–Lo harán un día u otro. Los nubios nacieron para combatir; nosotros, no. Ni un solo soldado egipcio regresará vivo de esta expedición.
–Si estás convencido de ello, dimite y vuelve a tu casa -recomendó el afgano-. Cuando se parte vencido de antemano, se está muerto ya.
–Dime, extranjero…, ¿estás acusándome de cobardía?
–Te incito a ser lúcido, nada más.
–Te burlas de mí, ¿no?
El Bigotudo estaba dispuesto a interponerse cuando se hizo el silencio.
La reina Ahotep tomó la palabra.
–La prueba que vamos a sufrir juntos se anuncia muy peligrosa -declaró-, pues nos enfrentamos a unos adversarios terribles. Antes incluso de combatir contra los nubios, cuyas cualidades guerreras son justamente temidas, tenemos que apoderarnos primero de una de las más importantes fortalezas de los hicso, es decir, Gebelein. Si diera la alerta a los nubios, no tendríamos ya posibilidad alguna de vencerlos. Por eso, nuestra prioridad es la toma de esta plaza fuerte. Los hicsos ocupan nuestro país, explotan sus riquezas y tratan a sus habitantes como esclavos. Ha llegado el momento de hacer que comprendan que Egipto nunca se someterá a la tiranía. La voluntad de ser libres es nuestra mejor arma. ¡Comed y bebed, que vuestro corazón se ensanche!
El infante tomó más pato y vació una nueva copa de fuerte cerveza. El discurso de la reina lo había tranquilizado, ya que apoderarse de Gebelein era imposible. El ejército de liberación se limitaría, pues, a un breve viaje hacia el sur y, luego, daría marcha atrás, olvidándose de Nubia.
Ahotep besó la mano de su madre, que guardaba cama desde hacía varios días.
–No partiré con Kamosis -le anunció-; me quedaré a tu lado.
–No, hija mía. Tu lugar está junto al rey, tu hijo. Es joven e inexperto. Sin ti, puede cometer errores fatales.
–Sin ti, querida madre, nuestra aventura nunca podría haber tomado cuerpo. Cuando la enfermedad te afecta, mi deber es ayudarte.
–Una anciana no debe impedirte que lleves nuestras tropas a la victoria, Ahotep: Deja que afronte sola esta prueba y piensa solo en el porvenir.
–Una hija que abandonase a su madre sería indigna de ser reina.
–Me pregunto quién es la más tozuda de nosotras dos… Ayúdame a levantarme.
–Los médicos exigen que descanses.
–Tengo una tarea que cumplir, una tarea que tú me confiaste, la de gobernar Tebas en tu ausencia y movilizar a todos los hombres de la provincia en caso de que los hicsos ataquen; de modo que mi muerte esperará, al menos hasta que regreses.
Frágil hasta quebrarse, Teti la Pequeña salió de su habitación. Ahotep estaba convencida de que no se sostendría sobre sus piernas, pero la reina madre apreció el calor del sol y convocó a los de su casa.
–Seguir en la cama no me sirve de nada. Parte tranquila, Ahotep. Amosis sabrá ayudarme, ¿no es cierto?
Con resina, el Bigotudo fijaba sólidamente los mangos de los cuchillos y las navajas. Mezclada con un material calcáreo en polvo, era un excelente adhesivo. El afgano afilaba las hojas y comprobaba la punta de las flechas.
El intendente Qaris corría por todas partes, deseoso de no dejar nada al azar. Hablaba con cada capitán, visitaba cada navío, inspeccionaba cada cofre y cada tinaja. En vísperas de la partida hacia el sur, ningún detalle debía ser olvidado.
Heray, por su parte, tenía otras preocupaciones.
–Majestad -confesó a Ahotep-, mi investigación no ha dado ningún resultado. Nadie vio al arquero que disparó contra el rey. Naturalmente, he doblado su guardia personal y he tomado medidas de seguridad más estrictas aún.
–Mi hijo supone que ese atentado era solo un intento de intimidación.
–Tenga o no razón nuestro soberano, lo esencial es asegurar su protección. Si el espía de los hicsos se queda en Tebas, el rey no estará ya en peligro, al menos de momento. En cambio, si forma parte de la expedición, solo pensará en cometer un nuevo atentado.
–Tranquilízate, Heray. Sabré velar por el faraón.
Viento del Norte fue el primero que embarcó en el navío almirante, donde dispondría de una estera nueva, a la sombra de un parasol que compartiría con Risueño elJoven. Luego, comenzó una larga procesión encabezada por el rey Kamosis, que llevaba, orgullosamente, la espada de Amón. Con un ritmo regular y obsesivo, el afgano empezó a golpear un extraño instrumento, que el Bigotudo no conocía.
–¿Tú has fabricado eso?
–Se trata de un tambor. La música que produce da valor, ya verás.
El afgano no se equivocaba. Aquellos sones inéditos apaciguaron muchas angustias, sobre todo entre los más jóvenes.
Tras haber besado al pequeño Amosis, recomendándole que ayudara a su abuela, Ahotep contempló a todos aquellos valientes dispuestos a sacrificar su vida para liberar Egipto. Muchos no volverían de aquel viaje, y ella sería responsable de su desaparición.
La esposa de dios pensaba en su marido difunto, cuya ausencia le resultaba cada día más pesada. Al pronunciar las fórmulas de glorificación que hacían vivir su nombre y su ser, la reina creaba una energía necesaria para proseguir su loca aventura. Seqen estaba allí, junto a ella. Le daba su fuerza.
En el cielo, la luna era visible.
-¡Por todos los dioses -exclamó el Bigotudo-, qué hermoso es mi país!
–No estás del todo equivocado -reconoció el afgano-. Faltan las grandes montañas cubiertas de nieve, pero tiene encanto.
–¿Qué es eso de la nieve?
–Agua del cielo que se solidifica, más o menos, al caer al suelo y adopta un hermoso color blanco.
–Agua fría.
–Muy fría. Pero abrasa las manos cuando la tocas.
–¡Qué horror! Olvida esa calamidad y contempla el Nilo y sus verdeantes riberas.
A bordo del navío almirante que acababa de zarpar hacia el sur, los dos hombres vivían un momento de perfecta felicidad. No había ya guerra, ni peligro, ni hicsos; sencillamente, un barco se deslizaba por el río, sobrevolado por los ibis y los pelícanos.
A proa, un mocetón delgado, pero alto y musculoso, sondeaba el Nilo mediante una larga caña con la extremidad ahorquillada. El papel de ese proel era esencial. En función de la profundidad, determinaba las maniobras que debían efectuarse.
–¿Cómo te llamas? – le preguntó Ahotep.
–Lunar, majestad.
–¡Lunar! Tú y yo estamos, pues, protegidos por el mismo dios.
–¡Si supierais, majestad, cómo he esperado este instante! Temía desaparecer antes de tener la ocasión de lanzarme al ataque contra los hicsos y sus aliados. Gracias a vos, mi vida tiene, por fin, sentido. Os juro que llevaré a buen puerto este bajel almirante.
La franca sonrisa del joven proel reconfortó a la reina.
–De momento, Lunar, nos pondremos al pairo.
Con las velas amadas, los navíos de la flota de guerra atracaron en impecable orden.
Mientras los soldados almorzaban, Ahotep y Kamosis reunían algunos voluntarios para lanzar el ataque contra Gebelein.
–Nos acercamos a la fortaleza de los hicsos -dijo la reina-, y sus centinelas no deben descubrir nuestras embarcaciones.
–Ante un ataque tan masivo -aventuró un oficial-, tal vez se hubiesen rendido.
–He visto esa fortaleza -recordó Ahotep-. Parece inexpugnable. Y los hicsos temen mucho más al emperador que a una flota egipcia. Gebelein es el cerrojo del Alto Egipto.
–¿Y si pasáramos tan deprisa como fuera posible ante ese maldito edificio?
–Sus arqueros dispararían flechas en llamas, y la mayoría de nuestros barcos serían incendiados. Las tropas nubias y los hicsos acantonados en Elefantina serían avisados por las señales ópticas y diezmarían a nuestros hombres; luego, destruirían Tebas. Para que sea posible utilizar el Nilo, es necesario tomar Gebelein y no dar tiempo a su guarnición para pedir socorro. No olvidéis que desde lo alto de las torres, la vista alcanza unos cincuenta kilómetros al sur.
–Dicho de otro modo -concluyó el rey-, es imposible lanzar nuestra infantería al asalto y, más aún, sitiar la fortaleza. ¿Qué solución nos queda?
–Antes de tomar una decisión, debemos observar Gebelein.
–Me llevo una Mena de hombres y me encargo de ello -propuso Kamosis.
–No, hijo mío. Debes quedarte a la cabeza de nuestras tropas. Yo cumpliré esta misión.
–¡Es demasiado peligrosa, madre!
–El afgano y yo -dijo el Bigotudo- estamos acostumbrados a esta clase de expediciones. Si su majestad nos acepta a su lado, estará segura.
–En marcha -decidió Ahotep.
–En cualquier caso, es un objetivo diabólico, y muy bien colocado -comprobó el Bigotudo con cierto despecho.
Tendidos en las altas hierbas, la reina y sus dos compañeros contemplaban la fortaleza de gruesas murallas. Torres cuadradas, camino de ronda, portal monumental, fosos de protección… La bestia parecía invencible.
Desde aquel lugar, Ahotep y Seqen habían descubierto juntos Gebelein, a riesgo y ventura de ser detenidos por los guardias que efectuaban la tarea de avituallamiento.
–Tú, que siempre eres optimista -preguntó el Bigotudo al afgano-, ¿cómo lo harías?
–Esta vez, no veo cómo.
La moral de ambos resistentes no se desalentó.
–Observemos. Forzosamente, debe existir una grieta.
Tres veces al día, unos cuantos hicsos salían de la fortaleza e inspeccionaban los alrededores. Como en el pasado, Ahotep estuvo a punto de ser sorprendida; pero el afgano y el Bigotudo, acostumbrados a los combates en la oscuridad, supieron advertirla a tiempo y ocultarse. La patrulla pasó muy cerca del trío sin sospechar su presencia.
–Eliminar a estos no serviría de nada -consideró el afgano.
–Podríamos lanzarnos cuando entreabran la gran puerta -sugirió el Bigotudo.
–Algunos de los nuestros conseguirían entrar en el recinto -advirtió la reina-, pero serían aniquilados.
Llegaba un barco del sur.
Unos hicsos tenían bajo sus órdenes a esclavos egipcios, que a duras penas soportaban sus pesadas cargas. Uno de ellos tropezó en la pasarela y soltó el fardo. Al romperse en el muelle, la tinaja liberó unos treinta litros de cerveza.
Un hicso clavó su lanza en la nuca del descuidado, que no había pensado en defenderse ni en huir. Con el pie, el asesino tiró el cadáver al Nilo.
Ahotep intentó saltar, pero el poderoso brazo del afgano la mantuvo clavada en el suelo.
–Con todo el respeto que os debo, majestad, no intentéis nada. Por desgracia, el Bigotudo y yo hemos vivido muchas situaciones como esta. Si hubiéramos cedido a la cólera, no estaríamos ya en este mundo.
La descarga prosiguió volvió a partir hacia el sur.
–¿No podríamos pegar fuego a la ciudadela? – propuso el Bigotudo.
–Mientras dispusieran una enorme cantidad de leña al pie de los muros -opinó Ahotep-, nuestros soldados serían derribados por los arqueros hicsos. Y ni siquiera tenemos la certeza de que las llamas causaran grandes daños a esas murallas.
–Gebelein es realmente inexpugnable -murmuró el afgano, furibundo.
–Nunca te había visto en semejante estado -advirtió el Bigotudo.
–Nada me ha parecido nunca imposible, pero esta vez…
La noche caía, y el dios luna comenzaba a brillar con todo su fulgor.
–Él nos dará la solución -prometió la reina-. Sigamos observando.
Al día siguiente, no ocurrió ningún acontecimiento notable; las mismas patrullas, a las mismas horas. Dos días más tarde, el barco de avituallamiento se presentó con un cargamento más importante aún de enormes tinajas. Viejo y fatigado, uno de los esclavos no pudo soporta el peso e hincó una rodilla en tierra. Incapaz de proseguir, dejó su carga y miró a los ojos al hicso, que lo degolló con su puñal.
Un adolescente consiguió llevar la jarra hasta el portal de la fortaleza. Vigilado por los soldados del emperador, la puerta solo se abrió el tiempo necesario para dejar que penetraran en la fortaleza los alimentos sólidos y líquidos. Luego, el barco volvió a partir y llegó la hora de la última patrulla, antes del crepúsculo.
Día y noche, los arqueros se posicionaban en lo alto de las torres de vigía. Las antorchas eran tan numerosas que iluminaban los alrededores de las fortificaciones, lo que impedía cualquier agresión nocturna.
Al alba, el trío abandonó su escondrijo. Ni el Bigotudo ni el afgano habían entrevisto la menor solución, aun arriesgada, para derribar Gebelein.
Sin sorpresa alguna, escucharon la orden de la reina.
–Regresamos al navío almirante.
e origen asiático, aunque, sin embargo, llevara siempre un tocado a rayas en forma de seta que se adaptaba a su puntiaguda cabeza, el almirante Jannas ofrecía una engañosa apariencia. De talla media, casi flaco, lentos la palabra y el gesto, parecía un buen hombre, en el que se confiaba de buena gana.
En realidad, Jannas era un jefe de guerra implacable que, a lo largo de su brillante carrera, había ejecutado al pie de la letra y sin escrúpulos las órdenes del emperador. Como Apofis, estaba convencido de que la fuerza militar era la única clave del poder y de que era necesario exterminar a todos los que se oponían al dominio de los hicsos.
Eliminar a los piratas refugiados en las Cícladas le había supuesto varios años, pero el almirante desconocía la impaciencia. Solo contaba el éxito final. Y ahí era, precisamente, donde le apretaba el zapato, puesto que el comanditario de aquellos bandidos solo podía ser Creta, esa Creta que el emperador, por razones diplomáticas que escapaban a Jannas, se negaba a destruir.
«Mañana -pensaba el almirante-, los cretenses armarán a otros piratas. Y atacarán de nuevo los barcos mercantes de los hicsos.»
Quedaba una posibilidad de infligir a la gran isla un castigo del que no se repusiera, siempre que fuera considerado culpable de haber dado refugio a criminales huidos. Por esa razón, los bajeles hicsos habían llevado hacia Creta el último barco pirata activo aún. Guardándose mucho de interceptarlo, lo habían visto penetrar en una rada donde había desembarcado la tripulación.
El deber de Jannas estaba muy claro.
Los navíos de la flota de guerra de los hicsos se habían reunido para un asalto masivo. Esa vez, Creta no escaparía al almirante. Sus ciudades y sus pueblos serían incendiados, la campiña devastada y sus riquezas pasarían a manos del emperador.
–Un embajador solicita hablar con vos -le anunció su segundo-. Ha venido solo y sin armas, a bordo de una barca.
De unos cincuenta años de edad, barbudo, con una cuidada melena, el diplomático mostraba en su rostro los estigmas de la angustia.
Jannas lo recibió en cubierta, ante la gran isla.
