Un día cualquiera

 

The Common Day,
(The New Yorker, 2-agosto-1947)

 

Cuando Jim se despertó a las siete de la mañana, saltó de la cama y recorrió todas las ventanas del dormitorio. Estaba tan acostumbrado al ruido y al hacinamiento de la ciudad que después de seis días en New Hampshire aún le parecía extraña y violenta la belleza de una mañana en el campo. Las colinas parecían surgir directamente del cielo del norte. Desde las ventanas del oeste vio el potente sol iluminando los árboles de las montañas, vertiendo su luz sobre la tranquila superficie del lago, y cayendo sobre las dependencias de aquella enorme y anticuada mansión con tanta energía como el tañido de campanas de hierro.

Se vistió y corrió las cortinas con mucho cuidado para que la luz no despertara a su mujer. Ellen, a diferencia de él, podía pasar en el campo todo el tiempo que quisiera; llevaba allí desde el principio del verano, y se quedaría hasta primeros de setiembre, para volver entonces a la ciudad con la cocinera, la picadora de hielo y la alfombra persa.

La planta baja de la gran casa de su suegra estaba tranquila y limpia cuando bajó la escalera. Emma Boulanger, la doncella francesa, quitaba el polvo del vestíbulo. Jim cruzó el sombrío comedor y abrió la puerta de la antecocina, pero otra de las criadas, Agnes Shay, se encontraba allí para impedirle penetrar en su territorio.

—Usted dígame tan sólo lo que quiere desayunar, señor Brown —dijo en tono desagradable—. Greta se lo preparará.

Jim quería desayunar en la cocina con su hijo de cinco años, pero Agnes no tenía intención de permitirle abandonar la parte noble de la casa para invadir la zona reservada a los criados y a los niños. Jim le dijo lo que quería para desayunar y volvió sobre sus pasos; cruzó el comedor y salió a la terraza. Allí la luz era tan violenta como un golpe, y el aire olía como si muchas maravillosas muchachas acabaran de cruzar el césped. Era una espléndida mañana de verano y parecía imposible que algo pudiera salir mal. Jim contempló la terraza, los jardines, la casa, con un ilusorio sentimiento de posesión. Oía a la señora Garrison —su suegra, viuda y propietaria legal de todo lo que abarcaba con la vista— hablando animadamente consigo misma desde el distante macizo de flores.

Mientras Jim tomaba el desayuno, Agnes le dijo que Nils Lund quería verlo. Esta noticia halagó a Jim. No pasaba más que diez días en New Hampshire todos los veranos, y estaba allí únicamente en calidad de huésped, pero le gustaba ser consultado por el jardinero. Nils Lund llevaba muchos años trabajando para la señora Garrison. Vivía en una casita dentro de la finca, y su mujer, ya muerta, había trabajado en la cocina. Nils se quejaba de que ninguno de los hijos de la señora Garrison se interesara por la propiedad, y a menudo le decía a Jim lo feliz que se sentía de tener un hombre con quien discutir sus problemas.

La huerta y el jardín de Nils no tenían ya la menor relación con las necesidades de la casa. Todas las primaveras araba y plantaba hectáreas de hortalizas y flores. La aparición de los primeros brotes de espárragos señalaba el comienzo de una desesperada carrera entre las hortalizas y la mesa de la señora Garrison. Nils, amargado por el despilfarro del que él mismo era autor, aparecía todas las tardes en la puerta de la cocina para decirle a Greta que si no comían más guisantes, más fresas, más judías, más lechugas y más repollos, las magníficas hortalizas que él había regado con su sudor se pudrirían.

Cuando Jim terminó de desayunar, rodeó la casa hasta llegar a la parte de atrás y Nils le dijo, cariacontecido, que algún animal se estaba comiendo el maíz, que empezaba a madurar en aquel momento. Ya habían hablado anteriormente de los destrozos en el sembrado de maíz. Al principio creyeron que se trataba de ciervos. Aquella mañana, la hipótesis de Nils se inclinaba más bien hacia los mapaches. Quería que Jim fuera con él a ver los destrozos.

