de ellos.
Entre una nube de polvo, el carro recorrió la
columna.
–Creía que el emperador era un hombre justo y bueno
-reconoció Grandes Pies-, porque se interesaba por mis animales.
¿Por qué hace esto? ¡Ni siquiera le hemos
injuriado!
–Apofis quiere vaciar el país de población para sustituirla
por hicsos…, solo por hicsos. Ser egipcio en la tierra de Egipto es
un crimen.
Grandes Pies seguía sin comprender, pero no dejó de avanzar,
ni siquiera cuando su compañero murió de sed. Ya a la vista del
penal de Sharuhen, se dejó caer entre unas cañas y bebió agua
fangosa. Cuando un policía hicso lo levantó tirándole del pelo y a
palos, no tuvo fuerzas para reaccionar.
El policía quitó las cadenas que unían a Grandes Pies al
cadáver que había arrastrado durante horas; luego, le empujó hacia
un gran patio cercado y vigilado por arqueros que estaban en lo
alto de unas torres de madera.
La primera persona que el boyero vio fue una muchacha
desnuda, con los ojos desorbitados y el cuerpo cubierto de llagas.
La mujer se arrojó varias veces contra un poste y consiguió
hundirse la frente.
Sentado en un montículo de basura, un anciano sujetaba la
mano de su esposa sin advertir que esta ya no respiraba. Con la
mirada vacía, unos hombres agotados se cruzaban sin decirse ni una
palabra. Otros excavaban el suelo poroso en busca de un alimento
cualquiera. ¿Quién podía haber concebido e impuesto semejantes
atrocidades, salvo aquel emperador de las tinieblas, aquel
mentiroso que no había dudado en engañar a campesinos
sencillos?
Grandes Pies nunca le perdonaría que hubiese robado sus
vacas.
–Boyero, boca abajo.
Un policía puso el pie sobre el cuello del prisionero, y otro
le imprimió en la nalga un número con una marca de bronce
enrojecida al fuego.
Los aullidos de Grandes Pies, preso número 1.790, ni siquiera
lograron que se inmutaran los supervivientes del penal de
exterminio de Sharuhen.
También yo -dijo el pequeño Amosis a su hermano mayor, el
faraón Kamosis- soy capaz de acertar el centro de un
blanco.
–Tengo la impresión de que presumes un poco.
–¡Ponme a prueba!
–Como quieras.
Kamosis llevó a Amosis hasta uno de los campos de tiro de la
base, reservado a los arqueros principiantes. Por esta razón,
estaba rodeado de empalizadas, de modo que las flechas perdidas no
hirieran a nadie.
–¿Tensas el arco tú mismo, Amosis?
–¡Por supuesto!
–Voy a comprobar el blanco, para que esté bien
fijo.
Entre los dos hermanos reinaba una total complicidad. El rey
lamentaba que Amosis fuera demasiado joven para combatir a su lado,
pero sabía que, en caso de desgracia, su hermano menor tomaría la
espada.
Cuando Kamosis alcanzaba el blanco, un característico silbido
lo alertó.
–¡Pronto, agáchate! – aulló Amosis a pleno
pulmón.
–Nada grave -concluyó Teti la Pequeña-. La flecha solo ha
rozado el cuello. Gracias a las compresas de miel, ni siquiera
quedará cicatriz.
–Me has salvado la vida -dijo Kamosis a su hermano menor,
tembloroso aún.
–¿Has visto al arquero que ha disparado? – le preguntó
Ahotep.
–No -se lamentó el chiquillo-. He corrido hacia mi hermano y
no he pensado en registrar los alrededores. ¡He tenido tanto miedo
al ver que le salía sangre del cuello!
–Ven a lavarte -ordenó su abuela-. Realmente, no pareces un
príncipe.
Teti y su nieto abandonaron la enfermería.
–Hay un espía en esta base -afirmó Ahotep- y ha intentado
eliminarte.
–No lo creo, madre. A pesar de la advertencia de Amosis, no
he tenido tiempo de agacharme. Si el arquero hubiera querido en
verdad matarme, no habría fallado. Esta herida superficial es solo
una advertencia; es decir, o me limito a reinar sobre Tebas, o
desapareceré.
Ahotep meditó sobre las palabras del rey.
–Dicho de otro modo, tu porvenir depende del consejo de
guerra que vamos a celebrar hoy mismo.
En la sala de dos columnas del palacio de la base militar
estaban reunidos la reina Ahotep, el faraón Kamosis, Heray, Qaris,
los generales y los principales escribas de la Administración.
