Entonces, el superior de los graneros, Heray, anunció la buena nueva de que Ahotep estaba viva, gozaba de perfecta salud y se dirigiría a sus tropas al amanecer del día siguiente.

Muchos soldados se mostraron escépticos.

Pero cuando el sol apareció por oriente, la reina salió de palacio, coronada con una fina diadema de oro y ataviada con una larga túnica blanca. Su nobleza y su hermosura impusieron un respetuoso silencio.

–Como ese sol que renace, el alma del faraón ha resucitado en la luz. En calidad de regente, proseguiré el combate hasta que Kamosis sea capaz de ponerse a la cabeza del ejército. Pretendo mantener una absoluta fidelidad al rey difunto. Por eso he creado, en Karnak, la función de «esposa de dios», y seré la primera en ocuparla. Jamás volveré a casarme y mi único compañero seguirá siendo mi marido, que descansa en el secreto del dios Amón. Cuando Egipto haya sido liberado, si pertenezco aún a este mundo, me retiraré al templo.

ribón y su equipo de palomas mensajeras habían abandonado Tebas muy de mañana; llevaban mensajes dirigidos al frente. Anunciaban que la regente Ahotep estaba en perfecto estado de salud y que el combate contra los hicsos proseguía. Se daba orden de destruir los escarabeos que propagaban informaciones falsas.

Desde entonces, la base militar situada al norte de la ciudad de Amón no sería ya secreta. Se convertía oficialmente en el cuartel general del ejército de liberación, con su palacio, sus fortines, su escuela de escribas, su cuartel, su arsenal y sus alojamientos. Un destacamento especial protegía Tebas, donde nadie pensaba ya en colaborar con los hicsos. El sacrificio de Seqen, sus primeras victorias y la importancia que había adquirido la reina Ahotep devolvían al conjunto de la población el deseo de lucha.

Con la ayuda de su madre y gracias a la explotación del yacimiento de plata que había descubierto en el desierto, Ahotep se había empeñado en devolver su brillo a la Casa de la Reina. Ciertamente, la vieja institución estaba muy lejos aún de su pasado esplendor, pero los edificios oficiales de Tebas y de la base militar ya no se reducían a unas decrépitas fachadas. De nuevo, los animaba un personal cualificado; bajo la dirección de Qaris, escribas y artesanos rivalizaban en ardor.

Ahotep, su madre y Heray se hallaban precisamente ante la maqueta del intendente. Representaba Egipto, de la punta del Delta a Elefantina. Cuando la reina la viera por primera vez, solo Tebas escapaba al ocupante. En el presente, sin ser brillante, la situación había evolucionado.

–Tebas, Elkab, Edfú: he aquí las tres ciudades de las que estamos seguros -precisó Qaris-. Más al sur, Elefantina está bajo el control de los nubios, los aliados de los hicsos. Y no hay que olvidar, entre Tebas y Edfú, la poderosa fortaleza hicsa de Gebelein. Al norte, muy cerca de Tebas, Coptos no ha sido liberada por completo. Titi, el gobernador, nos asegura que su organización de resistencia le basta, pero sin duda será preciso enviarle refuerzos. Mucho más al norte, Hermópolis sigue siendo el principal cerrojo hicso. Y no hablo del Delta, por completo sometido al dominio del emperador.

–¿Cuáles son las últimas noticias del frente? – preguntó Ahotep.

–Gracias a nuestras palomas mensajeras, estamos en permanente contacto. El gobernador Emheb ha instalado su campamento ante la ciudad de Cusae, donde está la primera línea de los hicsos, que se limitan a esporádicos disparos de flechas. El modo como nuestras tropas están dispuestas y ocupan el terreno impide un ataque en gran escala de los carros.

–¿Por qué no se lanza el emperador al asalto de nuestras posiciones? – se extrañó la reina.

–Si queremos ser optimistas -declaró Heray-, debemos suponer que tiene los suficientes problemas como para dejar para más tarde la pequeña molestia que le suponemos.

–Emheb consolida, día tras día, el frente -añadió Qaris.

–¿Y el avituallamiento?

–De eso, se encargan los campesinos de los alrededores, que se han unido a nuestra causa, majestad. Las organizaciones de resistencia creadas por el afgano y el Bigotudo se han revelado muy eficaces.

–Nuestro punto débil sigue siendo el armamento, ¿no es cierto?

–Lamentablemente, sí. No disponemos de carros ni de esos extraños animales, esos caballos que tiran de ellos y les dan una increíble velocidad.

–No es razón para limitarnos a nuestras antiguas armas -consideró Ahotep-. Convoquemos a todos los artesanos.

En la mano izquierda, la regente de las Dos Tierras tenía un cetro de madera con la cabeza de Set; en la derecha, la espada sagrada del dios Amón. Junto a ella, altivo y serio, estaba su hijo Kamosis.

–Con este cetro -declaró Ahotep ante los numerosos artesanos reunidos-, mediré el Egipto liberado. Pero antes de llevar a cabo esa obra de paz, tendremos que emplear esta espada que el dios de Tebas nos entregó. Con ella, consagro a mi hijo mayor como jefe de guerra; no para la muerte, sino para la vida. Que este rayo de luz ilumine su pensamiento y le ofrezca el valor de su padre.

Con la punta de la espada de Amón -un arma curva, de bronce y recubierta de plata con incrustaciones de ámbar-, Ahotep tocó la frente de Kamosis. El brillo de la hoja fue tan deslumbrador que los espectadores se vieron obligados a cerrar los ojos.

La mirada del adolescente había cambiado de pronto, como si su conciencia se abriera a insospechadas realidades.

–En el nombre del faraón y en el de la Reina Libertad juró con una solemnidad que hizo estremecerse a la concurrencia-, me comprometo a combatir hasta mi último aliento para que Egipto vuelva a ser el que era y la alegría dilate de nuevo los corazones. Hasta que esté listo para cumplir mi tarea, no me concederé ya un solo momento de descanso.

Kamosis besó la espada de Amón y se prosternó ante la regente. En él acababa de morir la infancia.

–Todos sabemos que nuestro armamento es inferior al del enemigo -reconoció Ahotep-. A vosotros, artesanos tebanos, os corresponde reducir esta deficiencia. Vais a fabricar nuevas lanzas, más largas, con puntas de bronce más penetrantes, y unos nuevos escudos de madera reforzados también con bronce. En adelante, los infantes llevarán la cabeza protegida por un casco, y el torso, por una coraza de grueso cuero. Hachas, mazas y pañales deben ser de mejor calidad. Y las tropas de élite irán equipadas con espadas curvas, parecidas a la de Amón. En el cuerpo a cuerpo, gracias a estas armas y a nuestra voluntad, seremos superiores a los hicsos. ¡Ahora, manos a la obra!

Las aclamaciones saludaron esas palabras de la reina.

–¡Qué mujer tan extraordinaria! – afirmó el Bigotudo, que no se había perdido ni un ápice de la escena.

–Está poseída por esa fuerza que vosotros denomináis magia -añadió el afgano-. Y esa mirada… ¿Quién no se sentiría subyugado por ella?

–Ya te lo he dicho: sobre todo, no te enamores.

–¿Por qué no?

–No tenías ya posibilidad alguna, afgano, pero tienes menos aún desde que la reina Ahotep se ha convertido en esposa de dios. En adelante, ningún hombre se acercará a ella.

–Ahotep es demasiado hermosa para aceptar semejante destino.

–Ella lo ha elegido. Como puedes advertir, no carece de carácter ni de coherencia en las ideas.

–Recuerda, Bigotudo, cuando iniciamos la resistencia… vencer a los hicsos te parecía imposible.

–Para serte franco, sigo pensando lo mismo. Ahotep se nos ha subido a la cabeza y casi olvidamos el desequilibrio de fuerzas. No importa… Ella da sentido a nuestra vida y a nuestra muerte.

Para consolidar más aún el frente, Ahotep había decidido utilizar el heka, el poder mágico nacido de la luz, del que se había convertido en depositaria durante su viaje a Dendera, en compañía de Seqen. El heka más intenso era el de la ciudad santa de Heliópolis, desgraciadamente en manos de los hicsos. Pero aquel del que la regente disponía bastaba para inmovilizar al adversario, al menos durante algún tiempo.

En la capilla de Mut, en Karnak, un ritualista fabricó figuras de cera que representaban a unos hicsos atados e incapaces de hacer daño. Luego, en unos cuencos rojos, Ahotep escribió el nombre de Apofis y fórmulas antiquísimas que ordenaban a la serpiente destructora escupir su veneno y caer sobre su faz. – Que el aliento anime esas figurillas -declaró la reina- y las abrase. Que la cera, nacida de la abeja, símbolo de la realeza del Bajo Egipto y del Delta, se convierta en nuestra aliada.

Las llamas crepitaron, los horribles rostros de los hicsos se deformaron y Ahotep rompió los cuencos rojos.

–¿Puedo hablaros en privado, majestad? – preguntó el intendente Qaris a la reina cuando salió del templo.

–Pareces trastornado… ¿Malas noticias del frente?

–No, tranquilizaos. Pero he reflexionado mucho y no puedo guardar para mí unas conclusiones que solo vos debéis conocer. Metido en carnes, con las mejillas redondas y una imperturbable calma, Qaris conseguía, por lo general, contagiar su buen humor, incluso en los momentos más difíciles. Ahotep nunca lo había visto tan deprimido.

–¿Podemos alejarnos, majestad? Nadie debe oír lo que voy a deciros.

La reina y el intendente recorrieron el embarcadero del templo.

–El enemigo exterior es temible -declaró Qans-, pero el enemigo interior no lo es menos. Afortunadamente, Heray nos ha liberado de los colaboracionistas y, para la población, solo vos existís. Además, Tebas sabe perfectamente que ya no puede retroceder y que deberemos ir hasta el final de la aventura, es decir, la destrucción o la libertad.

–Lo sé, lo sé, Qans. ¿Temes acaso el renacimiento de un partido colaboracionista?

–No, Heray está muy atento, y Tebas no volverá atrás, estoy convencido de ello. Se trata de otra cosa, igualmente grave.

El intendente tenía la boca seca.

–Hace muchos años que mi principal tarea consiste en recoger las informaciones y extraer de ellas lo esencial. Naturalmente, he estudiado con atención los informes referentes a la trágica muerte del faraón Seqen.

Ahotep se detuvo.

–¿Has advertido alguna anomalía?

–Majestad, estoy convencido de que vuestro marido cayó en una trampa. Los hicsos le aguardaban en aquel lugar, sabían cómo aislarlo y lo asesinaron gracias a las indicaciones que les proporcionó alguien bien informado.

–¿Quieres decir… que hay un traidor entre nosotros?

–No tengo prueba formal de ello, pero esa es mi íntima convicción.

Ahotep levantó los ojos al cielo. No había previsto aquel golpe bajo.

–¿Tienes sospechas más concretas, Qaris?

–No, majestad, y espero equivocarme.

–Si tienes razón, mis decisiones más importantes tendrán, pues, que permanecer secretas.

–Tanto como sea posible, en efecto. Y os recomiendo que desconfiéis de todo el mundo.

–Pero no de ti, Qans.

–Solo tengo mi palabra para ofreceros, majestad.

a destrucción del último cementerio egipcio de Avaris había provocado una inesperada revuelta entre las viudas y los viudos ancianos. Desesperados, se habían agrupado para marchar sobre la ciudadela y protestar contra la decisión del emperador.

Atónitos, los guardias vieron llegar aquella oleada de inofensivos harapientos, de los cuales un buen número se movía con dificultad. Bastaron algunas lanzas para detenerlos.

–Volved inmediatamente a vuestras casas -les ordenó un oficial anatolio.

–Queremos conservar nuestro cementerio -protestó un octogenario que se apoyaba en su bastón-. Mi esposa, mis padres, mis abuelos y mis tatarabuelos están enterrados allí. Lo mismo ocurre con la mayoría de mis compatriotas. Nuestros muertos no amenazan, que yo sepa, la seguridad del imperio.

–Las órdenes son las órdenes.

Silenciosos y decididos, los contestatarios se sentaron. Exterminarlos no ofrecía dificultad alguna, pero el oficial prefirió consultar con un superior.

–¿Viejos? – se extrañó Khamudi.

–Se niegan a regresar a sus casas y quieren ser recibidos por el emperador.

–¡Esos imbéciles siguen sin comprender que los tiempos han cambiado! ¿Son ruidosos?

–No, en absoluto. ¿De qué modo queréis que los ejecutemos?

–¿Ejecutarlos…? Tengo una idea mejor. Ve a buscar a Dama Aberia. Yo solicitaré la autorización del emperador.

Con sus manos, más anchas que las de un coloso, Dama Aberia se entregaba a su placer favorito, o sea, estrangular. De momento, se limitaba a una gacela, cuyos mejores pedazos se servirían en la mesa de Apofis. Pero era mucho menos divertido que retorcerle el cuello a una aristócrata egipcia reducida al rango de esclava. Gracias a la esposa del emperador, Dama Aberia no carecía de presas, aterrorizadas unas, gesticulantes otras. Su sed de venganza era inextinguible, y Apofis aprobaba esa política de terror, que disuadía a los vencidos de resistírsele.

–El gran tesorero solicita vuestra presencia urgentemente -le comunicó el oficial.

Dama Aberia sintió un delicioso estremecimiento. Conociendo a Khamudi, solo podía tratarse de una exaltante tarea.

–¿Qué significa ese rebaño de vejestorios? – preguntó.

–Son peligrosos rebeldes -respondió Khamudi.

–¿Peligrosos, ellos? – se carcajeó Dama Aberia.

–¡Mucho más de lo que crees! Esos ancianos defienden perjudiciales tradiciones y las transmiten a los más jóvenes. Por eso, no deben seguir en Avaris, donde dan mal ejemplo. Su lugar está en otra parte, lejos de aquí.

El interés de Dama Aberia comenzó a despertarse.

–¿Y me toca a mí… encargarme de eso?

Junto a nuestra base de retaguardia, en Palestina, en Sharuhen, hay zonas pantanosas donde podría establecerse un campo de prisioneros.

–¿Un simple campo…, o un penal de exterminio?

–Como quieras, Dama Aberia.

La estranguladora miró a los prisioneros de un modo distinto.