—Esas trampas que hay en el cobertizo de las herramientas deberían resolvernos el problema si se trata de mapaches —dijo Jim—. Y además, me parece que hay un rifle en algún sitio. Esta noche colocaré las trampas.

Caminaron por el sendero que subía colina arriba hacia la huerta. De los campos que había junto a la senda, invadidos por el musgo y moteados de enebros, surgía un perfume indescriptible, acre y adormecedor.

—¿Ve usted? —dijo Nils cuando llegaron al sembrado de maíz—. ¿Ve usted, ve usted...? —Hojas, hilos sedosos y mazorcas medio comidas se hallaban esparcidos y pisoteados entre la tierra—. Lo planto —siguió el jardinero, como el marido de una arpía enumerando inútiles ejemplos de paciencia—. Entonces aparecen los cuervos para comerse la simiente. Lo cultivo. Y ahora no hay maíz.

Oyeron a Greta, la cocinera, cantando mientras subía por el camino; traía sobras de comida para los pollos. Se volvieron para verla. Era una mujer grande y robusta con una voz magnífica y los pechos de una contralto de ópera. Un segundo después de oír a Greta, el viento les trajo la voz de la señora Garrison desde el macizo de flores. La señora Garrison hablaba consigo misma continuamente. Sus palabras enérgicas y claramente pronunciadas resonaban en el aire transparente de la mañana como las notas de una trompeta.

—¿Por qué planta todos los años esta horrible verbena morada? Sabe que no me gusta el morado. ¿Por qué se empeña en plantar esta odiosa verbena morada...? Voy a hacer que cambie otra vez de sitio los aros. Y pondré los lirios de nuevo junto al estanque...

Nils escupió en la tierra.

—¡Condenada mujer! —dijo—. ¡Que el demonio se la lleve!

Greta le había recordado a su difunta esposa, y la sonora voz de la señora Garrison, a esa otra unión entre señora y jardinero que duraría hasta que la muerte la truncara. No hizo ningún esfuerzo por dominar su indignación, y Jim se vio atrapado entre el fuego cruzado del soliloquio de su suegra y la rabia de su jardinero. Dijo que iría a echar una ojeada a las trampas.

Las encontró en el cobertizo de las herramientas, y también halló un rifle en el sótano. Mientras cruzaba el césped se encontró con la señora Garrison, una mujer delgada, de cabellos blancos, vestida en aquel momento con un desastrado uniforme de doncella y un sombrero de paja medio deshecho. Llevaba un gran ramo de flores en los brazos. Ella y su yerno se dieron mutuamente los buenos días, elogiaron el buen tiempo, y siguieron su camino en direcciones opuestas. Jim llevó las trampas y el rifle detrás de la casa. Timmy, su hijo, estaba allí, jugando a los médicos con Ingrid, la hija de la cocinera, una niña de once años, pálida y flacucha. Los dos lo observaron durante unos instantes y luego continuaron con sus juegos.

Jim engrasó las trampas y limó las lengüetas para que saltaran al más mínimo roce. Mientras probaba las trampas, apareció Agnes Shay llevando de la mano a Carlotta Bronson, otra de los nietos de la señora Garrison. Carlotta tenía cuatro años. Su madre se había ido aquel verano a la costa Oeste para conseguir el divorcio, y Agnes se vio ascendida de doncella a niñera. Tenía casi sesenta años y se tomaba su nuevo cargo con gran vehemencia. Desde la mañana hasta la noche, llevaba a Carlotta fuertemente sujeta de la mano.

Miró las trampas por encima del hombro de Jim y dijo:

—No debería usted colocarlas hasta después de que los niños se hayan acostado, señor Brown... Carlotta, no te acerques a esas trampas. Ven aquí.

—No las pondré hasta más tarde —dijo Jim.

—Figúrese, si uno de los niños quedara atrapado podría romperle una pierna —dijo Agnes—. También tendrá usted cuidado con esa escopeta, ¿verdad, señor Brown? Las armas están hechas para matar. Siempre que he visto alguna, ha habido después un accidente... Ven, Carlotta, vamos. Te pondré un delantal limpio y luego podrás jugar en la arena antes de tomarte el zumo y las galletas.

