–Yo me quedaré con el asno -dijo el vigía-. Nunca había visto un animal tan poderoso.

 

 

–El oficial soy yo. Yo reparto el botín. Olvida el asno y piensa en las mozas de Coptos, que te lamerán los dedos de los pies implorando clemencia.

 

 

Risueños, los hicsos dejaron que se acercaran los asnos, los notables y sus servidores. El alcalde y sus adjuntos temblaban, pues temían ser abatidos por los arqueros antes de haber llegado a la puerta del fortín. Pero su aspecto era tan lamentable que ni uno solo de los esbirros del emperador tuvo deseos de malgastar una flecha. La tortura sería mucho más entretenida.

 

 

–¡Prosternaos y oled el polvo! – ordenó el oficial. Los notables lo hicieron, cada vez más aterrorizados.

 

 

Fue Viento del Norte quien dio la señal de ataque, lanzándose sobre el oficial y golpeándolo con la cabeza. Los soldados tebanos dejaron de fingirse servidores y arrojaron sus puñales de doble filo con magnífica precisión.

 

 

Aprovechando la falta de atención del enemigo, el Bigotudo, el afgano y unos diez hombres se acercaron por una ruta secundaria indicada en el mapa del traidor Titi, que Ahotep no había olvidado, habían escalado la torre de vigía y librado de los arqueros.

 

 

En menos de un cuarto de hora, la guarnición de los hicsos había sido exterminada. Los egipcios solo tenían que lamentar dos heridos, de los que Felina ya se estaba ocupando.

 

 

–Habéis hecho muy bien vuestro papel -dijo Ahotep a los notables, que no dejaban de temblar.

 

 

–Majestad -imploró el gobernador-, ¿podemos regresar a Coptos?

 

 

–Tenemos que tomar aún cuatro fortines -repuso la reina con una hermosa sonrisa.

 

 

l último ataque hicso había sido mortífero. Con un valor que rayaba en la inconsciencia, Ahmosis, hijo de Abana, había procurado reanimar la energía de un centenar de chiquillos aterrorizados, para rechazar un comando de infantes de cascos negros, cuya sola visión los horrorizaba.

 

 

Desbaratado el asalto, solo quedaron diez agotados supervivientes. Cubierto de sangre enemiga, Ahmosis, hijo de Abana, no había perdido el tiempo lavándose antes de hablar con el gobernador Emheb.

 

 

–Esto ha terminado, gobernador; no podemos aguantar más.

 

 

–El mensaje de Bribón era muy claro -recordó Emheb.

 

 

–Los tebanos se han visto retrasados… o diezmados. En cualquier caso, no llegarán. Si no nos replegamos, seremos aniquilados todos.

 

 

El gobernador no protestó. El joven héroe tenía razón.

 

 

–Concédeme un día más.

 

 

–Si los hicsos lanzan un nuevo asalto, seremos incapaces de rechazarlos. Sería jugar con fuego.

 

 

–Por regla general, se toman su tiempo, mucho tiempo a veces, antes de empezar de nuevo.

 

 

–Por regla general, sí. Pero esta vez han advertido que el frente no era más grueso que una hoja de sicomoro. En su lugar, yo atacaría en las próximas horas.

 

 

–Organicemos del mejor modo la defensa y dispongámonos a partir.

 

 

Emheb había pasado la noche enterrando los cadáveres en simples fosas excavadas apresuradamente. No había sarcófagos, ni papiros con fórmulas de resurrección, ni siquiera un vulgar amuleto protector. El gobernador solo pudo pronunciar una antiquísima invocación a Osiris, rogándole que acogiera en su paraíso a aquellos jóvenes que no habían vacilado en entregar su vida para intentar vencer al imperio de las tinieblas.

 

 

Y luego, el alba se había levantado sobre un campamento egipcio sin fuerzas ya. Dos heridos graves murieron con los primeros rayos del sol. Emheb los enterró también.

 

 

–Deberíais dormir un poco -recomendó Ahmosis, hijo de Abana.

 

 

–¿Has descansado tú?

 

 

–No he tenido tiempo. Hemos reforzado las barricadas de tierra, hemos plantado estacas defensivas y hemos vuelto a levantar los muretes de ladrillo tras los que se protegerán nuestros arqueros. Pero es tan irrisorio todo eso…

 

 

–Los barcos están listos para partir. Encárgate de que embarquen los heridos.

 

 

Era más que un sueño lo que se derrumbaba, mucho más. Roto el frente de Cusae, los hicsos se desplegarían hacia el sur y pasarían Tebas a sangre y fuego. Después de Ahotep, nadie tomaría de nuevo la antorcha. La barbarie de los invasores se convertiría en ley común, y el imperio de las tinieblas no dejaría de extenderse.

 

 

Del lado hicso, todo parecía tranquilo, lo que resultaba más inquietante aún. Sin duda, el enemigo aguardaba la orden de Avaris para lanzar la ofensiva final que barriera a los resistentes.

 

 

Emheb ordenó a la mayoría de los soldados que abandonaran su puesto y subieran a bordo de los barcos. Solo permaneció en su lugar la primera línea, compuesta únicamente por voluntarios.

 

 

–Vuestro camarote ha sido limpiado, gobernador -informó Ahmosis, hijo de Abana-. Podéis embarcar.

 

 

–No, me quedo aquí. Toma el mando hasta Tebas.

 

 

–Allí van a necesitaros.

 

 

–Nuestro mundo está a punto de extinguirse, muchacho; allí no existe ya. Prefiero combatir hasta el fin con esos chiquillos que se mueren de miedo pero se niegan a rendirse.

 

 

–Entonces, yo también me quedo. Como mejor arquero del ejército egipcio, retrasaré el avance de los hicsos.

 

 

Los dos hombres se abrazaron.

 

 

–Encárgate del flanco izquierdo -ordenó Emheb-; yo me ocupo del derecho. Cuando no podamos aguantar, que los supervivientes se agrupen en la colina.

 

 

Ahmosis, hijo de Abana, sabía muy bien que no tendrían tiempo de hacerlo.

 

 

A Emheb le quedaba un último temor, es decir, que el ataque hicso se produjera antes de que los barcos zarparan y que fueran hundidos antes de que pudieran alejarse. Las maniobras se realizaron pues precipitadamente, a riesgo de provocar un accidente.

 

 

Por suerte, no fue así. El viento del norte hinchó las velas y comenzó el viaje hacia Tebas.

 

 

Sin decir palabra, Emheb y Ahmosis, hijo de Abana, ocuparon sus puestos de combate.

 

 

–Vuelven, gobernador.

 

 

El joven soldado se irguió cuan alto Emheb le obligó a tenderse de nuevo. – Los barcos… ¡Os aseguro que vuelven!

 

 

El gobernador se arrastró hasta un montículo desde el que podía observar el Nilo sin ser alcanzado por los proyectiles hicsos. El chiquillo tenía una vista excelente. ¿Por qué quienes podían escapar de la muerte regresaban a Cusae? La única explicación era que ¡los bajeles enemigos los obligaban a dar media vuelta!

 

 

Nada.

 

 

El gobernador Emheb no podía hacer nada para salvarlos. Él mismo y la línea del frente habían sido tomados entre dos fuegos.

 

 

Decidió ordenar que sus infantes se dispersaran.

 

 

Pero un detalle intrigó al gobernador, ya que no se veía ni el menor signo de agitación en la cubierta de los barcos. Creyó, incluso, ver marineros danzando de alegría.

 

 

Del poderoso navío de guerra que parecía perseguirlos brotó un fulgor.

 

 

Deslumbrado, Emheb comprendió enseguida que los rayos del sol se reflejaban en «la resplandeciente de claridad», en la corona blanca del faraón Kamosis.

 

 

En su último informe, el general hicso encargado del frente de Cusae había tranquilizado plenamente al emperador, o sea, que la guerra de desgaste había resultado eficaz, puesto que los egipcios estaban ya sin aliento. Por consiguiente, era inútil desplazar un ejército desde el Delta. Un asalto postrero bastaría para romper un frente exangüe.

 

 

–¿Está todo listo? – preguntó a su ayuda de campo.

 

 

–Sí, mi general. Vuestras consignas han sido distribuidas a los oficiales.

 

 

«Resultará casi demasiado fácil», pensó el oficial superior. Pero tras aquel penoso conflicto, tan prolongado, los hicsos destriparían con gusto a los últimos resistentes. Y el general sería celebrado como vencedor en Avaris, donde, sin duda, recibiría un ascenso. Su barco avanzaría orgullosamente por el canal principal, llevando en la proa la cabeza cortada del gobernador Emheb.

 

 

De pronto, unos curiosos sonidos le hicieron sobresaltarse.

 

 

–¿Qué es eso?

 

 

–Nunca lo había oído -dijo el ayuda de campo, cuyo vientre se contraía.

 

 

Ningún hicso, en efecto, había oído aún la incitadora melopea de los tambores. Fabricados en Nubia, emitían intensas vibraciones, que sembraron la turbación entre los soldados del emperador.

 

 

–¡Un nuevo maleficio de la reina Ahotep! – exclamó el ayuda de campo.

 

 

–¡Con esta música no harán retroceder a los hicsos! – se indignó el general-. Preparémonos para el asalto.

 

 

Con el cuerpo empapado de sudor, acudió un vigía.

 

 

–¡Mi general, la línea del frente acaba de reforzarse! Hay, por lo menos, el triple de soldados, y no dejan de llegar más.

 

 

–¿De dónde salen?

 

 

–De unos barcos procedentes del sur. He visto incluso a los egipcios alegrándose, como si ya no temieran nada. Trastornado, el general quiso comprobarlo personalmente. Siguiendo al vigía, subió a un promontorio, desde donde podía ver la primera línea enemiga.

 

 

Lo que descubrió le hizo enmudecer.

 

 

En el cerro más alto flotaba un estandarte con el emblema de Tebas, un arco y unas flechas. Y el que lo sostenía firmemente en su mano derecha era un vigoroso joven, tocado con la corona blanca del Alto Egipto, que parecía emitir potentes rayos luminosos.

 

 

compañados por los tambores a lo largo de toda la noche, los clamores de la fiesta celebrada por los tebanos habían dejado a los hicsos a la expectativa.

 

 

Cordero asado, puré de habas, queso fresco… Con los estómagos llenos y los corazones alegres ante semejante festín, los liberadores querían creer de nuevo en la victoria. Gracias al carguero de avituallamiento, recuperaban las fuerzas necesarias para luchar contra las tropas del emperador.

 

 

El faraón Kamosis era menos optimista. No le ocultó la realidad al gobernador Emheb.

 

 

–Las misivas transmitidas por las palomas mensajeras me han comunicado que mi madre se ha apoderado de los fortines hicsos en la ruta que va de Coptos al mar Rojo; pero ha tenido que instalar allí soldados egipcios, y ya dejamos muchos más en Nubia y Elefantina para mantener nuestras posiciones. Espero que la reina Ahotep esté muy pronto a nuestro lado, pero ¿con qué ejército?

 

 

–Dicho de otro modo, majestad, nos faltan hombres.

 

 

–Es imposible reunir la totalidad de nuestras fuerzas en Cusae. Los nubios contraatacarían por el sur, y Tebas estaría en peligro.

 

 

–Reanudaremos, pues, esta guerra de desgaste y trincheras. Si los hicsos repiten sus violentos asaltos, ¿durante cuánto tiempo conseguiremos rechazarlos?

 

 

–Lo ignoro -reconoció el faraón-, pero no retrocederemos.

 

 

–Todo está listo, majestad -declaró el sumo sacerdote del templo de Set cuando el emperador bajó de su silla de manos.

 

 

Al revés que los faraones, Apofis no iniciaba su jornada con la celebración de un ritual. Por lo general, solo iba al santuario para dirigir un gran consejo, que solía terminar con la eliminación de un dignatario que se había vuelto, para su gusto, demasiado soso.

 

 

Esa vez, el señor de los hicsos estaba solo.

 

 

–Alejaos, tú y tus acólitos.

 

 

Había tanta violencia en la mirada del emperador que el sumo sacerdote puso pies en polvorosa.

 

 

Apofis penetró en el santuario, donde las lámparas de aceite habían sido apagadas. Avanzó con facilidad entre tinieblas.

 

 

En el fondo del templo, los sacerdotes habían depositado en un altar una admirable estatuilla de la diosa Hathor. El rostro había sido esculpido con tanta finura que vibraba de vida. Las formas del cuerpo expresaban amor, nobleza y ternura al mismo tiempo.

 

 

En otro altar, estaban dispuestos cinco puñales.

 

 

–Obedéceme, Set -exigió el emperador-; ayúdame a destruir a quienes se oponen a mi voluntad.

 

 

La tempestad rugió.

 

 

Espesas nubes negras se amontonaron por encima del templo de Avaris; los perros aullaron a la muerte.

 

 

Solo se produjo un relámpago, pero tan violento que desgarró todo el cielo. El rayo cayó en los puñales, cuyas hojas se volvieron incandescentes.

 

 

Con el primero, Apofis decapitó la estatuilla y le cortó los pies. Clavó dos en sus pechos y otros dos en su vientre.

 

 

–¡Muere, maldita Ahotep!

 

 

Tras haberse detenido bajo un algarrobo de tupido follaje, cuyos frutos con sabor a miel había degustado, la reina se dirigía hacia el templo de Dendera, rodeado por altos sicomoros. Gracias a las expediciones organizadas por el Bigotudo y el afgano, los tebanos habían liberado, una a una, las aldeas que seguían en manos de la policía de los hicsos. Sin vacilar, los campesinos habían ayudado a los liberadores para acabar, por fin, con un yugo insoportable.

 

 

De pronto, Ahotep sintió un violento dolor en el pecho. Decidida a ignorarlo, siguió caminando hacia el santuario de la diosa Hathor, que temía encontrar devastado. Pero corrió fuego por sus pies y tuvo que detenerse.

 

 

–¿Os sentís mal, majestad? – se preocupó el afgano.

 

 

–Solo es un poco de fatiga; nada grave.

 

 

Un nuevo dolor atravesó el vientre de la reina, la dejó sin aliento y se vio obligada a sentarse. Cuando sus pensamientos comenzaron a enturbiarse, lo comprendió.

 

 

–Un maleficio… ¡Es el emperador, solo puede ser él! Llevadme al templo.

 

 

El Bigotudo y el afgano sacaron una barca del canal donde estaba amarrada e instalaron en ella a la reina. Doce hombres la levantaron, corrieron hasta el gran portal, medio derrumbado, y lo cruzaron con presurosos pasos.