–¿Puedo recordaros, almirante, que los cretenses son fieles súbditos del emperador?
–¡Súbditos que acogen y sostienen a nuestros enemigos! ¿De quién te estás burlando?
–Si estáis hablando de esos piratas que han creído que podían refugiarse entre nosotros, os equivocáis. Los hemos detenido y ejecutado. Sus cadáveres están a vuestra disposición.
Jannas se rió, sarcástico.
–¡No creo ni una sola palabra! Habéis eliminado solo algunos campesinos para engañarme, mientras que los verdaderos culpables cenan en la mesa de vuestro rey. ¿Cómo podrían haber escapado de mí durante tanto tiempo sin vuestro apoyo?
–¡Almirante, os juro que estáis equivocándoos! Creta es una provincia del Imperio hicso y todos los años voy a Avaris para presentar al emperador unos tributos cada vez más altos. Apofis es nuestro amado soberano, cuya autoridad ningún cretense piensa en discutir.
–¡Qué hermoso discurso de diplomático, más mentiroso que un beduino!
–Almirante, no os permito que…
–¡Pues bien, yo me lo permito! – lo interrumpió Jannas, furioso-. He perseguido uno a uno a los piratas. Antes de empalarlos, los he torturado y han hablado. Todos han dado la misma versión de los hechos; es decir, que atacaban nuestros barcos mercantes por cuenta de Creta, que recuperaba así los bienes ofrecidos al emperador. Dispongo de numerosas declaraciones que no dejan duda alguna sobre la culpabilidad de la gran isla.
–Es evidente que esos bandidos han mentido para no seguir sufriendo. ¿Por qué iba a actuar mi país de un modo tan irresponsable?
–Acabo de explicártelo, embajador. ¿Tienes acaso tapados los oídos?
–El emperador debe escucharme. Dejadme partir hacia Avans.
–Ni hablar. Creta es un refugio de piratas y debo destruirlo.
–¡No lo hagáis, os lo suplico! Doblaremos nuestros tributos.
–¡Demasiado tarde, embajador! Hoy, tus artimañas son ya inoperantes. Contempla tu isla y prepárate para defenderte junto a tus compatriotas. No me gusta vencer sin encontrar cierta resistencia.
–¿No existe ningún argumento que pueda aplazar vuestra decisión?
–Ninguno.
La destrucción de Creta supondría la cima de la carrera de Jannas. El almirante demostraría así a Apofis que el Imperio hicso debía seguir extendiéndose con la misma decisión que antaño. Durante la invasión de Egipto, fue la fuerza y solo la fuerza la que había prevalecido. Ni la diplomacia ni las concesiones a los vencidos tuvieron lugar nunca.
Al creer que podrían golpear al Imperio por medio de los piratas y sin sufrir las consecuencias de su felonía, los cretenses habían cometido un error fatal. Una vez exterminado su ejército, la gran isla se convertiría en base de partida para otras conquistas. La existencia de Jannas no tenía otro sentido que no fuera la conquista. Vencer exigía sacrificio, valor y sentido de la estrategia. Fracasar sería peor que morir.
De vez en cuando, el almirante se interrogaba sobre la actitud del emperador. ¿No se estaba volviendo en exceso paciente con la edad? El ejército seguía siendo omnipresente en Avaris, es cierto, pero ¿no cedía el palacio a un lujo excesivo? Egipto era una tierra de sortilegios, donde se perdía facilmente el gusto por los combates. Si hubiera sido Apofis, Jannas se habría instalado en un país mucho más rudo, como Siria, para no olvidar jamás que todo territorio no integrado en el Imperio por la violencia seguía siendo un enemigo potencial.
Pero el almirante se reprochaba ese tipo de crítica. Apofis veía mucho más claro que él y tenía, ciertamente, buenas razones para actuar así. Sin embargo, ¿no estaría el gran tesorero Khamudi ejerciendo una mala influencia sobre el señor de los hicsos? Jannas detestaba a aquel vicioso, preocupado solo por su beneficio personal. Pero, también en ese caso, ¿cómo oponerse a la voluntad del emperador, que había convertido a Khamudi en su mano derecha?
El almirante era la otra mano y no permitiría que el gran tesorero la cortara. De regreso a Avaris, debería tomar ciertas disposiciones que restringieran el campo de influencia de Khamudi, siempre tan dispuesto a eliminar a eventuales competidores.
La mañana era soberbia; el mar estaba en calma.
Sin duda, era un tiempo ideal para atacar la gran isla, que estaba viviendo sus últimos momentos de independencia antes de pagar muy cara su hipocresía.
El segundo del almirante, encargado de la coordinación de las tropas de asalto, se presentó en la puerta del camarote de Jannas.
–Almirante, todos los oficiales están en su puesto de combate.
–¿Algún problema particular?
–Ninguno. Las armas han sido verificadas, y las embarcaciones, dispuestas según vuestras órdenes.
Jannas salió a cubierta y observó la costa a la que se había acercado la flota de los hicsos.
–Ni un solo soldado cretense -advirtió-. Diríase que nos dejan el campo libre.
–¿No será una trampa, almirante?
–Claro que sí. Por eso, vamos a utilizar las catapultas para incendiar la vegetación. Buen número de cretenses se asará; los demás huirán. Por lo que se refiere a los que intenten resistir, que nuestros arqueros acaben con ellos. Luego, haremos una operación de limpieza por toda la isla, con la única consigna de no dejar supervivientes.
Los encargados de las catapultas solo aguardaban la señal de Jannas. Pero se produjo un acontecimiento imprevisto, ya que ligero y rápido, un barco hicso avanzaba hacia el navío almirante.
Intrigado, Jannas suspendió el asalto. ¿Qué querría aquel intruso?
Un oficial de enlace subió a bordo.
–Almirante, nuevas órdenes del emperador.
Jannas leyó el texto grabado en un gran escarabeo de material calcáreo.
Debido a un grave levantamiento en Anatolia, Apofis ordenaba al almirante que desdeñara a los últimos piratas, abandonara de inmediato las Cícladas y pusiera rumbo al este, avanzando lo más rápidamente posible para caer sobre los rebeldes.
–No creí encontraros tan fácilmente -dijo el enviado de Apofis-. ¡Es una suerte que fondearais tan cerca de Creta! Jannas esbozó una enigmática sonrisa.
–La suerte… Nunca cuento con ella.
Antes de dar una señal, que fue la de la partida, el almirante lanzó una furiosa mirada a la gran isla. Nada perdía por esperar.
1 comandante de la fortaleza de Gebelein era un cananeo de unos sesenta años que se lo debía todo al emperador. En su juventud, había quemado numerosos pueblos en Palestina y en el Delta, había violado a una buena cantidad de mujeres y acabado con un gran número de ancianos. Particularmente satisfecho de sus servicios, Apofis le había ofrecido, para finalizar su carrera, esa magnífica plaza fuerte que cerraba el sur de Egipto.
La insurrección de los tebanos no preocupaba en absoluto al comandante. Que hubieran conseguido reunir tropas en Cusae los embriagaba, pero aquella irrisoria hazaña no tendría futuro. Al no ser capaces de avanzar ni hacia el norte ni hacia el sur, permanecerían encerrados en su reducto, que el emperador aniquilaría cuando lo deseara.
El único peligro era Nubia. Pero el jefe que había federado algunas tribus para formar el reino de Kerma era un hombre razonable. Ser el aliado incondicional de los hicsos era mucho mejor que desafiarlos. Así pues, solo quedaba ya la rutina. Para evitar que adormeciera más aún a la guarnición, el comandante hacía reinar una disciplina férrea, con un estricto respeto de las tareas militares y domésticas. En cualquier instante, Gebelein estaba lista para repeler un asalto, forzosamente condenado al fracaso. Y si aparecía un barco tebano, un diluvio de flechas incendiarias lo mandaría al fondo.
Quedaban, como únicas operaciones delicadas, las patrullas matinales y vespertinas, que podían dar con un comando. Pero la reina Ahotep nunca se había atrevido a enviarlo, segura de que no tenía posibilidad alguna de éxito. Desde lo alto de las torres, los arqueros hicsos observaban permanentemente los alrededores y acabarían con cualquiera que intentara acercarse a las murallas.
Además, en caso de ataque, Gebelein advertiría con una señal óptica a una torre de vigía situada treinta kilómetros al sur. De señal en señal, las tropas de Elefantina se movilizarían rápidamente y descenderían por el Nilo, a toda velocidad, hacia la fortaleza. Podrían unírseles, incluso, los soldados nubios que residían aguas arriba de la primera catarata. Acabar con una pandilla de egipcios rebeldes sería una buena distracción.
–Comandante, el avituallamiento -informó campo.
Agua fresca, carne y pescado seco, legumbres, fruta, de razonable calidad… Los hicsos no carecían de nada.
–¿Es el barco habitual?
–Lo es.
Desde lo alto de las murallas, el comandante presenció la descarga de grandes tinajas ovoides, de tipo cananeo, con sus dos asas. La mayoría tenía una capacidad de unos treinta litros, y las había más grandes aún.
–Es el día de la miel, el aceite de oliva y el vino -recordó el ayuda de campo, goloso-. Encargué también unas cajas de tejidos para sustituir las ropas y las sábanas. Si la intendencia no ha hecho correctamente su trabajo, va a oírme.
Al comandante le complacía siempre ver a los egipcios humillados por los robustos soldados de negros cascos. No perdían la ocasión de golpearlos y hacer que sintieran su inferioridad. Al menor signo de rebeldía, se llevaba a cabo una ejecución sumaria.
La puerta de la fortaleza se abrió para dar paso al rebaño de esclavos con pesadas cargas. Obligados a apresurarse, la mayoría estaba al borde de la asfixia.
Apenas habían dejado su carga en los almacenes cuando debían correr de nuevo hacia la puerta, con la cabeza gacha, para salir enseguida de la fortaleza.
Una veintena de arqueros estaban apostados en el camino de ronda y apuntaban a los esclavos. Otra escuadra dirigía sus flechas hacia las inmediaciones de la puerta principal, por si algún insensato creía que podía aprovechar la entrega para penetrar en el gran patio.
Como de costumbre, las consignas de seguridad se respetaban al pie de la letra.
mbajador hicso en Nubia y magistral espía, el Tuerto no ignoraba nada de lo que ocurría en esa vasta región, poblada por tribus guerreras que el príncipe Nedjeh, un cabecilla nato de brutales métodos, acababa de federar.
Ex general de infantería y absoluto asesino, al Tuerto le había reventado el ojo izquierdo una nubia que no soportaba ser maltratada. Oficialmente, lo había perdido durante un heroico combate, del que había salido vencedor.
Durante mucho tiempo, había temido que el príncipe Nedjeh no estuviera imbuido de su autoridad, hasta el punto de atreverse a atacar Elefantina. Pero el nubio se había limitado a su rico dominio de Kerma, y afirmaba ser un fiel vasallo de Apofis, al que le hacía llegar, regularmente, los tributos.
Ese prudente comportamiento intrigaba al Tuerto. ¿No estaría Nedjeh preparándose en secreto para tomar la gran ciudad del extremo sur de Egipto, a la altura de la primera catarata? Sin embargo, las informaciones proporcionadas por los agentes del Tuerto nada tenían de inquietante. Según diversas fuentes, Nedjeh aumentaba de peso y solo se preocupaba ya por asentar su posición local.
Tras haber recorrido de nuevo, en todas direcciones, los territorios nubios para asegurarse de que no se incubaba incendio alguno, el Tuerto descansaba unas semanas en Elefantina, donde la guarnición de los hicsos vivía días tranquilos. El entendimiento con los escasos soldados nubios instalados aguas arriba de la catarata era perfecto, y cierto número de oficiales, tan lejos de Avaris, comenzaba a olvidar la vocación guerrera de su pueblo.
No era necesario ser un experto para advertir que la disciplina se relajaba día tras día y que el cuartel principal albergaba cada vez más mujeres, cuya presencia estaba prohibida antaño. La suavidad de los inviernos y el calor de los estíos habían ablandado poco a poco las más rudas almas, y se preocupaban más por los menús y la comodidad de la vivienda que por el mantenimiento de las armas.
La guarnición de Elefantina no disponía de carros ni de caballos, reservados para el ejército del norte. Sus barcos eran antiguos y hubieran necesitado serias reparaciones. En cuanto a la fortaleza, tan impresionante como la de Gebelein, tenía defectos de construcción. Su gran puerta permanecía a menudo abierta y la vigilancia de los centinelas no era muy atenta.
–¿Quién se atrevería a atacar Elefantina? – preguntó el gobernador de la ciudad al Tuerto, seducido por la nubia que había encontrado en su lecho y la excelente comida que le ofrecía el dignatario.
–¿Ningún problema con los nubios?
–¡Ni el más mínimo, mi querido amigo! Son aliados algo susceptibles, pero verdaderamente leales. El mero nombre del emperador impone la obediencia, y eso está bien. Entre nosotros, espero no ser llamado a Avaris. Lamentaría abandonar este pequeño paraíso.
Un copero tartamudeante se acercó a la mesa del gobernador.
–Un mensaje urgente… ¡Muy urgente!
–¿Qué pasa ahora? Apuesto a que los oficiales se quejan de la mediocre calidad de la cerveza local. De todos modos, no hay que…
La lectura del texto redactado por la torpe mano de un marino sobre un pedazo Alcáreo sofocó al gobernador.
–«Gebelein ha caído.» ¿Qué significa que Gebelein ha caído?
–Se han apoderado de esa fortaleza -precisó el Tuerto, estupefacto a su vez.
–No comprendo. Pero ¿quién…? Unos clamores ascendieron del Nilo.
–Tal vez no tardemos en saberlo, gobernador.
Los dos hombres subieron de cuatro en cuatro hasta lo alto de la torre principal de la fortaleza.
Desde aquel magnífico puesto de observación, descubrieron la flota de guerra tebana, con las velas hinchadas por un vigoroso viento del norte.
Cogidos por sorpresa, los barcos hicsos estaban ya hundiéndose. En pocos minutos, el ejército de Kamosis y de Ahotep desembarcaría para atacar la ciudadela.
–La puerta…, los arqueros…, el cuartel… ¡Pronto, hay que actuar deprisa! – chilló el gobernador, al tiempo que se precipitaba por la escalera.
En exceso apresurado, tropezó en un peldaño. Durante su interminable caída, su cabeza golpeó la pared varias veces. Al pie de la escalera, el dignatario hicso yacía muerto.
El pánico se apoderó de sus soldados, y resonaban órdenes contradictorias. Para el Tuerto, la única necesidad que se imponía era abandonar aquella ciudad y llegar a Kerma para avisar al príncipe Nedjeh.
Por primera vez, el Bigotudo y el afgano no tuvieron que participar personalmente en el asalto decisivo que produjo la caída de Elefantina. Privados de jefe, desorganizados, los hicsos se defendieron, sin embargo, encarnizadamente; pero el entusiasmo de los tebanos era tal que barrió al adversario en pocas horas.
–Esos muchachitos, realmente, no se comportan mal -consideró el Bigotudo.
–El trabajo acaba siempre dando resultados -precisó el afgano-. Hoy recogen el beneficio de la instrucción que la reina les impuso.