Conscientes de que participaban en la toma de una decisión
fundamental, todos tenían los rostros tensos.
–La situación actual es lamentable -recordó el soberano-. El
pequeño reino de Tebas descansa sobre una libertad ilusoria, puesto
que es prisionero del tirano hicso al norte y del tirano nubio al
sur. No tiene acceso alguno a las rutas caravaneras y mineras, y se
halla en un aislamiento cada vez más intolerable, ¡peligroso
incluso! El faraón de Egipto solo lleva la corona blanca y no puede
admitir que el emperador de las tinieblas se arrogue el derecho a
llevar la corona roja.
–Es cierto, majestad; es cierto -admitió el general de más
edad-. Pero ¿tenemos, por ello, que lanzarnos a una guerra total de
la que sin duda no saldríamos vencedores?
–¿Cómo podemos saberlo mientras no la hayamos librado? –
aventuró el escriba Neshi.
El general dio un respingo. Detestaba a aquel letrado
demasiado flaco, con el cráneo calvo y la mirada
insistente.
–En su terreno, la competencia del encargado de los archivos
Neshi no es discutible, pero no creo que esté en condiciones de
proponer iniciativas estratégicas. Si no me engaño, su presencia
aquí solo se justifica por la necesidad de tomar notas con vistas a
la redacción de un informe.
–Si he comprendido bien, general, tú estás por el
mantenimiento de la situación.
–Para seros del todo franco, majestad, sería la mejor
solución. Sé muy bien que los hicsos ocupan una porción importante
de nuestro país, pero ¿no es esta una realidad que tendremos que
acabar admitiendo? El ejército enemigo es, por lo menos, diez veces
más poderoso que el nuestro. ¡Atacarlo sería una locura!
Contentémonos con lo que el valor de la reina Ahotep nos ha
permitido obtener. Tebas es libre; podemos vivir en paz aquí. ¿Por
qué querer más y destruir el frágil equilibrio?
–Tan frágil que ni siquiera lo es -afirmó el escriba Neshi-.
El inmovilismo lleva a la muerte, como bien nos enseñó la reina
Ahotep. Creyéndonos al abrigo, nos convertiríamos en una presa
fácil para el emperador.
El general se enojó.
–¡Es insoportable, majestad! ¡Haced callar a
Neshi!
–Soy yo el que da las órdenes, general -recordó el faraón-, y
considero que cada uno de los miembros de este consejo puede
expresarse.
El militar se amilanó un poco, pero no renunció a convencer
al monarca.
–¿Sabéis, majestad, que los hicsos no se oponen a la paz?
Acaban de darnos una prueba fehaciente de su buena voluntad al
permitir que los rebaños de los campesinos del Medio Egipto pasten
en las zonas inundables del Delta. Y eso no es todo, ya que han
ofrecido también espelta a nuestros criadores de cerdos. ¿No habrá
llegado la hora de deponer las armas y pactar unos acuerdos
económicos?
–¿Cómo podemos creer en semejantes mentiras? – se rebeló
Neshi-. Los hicsos son maestros en el arte de la propaganda, y
quienes se dejan atrapar acaban siempre muy mal. Apofis nunca
aceptará ceder una pulgada del territorio que ha conquistado. Los
campesinos que se dirigen al Delta se convertirán allí en esclavos
y sus rebaños serán confiscados.
–¡Esto ya es demasiado! – exclamó el general-. ¿En qué
informaciones se apoya este escriba para atreverse a
contradecirme?
–Neshi tiene razón -confirmó el intendente Qans-. Los hicsos,
en efecto, han atraído a una trampa a algunos campesinos
egipcios.
Otro oficial superior acudió en auxilio de su
colega.
–Si los hicsos siguen siendo irreductibles adversarios,
majestad, esta es una razón más para no seguir provocándolos. Es
evidente que el emperador acepta la presente situación, puesto que
deja que subsista nuestra frontera norte, en Cusae. Aprovechemos
esta mansedumbre y preservemos lo adquirido.
La reina Ahotep se levantó y miró fijamente a los dos
generales.
–¿Creéis, acaso, que el faraón Seqen, muerto en su intento
por ampliar el reducto tebano, se habría contentado con tan poca
ganancia? Hay que liberar todo Egipto y no solo una parte de su
territorio. Quien haya olvidado este sagrado deber no merece servir
a las órdenes del rey Kamosis.
–Vosotros no formáis ya parte de mi consejo -dijo este a los
dos oficiales-. Ojalá os mostréis dignos de vuestro rango en el
campo de batalla, a la cabeza de vuestros respectivos regimientos.