–Tenéis razón, gran tesorero. Son, en efecto, rebeldes peligrosos y los trataré como a tales.

El cortejo tomó la pista que, rodeando unos lagos, se dirigía al este. Cómodamente instalada en su silla de manos, Dama Aberia obligaba a su rebaño de esclavos a caminar lo más deprisa posible; solo les concedía un alto y un poco de agua cada cinco horas.

La resistencia de aquellos viejos egipcios la sorprendía. Solo algunos se habían derrumbado al comienzo del viaje, y Dama Aberia no había cedido a nadie la tarea de retorcerles el cuello. Sus despojos harían las delicias de los buitres y demás carroñeros. Un solo deportado intentó huir y fue derribado enseguida por un policía hicso.

Los demás avanzaban, paso a paso, bajo un sol ardiente. Si alguien se debilitaba, los más valerosos le sostenían como podían y lo obligaban a continuar.

A veces, el corazón fallaba. Entonces, el cadáver era abandonado a un lado de la pista, sin ritos ni sepultura.

El primero que pidió más agua fue azotado hasta la muerte. Así pues, los viudos y las viudas avanzaban sin quejarse, ante la encantada mirada de Dama Aberia, que pensaba ya en organizar otros viajes como aquel.

–No hay que perder la esperanza -le dijo un septuagenario a su compañera de infortunio-. Mi hijo forma parte de una organización de resistentes y me ha dicho que la reina se ha puesto a la cabeza de un ejército de liberación.

–No tiene posibilidad alguna.

–Ha infligido ya algunas derrotas a los hicsos.

–En Avaris, nadie habla de ello -objetó la mujer.

–La policía del emperador funciona bien… Pero, de todos modos, la noticia acabará propagándose. El ejército tebano ha llegado a Cusae y tiene, forzosamente, la intención de atacar el Delta.

–Los hicsos son demasiado poderosos y los dioses nos han abandonado.

–¡No, estoy seguro de que no!

A pesar de sus reticencias, la viuda murmuró la noticia al oído de su vecino, que transmitió a otro la información. Poco a poco, todos los prisioneros supieron que Tebas había levantado la cabeza y que se había iniciado el combate. Los más extenuados recuperaron fuerzas; el camino pareció menos penoso a pesar del calor, la sed y los mosquitos.

Tras la de Avaris, la plaza fuerte de Sharuhen era la más impresionante del imperio. Altas torres permitían controlar los alrededores y el puerto. La ciudad de guarnición albergaba tropas de choque capaces de intervenir en cualquier momento en Siro-Palestina y acabar de raíz con el menor intento de sedición.

De acuerdo con las órdenes de Apofis, los hicsos efectuaban expediciones a intervalos regulares, solo para recordar a la población civil que la ley del emperador era inviolable. Se saqueaba una aldea, se incendiaba, se violaba a las mujeres, y luego se las empleaba como esclavas, junto con sus hijos más robustos. Era la distracción más apreciada por la guarnición de Sharuhen, cuyo puerto recibía los cargueros repletos de abundantes alimentos.

La llegada del lamentable cortejo sorprendió al comandante de la fortaleza, que quedó impresionado por la musculatura de Dama Aberia.

–Misión oficial -declaró ella con aplomo-. El emperador desea que levante un penal cerca de la fortaleza. Ha decidido deportar a la mayor parte de los rebeldes para que no turben el orden hicso.

–¡Pero si son ancianos!

–Propagan ideas peligrosas, que pueden turbar los espíritus.

–Bueno, bueno… Tendréis que alejaros hacia el interior de las tierras, pues por aquí hay muchas marismas y…

–Eso me parece perfecto. Quiero que los penados estén al alcance de vuestros arqueros que montan guardia en lo alto de las torres. Si uno de esos bandidos intenta cruzar las cercas que vamos a levantar, derribadlo.

Dama Aberia eligió el peor lugar, es decir, un terreno poroso, infestado de insectos y batido por los vientos.

Ordenó a los prisioneros que construyeran chozas de caña, donde, en adelante, vivirían a la espera de la clemencia del emperador, que, en su gran bondad, les concedía una ración cotidiana.

Una semana más tarde, la mitad de los ancianos había muerto. Sus compañeros habían enterrado los cuerpos en el barro, excavando con las manos. Tampoco ellos sobrevivirían mucho tiempo.

Satisfecha, Dama Aberia se puso en camino hacia Avaris, donde agradecería calurosamente a Khamudi su iniciativa. Ella se encargaría de preparar la siguiente deportación de rebeldes, que, tras haber probado los encantos de Sharuhen, no causarían ya problema alguno al emperador.

A sus casi veinte años, Viento del Norte ejercía una importante función a la cabeza de los asnos de Tebas. Conducía a los bravos pollinos por los senderos y velaba por el transporte de los materiales. Nunca protestaba ante la tarea, siempre que los humanos hicieran lo mismo y no eludieran sus responsabilidades.

Ahotep sabía que, sin Viento del Norte y sus colegas de cuatro patas, la base militar no habría podido ver la luz. Y el asno seguía trabajando, con la misma constancia y el mismo sentido de la tarea bien hecha.

Sin embargo, aquella hermosa mañana de primavera estaba marcada por el luto. Al amanecer, Risueño había entregado su alma. Tras haber salvado a la Reina Libertad, siendo su infalible guarda de corps, el viejo perro, con el organismo desgastado, había puesto dulcemente su enorme cabeza a los pies de la muchacha y le había dirigido una última mirada, tierna y cómplice. Luego, había emitido un único estertor, largo y profundo.

Afortunadamente, Risueño el Joven, que tenía seis meses, prometía ser tan fuerte e inteligente como su padre. Con el pelaje del color de la arena, el negro hocico y los ojos anaranjados, percibía ya la menor intención de su dueña.

Risueño el Viejo fue momificado y enterrado junto al faraón Seqen. Con él, desaparecía la juventud de Ahotep, las horas de aventura y felicidad vividas en compañía de su marido. Bajo las vendas se había depositado un papiro con las fórmulas mágicas indispensables para cruzar las puertas del otro mundo. Compartiendo la pesadumbre de la reina, Viento del Norte le tocó dulcemente el hombro con el hocico. Ella le acarició el cuello y le rogó que concediera su amistad al joven cachorro, que tenía que aprender mucho aún.

En señal de aprobación, sacudió sus grandes orejas.

El informe de Dama Aberia encantaba al emperador, de un humor de todos los diablos tras el fracaso de su operación de desinformación. ¿Por qué no había pensado antes en organizar deportaciones y abrir un campo de exterminio donde desaparecieran los resistentes? Aquella nueva iniciativa de Khamudi resultaba excelente; Sharuhen era todo un éxito.

Poco a poco, Avaris se había vaciado de contestatarios, incluso de los potenciales, y los hicsos solo conservaban los esclavos indispensables para efectuar las tareas más ingratas.

–Majestad -dijo Khamudi, goloso-, tengo aquí una lista de rebeldes cuyas actitudes o palabras merecen el penal.

–Guárdame algunos para el toro y el laberinto.

–Naturalmente, majestad. Pero debo avisaros de que no solo hay egipcios.

Apofis parpadeó.

–Un escriba hicso me ha faltado al respeto -explicó Khamudi- y un jardinero anatolio disgusta a mi esposa. ¿No merecen, acaso, ser llamados al orden?

–Muy bien -convino el emperador-. Por mi parte, añado un guardia de palacio que cometió el error de acostarse con mi tierna hermana Ventosa y quejarse de un horario de servicio en exceso cargado. Nadie debe abandonarse a ese tipo de críticas. El campo de Sharuhen le pondrá otra vez las ideas en su lugar. Que Dama Aberia se encargue del nuevo envío.

La deportación de las viudas y los viudos había sembrado el terror en la población egipcia del Delta. Nadie se sentía a salvo de las arbitrarias decisiones del emperador y de Khamudi. Las minúsculas organizaciones de resistencia no se atrevían ya a tomar la menor iniciativa y se limitaban a recoger algunas informaciones procedentes del frente, con la esperanza de que fueran auténticas. Sin embargo, casi todos ignoraban aún que un ejército de liberación había llegado a Cusae.

En las Cícladas, Jannas obtenía victoria tras victoria, pero descubrir y perseguir las embarcaciones piratas le robaba mucho tiempo. Y el almirante dejaba parte de su flota ante las costas de Creta, cuya intervención temía.

En Asia, las tropas de los hicsos imponían una sangrienta ocupación, llevada a cabo mediante ejecuciones sumarias. Pese a aquella brutalidad, algunos jefes de clan se obstinaban en tomar las armas. Ninguno resistía demasiado, y todos terminaban empalados, al igual que los miembros de la familia. Pero ese irritante hervor impedía a Apofis repatriar sus regimientos y lanzarlos al asalto del Alto Egipto.

–La reina Ahotep es incapaz de avanzar -observó Khamudi-. Su miserable tropa no tardará ya en agotarse. No me sorprendería una próxima rendición. ¡Qué error haber elegido a una mujer como jefe de guerra! Decididamente, estos egipcios nunca serán combatientes.

–Comparto tu punto de vista -concedió el emperador-. Sabemos, en efecto, que los tebanos apenas son capaces de controlar algunas apartadas provincias. Sin embargo, es posible atacar la raíz del mal y suprimir la causa de esta estúpida revuelta sin ni siquiera librar batalla. Uno de nuestros buenos amigos se encargará de ello.

Como había prometido, el príncipe Kamosis no se concedía ya reposo alguno. Se entrenaba con tanta intensidad en el manejo de las armas que su cuerpo se había vuelto el de un atleta, y era necesaria toda la autoridad de la reina para obligarle a acostarse unas horas, con el fin de evitar el agotamiento. Pero Kamosis casi no dormía, obsesionado por el rostro de su padre, el modelo que quería seguir.

De su madre aprendía el arte de gobernar. En compañía de su hermano menor, recogido y atento, leía los textos de sabiduría transmitidos por los faraones de la edad de oro. A veces, comenzaba a soñar que Egipto era realmente libre, que era posible desplazarse de una provincia a otra y navegar de manera apacible por el Nilo. Pero la realidad le alcanzaba como una mordedura y, con un nudo de rabia en el estómago, proseguía su aprendizaje como faraón.

Mientras Ahotep reunía a los miembros de un destacamento con destino a Coptos, el intendente Qaris le comunicó que un inesperado visitante solicitaba audiencia; se trataba de un delegado de Titi, el gobernador de Coptos.

El hombre era bajo, gordo y barbudo. Se inclinó ante la reina.

–¡Tengo buenas noticias, majestad! El gobernador Titi ha conseguido, por fin, liberar la ciudad. Los últimos hicsos han huido y nos hemos apoderado de un barco de mercancías que contiene numerosas jarras de alimentos. He aquí algunas, a la espera de otras presas.

Se trataba, en efecto, de jarras de los hicsos, panzudas y pintadas de pardo.

–Dos soldados de la guardia personal de Titi y yo las hemos transportado por caminos rurales -precisó el barbudo-. La región está tranquila, los campesinos recuperan la confianza. ¡Los habitantes de Coptos os aguardan, majestad!

–¿Está el gobernador seguro de su éxito?

–En caso contrario, majestad, no me habría mandado a Tebas. Titi ha sufrido mucho por la ocupación y es un hombre prudente.

Ahotep recordó su breve estancia en Coptos, en compañía de Seqen. Durante su encuentro, el gobernador le había afirmado que estaba organizando la resistencia con el máximo de precauciones, al mismo tiempo que se presentaba como aliado de los hicsos que controlaban la ciudad.

–Lleva tus jarras a las cocinas -ordenó el intendente Qaris.

–Almorzarás con nosotros -añadió la reina- y nos darás detalles de la liberación de Coptos.

El más hambriento era Risueño el Joven. Sin la enojada mirada de Ahotep, de buena gana habría saltado sobre los platos que los servidores depositaban en la mesa real. El cachorro jugaba al infeliz que no había sido alimentado durante varios días, y siempre conseguía encontrar algún crédulo dispuesto a socorrerlo.

–¿Son los hicsos dueños aún de las rutas de caravanas? – preguntó la reina al enviado del gobernador Titi.

–No por mucho tiempo, majestad. Pero tendremos que desmantelar los fortines que implantaron en el desierto, hasta el mar Rojo.

–¿Tiene el gobernador un mapa detallado?

–Sí, gracias a los caravaneros que se alegran de escapar, por fin, del yugo hicso. Utilizando sus indicaciones, podremos atacar por sorpresa al enemigo y desmantelar, una a una, sus instalaciones.

Con la aplicación de esa estrategia, Ahotep acabaría con los enclaves de la provincia tebana, que, de nuevo, recibiría mercancías de las que había estado privada durante largos años.

–¿De cuántos hombres dispone el gobernador?

Mientras el pequeño barbudo se lanzaba a unas explicaciones bastante enmarañadas, la reina probaba maquinalmente un plato de habas y de buey asado.

De pronto, un hocico de perro levantó su muñeca.

–¡Risueño! Realmente eres muy insolente…

Con su pata izquierda, el perro volcó el plato y comenzó a ladrar, al tiempo que miraba al enviado de Coptos.

La reina comprendió.

Su mejor guarda de corps había intentado salvarla.

–¡Detened a este hombre! – ordenó.

El barbudo se levantó y corrió hacia la puerta del comedor. Dos guardias le cerraron el paso.

–Estos alimentos están envenenados -dijo Ahotep-, y he comido de ellos.

Cuando comenzó a sentirse enferma, la reina Ahotep se tendió en un lecho bajo. Su madre, con un lienzo perfumado, le humedecía la frente.

–El hombre ha hablado -indicó Heray, que acababa de llevar a cabo un duro interrogatorio-. Envenenó vuestro plato con unas semillas de ricino y veneno de escorpión. Si vuestro perro no hubiera intervenido, majestad, estaríais muerta.

Tendido al pie de la cama, el perro había decidido no separarse ya de su dueña.

–¿Viene realmente de Coptos? – preguntó Ahotep.

–Sí, majestad.

–Ha actuado, pues, por orden del gobernador Titi.

–No cabe duda de que él envió a ese asesino, probablemente para satisfacer al emperador.