Ahotep acababa de aparecer en el atrio del templo de Khnum, el santo patrón de Elefantina, en compañía del faraón Kamosis, tocado con la corona blanca. Llevando un arco en la mano izquierda y el signo de vida ankh en la diestra, encarnaba Tebas liberadora.
El joven Kamosis nunca había experimentado tal sensación de felicidad. Gracias al plan de Ahotep, ejecutado con fulminante rapidez, todo el territorio que iba de Tebas a Elefantina se hallaba libre de hicsos.
En las calles y en las plazas, la población festejaba a los soldados del ejército de liberación y se preparaban ya banquetes que durarían hasta muy entrada la noche.
Un sacerdote muy anciano salió del templo. Caminaba con dificultad, apoyándose en un bastón.
–Me hubiera gustado inclinarme ante vuestras majestades, pero mi espalda está en exceso rígida. ¡Qué felicidad acogeros aquí! Hice bien al luchar contra la muerte con la insensata esperanza de ver liberada esta ciudad.
–Apóyate en mi brazo -le recomendó la reina.
–Majestad, yo…
–Te lo ruego. Eres el guardián del torno de alfareros, ¿no es cierto?
El arrugado rostro del anciano se iluminó.
–¡A pesar de todas sus búsquedas, los hicsos no lo encontraron! En este templo fue fabricado el primer remo gobernalle que permite dirigir el navío del Estado. Y también en este santuario el dios Khnum modeló en su torno de alfarero a todos los seres vivos. Voy a revelaros todos estos misterios antes de morir en paz.
Procedentes del desierto, decenas de gacelas habían invadido los jardines de Elefantina y jugaban con los niños. Era de nuevo posible celebrar la fiesta de su protectora, la diosa Anukis, representada bajo la forma de una hermosísima mujer, que llevaba una corona blanca adornada con finos cuernos de gacela.
Mientras la ciudad dejaba estallar su alegría, el viejo sacerdote permitía el acceso a las criptas del gran templo, construidas bajo las losas del naos. Los militares hicsos habían profanado cien veces aquel lugar, sin sospechar que los tesoros que deseaban se hallaban bajo sus pies.
El remo gobernalle, de acacia, era tan pesado que Kamosis tuvo que recurrir a varios hombres para sacarlo de lás profundidades. En adelante, dirigiría el navío almirante.
Luego, el joven faraón tuvo en sus manos el torno de alfarero con el que el dios Khnum había dispuesto la bóveda celeste, había levantado el firmamento y modelado el cosmos para que la luz se extendiera por él. Uno a uno, los dioses, los animales y los hombres habían salido de aquella matriz.
El anciano, la reina y el rey subieron al tejado del templo para exponer el torno al sol y permitirle funcionar de nuevo.
–La vida se reanuda -declaró el sacerdote-; el soplo anima la materia.
Cuando se desveló el cielo nocturno, el viejo sabio mostró a sus huéspedes cómo utilizar los instrumentos de observación que habían ayudado a los antiguos a comprender el movimiento del sol, de la luna y de las estrellas. Capaces de determinar el momento de la culminación, superior e inferior, de un cuerpo celeste, los astrónomos de Asuán sabían que las estrellas llamadas fijas se desplazaban y que el centro a cuyo alrededor parecían girar cambiaba también de posición a causa de la precisión del eje del mundo(1).
Nota: Cfr. Z. Zába, L'Orientation astronomique dans 1'ancienne Égypte et la précession de l'axe du monde, Archiv. Orientalni Supplementa 11 (Praga), 1953.
Maravillado, el joven Kamosis habría escuchado noches y noches a aquel anciano, tan feliz por transmitir su ciencia.
–Mañana mismo -prometió el faraón- formarás a tus sucesores. Se nombrarán numerosos sacerdotes, servidores y artesanos para que este templo recupere su esplendor y su actividad pasados.
–Entonces, mi muerte tendrá que esperar un poco aún, majestad.
Ahotep tenía los ojos clavados en la primera catarata, que marcaba la frontera con Nubia.
Como su hijo, apreciaba plenamente la resurrección de Elefantina. Pero se trataba solo de una etapa, y aquella victoria, por brillante que fuese, seguía siendo muy frágil.
Más allá de aquella barrera de rocas iluminada por el dios luna, estaba el enemigo; un enemigo capaz de aniquilar al ejército de liberación.
La reina Ahotep y el rey Kamosis se recogieron largo rato en la isla de Biggeh, donde, según la tradición, se hallaban a la vez el cuerpo de Osiris y las fuentes del Nilo. Brotando de una caverna, la mitad de las aguas del río tomaba la dirección del norte, y la otra, la del sur. Esas fuentes eran tan profundas que nunca nadie podría alcanzarlas.
En la isla reinaba un silencio absoluto. Ni los pájaros cantaban allí, para respetar el reposo del dios resucitado, que Isis, la hechicera, había arrancado de la muerte. Por Osiris y en él renacían las almas de los justos, los seres de luz, de los que entonces formaba parte el faraón Seqen.
A bordo del navío que los devolvía a Elefantina, el joven monarca no pudo ocultar a Ahotep su profunda emoción.
–Esta ciudad es la cabeza del país, la capital de la primera provincia del Alto Egipto, y preserva los orígenes sagrados del Nilo. Al controlarla de nuevo, hacemos del río nuestro invencible aliado. Como Osiris, la tierra de los faraones renace. ¿No convendría olvidar a los nubios y partir de inmediato hacia el norte?
–No, hijo mío, pues hay que abrir definitivamente la tenaza, privando al príncipe Kerma de cualquier deseo de atacarnos. Y solo existe un modo de lograrlo; es decir, recuperar el fuerte de Buhen y cerrar así Nubia.
Kamosis desenrolló un papiro en el que se había dibujado un sumario mapa.
–Debemos, pues, navegar casi hasta la segunda catarata. ¿No corremos el riesgo, en tan largo recorrido, de caer en una emboscada tendida por el príncipe de Kerma, mucho antes de la fortaleza?
–Es una posibilidad -reconoció Ahotep-, pero cuento más bien con la ciega confianza que siente en la capacidad de Buhen para detener cualquier asalto. Se trata de una plaza fuerte tan poderosa como las de Gebelein y Elefantina reunidas. Si el gobernador egipcio no nos hubiera traicionado en beneficio de los hicsos, los nubios no habrían conseguido, ciertamente, apoderarse de ella.
–¿Pensáis utilizar por segunda vez la artimaña de las tinajas?
–Temo que eso sea imposible, Kamosis.
–Entonces, tenemos que pensar en un asedio largo y penoso, de incierto resultado. Y entretanto, el frente de Cusae puede ceder.
–Es otra posibilidad -admitió la reina-. Si mi estrategia te parece inadecuada, eres muy libre de rechazarla.
–¿Quién se atrevería a contrariar vuestra voluntad, madre, puesto que sois la liberadora de Egipto?
–Tú eres el faraón. Ordena y te obedeceré.
Kamosis contempló el Nilo.
–Al convertiros en la esposa de dios, al dar todo vuestro amor a este país que os venera con razón, trazáis en la tierra un camino que nace en el cielo. Soy solo un joven rey y no dispongo aún de vuestra mirada y vuestra clarividencia. Me pregunto a veces si sois por completo de este mundo o si una parte de vuestro ser se encuentra al otro lado de lo visible, para llevar a buen puerto este ejército. Nunca os daré una orden, madre, y os seguiré adonde vayáis.
La fiesta había terminado, la ciudad estaba silenciosa y las gacelas habían regresado al desierto. Aunque la mayoría de los soldados sufrieran una fuerte jaqueca, todos los que debían partir hacia Nubia se habían reunido en los muelles. Envidiaban a los camaradas que formarían la nueva guarnición de Elefantina.
El canciller Neshi se aproximó al faraón.
–Todo está listo, majestad. Hemos embarcado gran cantidad de víveres y armas. Yo mismo he comprobado cada cargamento.
–Pareces contrariado, canciller.
–Nuestros hombres tienen miedo, majestad. Los habitantes de Elefantina les han hablado de guerreros negros tan peligrosos como las fieras. Cada cual sabe que Nubia es un depósito de maleficios que nadie podría borrar. ¿Acaso no se hundió, en estos ardientes desiertos, el ojo del creador con la intención de destruir toda forma de vida? Si renunciarais a esa expedición hacia lo desconocido, todo el mundo se sentiría aliviado.
–¿También tú, Neshi?
–Yo me sentiría decepcionado e inquieto; decepcionado, por la falta de constancia del mando, e inquieto, por el proceso de liberación.
–¡No son estas palabras muy diplomáticas!
–No soy un diplomático, sino el portador del sello real, que valida y da a conocer las decisiones del faraón. Si me parecen malas, debo ser sincero. Y si esta sinceridad os disgusta, majestad, destituidme de mis funciones y sustituidme por alguien más dócil.
–Sobre todo, Neshi, no cambies.
–El miedo de nuestras tropas es una desventaja que no sé cómo combatir.
–Mi madre pidió a los artesanos de Elefantina que fabricaran unas armas nuevas que deberían tranquilizarlos.
Deslumbrante con su larga túnica verde, la reina Ahotep, tocada con una diadema floral, se presentó ante el ejército de liberación, seguida por varios artesanos que llevaban pesados cestos.
–Vamos a enfrentarnos con temibles adversarios -reconoció-. Antes incluso de llegar al fuerte de Buhen, tendremos que vencer a unos guerreros nubios que combatirán con ferocidad. Pero existe un medio mágico de debilitarlos, que consiste en utilizar estos objetos cubiertos de eficaces signos.
De uno de los cestos, Ahotep sacó un bumerán en el que se había grabado un ojo completo, una cobra erguida, un grifo y una cabeza de chacal.
-El ojo os permitirá ver el peligro -dijo-, y la cobra, disiparlo. Gracias al grifo y al chacal, las fuerzas destructoras del desierto se mantendrán al margen. Oficiales y suboficiales irán provistos de estos bumeranes para proteger a los hombres que estén bajo su mando. Y un marfil portador de los mismos signos hará apacible nuestra navegación.
La reina no les había mentido nunca, de modo que los soldados estuvieron convencidos de que, también esa vez, Ahotep lograría conjurar la mala suerte.
Con entusiasmo, los marinos izaron las velas y sus vergas con la ayuda de una driza, y tiraron de esta con todas sus fuerzas. La maniobra era delicada, incluso para profesionales, pero no se produjo incidente alguno, y las velas se desplegaron ante la atenta mirada de los capitanes. En el navío almirante, siete rudos mocetones izaron la alta verga por medio de dos drizas, mientras el octavo trepaba a lo alto del mástil para ayudarlos. Los manejos de este divirtieron a un joven simio, que se mostró más rápido y se burló de la tripulación lanzando grititos.
Los ladridos de Risueño el Joven advirtieron al indisciplinado de que no exagerara. Sentado en lo alto de la vela mayor, el mono se dio por enterado.
El faraón en persona manejó el remo gobernalle mientras el barco tomaba por un canal que le permitía evitar las rocas de la primera catarata y desembocar de nuevo en el Nilo.
Con su largo bastón de extremo ahorquillado, el proel Lunar medía la profundidad del agua, sin tener derecho a errar. El avance de la embarcación se hacía, así, lentamente.
Dotado de una capacidad de concentración fuera de lo común, Lunar era su pértiga. Con todo su ser, con todos sus sentidos, vivía cada movimiento del agua y percibía sus múltiples trampas.
Ahotep advirtió que la frente de Lunar se fruncía con dos profundas arrugas, como si los riesgos no dejaran de aumentar. La reina miró el agua del canal que brillaba bajo el sol y dirigió una plegaria a Hapy, el dinamismo del río, para que no contrariara el desplazamiento de la flota de guerra.
A popa del navío almirante, el Bigotudo advirtió que el afgano parecía cada vez más incómodo. Su rostro adquiría un extraño color verde.
–Cualquiera diría que no te gusta mucho navegar.
–Mira hacia otra parte; me aliviarás.
–Vomita en paz, afgano. Nos quedan solo algunas semanas de viaje, interrumpidas por mortíferos combates. Esperemos, en tu beneficio, que algunos sean en tierra firme.
Con el estómago revuelto, el afgano no tenía ya fuerzas para replicar.
–Tranquilízate -le dijo el Bigotudo-. Parece que el río está más bien calmado en Nubia. Para naturalezas frágiles como la tuya, es preferible, ¿no? Ah, cuidado… Vamos a cruzar una especie de rápido que puede sacudirnos un poco. Sobre todo, no mires; no estoy seguro de que nuestro barco aguante.
Poco a poco, las arrugas de la frente de Lunar desaparecieron. Muy atento aún, el proel manejaba su pértiga de modo más distendido.
La reina Ahotep dejó de mirar el agua para contemplar los bosquecillos de palmeras, brillantes bajo el sol.
–¡Buena noticias, afgano! – exclamó el Bigotudo-. Acabamos de entrar en Nubia.
as estrecho que en Egipto, el lecho del río estaba flanqueado por palmeras, con los pies en el agua y la cabeza al sol. La mayoría eran centenarias, y las más vigorosas producían hasta treinta racimos de dátiles. Al llegar a su madurez con la crecida, entre julio y septiembre, ofrecían un saludable alimento durante el período cálido. De unos veinte metros de alto, las palmeras-dum tenían la particularidad de que su tronco se bifurcaba, dos veces o más, y cada una de sus ramas terminaba en una especie de corona. Además de sus frutos de un pardo rojizo y carne suave y azucarada, proporcionaban una sombra bienhechora. Y su nuez contenía un líquido refrescante, que gustaba al Bigotudo.
–¿Te encuentras mejor, afgano? Se diría que el barco se bambolea algo menos.
Verdoso aún, el interpelado apenas se alimentaba.
–Algún día te llevaré a mis montañas en pleno invierno. Veremos si presumes tanto con los pies en la nieve. Conociéndote como te conozco, te agarrará el vértigo y no podrás ya subir ni bajar. Y entonces, no cuentes conmigo para ayudarte.
–De momento, estamos en Nubia y mejor harías mirando hacia delante. Tenemos visita.
Eran muy negros, muy altos, muy fuertes, armados con lanzas y arcos. Su vestimenta se limitaba a un simple taparrabos; sus rostros y sus torsos estaban adornados con pinturas guerreras. Ahotep hizo que el navío almirante se detuviera.
–La pasarela -ordenó.
–Madre -se inquietó Kamosis enseguida-, no bajéis a tierra.
–Son hombres belicosos, pero no carecen del sentido del honor. No matarán a una mujer que va a su encuentro, sola y sin armas.
El Bigotudo no estaba tan seguro de ello. El brazo del afgano se posó en el suyo.
–No los amenaces y déjala actuar. Sabe adónde va.
–¡Esos brutos van a matarla!
–Nadie mata a una mujer como ella. Míralos… Dentro de poco se prosternarán ante la reina de Egipto.
Sorprendido por la actuación de Ahotep, un alto mocetón con las muñecas adornadas con brazaletes de oro se abrió paso entre las hileras de sus soldados para enfrentarse con aquel inesperado adversario.