Apenados, los generales salieron de la sala.
–A ti -anunció el monarca al escriba Neshi- te nombro
portador del sello real y canciller a cargo de la intendencia del
ejército. Que cada hombre sea correctamente equipado y
alimentado.
–Aunque nuestras tropas estén listas para partir, majestad,
mi primer consejo es, sin embargo, tener
paciencia.
Kamosis se sorprendió.
–¿Tú también consideras que es mejor negociar con
Apofis?
–De ningún modo, puesto que el imperio de las tinieblas no
cambiará de naturaleza. Pero la función de la que me encargo me
inclina a pensar que es preciso evitar la guerra inmediata. En
efecto, podríamos carecer de recursos alimentarios. Sería
preferible el final de la primavera, pues gozaríamos así de los
productos de la cosecha.
Heray y Qaris dieron su aprobación.
–Antes de lanzar la ofensiva -aconsejó Neshi-, sería
aconsejable repatriar a parte de los soldados del frente y
sustituirlos por hombres de segunda línea. Durante el período que
nos separe de la ofensiva general, nuestra prioridad debe ser
reforzar el frente.
El plan de su recién nombrado canciller convenció al faraón
Kamosis.
–Actuaremos así, pues.
–Debemos considerar otra iniciativa -aventuró
Ahotep.
El rey se sintió tan intrigado como los miembros del
consejo.
–Destinar todas nuestras fuerzas al frente del norte nos
haría correr un riesgo que tendemos, en exceso, a olvidar; o sea,
un ataque de los nubios, deseosos de saquear Tebas. Apofis nos
espera en Cusae, no en Elefantina ni en Nubia. La verdadera
prioridad es reconquistar la zona meridional de nuestro país y
hacer que los nubios comprendan que cualquier ofensiva por su parte
estaría condenada al fracaso. Por eso, el grueso de nuestras tropas
no partirá hacia el norte, sino hacia el sur.
Rubia artificial y gordezuela, Yima, la esposa de Khamudi, se
consideraba una belleza irresistible. Como sabía que su marido era
muy posesivo, evitaba tomar amantes que llamaran demasiado la
atención y se libraba con presteza de sus fugaces conquistas
mediante la ayuda de Dama Aberia, muy feliz al tener la ocasión de
eliminar a los esclavos egipcios. Con Khamudi, Yima vivía una
felicidad perfecta. Gozaba de su fortuna, martirizaba a tantos
siervos como deseaba y satisfacía sus impulsos en compañía de un
esposo tan depravado como ella. Sin embargo, subsistía en el cuadro
una sombra amenazadora, ya que Tany, la supuesta emperatriz, seguía
tratándola con desprecio.
Tal vez su confidente podría ayudarla. Así pues, Yima había
acudido al cuartel donde vivía la escultural Dama Aberia, capaz de
estrangular con una sola mano a un fuerte mocetón. Todos los días,
la asesina practicaba ejercicios de musculación y se divertía
derrotando a los soldados hicsos que se atrevían a
desafiarla.
–¿Quieres vino y carne roja? – preguntó Dama
Aberia.
–¡Oh, no! – protestó Yima-. Ahora estoy controlando mi
peso.
–¡Entonces, deja los dulces! Es un alimento de
niñas.
–Estoy preocupada…, muy preocupada.
–¿Alguien te molesta, querida mía?
–Sí, pero no alguien de quien puedas
librarme.
Intrigada, Dama Aberia dejó de masticar.
–¡Revélame la solución de este enigma!
–Se trata de Tany… Creo que me detesta. La estranguladora
soltó una carcajada.
–¡Tany es demasiado fea como para tener
sentimientos!
–No bromees; en verdad estoy sufriendo. No comprendo por qué
la disgusto tanto e ignoro lo que me reprocha. ¿Lo sabes
tú?
–¡Ni la menor idea, querida mía! O más bien, sí, puesto que
ese tonelito solo contiene hiel. La emperatriz detesta a todo el
mundo y solo se ama a sí misma. Haber conseguido convertirse en la
esposa del emperador es una hazaña cuyos beneficios debe conservar,
comenzando por apartar a todas las hembras que se aproximen
demasiado al señor de los hicsos.
–No es ese mi caso, te lo aseguro.
–Tu reputación no habla en tu favor, pero creo que podré
arreglarlo.
–¿De qué modo, Dama Aberia?
–A mí no me gustan en absoluto los hombres. Son muy sosos y
se agotan enseguida. Las mujeres, en cambio, ¡qué delicia! Si la
emperatriz sabe que también a ti te gustan las mujeres, ya no
correrás peligro.