 

 

En el gran patio yacían los restos de estelas y estatuas. Las efigies de Hathor que enmarcaban la entrada del templo cubierto habían sido decapitadas y mutiladas. Tres mujeres aterrorizadas, dos jóvenes y una muy anciana, se presentaron en el umbral.

 

 

–No violéis este lugar sagrado -imploró la superiora-. Para entrar aquí tendréis que matarnos antes.

 

 

–Ejército de liberación -anunció el Bigotudo-. Ahotep se encuentra mal y necesita vuestros servicios. Dejaron la barca en el pavimento.

 

 

¡La reina Ahotep! La anciana sacerdotisa recordaba su visita a Dendera, en compañía de su marido, el faraón Seqen. Ella le había dado el heka, el poder mágico que permitía desviar el curso del destino. Pero, entonces, esa fuerza parecía agotada.

 

 

–El emperador de las tinieblas intenta apoderarse de mi alma -explicó la reina-. Solo la diosa de oro puede arrancarme de sus garras.

 

 

La superiora puso la mano en la frente de Ahotep.

 

 

–No hay un segundo que perder, majestad. El fuego de Set ha invadido ya la mayoría de vuestros canales. Que alguien ayude a la reina a desplazarse.

 

 

De acuerdo con el Bigotudo, fue el afgano quien tomó a la mujer en sus brazos. El fuerte barbudo de cabellos cubiertos por un turbante llevó, angustiado y respetuoso, la preciosa carga.

 

 

Afortunadamente, la superiora avanzaba a un ritmo lento, y el afgano la siguió, evitando los pasos en falso.

 

 

Pese a las amenazas de los hicsos, la suma sacerdotisa de Dendera no había revelado el emplazamiento de las criptas donde se conservaban los objetos sagrados de Hathor. Había callado, incluso, bajo la tortura. En ese momento, encontraba la recompensa a su valor al abrir la puerta corredera de la pequeña estancia donde se habían ocultado la corona, los sistros, los collares y la clepsidra de la diosa de oro. En los muros, se habían grabado escenas que solo ella debía ver.

 

 

–Tiende a su majestad en el suelo -ordenó la superiora- y retírate.

 

 

Cuando la puerta volvió a cerrarse, brotó un fulgor de una extraña figura que representaba una envoltura oval recorrida por una línea quebrada, la primera onda de la creación que había atravesado la materia para animarla. La vibración hizo temblar el muro y el cuerpo de Ahotep.

 

 

–El alma de la reina está sumergida en la duat, la matriz estelar de la que nacen, a cada instante, las múltiples formas de vida -reveló la superiora-. Debe permanecer allí setenta horas, con la esperanza de que la energía de Hathor sea más poderosa que la del emperador de las tinieblas.

 

 

–¿No estáis segura de ello? – se inquietó el Bigotudo.

 

 

–Ignoro la naturaleza de las fuerzas que Apofis ha utilizado. Si ha recurrido a Set, el perturbador del cosmos, todo el amor de Hathor no será excesivo.

 

 

–Pero la reina no corre el peligro de morir, ¿verdad? – murmuró el afgano.

 

 

–Que la diosa de oro la acoja en su barca que penetra en la oscuridad.

 

 

Transcurrida la septuagésima hora, la suma sacerdotisa de Dendera abrió la puerta de la cripta.

 

 

Durante interminables segundos, solo hubo silencio. El Bigotudo se mordía los labios; el afgano estaba petrificado. Ahotep salió de la pequeña estancia que podría haber sido su tumba. Muy pálida, con pasos inseguros, abandonó la oscuridad de la duat.

 

 

Viéndola vacilar, el afgano le ofreció su brazo.

 

 

–Tiene que comer, majestad -sugirió el Bigotudo.

 

 

–Antes debo asegurar la protección de la reina -decretó la superiora-. Gracias al collar de la diosa, estará a salvo de un nuevo ataque.

 

 

La suma sacerdotisa entró en la cripta y sacó de ella un extraño objeto; era la menas, formada por un collar de perlas de oro y turquesas, unidas, por dos cordoncillos, a un contrapeso de oro que terminaba en un disco y se colocaba en la nuca.

 

 

–Con este símbolo, la diosa transmite el fluido mágico de la vida. Gracias a él, las madres pueden parir y los marinos llegan a buen puerto. Cuando se blande ante la estatua de Hathor, tristezas y turbaciones se disipan. En él se quebrarán las ondas nocivas. La superiora puso el collar-menas al cuello de Ahotep.

 

 

–Gracias a vos, majestad, la provincia de Dendera ha sido liberada. Pero ¿cómo podría renacer Egipto mientras el templo de Abydos esté bajo la amenaza de los hicsos?

 

 

l encendido discurso de Kamosis había tranquilizado a los soldados egipcios. ¿Acaso no era Apofis «uno de débil brazo, cuyo estrecho corazón alardeaba de falsas victorias»? Con un faraón a su cabeza, los tebanos no retrocederían. Y cuando la reina Ahotep se reuniera con ellos, avanzarían, por fin, hacia el norte.

 

 

Otro motivo de esperanza era el nuevo armamento del que entonces disponían las tropas del frente. Reforzados con láminas de bronce, los escudos de madera los protegerían mejor de las flechas y las lanzas de los hicsos. Provistas de puntas de bronce, más largas y más penetrantes, sus propias lanzas causarían mayores daños en el enemigo, al igual que las espadas más cortantes y las hachas más manejables. En cuanto a los cascos y las corazas, cubiertos de escamas de bronce, serían más útiles en los combates cuerpo a cuerpo.

 

 

Así equipados, los soldados de Kamosis y de Ahotep se sentían casi invulnerables. Ciertamente, el miedo provocado por la visión de los guerreros de negros cascos seguía bien presente, pero todos se creían capaces de enfrentarse con ellos.

 

 

Sin embargo, fuerá de la vista de sus hombres, el joven rey mostraba un aspecto muy sombrío.

 

 

–Las noticias son buenas, majestad -le anunció el góbernador Emheb-. Bribón acaba de hacernos saber que la reina Ahotep ha liberado la provincia de Dendera y se dirige hacia Abydos.

 

 

–Aunque consiga reunirse con nosotros, lo hará sin refuerzos. Y si permanecemos inactivos, los hicsos acabarán aplastándonos.

 

 

¿Cómo se habría comportado Ahotep en semejantes circunstancias? Kamosis debía mostrarse digno de ella y no limitarse a mantener las posiciones adquiridas.

 

 

–Puesto que nos faltan voluntarios, debemos convencer a los tibios para que luchen a nuestro lado.

 

 

–¿Estáis pensando en los marineros, los caravaneros o los mercenarios empleados por los hicsos en la región?

 

 

–Debemos convencerlos.

 

 

–Son gente sin fe ni ley, majestad.

 

 

–¿Y por qué no dárselas?

 

 

Los caravaneros descargaban los asnos protegidos por los mercenarios pagados por los hicsos. Tan cerca del frente, ese tipo de precaución no era superfluo. Según los últimos rumores, un joven faraón que llevaba la corona blanca habría llegado, incluso, a Cusae. Ciertamente, se anunciaba una próxima ofensiva que doblegaría a los tebanos, pero ¿no se arriesgarían los resistentes a atacar los convoyes de mercancías? Solo la presencia de los milicianos de Apofis podía disuadirlos de intentar la aventura.

 

 

Como de costumbre, la descarga se hizo sin incidentes. Cuando los hicsos se alejaban, Ahmosis, hijo de Abana, disparó la primera flecha, que mató en seco al comandante. Con la calma y la precisión habituales, diezmó las filas del adversario, ayudado por otros arqueros de élite.

 

 

Petrificados ante sus mercancías, los comerciantes asistieron a la matanza de sus protectores sin atreverse a huir. Y no les tranquilizó la aparición de Kamosis, tocado con la reluciente corona blanca.

 

 

–Sois colaboradores de Apofis -declaró-; enemigos de Egipto, pues.

 

 

El portavoz de los comerciantes se arrodilló.

 

 

–¡Majestad, nos han oprimido! Comprendedlo y perdonadlo. En nuestro corazón, reina Egipto.

 

 

Kamosis sonrió.

 

 

–Estas palabras me alegran. Afortunadamente para vosotros, ha llegado la hora de demostrar vuestro compromiso.

 

 

El semblante del portavoz se alteró.

 

 

–Majestad, somos gente pacífica y…

 

 

–Estamos en guerra -recordó el faraón-, y todos deben elegir su bando. U os ponéis junto a los hicsos, y seréis ejecutados por traición, o combatís con nosotros.

 

 

–¡No tenemos experiencia alguna con las armas!

 

 

–Mis instructores os confiarán tareas a vuestro nivel.

 

 

Puesto que no existía escapatoria, el mercader intentó obtener una importante ventaja para su corporación.

 

 

–La aduana de Hermópolis nos ahoga, majestad. Los aduaneros son asiáticos y beduinos que se apropian de cantidades enormes de mercancías. ¿Pensáis modificar esta situación?

 

 

–Esa aduana solo existe a causa de la ocupación.

 

 

–¿Será suprimida, pues, si salís vencedor?

 

 

–Si vencemos, lo será.

 

 

Una amplia sonrisa iluminó el rostro del portavoz.

 

 

–Somos vuestros fieles servidores, majestad, y combatiremos tan bien como podamos.

 

 

Cuando vieron llegar el destacamento al mando de Kamosis, los habitantes de la aldea, aterrorizados, se refugiaron en sus casas de adobe. Como muchos villorrios al este de Cusae, aquel estaba al mando de un mercenario ayudado por una veintena de rudos mocetones, que hacían reinar el terror aplicando las consignas de la policía de los hicsos. Todos salían beneficiados, y Gran Rodilla nunca había vivido mejor que como miliciano del emperador. Estafaba a la población, poseía a mujeres inaccesibles y golpeaba a quien se atreviera a faltarle al respeto.

 

 

–Jefe -aulló su lugarteniente-, ¡nos atacan!

 

 

Con el cerebro nublado por la cerveza, Gran Rodilla tardó unos instantes en comprender que lo increíble acababa de suceder. Naturalmente, estaba el frente de Cusae, y algunos hablaban de la determinación del ejército de liberación. Él nunca lo había creído. ¡Y ahora unos tebanos se atrevían a emprenderla con su dominio! Aunque escéptico sobre la capacidad para avanzar del ejército de liberación, Gran Rodilla había previsto, sin embargo, una defensa. Quienes creían que iba a agachar la cabeza se llevarían una desagradable sorpresa.

 

 

–¿Has hecho lo necesario?

 

 

–¡Quedad tranquilo, jefe! Gran Rodilla tuvo una sorpresa al salir de su casa.

 

 

El provocador era precisamente un hombre joven y vigoroso, y llevaba una corona tan blanca que el fulgor lo deslumbró.

 

 

–Depón las armas -ordenó Kamosis-. Mis hombres son más numerosos que los tuyos; no tienes posibilidad alguna de vencer.

 

 

–El rey de Tebas no es bienvenido en mi territorio -repuso Gran Rodilla con altivez.

 

 

–Has traicionado al faraón vendiéndote a los hicsos. Inclínate o morirás.

 

 

–Mi único dueño es Apofis. Si no te largas de inmediato, serás responsable de la muerte de todos los niños de la aldea. Mira aquella granja, allí… Los hemos reunido, y mis hombres no vacilarán en degollarlos en cuanto yo dé la orden.

 

 

–¿Qué ser humano se atrevería a cometer semejante abominación?

 

 

Gran Rodilla rió, sarcástico.

 

 

–¡Con los hicsos he tenido buenos maestros! Tú eres solo un débil, porque crees aún en la existencia de Maat.

 

 

–Ríndete; aún estás a tiempo.

 

 

–Sal de mi territorio, o los niños serán ejecutados.

 

 

–Amón es testigo de que solo habrá un muerto en esta aldea -declaró Kamosis, volviéndose hacia Ahmosis, hijo de Abana. La flecha del arquero de élite se clavó en el ojo izquierdo de Gran Rodilla, que cayó de espaldas.

 

 

Privados de su jefe, aterrorizados por la decisión de Kamosis, los hombres del miliciano arrojaron sus espadas y sus arcos puesto que no deseaban morir.

 

 

–Los rehenes están ilesos -aseguró el lugarteniente de Gran Rodilla.

 

 

–El único camino que tenéis para expiar vuestras culpas es obedecerme y comprometeros, con un juramento, a combatir a los hicsos. Si faltáis a vuestra palabra, la Devoradora del otro mundo os aniquilará.

 

 

Los soldados prestaron juramento. Satisfechos al salir tan bien librados, no les disgustaba ponerse a las órdenes de un verdadero jefe.

 

 

–Irás a la aldea vecina con parte de mi escuadrón -ordenó Kamosis a su nuevo oficial-. Allí, propondrás al jefe de la milicia local que te imite y se una a nuestras filas. De lo contrario, seguirá la suerte del bandido que os esclavizaba.

 

 

Al norte de Dendera y al sur de Cusae, el paraje sagrado de Abydos estaba consagrado al dios Osiris, el señor de la vida en la eternidad. Carente de importancia económica, la ciudad santa acogía las estelas de los «justos de voz», que habían comparecido con éxito ante los dos tribunales, el terrenal y el celeste.

 

 

La reina y sus soldados acampaban a buena distancia del templo, sumido en el silencio. No había ningún rastro de presencia de hicsos por los alrededores. Tras varias expediciones, que les habían permitido liberar las aldeas entre Dendera y Abydos, los tebanos disfrutaban de algunas horas de descanso.

 

 

–Ya no queda nadie por aquí -observó el Bigotudo-. En cuanto nuestros hombres se hayan recuperado, ¿no nos convendría dirigirnos lo antes posible al frente?

 

 

–Los hicsos han sustituido la vida por la muerte -recordó Ahotep-. En Abydos, Osiris transforma la muerte en vida, y tenemos que asegurarnos, primero, de que solo reinen aquí los espíritus luminosos. Cuando Egipto haya sido liberado, Abydos volverá a ser un santuario magnífico y próspero. Las estelas de los justos se erigirán de nuevo, y un colegio de sacerdotes y sacerdotisas celebrará el culto y los misterios del dios, como en el pasado.

 

 

Si se escuchaba a Ahotep, parecía que la felicidad no fuera solo una ilusión. Y su voz seguía despertando la esperanza, incluso en quienes creían haberla perdido definitivamente.

 

 

Como los demás combatientes, Viento del Norte y Risueño olvidaron la guerra durante todo un día. El asno se daba un banquete de deliciosos cardos; el perro descansaba a la sombra de un sicomoro, royendo un hueso.