La pequeña entró en la casa tras ella, y juntas subieron por la escalera de atrás al cuarto de los niños. Cuando estuvieron solas, Agnes besó tímidamente a la niña en la cabeza, como si tuviera miedo de molestar a Carlotta con su afecto.

—No me toques, Agnes —dijo Carlotta.

—No, querida, no lo haré.

Agnes Shay tenía el genuino espíritu de doncella. Rociada con agua de lavar platos y colonias muy poco perfumadas, criada en dormitorios estrechos y privados de la luz del sol, en pasillos y escaleras traseras, en lavaderos, en armarios de ropa blanca, y en esos comedores para los criados que hacen pensar en cárceles, su alma se había ido volviendo dócil y yerma. El escalafón dentro del servicio le parecía algo tan justo e inflexible como los círculos del infierno. Hubiese estado tan poco dispuesta a cederle un sitio a la señora Garrison en la mesa de la cocina como su señora lo hubiera estado de sentarla en su melancólico comedor. Agnes disfrutaba con el ritual de una casa grande. Corría las cortinas de la sala de estar al atardecer, encendía los candelabros en la mesa, y tocaba el gong para la cena con el entusiasmo de un monaguillo. En las noches que hacía buen tiempo, sentada entre los cubos de la basura y las leñeras, le gustaba recordar las caras de todas las cocineras que había conocido. Aquello hacía que su vida le pareciese más plena.

Agnes nunca había sido tan feliz como aquel verano. Le gustaban las montañas, el lago y el cielo, y se había enamorado de Carlotta con ardor juvenil. Se preocupaba por su propio aspecto. Se preocupaba por sus uñas, por su letra, por su educación. ¿Soy digna?, se preguntaba. La irritable e infeliz niña era su único lazo con la mañana, con el sol, con todas las cosas hermosas y estimulantes. Tocar a Carlotta, apoyar la mejilla sobre los cálidos cabellos de la niña, la colmaban de un sentimiento de recobrada juventud. La madre de Carlotta volvería de Reno en setiembre, y Agnes tenía ya pensado lo que iba a decirle: «¡Déjeme cuidar de Carlotta, señora Bronson! Mientras estuvo usted fuera, leí todos esos artículos del Daily News sobre el cuidado de los niños. Quiero a Carlotta. Está acostumbrada a mí. Sé lo que quiere...»

A la señora Garrison no le interesaban los niños, y con la señora Bronson en Reno, Agnes carecía de rivales, pero le atormentaba continuamente la idea de que pudiera sucederle algo a Carlotta. No la dejaba llevar una bufanda al cuello por temor a que se le enganchara en un clavo o en alguna puerta y la estrangulara. Cualquier escalera empinada, cualquier extensión de agua un poco profunda, el ladrido lejano de cualquier perro guardián asustaba a Agnes. Por la noche soñaba con un incendio en la casa y que ella, incapaz de salvar a Carlotta, terminaba arrojándose a las llamas. Ahora las trampas de acero y el rifle se habían añadido a todos sus otros motivos de ansiedad. Veía a Jim desde la ventana del cuarto de los niños. Las trampas no estaban montadas, pero eso no las hacía menos peligrosas, extendidas sobre el suelo, donde cualquiera podía pisarlas. En cuanto al rifle, Jim lo había desarmado y lo estaba limpiando con un trapo, pero Agnes tenía la impresión de que se hallaba cargado y de que apuntaba al corazón de Carlotta.

Jim oyó la voz de su mujer, y llevó las piezas del rifle a la terraza, donde Ellen estaba sentada en una hamaca, con la bandeja del desayuno sobre las rodillas. Jim le dio un beso, y pensó en lo joven, esbelta y bonita que parecía. Durante su vida de casados habían pasado muy poco tiempo en el campo, y estar juntos en una tranquila y luminosa mañana hacía que los dos sintieran que habían recuperado la emoción de los primeros encuentros. La tibieza del sol, como un estado ininterrumpido de intenso deseo, les impedía ver los defectos del otro.

Aquella mañana habían planeado ir en coche a Black Hill y ver el sitio donde había vivido Emerson. A Ellen le gustaba visitar granjas abandonadas con la idea de comprar algún día una casa de campo. Jim le seguía la corriente en esto, aunque en realidad no le interesaba, y ella, a su vez, creía que lo estaba engañando y que algún día, en algún sitio, sobre alguna colina desolada, encontraría una granja que le llegara directamente al corazón.