Yima hizo unos arrumacos, como una niña
asustada.
–Lo que estás pidiéndome, contigo… Nunca me atrevería.
Yo…
–Perversa como eres, va a gustarte. Y luego ya no podrás
prescindir de ello. Vamos, ven a mi alcoba. Tras una buena comida
es mejor aún.
–Pero los soldados lo sabrán y…
–De eso se trata precisamente, querida mía, de que nuestra
relación tenga notoriedad pública. ¿Quién se atrevería a tocar a mi
protegida?
Khamudi hacía que le diera masaje en los dedos de los pies,
una de las partes de su cuerpo que consideraba perfecta,una joven
egipcia, hija de un escriba deportado a Sharuhen. Tras haberla
probado, ella acabaría en el harén o en el penal, dependiendo de su
estado de ánimo.
Con una máscara de arcilla regeneradora en el rostro, Yima
estaba tendida en una confortable estera, junto a su
marido.
–Has hecho muy bien -le dijo-. El emperador aprecia mucho a
Dama Aberia. Estar en buenas relaciones con ella nos será muy útil,
tanto a ti como a mí. Cuanto más aumentan las deportaciones, más
importancia adquiere Dama Aberia. En cuanto regrese de Sharuhen, el
emperador la nombrará jefe de la policía.
–¿Ha decidido exterminar a todos los
egipcios?
–Si queremos gobernar este país a nuestro modo, es la única
solución. Los necesitamos aún, como esclavos, pero algunos
extranjeros educados al modo de los hicsos irán sustituyéndolos
progresivamente.
–¡Qué maravilloso mundo nos prepara el emperador! Habrá un
solo pensamiento, una sola dirección, una sola política, una sola
casta dominante que detentará todos los poderes, y fieles súbditos
que obedecerán porque la ley de Apofis es la ley de Apofis. Pero
¿cuándo se librará, por fin, el emperador de los turbulentos
tebanos?
–Quiere ceder este placer a Jannas, y creo que tiene razón.
¡Qué soberbia matanza en perspectiva! Los tebanos están tan
aterrorizados que ya no se atreven a abandonar su base de
retaguardia. En el frente, acabarán destrozándose unos a otros. O
se rendirán, y Dama Aberia tendrá que organizar muchos convoyes, o
Jannas tendrá muchas cabezas que cortar. He aquí lo que sucede a
los incompetentes que confían en una hembra como la reina
Ahotep.
El capitán de los piratas pudo recuperar, por fin, el
aliento. Cuando el navío del almirante Jannas había embestido su
barco con el espolón, se había creído víctima de una alucinación.
Cómo había conseguido el hicso mostrarse más taimado y rápido que
él? Con increíble obstinación, el almirante se había empecinado en
perseguir uno a uno a los piratas egeos, chipriotas y cretenses que
atacaban la flota mercante del emperador. No obstante,
beneficiándose del apoyo tácito de Creta, habían esperado hundir
las suficientes unidades de los hicsos como para obligar a Jannas a
dar marcha atrás.
Pero este era un temible navegante y se había olido las
artimañas de sus adversarios. Poco a poco, se habían convertido en
bestias acosadas, aunque con la seguridad de encontrar refugio en
las Cícladas.
¡Nueva desilusión! Incluso allí Jannas había seguido
persiguiéndolos, sin caer en sus múltiples emboscadas. Paciente y
meticuloso, aislaba cada embarcación enemiga antes de tomarla por
asalto con marinos mejor armados.
Buenos nadadores, el capitán y una decena de piratas habían
llegado a las costas de la isla de Thera, dominada por un volcán
cuyas erupciones no los asustaban. Allí ocultaban su botín y se
retirarían tras haber amasado una fortuna.
–Nos siguen, capitán.
Cinco barcas llenas de arqueros hicsos se dirigían hacia la
isla.
–Trepemos, no se atreverán a imitarnos.
De hecho, la humeante montaña impresionaba a los hombres de
Jannas.
–De verdad tenemos que interesarnos por esos miserables
fugitivos, almirante? – interrogó un teniente.
–Tu trabajo debe ser llevado a cabo. El emperador nos ordenó
exterminar a los piratas, y los exterminaremos. De lo contrario,
este puñado de insurrectos fletaría un nuevo barco y sus fechorías
se reanudarían.
–¿No es… peligrosa esta montaña?
–Menos que mi espada -respondió Jannas,
amenazador.
El teniente no insistió. Una palabra más y era hombre muerto.
Lentamente, los hicsos escalaron la ladera del
volcán.