 

 

Al día siguiente a media mañana, la tropa se acercó al templo, cuya fachada estaba parcialmente cubierta por las malas hierbas.

 

 

–Parece que se oyen lamentos -observó el Bigotudo.

 

 

–No tienes mal oído -asintió el afgano.

 

 

En el antiguo camino de las procesiones, que iba del santuario a un bosquecillo, apareció una decena de sacerdotes, cuyos cantos fúnebres evocaban el asesinato de Osiris por su hermano Set. Parecían profundamente afectados por el drama que estaban viviendo, y avanzaban con gran lentitud. A la cabeza, iba un alto mocetón cubierto con una capucha. Los dos ritualistas que cerraban la marcha llevaban un garrote para golpear a los seguidores de Set, los enemigos de Osiris.

 

 

Así pues, aunque de modo sumario, los antiguos cultos seguían celebrándose.

 

 

Cuando Ahotep se acercaba al jefe de los ritualistas, Viento del Norte se lanzó a toda velocidad y golpeó al mocetón encapuchado, que cayó pesadamente. Levantándose de forma colérica, sacó un puñal del bolsillo de su túnica e intentó clavarlo en el pecho del asno. Pero no contaba con la intervención de Risueño el Joven, que saltó sobre el agresor y le destrozó el brazo con los colmillos.

 

 

Los ritualistas armados con garrotes rodearon a Ahotep con la intención de destrozarle el cráneo. La reina esquivó el primer mazazo, pero no habría escapado al segundo si la poderosa mano del afgano no hubiese bloqueado la muñeca del agresor antes de rompérsela. Su acólito no evitó la carga del Bigotudo, que le destrozó la nariz de un cabezazo.

 

 

–¡Son hicsos! – exclamó uno de los verdaderos sacerdotes que, prosternándose ante la reina, fue imitado, inmediatamente, por sus colegas-. Nos han obligado a tenderos esta emboscada.

 

 

Antes de confiar en ellos, los tebanos los sometieron a un incisivo interrogatorio. Se supo así que habían sido retenidos como rehenes, en efecto, por tres milicianos hicsos decididos a acabar con la reina, aun a costa de perder la vida en la aventura. Con lágrimas en los ojos, Ahotep recorrió un templo mancillado y destartalado. Casi nada quedaba ya de los esplendores del Imperio Medio. Tras haberse recogido ante las escenas mutiladas que narraban los episodios de la resurrección de Osiris, Ahotep se aventuró por el desierto, donde se habían excavado las moradas de eternidad de la primera dinastía, lejos de las tierras cultivadas. Aquellas simples cámaras alargadas, de muros de ladrillo, eran los testimonios de un período muy importante, durante el que el Alto y el Bajo Egipto habían formado, por primera vez, un solo país.

 

 

Los bárbaros hicsos no se habían interesado por tan modestas sepulturas. Aunque los lugares no estuvieran llenos de tristeza, Ahotep se sintió tan sola que su voluntad se quebrantó.

 

 

Ciertamente, los éxitos obtenidos habían superado las más enloquecidas esperanzas. Pero ¿era posible seguir adelante? Pensándolo bien, las heridas infligidas al monstruo eran solo superficiales. Sin duda, el emperador había permitido que la reina se agitara como un insecto facil de aplastar cuando llegara el momento.

 

 

Dejar atrás Cusae… ¡Una utopía! Más allá comenzaba el verdadero territorio de los hicsos, cuyo armamento era muy superior al del ejército de liberación. El tirano nunca aceptaría que el faraón Kamosis hollara su dominio.

 

 

No avanzar hacia el norte, no reunificar las Dos Tierras, era perder la guerra y aceptar, definitivamente, una ocupación que no dejaría de agravarse.

 

 

Ahotep se quedó inmóvil ante una tumba.

 

 

En la mesa de ofrendas que servía de umbral se había depositado una pequeña jarra para vino, dedicada al faraón Aha.

 

 

Aha, el Combatiente.

 

 

¿No era ese util mensaje que los monarcas de la primera dinastía dirigían a la reina? Combatir; no había otro camino. Debían combatir hasta la muerte si era necesario y no renunciar nunca al objetivo supremo que es la reunificación.

 

 

Cuando Ahotep recorrió de nuevo el templo de Osiris, de su ánimo había desaparecido todo rastro de duda. El espíritu de los antiguos reyes había penetrado en ella para exigirle que su mirada no se limitara ya al horizonte de Tebas.

 

 

Vigilado por el Bigotudo y el afgano, un sacerdote presentó su petición.

 

 

–Majestad, nuestro superior sigue vivo. Conoce las fórmulas que nos permitirán celebrar de nuevo los ritos y hacer que revivan los nombres de los justos que Osiris reconoce como tales.

 

 

Para que su sabiduría no se perdiese, lo ocultamos en una aldea de los alrededores. Puesto que nos habéis liberado de los hicsos, ¿podríais traerlo hasta aquí?

 

 

El Bigotudo hizo una mueca.

 

 

–Eso parece una trampa, majestad.

 

 

–¡Una trampa! – protestó el sacerdote-. Pero ¿qué estáis suponiendo? ¡Solo deseamos traer hasta aquí a nuestro superior! – Cada vez tiene más aspecto de trampa.

 

 

–Vayamos -decidió Ahotep.

 

 

–Adoptad, al menos, la precaución de que este sacerdote camine por delante y nos sirva de escudo -recomendó el afgano.

 

 

La aldea se levantaba en una colina que dominaba un canal. Más abajo, el puesto de los milicianos hicsos no había planteado problema alguno al Bigotudo, que solo había necesitado dos hombres para aniquilarlo.

 

 

Una decena de chiquillos acudieron con gritos de alegría. Un niño saltó a los brazos de la reina y la besó en las dos mejillas. Las madres, intranquilas, se reunieron con ellos ante la mirada suspicaz del Bigotudo. Luego, los hombres se atrevieron a salir de sus casas, levantando mucho los brazos para mostrar que no llevaban armas.

 

 

–¿Sigue entre vosotros nuestro superior? – preguntó el sacerdote, inquieto.

 

 

–Se encuentra bien -respondió el alcalde del lugar.

 

 

Pese a su avanzada edad, el jefe de los ritualistas estaba lleno de vigor. Con profunda emoción, se inclinó ante la reina.

 

 

–¡No puedo creerlo, majestad! ¿Realmente ha sido liberado Abydos?

 

 

–Puedes regresar al templo. Que se erija una estela en honor del faraón Seqen, justo de voz, y que su nombre sea glorificado cada día.

 

 

–Así se hará, majestad. Perdonad rni curiosidad, pero… ¿habéis decidido consolidar la frontera de Cusae, o reconquistar el norte?

 

 

–Egipto solo sobrevivirá si se reunifica.

 

 

–¡Vuestras palabras son oro, majestad! Pero para que podáis tener éxito, necesitáis conocer el contenido de la jarra de las predicciones, que revela los buenos y los malos días. Sin esa lista, cometeríais errores y sufriríais dolorosas pérdidas.

 

 

–¿Dónde se encuentra?

 

 

–En Hermópolis.

 

 

uando los estibadores desembarcaron las cajas procedentes de Asia, la policía estableció un cordón de seguridad en el muelle. Khamudi había ordenado que nadie fuera autorizado a acercarse al barco mercante y que su cargamento fuera, de inmediato, llevado a palacio.

 

 

En cuanto llegó, el gran tesorero abandonó los expedientes para contemplar los numerosos recipientes de cerámica, aparentemente toscos, pero de muy valioso contenido.

 

 

Solo en el gran sótano, Khamudi abrió una de las jarras.

 

 

En efecto, contenía opio, que se vendería muy caro a los oficiales superiores y a los notables hicsos de Avaris y de las grandes ciudades del Delta. Con el acuerdo del emperador, Khamudi había empezado a desarrollar ese nuevo comercio, cuya rentabilidad se anunciaba excepcional. Tras algunas consultas efectuadas en su entorno, el gran tesorero había advertido que los consumidores se acostumbraban muy pronto al producto y que luego volvían a pedirlo. Puesto que al Estado le correspondía encargarse del bienestar de sus administrados, mejor sería sacar el máximo provecho de ello, y la mayor parte iría a engrosar, como era debido, la fortuna del emperador.

 

 

Otra ventaja no desdeñable era que muchos dignatarios se convertirían en dependientes del género procurado por el gran tesorero, y los precios no dejarían, pues, de aumentar. En unos pocos meses, la droga inundaría todas las provincias del Imperio, y las comisiones que Khamudi cobraría serían colosales. Pero era preciso asegurarse de la calidad de la mercancía.

 

 

Se apoderó de una hermosa jarra roja de forma alargada y volvió a su vivienda oficial, donde su esposa, Yima, se hacía depilar con cera.

 

 

–¿Ya de vuelta, querido?

 

 

–Tengo una sorpresa para ti.

 

 

–Cuando mi sirvienta haya terminado…

 

 

–Que se vaya.

 

 

Temiendo ser golpeada, la sirvienta desapareció.

 

 

Khamudi encendió un incensario y calentó unas bolitas de opio.

 

 

–Vas a probar eso, paloma mía.

 

 

–¿Qué es?

 

 

–Una golosina.

 

 

A Yima le gustó el regalo. Viendo su delirio, formado por fases de excitación y momentos de apatía, la clientela quedaría encantada.

 

 

El pintor Minos añadió azul celeste a la columna de la sala de recepciones del palacio cretense, uno de los elementos del gran fresco en el que trabajaba, cuidando el menor detalle. Perfeccionista, retocaba varias veces una figura antes de quedar satisfecho.

 

 

Cuando una mano acariciadora se posó en su hombro, dejó lentamente el pincel.

 

 

–Ventosa… ¡Tendrías que dejarme trabajar!

 

 

–Hace horas que te agotas para hacer más alegre esta sala siniestra. Es hora de divertirte, ¿no crees?

 

 

La hermosa euroasiática pegó su cuerpo desnudo al del cretense. Sus formas se adaptaban perfectamente, como si hubieran sido creados el uno para el otro.

 

 

–¡Estás loca! Podrían sorprendernos.

 

 

–¡Qué excitantes eso! – murmuró ella, al tiempo que desanudaba el taparrabos de su amante, cuya virilidad resplandecía ya.

 

 

–Ventosa, no…

 

 

–Estoy enamorada de ti, Minos; realmente enamorada. Nada puede estarnos prohibido.

 

 

Aunque seguía siendo una temible carnicera que no dejaba de devorar a los enemigos del emperador, arrancándoles sus confesiones en el lecho, Ventosa se había enamorado sinceramente del pintor, cuya ingenuidad la conmovía mucho. Los brazos de sus amantes de paso le parecían tan aburridos como intenso placer encontraba cada vez que se ofrecía al cretense.

 

 

Ventosa ya no podía prescindir de Minos. Nunca le dejaría regresar a Creta, aunque le hiciera creer lo contrario.

 

 

–Tus pinturas son cada vez más hermosas -dijo tendiéndose sobre él.

 

 

–He fabricado un nuevo azul que da más calidez y pienso mejorar los otros colores.

 

 

–¿Corregirás tus antiguas pinturas?

 

 

–Será necesario.

 

 

–Gracias a ti, la belleza hace que esta fortaleza sea casi agradable.

 

 

–No hablemos más de trabajo, te lo ruego. Prefiero ocuparme de la obra maestra que estoy acariciando.

 

 

Una oleada de placer invadió a Ventosa. Solo Minos conseguía que olvidara sus infamias.

 

 

La velada de gala ofrecida por el gran tesorero y su esposa tenía un enorme éxito. Asistían a ella la mayoría de los oficiales superiores hicsos, que degustaban su primer consumo de droga y se convertirían en fieles clientes.

 

 

Ventosa se había encaprichado de un responsable del armamento, algunas de cuyas ácidas observaciones sobre el frente de Cusae parecían críticas contra la política del emperador. De ser así, ella sabría obtener sus confidencias y habría un nuevo candidato para el laberinto.

 

 

Yima no había dejado de felicitar a Minos por el esplendor de sus esculturas, y Ventosa miraba con malos ojos a aquella pelandusca que se acercaba demasiado a su amante. Si seguía así, la amante del cretense hallaría el modo de librarse de su rival.

 

 

–¿No pruebas nuestra última golosina? – preguntó Khamudi a Minos.

 

 

–A juzgar por el comportamiento de quienes la consumen, perjudicaría la seguridad de mi mano.

 

 

–¿Y no te procuraría nuevas ideas?

 

 

–De momento, no me faltan.

 

 

–Acabarás probándola; estoy seguro. ¿Cómo puede prescindir de ella un artista? Cuenta conmigo para obtener el mejor precio.

 

 

–Vuestra solicitud me conmueve, gran tesorero.

 

 

–Es muy normal, mi joven amigo. Me gusta mucho el arte moderno.

 

 

Cuando el festejo tocaba a su fin, Minos logró esfumarse. Tras haber fingido que regresaba a sus aposentos, se alejó de la ciudadela, aunque se volvió varias veces, como si temiese que lo siguieran.

 

 

Mientras Minos se dirigía hacia el barrio donde se alojaba la mayoría de los oficiales superiores, estuvo a punto de topar con una patrulla. Con el corazón palpitante, se ocultó en la esquina de una calleja con la esperanza de que ninguno de los policías le hubiera visto.

 

 

Necesitó un buen rato para recuperar el aliento y seguir su camino. Diez veces el pintor se detuvo y miró a su alrededor. Tranquilizado, recorrió muy deprisa el último centenar de metros que lo separaban de la morada del hombre al que debía ver con el mayor secreto.

 

 

Según lo acordado, la casa y sus dependencias estaban sumidas en la oscuridad. Minos se deslizó hasta la entrada y la puerta se abrió.

 

 

–¿Estás seguro de que nadie te ha seguido? – preguntó una voz angustiada.

 

 

–Seguro.

 

 

–Entra, pronto. Los dos hombres se sentaron y hablaron en voz baja.

 

 

–¿Te has puesto en contacto con otros dignatarios? – preguntó Minos.

 

 

–Solo con dos, y tomando el máximo de precauciones. Pero no puedo afirmar que sean realmente seguros. A mi entender, sería mejor renunciar a tus proyectos. Conspirar contra el emperador es demasiado peligroso. Quienes lo intentaron han muerto entre atroces sufrimientos.

 

 

–Si no consigo librarme de Apofis, nunca volveré a Creta y me consumiré, también yo, entre atroces sufrimientos. Derribar al tirano es la única solución.