–Hay que tomar Coptos enseguida -decidió la regente. Ahotep intentó levantarse, pero unos violentos dolores de estómago se lo impidieron.

–Vayamos inmediatamente al templo de Hathor -dijo Teti la Pequeña, inquieta-. Las sacerdotisas sabrán cuidarte.

Pese al alivio temporal que supuso una mixtura compuesta de cebolla, algarrobo, extracto de lino y una planta llamada «madera de serpiente», Ahotep había sido víctima de un grave malestar en el camino que llevaba a Deir el-Bahari, donde el faraón Mentuhotep II, había construido un extraordinario edificio.

Nota: Los Mentuhotep son uno de los linajes de la dinastía XI (hacia 2o6o-i99i a. C.).

Una vez cruzado el vasto antepatio, lleno de árboles, se accedía a un pórtico. Contra sus columnas se adosaban unas estatuas que representaban al rey tocado con la corona roja y ataviado con la túnica blanca ceñida que llevaba durante la fiesta de regeneración. El rostro, las manos y las enormes piernas negras del monarca lo hacían casi terrorífico.

Luciendo los tres colores de la alquimia de la resurrección, el faraón se había multiplicado así en otros tantos guardianes que velaban por el monumento central, una representación del cerro primordial, la isla de la primera mañana del mundo, en la que se había corporeizado la luz.

Cerca del santuario, unas sacerdotisas de la diosa Sekhmet veneraban una antiquísima estatua instalada ante una vasta cubeta de piedra, donde, en caso de enfermedad grave, algunos pacientes eran autorizados a bañarse.

–Soy Teti la Pequeña y os confio a la reina de Egipto, que acaba de ser envenenada.

Heray llevaba en sus brazos a la desvanecida Ahotep.

–Leed en voz alta el texto inscrito en la estatua -recomendó la decana.

–«Ven a mí, tú cuyo nombre está oculto incluso para los dioses, tú que creaste el cielo y la tierra y echaste al mundo todos los seres. Ningún daño se producirá contra ti, pues eres el agua, el cielo, la tierra y el aire. Que me sea concedida la curación.»

Tras haberse rizado, el agua burbujeó.

El genio de la estatua acepta a la enferma -concluyó la decana-. Desnudadla y sumergidla en la cuba.

Mientras Teti y las demás sacerdotisas lo hacían, la decana derramó agua sobre los jeroglíficos. Entretanto, una de sus colegas recogía el precioso líquido, impregnado entonces de energía mágica.

En cuanto Ahotep, inconsciente aún, fue sumergida en el baño, la sirvienta de Sekhmet le roció la garganta con agua sanadora. Cuando hubo repetido siete veces el gesto, rogó a todos los presentes que se alejaran.

–¿Sobrevivirá mi hija? – preguntó la reina madre, angustiada. La decana permaneció silenciosa.

Coptos estaba en fiestas.

Como agradecimiento por los servicios prestados a los hicsos, el gobernador Titi había recibido autorización para celebrar la fiesta de Min. Naturalmente, algunos episodios del ceremonial se omitían, como la procesión de las estatuas que representaban a los antepasados reales. El único faraón era Apofis.

Obedeciendo sus órdenes, Titi acababa de poner fin a una absurda guerra que habría visto morir, inútilmente, a miles de egipcios. Desde hacía mucho tiempo, el gobernador había comprendido que el poder de los invasores no dejaría de consolidarse y que su país se había convertido en una provincia de los hicsos. Llevando a cabo un sutil doble juego, había preservado algunas de sus prerrogativas y había logrado que sus protegidos no vivieran demasiado mal bajo la ocupación. En el fondo, bastaba con renunciar a los valores tradicionales y acomodarse a las exigencias del emperador.

Así, la vieja fiesta del dios de la fecundidad, tanto espiritual como material, perdería todo carácter sacro para convertirse en un festejo popular acompañado por la glorificación de Apofis, el bienhechor de Egipto.

De no haber sido por la loca de Ahotep y su insensato marido, la provincia tebana habría seguido viviendo días apacibles. Afortunadamente, Seqen había muerto, y el ejército de liberación se pudría en Cusae.

El último peligro era la reina. Por haberla conocido en Coptos, muchos años antes, Titi sabía que no renunciaría a combatir. Obstinada, se negaba a admitir la realidad. Por su causa, el sur corría el riesgo de ser víctima de una terrible represión.

Gracias a Titi, Coptos se salvaría. Al enviar a Tebas su mejor lugarteniente para envenenar a Ahotep, el gobernador se convertía en un héroe del imperio. La desaparición de la reina supondría el final de los combates. Esa era la excelente noticia que Titi iba a anunciar a la población, tan contenta con los festejos.

–Jodo está dispuesto? – preguntó a su intendente.

–Sí, pero la policía de los hicsos exige custodiar el cortejo.

–Es muy natural; yo no toleraría exceso alguno.

Titi se apresuró a saludar al jefe de la policía local, un sirio de tosco rostro.

–Al menor incidente -anunció el hicso-, meto en la cárcel a los revoltosos y hago que ejecuten a la mitad.

Jefe -le dijo el ayudante del aduanero a su superior-, se ve humo.

–¿Dónde?

–Parece que viene de la ciudad vieja.

–¡Sin duda, un antiguo edificio que arde! Eso no nos concierne. Estamos aquí para cobrar las tasas de todos los que cruzan, la aduana de Coptos, infligirles la máxima multa y obtener el beneplácito del emperador. El resto nos trae sin cuidado.

Jefe…

–¿Qué ocurre ahora?

–Viene gente.

–No te preocupes. Me duele el brazo a fuerza de poner el sello en tanto papeleo y necesito echar una siesta.

–Hay mucha gente, jefe.

–¿Varios mercaderes?

–No, jefe. Un ejército.

El jefe aduanero salió de su sopor.

En el Nilo, había una decena de embarcaciones con arqueros. En la carretera, se veían centenares de soldados egipcios al mando del Bigotudo.

–He aquí lo que tengo que declarar -anunció con gravedad-: os rendís o acabo con vosotros.

Con los rasgos demacrados y apagada la mirada, el buen gigante Heray se inclinó ante la reina.

–Majestad, os presento mi dimisión como superior de los graneros y responsable de la seguridad interior de Tebas. ¡Ojalá algún día podáis perdonarme mi ineptitud y mi falta de clarividencia! Nadie ha cometido una falta más grave que yo, y soy consciente de ello. El único favor que imploro es no ser expulsado de esta ciudad. Pero si decidís otra cosa, os daré mi aprobación.

–Nada te reprocho, Heray.

–¡Majestad! Dejé que un asesino se aproximara a vos, envenenó vuestro alimento y estuvisteis a punto de morir. Por mi causa, la lucha por la libertad podía haberse quebrado. Solo merezco la destitución.

–No, Heray, pues pones cada día en práctica la más alta de las virtudes, es decir, la fidelidad. Gracias a ella permanecemos unidos y venceremos.

–Majestad…

–Hazme el honor de conservar tus funciones, amigo mío, y de ejercerlas con el máximo de vigilancia. Yo misma cometí graves errores y temo seguir cometiéndolos. Nuestros adversar¡os no han terminado de lanzar contra nosotros los más perversos asaltos. Por eso, no debe aparecer la menor grieta en nuestras filas.

El buen gigante estaba conmovido hasta las lágrimas.

Se prosternó ante la esposa de dios, a la que admiraba más cada día.

–Tienes mucho trabajo -observó la reina-. Antes de ser ejecutado, el gobernador Titi nos proporcionó una impresionante lista de colaboradores. Naturalmente, mezcló lo verdadero con lo falso para que nosotros mismos elimináramos a algunos aliados sinceros. Tendrás, pues, que comprobar cada caso con la mayor atención, para que ningún inocente sea condenado.

–Contad conmigo, majestad.

–Vayamos a ver la maqueta.

No sin profunda alegría, el intendente Qaris incluyó en su maqueta Coptos y su región como zona liberada. Había acabado la ocupación de los hicsos, los arrestos arbitrarios, las torturas… Un nuevo pulmón acababa de abrirse, la tenaza se aflojaba.

–¡Qué feliz debe ser Seqen! – murmuró la reina-. Cuando logremos reabrir las rutas de las caravanas, se habrán resuelto muchas dificultades materiales.

–Mañana -se entusiasmó Qans- celebraremos la verdadera fiesta de Min. Y la reina de Egipto dirigirá el ritual venerando la memoria de sus antepasados.

El magnífico rostro de Ahotep permanecía sombrío.

–Es solo, aún, una modesta victoria. No tendrá futuro si no aumentamos nuestros esfuerzos.

–Nuestro armamento mejora, majestad; muy pronto responderá a vuestras exigencias.

–Si deseamos avanzar hacia el norte, necesitamos más barcos. Los hicsos poseen carros y caballos, pero nosotros sabemos utilizar el Nilo. Hay que abrir inmediatamente nuevos astilleros y poner a trabajar el máximo de artesanos.

A pesar de su resistencia fisica y de su capacidad para combatir tal adversario, el gobernador Emheb se sentía fatigado. En él, todo era ancho y robusto: la cabeza, la nariz, los hombros y la panza. Tenía el aspecto de un vividor, pero su cuello de toro y su dura mirada desmentían esa primera impresión.

Cuando gobernaba la buena ciudad de Edfú, fingiendo someterse a los milicianos hicsos, los había eliminado poco a poco para sustituirlos por hombres de su organización de resistencia y reconquistar la ciudad. Principal aliado de la reina Ahotep, había librado junto a ella las primeras batallas de la guerra de liberación y había vivido como una tragedia la muerte del faraón Seqen.

Jamás hubiera supuesto que la muchacha sería capaz de resistir semejante golpe. Sin embargo, con un valor que despertaba la admiración de los más escépticos, ella había decidido proseguir la obra iniciada por su difunto marido.

Cuando brillaba el sol del alba, vencedor del dragón de las tinieblas, Emheb pensaba en el éxito de Ahotep. Luego, llegaba la jornada en el frente, inmóvil desde hacía meses, y debía rendirse a la evidencia de que, por razones desconocidas, Apofis dejaba que la situación se estancara. O el emperador estaba convencido de que los egipcios acabarían renunciando, o preparaba un asalto masivo.

Aun reforzando sus posiciones, Emheb no resistiría mucho tiempo un asalto de los regimientos hicsos. Pero el gobernador, al que Ahotep concedía total confianza, no retrocedería. Haber llegado a Cusae era ya una hazaña que devolvía a sus compatriotas algo del orgullo perdido. Debían aquella satisfacción a una reina lo bastante audaz como para intentar lo imposible.

Emheb no se hacía ya pregunta alguna. Ahotep le ordenaba que resistiera, y él resistía.

–Gobernador -le preguntó Ahmosis, hijo de Abana, un joven soldado de extraordinario valor-, habría que tranquilizar a nuestros soldados. Muchos aún creen que la reina ha muerto y que sería preferible rendirnos antes de ser exterminados.

–¡Acabamos de recibir mensajes firmados por su propia mano! Está viva y ha recuperado Coptos. Por lo que se refiere a quienes pretenden rendirse, ¿han pensado en la suerte que les estará reservada?

–Eso es exactamente lo que les digo, gobernador, pero el rumor actúa como un veneno. Habría que…

El grito de un guerrero interrumpió al joven.

–¡Atacan! ¡Los hicsos atacan!

Emheb y Ahmosis, hijo de Abana, salieron inmediatamente de la tienda del gobernador y ocuparon sus puestos de combate. Emheb envió palomas mensajeras a Tebas. La misiva que llevaban reclamaba refuerzos urgentemente. Si no llegaban a tiempo, el frente se hundiría y el ejército enemigo caería sobre el sur.

La base militar de Tebas se había convertido en un inmenso astillero, donde incluso los soldados eran empleados por los carpinteros para fabricar el máximo de embarcaciones en un tiempo récord, sin que eso perjudicara su solidez.

Varios equipos iban a buscar madera, principalmente acacia y sicomoro. Se desbastaban con hachas los troncos y las ramas, que se convertían en tablas, y se utilizaban mazos y cinceles para abrir las muescas, pesadas mazas para hacer que penetraran las espigas y la hachuela de mango corto para los acabados. Nadie escatimaba las horas, pues todos eran conscientes de participar en una tarea vital, de la que dependía el porvenir del país. Y quienes pasaban por las tablas un barniz protector que contenía aceite de cedro y cera de abeja se alegraban al ver que muy pronto un nuevo barco navegaría por el Nilo.

Ahotep no dejaba de inspeccionar el astillero y de alentar a los artesanos. Cuando uno de ellos le parecía demasiado agotado, hasta el punto de que podía producirse un accidente, le ordenaba que descansara. Acompañada siempre por Risueño el Joven, que velaba por su dueña con la misma atención que Risueño el Viejo, la reina había movilizado a los tejedores de Tebas para la fabricación de velas de lino, algunas de una sola pieza, otras formazas por franjas de diferentes anchuras cosidas entre sí con gran cuidado. Provistas de estas velas, las unidades de la flota de guerra egipcia aumentarían su rapidez.

Ahotep no dejaba de examinar los remos de gobernalle y de propulsión. Los primeros permitían a experimentados timoneles maniobrar sin demasiados esfuerzos por un río a veces caprichoso; gracias a los segundos, los equipos de remeros desplegaban sus esfuerzos cuando el barco remontaba la corriente o no había viento.

La reina había exigido la construcción de varios barcos de carga, capaces de transportar, cada uno de ellos, más de seiscientas toneladas de armas, materiales diversos y alimentos. Su presencia proporcionaría autonomía al ejército egipcio si conseguía aventurarse en territorio enemigo. Se embarcarían, incluso, vacas lecheras, tras haber implorado a la diosa Hathor que apaciguara a esas valiosas auxiliares. Terneros y bueyes serían atados a unas anillas fijadas en cubierta, pero los que no se marearan podrían deambular a su guisa.

Un rumor de precipitados pasos alertó a Risueño el Joven, que mostró primero los colmillos y, luego, se sentó ante su dueña con los ojos clavados en el intendente Qans.

–¡Majestad, un mensaje alarmante! Los hicsos pretenden hundir el frente. Emheb pide ayuda con urgencia.

–¿Tenemos suficientes barcos dispuestos para partir?