–Soy Ahotep, soberana de las Dos Tierras, y acompaño al faraón Kamosis, a la cabeza de su ejército.
–Yo soy el jefe de la tribu de los medjai y creía que no existía más faraón que Apofis. ¿Qué venís a hacer en mi territorio, reina de Egipto?
–Combatir a los aliados de los hicsos que ocupan mi país y recuperar la fortaleza de Buhen, entregada al enemigo por traidores y colaboracionistas.
–¿Estáis, acaso, decidida a librar batalla con el príncipe de Kerma?
–Puesto que es el fiel amigo del emperador de las tinieblas, le quebraré el espinazo.
–El príncipe Nedjeh es invencible.
–El faraón lo vencerá.
El nubio pareció turbado.
–¿Qué desean los medjai? – preguntó Ahotep, cuya serena belleza fascinaba a su interlocutor.
–Los medjai pitan gran parte de esta tierra, entre la primera y la segunda cataratas. El príncipe de Kerma quiso convertirnos en sus esclavos; nos negamos. Entonces, mató a muchos de nosotros y destruyó numerosas aldeas, con la ayuda de los hicsos, de coraza y casco negros. Nos refugiamos en el desierto y solo hemos salido de él en estos últimos días, al saber que una flota procedente de Tebas acababa de liberar Elefantina y penetraba en Nubia. Hemos matado a los soldados del príncipe de Kerma que se disponían a atacaros. Por algún tiempo, creímos que el tal Nedjeh sería nuestro liberador. En realidad, es solo un tirano. Por eso, deseamos combatir al lado del faraón de Egipto.
Ante la atónita mirada de Kamosis, del Bigotudo y de los soldados egipcios, los medjai se prosternaron ante la reina Ahotep.
El afgano no presumió de su acierto, pues ni siquiera él mismo había creído en su predicción.
–Esta mujer es, por sí sola, un milagro -murmuró.
El egipcio Soped, comandante de la fortaleza de Buhen, había escuchado al Tuerto con atención. El embajador de los hicsos era todo lo contrario de un fabulador, y conocía Nubia mejor que nadie, de modo que sus advertencias no debían tomarse a la ligera.
–De acuerdo, Tuerto; un ejército de liberación procedente de Tebas se ha apoderado de Elefantina. Es un golpe duro para los hicsos, ciertamente, pero es solo un revés momentáneo. Sabéis, como yo, que la reacción del emperador será terrible. Arrasará Tebas y Elefantina para instalar allí guarniciones que impidan, en el futuro, cualquier revuelta. Yo soy un buen servidor del príncipe de Kerma. Lavé mis pies en las aguas de mi dueño y pertenezco a su séquito. Por eso, estoy sano y salvo(1).
Nota. Expresión egipcia para designar la fidelidad absoluta.
–Sin duda alguna, comandante; pero, de todos modos, deberíais reforzar vuestras defensas.
–Buhen es inexpugnable.
–¡También Gebelein lo era!
–La comparación no se sostiene. Buhen es una ciudad en pequeño y dispongo de una guarnición lo bastante numerosa como para rechazar cualquier asalto. Además, no olvidéis que las tropas del príncipe de Kerma y la tribu de los medjai han debido de hundir, ya, la mayoría de los navíos de ese ridículo faraón Kamosis. Creedme, amigo mío; ningún barco enemigo llegará hasta Buhen.
–Es probable -admitió el Tuerto-, pero temo la eficacia de la reina Ahotep.
–¡Una mujer! ¿Estáis bromeando?
–Esta mujer parece haber hecho un pacto con los dioses.
–Los dioses no protegieron Egipto durante la invasión de los hicsos, y tampoco lo protegerán hoy.
–Me dirijo a Kerma para avisar al príncipe Nedjeh y pedirle que os envíe refuerzos.
–¡Se reirá en vuestras narices!
–Prefiero que se tomen todas las precauciones.
–¿Por qué estáis tan inquieto? Se trata solo de los últimos sobresaltos de una facción tebana lo bastante loca como para creer, aún, en la independencia de Egipto.
–Cuando esa Ahotep haya muerto, me sentiré mucho más tranquilo.
–¡Sin duda, mientras hablamos, lo está ya! Gozad de Kerma y saludad de mi parte al príncipe Nedjeh. Al parecer, su palacio no deja de embellecerse y su corte pronto será más brillante que la de los faraones.
Con alivio, el comandante vio cómo el embajador de los hicsos partía hacia el sur. El Tuerto comenzaba a dejar que lo invadieran temores de anciano, incapaz de enfrentarse con las nuevas situaciones. El emperador no lo mantendría mucho tiempo en funciones y lo sustituiría por un dignatario más joven y más dinámico, que no tuviera miedo de su sombra.
A Soped no le habían gustado en absoluto las recomendaciones del Tuerto. ¿Quién conocía mejor que su comandante la capacidad de resistencia de la fortaleza? Aquella misma noche redactaría un informe muy crítico sobre el comportamiento del Tuerto y lo enviaría urgentemente al príncipe de Kerma, para que este exigiera su dimisión ante el emperador.
El comandante Soped podía estar orgulloso de su carrera. Simple suboficial había comprendido muy pronto que los hicsos eran los nuevos dueños de Egipto y que era preciso facilitarles al máximo la tarea, de modo que había denunciado a todos sus superiores como cómplices de los tebanos.
El emperador no se había mostrado ingrato, ya que, a cambio de aquella colaboración espontánea, le había nombrado comandante de la fortaleza de Buhen, con la misión de convertirla en un bastión inexpugnable y decapitar a cualquiera que fuera sospechoso de oponerse, aun solo con el pensamiento, a los hicsos. Soped lo había aprovechado para eliminar a todos los que le disgustaban, en perfecto acuerdo con su adjunto, llegado de Kerma para vigilarlo. A veces, el nubio se veía obligado a frenar el ardor del colaboracionista, cuya sed de ejecuciones parecía insaciable.
En el presente, el comandante Soped reinaba sin discusión en aquella plaza fuerte que servía de abrigo a las caravanas, de puesto de control para las mercancías, de taller de lavado de oro y de centro postal. Al obedecer, a la vez, las órdenes del emperador y las del príncipe de Kerma, Soped conseguía no disgustar ni al uno ni al otro. Y cuando un período de tranquilidad se prolongaba de un modo excesivo, no dejaba de torturar a un civil, hasta que confesaba que estaba fomentando una conspiración.
Como se quedaba con modestas cantidades de oro en cada operación de lavado, el comandante iba amasando, poco a poco, una pequeña fortuna. Su única preocupación era que apareciese un rival que intentara destronarle de un modo desleal; pero su vigilancia era tal que no temía en absoluto esa eventualidad.
–La cena está servida -le avisó su copero.
Una nueva velada tranquila en perspectiva.
El omnipotente príncipe de Kerma, Nedjeh, le estaban dando un masaje con aceite de karité, el «árbol de la mantequilla», cuyo fruto contenía una almendra oleaginosa. Desde hacía dos años, el apuesto atleta negro había engordado veinte kilos y era ya casi obeso. Pero ¿cómo resistirse a los platos con salsa y los postres de sus cocineros?
Cuando había tomado el poder en la fértil región del Dongola, justo por encima de la tercera catarata, Nedjeh era un guerrero ávido de conquistas. Dueño de una generosa cuenca, donde los cereales crecían en abundancia y el ganado prosperaba, Nedjeh había creído que podría apoderarse de Elefantina, luego de Tebas, y conquistar así el Alto Egipto. Pero la perspicacia del emperador Apofis había decidido otra cosa, y el nubio consideraba preferible no enfrentarse con los hicsos.
Al mantenerse como su fiel aliado y enviar tributos a Avaris, el príncipe Nedjeh se aseguraba la tranquilidad y podía comportarse como un déspota en la región que controlaba con un implacable puño.
Había embellecido su capital de un modo espectacular, haciéndose construid, en pleno centro, un castillo-templo de adobes y de unos treinta metros de altura. Una escalera monumental llevaba a lo alto, desde donde se divisaba la ciudad. Al sudoeste, una gran choza circular servía de sala de audiencia; al este, se veía un cementerio, cuyas tumbas principales estaban adornadas con cabezas de buey. Bastiones de tierra, torres de vigía y pesadas puertas se encargaban de la seguridad de Kerma, donde tanto se sacrificaban esclavos como carneros.
La última coquetería de Nedjeh consistía en tejas de cerámica y frisos que representaban leones. Gracias a las minas de oro, la riqueza del príncipe no dejaba de aumentar y la aprovechaba para darle a Kerma un esplendor de su agrado. Apofis, con el que se comunicaba mediante unos escarabeos inscritos transportados por los correos imperiales, le había enviado carpinteros de innegable talento. De ese modo, su palacio estaba lleno de muebles refinados de estilo egipcio.
Los habitantes de la nueva capital no carecían de nada. Gracias a las buenas relaciones comerciales con los hicsos, cargamentos de tinajas minoicas y chipriotas llegaban regularmente a Kerma, donde los jefes de tribu prestaban fidelidad a Nedjeh.
Era evidente que el príncipe había engordado, y nadie lo lamentaba. La buena carne y el lujo le hacían olvidar sus ambiciones guerreras en beneficio de la comodidad. El precio que debía pagar era solo una incondicional alianza con los hicsos, pero ¿sabrían esos depredadores limitarse al exterm¡mo de los egipcios? El oro de Nubia era tan tentador…
Nedjeh se tranquilizaba aumentando, año tras año, la cantidad del precioso metal que ofrecía al emperador. Así, Apofis respetaba a la lejana Kerma, que no le amenazaba en modo alguno.
Cuando el mayordomo del príncipe le anunció la visita del Tuerto, Nedjeh hizo una mueca. El embajador hicso era un especialista en la artimaña y la manipulación, y no resultaba fácil mentirle. Y como venía para reclamar más oro, el príncipe de Kerma tendría que convencerle de que sus mineros no habían extraído n¡ un gramo más.
–¡Tienes buen aspecto, Tuerto!
–La apariencia es a veces engañosa, príncipe.
–Vamos, vamos… ¿No traerás malas noticias?
–El ejército tebano se ha apoderado de Gebelein y Elefantina.
–Lo sé, puesto que recibí tus mensajes. Es molesto, claro está, pero ¿esas posiciones no serán recuperadas pronto por los soldados del emperador?
–Sin duda.
–¿Por qué preocuparse, entonces?
–Porque Ahotep y el faraón Kamosis han entrado en Nubia. Nedjeh soltó una carcajada.
–¡Una mujer y un adolescente! Al cometer esa locura, se han condenado a muerte.
El Tuerto parecía deprimido.
–No estoy tan seguro de eso.
–¿Y por qué vas a dudarlo? Serán solo un bocado para mis tropas destacadas junto a la primera catarata y la tribu de los media¡.
–En estos últimos tiempos, los media¡ me han parecido cada vez menos seguros. Vuestros hombres los han maltratado y sé que son rencorosos.
–¡Nunca se atreverán a desobedecerme! No dudes de que el ejército tebano ha sido exterminado.
–Y suponiendo que no sea así, ¿no sería oportuno reforzar las defensas de Buhen?
–¡Buhen es inexpugnable! Si el bueno de Soped no hubiera traicionado a los suyos, me habría visto obligado a realizar un interminable asedio sin estar seguro de apoderarme de la fortaleza.
–Creo que cometeríamos un grave error al considerar inofensivos a los tebanos. Ahotep es un verdadero jefe de guerra. Para un ejército considerado desdeñable, tomar Gebelein y, luego, Elefantina resulta una verdadera hazaña.
–¡No ensombrezcas la situación, Tuerto! Esos aventureros se aprovecharon de circunstancias favorables; solo eso.
–Príncipe, os aconsejo que mandéis refuerzos a Buhen.
–Francamente, me parece inútil.
–Como representante del emperador de los hicsos, me veo, pues, obligado a ordenároslo.
Conteniendo su furor, Nedjeh se doblegó.
–Como quieras…, pero te encuentro muy alarmista.
–Si los media¡ se han vuelto contra vuestras tropas, Ahotep y Kamosis habrán tenido el campo libre. Su objetivo principal solo puede ser Buhen. Si recuperan esa plaza fuerte, os inmovilizarán en Kerma.
–¡Cuántas hipótesis no verificadas!
–Mi instinto me ha engañado pocas veces. Sé que la tal Ahotep es peligrosa y que debéis intervenir.
–No se hable más. Las órdenes del emperador serán ejecutadas, como de costumbre. ¿Ha tenido Apofis un solo motivo para quejarse de mí?
–Ninguno -reconoció el Tuerto, satisfecho por el resultado de su gestión-. Vos, el príncipe de Kerma, tendréis el privilegio de aplastar la revuelta tebana. Naturalmente, obtendréis de ello importantes beneficios. En el informe que Apofis exigirá, haré un vibrante elogio de vos.
–Siempre serás bienvenido a mi ciudad, Tuerto. ¿Crees que el emperador estará satisfecho si su embajador le lleva la cabeza de Ahotep y la de Kamosis en la punta de una pica?
–Sin duda, apreciará ese tipo de homenaje.
–¡De acuerdo, pues, amigo mío! ¿Y si fuéramos a divertirnos un poco?
La distracción preferida de Nedjeh, después de los abundantes banquetes, eran las mujeres. Y en ese terreno, el embajador de los hicsos se sentía capaz de rivalizar con él, tanto más cuanto Kerma albergaba espléndidas criaturas, de temperamento muy ardiente.
Una de las inmensas cámaras de palacio estaba reservada a las nuevas conquistas del príncipe, que, pese a su gordura, seguía siendo un vigoroso amante.
Eran cuatro, jóvenes, hermosas y sonrientes.
–Te dejo elegir, Tuerto.
–¡Príncipe, sois demasiado generoso!
–Por favor, es un regalo para celebrar Nuestro entendimiento.
Lo que el hicso prefería en Nubia eran las nubias. Conquistadoras y dóciles al mismo tiempo, panteras inquietantes y lánguidas gatas, lo fascinaban. Se había vinculado a esa dura tierra, abrasada por el sol, por ellas.
Y el Tuerto saboreó plenamente el suntuoso regalo del príncipe de Kerma.
Caía la noche cuando Nedjeh sacudió al embajador hicso.
–¡Te has dormido, amigo mío! Antes de cenar, me gustaría enseñarte mi última locura.
El Tuerto se desperezó. Dos nubias le habían arrebatado toda su savia y, de buena gana, se habría sumido en un sueño reparador. Pero le era imposible disgustar al príncipe.
Acompañado por dos guardias de corps, Nedjeh llevó al embajador hasta el cementerio del este, donde se habían excavado sepulturas de grandes dimensiones reservadas a los dignatarios.
–Voy a concederte un nuevo privilegio, Tuerto; es decir, visitar mi tumba, que será digna de la de un gran faraón. Vosotros, los hicsos, no atribuís gran importancia a vuestra última morada; aquí, es distinto. He tenido un palacio en vida; quiero otro para mi muerte.
Los dos hombres tomaron un largo y empinado corredor que desembocaba en una antecámara, que, a su vez, daba paso a un panteón lleno de estatuas, tinajas y muebles tomados de Elefantina. Pero lo más impresionante era la alfombra de cráneos humanos que cubría el suelo de tierra batida.