–¡Trepan! – exclamó uno de los piratas-. Más deprisa… ¡Hay
que ir más deprisa!
En cuanto estuvieron a tiro, los arqueros hicsos acabaron con
los piratas. Molestados por las fumarolas, no acertaron al capitán,
que corría a lo largo del cráter con la esperanza de bajar por la
ladera opuesta y escapar así de sus perseguidores.
Pero una flecha le atravesó el muslo.
Pese al dolor, se arrastró por las rocas. El pie de un hicso
lo inmovilizó en el suelo.
–No le matéis enseguida -ordenó Jannas, que acababa de
descubrir un extraño lago.
No contenía agua, sino fuego de un ardiente rojo, que no
dejaba de hervir al tiempo que producía grandes
burbujas.
–Escuchadme -imploró el pirata-, tengo un tesoro oculto en
una gruta.
–¿En qué lugar exactamente?
–Os lo diré a cambio de mi vida.
–¿Por qué no?
–¿Tengo tu palabra?
–Prueba suerte, pirata. Y, sobre todo, no me irrites
más.
–Está en la mitad de esta ladera, frente a una roca en la que
trazamos un círculo. Ya verás, es un tesoro enorme. Gracias a mí,
serás un hombre rico.
–Enriquecerás al emperador de los hicsos. Yo estoy aquí solo
para destruir a los bandidos que se atreven a
agredirnos.
–¿Sal… salvaré la vida?
–Lo prometido es deuda -admitió Jannas-. Pero, antes, estoy
seguro de que un baño te sentará muy bien. Vas sucio y hueles
mal.
–Un baño, pero…
–Este lago rojo me parece muy apropiado.
–¡No! – aulló el pirata-. ¡No, es el
infierno!
–Libradme de eso -ordenó el almirante.
Cuaro hicsos levantaron al herido y lo arrojaron al lago de
lava.
a base militar de Tebas estaba en efervescencia. Tras un
invierno clemente, durante el que se habían construido nuevos
barcos, el canciller Neshi presentó su informe al faraón Kamosis y
a la reina Ahotep.
–El frente ha sido avituallado y reforzado con jóvenes
reclutas llenos de ardor -afirmó-. Los soldados expertos solo
esperan vuestras órdenes para embarcar.
–¿Qué te parece la moral de las tropas? – preguntó Ahotep. El
canciller Neshi vaciló.
–Nuestros hombres son valerosos y decididos, es cierto,
pero…
–Pero tienen miedo de los nubios, ¿no es
eso?
–Exacto, majestad. Su reputación de ferocidad asusta a más de
uno. Vuestros generales y yo mismo hemos intentado explicarles que
tenemos armas eficaces y que nuestra instrucción para el combate es
excelente, pero estamos muy lejos de haber disipado todos los
temores.
–¡El que sea culpable de cobardía será ejecutado ante sus
camaradas! – decretó Kamosis.
–Tal vez haya otros medios para apaciguar ese miedo ancestral
y legítimo -dijo la reina.
Hígado de ocas cebadas con higos, patos asados, costillas de
buey a la brasa, puré de cebollas, lentejas y calabacines, una
fuerte cerveza de fiesta de hermoso color ambarino, mil y una
golosinas de miel, esos eran los manjares del festín que el palacio
ofrecía al ejército de liberación.
Se añadían a ello dos esteras nuevas y confortables para cada
soldado, y ungüentos a base de resina de terebinto, que relajaban
los músculos, mantenían las buenas energías del organismo y
alejaban los insectos.
–Esta reina es una madre para nosotros -consideró el
Bigotudo, que devoraba una rebanada de pan tierno cubierta de
hígado-. En mi vida había comido tan bien.
–Cuando tu país alcanza semejantes cimas -reconoció el
afgano-, casi olvido el mío.
Su vecino de mesa, un infante de carrera, arrojó a lo lejos
los huesos de pato sin una sola hebra de carne.
En vez de maravillaros como niños estúpidos, mejor haríais
reflexionando. Es la última buena comida a la que tendréis derecho.
Después, en los barcos, deberéis contentaros con el rancho. Y no
será muy bueno, justo antes de perecer bajo los golpes de los
nubios.
–Yo no tengo la intención de morir -objetó el
afgano.
–Pobre ingenuo… ¡Bien se ve que no sabes adónde
vas!
–Porque tú lo sabes…
–Nunca he puesto los pies en nubia pero se que son mas
grandes y fuertes que nosotros.
–De todos modos, no se atreven a atacar a los hicsos -recordó
el Bigotudo.
El argumento turbó al infante.