–No, majestad. Sobrecargar a los que están terminados nos llevaría al naufragio. ¿Y no será peligroso desguarnecer Tebas?

No fue Bribón, demasiado fatigado, el que regresó al frente, sino otra paloma casi tan experimentada como su jefe.

El traidor infiltrado entre los tebanos había pensado, primero, en derribarla, pero su proyecto no era factible. Ni siquiera un arquero excelente estaría seguro de lograrlo, a menos que aprovechara la fase en la que la paloma emprendía el vuelo. Y en ese caso, sería fácilmente descubierto.

Quedaba un medio mucho más seguro.

El espía hicso envenenó, pues, el alimento de la paloma mensajera, que solo sentiría los primeros trastornos a mitad de su recorrido. Nunca llegaría a Cusae. Emheb se creería abandonado, y el ejército del emperador haría saltar el cerrojo que le bloqueaba el camino del sur.

–¿Nada aún? – preguntó el gobernador a Ahmosis, hijo de Abana.

–Ni rastro de paloma alguna.

–¡La regente no puede habernos abandonado!

–O nuestros mensajeros han sido derribados, o Tebas es incapaz de mandarnos refuerzos. Tanto en un caso como en otro, tendremos que arreglárnoslas solos. Los asaltos hicsos no son aún masivos. Nuestros hombres resisten bien. Juraría que el enemigo pone a prueba nuestra solidez antes de enviar el grueso de sus tropas.

–Multipliquemos las trampas y los puestos de tiro -recomendó Emheb-. Es preciso que el adversario pierda mucho tiempo apoderándose de nuestras añagazas. Los hicsos son numerosos y potentes, pero no conocen el terreno. A pesar de todas nuestras desventajas, nada se ha perdido.

–Es lo que yo pensaba, gobernador.

Ambos hombres sabían que estaban mintiéndose para paliar mejor el miedo y combatir valerosamente hasta el final.

–Regreso a los puestos adelantados -dijo Ahmosis, hijo de Abana, cuyo rostro juvenil no revelaba la menor emoción.

–Si se presentan dificultades, mándame a un infante y correré a reunirme contigo.

–Que los dioses os protejan, gobernador.

–Que te preserven también, muchacho.

Emheb no lamentaba nada. Ya a comienzos de aquella loca aventura, era consciente de que el ejército de liberación no tenía entidad para enfrentarse con el monstruo hicso. Sin embargo, era el único camino que podía seguirse, aunque terminara con la muerte de Ahotep y la destrucción de Tebas.

Por lo menos, aquellos años de resistencia habían borrado la vergüenza y la amargura. Al dejar, finalmente, de comportarse como cobardes, los egipcios se presentarían ante el tribunal del otro mundo con el orgullo del deber cumplido.

–Se acercan dos barcos de guerra hicsos le avisó con una gran sonrisa su ayuda de campo.

El gobernador se creyó víctima de una pesadilla.

–¿Y eso te alegra?

–¡Oh, sí, gobernador, porque han elegido un mal momento!

–¿Por qué estás tan seguro?

–Porque van a topar con la más hermosa flota de combate que nunca se haya visto; o sea, veinte embarcaciones egipcias procedentes del sur, con la reina Ahotep a la cabeza.

oronada, por fin, con la diadema de oro de su madre, y con la espada de Amón sobre su pecho, la Reina Libertad se mantenía a la proa del navío almirante, que los remeros hacían avanzar a gran velocidad.

La reacción de los barcos de los hicsos fue inmediata. Tras haber arriado sus velas precipitadamente, dieron media vuelta tan deprisa como pudieron.

En las riberas, los infantes egipcios lanzaron gritos de victoria.

¡Por fin, los tan esperados refuerzos!

Cuál no fue la sorpresa del gobernador Emheb cuando vio salir de los barcos de guerra a unos pocos arqueros y a numerosos campesinos que en nada se parecían a soldados.

–Majestad, ¡qué alegría volver a veros! Pero… ¿qué significa esa gente?

–Habitantes de Coptos y granjeros de las provincias liberadas. Tú los formarás, gobernador, y te ayudarán a consolidar el frente. Me era imposible desguarnecer la base militar de Tebas. También me era imposible abandonarte, como mi mensaje te anunciaba.

El rostro del gobernador se ensombreció.

–No he recibido ese mensaje, majestad.

Y entonces fue Ahotep quien perdió su sonrisa.

–Te mandamos una de nuestras mejores palomas… La infeliz murió pues por el camino.

–Sin duda, una rapaz -aventuró Emheb.

–Sin duda -repitió la reina sin creerlo.

–Lo importante es que estáis aquí, ¡y en el momento preciso! A pesar de los desmentidos, algunos seguían convencidos de que habíais muerto.

–No regresaré antes de haber hablado con cada uno de tus soldados. Te quedarás con casi todos los barcos, de los que tres cuartas partes son cargueros llenos de armas y material. En caso de necesidad, los otros te servirán para regresar a Tebas. Gracias a unas nuevas velas, son más rápidos que los de los hicsos.

Ver a la reina, poder hablarle, celebrar con ella el nacimiento del sol y oír su voz rogando a los dioses que no abandonaran la tierra de Egipto y habitaran el corazón de sus soldados hizo desaparecer cualquier temor por el porvenir.

Ahotep ofreció un gran banquete a los héroes que contenían a los hicsos, promesa de futuras veladas de fiesta que se celebrarían en el Egipto liberado.

Y les mostró el regalo destinado al emperador, un regalo que produjo una gran hilaridad.

El emperador dejó caer en las losas el escarabeo de material calcáreo, como si se tratara de un tizón ardiente.

–¿Quién ha recibido esta abominación? ¿Quién se ha atrevido a enviármelo?

–Un arquero egipcio lo ha mandado por encima de nuestra primera línea, en Cusae -respondió Khamudi-. Un oficial lo ha recibido y lo ha entregado al correo del ejército.

–¡Haz que ejecuten a todos esos imbéciles! Tú has leído el texto, Khamudi, has leído ese horrendo mensaje que esa horrible hembra se ha atrevido a enviarnos.

El gran tesorero recogió el escarabeo, que mostraba unos hermosos jeroglífico trazados con limpieza:

«Salud al vil hicso Apofis que ocupa mi país. La reina Ahotep está viva y cada egipcio lo sabe. Sabe también que no eres invulnerable.»

–Es una falsificación, majestad.

–¡De ningún modo, Khamudi! Ahora, esta basura inundará el país de escarabeos como estos y va a contrarrestar nuestra política de desinformación. ¡Y la frontera de Cusae está hoy firmemente establecida!

–Nuestros ataques por sorpresa no han sido muy eficaces, lo admito, pero nos han enseñado que los egipcios han agrupado lo esencial de sus tropas en ese lugar y que son incapaces de avanzar. Por lo demás, las noticias de Asia son buenas, ya que los reyezuelos locales se tranquilizan y el orden hicso ha sido restablecido. Por lo que a Jannas se refiere, persigue a los últimos piratas por las laderas de los volcanes de las Cícladas, donde se creían seguros. Eliminar a esa escoria era indispensable. Queda por saber, majestad, si deseáis que el almirante destruya Creta.

–Lo pensaré -decretó el emperador con una voz más ronca aún que de ordinario-. ¿No te sorprende una frase de este despreciable mensaje?

Khamudi volvió a leer el texto inscrito en el escarabeo.

–«… cada egipcio lo sabe.» ¿Nos da a entender eso que siguen existiendo, en el Delta, organizaciones de resistencia que propagan las informaciones procedentes del sur?

Un esbozo de sonrisa afeó más aún el rostro del emperador.

–Esta pretenciosa reina ha cometido un error al querer insultarme y hemos sido demasiado indulgentes con la población autóctona, Khamudi, demasiado… Exijo interrogatorios a fondo y tantas deportaciones como sean necesarias. Que no se respete ninguna ciudad ni ninguna aldea.

Su madre había sido violada y decapitada; su padre, destripado por el toro del emperador. Dada su belleza, la joven egipcia había tenido el insigne honor de ser elegida para convertirse en una de las cortesanas del harén oficial de Avaris, que, a cualquier hora del día o de la noche, tenían que estar dispuestas a satisfacer los caprichos de los dignatarios hicsos.

Solo sobrevivía y cada hora le resultaba más penosa, pero la muchacha lo olvidaba todo para combatir a su modo.

Después de entregarse a uno de sus guardianes, que no estaba autorizado a tocar a aquellas hembras de lujo, había logrado convencerle de que le amaba. El patán se había encaprichado de ella y no podía ya prescindir de su cuerpo.

Cierta noche, tras haber embrujado de nuevo a la bestia, había solicitado el inmenso favor de tener la ocasión de hablar con su hermano, que trabajaba como carpintero en los arrabales de Avaris. El guardia se pondría en contacto con él por medio de un palafrenero. Verle unos instantes, besarlo… Eso era todo lo que ella deseaba.

El guardia había vacilado mucho tiempo. Si se negaba, ¿cuál sería la reacción de aquella hermosa mujer? Tal vez lo evitara. ¡Y nunca podría encontrar una criatura semejante!

La primera cita había sido organizada en plena noche, en la entrada de las cocinas del harén, que la prisionera había descrito detalladamente a su «hermano», un resistente amigo de sus padres y en contacto con el sur. Desgraciadamente, no podía procurarle nada más.

En cambio, lo que él le había comunicado era extraordinario, o sea, que el ejército de liberación existía efectivamente, y era una reina, Ahotep, la que dirigía el combate. Muy pronto, la noticia se propagaría por el Delta y nuevos resistentes incrementarían la escasa organización de ese momento.

La obsesionaba el proyecto de hacer que un comando entrara en el harén, matara a los guardias y tomara como rehenes a los hicsos de alto rango que allí estuvieran.

El «hermano» asintió.

En su segunda cita, no iría, pues, solo.

Y el momento tan esperado había llegado por fin.

Tras haber colmado al comandante de la guardia imperial, la instigadora de la conspiración salió de su alcoba y tomó un corredor de servicio débilmente iluminado.

Descalza, contenía el aliento.

A esas horas, las cocinas estaban desiertas. Allí se vería obligada a entregarse, por última vez, al guardia antes de que abriera la puerta.

–Heme aquí… ¿Dónde estás? Nadie respondió.

Extrañada, dejó que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad, evitó un gran espetón que servía para asar las ocas y rodeó un horno.

–Soy yo… ¿Dónde te ocultas, amor mío?

Con la garganta seca, tropezó con un objeto que no debería haber estado allí.

Se agachó y tocó algo pegajoso. Unos cabellos, una nariz, dientes…

Cuando iba a aullar de espanto, una antorcha iluminó la cocina.

–Yo misma he cortado la cabeza a ese guardia -dijo Dama Aberia-. Sabía que estaba revoloteando a tu alrededor, y eso está formalmente prohibido.

Aterrorizada, la prisionera se pegó a la pared. Dama Aberia desgarró su túnica.

–Tienes hermosos pechos, y lo demás no está mal. Antes de morir, este cerdo me ha dicho que te había dejado ver a tu hermano, algo que está prohibido también. Acaban de detenerlo, fuera, con dos de sus amigos. Pensabas introducirlos aquí, ¿no es cierto?

–¡Na…, nada tengo que deciros!

–Vamos, pequeña. El emperador nos ha ordenado que identifiquemos a todos los resistentes y creo que he tenido buen olfato. Vas a contármelo todo; de lo contrario, tu hermoso cuerpo probará esta antorcha.

La muchacha tomó impulso y se lanzó sobre el espetón, que le atravesó la garganta.

Cuando Dama Aberia tiró de ella, creyó ver en los ojos de la muerta un fulgor de victoria.

urante toda la jornada, bajo un sol cruel, la reina Ahotep había llevado personalmente agua y alimento a los carpinteros que trabajaban sin descanso. A pesar del calor, Viento del Norte aceptaba sin rechistar las pesadas cargas. Con paso seguro y tranquilo, seguía a la regente, siempre acompañada por Risueño elJoven, que mantenía todos los sentidos al acecho.

Solo la activa presencia de la reina impedía a los tebanos sumirse en la desesperación. Vivían de nuevo libremente, es cierto, pero ¿por cuánto tiempo? El poder de los hicsos solo había sido arañado y, antes o después, la reacción del dragón sería terrorífica.

Pero estaba Ahotep, su belleza, su sonrisa y su determinación, que nada podía debilitar. El alma de Seqen vivía en ella y le daba su fuerza.

Solo Teti la Pequeña sentía que su hija comenzaba a dudar.

–¿No sería necesario hacer que la línea del frente retrocediera y limitarnos a Tebas? – le sugirió mientras cenaban en la terraza del palacio de la base militar.

–Sería una solución razonable, en efecto.

–Dicho de otro nodo, no te conviene.

–No conviene a Egipto, madre. Una libertad parcial solo nos llevaría a una prisión más intolerable que esta de la que estamos saliendo. Y al replegarnos en un pequeño territorio, nos convertiríamos en presa fácil para el emperador.

–¡Así, rechazas la realidad, Ahotep!

–Nunca aceptaré la que Apofis impone, pues es contraria a la ley de Maat. Si reconocemos la supremacía de la violencia y la injusticia, este mundo ya no será habitable.

–¿Qué proyectas, pues?

–Nos quedan muy pocas estatuas divinas y no las honramos lo bastante. Durante diez días, les ofreceré los mejores alimentos e imploraré a los antepasados que inspiren mi acción.

Sin su apoyo, corremos hacia el fracaso. Luego, consultaré al dios luna.

Teti la Pequeña contempló largo rato a su hija.

–Ahotep, te has convertido en una verdadera reina de Egipto.

De nuevo, se cumplía el ritual del que dependía el equilibrio del universo, ya que, tomado y luego reconstruido por los dioses Thot y Horus, el ojo completo de la luna llena brillaba con un fulgor tan intenso que los espíritus de los videntes se abrían.

–Tú que conoces el ayer, el hoy y el mañana -declaró Ahotep-, sabes que no voy a renunciar. Mi vida no me pertenece ya; se la ofrecí a mi pueblo. Vivir en esclavitud es peor que morir. Trázame un camino en el cielo; lo seguiré.

En el disco de plata aparecieron unos jeroglíficos que formaban un nombre.