–No me gusta que me contraríen -reconoció Nedjeh-. Monto en cólera, y eso me obliga a eliminar al que se atreve a discutir mi poder. Y tú me has contrariado mucho, Tuerto.
El hicso retrocedió y aplastó las osamentas. No había salida posible.
–Escuchad, príncipe…
–Quien me contraría no merece mi perdón. Sin embargo, voy a concederte un nuevo favor, ya que tu cráneo permanecerá en esta tumba con los de los esclavos que maté con mis propias manos.
El Tuerto intentó abrirse paso, pero no podía medirse con el nubio, que lo derribó al suelo y, luego, de un violento taconazo, le quebró la nuca.
Oficialmente, el embajador habría sufrido una apacible muerte en la buena ciudad de Kerma. Y al emperador no le sería fácil encontrar un hicso que conociera tan bien la región como aquel insoportable aleccionador. ¿Cómo podía haber creído aquel vanidoso Tuerto que Nedjeh iba a dejar qué le dictaran su conducta?
nos violentos golpes en la puerta despertaron al comandante Soped en plena noche.
Irritado, se levantó y abrió al jefe de la guardia nocturna.
–¿Qué ocurre?
–Una patrulla acaba de descubrir un maleficio no lejos de la entrada principal.
–¿Un maleficio?
–Un bumerán de marfil con signos mágicos. Dos soldados han intentado recogerlo, pero les ha abrasado las manos. Los hombres están muy inquietos, comandante. Aguardan vuestra intervención.
Soped se vistió apresuradamente. En Nubia, ese tipo de acontecimiento no debía ser tratado con desprecio, porque los brujos negros poseían verdaderos poderes. Por razones que no estaban claras, uno de ellos había decidido emprenderla con la fortaleza.
Lo urgente era destruir el soporte del maleficio.
Enojado, Soped cruzó el patio a grandes zancadas y salió del fuerte por la gran puerta.
Decenas de soldados nubios e hicsos estaban reunidos en torno al objeto del delito.
–¡Apartaos! – ordenó el comandante.
La luz de la luna iluminaba un bumerán de marfil, en el que se habían trazado unos signos que asustaban a los soldados de Buhen, especialmente el uraeus erguido y el grifo de agresivo pico.
–No es nada -declaró Soped, que temblaba como una palma batida por el viento.
–Si realmente no es nada -objetó un nubio-, tomad este objeto y quebradlo.
–¡Al parecer quema! Hiriéndome no voy a disipar esta magia.
Todos comprendieron que el comandante tenía miedo. Los centinelas habían abandonado su puesto y se habían reunido con sus camaradas, cuya mirada no podía apartarse del misterioso bumerán.
–¡Los ojos de la cobra… se enrojecen! – exclamó uno de ellos.
–¡Y los de la cabeza de Anubis también! – prosiguió su vecino.
–Traedme un mazo -ordenó el comandante-. Debo romper este marfil.
El que fue a buscar la herramienta no regresó. Fue estrangulado por uno de los medjai que acababa de penetrar en la fortaleza por la gran puerta, entreabierta y sin vigilancia. Los guerreros negros habrían corrido el riesgo de escalar los muros, pero la magia de Ahotep les había evitado aquel peligroso ascenso. Rápidos y ágiles, acabaron con los guardias del patio; luego, subieron a lo alto de las torres de vigía y se libraron de los arqueros.
–¿Llega o no ese mazo? – se impacientó el comandante, manteniéndose a respetuosa distancia del marfil mágico, que seguía animado por los rayos del dios luna.
El ruido de la gran puerta al cerrarse le hizo dar un respingo. Los soldados se volvieron, atónitos.
–¡El imbécil que acaba de hacer eso irá al calabozo! – prometió Soped.
De lo alto de las torres brotó una lluvia de flechas que, en su mayor parte, dieron en el blanco. El comandante vio cómo caían a su alrededor numerosos soldados de la guarnición de Buhen.
–¡Los medjai! – gritó un hicso-. ¡Son los medjai, nos.matarán a todos!
–Al río -decidió Soped-. Huiremos con las barcas de socorro.
Los supervivientes corrieron hasta la orilla, donde un destacamento del ejército de liberación, mandado por Kamosis en persona, los detuvo en seco.
Abandonando a sus hombres, Soped no vaciló en matar a uno de los oficiales para conseguir que creyeran que combatía con los egipcios. Luego, se deslizó hasta el Nilo. Nadando a favor de la corriente, alcanzaría una barca y se alejaría enseguida de Buhen.
La maniobra habría tenido éxito si el Bigotudo no la hubiera previsto. Se arrojó al agua al mismo tiempo que su compatriota y lo bloqueó con su diestro antebrazo.
–¡Mucha prisa tienes tú, amigo!
–Soy el comandante de la fortaleza y tengo oro muy bien escondido… ¡Respétame la vida y serás rico!
–¿Dónde está escondido ese oro?
–¡En la barca…! ¡Allí!
Ahogándose, Soped consiguió señalar con la mano la dirección correcta.
–¡Vamos allá, pero nada de jugarretas! De lo contrario, te destripo.
El Bigotudo ignoraba que el comandante llevaba siempre un puñal oculto en los pliegues del taparrabos. Esa precaución le había permitido ya librarse de situaciones comprometidas.
Mientras fingía sumisión, Soped nadó lentamente hasta la barca, oculta entre las cañas.
–Hay varias bolsas de oro atadas en el casco -reveló-. Basta con zambullirse y soltarlas.
–¡Muy bien, hazlo!
El comandante se zambulló en el agua, pero apareció casi de inmediato a espaldas del Bigotudo en un intento de apuñalarlo. Acostumbrado al combate cuerpo a cuerpo y a ese tipo de artimañas, el resistente agarró la muñeca de su agresor y volvió contra él su arma.
–¡Traidor y cobarde! Matarte será un verdadero placer.
A medida que la hoja ascendía desde el vientre hasta el corazón, cortando las carnes, los ojos del comandante se volvían vidriosos.
Estaba muerto ya cuando el Bigotudo aulló de dolor.
Las mandíbulas de un cocodrilo se habían cerrado sobre el muslo izquierdo. Mientras el gran reptil lo arrastraba hacia el fondo, el afgano saltó sobre el lomo y le hundió el puñal en un ojo. Enloquecido por el sufrimiento, el monstruo soltó la presa y se alejó.
Con la ayuda de dos soldados egipcios, el afgano llevó al herido hasta la orilla.
–Has tenido suerte; era un cocodrilo joven. Pero la herida no tiene muy buen aspecto.
El primer día, el médico militar aplicó carne sobre la herida, y el segundo, una cataplasma de grasa de toro y pan de centeno enmohecido, cuyas propiedades contra la infección eran bien conocidas. Gracias a una droga preparada con extractos de mandrágora, azufaifo y opio, el Bigotudo no sufría. Miel y mirra, utilizadas como antiséptico, acabarían de curarlo.
–Sé sincero, afgano, ¿podré volver a andar?
–Sin ningún problema, y solo te quedará una cicatriz insignificante, que ni siquiera te permitirá presumir ante las mozas. Dejarse agarrar por un cocodrilo… No es muy brillante.
–¡Sin mí, esa basura de comandante se habría escapado!
–El faraón Kamosis ha decidido condecorarte por eso. Y también me condecora a mí, por haberte salvado. Además, ascendemos en grado. Henos aquí a la cabeza de dos regimientos de asalto. Por culpa de tus hazañas, nos condenan a primera línea.
–Que es la única que te interesa, ¿no?
–Deja de pensar por mí; me fastidia.
–Y pensar que ese colaboracionista de comandante creía que podía hacerme caer en una trampa con su historia del oro escondido debajo de la barca…
–Pues no era una historia -precisó el afgano-. Había incluso una buena cantidad, de la que te corresponderá una parte cuando la guerra haya terminado.
–Si termina algún día…
Una joven nubia de esbelto cuerpo, penetró en la habitación de la fortaleza de Buhen donde curaban al Bigotudo.
–Es tu enfermera -reveló el afgano-. Pertenece a la tribu de los medjai y conoce hierbas milagrosas que acelerarán tu curación. Bueno, os dejo. La visión de los tullidos me deprime.
Creyéndose víctima de la fiebre, el Bigotudo vio que la joven nubia se quitaba el minúsculo taparrabos antes de preparar una poción.
–Hace calor aquí -murmuró con voz melosa-, y me encanta vivir desnuda. Sobre todo, valiente oficial, déjame hacer, que no voy a decepcionarte.
Desde lo alto de la torre principal de vigía, la reina Ahotep y el faraón Kamosis contemplaban Nubia. Gracias a la reconquista de Buhen, la ruta fluvial quedaba cerrada para el príncipe de Kerma. Además, los productos transportados por las caravanas que se detenían en las proximidades de la fortaleza volvían a los tebanos, sin olvidar parte de la producción de oro, que se lavaba allí mismo.
–Al convencer a los medjai de que se aliaran con nosotros y al utilizar el marfil mágico -dijo Kamosis a su madre-, nos habéis permitido obtener una gran victoria, y sin sufrir pérdida alguna.
–No siempre será así, hijo mío. Tienes que nombrar un nuevo comandante de la fortaleza, algunos administradores que gestionen las riquezas de la región y, luego, un gobernador de Nubia.
–¿Significa eso que retrocedemos y nos dirigimos al frente del norte?
–Todavía no, Kamosis. Incluso sabiendo que hemos reconquistado Buhen, el príncipe de Kerma se creerá perfectamente seguro porque nos considera incapaces de cruzar la segunda catarata. Se equivoca.
Ni siquiera los medjai se aventuraban por la región de Miu, entre la segunda y la tercera catarata. Orgullosos de pertenecer entonces al ejército de liberación, se hallaban bajo la autoridad directa del nuevo gobernador de Nubia y asumirían todas las tareas de policía en el territorio reconquistado.
Todos pensaban que habría sido mejor limitarse a lo adquirido y no provocar la cólera del príncipe de Kerma, silencioso hasta entonces. Al violar su santuario, los tebanos provocarían fatalmente una terrible reacción.
Sin embargo, durante un nuevo consejo de guerra, el canciller Neshi se opuso firmemente a los oficiales superiores que defendían un repliegue estratégico.
–¿Cuándo dejaréis de comportaros como miedosos y cuántas victorias necesitáis para creer, por fin, en la calidad de nuestras tropas? ¿Acaso la magia de nuestros enemigos no se mostró inoperante ante la de la reina Ahotep? Convertir Buhen en nuestra nueva frontera del sur sería un grave error. Antes o después, el príncipe de Kerma la atacaría. Así pues, como aconsejan el faraón y la reina, tomemos algunas tierras al adversario y aislémosle.
–¿Y si exterminan casi todas nuestras fuerzas? – se preocupó el general de más edad.
–Estamos en guerra -recordó el faraón Kamosis- y nuestro avance no podrá efectuarse siempre sin pérdidas. El plan de la reina Ahotep es el único válido. Mañana, cruzaremos la segunda catarata.
Luciendo orgullosamente su condecoración, un pequeño grifo de oro en la túnica de lino, los dos nuevos comandantes de los regimientos de asalto conversaban al pie del navío almirante.
–Los heridos se quedan en la enfermería -insistía el afgano.
–Ya estoy curado -replicó el Bigotudo-. Solo por precaución, me llevo conmigo a la enfermera. En cuanto mi cicatriz me haga sufrir, ella sabrá apaciguarme.
Era la primera vez que el Bigotudo pasaba tanto tiempo junto a una mujer. Al principio, había temido sumirse en una atmósfera calmante, demasiado alejada de las exigencias del combate; pero había evaluado mal la capacidad de lucha de su joven amante, que practicaba los juegos del amor como una verdadera justa. Con ella no era cosa de dispersarse en interminables preliminares o inútiles charlas, de modo que el herido había tenido derecho, solo, a un descanso limitado, tanto más cuanto que las plantas prescritas por aquella bruja aumentaban su vitalidad.
De vez en cuando, el Bigotudo se estremecía. Si el cocodrilo hubiera sido algo más grande y la intervención del afgano algo más tardía, entonces solo tendría una pierna. Incapaz de combatir, se habría suicidado.
–Evita los malos pensamientos -le recomendó el afgano.
–¿Cuándo dejarás de leerme el pensamiento? Vosotros, la gente de montaña, sois realmente insoportables. Por cierto, ¿a qué has dedicado tus días durante mi convalecencia?
–¿Crees, acaso, que eres el único que puede seducir a las jóvenes nubias?
En la proa de los barcos se habían pintado unos grandes ojos, que permitían a los navíos de guerra egipcios ver, a la vez, lo visible y lo invisible. Al proel Lunar le gustaba esa ayuda mágica, porque debía permanecer atento horas y horas para regular bien el avance de la flota.
A su lado, Ahotep había hecho fijar a las bordas los bumeranes de marfil, cuyos signos de poder apartaban a los genios malignos.
La presencia de la reina intimidaba y tranquilizaba, al mismo tiempo, al proel. Sin ella, el ejército de liberación se habría dispersado haría mucho tiempo ya; tanto los atenazaba el miedo. El mero hecho de ver a la Reina Libertad, de sentirla tan cercana, pese a que permaneciera inaccesible, devolvía el valor a los más timoratos.
Por añadidura, el joven faraón Kamosis adquiría mayor seguridad día tras día. Como su padre, tenía el innato sentido del mando y, durante los asaltos, se mantenía siempre a la cabeza de sus hombres, negándose a escuchar las consignas de prudencia de su madre.
Respondiendo a las exigencias del faraón, Neshi velaba por la aplicación de estrictas medidas de higiene a bordo de los barcos. Además de varios lavados diarios de las cubiertas, también los camarotes eran limpiados con cuidado. Y todos se untaban con ungüento, con el fin de alejar a los insectos. Para luchar contra las irritaciones oculares, se utilizaba la espuma de una cerveza de calidad, eficaz también contra los dolores de vientre. Cada soldado disponía de dos esteras rodeadas por un cordón de cuero rojo y las unía para formar un saco de dormir de apreciable comodidad. En todos los menús figuraban cebollas para mascar, cuyo olor alejaba a las serpientes y los escorpiones.
–¡Una aldea, majestad! – exclamó Lunar-. ¿Debo reducir la marcha?
–Todavía no -respondió Ahotep.
La reina quería observar la primera reacción de los habitantes de la región de Miu, que estaban bajo el yugo del príncipe de Kerma.
Tras la inicial sorpresa, los aldeanos se lanzaron sobre sus arcos y sus hondas. Las primeras flechas cayeron al agua, pero las piedras no dieron por poco en la proa.
–¡Poneos a cubierto, majestad! – suplicó Lunar.
–Detengámonos -ordenó Ahotep.
Varios soldados saltaban ya a la ribera, a riesgo de romperse un hueso. Pero los meses de entrenamiento resultaron eficaces, y los jóvenes egipcios supieron ponerse en posición para acabar con sus adversarios.
Una pasarela permitió a Kamosis reunirse con ellos y arrastrarlos hacia la aldea, cuya resistencia quedó rota muy pronto. Un solo nubio había conseguido huir zambulléndose en el Nilo, justo por delante del navío almirante. Loco de rabia, escaló la proa con la intención de matar a la hechicera que abría el camino al ejército egipcio.