Salieron hacia Black Hill en cuanto Ellen terminó de desayunar. Aquellas excursiones a hogares abandonados los habían llevado por carreteras secundarias en pésimas condiciones, y la que los condujo hasta Black Hill resultó tan mala como la peor que Jim había encontrado nunca. Resultaría infranqueable desde octubre hasta mayo.

Cuando llegaron al lugar donde Emerson había vivido, Ellen contempló primero la modesta y deteriorada granja, y después observó el rostro de Jim, para ver cuál sería su reacción. Ninguno de los dos habló. Donde ella veía encanto y seguridad, él tomaba únicamente conciencia de un avanzado estado de decrepitud y de una sensación de encarcelamiento.

La granja estaba en la parte alta de la colina pero dentro de un pliegue del terreno, y Jim advirtió que si bien la curva de nivel protegía la casa de los vientos procedentes del lago, también la privaba de la vista del agua y de las montañas. Se fijó, además, en que todos los árboles de buen tamaño dentro de un radio de mil metros a partir del escalón de la entrada, hecho de granito, habían sido talados. El sol daba de lleno sobre el tejado de estaño. En una de las ventanas de la fachada, como un símbolo de la mezquina vida rural que él detestaba, pensó Jim, se veía un descolorido adhesivo de la Cruz Roja.

Bajaron del coche y cruzaron el patio delantero. Las hierbas les llegaban hasta la cintura, y entre ellas abundaba el trébol oloroso. Los brezos arañaban los pantalones de Jim. Se quedó con el oxidado picaporte en la mano cuando trató de abrir la puerta. Luego siguió a Ellen con impaciencia a través de las oscuras y malolientes habitaciones, igual que lo había hecho a través de otros cuartos en un estado similar de decrepitud en Maine, en Massachusetts, en Connecticut y en Maryland. Ellen era una mujer de muchos temores inexpresables —al tráfico, a la pobreza, y, particularmente, a la guerra—, y aquellas casas remotas e improbables representaban para ella seguridad y el sentimiento de encontrarse a salvo.

—Por supuesto, si compráramos este sitio —dijo ella—, tendríamos que gastarnos por lo menos diez mil dólares en arreglarlo. No haríamos más que comprar el terreno. Me doy perfecta cuenta de ello.

—Bueno, tengo que admitir que seis mil dólares es un buen precio por toda esta tierra —dijo él discretamente. Encendió un cigarrillo y a través de una ventana con los cristales rotos contempló un montón de maquinaria agrícola oxidada.

—¿Te das cuenta? Podríamos tirar todos estos tabiques —dijo ella.

—Sí —asintió él.

—Cada vez estoy más convencida de que debemos tener un sitio nuestro, lejos de Nueva York —explicó Ellen—. Si hubiese una guerra, nos atraparía como a ratas. Claro que, si dejáramos la ciudad por completo, no estoy segura de que pudiéramos ganarnos la vida. Tal vez abriendo un almacén de productos congelados...

—Yo no sé mucho sobre procesos de congelación —dijo él.

Aquel diálogo era ya tan parte de sus estancias en el campo como nadar y beber, pensó Jim, y sería breve.

—Entonces, ¿no te gusta este sitio? —preguntó Ellen, y cuando él dijo que no, suspiró y abandonando el oscuro zaguán salió a la luz del sol.

Él la siguió y cerró la puerta. Ellen miró hacia atrás como si su marido hubiese cerrado la puerta de la salvación, y luego lo cogió del brazo y fue caminando a su lado hasta el coche.

 

La señora Garrison, Ellen y Jim almorzaron aquel día en la terraza. Ingrid y Timmy lo hicieron en la cocina, y Agnes Shay dio de comer a Carlotta en el cuarto de los niños. Luego la desnudó, corrió las cortinas y la acostó. Ella se tumbó en el suelo al lado de la cama y se durmió profundamente. A las tres se despertó y llamó a Carlotta. La niña estaba sudorosa y de mal humor.