Ahotep comprendió que su corazón no había dejado de sangrar, pero los dioses no le dejaban otra opción.

–Excluye todo halago y no me ocultes nada, Heray -ordenó la reina-. Está listo, ¿sí o no?

–Majestad, vuestro hijo es un auténtico soldado. Sería capaz de combatir en primera línea.

–¿Cuáles son sus debilidades?

–Rivaliza con nuestros mejores arqueros, sale vencedor de cualquier cuerpo a cuerpo y maneja la espada mejor que nadie. Y todo ello, casi sin dormir.

–¿Es respetado? Heray bajó la mirada.

–Majestad, apenas me atrevo a deciros…

–¡Quiero saber!

–¡La metamorfosis ha sido tan impresionante! Vuestro hijo mayor se parece cada vez más a su padre. Nunca he visto a un hombre tan joven dotado de tales cualidades para el mando. Él mismo no lo advierte, pero le basta con aparecer para ser obedecido.

Del mismo modo se había expresado, precisamente, el dios luna, que había revelado a la regente el nombre de Kamosis. Había llegado la hora de la coronación.

–Sin que quiera ofenderos, madre, ¿tiene realmente un carácter de urgencia esta entrevista? – preguntó Kamosis-. Pensaba tirar al arco por la tarde, luego…

–Te habla la regente.

La gravedad de Ahotep impresionó al muchacho. Juntos, caminaban lentamente por la orilla del lago sagrado de Karnak. La luz era poderosa, y el lugar, apacible.

–Todos os veneran -declaró Kamosis-, pero yo tengo que haceros un reproche: ¿por qué seguís siendo regente y no os convertís en faraona?

–Porque esta función te corresponde, hijo mío.

–¡No tengo vuestra autoridad ni vuestra experiencia!

–El dios luna ha decidido que el tiempo de mi regencia ha concluido y que comienza el de tu reinado. Solo tienes diecisiete años, Kamosis, pero debes suceder a tu padre.

Al joven se le demudó el semblante.

–Sigue siendo mi modelo… ¿Cómo voy a igualarlo?

–Si quieres mostrarte digno de él, superándolo.

–¿Puedo rechazar el cargo?

–Conoces la respuesta, Kamosis.

El hijo mayor de Ahotep se quedó inmóvil para contemplar el agua azul del lago sagrado.

–¡Qué lejana parece la guerra! Sin embargo, en cuanto sea coronado, será mi primer deber. Y no tendré que limitarme a la situación actual, sino ir más lejos, mucho más lejos… ¿Me creéis capaz de ello?

–Los dioses exigen que lo seas.

–Sois la verdadera faraona, madre, y yo solo seré vuestro brazo armado. ¿Acaso la diosa de Tebas no se encarnó en vuestra persona?

–Lucharé sin descanso a tu lado y nunca te faltará mi apoyo. Pero reinarás a tu modo, Kamosis, y según tu propio genio.

–Un fuego me abrasa, madre, y me impide dormir. Me aterroriza a menudo. Por su causa, no tengo paciencia ni retrocedo ante los acontecimientos. Si se me concede el poder, este fuego me obligará a atacar cualquier obstáculo, ¡aunque sea infranqueable!

Ahotep besó a Kamosis en la frente.

–Eres mi hijo y te amo.

¡El Bigotudo habría querido vivir miles de noches como aquella! La hija del tendero era tan hermosa como la diosa Hathor. Con sus pechos redondos y altos, su delicioso vientre plano y sus finas piernas, ¿a quién no habría seducido? Y había sido él, el pendenciero de tosco físico, el elegido; por unas horas, al menos.

La guerra no tenía solo malas cosas. En un tiempo normal, aquella joven belleza solo habría pensado en fundar una familia. Pero ¿quién podía en esos días estar seguro de sobrevivir algún tiempo? Breves relaciones se establecían y se deshacían, y los cuerpos exultaban y olvidaban la angustia durante intensos momentos de placer.

El Bigotudo acariciaba a su adormecida amante cuando un rayo de sol le dio en la comisura del ojo.

¡Los nuevos reclutas! Debían de estar esperando desde hacía mucho rato. Como oficial superior, él tenía que recibirlos. Y a la regente no le gustaban en absoluto las faltas de disciplina.

Sin tiempo para afeitarse, el Bigotudo ciñó sus riñones con un taparrabos de cuero y corrió hacia el campo de instrucción. Vacío.

La base estaba desierta y silenciosa. Solo los centinelas, en lo alto de las torres de vigía, se mantenían en sus puestos.

El Bigotudo regresó hacia las casas de los oficiales y entró en la del afgano, que libraba un combate más tierno que de ordinario.

Abrazaba a una hermosa morena de ojos maquillados. La primogénita del tendero no parecía más huraña que su hermana menor.

–¡Ejem…! Soy yo.

–Nadie lo duda, Bigotudo. ¿Te has caído de la cama?

–No entiendo nada… ¡No hay un solo soldado haciendo instrucción!

–Estabas realmente borracho ayer por la noche. Sin embargo, te dije que el ejército gozaba de una semana de permiso gracias a la coronación de Kamosis.

El Bigotudo se golpeó la frente con su puño.

–¡Ahora lo recuerdo!

–¿Te importaría salir?

–No, no… También yo tengo una tarea urgente que terminar.

urante la coronación de Seqen, el faraón había tenido que limitarse a una simple diadema, pues los sacerdotes de Karnak no disponían de la corona roja del Bajo Egipto ni de la blanca del Alto Egipto, destruidas probablemente por los hicsos.

Tras haber consultado los archivos, el sumo sacerdote de Kamak debía formular otra hipótesis.

–Antaño, majestad -le dijo a Ahotep-, la corona roja se conservaba en un templo de Menfis, y la blanca, en la antigua ciudad de Nekhenl. Por desgracia, este lugar sagrado fue saqueado y devastado por los invasores. Ir allí os sería sin duda inútil, pero…

¡Nekhen, en el paraje de Elkab, que tanto había sufrido por las expediciones de los hicsos! La ciudad donde la joven Ahotep había encontrado a un viejo sabio, criador de palomas mensajeras, estaba entonces en zona libre, pero nada quedaba ya de sus antiguos tesoros.

–Me voy a Nekhen(1) -decidió la reina.

Nota: Llamada Hierakónpolis por los griegos.

Desde que el gobernador Emheb había liberado la región, Elkab había cambiado mucho. La vida circulaba de nuevo por las callejas flanqueadas de pequeñas casas blancas reconstruidas de acuerdo con la tradición, aunque los habitantes no tuvieran aún seguridad alguna con respecto al porvenir. Como Edfú, Elkab albergaba un regimiento de reserva, que, en cualquier momento, podía ser movilizado para rechazar un intento de invasión de los nubios o un ataque de los hicsos.

Ahotep solo iba acompañada por Risueño el Joven y unos veinte hombres, cuidadosamente elegidos por Heray, que formaban su guardia personal. Se dirigió hacia el antiguo fuerte, cuyas imponentes murallas estaban aún en pie. En el interior del recinto, el templo de la diosa buitre, poseedora de la titulatura real, se encontraba por completo en ruinas.

–No sigáis adelante, majestad -le invitó el alcalde de la ciudad-. Este lugar está hechizado; los ladrones que se aventuraron por aquí fueron encontrados muertos. Debemos aguardar a que se apacigüe la cólera de la diosa.

–No tengo tiempo de esperar.

–¡Majestad, os lo ruego!

–Apártate.

Apenas la regente había puesto los pies en las losas cuando huyeron varios escorpiones negros. Sin duda, unas fuerzas oscuras habían tomado posesión del santuario martirizado, donde, antaño, el rey del Alto Egipto recibía la insignia suprema de su cargo.

No, Nekhen no estaba liberada todavía. Y le correspondía a Ahotep apaciguar la cólera de la diosa, de la que dependía el porvenir del futuro faraón.

Cuando un buitre sobrevoló el edificio trazando amplios círculos en el cielo, la reina supo quién mataba a los intrusos y con quién iba a enfrentarse.(1)

Nota: La diosa buitre Nekhbet da la titulatura real (nekhbet).

¿Acaso los protectores de las coronas no eran un ser celestial, el buitre, encarnación de la madre por excelencia, y un ser terrestre, la serpiente, encarnación de la llama que destruía a los enemigos del rey?

Surgiendo de un naos destrozado, una cobra hembra se levantó ante la reina.

Ahotep elevó las manos en gesto de veneración.

–No he llegado hasta aquí para robar -declaró-, sino con el fin de hacer que mi hijo sea reconocido legítimo soberano del Alto Egipto. Ante ti, la gran antepasada del inicio, me inclino. Tú que tocas los limites del universo y haces nacer el sol, que eres a la vez dios y diosa, termina con la impureza y la desgracia, y yérguete de nuevo en la frente del faraón.

La cobra dudó unos instantes.

Ahotep estaba tan cerca que el reptil podría haberle saltado a la garganta.

Pero la mirada de la reina no vaciló. La cobra se tendió sobre las losas y, luego, se hundió en ellas como un rayo penetra en el suelo.

En el lugar donde había desaparecido, la piedra estaba quemada.

Y allí se encontraba el legado de la cobra real, que consistía en un uraeus de oro que se prendería a la corona.

Ahotep se arrodilló y lo tomó con respeto. Sin temor, prosiguió su camino hacia el fondo del santuario, que la diosa serpiente había custodiado con celo.

Pese al incendio sufrido por el templo, una de las piedras había permanecido intacta y brillaba con un fulgor extraño, como si estuviera iluminada desde el interior.

Ahotep posó la mano en el granito. La piedra giró y desveló un escondrijo que contenía un cofre de acacia.

En el interior, estaba la corona blanca del Alto Egipto.

Tras haber sido purificado en el lago sagrado, Kamosis se recogió ante una de las estatuas del faraón Osiris, símbolo de la doble naturaleza de la función real, que pertenecía, a la vez, al aquí y al más allá.

Luego, el muchacho vivió el mismo ceremonial que su padre, aunque con una notable diferencia, pues mientras que la coronación de Seqen había permanecido mucho tiempo secreta, para evitar que algunos colaboracionistas advirtieran al emperador, la de su hijo mayor sería celebrada con festejos y marcaría una nueva etapa en la liberación de Egipto.

Como el nuevo faraón no estaba casado, fue la esposa de dios la que reconoció en él la presencia de Horus y de Set, los dos hermanos que se repartían el universo y reinaban, el primero, sobre el Bajo Egipto y, el segundo, sobre el Alto Egipto. Indisociables y siempre en conflicto, solo podían reconciliarse y apaciguarse en la simbólica persona del faraón, el único capaz de unir sólidamente entre sí a ambos dioses y países.

Fue Ahotep quien dio a su hijo sus nombres de reinado:

«Horus consumado que doblega las Dos Tierras», «el que alimenta las Dos Tierras», «el que restaura lo que es duradero», «el que aparece en gloria en su trono» y «la mutación de la luz se consuma».

Finalmente, el nombre de Kamosis adoptaba todo su sentido, es decir, «el que ha nacido del poder vital». Este poder, el ka, se manifestaba en el toro de combate, alimentado por la fuerza del dios luna.

–Que puedas consumar esos nombres y que te guíen por los caminos de la victoria -declaró la reina, que depositó en la cabeza de su hijo mayor la corona blanca adornada con el uraeus-. Que el espíritu de tu padre viva en ti y su valor anime tu brazo. Los hicsos nunca comprenderían que la sociedad egipcia no estaba solo compuesta por seres humanos, sino también por divinidades y por antepasados presentes en cada faceta de la vida cotidiana. Apofis estaba convencido de que Seqen había muerto, y se equivocaba. Resucitado por los ritos y las fórmulas de conocimiento, su espíritu luminoso circulaba entre las estrellas y la tierra, y habitaba el alma de quienes seguían siéndole fieles. Gracias a la eficacia del Verbo contenido en los jeroglíficos, Ahotep hacía real y eficaz la presencia invisible de su esposo difunto.

–Madre, quisiera…

–Lo sé, Kamosis. Quisieras permanecer en este templo y prolongar esta paz inefable. Pero no la has obtenido aún, y tendrás que luchar sin descanso para conquistarla y ofrecerla a nuestro pueblo.

De la mirada del joven monarca desapareció cualquier vacilación.

El faraón Kamosis salió del santuario de Karnak, aquel paraje de luz donde los conflictos, el mal y la injusticia no existían. Tras haber conocido una inimaginable felicidad, debía entonces enfrentarse con Apofis e intentar el restablecimiento del reino de Maat. Militares y civiles se habían congregado ante el templo de Karnak para aclamar al nuevo faraón.

Cuando apareció, la corona blanca brilló con tal fulgor que los deslumbró.

La reina Ahotep presentó a su hijo la espada curva de bronce, cubierta de plata e incrustada de ámbar, cuya empuñadura estaba decorada con un loto de oro, símbolo del renacimiento del sol divino al final de las pruebas nocturnas.

–Como tu padre la recibió antes que tú, recibe la espada de Amón, con la que atravesarás las tinieblas. Que consigas, faraón Kamosis, derribar su imperio y vencer en la guerra de las coronas.

A la luz de una hermosísima lámpara que databa del Imperio Medio, el emperador Apofis trazaba unos signos mágicos sobre un papiro nuevo, para asfixiar Tebas atacándola por las cuatro direcciones del espacio. Al este y al oeste, el fuego de Set hacía inhabitables los desiertos; al sur, los aliados nubios se sentirían muy contentos acabando con eventuales fugitivos egipcios. Y lo que aparecería por el norte sería tan temible como un ejército. Sin esfuerzo alguno, el genio del emperador exterminaría a un buen número de enemigos.

Esos locos tebanos se habían atrevido a enviarle un pequeño escarabeo de material calcáreo que anunciaba la coronación del faraón Kamosis. Tras aquella marioneta seguía estando la reina Ahotep, de ilimitada obstinación. En esa ocasión, pagaría muy cara su insolencia. Por hábil que fuese, no tendría protección alguna contra la desgracia que iba a caer sobre Tebas.