El hombre apareció en cubierta y se lanzó sobre Ahotep.
Rozando a la reina, Lunar destrozó el cráneo del agresor con su larga pértiga.
Ahotep había permanecido inmóvil, confiando en la habilidad del proel, cuya mano no había temblado.
Lunar se arrodilló.
–Perdonadme, majestad. He podido lastimaros.
–Te nombro jefe de nuestra marina de guerra. En adelante, almirante Lunar, tomarás todas las decisiones referentes a nuestra navegación, y los capitanes de los demás barcos te deberán obediencia.
En tierra firme, el breve combate concluía. Ni un solo guerrero nubio había aceptado rendirse; dos egipcios habían muerto. Por orden de Kamosis, los vencedores dejaron que los niños y las mujeres se marcharan.
La conquista de la provincia de Miu acababa de comenzar.
Tras haber degollado personalmente a un esclavo y un carnero, cuyos huesos se unirían a los del embajador hicso, el príncipe de Kerma se disponía al banquete. Al menos había una decena de platos, entre ellos una enorme perca del Nilo y varias aves. Mientras comía, unas siervas lo abanicaban. En cuanto había terminado un manjar, una le lavaba las manos mientras otra le perfumaba. Nedjeh detestaba tener los dedos grasientos y le gustaba oler bien.
Procedente del gran oasis de Khargeh, en el desierto del oeste, el vino blanco era excelente. Nedjeh nunca bebía menos de dos litros por comida.
–Más -le dijo a su copero-. ¿No ves que tengo la copa vacía? ¡Qué agradable era la vida en Kerma! Gracias a las riquezas agrícolas de la región, se vivía allí tan bien como en las más hermosas provincias de Egipto.
El secretario particular del príncipe se presentó en el umbral del comedor.
–Señor, ¿puedo interrumpir vuestra comida?
–¿Tan grave es la cosa?
–Los tebanos han cruzado la segunda catarata e invaden el país de Miu.
Nedjeh perdió el apetito.
–¿Es digna de fe esta información?
–Desgraciadamente, sí, señor. Y no es todo.
–¿Qué más?
–Los tebanos solo han destruido una aldea, pero…
–¡Excelente noticia! Las demás han resistido, pues, con éxito.
–No, señor. La reina Ahotep habló con cada jefe de aldea y los convenció a todos para que cambiaran de bando. En adelante estarán bajo la protección de las tropas egipcias acantonadas en Buhen y de los policías medjai. Estas tribus, que creíamos definitivamente sometidas, forman ahora la primera línea de defensa contra nosotros. Y además…
–Además, ¿qué?
El secretario personal agachó la cabeza.
–Además, no hay razón alguna para que el ejército enemigo se detenga en tan buen camino.
–¿Quieres decirme que la tal Ahotep y su maldito faraón se atreverán a atacar Kerma? Semejante error sería fatal para ellos.
Resollando como un toro de combate, Nedjeh abandonó varios platos muy tentadores para dirigirse a la gran choza circular, donde habían sido convocados los dignatarios de la ciudad, fuera lo que fuese lo que estuvieran haciendo.
Nedjeh no les ocultó la gravedad de la situación. Esa vez ya no era posible considerar el ejército de liberación como algo desdeñable.
–Ahotep va a instalarse en el país de Miu -dijo el príncipe de Kerma- y consolidará sus posiciones con la esperanza de que salgamos de nuestro territorio para atacarla. Pero no caeremos en esa trampa. Muy al contrario, nosotros vamos a tenderle una. La mejor estrategia consiste en reforzar las defensas de nuestra ciudad y acumular tropas al norte de la tercera catarata. Los egipcios acabarán impacientándose y avanzarán hacia nosotros. Gracias a nuestro conocimiento del terreno, los exterminaremos sin dificultad.
No se trataba de recurrir a los hicsos. Si intervenían, lo aprovecharían para apoderarse de Kerma, de modo que Nedjeh tenía que arreglárselas solo. Comenzaba a comprender que lo que impulsaba a la reina Ahotep a correr semejantes riesgos era el placer de la conquista.
Al comprobar que el príncipe de Kerma no reaccionaba, le creería acabado y se lanzaría sobre su capital como una fiera hambrienta.
Pero la fiera caería en una mortal celada.
1 ruido de los tambores resonaba en el país de Miu, pero no eran los de la guerra. Procedentes de todas las aldeas de la región, los nubios habían depuesto las armas ante el faraón Kamosis y la reina Ahotep.
La reputación de la gran hechicera, a la que nada podía alcanzar, se había extendido muy pronto, y los jefes de clan preferían la sumisión a la aniquilación, más si cabe porque el faraón les había prometido su perdón, siempre que se convirtieran en fieles aliados de Egipto. ¿Y quién no había tenido que sufrir la crueldad del príncipe de Kerma, un depredador sin escrúpulos?
Habían sido necesarias largas jornadas de discusiones para restablecer una jerarquía clara y aceptada por todos. Varias veces, el sentido de la diplomacia de Ahotep había evitado la ruptura entre facciones rivales, felices, por fin, de alinearse bajo la bandera de un joven rey que garantizara su seguridad.
–La reina es realmente una mujer extraordinaria -dijo el afgano al Bigotudo, al contemplar las increíbles escenas de confraternidad entre soldados egipcios y guerreros nubios.
En vez de matarse unos a otros, festejaban bebiendo cerveza y licor de dátiles.
–El único problema -recordó el Bigotudo, abrazando a la enfermera que tan bien se ocupaba de él- es que conquistar Nubia no es nuestro objetivo. Nos esperan allí, al norte.
–¡Nunca estás contento con nada! Goza pues, hoy, del buen tiempo, porque nadie sabe de qué estará hecho el mañana. O más bien, sí, ya que tendremos que enfrentarnos al príncipe de Kerma.
–Tienes razón, no hablemos de eso esta noche. ¡Bebamos!
–¿Cómo están las cosas? – preguntó el príncipe de Kerma al responsable del movimiento de tierras.
–Deberíais estar satisfecho, señor. Hemos excavado numerosos fosos, perfectamente ocultos. Hemos puesto, en el fondo, unas estacas bien aguzadas. Centenares de infantes egipcios se clavarán en ellas.
Quedaba todavía mucho que hacer, pero el trabajo avanzaba a buen ritmo. El ejército egipcio encontraría solo una débil resistencia en los alrededores de Kerma y, cegado por sus éxitos, creería que la gran ciudad nubila había sido vencida de antemano. Nedjeh sacrificaría algunos hombres, que combatirían hasta la muerte para defender la ruta principal.
A la cabeza de sus tropas, el faraón Kamosis se lanzaría hacia un nuevo triunfo.
Y todas las trampas tendidas por el príncipe de Kerma funcionarían al mismo tiempo.
La vanguardia egipcia caería en los fosos y la retaguardia sería aniquilada por los arqueros nubios, emboscados entre los árboles y los cultivos. En cuanto al grueso de la tropa, sería cogido en una tenaza por la infantería de Nedjeh. Enloquecidos por ese brutal ataque, los soldados del faraón buscarían la salvación en la huida y caerían todos.
Los cráneos de Kamosis y Ahotep acabarían en la tumba del príncipe, a quien el emperador Apofis no dejaría de felicitar. Entregado a la alegría de las hermosas horas que iba a conocer, el obeso se desplazaba con mayor facilidad que de ordinario. Ahotep se había equivocado al creer que su magia sería superior a la de Nedjeh. Si tenía la suerte de cogerla viva, le haría sufrir las peores torturas antes de concederle la gracia de morir.
La fiesta estaba en su punto álgido. Tocados con pelucas rojas que contrastaban con la piel negra, las orejas adornadas con aros de oro y vistiendo taparrabos decorados con motivos florales, los nubios eran todos muy apuestos. Con sus collares de perlas multicolores y sus brazaletes en las muñecas y los tobillos, las nubias se comportaban como temibles seductoras, a las que era imposible resistirse.
Solo el almirante Lunar y el canciller Neshi no participaban en el entusiasmo general. El primero inspeccionaba barco tras barco; el segundo se preocupaba permanentemente de la intendencia. Perfeccionistas ambos, solo pensaban en el siguiente combate, que se anunciaba terrible.
No hacía lo mismo el Bigotudo, quien, deslumbrado por el paraje de Miu, casi olvidaba su Delta natal.
–Deberías instalarte aquí y fundar una familia -sugirió el afgano.
–¡Tener hijos, yo! ¿Estás hablando en serio? ¡Refocilarme aquí mientras los hicsos ocupan mi país natal! Realmente, a veces dices tonterías.
–Acaba bien la velada e intenta tener el ánimo despierto mañana por la mañana. Los oficiales están convocados en el navío almirante.
El faraón Kamosis y la reina Ahotep escucharon atentamente los detallados informes del almirante Lunar y el canciller Neshi. El nombramiento del primero había sido apreciado por el conjunto de las tropas, que se felicitaban por la competencia del segundo. Ni el uno ni el otro tuvieron el menor incidente que señalar. La flota de guerra estaba dispuesta a zarpar de nuevo para atacar Kerma y doblegar a su príncipe, aliado de los hicsos.
Esa vez, la mayoría de los soldados ya no temía el enfrentamiento. Gebelein, Elefantina, Buhen, el país de Miu…; las victorias comenzaban a acumularse y a formar un sólido espíritu de cuerpo, mantenido por la magia de la reina Ahotep.
Incluso Kamosis soñaba en vérselas con el príncipe de Kerma y derribarlo en su propio palacio. Ya solo quedaba obtener el consentimiento de la soberana, que había consultado al dios luna buena parte de la noche.
Todas las miradas se volvieron hacia la esposa de dios.
–Daremos media vuelta -dijo ella.
–Madre…, ¿por qué no propinar el último golpe? – se extrañó el rey.
–Porque el príncipe de Kerma nos ha tendido una trampa de la que no saldríamos indemnes. Haríamos mal creyendo que permanece inactivo y que se ha resignado a doblegarse. Muy al contrario; solo piensa en destruirnos utilizando la astucia. Hemos alcanzado nuestro objetivo, ya que Nedjeh está aislado en su ciudad de Kerma. Si intenta salir, chocará con nuestras fuerzas del país de Miu, con los medjai y con Buhen. Hagámosle creer, sobre todo, que tenemos la intención de apoderarnos de su reino.
Kamosis no podía oponer argumento alguno. Y lanzarse por fin hacia el norte le inflamaba el corazón.
–Sin embargo, nos queda una última etapa nubia que no podemos omitir -añadió Ahotep.
La flota se detuvo cerca de Aniba, al norte de Buhen. Se organizó de inmediato una caravana que partió hacia el desierto del oeste, en dirección a una cantera inaugurada por el faraón Kefrén, constructor de una de las pirámides de la llanura de Gizeh.
La reina había pedido a su hijo que permaneciera en el navío almirante y solo la acompañaban unos cincuenta hombres guiados por Viento del Norte.
Aquí y allá, se veían piedras grises y verdes; luego, estelas y estatuas inconclusas. Avisados de la invasión de los hicsos, los escultores habían abandonado la cantera, que se había adormecido bajo el ardiente sol del gran sur.
Al darse cuenta de que el objetivo de la expedición había sido alcanzado, Viento del Norte se detuvo. Ahotep le dio de beber, al igual que a Risueño el Joven. Saciado, el perro recorrió el lugar en todas direcciones; después, regresó junto a su dueña.
Como el dios luna le había dicho, Ahotep tenía que llegar hasta allí, pero aún ignoraba por qué. Admiró las obras maestras interrumpidas y se prometió abrir de nuevo la cantera en cuanto Egipto hubiera sido liberado. Cierto día, habría que cubrir Nubia de espléndidos templos, para que las divinidades habitaran aquella tierra ardiente y fiera.
Sola con su perro, en medio de aquel universo mineral sobrecalentado, la reina contemplaba los lechos de piedra esculpidos cuidadosamente. Le hablaron de las necesarias etapas que la separaban del triunfo final, tan lejano, tan inaccesible. ¿No necesitaría la paciencia y la solidez de la piedra para desgastar la terrorífica fuerza del emperador?
Risueño el Joven gruñó.
Saliendo de una grieta, una cobra real se dirigía hacia Ahotep.
Pese a su valor, el perro se mantuvo a distancia. Consciente del peligro, buscaba un ángulo de ataque.
–Mantente al margen, Risueño. He venido a hablar con el dueño de la cantera. Nada tengo que temer, pues.
Medio convencido, el perro desconfiaba aún.
La cobra no adoptó una postura agresiva. Contrariamente, se tumbó en el suelo cuan larga era.
Con mano firme, Ahotep la agarró por detrás del cuello.
–¡Mira, Risueño! La fuerza que atraviesa la tierra acepta convertirse en mi arma.
La serpiente se había transformado en una vara de comalina, rígida y ligera.
El perro la olisqueó largo rato. Satisfecho de su examen, precedió a la reina hasta el campamento.
ras haber pasado una mala noche a causa de los picores y de una crisis de histeria de su esposa, a la que había calmado a bofetadas, el gran tesorero Khamudi se había levantado mucho antes que de costumbre.
Era la hora en que su esclava egipcia limpiaba la sala de estar sin hacer el menor ruido para no molestar a la pareja.
Lo que Khamudi vio lo dejó sin aliento.
Sin saberse observada, la esclava acababa de meter en una bolsa el último espejo que la mujer del emperador había ofrecido al gran tesorero.
¡Atreverse a robarle así, y en su casa!
–¿Qué estás haciendo aquí, demonio?
La muchacha tuvo tanto miedo que soltó la bolsa. Al chocar con el pavimento, el precioso espejo se rompió.
–¡Perdón, dueño mío, perdón! Quería venderlo para poder cuidar a mis padres. Comprendedme, os lo suplico.
Tomando una silla baja, Khamudi golpeó de lleno a la infeliz. Alcanzada en la sien, la muchacha se derrumbó. Loco de rabia, el gran tesorero la pisoteó, al tiempo que daba gritos que despertaron a toda la casa.
Los demás criados asistieron, impotentes, a la muerte de una muchacha nacida en una excelente familia de Sais. Solo había escapado de la deportación para morir bajo los golpes de un verdugo presa de una verdadera enajenación.
–¡Basta, Khamudi, basta! – gritó Yima, intentando arrastrarlo hacia atrás-. ¡Está muerta!
Serenado, el asesino dejó de gesticular, por fin.
–Que me traigan las marcas de bronce, al rojo vivo, y que todo mi personal se reúna aquí.
Aterrorizados, los esclavos fueron reunidos en una esquina de la estancia por unos guardias hicsos.
–La ladrona que ha intentado robarme un espejo ha sido justamente castigada -declaró Khamudi con énfasis-. Para que a nadie se le ocurra nunca volver a intentarlo, voy a marcar todo lo que me pertenece, tanto esclavos como objetos. Tú, ven aquí.
El pinche de cocina al que el gran tesorero se había dirigido intentó huir, pero dos guardias lo arrojaron al suelo. Y Khamudi imprimió su marca en la espalda del adolescente, que lanzó un desgarrador grito de dolor.