 

 

–El emperador dispone de múltiples organizaciones de información, sin hablar de las de Khamudi. Preparar una acción contra él es casi imposible.

 

 

–Casi… En esta palabra está la esperanza. ¡Y tenemos ya dos aliados! ¿No es esto un comienzo?

 

 

–Francamente, me temo que no.

 

 

–¿No estás decidido, tú también, a luchar contra Apofis?

 

 

–Lo estaba, pero su poder se ha reforzado tanto que nadie puede discutirlo ya. Si persistes, acabarás en el laberinto.

 

 

–El emperador necesita mis servicios -le recordó Minos-. ¿Quién más podría decorar su ciudadela al modo cretense? Me cree sumiso y resignado. Soy el último de quien sospecharía. ¿No es esta una importante ventaja que hay que explotar?

 

 

El anfitrión del cretense pareció vacilar.

 

 

–Eso no es falso, pero ¿realmente tienes conciencia del peligro?

 

 

–Estoy dispuesto a todo para recobrar mi libertad y regresar a mi país. Sigue estableciendo contacto con posibles adversarios del emperador.

 

 

A Ventosa le habría gustado pasar la noche con Minos, pero el pintor parecía impaciente por abandonar la recepción ofrecida por Khamudi e ir a dormir a sus aposentos de la ciudadela. Se sintió, pues, muy sorprendida cuando lo vio salir tras haber tomado mil precauciones.

 

 

Intrigada, la euroasiática siguió a su amante, cuyo comportamiento le parecía extraño. Al verlo entrar en la morada del responsable del armamento, del que se sospechaba que conspiraba contra el emperador, Ventosa sintió un fuerte dolor en el bajo vientre.

 

 

Minos, el único hombre por el que sentía amor… ¿Minos era el cómplice de un traidor?

 

 

ada mañana, Teti la Pequeña convocaba a los oficiales responsables de la seguridad de la base militar y de la ciudad de Tebas. Tanto al sur como al norte de la ciudad, se habían instalado puestos de vigía, encargados de advertir, en cualquier instante, un ataque hicso. Gracias al encarnizado trabajo de Heray, el superior de los graneros, la agricultura tebana era de nuevo floreciente. Los ganaderos acababan de celebrar el nacimiento de numerosos terneros, corderillos y lechones, como si los rebaños, tranquilizados por el mantenimiento de una paz duradera, recuperaran una fecundidad normal.

 

 

Por su parte, el intendente Qaris se comportaba como un verdadero ministro de Economía. Tras haber puesto fin al mercado negro, aplicaba las antiguas reglas, que exigían que el poderoso no viviera a expensas del débil. Daba cuentas a la reina madre de la magnitud y la calidad de los intercambios comerciales, cuyo principal regulador era el templo de Karnak.

 

 

Pese a sus apretadas jornadas, la anciana dama destinaba tiempo a velar por la educación del príncipe Amosis, que se había convertido en un excelente arquero y un buen espadachín, pero también en un letrado capaz de escribir con jeroglíficos o en lengua administrativa. Teti la Pequeña le hacía leer cuentos, y las enseñanzas de sabios como Ptah-hotep. La seriedad del chiquillo sorprendía a sus instructores militares, ya que, obediente, perseverante, sin protestar nunca ante un esfuerzo suplementario, iba hasta el limite de sus fuerzas. Dotado de una notable memoria y de una viva inteligencia, tenía sed de saber y deseos de conocer.

 

 

Por lo general, Amosis se levantaba con el sol y desayunaba con su abuela. Al ver que no aparecía, Teti la Pequeña pidió a su doncella que lo despertara.

 

 

La criada no tardó en regresar.

 

 

–¡Majestad, el príncipe tiene mucha fiebre! Su frente arde, todos sus miembros tiemblan.

 

 

La reina madre acudió enseguida junto a Amosis. Se sentía responsable del hijo menor de Ahotep, al que tal vez le esperara un gran destino. Sin duda alguna, una prematura desaparición sería para la reina un golpe fatal.

 

 

A la misma edad, Ahotep había sufrido males comparables, de modo que Teti la Pequeña decidió utilizar remedios similares para aliviar el corazón liberando los conductos que partían de él y a él llevaban. Restablecería así una buena circulación de la energía. Desdeñando la fiebre, simple síntoma, se ocupó de tres órganos esenciales, es decir, el hígado, el bazo y los pulmones. Para ello, le administró una poción cuyos ingredientes -carne de toro, resina de terebinto, meliloto, bayas de enebro, cerveza dulce y pan fresco- habían sido cuidadosamente dosificados.

 

 

El niño apretó con fuerza la mano de su abuela.

 

 

–¿Crees que voy a morir?

 

 

–Claro que no. Tienes que aprender mucho todavía.

 

 

–¡Barco a la vista, majestad! – anunció el gobernador Emheb.

 

 

–¿Procedencia? – preguntó el faraón Kamosis.

 

 

–El sur.

 

 

–Haz las señales de reconocimiento.

 

 

Si se trataba de la reina Ahotep, respondería izando una vela en la que habrían pintado una barca que contenía el disco lunar. En caso contrario, habría que entablar combate en el río.

 

 

Los nervios de los tebanos estaban muy tensos.

 

 

La vela se desplegó lentamente, demasiado lentamente. Dada la intensidad del sol de mediodía, era imposible descubrir la menor señal.

 

 

–¡La luna! ¡La veo! – exclamó Emheb-. Es la flotilla de la reina. El símbolo de Ahotep y de la resistencia brillaba en lo alto del mástil de su navío. Con alegre compás, los tambores comenzaron a redoblar para celebrar la reunión de todas las fuerzas egipcias.

 

 

Mientras el joven rey besaba a su madre, los soldados se alegraban.

 

 

Ahotep no ocultó su sorpresa.

 

 

–Te traigo solo escasos refuerzos, hijo mío, pero tú pareces haber reclutado numerosos partidarios.

 

 

Kamosis no escondió su orgullo.

 

 

–Bateleros, comerciantes, ex milicianos… Fue necesario convencerlos de que habían elegido mal su bando. No siempre fue fácil, pero han acabado comprendiendo dónde estaba su interés. Nuestra victoria les garantizará una existencia mucho más agradable que bajo el yugo de los hicsos.

 

 

Ahotep mostró una amplia sonrisa.

 

 

–Realmente, comienzas a reinar, Kamosis.

 

 

La presencia de la reina Ahotep había tenido la inesperada consecuencia de aglutinar los elementos dispares del ejército de liberación. Gracias a ella, el miedo no obsesionaba ya los ánimos, alimentados, entonces, por el más loco de los sueños, es decir, vencer al imperio de las tinieblas.

 

 

Un pesado silencio reinaba en el frente de Cusae. Todos aguardaban las decisiones del consejo de guerra, y muchos apostaban por una solución razonable, o sea, convertir Cusae en la nueva frontera septentrional del reino tebano, erizándola de fortificaciones.

 

 

–Me he comprometido a romper el cerrojo de Hermópolis -recordó el faraón Kamosis-. La aduana de los hicsos debe ser desmantelada.

 

 

–Allí se oculta la jarra de las predicciones -reveló Ahotep-. Nos es indispensable para establecer nuestra estrategia y salvar numerosas vidas.

 

 

–Lancémonos sogre Hermópolis -decidió Kamosis. Tranquilo, el gobernador Emheb creyó necesario hacer que el joven monarca volviera a la realidad.

 

 

–Majestad, Hermópolis está fuera de nuestro alcance.

 

 

–¿Por qué razón, gobernador?

 

 

–Desde que mantenemos el frente de Cusae, hemos tenido tiempo de estudiar el dispositivo de los hicsos. Arriesgando su vida, dos exploradores consiguieron rodear la primera linea enemiga y descubrir su base de retaguardia. Se trata de la ciudad de Nefrusy, la capital de la decimosexta provincia del Alto Egipto, gobernada por el colaboracionista Tita, hijo de Pepi.

 

 

–¿Hay una fortaleza comparable a la de Gebelein? – preguntó Ahotep.

 

 

–No, pero Nefrusy está defendida, de todos modos, por sólidas murallas. Y no creo que nuestro ejército sea capaz de apoderarse de ellas.

 

 

–¿El tal Tita se ha vendido al emperador? – preguntó Kamosis.

 

 

–Por desgracia sí, majestad. Era un simple batelero, que hizo fortuna transportando a los invasores. Denunció a los resistentes, y Apofis le ofreció la ciudad. Para él solo cuenta el Imperio que le asegura riqueza y poder.

 

 

–¡El perfecto ejemplo del cobarde y el traidor! – rugió Kamosis.

 

 

–La mayoría de los actuales gobernadores de las provincias del norte se le parecen -se lamentó Emheb-. Están convencidos de que el emperador es invencible y de que nuestro ejército no dejará atrás Cusae. No convenceréis a ninguno para que cambie de bando.

 

 

–¡Entonces, perecerán!

 

 

–Nadie más que yo desea el exterminio de esa chusma, pero los hicsos la protegen y hacen que prospere.

 

 

–¿Cuál sería, a tu entender, la mejor estrategia?

 

 

–Hacer infranqueable la frontera de Cusae erigiendo fortificaciones y cerrando el Nilo con una muralla de embarcaciones de carga.

 

 

–¿Renunciarías a la unificación de las Dos Tierras? – preguntó Ahotep.

 

 

–Claro que no, majestad, pero ¿no es preciso adaptarse a una situación dada? En Edfú, en Tebas y en Cusae, analizamos correctamente la situación, y el éxito nos sonrió. No estropeemos nuestro avance con una acción precipitada.

 

 

El canciller Neshi siempre se había opuesto a cualquier tipo de cobardía, pero, esa vez, la exposición de Emheb le parecía sensata. Nadie podía acusar al gobernador de carecer de valor. Sin él, el frente de Cusae no habría resistido tanto tiempo.

 

 

Seis días de fiebre alta.

 

 

Seis días durante los que el pequeño Amosis había delirado con frecuencia, implorando a su padre difunto y a su madre ausente que no le abandonaran en las fauces de los demonios de la noche.

 

 

Pesimista, el médico de palacio no había añadido nada a la terapéutica prescrita por Teti la Pequeña, que casi no se separaba de la cabecera del hijo menor de Ahotep y dejaba para el intendente Qaris el cuidado de los asuntos comentes.

 

 

Durante sus momentos de lucidez, el enfermo lamentaba ser tan enclenque e incapaz de seguir entrenándose bajo la dirección de sus instructores. Su abuela lo tranquilizaba y le leía las enseñanzas del sabio Imhotep, el genio que había concebido la primera pirámide de piedra, erigida en el paraje de Saqqara, junto a la ciudad de Menfis, ocupada entonces por los hicsos.

 

 

Por dos veces, la reina madre había creído que perdía a su nieto, cuya respiración se apagaba. Pero la mirada se negaba a sumirse en la noche, obteniendo sus últimas fuerzas de la inquebrantable confianza de Teti la Pequeña. Ni un solo instante Amosis sintió que aquella que con tanta firmeza lo aferraba a la vida tenía dudas.

 

 

Tanto como los remedios, esa actitud favoreció la curación del príncipe.

 

 

Al séptimo día, se levantó y desayunó con buen apetito en la terraza de palacio, acompañado por una abuela aliviada y alegre.

 

 

ara quienes, como los sirios, habían visto ese tipo de monstruo, Tita, hijo de Pepi, parecía un oso. Con su enorme cabeza, sus cejas enmarañadas y su nariz en forma de hocico, aterrorizaba a sus subordinados, a los que no perdonaba la menor jugarreta. Excelente alumno de los hicsos, basaba su poder en la violencia y la crueldad.

 

 

Limitando al emperador, Tita, hijo de Pepi, ejecutaba personalmente, cada mes, a uno de sus conciudadanos tomado al azar. La población de Nefrusy estaba obligada a asistir a la ceremonia, que terminaba con un himno a la grandeza de Apofis.

 

 

Al oso le gustaba su provincia y su capital, y no tenía más ambición que reinar allí como dueño absoluto. Para agradecerle su fidelidad, el emperador le había autorizado a levantar unas almenas que daban muy buen aspecto a Nefrusy.

 

 

También su esposa, Anat, una siria de ojos azules, tenía un buen aspecto. Dotada de un temperamento ardiente, no dejaba de contrariarle y se oponía a todas sus decisiones, que le parecían tan estúpidas como injustas. Por fortuna para ella, Tita, hijo de Pepi, apreciaba ese enfrentamiento, y solo ese. Y además las justas acababan siempre en la gran cama de sicomoro, el más hermoso florón de su palacio.

 

 

La jornada se anunciaba agradable, puesto que el dueño de Nefrusy iba a degollar a un adolescente culpable de rebeldía contra el emperador. Luego, las muchachas desfilarían entonando un poema guerrero, compuesto personalmente por el oso; un ridículo horror, según Anat, pero cuyas palabras alababan el genio del emperador.

 

 

–¿No estás listo aún? – se extrañó la muchacha.

 

 

–Quiero estar especialmente apuesto, querida. Mis apariciones públicas tienen que arrobar a la población.

 

 

–¿Y es necesario matar a un chiquillo inocente para asentar tu abominable reputación?

 

 

–¡Claro! El menor signo de clemencia haría que los resistentes brotaran como las malas hierbas.

 

 

–¿Los hay aún?

 

 

–Desconfianza, desconfianza. soberbia. ¿Cómo sienta la nueva túnica?

 

 

–Demasiado chillona.

 

 

–¡Realmente eres insoportable, querida!

 

 

Poco después del alba, la reina Ahotep había reunido de nuevo el consejo supremo que acababa de decidir el porvenir de Egipto. Sus miembros esperaban entonces directrices concretas y una distribución de las fuerzas armadas entre Tebas y Cusae.

 

 

–Esta noche -reveló la soberana- se me ha aparecido el dios Amón con la espada en la mano. Se había encarnado en la persona del faraón Kamosis y su mirada tenía la intensidad del sol de mediodía. «¿No te ordené que destruyeras a los hicsos y cumplieras esta misión, fueran cuales fuesen los obstáculos?», me ha recordado. Ciertamente, sois razonables y sensatos. Ciertamente, los hicsos son superiores a nosotros. La línea del frente es sólida; Nefrusy, inexpugnable, y Hermópolis, más aún. Ciertamente, hemos hecho ya lo imposible y, sin duda, hemos agotado ya nuestras reservas de heka, la única fuerza capaz de modificar el cruel destino que ha caído sobre nuestro país. Conozco la realidad, pero tengo el deber de rechazarla y no sufrirla, porque esa es la voluntad de Amón. Ha llegado la hora de dejar atrás Cusae, cruzar esta frontera y lanzarnos hacia el norte. Solo esta estrategia contribuirá a la reunificación de las Dos Tierras. Si somos vencidos, Tebas será destruida, y ya nada se opondrá a la barbarie. Y si nos replegamos, ocurrirá lo mismo. Sin duda, consideraréis aberrante mi decisión y preferiréis refugiaros en una falsa seguridad. Por eso, solo iré al combate con los voluntarios.