Presa de una súbita duda, el emperador tomó el corredor secreto que llevaba al Tesoro de la ciudadela de Avaris. Solo él sabía manejar los cerrojos metálicos que cerraban la puerta de la cámara fuerte donde se amontonaban los objetos rituales hurtados a los egipcios, de los que el más valioso era la corona roja del Bajo Egipto, caracterizada por su espiral, símbolo del armonioso crecimiento de las potencias vitales.

Apofis se había inquietado en balde. La corona no podría ser alcanzada y, sin ella, Ahotep nunca lograría reconquistar Egipto. Esa aventurera era solo una rebelde perdida en un sueño que muy pronto iba a transformarse en pesadilla.

Ventosa se revolcaba en unas sábanas de increíble suavidad, que unos mercaderes asiáticos acababan de entregar en palacio. Se trataba de una tela desconocida en la tierra de los faraones, la seda. Como Tany, la esposa del emperador, la había considerado basta y sin interés alguno, la hermosa euroasiática heredaba todo el lote.

–Ven -le dijo al jefe de los palafreneros, un quincuagenario robusto, de grueso rostro y que olía a establo.

El hombre no era precisamente un seductor, pero su rusticidad atraía a la hermana del emperador. Estaba convencida de que en aquellos brazos conocería sensaciones nuevas.

Fascinado por el lujo de la alcoba, el hombre no se atrevía a avanzar.

–¿Este soy yo? – se extrañó al verse en un espejo cuyo cristal era menos opaco que de costumbre.

–¿No deberías mirarme a mí? – le sugirió Ventosa, que se tendió de lado tras haberse quitado el velo de lino.

Creyéndose víctima de un espejismo, el palafrenero retrocedió.

–No tengas miedo -murmuró ella-, y ven aquí, muy cerca. La voz era tan encantadora que el hombre obedeció a la hechicera, que deshacía lentamente su taparrabos.

–Qué fuerte eres -murmuró, golosa-. Deja que te prepare. Ventosa tomó un cuerno de toro que había sido vaciado para hacer de él un recipiente que contenía aceite perfumado. Hizo correr gota a gota el líquido oleaginoso por el musculoso pecho de su amante antes de extenderlo con una mano tan tierna que el hombre no resistió mucho tiempo aquellas caricias y se arrojó sobre ella. Encantada ante aquella fiebre, Ventosa quedó, sin embargo, decepcionada por la falta de resistencia de su nueva conquista. Había esperado más de aquel animal que recuperaba con dificultad el aliento.

–Tu oficio es apasionante, ¿no es verdad?

–Es cierto, me gustan los caballos… ¡Pero detesto a los que los maltratan!

–¿Alguien te crea ese tipo de enojo?

–No debo hablar de ello.

–Soy la hermana del emperador… y puedo ayudarte.

–¿Lo harías?

Ventosa esbozó una sonrisa convincente.

–Puesto que somos íntimos, nada sería más normal.

El palafrenero se incorporó y se sentó en el borde de la cama.

–Es el monstruo de Khamudi y su diabólica mujer… Acudieron a mi establo con unas chiquillas y cometieron allí los peores horrores. Pero es intocable. Si el emperador lo supiera…

–Lo sabrá.

El hombre contempló a su amante como si fuera una enviada del cielo.

–Entonces, ¿Khamudi será condenado y no volverá a poner los pies en mi establo?

–Sin duda. El emperador exige una moral muy estricta.

–¡De ese modo, no tendré que actuar por mí mismo!

–¿Qué pensabas hacer?

–Atraer a Khamudi y su esposa a una emboscada. Puesto que a ella le gustan tanto los sementales, le habría mostrado uno que sufre el grave defecto de que cuando alguien se acerca por detrás, cocea. La muy loca no habría escapado, y en cuanto a él quedaría atravesado por mi horca.

–La justicia del emperador resolverá todos tus problemas -prometió Ventosa.

Dadas las circunstancias, ella salvaría la vida del gran tesorero y de su mujer, cuyas perversiones Apofis conocía y aprobaba. El palafrenero jefe terminaría sus días en el laberinto.

En cuanto a Ventosa, entonces disponía de una información suplementaria sobre aquella pareja adulterina, a la que detestaba, y la atacaría cuando llegase el momento.

–Vístete y vete -exigió.

–Gracias -dijo el palafrenero con voz temblorosa-. Gracias por todo lo que me concedéis.

Apenas había salido el palafrenero cuando el pintor Minos entró en la habitación de Ventosa. Desnuda, ella se lanzó a su cuello y le besó hasta quedar sin aliento.

El artista cretense era su amante de corazón, el único al que aún no había mandado a la muerte. Extrañamente, Minos no fomentaba el menor complot contra Apofis, que, sin embargo, le había condenado a un perpetuo exilio.

Con sorprendente constancia, el cretense se consagraba solo a su arte. Gracias a su talento, el palacio de Avaris era entonces equivalente al de Cnosos. Grandes pinturas murales representaban paisajes cretenses, unos acróbatas que saltaban por encima de los tronos de combate y laberintos que solo las almas de los justos podían recorrer.

A pesar de las numerosas infidelidades de su amante, Minos no formulaba queja alguna. Ser amado por la mujer más hermosa de Avaris le colmaba y no percibía los riesgos que corría al compartir su lecho.

–Ese animal de palafrenero me ha dejado insatisfecha -deploró ella-. ¿Quieres consolarme?

En cuanto Ventosa rozaba la perfumada piel del pintor la virilidad de este se manifestaba. Ni una sola vez sus retozos la habían decepcionado. Minos no se parecía a ningún otro hombre y sabía dar placer con la espontaneidad de un adolescente.

Tras el amor, percibió una turbación.

–¿Algo va mal?

–Se trata de Creta. Corre el rumor de que Jannas ha decidido destruirla.

Ventosa se tendió sobre la espalda de su amante, adaptándose a sus formas.

–Tranquilízate, amor mío. El almirante Jannas no ha terminado aún de limpiar las Cícladas ni de aniquilar a los partidarios de la independencia de Creta. Cuando lo haya hecho, la gran isla quedará sola y sin más elección que una obediencia absoluta al señor de los hicsos. Naturalmente, tendrá que aumentar la cantidad de los tributos por no haber ayudado al almirante de un modo más eficaz, pero será un mal menor.

–¿Se salvará Creta, pues?

–El emperador la convertirá en una provincia sumisa y abnegada.

–¿Crees que volveré algún día a mi casa?

–Con dos condiciones, o sea, que yo convenza al emperador de que tu trabajo ha terminado y que me vaya contigo.

Los azules ojos del pintor eran los de un niño.

–Son solo sueños, ¿no es cierto?

Ventosa pasó lentamente la mano por los rizados cabellos del cretense.

–Necesitaremos tiempo para transformarlos en realidad, pero ¿por qué desesperar?

–Tú y yo, allí… Nada sería más maravilloso.

–Ámame otra vez, Minos. Y no dejes nunca de amarme.

En aquel final de año, la base militar de Tebas festejaba, a la vez, a su nuevo faraón, la fabricación de una buena cantidad de nuevas armas y haber acabado los nuevos barcos de guerra. El ejército de liberación estaba dispuesto a partir hacia el norte, y numerosos jóvenes soldados se habían enrolado durante los últimos meses.

El prestigio de Ahotep era tal que los habitantes de las provincias de Tebas, Coptos, Edfú y Dendera no ponían ya en duda sus convicciones. Sí, vencer era posible. ¿Acaso no se habían producido varios milagros? Y puesto que un faraón reinaba, los dioses acudirían en su auxilio.

Tras meses de intensivo entrenamiento, las tropas solo tenían deseo de partir hacia el frente y arrasar a los hicsos.

–Yo iré también -anunció a su madre el joven Amosis.

–Solo tienes siete años -le recordó Ahotep-, y esa no es aún edad de combatir.

–Mi hermano mayor es el faraón; sin duda, me necesita. Si no le ayudo, perderá la guerra. Sé manejar la espada de madera.

–Y también tensar un arco pequeño, ya lo he visto… Pero ¿puede un gran estrátega desconocer la importancia de una base en la retaguardia? Mientras tu hermano está en el frente, tú velarás por Tebas.

El pequeño Amosis no se tomó a la ligera esa misión.

–¿Quiere eso decir preparar la segunda oleada de asalto y fabricar el material necesario?

–Eso es.

El chiquillo puso una cara muy seria.

–¿Y voy a ser responsable de todo eso?

–Conmigo, si te crees capaz de hacerlo.

–Lo soy, madre.

Mientras los estibadores comenzaban a embarcar armas y atavíos, Heray se dirigió hacia la reina.

–Debo hablaros a solas, majestad. Ahotep confió Amosis a un oficial de instrucción.

La reina esperaba que el jefe de seguridad hubiera detenido al espía responsable de la muerte de Seqen, pero Heray abordó un tema muy distinto.

–Sin duda, habrá que retrasar la partida, majestad.

–¿Por qué razón?

–Algunos de nuestros mejores capitanes están enfermos, y muchos de los remeros, indispuestos.

–¿Una epidemia?

–No lo creo, pues los males son variados, aunque parecen graves.

Se levantó un fuerte viento que despeinó a la reina.

–¡Qué olor más pestilente! – advirtió-. ¡Diríase que hay carroñas pudriéndose!

El miedo puso un nudo en la garganta de Heray.

–Es la pestilencia que mandan los emisarios de la diosa Sekhmet, furiosa contra la humanidad y decidida a destruirla.

–Solo debería haberse manifestado durante los últimos cinco días del año -recordó Ahotep-, durante ese terrible período en el que el tiempo antiguo ha muerto sin que el nuevo haya tomado forma. Y queda más de una semana antes de ese peligroso paso.

–Debe tratarse de un maleficio del emperador -consideró Heray-. ¡Es imposible lanzarse hacia el norte!

El viento pestífero sembraba el pánico en la base militar. ¿Cómo protegerse de esos horrendos hedores, salvo encerrándose en las casas y los cuarteles, o escondiéndose en la cala de los barcos?

–Reúne a todos los oficiales -le ordenó Ahotep a Heray-. Que agrupen a sus subordinados y pongan de inmediato fin a este desorden. Luego, que se queme incienso en todas las moradas.

–¡Nuestras reservas se agotarán muy pronto!

–Que una embarcación zarpe hacia Edfú y nos traiga gran cantidad de resina de terebinto, y que se fumigue permanentemente la enfermería.

Mientras abandonaba el navío almirante, el faraón Kamosis parecía desamparado.

–¿No habría que evacuar la base, madre?

–Ese viento va a extenderse a toda la provincia tebana. El emperador intenta asfixiarnos.

Fue Teti la Pequeña quien recordó la primera precaución que debía tomarse cuando la cólera de Sekhmet se manifestaba de ese modo; es decir, cerrar el ojo izquierdo para impedir que los gérmenes patógenos penetraran en el organismo, y limpiarse bien el ombligo, su puerta de salida.

Tanto para los soldados como para la población civil, la única consigna era aplicar estrictas medidas de higiene.

Incluso Viento del Norte y Risueño el Joven fueron lavados y cepillados, para impedir que el hedor penetrara en sus carnes. El mal viento multiplicó su violencia durante los cinco últimos días del año y, pese a los constantes cuidados, varios enfermos murieron.

Si la maldición del emperador triunfaba, no habría ya nacimiento de la luz, ni tampoco procesiones de sacerdotes y sacerdotisas que llevaran los objetos rituales hasta el tejado del templo para celebrar su unión con el disco solar, ni ritos de reanimación de las estatuas, y el ejército de liberación se extinguiría con el año agonizante.

Kamosis y Ahotep estaban por todas partes, exhortando a cada cual a no ceder ante la desesperación y a luchar contra los miasmas. El valor del pequeño Amosis impresionó a los tebanos. Rociándose con esencia de juncia olorosa a intervalos regulares, hacía entrar en razón a quienes, a su entender, se aterrorizaban inútilmente.

Al quinto día, el mórbido soplo se hizo más violento aún y el número de los fallecimientos aumentó.

Según los antiguos textos, solo quedaban dos remedios. El primero consistía en inscribir sobre una venda de lino fino: «Estos maleficios no nos agredirán». Luego, se le hacían doce nudos, se le ofrecía pan y cerveza, y se aplicaba al cuello. El segundo era encender tantas antorchas como fuera posible para iluminar las tinieblas.

Durante esa temible prueba que podía poner fin a un reinado apenas comenzado, Kamosis supo dominar sus temores y se comportó con una calma digna de un hombre maduro. Fue el faraón en persona quien encendió la mayoría de las antorchas, ante los ojos admirados del afgano y el Bigotudo, que habían conseguido, como los demás oficiales superiores, mantener la disciplina.

–A este chiquillo no le faltan agallas -reconoció el afgano-. En mi país, habría sido reconocido como digno de combatir.

–Un bárbaro de tu estilo no tiene la menor idea de lo que puede ser un faraón.

–¿Has conocido tú muchos faraones?

–Con Seqen y Kamosis, son ya dos.

–Si ese viento maldito no cesa, pronto no tendremos ya a nadie a quien admirar.

–Eres demasiado escéptico, afgano. ¿Cómo puedes imaginar, ni por un segundo, que un auténtico faraón se deje abatir por la adversidad?

El humo de las antorchas se lanzó al asalto de los miasmas. El cielo se transformó en un inmenso campo de batalla abandonado por las aves. Se trazaban allí tortuosas espirales, que las inmensas flechas rojas disparadas por los emisarios de Sekhmet atravesaban. Amosis apretó con fuerza la mano de su madre.

–¿Tú no tienes miedo?

–Claro que sí, Amosis, pero ¿qué importa eso? Hemos actuado de acuerdo con los ritos y hemos utilizado todas nuestras armas. Ahora, le toca decidir al dios luna. Libra, allí arriba, una guerra incesante y, a veces, parece estar agonizando, pero siempre consigue prevalecer.

–¿Crees que en esta ocasión va a conseguirlo también?

–Estoy segura.

Amosis nunca había puesto en duda la palabra de su madre. Y cuando el disco plateado de la luna llena atravesó las nubes, supo que esa palabra era verdad.

Se anunciaba entonces el primer amanecer del nuevo año; el viento se apaciguó y la pestilencia se desvaneció.

Atónitos, los tebanos se lanzaron unos en brazos de otros, conscientes de haber escapado de un mortal peligro.

Muchos se zambulleron en el Nilo para purificarse de los últimos miasmas; otros prepararon una comida de fiesta.