 

Después de vestir a Carlotta, Agnes bajó con ella al cuarto de estar. La señora Garrison la esperaba allí. Uno de los ritos de aquel verano era que pasara una hora con Carlotta todas las tardes. Al quedarse sola con su abuela, la niña se sentó muy erguida en una silla. La señora Garrison y Carlotta se aburrían mutuamente.

La vida de la señora Garrison había sido siempre extraordinariamente fácil, tan bien apoyada por sus amistades y por todo tipo de placeres que conservaba aún una sorprendente viveza. Era impulsiva, generosa y muy amable. Inquieta, también.

—¿Qué te parece que hagamos, Carlotta? —preguntó.

—No sé —dijo la niña.

—¿Quieres que te haga un collar de margaritas, Carlotta?

—Sí.

—Bueno, espérame aquí, entonces. No toques los caramelos ni las cosas de mi escritorio, ¿entendido?

La señora Garrison salió al vestíbulo y consiguió un cesto y unas tijeras. El césped debajo de la terraza terminaba bruscamente en un campo cubierto de margaritas blancas y amarillas. En seguida llenó el cesto. Cuando volvió al cuarto de estar, Carlotta seguía sentada muy tiesa en su silla. La señora Garrison no se fiaba de la niña, e inspeccionó el escritorio antes de instalarse en el sofá. Luego empezó a enhebrar las flores con aguja e hilo.

—Te voy a hacer un collar, un brazalete y una corona —dijo.

—No quiero un collar de margaritas —replicó Carlotta.

—Pero antes me has dicho que querías uno.

—Quiero un collar de verdad —dijo la niña—. Quiero uno de perlas, como el que tiene tía Ellen.

—¡Válgame Dios! —exclamó la señora Garrison.

Dejó a un lado la aguja y las flores. Se acordó de sus primeras perlas. Las había llevado en una fiesta en Baltimore. Había sido una fiesta maravillosa, y el recuerdo la emocionó por un momento. Luego se sintió vieja.

—Todavía no eres lo bastante mayor para tener perlas —le dijo a Carlotta—. No eres más que una niña. —Hablaba en voz baja, porque el recuerdo de Baltimore la había hecho pensar en otras fiestas; la del club náutico cuando se torció el tobillo y el baile de máscaras al que asistió disfrazada de sir Walter Raleigh. El día estaba resultando muy caluroso, y el calor adormilaba a la señora Garrison y la inclinaba a las reminiscencias. Pensó en Filadelfia y en las Bermudas, y se sumergió tanto en los recuerdos que se sobresaltó cuando Carlotta habló de nuevo.

—No soy una niña —dijo de pronto—. ¡Soy una chica mayor! —se le quebró la voz y las lágrimas acudieron a sus ojos—. ¡Soy mayor que Timmy y que Ingrid y que todo el mundo!

—Ya te llegará el momento de ser mayor —dijo la señora Garrison—. Deja de llorar.

—Quiero ser una señora. Quiero ser una señora como tía Ellen y como mamá.

—¡Y cuando seas tan mayor como tu madre querrás ser niña de nuevo! —repuso la señora Garrison, enfadada.

—Quiero ser una señora —exclamó la niña—. No quiero ser pequeña. No quiero ser una niña.

—Ya está bien. Deja de llorar. Hace demasiado calor. No sabes lo que quieres. Mírame a mí: me paso la mitad del tiempo deseando ser más joven para poder bailar. Es ridículo, es perfectamente...

Advirtió una sombra que cruzaba bajo el toldo al otro lado de la ventana. Se acercó a ella y vio a Nils Lund, que se alejaba por el césped. Habría oído toda la conversación. Esto hizo que la señora Garrison se sintiera profundamente incómoda. Carlotta seguía llorando. Le molestaba mucho oírla llorar. Le pareció que el sentido de aquella tarde calurosa, que su vida misma, por un segundo, dependía de la felicidad de la niña.

—¿Hay algo que te apetezca hacer, Carlotta?

—No.

—¿Quieres un caramelo?

—No, muchas gracias.

—¿Te gustaría ponerte mis perlas?

—No, muchas gracias.

La señora Garrison decidió dar por terminada la conversación y llamó a Agnes para que acudiera a recoger a su nieta.