Aficionado a las comilonas, Khamudi, sin embargo, solo había picado un poco.
–¿Estás enfermo, querido mío? – preguntó Yima.
–¡Claro que no!
–Pero… ¡estás amarillo!
–No digas tonterías.
–Te lo ruego, mírate en un espejo.
Khamudi tuvo que rendirse a la evidencia, ya que tenía ictericia.
El emperador Apofis examinaba con interés un hermoso descubrimiento hecho en la biblioteca del templo de Sais; se trataba de unos papiros consagrados a la geometría, las matemáticas y la medicina. Nada le apasionaba más que el mundo de las cifras y los cálculos, que excluía cualquier dimensión humana. Mil deportados, cien ejecuciones… Era tan sencillo y distraído escribir esas cantidades en un papiro que se convertiría en ley sin tener que escuchar gritos ni protestas. Reducir los seres a números y manipularlos en la quietud de su palacio; ¿no era esa la cima de su poder?
La vida regulada según un proceso geométrico, el Estado dirigido por matemáticos, la economía sometida a ecuaciones… ese era el objetivo que el emperador había alcanzado. Tierra de los dioses por excelencia, Egipto era su laboratorio privilegiado.
La situación enquistada de Cusae le divertía. Poco a poco, el ejército de liberación se pudría allí, preguntándose en qué momento las tropas de los hicsos lanzarían, por fin, una vasta ofensiva. Sin el apoyo de la reina Ahotep y del faraón Kamosis, los insurrectos acabarían volviéndose contra sus jefes.
La única preocupación real de Apofis era la revuelta de los anatolios, unos rudos guerreros que Jannas acosaba en sus montañas, donde disponían de numerosos refugios. Como siempre, el almirante hicso procedía con método y paciencia, es decir, dividía en zonas el terreno y avanzaba metro a metro, evitando caer en las emboscadas que le tendía el adversario. Dada la dificultad de las operaciones, Apofis le había mandado refuerzos, tomados de los regimientos acuartelados en Palestina. Al igual que los piratas de las Cícladas, los natolios serían completamente exterminados.
Cuando se disponía a dirigir su consejo, el emperador fue informado de que el gran tesorero sufría una grave ictericia. Vomitaba y no conseguía ya alimentarse.
¿Era esa la ocasión para librarse de Khamudi y sustituirlo? Una medicación apropiada podría mandarlo discretamente a la tumba, antes de que su encantadora esposa fuera entregada a los cuidados de Dama Aberia.
Pero ¿podría encontrar a alguien más servil y competente? Nadie conocía más secretos que el gran tesorero, que administraba perfectamente los intereses del Imperio y, por lo tanto, los del emperador. Depravado y corrupto, no tenía deseo alguno de ocupar el lugar de Apofis, que le permitía satisfacer sus vicios sin nunca condenarlo por ello.
No, el emperador no encontraría mejor mano derecha. Consultó, pues, un viejo tratado de medicina egipcia.
Agua tibia y aceite muy graso inyectados en el ano con un cuerno de marfil era el único remedio que Yima autorizaba, temiendo que envenenaran a su marido. Pero este iba empeorando a ojos vista y se quejaba de múltiples dolores.
–Señora -le anunció un servidor aterrorizado-, ¡es el emperador!
–No estarás diciéndome que… ¿El emperador aquí, en mi casa?
–Sí, señora, acaba de entrar…
Los sirvientes se habían apresurado a abrir todas las puertas ante Apofis, cuyo paso parecía preñado de terribles amenazas.
Cada vez que lo veía, la esposa del gran tesorero no podía evitar que su vientre emitiese un ridículo gorgoteo.
–¡Majestad, me siento tan honrada!
–A tu marido le gusta el lujo -observó Apofis con su voz ronca, que helaba la sangre a los más endurecidos-. ¿No es normal que mi gran tesorero sea un hombre rico? Khamudi debe curarse enseguida; por eso le traigo un remedio preparado en palacio. Está compuesto por vino, polvo de azufaifo, higos, hojas de loto, bayas de enebro, incienso fresco y cerveza dulce. Las proporciones indicadas por los médicos egipcios del Imperio Antiguo han sido estrictamente respetadas. Haz que lo beba de inmediato.
Cuando recibió la redoma y la estrechó entre sus manos, Yima quedó petrificada.
Era imposible oponerse a la voluntad del emperador, pero ¿cómo no comprender que la obligaba a matar con sus propias manos a su marido?
Hasta aquel instante, había creído que Khamudi era realmente indispensable para la buena marcha del Imperio de Apofis, que no intentaría nada contra él. Pero un intrigante debía haber crecido a la sombra, como una planta venenosa, y la ocasión para librarse del actual gran tesorero era demasiado buena.
–¿Qué esperas, Yima? Cuanto antes beba el remedio Khamudi, antes se curará.
–¿Debe beber… todo el contenido?
–Naturalmente. Sigún los viejos papiros, son necesarios cuatro días de tratamiento. Mañana te entregarán los otros tres frascos.
Yima tenía la carne de gallina. No solo no habría más frascos, sino que, además, ella sería acusada del crimen y ejecutada.
–Ahora, apresúrate y comunícame el resultado. Sabes muy bien que no tengo tiempo que perder.
Mordiéndose los labios, Yima se dirigió a la alcoba de Khamudi, casi comatoso.
Con mano temblorosa, le abrió la boca para verter lentamente un liquido rojizo y sin olor.
Apoyándose en el hombro de un servidor, Khamudi hizo su entrada en la gran sala de estar. Para rehuir la luz, el emperador se mantenía en el rincón más oscuro.
A pocos pasos de su marido, Yima no podía creer en su felicidad. Khamudi había bebido la poción y no había muerto; se había sentido mejor de inmediato y había querido levantarse para saludar a su ilustre huésped.
–No estoy muy presentable aún -reconoció-, pero vuelvo a tener hambre… ¡Majestad, me habéis salvado la vida!
La sonrisa satisfecha de Apofis no tranquilizó a Yima.
l príncipe de Kerma no dejaba de perfeccionar sus trampas. Muy pronto, el ejército tebano se acercaría a su capital, creyendo que la conquista iba a ser fácil, sin sospechar que apenas tendría tiempo de combatir.
Tras haber matado a Ahotep y Kamosis, Nedjeh recuperaría el país de Miu y la fortaleza de Buhen. ¿Habría que seguir hasta el norte y reconquistar Elefantina? Sí, pero para devolvérsela enseguida al emperador y ganarse su gracia al probarle que el príncipe de Kerma, aliado fiel, se contentaba con su reino.
Toda la ciudad estaba en pie de guerra, segura de propinar un golpe fatal al enemigo gracias a la inteligencia estratégica de Nedjeh.
–El jefe de los exploradores informa, majestad. Regreso del país de Miu, donde estuve a punto de ser interceptado varias veces por patrullas egipcias. Todas las tribus de la región se han sometido a Ahotep.
–¡Deberían haber acabado con ella! – se encolerizó el obeso-. Gracias a mí, no pasaron hambre. ¡Y ahora me traicionan en beneficio de los malditss tebanos! ¿Cuándo van a atacar?
–No tardarán, es evidente. Están consolidando sus posiciones y fortifican las aldeas mientras preparan el asalto. Tener informaciones más precisas no resultará fácil, pero Kerma es, sin duda, su próximo objetivo.
–Que vengan -murmuró Nedjeh, goloso-. Que vengan y sabremos recibirlos como merecen.
Nacido en Cusae, el muchacho se sentía orgulloso de haberse enrolado en el ejército de liberación, que, aunque sin moverse del lugar, conseguía plantar cara a los hicsos. Estos, a pesar de algunos violentos asaltos, no lograban hundir el frente.
Hijo de campesinos y campesino a su vez, el muchacho había aprendido a combatir sobre el terreno, junto a Ahmosis, hijo de Abana, que le había enseñado cómo esquivar antes de destrozar el cráneo del adversario con una pesada maza de madera. Ciertamente, los cascos hicsos eran sólidos, pero el brazo del joven lo era más aún, y podía presumir, con sus camaradas de la misma aldea, de haber detenido una mortífera penetración.
–Agáchate -le recomendó Ahmosis, hijo de Abana, tendido al pie del último montículo de tierra que acababa de erigir.
–¡Nada temo!
–Los hicsos tienen excelentes arqueros. Además, manejan muy bien la honda.
–¡No mejor que nosotros! – protestó el joven, que lanzó una piedra de buen tamaño hacia el campo de los adversarios.
–¡Agáchate, maldición!
Fue la última orden que el oficial dio al joven recluta. Alcanzado en la sien por un puntiagudo sílex, el campesino murió en el acto.
Un diluvio de proyectiles cayó sobre los montículos de tierra que protegían el acceso al principal campamento egipcio. A veces, los hicsos se desmandaban así, prosiguiendo una guerra de posiciones que se eternizaba. Pero ¿sabían hasta qué punto disminuían las fuerzas del pequeño ejército de liberación? Era un milagro que hubiera resistido tanto tiempo.
Cuando las hondas callaron, Ahmosis, hijo de Abana, se dirigió al cuartel general, donde el gobernador Emheb se recuperaba lentamente de una herida en el muslo.
–La presión aumenta, gobernador. Necesitamos refuerzos.
–Toda la juventud de Cusae y de las campiñas circundantes se ha unido ya a nosotros. No nos quedan reservas.
–¿Y no convendría volver a Tebas con los supervivientes antes de que sea demasiado tarde?
–Abandonar Cusae… Sería el comienzo de la derrota.
–Una simple retirada, gobernador; solo eso.
–Sabes muy bien que no.
Ahmosis, hijo de Abana, se roció la frente con agua tibia.
–Sé muy bien que no; tenéis razón. Pero las victorias obtenidas en Nubia no nos sirven de nada. Es aquí donde debemos combatir.
Los mensajes transmitidos por las palomas mensajeras eran el principal consuelo de la resistencia, pero no sustituían a las tropas de refresco.
–Eres joven, muchacho, y tu mirada carece de profundidad. Las decisiones de la reina Ahotep son vitales para nuestro porvenir, pero solo más tarde las comprenderás.
–¿Más tarde…, cuando hayamos muerto? Todos estamos agotados; los soldados lo han dado todo. Dejadme aquí con los más valerosos, gobernador, y partid. Retrasaremos el máximo a los hicsos.
Emheb se levantó con dificultad.
–Mi vieja pierna pronto estará curada y mantendré yo mismo esta posición.
–La reina Ahotep no desea que nos maten a todos, ¿verdad? ¡Haced, entonces, lo necesario!
–Esta reina es mucho más extraordinaria de lo que puedas imaginar -declaró Emheb, con emoción-. Desde que emprendió la liberación de Egipto, no ha cometido un solo error. Pronto, estoy seguro de ello, llegará un nuevo mensaje del cielo.
Ahmosis, hijo de Abana, se preguntó si el gobernador no estaría también herido en la cabeza. Lo quisiera o no, Cusae estaba a punto de caer.
–Intentemos disimular los dos -recomendó- para devolver la moral a nuestros lAmbres.
Cuando salían de la tienda del gobernador, el rumor de un aleteo les hizo levantar los ojos.
-¡Bribón! -exclamó Emheb-. ¡Ven, ven pronto aquí!
El jefe de las palomas mensajeras se posó suavemente en el hombro del gobernador. En su pata derecha habían atado un minúsculo papiro con el sello real.
El mensaje era muy breve: «Resistid. Estamos llegando».
El gran consejo hicso se celebraba en el interior del templo de Set, donde el emperador había sido el último en entrar. A su paso, todos se inclinaban profundamente, incluido el gran tesorero Khamudi, perfectamente restablecido ante la general sorpresa. ¡Debía ser un hombre muy importante para que Apofis lo hubiera curado en vez de eliminarlo!
Envuelto en un gran manto pardo, el emperador estaba más siniestro aún que de costumbre. Si su mirada se posaba demasiado tiempo en un dignatario, este tenía la muerte asegurada.
El señor de los hicsos se limitó a escuchar los informes financieros de Khamudi sin mirar a nadie en especial.
Las riquezas del Imperio no dejaban de aumentar y la momentánea pérdida de los tributos anatolios no iba a invertir la tendencia. A la cabeza de un poderoso ejército, el almirante Jannas ya estaba aplastando una revuelta que, sin duda, iba a ser la última.
–Acabamos de recibir un largo mensaje del príncipe de Kerma por la vía habitual -declaró Khamudi, que no debía revelar el secreto del modo de comunicación utilizado-. Rinde homenaje al emperador Apofis, le agradece sus bondades y se felicita por la tranquilidad que reina en Nubia. Las tribus le obedecen, la economía es próspera y el oro seguirá siendo entregado a Avaris.
El emperador se dignó esbozar una vaga sonrisa. Esta manifestación de serenidad incitó a uno de los dignatarios a hacer la pregunta que estaba en boca de todos.
–Majestad, ¿cuándo serán aniquilados, por fin, los rebeldes de Cusae? Su mera existencia es un insulto a la grandeza de los hicsos.
El rostro de Apofis se endureció.
–Pobre imbécil, ¿no comprendes que solo mi voluntad autoriza la existencia del frente de Cusae? Los fantoches tebanos se agotan allí en vano. Muy pronto, los supervivientes se verán obligados a huir hacia Tebas. Los perseguiremos, y reduciremos a cenizas la ciudad rebelde.
–¿No teméis, majestad, que la reina Ahotep se decida finalmente a echarles una mano?
Los ojos de Apofis llamearon con un maligno fulgor.
–El emperador de los hicsos no teme a nadie. Ahotep es solo una exaltada, cuya atroz muerte servirá de ejemplo para cualquiera que intente imitarla.
Como Apofis no había recibido mensaje alarmante alguno de su espía, que ni siquiera Ahotep podía identificar, sabía que los últimos rebeldes del frente no obtendrían ya socorro alguno.
–Añadiré -precisó Khamudi- que Cusae no tiene la menor importancia económica. El tráfico comercial sigue desarrollándose normalmente por la gran aduana de Hermópolis, fuera del alcance de los rebeldes.
El emperador se levantó, lo que indicaba el final del consejo. Con un gesto irritado, hizo comprender a Khamudi que el insolente que se había atrevido a poner en duda su omnipotencia debía ser eliminado. El dignatario, demasiado gordo, no sería un candidato excelente para el laberinto, pero divertiría a Apofis unos minutos.
Al salir del templo de Set, el emperador sintió las piernas tan pesadas que se sentó de buena gana en la silla de manos que habían utilizado, antes que él, los faraones del Imperio Medio.
Apofis se encerró en las estancias secretas, en el corazón de la ciudadela. Luego, manejó delicadamente su cantimplora de loza azul, en la que había dibujado un mapa de Egipto. Cuando apoyó el índice en Avaris y, después, en Menfis y Hermópolis, aparecieron intensos fulgores rojos.
Tranquilizado, el emperador puso el dedo en la ciudad de Elefantina.
Primero, se vio una hermosa luminosidad roja, pero vaciló muy pronto. En su lugar, aparecieron extrañas figuras; sé trataba de un ojo completo, una cobra erguida, un grifo de puntiagudo pico y una cabeza de chacal.