 

 

Kamosis levantó las manos, con las palmas dirigidas al cielo en señal de veneración.

 

 

–El faraón designado por Amón ha oído la voz de la esposa de dios. Su ejército la seguirá. Que los consejeros que no estén de acuerdo con esta decisión regresen a Tebas de inmediato. Nadie salió de la tienda.

 

 

–¡Qué increíble mujer! – murmuró el afgano mientras miraba a Ahotep, que se dirigía a cada soldado para insuflarle el valor necesario.

 

 

–Vale la pena morir por ella y por Egipto -añadió el Bigotudo-. Al menos, cuando comparezcamos ante el tribunal del otro mundo no mantendremos la cabeza gacha y avergonzados los ojos.

 

 

Cuando Kamosis, tocado con la corona blanca, apareció en la proa del navío almirante, los guerreros del ejército de liberación levantaron sus armas hacia el cielo, mientras los tambores comenzaban a redoblar con un ritmo frenético.

 

 

Para romper la línea de defensa de los hicsos, el faraón lanzó un triple asalto, es decir, por el río y por cada ribera, utilizando así la totalidad de sus fuerzas.

 

 

Kamosis se benefició de un excelente concurso de circunstancias. Por una parte, era la hora del relevo, que se desarrollaba de un modo rutinario; por otra parte, el general encargado del frente de Cusae estaba acostado porque sufría un cólico nefrítico.

 

 

Sorprendidos por la magnitud de la ofensiva, los hicsos perdieron valiosísimos minutos organizándose a trancas y barrancas. Varios de sus barcos ardían ya, mientras el campamento era atacado por el este y el oeste. En cuanto Ahmosis, hijo de Abana, hubo derribado a los oficiales superiores, que se creían a salvo en el cerro desde el que observaban la batalla, la cadena de mando se rompió y el terror se apoderó del conjunto de los defensores.

 

 

Como una devoradora llama cuyo ardor mantenía Kamosis con órdenes precisas y eficaces, el ejército de liberación se lanzó por las múltiples brechas.

 

 

El gobernador Emheb estaba estupefacto. ¿Cómo unas tropas heteróclitas y con poca experiencia habían conseguido acabar con los infantes hicsos, más numerosos y mejor armados? El entusiasmo de los asaltantes había sido decisivo, era cierto, pero había que reconocerle al joven rey Kamosis unas excepcionales cualidades como jefe de guerra. Confiando solo en su instinto, había golpeado en el lugar adecuado y en el momento preciso. ¿Acaso la magia de la reina Ahotep no guiaba su brazo?

 

 

–¿Pérdidas? – preguntó ella.

 

 

–Leves, majestad.

 

 

–Que un barco repatríe a los heridos graves hacia Tebas. ¿Prisioneros?

 

 

–Ninguno.

 

 

El ardor de los liberadores solo se había apaciguado con la muerte del último hicso, abrasado en el incendio del campamento.

 

 

Cuando había salido de la humareda, con la espada manchada de sangre, el faraón había asustado a sus propios soldados. Cualquier expresión de juventud había desaparecido de su rostro, marcado ya por las numerosas y brutales muertes que había infligido.

 

 

–Te has expuesto demasiado -le reprochó Ahotep.

 

 

–Si no doy ejemplo, ¿quién se atreverá a desafiar las tinieblas? Agotado, el monarca se sentó en un modesto trono de sicomoro. Risueño el Joven le lamió las manos, como si el perro quisiera borrar las huellas del terrible combate.

 

 

–Teníais razón, madre; éramos capaces de romper el frente hicso. Gracias a esta victoria, nuestra heka se ha reforzado y hemos sacado a la luz cualidades que ignorábamos. Ha sido como un parto… Hemos dado origen a unas temibles fuerzas, que ni el propio dios Set desdeñaría. ¿Es este el camino que debemos seguir?

 

 

–Responder a la violencia con la dulzura, a la crueldad con la diplomacia y el perdet… ¿Es eso lo que desearías, hijo mío? Semejantes actitudes llevarían al triunfo de la barbarie. Ante nosotros, en nuestra tierra, no hay simples adversarios con quienes se pueda negociar, sino hicsos. Invasores que quieren aniquilar nuestros cuerpos y nuestras almas. ¿Acaso no se mantiene Set en la proa de la barca del sol, puesto que es el único capaz de enfrentarse con el dragón de las tinieblas?

 

 

Kamosis cerró los ojos.

 

 

–Me había preparado para el combate, no para esta guerra.

 

 

–Es solo el comienzo, hijo mío. Hoy te has unido al valor de tu padre y has sentido lo que él experimentó al morir por la libertad.

 

 

Kamosis se levantó.

 

 

–Como él, iré hasta el fin. Unos días de descanso y tomaremos Nefrusy.

 

 

–No te concedo esos días. Debemos aprovechar esta victoria para ampliar nuestra ventaja y caer, como un halcón, sobre el enemigo.

 

 

El afgano y el Bigotudo tomaron una frugal comida, recogieron su impedimenta y subieron a bordo del barco. Pese al grado y las condecoraciones, seguían comportándose como simples resistentes.

 

 

–Me hubiera gustado respirar un poco -se lamentó un infante.

 

 

–¿Realmente quieres morir? – le preguntó el afgano.

 

 

–¡Claro que no!

 

 

–Entonces, alégrate por las órdenes. Cuanto antes lleguemos a nuestro siguiente objetivo, más oportunidades tendremos de vencer y, por lo tanto, de sobrevivir.

 

 

–¿Combatiremos de nuevo?

 

 

–Para eso estás aquí, ¿no?

 

 

La pregunta sumió al infante

 

 

–Eso es cierto, comandante.

 

 

–Vamos, muchacho. No hemos terminado aún de exterminar hicsos.

 

 

–¡Así me gusta!

 

 

El infante trepó con alegría por la pasarela.

 

 

Con un ejemplar sentido de la disciplina, los soldados del ejército de liberación embarcaron en un tiempo récord. Y les tocó a los remeros demostrar su capacidad.

 

 

La ceremonia estaba en su punto álgido. Decenas de niños entonaban el himno al emperador compuesto por el dueño de la ciudad de Nefrusy.

 

 

De pronto, unos chillidos quebraron aquella falsa armonía. Furioso, Tita, hijo de Pepi, ordenó con una señal a sus policías que detuvieran a los autores de aquel desorden, que serían ejecutados de inmediato.

 

 

Pero los gritos aumentaron, procedentes del exterior de la ciudad.

 

 

–¡Son nuestros campesinos, señor! – informó un policía-. Nos suplican que les abramos la puerta principal.

 

 

Poniendo fin a la fiesta, el tirano subió a las almenas, desde donde contempló un espectáculo indignante, ya que decenas de agricultores habían abandonado su trabajo para intentar refugiarse en la ciudad.

 

 

Por la vasta llanura de ricos cultivos, avanzaban los soldados del ejército de liberación.

 

 

A la cabeza, iba el faraón Kamosis.

 

 

–Pongamos pronto a resguardo a los campesinos -dijo el jefe de los arqueos.

 

 

–No corramos el menor riesgo. Que sean derribados.

 

 

–¿Derribados…? ¿Os estáis refiriendo… a nuestros campesinos, nuestros propios campesinos?

 

 

–Ni hablar de abrir la puerta principal. Ejecuta mis órdenes y, luego, haz que disparen contra el enemigo, para que no pueda acercarse a nuestros muros.

 

 

Ante los ojos aterrorizados de los egipcios, los campesinos, desarmados, fueron asesinados por la policía de Tita, hijo de Pepi.

 

 

Indignado, un joven capitán y algunos infantes se lanzaron en su socorro, pero ninguno de ellos escapó a las flechas de los arqueros de Nefrusy.

 

 

–Evitad ese tipo de iniciativas -exigió el rey-. Ya veis adónde conduce.

 

 

–Hay que recoger los cuerpos de nuestros hombres -repuso Emheb.

 

 

–No, si con ello se sacrifican otras vidas. Rodeemos primero la ciudad.

 

 

Los egipcios se desplegaron al tiempo que se mantenían fuera del alcance de los arqueros hicsos. Se plantaron tiendas, y el canciller Neshi hizo servir la comida.

 

 

Por orden de Ahotep, los regimientos de élite al mando del afgano y el Bigotudo se apostaron al norte de Nefrusy, para impedir que rompieran el asedio eventuales refuerzos.

 

 

En cuanto el sol se puso, Ahmosis, hijo de Abana, y una decena de voluntarios se arrastraron hasta el lugar donde habían caído sus camaradas.

 

 

Consiguieron recuperar los cadáveres, pero también a tres heridos, a los que Felina administró los primeros cuidados antes de llevarlos al barco-enfermería.

 

 

–Las murallas parecen sólidas -observó el gobernador Emheb-. Un asedio eficaz requerirá mucho tiempo.

 

 

–Me retiro a mi camarote -decidió Kamosis.

 

 

Pese a la amenaza que constituía el ejército tebano, Tita, hijo de Pepi, había mantenido el banquete organizado en su honor, que presidía en compañía de su esposa.

 

 

–Al menos, finge divertirte, Anat.

 

 

–¿Olvidas que estamos sitiados?

 

 

El oso clavó sus colmillos en un muslo de pato.

 

 

–Esta pandilla de rebeldes no nos amenazará mucho tiempo.

 

 

–¿Estás seguro?

 

 

–Los refuerzos hicsos los pisotearán mañana por la mañana. Tomarán a esos imbéciles por la espalda y mandaré a los supervivientes a Avaris, donde su suplicio distraerá al emperador. A cambio de este regalo, Apofis me concederá nuevos privilegios. En el fondo, la llegada de esos insensatos es una suerte. ¡Gracias a ellos, reforzaré mi prestigio!

 

 

Sin el menor entusiasmo, una orquesta compuesta por flautas y oboes tocaba una lacerante melodía, que exasperó al dueño de Nefrusy.

 

 

–¡Desapareced, inútiles!

 

 

Los músicos se esfumaron.

 

 

–¿Has tomado todas las precauciones necesarias? – se preocupó Anat.

 

 

–Mis arqueros se relevarán en las almenas; nadie podrá acercarse. Tranquila, dulzura; no estamos en peligro.

 

 

–¿Realmente estás convencido de que los hicsos son invencibles?

 

 

–¡Lo son, no te quepa duda!

 

 

Kamosis daba vueltas en su camarote como una fiera enjaulada. Dudando sobre la estrategia que debía adoptar, ponía y volvía a poner en la balanza la vida de sus soldados y la necesaria conquista de Nefrusy. Sin obtener fruto alguno de sus reflexiones, salió a cubierta, donde la reina Ahotep disfrutaba de los últimos rayos del poniente.

 

 

–¿Has tomado tu decisión, hijo mío?

 

 

–No lo consigo. Un asedio demasiado largo nos haría perder impulso. Un asalto mal dirigido produciría excesivas pérdidas.

 

 

–Tus conclusiones son las mías.

 

 

–¿Qué proponéis, pues?

 

 

–Esta noche hablaré con el dios luna. Él, el intérprete del cielo, nos enviará una señal para guiar nuestra acción. Ve a descansar, hijo mío.

 

 

Supersticiosos, el afgano y el Bigotudo descendían por el Nilo a bordo de una ligera barca, en compañía de una decena de hombres aguerridos. Con todos los sentidos al acecho, avanzaban con suma lentitud.

 

 

–Aquí están -anunció el Bigotudo-. No nos habíamos equivocado.

 

 

Había dos barcos de guerra hicsos fondeados.

 

 

Los marinos acampaban en la orilla, y los centinelas parecían muy relajados. ¿Qué podían temer, en tierra conquistada, los refuerzos que llegarían a Nefrusy al día siguiente?

 

 

Un miembro del comando retrocedió para ir a buscar los dos regimientos de élite, detenidos no lejos de allí. En menos de dos horas, ponían manos a la obra.

 

 

–Apoderémonos primero de los barcos -decidió el afgano-. Nuestros mejores nadadores los abordarán por la popa y treparán a bordo. Después, eliminarán rápida y silenciosamente a los marinos de guardia. Cuando eso haya terminado, que solo uno se reúna con nosotros. Los demás se dispondrán a zarpar.

 

 

Si la operación fracasaba, los hicsos registrarían de inmediato los alrededores. El enfrentamiento sería, pues, inevitable.

 

 

Los minutos parecieron interminables.

 

 

Luego, una cabeza emergió del agua, y el nadador presentó su informe.

 

 

–Marinos enemigos eliminados. Los barcos son nuestros.

 

 

–Nos dividiremos en tres grupos -ordenó el Bigotudo-. En cuanto los hicsos se acuesten, atacamos.

 

 

El faraón Kamosis no había conseguido dormir. Desde su coronación, por la noche solo conciliaba el sueño una o dos horas, sin que su energía se viera afectada. Pensaba constantemente en su padre y sentía, a veces, fuertes dolores en los lugares donde había sido herido el cuerpo del faraón Seqen.

 

 

Golpearon a la puerta.

 

 

–Dos barcos hicsos avanzan hacia nosotros -le dijo el gobernador Emheb.

 

 

Kamosis corrió hasta la proa del navío almirante, pero era demasiado tarde para reaccionar. ¿Cómo prever que unos navíos de guerra se arriesgarían a navegar en plena noche? Despertados de pronto, los marinos egipcios corrieron a sus puestos.

 

 

–¡Mirad en lo alto del mástil! – gritó uno de ellos-. ¡Es el Bigotudo!

 

 

La tensión cedió.

 

 

Las dos embarcaciones atracaron suavemente y sus ocupantes lanzaron gritos de victoria.

 

 

–Majestad, nuestra flota tiene ahora dos unidades más -informó el afgano-. Por lo que se refiere a los refuerzos que el colaboracionista Tita aguardaba, no llegarán.

 

 

–¡Magnífico trabajo!

 

 

–Hemos sorprendido a los hicsos durante su sueño. Entre los nuestros hay tres muertos y quince heridos.

 

 

–Haz que los curen e id a descansar.

 

 

–Si pensáis atacar al alba, majestad, apenas tenemos tiempo de comer un bocado.

 

 

El rey no respondió.