Risueño el Joven ladró de alegría y Viento del Norte sacudió sus largas orejas, mientras Amosis se dormía plácidamente en brazos de la reina.

El emperador degustó el muslo de oca en salsa con satisfacción. El informe que acababa de comunicarle Khamudi, a partir de los datos proporcionados por el espía infiltrado entre los tebanos, bastaba para alegrarle. Numerosos soldados enemigos habían muerto por la pestilencia; el ardor del ejército de Ahotep se había quebrado en seco.

Era necesario aún mantener el aislamiento de las tropas reunidas en Cusae para hacerlas tan vulnerables que no resistieran un asalto masivo. Apofis había concebido un nuevo plan, bastante entretenido, gracias al que aumentaría todavía más la riqueza de Avaris.

Convencido y entusiasta, Khamudi se había encargado de poner en práctica el pensamiento del emperador, emitiendo, por una parte, centenares de escarabeos en el Medio Egipto y, por la otra, enviando a funcionarios con el encargo de propagar la buena nueva.

La hedionda nube había matado a numerosos animales y había despoblado vastas granjas. El trastorno era tal que los campesinos se encerraban en sus chozas de caña, junto a los campos, como si aquel irrisorio refugio pudiera protegerlos de las flechas de los invisibles emisarios de Sekhmet. Pocos eran los que, en aquel comienzo de año, se atrevían a reanudar sus actividades habituales sin ceder al desaliento. Grandes Pies formaba parte de los ganaderos que querían a sus vacas lecheras más que a sí mismos. Con miasmas o sin ellos, había seguido ordeñándolas, aun quejándose de la mala calidad de los pastizales.

Cuando el primer barco hubo atracado, Grandes Pies no huyó. Tenía que defender su rebaño, incluso contra un regimiento de hicsos.

Un civil se acercó a él.

–Soy uno de los responsables de las tierras inundadas y los pastizales del Delta -declaró, bonachón-. Allí, en el norte, gracias a los poderes sobrenaturales del emperador, no hemos sufrido los malos vientos.

–Mejor para vosotros -masculló el boyero.

–Nos beneficiamos de la generosidad de Apofis, que se extiende a todos sus súbditos, incluso a ti.

–Ah, sí… ¿Y cómo?

–Decenas de cargueros llevarán tus bestias y los demás rebaños a la región de Avaris, donde serán bien alimentados y recuperarán la salud tras tan dura prueba. Luego, volverás a tu casa.

Esa antigua práctica había sido abandonada desde el inicio de la ocupación de los hicsos. Verla reaparecer era más bien para alegrarse. Pero quedaba un problema grave.

–¿Cuánto va a costarme eso?

–Nada en absoluto, amigo. ¡No puedes imaginar qué abundantes son los pastos del Delta y qué acogedores sus establos! El emperador no tiene más deseo que el bienestar de los trabajadores y, por eso, manda tantos barcos. Ve a hablar con los habitantes de tu aldea y diles que nuestros cargueros los esperan. A pesar de este enorme esfuerzo por parte de los hicsos, tal vez no haya sitio para todo el mundo.

Al final de unas discusiones largas y acaloradas, la mayoría optó por partir. ¿No era la generosidad del emperador una inesperada suerte? Quienes acusaban a los hicsos de crueldad se equivocaban. Ciertamente, la ocupación había vivido momentos dificiles, pero ¿no indicaba esta decisión que las cosas estaban cambiando mucho? Apofis se comportaba como un verdadero faraón, preocupado por la felicidad de su pueblo. Había comprendido que solo esa política le ganaría la confianza de los egipcios. Empujaron, pues, a sus enflaquecidos bueyes y vacas hacia los cargueros llenos de forraje, olvidando que, no lejos de allí, los rebeldes seguían manteniendo el frente de Cusae. Algunos campesinos lamentaban no poder ya proporcionarles alimento, pero ¿no habían cometido aquellos tebanos el error de levantarse contra su verdadero soberano? Y, además, ganaderos y agricultores no eran guerreros.

Como sus compañeros, a Grandes Pies el viaje le pareció muy agradable. No carecieron de cerveza, ni de pan, ni de pescado seco, y pasaron unas buenas horas de reposo, a las que no estaban acostumbrados. Cuanto más se dirigían hacia el norte, más exuberante era la campiña. Las zonas cultivadas se ampliaban, y los brazos de agua se multiplicaban. ¡Un verdadero paraíso para los boyeros y sus rebaños!

Y por fin, atracaron.

Grandes Pies acarició a sus vacas, que no habían tenido excesivo miedo durante el viaje.

–Venid, hermosas mías; llega el buen tiempo. La pesada mano de un oficial hicso, cubierto negro, se posó en el hombro del campesino.

–Tú vienes conmigo.

–Yo no me separo de mis vacas.

–¿Tus vacas? ¡Desbarras, mastuerzo! No me digas que no lo habías comprendido… Estas bestias se encuentran en un carguero del emperador y, por lo tanto, le pertenecen.

–¡Qué estás diciendo! Pastarán aquí por algún tiempo; luego, las llevaré de nuevo a mi casa.

El oficial soltó una risa gutural.

–¡Nunca había oído nada tan divertido! Basta de charla, mastuerzo. Y ahora, sígueme.

–Soy boyero y no me separaré de mis vacas.

El hicso abofeteó al egipcio. De natural pacífico, Grandes Pies detestaba ser acosado, así que derribó al oficial de un puñetazo.

Al principio desconcertados, sus subordinados reaccionaron muy deprisa. Uno contra diez, el campesino solo opuso una escasa resistencia. Con la cabeza ensangrentada y los brazos atados, fue encadenado a un compatriota y obligado a avanzar en un interminable cortejo de prisioneros.

–¿Adónde nos llevan? – preguntó.

–Yo no sé nada.

–Mis vacas… ¿Qué será de ellas? Y la gente de mi aldea…

–Los hicsos han matado a quienes intentaban huir. Los demás han sido encadenados, como nosotros.

Una mujer alta, de manos enormes, los interrumpió.

–¡Sois unos mocetones muy fuertes! – exclamó Dama Aberia-. Mejor así… El viaje hasta el penal de Sharuhen será más divertido de este modo. Por lo general, tengo demasiados viejos, mujeres y ciudadanos. Acostumbrados a una cómoda existencia, no resisten la caminata. A vosotros, ni el sol, ni el esfuerzo, ni el polvo os asustan; estoy segura de ello. Sobre todo no me decepcionéis.

Sin dejar de pensar en sus vacas, pues era el único que sabía ordeñarlas bien, Grandes Pies avanzó.

Junto al sendero, había cadáveres de ancianas y niños.

–Tengo sed -dijo su compañero.

–Les pediremos agua… No pueden negarse.

Grandes Pies llamó a uno de los soldados que ocupaban un carro tirado por dos caballos.

–¡Quisiéramos agua!

–Cuando nos detengamos, salvo para los insolentes. Y tú eres uno de ellos.

Entre una nube de polvo, el carro recorrió la columna.

–Creía que el emperador era un hombre justo y bueno -reconoció Grandes Pies-, porque se interesaba por mis animales. ¿Por qué hace esto? ¡Ni siquiera le hemos injuriado!

–Apofis quiere vaciar el país de población para sustituirla por hicsos…, solo por hicsos. Ser egipcio en la tierra de Egipto es un crimen.

Grandes Pies seguía sin comprender, pero no dejó de avanzar, ni siquiera cuando su compañero murió de sed. Ya a la vista del penal de Sharuhen, se dejó caer entre unas cañas y bebió agua fangosa. Cuando un policía hicso lo levantó tirándole del pelo y a palos, no tuvo fuerzas para reaccionar.

El policía quitó las cadenas que unían a Grandes Pies al cadáver que había arrastrado durante horas; luego, le empujó hacia un gran patio cercado y vigilado por arqueros que estaban en lo alto de unas torres de madera.

La primera persona que el boyero vio fue una muchacha desnuda, con los ojos desorbitados y el cuerpo cubierto de llagas. La mujer se arrojó varias veces contra un poste y consiguió hundirse la frente.

Sentado en un montículo de basura, un anciano sujetaba la mano de su esposa sin advertir que esta ya no respiraba. Con la mirada vacía, unos hombres agotados se cruzaban sin decirse ni una palabra. Otros excavaban el suelo poroso en busca de un alimento cualquiera. ¿Quién podía haber concebido e impuesto semejantes atrocidades, salvo aquel emperador de las tinieblas, aquel mentiroso que no había dudado en engañar a campesinos sencillos?

Grandes Pies nunca le perdonaría que hubiese robado sus vacas.

–Boyero, boca abajo.

Un policía puso el pie sobre el cuello del prisionero, y otro le imprimió en la nalga un número con una marca de bronce enrojecida al fuego.

Los aullidos de Grandes Pies, preso número 1.790, ni siquiera lograron que se inmutaran los supervivientes del penal de exterminio de Sharuhen.

También yo -dijo el pequeño Amosis a su hermano mayor, el faraón Kamosis- soy capaz de acertar el centro de un blanco.

–Tengo la impresión de que presumes un poco.

–¡Ponme a prueba!

–Como quieras.

Kamosis llevó a Amosis hasta uno de los campos de tiro de la base, reservado a los arqueros principiantes. Por esta razón, estaba rodeado de empalizadas, de modo que las flechas perdidas no hirieran a nadie.

–¿Tensas el arco tú mismo, Amosis?

–¡Por supuesto!

–Voy a comprobar el blanco, para que esté bien fijo.

Entre los dos hermanos reinaba una total complicidad. El rey lamentaba que Amosis fuera demasiado joven para combatir a su lado, pero sabía que, en caso de desgracia, su hermano menor tomaría la espada.

Cuando Kamosis alcanzaba el blanco, un característico silbido lo alertó.

–¡Pronto, agáchate! – aulló Amosis a pleno pulmón.

–Nada grave -concluyó Teti la Pequeña-. La flecha solo ha rozado el cuello. Gracias a las compresas de miel, ni siquiera quedará cicatriz.

–Me has salvado la vida -dijo Kamosis a su hermano menor, tembloroso aún.

–¿Has visto al arquero que ha disparado? – le preguntó Ahotep.

–No -se lamentó el chiquillo-. He corrido hacia mi hermano y no he pensado en registrar los alrededores. ¡He tenido tanto miedo al ver que le salía sangre del cuello!

–Ven a lavarte -ordenó su abuela-. Realmente, no pareces un príncipe.

Teti y su nieto abandonaron la enfermería.

–Hay un espía en esta base -afirmó Ahotep- y ha intentado eliminarte.

–No lo creo, madre. A pesar de la advertencia de Amosis, no he tenido tiempo de agacharme. Si el arquero hubiera querido en verdad matarme, no habría fallado. Esta herida superficial es solo una advertencia; es decir, o me limito a reinar sobre Tebas, o desapareceré.

Ahotep meditó sobre las palabras del rey.

–Dicho de otro modo, tu porvenir depende del consejo de guerra que vamos a celebrar hoy mismo.

En la sala de dos columnas del palacio de la base militar estaban reunidos la reina Ahotep, el faraón Kamosis, Heray, Qaris, los generales y los principales escribas de la Administración. Conscientes de que participaban en la toma de una decisión fundamental, todos tenían los rostros tensos.

–La situación actual es lamentable -recordó el soberano-. El pequeño reino de Tebas descansa sobre una libertad ilusoria, puesto que es prisionero del tirano hicso al norte y del tirano nubio al sur. No tiene acceso alguno a las rutas caravaneras y mineras, y se halla en un aislamiento cada vez más intolerable, ¡peligroso incluso! El faraón de Egipto solo lleva la corona blanca y no puede admitir que el emperador de las tinieblas se arrogue el derecho a llevar la corona roja.

–Es cierto, majestad; es cierto -admitió el general de más edad-. Pero ¿tenemos, por ello, que lanzarnos a una guerra total de la que sin duda no saldríamos vencedores?

–¿Cómo podemos saberlo mientras no la hayamos librado? – aventuró el escriba Neshi.

El general dio un respingo. Detestaba a aquel letrado demasiado flaco, con el cráneo calvo y la mirada insistente.

–En su terreno, la competencia del encargado de los archivos Neshi no es discutible, pero no creo que esté en condiciones de proponer iniciativas estratégicas. Si no me engaño, su presencia aquí solo se justifica por la necesidad de tomar notas con vistas a la redacción de un informe.

–Si he comprendido bien, general, tú estás por el mantenimiento de la situación.

–Para seros del todo franco, majestad, sería la mejor solución. Sé muy bien que los hicsos ocupan una porción importante de nuestro país, pero ¿no es esta una realidad que tendremos que acabar admitiendo? El ejército enemigo es, por lo menos, diez veces más poderoso que el nuestro. ¡Atacarlo sería una locura! Contentémonos con lo que el valor de la reina Ahotep nos ha permitido obtener. Tebas es libre; podemos vivir en paz aquí. ¿Por qué querer más y destruir el frágil equilibrio?

–Tan frágil que ni siquiera lo es -afirmó el escriba Neshi-. El inmovilismo lleva a la muerte, como bien nos enseñó la reina Ahotep. Creyéndonos al abrigo, nos convertiríamos en una presa fácil para el emperador.

El general se enojó.

–¡Es insoportable, majestad! ¡Haced callar a Neshi!

–Soy yo el que da las órdenes, general -recordó el faraón-, y considero que cada uno de los miembros de este consejo puede expresarse.

El militar se amilanó un poco, pero no renunció a convencer al monarca.

–¿Sabéis, majestad, que los hicsos no se oponen a la paz? Acaban de darnos una prueba fehaciente de su buena voluntad al permitir que los rebaños de los campesinos del Medio Egipto pasten en las zonas inundables del Delta. Y eso no es todo, ya que han ofrecido también espelta a nuestros criadores de cerdos. ¿No habrá llegado la hora de deponer las armas y pactar unos acuerdos económicos?

–¿Cómo podemos creer en semejantes mentiras? – se rebeló Neshi-. Los hicsos son maestros en el arte de la propaganda, y quienes se dejan atrapar acaban siempre muy mal. Apofis nunca aceptará ceder una pulgada del territorio que ha conquistado. Los campesinos que se dirigen al Delta se convertirán allí en esclavos y sus rebaños serán confiscados.