El emperador necesitó toda la magia que poseía para hacer que desaparecieran esas insoportables amenazas. Pero Elefantina siguió siendo un punto azul en el mapa.
Dicho de otro modo, Apofis no conseguía ya recuperar su control. Eso significaba que los tebanos se habían apoderado de la gran ciudad del sur. Ni el príncipe de Kerma ni el espía hicso habían sido capaces de advertírselo.
El príncipe de Kerma jugaba su propio juego; el espía había sido identificado y eliminado, y Ahotep había reconquistado todo el territorio entre Tebas y Elefantina… Esa era la nueva realidad.
No cabía ya aguardar el regreso del almirante Jannas para hacer caer el frente de Cusae.
n una de las almenas de la torre más alta de la fortaleza de Elefantina, Ahotep había fijado el bumerán de marfil con los signos de poder. El ojo completo cegaría al emperador, la cobra atenuaría su fuego destructor, el grifo extraviaría sus percepciones y la cabeza de chacal vertería la inquietud en su alma. Al menos eso esperaba la reina, convencida de que Apofis había arrojado múltiples hechizos contra Egipto para encerrarlo en una prisión de maleficios cuyos barrotes era preciso romper uno uno.
Varios barcos se habían quedado en el país de Miu; algunos, en Buhen, y otros, en Elefantina, todos con sus tripulaciones. Del ejército inicial que había partido a conquistar el sur, quedaba solo menos de la mitad.
–¿No estamos cometiendo una imprudencia al privarnos de tantos soldados? – se preocupó el faraón Kamosis.
–Mantener el sur es esencial -consideró Ahotep-. Aunque bien es cierto que carecemos de hombres para atacar el norte.
–Dicho de otro modo, madre, cualquier ofensiva está condenada al fracaso.
–Claro que no, hijo mío. Desde el comienzo de esta guerra, la situación ha sido siempre la misma, es decir, estamos en inferioridad numérica, nuestro armamento es más débil, pero nos anima la energía de la cobra real que adorna la corona del faraón. Tendrás que multiplicarte, insuflar valor a quien carezca de él, actuar con la fuerza de Horus, pero también con la de Set.
–Podéis contar conmigo, majestad.
No sin nostalgia, el Bigotudo pensaba en la hermosa nubia de la que había tenido que despedirse. Su piel, de un negro azabache y de embrujadora dulzura; sus pechos firmes, tan dulces de acariciar; sus largas piernas de gacela… No dejaba de recordar los encantos de aquella hechicera, de la que casi se había enamorado; pero era un hombre de guerra y no tenía derecho a vincularse a una mujer.
Deprimido, se dirigió hacia la popa del barco para tomar una jarra de cerveza.
De pronto, se detuvo en seco.
El montón de cestas, acumuladas junto a las tinajas, acababa de moverse. Con el puñal en la mano, el Bigotudo se acercó. Sin duda alguna, un pasajero clandestino se había atrevido a subir a bordo.
–¡Sal de ahí! – exigió.
Las cestas se movieron de nuevo.
Apareció el rostro sonriente de la joven nubia.
–¡Tú, aquí!
–No quería separarme de ti, de modo que me escondí para ir contigo adonde vayas.
Se liberó con gran agilidad y se colgó del cuello de su amante.
–¡Eres más felina que una pantera!
–Felina… ¡Me gusta mucho como nombre! En adelante, me llamarás así.
–Escucha, no tienes derecho a viajar en un barco de guerra y…
–Tú eres un héroe. Y yo sé combatir. Bastará con que digas que soy tu soldado nubio.
El Bigotudo advirtió que no saldría vencedor de aquella nueva justa. Y como realmente se había enamorado, se dirigió al almirante Lunar, que, con su seguridad habitual, guiaba la flota hacia Tebas.
Al acercarse a su ciudad, Ahotep sintió su corazón en un puño. Allí había nacido, había amado y el deseo de libertad había iluminado su vida. Ningún otro paisaje podría sustituir nunca el esplendor del Nilo, la grandeza de la cima y la paz de los cultivos, proclamados por los palmerales. Consagrado a la serenidad, aquel lugar encantador se había transformado, sin embargo, en hoguera de guerra, puesto que era el único lenguaje que podía utilizarse con los hicsos.
Mientras el navío almirante se aproximaba a la base secreta, la reina revivió en su pensamiento la expedición a Nubia. Forzoso le fue advertir que el espía hicso no los había perjudicado en modo alguno. La conclusión que se imponía por sí misma era que se había quedado en Tebas. Pero los nombres en los que se obligó a pensar eran los de seres libres de cualquier sospecha.
Sin embargo, el faraón Seqen había caído, sin duda, en una trampa.
Bajo las aclamaciones, el barco atracaba. De acuerdo con la tradición, la reina presentó a la diosa Hathor, patrona de la navegación, un ofrecimiento de incienso para agradecerle su protección.
El primero en lanzarse por la pasarela fue el pequeño Amosis, que se arrojó en brazos de su madre.
–¿Has trabajado bien? – le preguntó ella.
–¡Con la abuela, no hemos parado! Ya verás qué hermosas y limpias están las casas. Lo hemos limpiado todo, incluso las armas.
Teti la Pequeña parecía haber rejuvenecido diez años. Quienes habían olvidado que la frágil anciana era la reina madre, encargada de velar por Tebas en ausencia del faraón y de Ahotep, lo habían recordado de nuevo brutalmente. Irritada por la indolencia de sus compatriotas, Teti la Pequeña había restablecido estrictas reglas de higiene y, en compañía del intendente Qaris y del superior de los graneros Heray, velaba por su aplicación. Ni una sola vivienda, ni un solo almacén habían escapado a una serie de fumigaciones y desinfecciones. Cada casa estaba entonces provista de jarras con pico y jofainas, destinadas al gran aseo matinal, cuyo indispensable auxiliar era el natrón, lo mejor para asearse la boca. Los talleres de tejido habían producido numerosas túnicas, tanto para los hombres como para las mujeres, encantados todos de renovar su guardarropa.
Instalados al abrigo de unas telas tendidas entre cuatro estacas, unos peluqueros afeitaban cada mañana a los soldados y les lavaban el pelo, mientras los especialistas en damas procuraban ponerlas tan hermosas como fuese posible, sin olvidar perfumarlas con productos rudimentarios, era cierto, pero que anunciaban días mejores. Con sus pinzas para ondular y sus espátulas indispensables para extender la cera, los peluqueros habían vuelto al trabajo. Estaban muy lejos todavía de las obras maestras de antaño, pero fabricaban de nuevo modelos de cabezas de madera y recuperaban, poco a poco, la habilidad perdida.
Cada morada, por muy modesta que fuera, estaba entonces llena de esteras, cofres para el arreglo, marmitas, escudillas, recipientes para trigo, jarras de aceite y cerveza, y un amuleto que representaba al dios Bes, cuya atronadora risa alejaba los malos espíritus. Fuertes escobas, hechas con largas fibras de palma rígidas, permitían a las amas de casa barrer el polvo, mientras los equipos de lavanderos se encargaban de la limpieza de la ropa.
La base militar se había convertido en un hermoso pueblo, donde, cada mañana, flotaba el olor del pan fresco. El joven Amosis no exageraba, pues realmente Teti la Pequeña no había estado mano sobre mano.
La más sorprendida fue Felina, que descubría, maravillada, las hermosas casas blancas y sus bien cuidados jardincillos.
–Este no es lugar para hacer la guerra -dijo-. ¿Viviremos aquí?
–Tú, sí. Yo debo marcharme otra vez.
–Te dije que ya no te abandonaría y soy muy tozuda.
–Felina, yo…
–Llévame a una de esas casas y dame una hermosa túnica. Luego, haremos el amor.
El consejo restringido se celebraba en la terraza del palacio real, bañada por el sol poniente. El instante era de tal dulzura que la propia Ahotep sintió deseos de olvidar las batallas pasadas y por venir, convenciéndose de que el objetivo había sido alcanzado y no sería necesario seguir adelante.
Pero ceder a esa ilusión hubiera sido la peor de las deserciones. Y fue necesario escuchar el informe del intendente Qaris.
–Majestades, Bribón ha regresado de Cusae. El gobernador Emheb ha recibido vuestro mensaje y os espera con impaciencia. Por desgracia, en Coptos puede abrirse otro frente. Nuestros vigías temen un contraataque de los últimos partidarios de los hicsos en la región, ayudados por las guarniciones que ocupan aún los fortines en la ruta del desierto.
–Hay que garantizar la seguridad de Tebas -dictaminó el faraón Kamosis-; antes de partir hacia el norte, resolvamos el problema de Coptos.
–El gobernador Emheb y sus hombres deben estar ya agotados -objetó Ahotep-. No podemos prolongar más la espera. Tú, el portador de la corona blanca, vuela sin tardanza en su ayuda. Dos regimientos de asalto y yo nos encargaremos de Coptos.
–¡Madre, es una locura!
–Con todo respeto, majestad -insistió Heray-, comparto la opinión del faraón.
–¿Acaso no nos vemos obligados a cometer locuras?
n angustiado Kamosis se había lanzado hacia Cusae a la cabeza de una reducida flota tras haber abrazado largo rato a su madre, con el temor de no volver a verla.
Ahotep había tenido que consolar al pequeño Amosis, furioso por no poder acompañar a su hermano. Tras dejar de poner mala cara, había aceptado seguir entrenándose, más si cabe porque Teti la Pequeña se había comprometido a no hacerle gozar de tratamiento de favor alguno.
–Madre -preguntó Ahotep-, ¿no has advertido nada anormal en Tebas durante mi ausencia?
Teti la Pequeña reflexionó en vano.
–¿Nada te ha intrigado en el comportamiento de Qaris y de Heray?
–No, Ahotep. Acaso sospechas que…
–Permanece muy atenta, te lo ruego.
–¡No vas a aventurarte, de todos modos, por el camino de Coptos! Has tomado esa posición para tranquilizar a Kamosis. Estás decidida a quedarte en Tebas, ¿no es cierto?
Ahotep sonrió.
–¿Por qué me haces semejante pregunta, tú, que me conoces bien?
La reina había elegido los dos regimientos mandados por el Bigotudo y el afgano por una razón concreta, es decir, su experiencia de guerrilla. No disponía de suficientes hombres para un choque frontal con el enemigo, pero confiaba en una serie de intervenciones concretas y rápidas. La pequeña tropa no tendría mucho tiempo para descansar y debería buscar en lo más profundo de ella misma los últimos recursos, sobre todo si sufría dolorosas pérdidas.
Ahotep no había ocultado a los soldados las pruebas que iban a soportar. Ni uno solo había renunciado.
–Eso no es valor, sino miedo -explicó el Bigotudo-. Saben que el afgano y yo acabamos con los desertores. Concededme un favor, majestad… Felina quiere llevar mis odres de agua.
–¿Sabe a lo que se expone?
–Una nubia no teme las serpientes ni las fieras. Y esta es la más tozuda de todas las mujeres juntas. ¡Oh, perdón, majestad! No quería decir que…
–Salimos dentro de una hora.
Cuando Ahotep avanzó por el atrio del templo de Coptos, los notables de la ciudad estaban discutiendo allí, precisamente, su porvenir. Aterrorizados por la amenaza de los hicsos, estaban considerando serles fieles de nuevo y volver la espalda al joven faraón Kamosis, incapaz de afirmar su poder. Ciertamente, Tebas había levantado la cabeza, pero ¿por cuánto tiempo? Pensándolo bien, la revuelta solo podía ser pasajera. Únicamente los que hubieran colaborado con el emperador escaparían a su cólera. Las propuestas en favor de una unión oficial con los hicsos habían comenzado a sonar un poco antes de que apareciera la reina de Egipto.
Tocada con una diadema de oro y ataviada con una simple túnica blanca, Ahotep estaba más hermosa que nunca.
Los notables callaron y se inclinaron.
–Las heridas de la ocupación están muy lejos aún de haber desaparecido -reconoció ella-, y Coptos necesita muchas modificaciones. En vez de discutir por discutir, deberíais estar trabajando.
–Majestad -intervino el sumo sacerdote de Min-, somos vuestros fieles servidores y…
–Sé que os disponíais a traicionarme porque no creéis en la victoria final de Tebas. Os equivocáis.
–¡Tenéis que comprendernos! ¡Los hicsos nos amenazan! – Estoy aquí para liberar definitivamente la ruta del desierto y garantizar la seguridad de Coptos. Si seguís dando pruebas de cobardía, me tendréis a mí como enemiga.
La intervención de la reina puso de nuevo a flote la ciudad. Ahotep decidió un programa de obras urgentes y nombró a nuevos administradores, que serían directamente responsables ante ella. La población pudo acercarse y hablar con la reina, y aquel simple contacto hizo renacer la esperanza, ante los ojos admirados, como siempre, del afgano y el Bigotudo.
–Es realmente extraordinaria -observó el afgano una vez más.
–Limítate a obedecerla -recomendó el Bigotudo- y no te pierdas en sueños insensatos. Todos los egipcios están enamorados de ella, salvo yo, desde que tengo a mi pequeña nubia. ¡Y tampoco eso es muy seguro!
–Ninguna mujer puede comparársele. Incluso un endurecido jefe de guerra se habría desanimado hace mucho tiempo, pero ella… El ardor que la habita no es de este mundo.
–¡Pero nosotros sí estamos en él! Tal vez sea nuestra última velada en esta tierra, afgano. Aprovechémosla, pues.
La reina había concedido tiempo libre a sus hombres, recibidos calurosamente en las tabernas de Coptos. Todos preferían olvidar el mañana.
Mientras charlaba con un caravanero, al afgano, aunque ya estaba ebrio, se le ocurrió una idea que podía salvar la vida a numerosos tebanos.
–Ven, Bigotudo, tenemos que hablar enseguida con la reina.
–Debe de dormir.
–Peor para ella; la despertaremos.
Con pesado paso, ambos hombres se dirigieron al palacio del gobernador, donde residía Ahotep. No solo no dormía, sino que, además, estaba ocupada poniendo en marcha el plan que el afgano había concebido mucho más tarde que ella.
El primer fortín de los hicsos se levantaba a una decena de kilómetros al este de Coptos y dominaba perfectamente la ruta. Ninguna caravana podía llegar a la ciudad. Los soldados del emperador interceptaban a los mercaderes y los despojaban de sus bienes.
Gracias a esas rapiñas, soportaban las difíciles condiciones de existencia en el desierto, pero no habían renunciado a recuperar Coptos. De ese modo, las guarniciones de los cinco fortines escalonados entre la ciudad y el mar Rojo no tardarían ya en reunirse para atacar la ciudad del dios Min, a la que habían dirigido un ultimátum, ya que, o reconocía la supremacía del emperador, o la población sería aniquilada.
–¡Caravana a la vista! – gritó un vigía.
El oficial hicso responsable del fortín se reunió con él en el puesto de observación.
Era una caravana, en efecto, y de buen tamaño, pero no venía del desierto.
–Los notables de Coptos… ¡Se rinden! Observa a todos esos cobardes. Llevan riquezas que vienen a depositar a nuestros pies. Empalaremos al alcalde y decapitaremos a los demás.