 

 

Mientras las primeras luces atravesaban las tinieblas, la reina Ahotep se acercó a él. A pesar de la noche en blanco, su rostro era de sorprendente frescura.

 

 

–Madre, ¿ha hablado el dios luna?

 

 

Saliendo del oriente, un halcón de abigarradas plumas atravesó el cielo. Sus alas parecían inmensas, como si tomaran posesión del espacio entero.

 

 

–¡Acaba de hablar -dijo el faraón-, y lo he oído!

 

 

omo un halcón, el faraón Kamosis se abatió sobre la ciudad de Nefrusy a la cabeza de su ejército. Deslumbrados por el sol naciente, los arqueros hicsos perdieron su precisión, lo que no ocurrió con Ahmosis, hijo de Abana, y los tiradores de élite tebanos.

 

 

A excepción de algunos marinos que se encargaron de la custodia de la flota de guerra, todas las fuerzas egipcias se lanzaron a un asalto masivo.

 

 

Brutalmente despertado, Tita, hijo de Pepi, no permaneció mucho tiempo atónito ante esa inesperada oleada. Tomando personalmente una honda, mató a un oficial que marchaba a la cabeza de sus tropas.

 

 

–¡Disparad, defendeos! – ordenó a sus policías.

 

 

El instinto de supervivencia provocó la reacción de los milicianos, que, a pesar de su miedo, iniciaron un fuego de barrera, para impedir que los asaltantes se acercaran a las murallas.

 

 

–Necesitamos arietes -opinó el Bigotudo.

 

 

–Los mástiles de los navíos hicsos servirán -afirmó el gobernador Emheb.

 

 

–¡Retroceden! – exclamó Tita-. ¡Los hemos rechazado! Aun sin creer en ello, había ganado.

 

 

O, al menos, había conseguido el tiempo necesario para huir. Los egipcios organizarían un asedio que acabaría siendo fatal para su ciudad, pero el colaboracionista no estaría entre las víctimas. Solo llevaría con él algunos servidores cargados con sus bienes más valiosos. En cuanto a su esposa, habría sido una carga inútil. En Avaris no faltaban las hembras.

 

 

Puesto que el ejército de liberación había atacado por el este, Tita pensaba salir de Nefrusy por la puerta del oeste.

 

 

Pero tuvo que comprobar que el enemigo había agrupado tropas en los cerros vecinos. Y lo mismo ocurría en las llanuras del sur y el norte.

 

 

Nefrusy estaba rodeada.

 

 

–¿No pensarías huir, a fin de cuentas? – le preguntó Anat, irónica.

 

 

–¡No, claro que no! Estudiaba cómo consolidar mis defensas.

 

 

–¿No crees que sería más prudente rendirse?

 

 

–¿Rendirme? ¡Sería una locura!

 

 

–De todos modos, vas a morir. Si depusieras las armas, evitarías nuevos sufrimientos a la población.

 

 

–¡Debe luchar a mi lado y defenderme! ¿No he sido, acaso, su benefactor?

 

 

–Eres cruel y cobarde. Acaba tu existencia con un acto generoso; es decir, abre las puertas de la ciudad e implora el perdón del faraón.

 

 

Tita, hijo de Pepi, dirigió a su esposa una maligna mirada.

 

 

–¿No estarás pensando en traicionarme, querida? Sí, eso es… ¡Me crees ya vencido y tomas el partido de los tebanos!

 

 

–No seas ridículo y acepta la realidad.

 

 

–Ve inmediatamente a tu habitación.

 

 

Dos guardias se mantendrán ante tu puerta. Cuando haya terminado con esos tebanos, me encargaré de ti.

 

 

–¡Señor, ya vuelven!

 

 

Desde lo alto de las almenas, Tita, hijo de Pepi, vio de nuevo el asalto del ejército de liberación, que aparecía por los cuatro puntos cardinales. Protegidos a la vez por el tiro de los árqueros y los fuertes escudos que sujetaban los auxiliares, los portadores de los arietes avanzaban rápidamente hacia las puertas de Nefrusy. El colaboracionista descubrió la corona blanca de Kamosis llegando a la puerta de oriente. Lanzada con potencia, su jabalina no acertó, sin embargo, al rey. Y la cabeza del ariete derribó la puerta, lo que provocó un ruido desgarrador que aterrorizó a los milicianos. Instantes más tarde, las otras tres puertas cedieron. Mientras los infantes penetraban en la ciudad, los arietes retrocedieron y volvieron a tomar impulso para cargar contra las murallas de ladrillo.

 

 

Tita, hijo de Pepi, corrió hacia su palacio. Los milicianos no resistirían mucho y tenía que refugiarse en un edificio para aguardar al faraón y suplicarle que lo respetara. ¿Acaso no era, también él, una víctima de los hicsos?

 

 

La llegada del ejército de liberación suponía un verdadero milagro, que había impetrado en todas sus plegarias. En adelante, sería un fiel servidor de Kamosis. Pero antes era preciso eliminar a su genio malo, la traidora Anat, origen de las desgracias de Nefrusy. En prueba de su buena fe, la había encerrado en sus aposentos.

 

 

Una treintena de mujeres, cuyos vástagos había hecho ejecutar Tita, hijo de Pepi, impedía el acceso a palacio.

 

 

–¡Apartaos!

 

 

–Tú mataste a mi hijo -dijo una pelirroja alta, armada con una marmita.

 

 

–Mataste a mi hija -añadió su amiga, que llevaba una maja en la mano derecha.

 

 

Cada una de las mujeres enunció con gravedad sus reproches.

 

 

–Dejadme pasar e id a combatir junto a los milicianos. Todas juntas se arrojaron sobre Tita, hijo de Pepi, y acabaron con él utilizando sus utensilios de cocina, mientras los arietes derribaban las murallas de Nefrusy.

 

 

Por sí solo, el faraón Kamosis había derribado a más de treinta milicianos, entre ellos al jefe de la guardia personal del colaboracionista, que había intentado golpearle por la espalda. Pero el joven rey, aprovechando el entrenamiento intensivo que había recibido en la base secreta de Tebas, parecía tener ojos en la nuca.

 

 

Estimulados por el valor casi sobrenatural de su jefe, los soldados del ejército de liberación se habían comportado con tanta valentía como los milicianos, que, a pesar de la energía de la desesperación, solo les habían infligido leves pérdidas antes de ceder bajo su número.

 

 

Al creer en la propaganda difundida día tras día por el tirano y en la inminente llegada de refuerzos hicsos, numerosos ciudadanos habían luchado junto a los secuaces del emperador, de modo que, a media tarde, las calles de Nefrusy estaban cubiertas de cadáveres.

 

 

Las madres señalaron el cuerpo de Tita, hijo de Pepi, que estaba irreconocible.

 

 

–Que lo quemen y que terminen de arrasar esta ciudad -ordenó Kamosis.

 

 

Ante tanto sufrimiento, la reina Ahotep tenía el corazón en un puño.

 

 

Y solo se trataba de Nefrusy, una ciudad pequeña comparada con Hermópolis, que, a su vez, era irrisoria al lado de Avaris. Tantos muertos devorarían las fauces del monstruo antes de que pudiera cantarse el himno al Creador, «Despierta en paz›

 

 

–Queda el palacio, quiero ser el primero que penetre en el.

 

 

Majestad -dijo el gobernador-. ¿Deseáis entrar en él?

 

 

Entró en unos aposentos privados, había una puerta, se veían muebles de madera.

 

 

Una mujer de ojos azules estaba sentada en una silla de ébano.

 

 

–¿Te ha enviado mi marido para matarme?

 

 

–Si eres la esposa de Tita, hijo de Pepi, debes saber que ese tirano no dará ya órdenes a nadie.

 

 

La siria se levantó.

 

 

–De modo que ha muerto… ¡Existe, pues, justicia! Seas quien seas, me has dado una maravillosa noticia. Ahora ya puedo desaparecer en paz.

 

 

–¿Por qué te casaste con ese colaboracionista? La mirada de Anat se veló de tristeza.

 

 

–Cometí el error de creer que me amaba…, pero me despreciaba tanto que había decidido eliminarme.

 

 

–Nefrusy ya no existe, quienes me han combatido han sido castigados. ¿Deseas combatirme también?

 

 

Anat contempló a Kamosis con asombro.

 

 

–¿Eres, acaso…, el faraón llegado de Tebas?

 

 

–O te conviertes en mi fiel sirvienta, o compartirás la suerte de mis enemigos.

 

 

er aduanero en Hermópolis era un deseado privilegio. Solo los militares hicsos que dispusieran de excelentes hojas de servicios y relaciones bien situadas en Avaris obtenían un nombramiento para el mayor puesto de aduanas del Egipto ocupado.

 

 

Los hicsos cobraban derecho de peaje sobre todo lo que pasaba por Hermópolis, o sea, hombres, mujeres, niños, animales, barcos, mercancías… Solo los soldados del emperador estaban exentos de tasas y podían circular con libertad. Existía, ciertamente, una tarifa oficial que imponía la tasa máxima a las prostitutas encargadas de distraer a los militares. Pero los aduaneros tenían plena libertad para modificar las condiciones de paso según su humor y extorsionar a su guisa.

 

 

Siempre odiosos, no soportaban la menor observación. El infractor era de inmediato despojado de sus ropas y sus bienes, maltratado y condenado. Si seguía aduciendo su buena fe o, peor aún, su inocencia, iba a la cárcel, donde era olvidado mientras la Administración no se interesara por su caso.

 

 

Con su pequeño garrote y su mirada huidiza, En-Ilusa regenteaba con mano de Hierro la aduana de Hermópolis. Nombrado por su amigo Khamudi, al que reservaba parte de sus beneficios ocultos, el libio no tenía la costumbre de levantar la voz. Le bastaba con que intervinieran sus secuaces para imponer su voluntad, que nadie pensaba en discutir.

 

 

Comportándose como un pequeño emperador, En-Ilusa soñaba con abandonar algún día Hermópolis y ocupar una función más importante en Avaris. Especialista del doble juego, traicionaba sin remordimientos a quienes cometían el error de confiar en él, en cuanto dejaban de serle útiles. Gracias a Khamudi, su poderoso protector, esperaba obtener un ascenso en los próximos meses. Demostraría, entonces, de qué era capaz realmente.

 

 

La revuelta tebana no le preocupaba en absoluto. El frente permanecería inmóvil en Cusae, hasta que el emperador decidiera eliminar a Ahotep.

 

 

Como cada mañana, En-Ilusa inspeccionaba el edificio principal de la aduana. Puntilloso, exigía que cada objeto estuviera en su lugar y no cambiara nunca de sitio. También velaba por la limpieza de los uniformes. El que cometía una falta era privado de soldada durante varios días. Y sobre todo, En-Ilusa sembraba la cizaña entre los oficiales, alentando chismes y delaciones.

 

 

Un detalle le irritaba, ya que durante las últimas semanas, los negocios habían disminuido levemente, prueba de que algunos aduaneros relajaban sus esfuerzos. Una vez identificados, los culpables serían trasladados a una aldea miserable.

 

 

En-Ilusa comenzaba a leer los informes de la víspera cuando un inspector de cereales entró en su despacho.

 

 

–Jefe, ¡vamos a tener trabajo! Llegan tres barcos de carga procedentes del sur.

 

 

El patrón de la aduana de Hermópolis esbozó una sonrisa golosa.

 

 

–¡Estos van a pagarlo caro!

 

 

El plan de la reina Ahotep había entusiasmado al faraón Kamosis y a su consejo de guerra; se trataba de que la batalla de Hermópolis se desarrollara en tres fases. Primero, tres barcos de avituallamiento, de aspecto comercial, se presentarían en la aduana; luego, un comando que avanzaría por la ribera atacaría a la milicia y la tomaría por la espalda; finalmente, la flota de guerra llegaría con rapidez al lugar de las hostilidades.

 

 

Una falta de coordinación produciría un desastre, del que el ejército de liberación no se repondría.

 

 

Los tres pesados barcos de carga avanzaban con prudente lentitud hacia la barrera flotante de la aduana de Hermópolis. Invisibles, numerosos soldados estaban tendidos en cubierta, dispuestos a intervenir en cuanto Emheb les diera la orden.

 

 

Cuando apareció en la proa del navío de cabeza, En-Ilusa tomó al gobernador por lo que parecía ser, es decir, un buen hombre, rechoncho, de rostro alegre.

 

 

La presa ideal.

 

 

En cuanto terminaran las maniobras de atraque, Emheb soltaría a Bribón para que la paloma mensajera se reuniera con la flota de guerra, al mando del almirante Lunar. Este sabría entonces que el combate se iniciaba y que debía zarpar exigiendo el máximo esfuerzo a sus remeros.

 

 

La primera oleada de asalto egipcia sufriría, forzosamente, dolorosas pérdidas, y el propio gobernador corría el riesgo de perder su vida en la aventura. Pero ¿qué decir de la reina Ahotep, que se había puesto a la cabeza del comando terrestre? Ningún soldado podía mostrarse menos valeroso que ella. Los barcos de carga atracaron suavemente ante la mirada burlona de los aduaneros, que imaginaban ya el reparto del botín obtenido del modo más legal, gracias a la aplicación de una multitud de tasas.

 

 

De acuerdo con las instrucciones de su jefe, se dispusieron en línea a lo largo del muelle.

 

 

En-Ilusa avanzó para pronunciar la fórmula ritual.

 

 

–¿Qué tienes que declarar?

 

 

–No gran cosa -respondió Emheb, afable-. Con mi cargamento, pronto habrás terminado.

 

 

Una ávida sonrisa animó el frío rostro del jefe aduanero.

 

 

–Me sorprenderías. Soy muy escrupuloso y creo que tus tres barcos van atestados de mercancías más o menos autorizadas. Emheb se rascó la barbilla.

 

 

–Para serte franco, no estás del todo equivocado.

 

 

–¡Una confesión ya! No me parece que seas tonto. Has comprendido que era mejor cooperar.

 

 

El gobernador inclinó la cabeza.

 

 

–Sigue por el buen camino -continuó En-Ilusa-. ¿Cuál es tu mercancía más ilícita?

 

 

–No me importa decírtelo, pero no sacarás de ella provecho alguno.

 

 

–¡Habla, pues!

 

 

–Sobre todo, escucha bien, ya que apenas tendrás tiempo de apreciar esta canción.

 

 

Desenvainando su daga, el gobernador Emheb la lanzó con fuerza y precisión. Tras haber silbado en el aire como una avispa, se clavó en el pecho de En-Ilusa.

 

 

Con los ojos llenos de asombro, el jefe aduanero murió sin comprender lo que ocurría.