–¡Esto ya es demasiado! – exclamó el general-. ¿En qué informaciones se apoya este escriba para atreverse a contradecirme?

–Neshi tiene razón -confirmó el intendente Qans-. Los hicsos, en efecto, han atraído a una trampa a algunos campesinos egipcios.

Otro oficial superior acudió en auxilio de su colega.

–Si los hicsos siguen siendo irreductibles adversarios, majestad, esta es una razón más para no seguir provocándolos. Es evidente que el emperador acepta la presente situación, puesto que deja que subsista nuestra frontera norte, en Cusae. Aprovechemos esta mansedumbre y preservemos lo adquirido.

La reina Ahotep se levantó y miró fijamente a los dos generales.

–¿Creéis, acaso, que el faraón Seqen, muerto en su intento por ampliar el reducto tebano, se habría contentado con tan poca ganancia? Hay que liberar todo Egipto y no solo una parte de su territorio. Quien haya olvidado este sagrado deber no merece servir a las órdenes del rey Kamosis.

–Vosotros no formáis ya parte de mi consejo -dijo este a los dos oficiales-. Ojalá os mostréis dignos de vuestro rango en el campo de batalla, a la cabeza de vuestros respectivos regimientos. Apenados, los generales salieron de la sala.

–A ti -anunció el monarca al escriba Neshi- te nombro portador del sello real y canciller a cargo de la intendencia del ejército. Que cada hombre sea correctamente equipado y alimentado.

–Aunque nuestras tropas estén listas para partir, majestad, mi primer consejo es, sin embargo, tener paciencia.

Kamosis se sorprendió.

–¿Tú también consideras que es mejor negociar con Apofis?

–De ningún modo, puesto que el imperio de las tinieblas no cambiará de naturaleza. Pero la función de la que me encargo me inclina a pensar que es preciso evitar la guerra inmediata. En efecto, podríamos carecer de recursos alimentarios. Sería preferible el final de la primavera, pues gozaríamos así de los productos de la cosecha.

Heray y Qaris dieron su aprobación.

–Antes de lanzar la ofensiva -aconsejó Neshi-, sería aconsejable repatriar a parte de los soldados del frente y sustituirlos por hombres de segunda línea. Durante el período que nos separe de la ofensiva general, nuestra prioridad debe ser reforzar el frente.

El plan de su recién nombrado canciller convenció al faraón Kamosis.

–Actuaremos así, pues.

–Debemos considerar otra iniciativa -aventuró Ahotep.

El rey se sintió tan intrigado como los miembros del consejo.

–Destinar todas nuestras fuerzas al frente del norte nos haría correr un riesgo que tendemos, en exceso, a olvidar; o sea, un ataque de los nubios, deseosos de saquear Tebas. Apofis nos espera en Cusae, no en Elefantina ni en Nubia. La verdadera prioridad es reconquistar la zona meridional de nuestro país y hacer que los nubios comprendan que cualquier ofensiva por su parte estaría condenada al fracaso. Por eso, el grueso de nuestras tropas no partirá hacia el norte, sino hacia el sur.

Rubia artificial y gordezuela, Yima, la esposa de Khamudi, se consideraba una belleza irresistible. Como sabía que su marido era muy posesivo, evitaba tomar amantes que llamaran demasiado la atención y se libraba con presteza de sus fugaces conquistas mediante la ayuda de Dama Aberia, muy feliz al tener la ocasión de eliminar a los esclavos egipcios. Con Khamudi, Yima vivía una felicidad perfecta. Gozaba de su fortuna, martirizaba a tantos siervos como deseaba y satisfacía sus impulsos en compañía de un esposo tan depravado como ella. Sin embargo, subsistía en el cuadro una sombra amenazadora, ya que Tany, la supuesta emperatriz, seguía tratándola con desprecio.

Tal vez su confidente podría ayudarla. Así pues, Yima había acudido al cuartel donde vivía la escultural Dama Aberia, capaz de estrangular con una sola mano a un fuerte mocetón. Todos los días, la asesina practicaba ejercicios de musculación y se divertía derrotando a los soldados hicsos que se atrevían a desafiarla.

–¿Quieres vino y carne roja? – preguntó Dama Aberia.

–¡Oh, no! – protestó Yima-. Ahora estoy controlando mi peso.

–¡Entonces, deja los dulces! Es un alimento de niñas.

–Estoy preocupada…, muy preocupada.

–¿Alguien te molesta, querida mía?

–Sí, pero no alguien de quien puedas librarme.

Intrigada, Dama Aberia dejó de masticar.

–¡Revélame la solución de este enigma!

–Se trata de Tany… Creo que me detesta. La estranguladora soltó una carcajada.

–¡Tany es demasiado fea como para tener sentimientos!

–No bromees; en verdad estoy sufriendo. No comprendo por qué la disgusto tanto e ignoro lo que me reprocha. ¿Lo sabes tú?

–¡Ni la menor idea, querida mía! O más bien, sí, puesto que ese tonelito solo contiene hiel. La emperatriz detesta a todo el mundo y solo se ama a sí misma. Haber conseguido convertirse en la esposa del emperador es una hazaña cuyos beneficios debe conservar, comenzando por apartar a todas las hembras que se aproximen demasiado al señor de los hicsos.

–No es ese mi caso, te lo aseguro.

–Tu reputación no habla en tu favor, pero creo que podré arreglarlo.

–¿De qué modo, Dama Aberia?

–A mí no me gustan en absoluto los hombres. Son muy sosos y se agotan enseguida. Las mujeres, en cambio, ¡qué delicia! Si la emperatriz sabe que también a ti te gustan las mujeres, ya no correrás peligro.

Yima hizo unos arrumacos, como una niña asustada.

–Lo que estás pidiéndome, contigo… Nunca me atrevería. Yo…

–Perversa como eres, va a gustarte. Y luego ya no podrás prescindir de ello. Vamos, ven a mi alcoba. Tras una buena comida es mejor aún.

–Pero los soldados lo sabrán y…

–De eso se trata precisamente, querida mía, de que nuestra relación tenga notoriedad pública. ¿Quién se atrevería a tocar a mi protegida?

Khamudi hacía que le diera masaje en los dedos de los pies, una de las partes de su cuerpo que consideraba perfecta,una joven egipcia, hija de un escriba deportado a Sharuhen. Tras haberla probado, ella acabaría en el harén o en el penal, dependiendo de su estado de ánimo.

Con una máscara de arcilla regeneradora en el rostro, Yima estaba tendida en una confortable estera, junto a su marido.

–Has hecho muy bien -le dijo-. El emperador aprecia mucho a Dama Aberia. Estar en buenas relaciones con ella nos será muy útil, tanto a ti como a mí. Cuanto más aumentan las deportaciones, más importancia adquiere Dama Aberia. En cuanto regrese de Sharuhen, el emperador la nombrará jefe de la policía.

–¿Ha decidido exterminar a todos los egipcios?

–Si queremos gobernar este país a nuestro modo, es la única solución. Los necesitamos aún, como esclavos, pero algunos extranjeros educados al modo de los hicsos irán sustituyéndolos progresivamente.

–¡Qué maravilloso mundo nos prepara el emperador! Habrá un solo pensamiento, una sola dirección, una sola política, una sola casta dominante que detentará todos los poderes, y fieles súbditos que obedecerán porque la ley de Apofis es la ley de Apofis. Pero ¿cuándo se librará, por fin, el emperador de los turbulentos tebanos?

–Quiere ceder este placer a Jannas, y creo que tiene razón. ¡Qué soberbia matanza en perspectiva! Los tebanos están tan aterrorizados que ya no se atreven a abandonar su base de retaguardia. En el frente, acabarán destrozándose unos a otros. O se rendirán, y Dama Aberia tendrá que organizar muchos convoyes, o Jannas tendrá muchas cabezas que cortar. He aquí lo que sucede a los incompetentes que confían en una hembra como la reina Ahotep.

El capitán de los piratas pudo recuperar, por fin, el aliento. Cuando el navío del almirante Jannas había embestido su barco con el espolón, se había creído víctima de una alucinación. Cómo había conseguido el hicso mostrarse más taimado y rápido que él? Con increíble obstinación, el almirante se había empecinado en perseguir uno a uno a los piratas egeos, chipriotas y cretenses que atacaban la flota mercante del emperador. No obstante, beneficiándose del apoyo tácito de Creta, habían esperado hundir las suficientes unidades de los hicsos como para obligar a Jannas a dar marcha atrás.

Pero este era un temible navegante y se había olido las artimañas de sus adversarios. Poco a poco, se habían convertido en bestias acosadas, aunque con la seguridad de encontrar refugio en las Cícladas.

¡Nueva desilusión! Incluso allí Jannas había seguido persiguiéndolos, sin caer en sus múltiples emboscadas. Paciente y meticuloso, aislaba cada embarcación enemiga antes de tomarla por asalto con marinos mejor armados.

Buenos nadadores, el capitán y una decena de piratas habían llegado a las costas de la isla de Thera, dominada por un volcán cuyas erupciones no los asustaban. Allí ocultaban su botín y se retirarían tras haber amasado una fortuna.

–Nos siguen, capitán.

Cinco barcas llenas de arqueros hicsos se dirigían hacia la isla.

–Trepemos, no se atreverán a imitarnos.

De hecho, la humeante montaña impresionaba a los hombres de Jannas.

–De verdad tenemos que interesarnos por esos miserables fugitivos, almirante? – interrogó un teniente.

–Tu trabajo debe ser llevado a cabo. El emperador nos ordenó exterminar a los piratas, y los exterminaremos. De lo contrario, este puñado de insurrectos fletaría un nuevo barco y sus fechorías se reanudarían.

–¿No es… peligrosa esta montaña?

–Menos que mi espada -respondió Jannas, amenazador.

El teniente no insistió. Una palabra más y era hombre muerto. Lentamente, los hicsos escalaron la ladera del volcán.

–¡Trepan! – exclamó uno de los piratas-. Más deprisa… ¡Hay que ir más deprisa!

En cuanto estuvieron a tiro, los arqueros hicsos acabaron con los piratas. Molestados por las fumarolas, no acertaron al capitán, que corría a lo largo del cráter con la esperanza de bajar por la ladera opuesta y escapar así de sus perseguidores.

Pero una flecha le atravesó el muslo.

Pese al dolor, se arrastró por las rocas. El pie de un hicso lo inmovilizó en el suelo.

–No le matéis enseguida -ordenó Jannas, que acababa de descubrir un extraño lago.

No contenía agua, sino fuego de un ardiente rojo, que no dejaba de hervir al tiempo que producía grandes burbujas.

–Escuchadme -imploró el pirata-, tengo un tesoro oculto en una gruta.

–¿En qué lugar exactamente?

–Os lo diré a cambio de mi vida.

–¿Por qué no?

–¿Tengo tu palabra?

–Prueba suerte, pirata. Y, sobre todo, no me irrites más.

–Está en la mitad de esta ladera, frente a una roca en la que trazamos un círculo. Ya verás, es un tesoro enorme. Gracias a mí, serás un hombre rico.

–Enriquecerás al emperador de los hicsos. Yo estoy aquí solo para destruir a los bandidos que se atreven a agredirnos.

–¿Sal… salvaré la vida?

–Lo prometido es deuda -admitió Jannas-. Pero, antes, estoy seguro de que un baño te sentará muy bien. Vas sucio y hueles mal.

–Un baño, pero…

–Este lago rojo me parece muy apropiado.

–¡No! – aulló el pirata-. ¡No, es el infierno!

–Libradme de eso -ordenó el almirante.

Cuaro hicsos levantaron al herido y lo arrojaron al lago de lava.

a base militar de Tebas estaba en efervescencia. Tras un invierno clemente, durante el que se habían construido nuevos barcos, el canciller Neshi presentó su informe al faraón Kamosis y a la reina Ahotep.

–El frente ha sido avituallado y reforzado con jóvenes reclutas llenos de ardor -afirmó-. Los soldados expertos solo esperan vuestras órdenes para embarcar.

–¿Qué te parece la moral de las tropas? – preguntó Ahotep. El canciller Neshi vaciló.

–Nuestros hombres son valerosos y decididos, es cierto, pero…

–Pero tienen miedo de los nubios, ¿no es eso?

–Exacto, majestad. Su reputación de ferocidad asusta a más de uno. Vuestros generales y yo mismo hemos intentado explicarles que tenemos armas eficaces y que nuestra instrucción para el combate es excelente, pero estamos muy lejos de haber disipado todos los temores.

–¡El que sea culpable de cobardía será ejecutado ante sus camaradas! – decretó Kamosis.

–Tal vez haya otros medios para apaciguar ese miedo ancestral y legítimo -dijo la reina.

Hígado de ocas cebadas con higos, patos asados, costillas de buey a la brasa, puré de cebollas, lentejas y calabacines, una fuerte cerveza de fiesta de hermoso color ambarino, mil y una golosinas de miel, esos eran los manjares del festín que el palacio ofrecía al ejército de liberación.

Se añadían a ello dos esteras nuevas y confortables para cada soldado, y ungüentos a base de resina de terebinto, que relajaban los músculos, mantenían las buenas energías del organismo y alejaban los insectos.

–Esta reina es una madre para nosotros -consideró el Bigotudo, que devoraba una rebanada de pan tierno cubierta de hígado-. En mi vida había comido tan bien.

–Cuando tu país alcanza semejantes cimas -reconoció el afgano-, casi olvido el mío.

Su vecino de mesa, un infante de carrera, arrojó a lo lejos los huesos de pato sin una sola hebra de carne.

En vez de maravillaros como niños estúpidos, mejor haríais reflexionando. Es la última buena comida a la que tendréis derecho. Después, en los barcos, deberéis contentaros con el rancho. Y no será muy bueno, justo antes de perecer bajo los golpes de los nubios.

–Yo no tengo la intención de morir -objetó el afgano.

–Pobre ingenuo… ¡Bien se ve que no sabes adónde vas!

–Porque tú lo sabes…

–Nunca he puesto los pies en nubia pero se que son mas grandes y fuertes que nosotros.

–De todos modos, no se atreven a atacar a los hicsos -recordó el Bigotudo.

El argumento turbó al infante.