 

 

En respuesta a la señal de Emheb, todos los arqueros egipcios se levantaron y dispararon contra los aduaneros alineados, que resultaban unos blancos soberbios.

 

 

Desorganizados por aquel ataque imprevisto y la muerte de su jefe, los supervivientes intentaron responder. Pero quedaron atrapados entre los disparos de los egipcios, de pie en la cubierta de los tres barcos, y la llegada de los infantes por la ribera, con el faraón Kamosis a la cabeza.

 

 

El gobernador Emheb y sus hombres explotaron del mejor modo la situación. Solo los milicianos podrían haber impedido la derrota de los aduaneros, pero tenían que contener el asalto del comando que los atacaba por detrás.

 

 

En ese tipo de expedición, el Bigotudo y el afgano se mostraban especialmente eficaces. Cuando, además, gozaban de la presencia de la reina Ahotep, nada podía detenerlos ya.

 

 

Los milicianos hicsos cometieron el error de dividirse; unos acudieron en auxilio de los últimos aduaneros, y los otros se enfrentaron con los infantes enemigos.

 

 

Los supervivientes no necesitaron mucho tiempo para comprender que la partida se había perdido. Se refugiaron, pues, en las embarcaciones que componían la barrera flotante, con la esperanza de huir hacia el norte.

 

 

Entonces, vieron aparecer la flota de guerra, al mando del almirante Lunar, cuyos marinos se lanzaron al abordaje.

 

 

Como en los enfrentamientos anteriores, no hubo prisionero alguno.

 

 

Al rey le sorprendió la facilidad con la que su ejército había roto el cerrojo de Hermópolis, que muchos consideraban indestructible. La estrategia de la reina Ahotep había tenido éxito, como si la esposa de dios viera más allá de lo aparente.

 

 

Tras una señal del gobernador Emheb, el faraón y la reina fueron aclamados por sus soldados. Sin embargo, Ahotep parecía inquieta.

 

 

–¿Qué teméis, madre? ¡Nada detiene nuestro avance!

 

 

–De Tebas a Hermópolis, Egipto ha sido liberado. Pero esta reconquista solo puede ser pasajera.

 

 

Kamosis palideció.

 

 

–¿Qué queréis decir?

 

 

–Los hicsos a los que hemos vencido no disponían del armamento pesado que les permitió en su día conquistar nuestro país. El emperador se está burlando de nuestra ofensiva. Nos atrae progresivamente a una trampa en la que tendremos que enfrentarnos con sus verdaderas fuerzas.

 

 

Una vez más, la lucidez de la reina convenció al joven faraón.

 

 

–Sin embargo, madre, no podemos limitarnos a establecer un nuevo frente.

 

 

–Antes de proseguir, tengo que descifrar el mensaje de Hermópolis y descubrir la jarra de las predicciones.

 

 

n un primer momento, la población de Hermópolis se negó a creerlo. Luego, la noticia se confirmó, porque no quedaba ni un solo miliciano en las calles de la ciudad y todos podían clamar su odio al emperador sin temor a represalias. Finalmente, los más escépticos dieron rienda suelta a su alegría cuando el faraón Kamosis, tocado con la corona blanca, y la reina Ahotep, con una fina diadema de oro, aparecieron en el atrio del gran templo de Thot, erigido en el valle de los tamariscos.

 

 

–Habitantes de Hermópolis -proclamó el joven rey con fuerza-, ¡sois libres! Los hicsos han sido exterminados, y la aduana, aniquilada. El faraón reina de nuevo, como antaño y para siempre. Las tinieblas han sido rechazadas; la rectitud y la armonía de Maat son nuestra única ley. Un gran banquete, al que todos estáis invitados, sellará la recobrada felicidad.

 

 

El gobernador Emheb, el almirante Lunar, el afgano y el Bigotudo fueron aclamados por su triunfo. Las más hermosas muchachas de la ciudad solo tenían ojos para los arqueros, con Ahmosis, hijo de Abana, en cabeza. El único descontento era el canciller Neshi, que, en vez de participar en la fiesta, tenía la misión de organizarla y hacerlo bien.

 

 

Mientras la ciudad se preparaba para celebrar su liberación, la reina se dirigió al templo.

 

 

Un joven se arrodilló ante Ahotep.

 

 

–¡Os lo ruego, majestad, no sigáis adelante!

 

 

–Levántate, muchacho, y explícate.

 

 

No se atrevía a mirar a aquella mujer, demasiado hermosa y a la que todos llamaban la Reina Libertad. Los narradores transmitían ya su leyenda de aldea en aldea. Encontrarse así, tan cerca de ella… Nunca había esperado semejante honor.

 

 

–No entréis en este templo, majestad.

 

 

–¿Está, acaso, poblado de criaturas peligrosas?

 

 

–Los hicsos mataron a los sacerdotes, robaron los objetos valiosos y transformaron el santuario en almacén. Llenaron de piedras el pozo excavado hasta el océano primordial. Los dioses se han marchado; solo queda ya el espíritu del mal. No os enfrentéis con él, majestad, os necesitamos demasiado.

 

 

Sorprendido por su propia audacia, el joven se prosternó de nuevo.

 

 

–¿Cuál era tu trabajo bajo la ocupación?

 

 

–He cuidado el jardín del templo, majestad; solo, no me fue fácil, pero he evitado lo peor.

 

 

–Te nombro jardinero en jefe del templo de Hermópolis. Contrata inmediatamente ayudantes para devolver al lugar su pasado esplendor, y comenzad por vaciar ese pozo.

 

 

Ahotep contempló la puerta del santuario.

 

 

–Majestad, ¿no…, no vais a entrar en ese nido de maleficios?

 

 

Ahotep sabía que Hermópolis no estaba realmente liberada. La victoria militar, en efecto, se había conseguido, pero el emperador combatía también con otras armas.

 

 

Vaciado el pozo, la energía procedente del océano primordial inundaría de nuevo el templo. Pero Apofis no se había limitado a esa simple medida; en su interior debía de encontrarse algún dispositivo capaz de impedir el avance de los libertadores. El jefe de los hicsos solo podía haber elegido el lugar más célebre, es decir, la biblioteca, donde se conservaban los escritos del dios Thot, las palabras divinas inspiradas por el verbo de la luz.

 

 

Al descubrir el gran patio al aire libre, la reina sintió una herida en el corazón. Los hicsos habían almacenado allí espadas, armaduras y sacos de trigo. La primera sala cubierta le reservaba una visión más mortificante aún, ya que los soldados de las tinieblas la habían transformado en letrinas, y el olor de los excrementos era insoportable.

 

 

Un sordo gruñido alertó a la reina.

 

 

Se dirigió hacia el lugar de donde procedía y llegó así a la puerta de la biblioteca.

 

 

A uno y otro lado se habían grabado efigies de Thot, con cabeza de ibis y de Sechat, la soberana de la Casa de los Libros, coronada por una estrella de siete puntas.

 

 

El gruñido se hizo agresivo.

 

 

En el tejado del templo se hallaba una pantera, encarnación de la diosa Mafdet. Su papel consistía en desgarrar con sus colmillos y sus zarpas a quien intentara violar los secretos de Thot.

 

 

En el suelo, había osamentas cubiertas con uniformes hicsos ensangrentados. Tras haber intentado en vano matar a la fiera divina, a la que no podía alcanzar arma alguna, los invasores se habían retirado y habían dejado allí abandonadas las víctimas de Mafdet. ¿No serían los libros sagrados inaccesibles para siempre? Seguir avanzando produciría el ataque de la pantera, pero no podía retroceder. Ahotep tenía que penetrar en la biblioteca, donde se conservaba la jarra de las predicciones.

 

 

La única posibilidad que tenía de amansar a la fiera era presentarle el collar-menat de la diosa Hathor y esperar que sus vibraciones transformaran la agresividad en dulzura.

 

 

Sin apartar los ojos de Mafdet, Ahotep levantó hacia ella el símbolo del amor.

 

 

El animal emitió, primero, un rabioso grito, como si se le escapara una presa; luego, un ronroneo, en el que se mezclaban la duda y la frustración, y finalmente, una especie de maullido casi incongruente. Su terrorífica voz de bajo se había reducido a la emisión aguda de una gata enojada.

 

 

Con el collar mágico en alto, Ahotep avanzó hasta el umbral de la biblioteca.

 

 

La pantera se volvió y, con calma y elegancia, abandonó el lugar. La reina tenía el campo libre.

 

 

Corrió el cerrojo de cobre y penetró en la antigua sala de los archivos, donde los rollos de papiros estaban cuidadosamente alineados en los anaqueles y en cofres de madera. Gracias a la pantera de Mafdet, los escritos de Thot habían escapado a los bárbaros. Ensimismada, la reina examinó los tesoros de la venerable biblioteca, pero no descubrió allí jarra alguna. Se demoró en un texto que evocaba las potencias creadoras del universo; es decir, lo invisible, las tinieblas, el espacio infinito y las aguas sin límite, cada una de ellas con un aspecto masculino y otro femenino. Contenida en el huevo primordial, esta ogdóada(1) era el principal secreto de los sacerdotes de Thot. A través de ella, resultaba posible percibir la última realidad de la vida.

 

 

Nota (1) Grupo de ocho dioses primordiales del antiguo Egipto. (N. del T.)

 

 

Durante varias horas, la reina olvidó la guerra y se consagró al estudio de esos escritos de inagotable riqueza. Iniciándose en los misterios e impregnándose de palabras de luz, Ahotep proseguía, sin embargo, la lucha. Vencer a Apofis no exigía solo cualidades guerreras; era preciso ser también portadora de una espiritualidad lo bastante eficaz como para disipar la noche de la tiranía y la injusticia.

 

 

Cuando la reina abandonó la biblioteca de Thot, la ciudad estaba en fiestas, bajo la protección de la luna.

 

 

Una decena de jardineros trabajaba bajo la dirección de su joven jefe.

 

 

–¡Majestad, estáis viva! Thot ha guiado vuestros pasos.

 

 

–¿Has oído hablar de la jarra de las predicciones?

 

 

–Antes de morir, uno de los sacerdotes me reveló que los hicsos se la habían llevado para ocultarla en una tumba de Beni Hassan, de donde no volvería a salir nunca. Pero hay rumores que afirman que fue destruida en los primeros días de la invasión.

 

 

–¿No te apetece participar en los festejos?

 

 

–Mi vida está aquí. Y no festejaré antes de que el templo haya recuperado su belleza de antaño. Serán necesarios meses para limpiarlo todo, pero tengo ya un buen equipo y no escatimaremos las horas.

 

 

–¿Sabes leer?

 

 

–Un sacerdote me enseñó. Y sé escribir un poco…

 

 

Ahotep pensaba en otro jardinero, en el enclenque Seqen, que se había convertido en su esposo y en un gran faraón, muerto en nombre de la libertad.

 

 

–Nombra en tu lugar a uno de tus adjuntos -ordenó. El joven dio un respingo.

 

 

–Majestad…, ¿os he fallado?

 

 

–Enciérrate en la biblioteca tanto tiempo como te sea necesario para asimilar el mensaje de Thot. Luego, asumirás la función de superior del templo de Hermópolis.

 

 

n el acantilado se habían excavado las moradas de eternidad de los notables de Beni Hassan, a poca distancia al norte de Hermópolis. Desde lo alto de aquel grandioso paraje, la mirada descubría una vasta llanura, llena de palmerales y aldeas conectadas por canales. Majestuoso, el Nilo dibujaba elegantes curvas.

 

 

Pese a sus temores, el ejército egipcio no había encontrado resistencia alguna. Según los habitantes de la región, rebosantes de alegría al recibir a sus libertadores, los soldados del emperador habían abandonado sus posiciones dos días antes.

 

 

Preocupado, el faraón Kamosis disponía sus tropas como si fueran a sufrir una inminente contraofensiva, tanto por tierra como en el río. Del almirante Lunar al simple soldado, nadie bajaba la guardia.

 

 

De serena belleza, el lugar parecía, sin embargo, apacible, al margen de cualquier conflicto. La campiña desplegaba sus tranquilos encantos, que incitaban a la meditación.

 

 

–El emperador instaló aquí una barrera de maleficios -observó Ahotep-. Que nadie intente cruzarla.

 

 

–¿Cómo podemos destruirla, madre?

 

 

–Tengo que examinar cada tumba y descubrir aquella en la que depositaron la jarra de las predicciones.

 

 

–¿Y si los hicsos la destruyeron?

 

 

–Estaremos, entonces, ciegos y sordos.

 

 

–¡Dejad que os acompañe!

 

 

–Quédate a la cabeza del ejército, Kamosis. Si nos agrede, tendrás que reaccionar sin tardanza.

 

 

Observada por los soldados, la reina comenzó su ascenso. Según unos, se disponía a enfrentarse con un demonio del desierto; para otros, con genios malignos manipulados por el emperador. Según los mejor informados, la prosecución de la guerra dependía del enfrentamiento entre la Reina Libertad y una fuerza oscura, capaz de corroer el alma de los tebanos

 

 

En cuanto alcanzó la plataforma rocosa a lo largo de la que se habían dispuesto las sepulturas, Ahotep supo que había encontrado el lugar donde se había implantado la barrera de maleficios deseada por Apofis.

 

 

Con la cabeza martilleándole, las piernas pesadas y casi sin respiración, la reina se creyó sumida en un infierno, aunque un suave sol hacía brillar el verde de los cultivos y la blancura calcárea.

 

 

Estrechando en sus manos el collar-menas, Ahotep consiguió respirar casi con normalidad y acercarse a las tumbas.

 

 

Pero una estela le cerró el paso; una estela en la que se habían inscrito terribles fórmulas: «¡Maldición sobre quien atraviese el umbral de esta morada, fuego devorador sobre el profanador, condenación eterna!».

 

 

No eran palabras habituales en un lugar de paz profunda, unido a la eternidad. Sin duda alguna, habían sido grabadas por orden de Apofis, para que formaran un obstáculo infranqueable. El emperador de las tinieblas se había apoderado de un akh, un «espíritu luminoso», y lo había apartado de su función primera para transformarlo en fantasma agresivo y temible.

 

 

Así pues, Ahotep se dirigió a él y le presentó como ofrenda el collar.

 

 

Se levantó un fuerte viento. La reina creyó oír gritos de dolor, como si un alma extraviada fuera presa de un insoportable sufrimiento.

 

 

Ahotep desgarró la parte superior de su túnica en cuatro jirones, y los extendió uno junto a otro entre la estela y la entrada del dominio funerario.

 

 

El viento aumentó; los gemidos, también.

 

 

Ahotep puso en el suelo su varita en forma de serpiente. La cornalina se estremeció y se animó, y se irguió una cobra real. Ondulando sobre los jirones de lino, los incendió.

 

 

Tomando aquellas antorchas, la reina hizo con ellas un camino de fuego.

 

 

–Que las diosas ocultas en las llamas monten guardia de día y aseguren, por la noche, la protección -imploró-; que rechacen a los enemigos visibles e invisibles, que hagan penetrar la luz en las tinieblas.

 

 

El viento cesó, y el fuego disminuyó, poco a poco, de intensidad.

 

 

La estela amenazadora había desaparecido, como si se hubiera hundido en el acantilado.

 

 

Con la vara en la mano, Ahotep penetró en la morada de eternidad de un noble llamado Amenemhat. Cruzó un antepatio, pasó bajo un pórtico hipóstilo y se recogió sobre el suelo de la amplia capilla, cuya puerta estaba abierta. ¿Habría dispuesto allí el emperador otras trampas?

 

 

Confiando en su instinto, Ahotep pronunció el nombre de «Amenemhat, justo de voz», y le rogó que la acogiera en su paraíso terrenal.

 

 

Las pinturas eran de extraordinaria frescura. Dejándose atrapar por el encanto de las representaciones de pájaros, símbolos de las metamorfosis del alma, la reina se sintió bruscamente en peligro. Su mirada se clavó en unas escenas sorprendentes, consagradas a luchadores que se enfrentaban con las manos desnudas. Se hacían gran cantidad de presas y cada movimiento estaba descompuesto para servir de modelo.

 

 

Los rostros de los luchadores se volvieron hacia la reina.

 

 

En sus ojos, vio la intención de agredirla. Muy pronto, las figuras aparentemente inmóviles iban a animarse, a salir de las paredes y a maltratar a la intrusa.

 

 

–Soy la reina de Egipto y la esposa de dios. Vosotros, sois soldados al servicio del faraón. Que los hechizos del emperador abandonen vuestros cuerpos y que vuestra ciencia del combate se ponga al servicio de Kamosis.

 

 

Con la vara en forma de serpiente en la mano izquierda y el collar-menat en la diestra, Ahotep desafió a la cohorte de luchadores.

 

 

–Obedecedme o vuestra imagen será privada de vida. Que cada uno de vuestros gestos favorezca la luz, y no las tinieblas. Durante unos instantes, los luchadores parecieron ponerse de acuerdo. Luego, retomaron sus posturas iniciales.

 

 

Cualquier sensación de agresividad había desaparecido. Ahotep se dirigió a la hornacina que contenía las estatuas del propietario de la tumba y de su esposa. A sus pies, había una jarra.

 

 

En el interior de la jarra, encontró un papiro en el que se indicaban los buenos y los malos días del año en curso, de acuerdo con los mitos revelados en los distintos templos de Egipto. Cualquier acción de envergadura debía respetar aquel calendario sagrado.

 

 

–Vuélvelo a probar -ordenó el Bigotudo a un fortachón, muy descontento por haber mordido ya dos veces el polvo.

 

 

En su tercer intento, el fortachón fingió golpear al Bigotudo en la cabeza, pero, en el último momento, intentó alcanzarlo en el estómago.

 

 

Sin comprender lo que le sucedía, perdió el equilibrio, fue levantado horizontalmente y cayó de espaldas, con fuerza.

 

 

–¡Es una presa realmente fabulosa! – exclamó el Bigotudo, encantado al aplicar las técnicas de combate reveladas por la tumba de Amenemhat.

 

 

Varios escribas habían copiado con precisión las escenas de lucha, para que pudieran ser enseñadas a los reclutas. En aquel juego, el Bigotudo y el afgano se habían revelado como los mejores. Y no dejaban de exigir un entrenamiento intensivo para aumentar las posibilidades de supervivencia de sus hombres. Aunque no se hubiera producido ningún contraataque hicso, las tropas se hallaban en permanente estado de alerta. Kamosis se mostraba impaciente, pero la jarra de las predicciones había emitido su veredicto, es decir, que los próximos días eran impropios para una acción militar. Obligado a respetar las palabras de lo invisible, el faraón temía que el tiempo fuera contra el ejército de liberación.

 

 

–Parecéis inquieto, majestad -observó la hermosa Anat, obligada a permanecer en la tienda real.

 

 

–¿Y eso te alegra?

 

 

–Muy al contrario. Desde que me liberasteis de mis cadenas, solo deseo vuestro éxito.

 

 

–Eres muy seductora y lo sabes.

 

 

–¿Y es eso una falta tan grave que merezca castigo?

 

 

–Tengo preocupaciones mayores que la belleza de una mujer.

 

 

–¿Acaso esta guerra os impide amar? En ese caso, os faltará una fuerza indispensable para vencer. Lo que la violencia destruye solo el amor consigue reconstruirlo.

 

 

–¿Y tú, Anat, realmente deseas ser amada?

 

 

–Por vos, sí, siempre que seáis sincero.

 

 

Kamosis tomó en sus brazos a la siria de ojos azules y la besó con ardor.

 

 

l almirante Jannas había aplastado la revuelta de los anatolios, pero ¡a qué precio! La mitad de la flota de los hicsos había sido aniquilada, numerosos soldados de élite habían muerto y una enorme cantidad de heridos no podrían reincorporarse antes de mucho tiempo, tal vez nunca. Y las hostilidades se reanudarían un día u otro, pues los montañeses de Anatolia nunca iban a aceptar la dominación de los hicsos.

 

 

Pese a tan sombríos pensamientos, Jannas fue festejado como un héroe por una muchedumbre de oficiales y hombres de tropa, que concedían una total confianza al militar más condecorado del Imperio.

 

 

A modo de insigne honor, fue el gran tesorero Khamudi quien recibió personalmente a Jannas en las puertas de la ciudadela.

 

 

–El emperador aguardaba con impaciencia vuestro regreso, almirante.

 

 

–He actuado con la mayor rapidez, Khamudi.

 

 

–Claro, claro… Nadie lo duda. ¿Estáis satisfecho de los resultados obtenidos?

 

 

–Esta infomación está reservada al emperador.

 

 

–Naturalmente… Os llevaré a la sala de audiencia.

 

 

Apofis estaba en un indescriptible estado de rabia.

 

 

Aquella misma mañana, había intentado ponerse la corona roja del Bajo Egipto para mostrarse en el atrio del templo de Set. Sintiendo de inmediato fuertes dolores, había tenido que quitarse la maldita corona y devolverla a su escondrijo. Nadie sabría que se le negaba.

 

 

Gracias a los informes de su espía y a la consulta de su cantimplora de loza azul, en la que había dibujado un plano de Egipto, Apofis sabía que los tebanos habían reconquistado Cusae, Nefrusy y Hermópolis, y que el ejército de liberación se había detenido al norte de Beni Hassan.

 

 

Así pues, la reina Ahotep había conseguido romper la barrera mágica. Era, decididamente, un adversario temible, que desbarataba trampa tras trampa.

 

 

Esa guerra sería decisiva. Puesto que la reina y su hijo lanzaban todas las fuerzas de los rebeldes a la batalla, Egipto quedaría exangüe tras su derrota. Era la ocasión ideal para destruir definitivamente la antigua espiritualidad de los faraones.

 

 

Jannas se inclinó ante Apofis.

 

 

–Llegas en el momento oportuno, almirante. Sin duda, estás cansado por tu larga campaña, pero, desgraciadamente, no puedo concederte el menor reposo.

 

 

–Estoy a vuestras órdenes, majestad.

 

 

–¿Nos hemos librado, por fin, de los anatolios? Jannas vaciló antes de responder.

 

 

–Puedes hablar ante Khamudi.

 

 

El almirante no podía oponerse a una orden del emperador.

 

 

–He matado bastantes rebeldes como para que Anatolia no os cause preocupación alguna durante varios meses. Pero es imposible acabar con la guerrilla. Dentro de un año, dos tal vez, tendremos que golpear de nuevo.

 

 

Apofis no pareció contrariado.

 

 

–Nuestro ejército no está hecho para dormitar, almirante. La grandeza del Imperio exigirá siempre ese tipo de intervención. De momento, vas a encargarte de Egipto.

 

 

–¿Egipto? ¿No creéis que una simple operación policial…?

 

 

–Ahora las cosas son distintas, Jannas. Los tebanos han roto el frente de Cusae y han recuperado Hermópolis.

 

 

El almirante estaba consternado.

 

 

–No comprendo… ¡Uno solo de mis regimientos habría bastado para detenerlos!

 

 

–Yo no lo quise, Jannas. Era necesario que la reina Ahotep se enardeciera y que su hijo, el fantoche de Kamosis, creyese en la victoria. Cuanto más avanzan hacia el norte, más se acercan al terreno que conocemos mejor y en el que utilizaremos nuestras armas pesadas. Confiados, los rebeldes lanzarán la totalidad de sus fuerzas a un conflicto frontal, considerándolo a su alcance. Y además, yo tenía ganas de reorganizar la aduana de Hermópolis y librarme de aquel tiranuelo de Nefrusy. Eliminando a algunos inútiles, Ahotep me ha hecho un favor.

 

 

–¿Estamos correctamente informados de los movimientos del enemigo?

 

 

–Del mejor modo, Jannas. El espía que me permitió eliminar a Seqen, el marido de Ahotep, sigue sirviéndome con eficacia.

 

 

–¡Puedo, entonces, atacar de inmediato a los tebanos!

 

 

Apofis esbozó una de aquellas sonrisas que helaban la sangre a sus interlocutores.

 

 

–Hay algo más urgente, almirante, y aplicaremos otra estrategia. Comenzaremos por los parajes de Licht y de Pershaq.

 

 

Jannas era un soldado y un hicso, de modo que obedecería escrupulosamente las órdenes dadas por su emperador. Sin embargo, las consideraba poco adecuadas a su dignidad de jefe de las fuerzas armadas. Khamudi y sus esbirros habrían bastado para llevar a cabo aquella misión. Pero el almirante se obligaba a creer que Apofis tenía mejor visión que él y que era necesario aceptar sus exigencias.

 

 

Mientras se dirigía a su vivienda oficial, Jannas vio pasar a unos cincuenta ancianos, mujeres y niños cargados de fardos y encadenados unos a otros. Los custodiaban diez policías hicsos al mando de Dama Aberia, cuyas enormes manos seguían siendo impresionantes.

 

 

–¿Adónde llevas a esa gente?

 

 

–Secreto de Estado -respondió Dama Aberia.

 

 

–¡Tienes el deber de informarme!

 

 

–Son condenados, solo unos peligrosos condenados.

 

 

–¡Peligrosos, esos miserables! ¿Te estás burlando de mí?

 

 

–Cumplo órdenes.

 

 

El lamentable convoy siguió avanzando. Jannas se dirigió a casa de Khamudi, que contabilizaba las últimas recaudaciones de la venta de droga a los notables de Avaris.

 

 

–Me gustaría saber cuántos secretos de Estado siguen estándole vedados al jefe de los ejércitos hicsos.

 

 

Viendo los prietos labios del almirante, el gran tesorero comprendió que no tenía que tratarle sin consideraciones si quería evitar un estallido de cólera.

 

 

–¿Cuántos…? ¡Ninguno, almirante!

 

 

–No es eso lo que piensa Dama Aberia.

 

 

–Solo puede tratarse de un malentendido.

 

 

–En ese caso, decidme adónde lleva a los ancianos, los niños y las mujeres a los que califica de peligrosos.

 

 

Khamudi pareció algo molesto.

 

 

–Dama Aberia no está del todo equivocada. Ciertamente, esa gente parece inofensiva, pero, en realidad, son una amenaza muy real y propagan ideas perversas. Por eso, es necesario expulsarlos.

 

 

–¿Una simple expulsión?

 

 

–Los internamos en un lugar donde ya nada tendremos que temer de ellos.

 

 

–¡Un penal! ¿Dónde está situado?

 

 

–En Sharuhen.

 

 

–Nuestra base de retaguardia en Palestina. ¿Por qué allí?

 

 

–Está lo bastante lejos de Avaris, y los rebeldes reciben allí un justo castigo.

 

 

–Dado el rigor del lugar, muchos deben morir enseguida.

 

 

–¿Lamentáis, acaso, la desaparición de enemigos del emperador, almirante? Él aprueba, a la vez, la existencia de ese penal, que considera imprescindible, y las deportaciones de los revoltosos. Nuestra capital queda así purificada de cualquier elemento indeseable. ¿No es una excelente idea?

 

 

–Excelente, en efecto. ¿Tenéis que comunicarme algo más?

 

 

–Nada, os lo aseguro.

 

 

–Eso me alegra, gran tesorero. Khamudi sonrió ampliamente.

 

 

–Mi mujer y yo ofrecemos una divertida velada, con algunas chiquillas que serán deportadas mañana mismo. Antes de partir hacia el Medio Egipto, tendríais que uniros a nosotros.

 

 

–¿No os dije ya que ese tipo de distracciones no me interesan? Feliz velada, gran tesorero.

 

 

inos seguía mostrando el mismo ardor cuando hacía el amor con Ventosa, y la hermosa euroasiática continuaba gozando, en brazos de su amante, de una felicidad sin par. Pero no podía olvidar la cita secreta del cretense con un responsable de armamento, sospechoso de conspirar contra Apofis. Si Minos era culpable de semejante crimen, ¿no debía denunciarlo al emperador, para quien sería un placer ofrecérselo como víctima al toro o mandarlo al laberinto? Negándose a creer en semejante traición, Ventosa guardaba aún para sí aquella sospecha.

 

 

Con sus largas y finas manos, la euroasiática acarició el torso del cretense.

 

 

–Tengo la impresión de que me ocultas algo, amor mío.

 

 

–¿Acaso no lo sabes todo de mí?

 

 

–De vez en cuando, me lo pregunto.

 

 

–Haces bien.

 

 

Por fin, iba a contárselo todo.

 

 

–A mí, Minos, realmente puedes decírmelo todo.

 

 

–Es tan íntimo tan grave…

 

 

–Ten confianza.

 

 

El artista tragó saliva.

 

 

–Dudo de mi talento. Mis primeras pinturas me parecen anodinas, pero ¿no son más perfectas que las nuevas? A fuerza de interrogarme, pierdo a veces el sueño. Solo mi mano debería guiarme, pero le falta precisión. ¿Será una nueva etapa para mejorar, o es que mi inspiración se está secando?

 

 

Ventosa besó a Minos con violencia.

 

 

–¡Mientras me ames, tendrás genio!