En la cocina, Greta y Agnes tomaban café. Ya estaban lavados los platos del almuerzo, y la agitación que precedía a la cena no había comenzado aún. La cocina estaba fresca y limpia, y en silencio los alrededores de la casa. Las dos se reunían allí todas las tardes; era la hora más agradable del día.

—¿Dónde está? —preguntó Greta.

—Está ahí dentro, con Carlotta —respondió Agnes.

—Esta mañana hablaba sola en el jardín —dijo Greta—. Nils la oyó. Ahora quiere que cambie de sitio algunos lirios. Nils no hará nada, ni siquiera cortará la hierba.

—Emma limpió la sala de estar —comentó Agnes—. Y acto seguido apareció ella con todas esas flores.

—El verano que viene vuelvo a Suecia —dijo Greta.

—¿Todavía cuesta cuatrocientos dólares?

—Sí —respondió Greta. Siempre tenía que hacer un esfuerzo para no utilizar ja, la palabra sueca—. Quizá el año que viene no cueste tanto. Pero si no voy el año que viene, Ingrid cumplirá los doce y tendrá que pagar billete completo. Quiero ver a mi madre; está mayor.

—Deberías ir —señaló Agnes.

—Fui en 1927, en 1935 y en 1937 —dijo Greta.

—Yo volví a casa en 1937 —dijo Agnes—. Ésa fue la última vez. Mi padre era ya un anciano. Estuve allí todo el verano. Pensaba volver al año siguiente, pero ella me dijo que si me marchaba me despediría, así que no fui. Y aquel invierno mi padre murió. Quería verlo.

—Yo quiero ver a mi madre —declaró Greta.

—Aquí hablan mucho del paisaje —comentó Agnes—. ¡Unas montañitas insignificantes! Irlanda es como un jardín.

—¿Volvería a hacerlo?, me pregunto a mí misma —dijo Greta—. Ahora soy demasiado vieja. Mírame las piernas. Fíjate en mis varices. —Sacó una pierna de debajo de la mesa para que Agnes se la viera.

—No tengo ninguna razón para volver —aseguró Agnes—. Mis hermanos han muerto, los dos. No tengo a nadie fuera de aquí. Querría haber visto a mi padre.

—¡Ah, la primera vez que vine! —exclamó Greta—. Era como una fiesta en aquel barco. Hazte rica. Vuelve a casa. Hazte rica. Vuelve a casa.

—A mí me pasó lo mismo —dijo Agnes. Oyeron un trueno. La señora Garrison volvió a tocar el timbre, impaciente.

 

La tormenta llegó desde el norte. El viento se transformó en huracán, una rama verde cayó sobre el césped y por la casa resonaron gritos y el ruido de las ventanas al cerrarse de golpe. Cuando llegaron la lluvia y los relámpagos, la señora Garrison estuvo viéndolos desde la ventana de su dormitorio. Carlotta y Agnes se escondieron en un armario. Jim, Ellen y su hijo estaban en la playa y contemplaron la tormenta desde la puerta del cobertizo de los botes. Duró media hora y luego se alejó hacia el oeste, dejando la atmósfera más fría y transparente; pero la tarde se había esfumado.

 

Mientras los niños cenaban, Jim fue hasta el maizal, instaló las trampas y puso el cebo. Al volver colina abajo, le llegó desde la cocina el olor de un bollo que se hacía en el horno. El cielo estaba limpio, la luz sobre las montañas era muy suave, y la casa parecía concentrar todas sus energías en la preparación de la cena. Jim vio a Nils junto al gallinero y le dio las buenas tardes, pero el jardinero no le respondió.

La señora Garrison, Jim y Ellen tomaron unos cócteles antes de cenar, luego vino con la comida, y para cuando se trasladaron a la terraza con el café y el coñac estaban un poquito borrachos. Anochecía.

—He tenido carta de Reno —anunció la señora Garrison—. Florrie quiere que me lleve a Carlotta a Nueva York cuando vaya el día 12 para la boda de Peyton.

—Shay morirá —dijo Ellen.

—Shay perecerá —la corrigió la señora Garrison.

El cielo daba la impresión de estar lleno de fuego. Veían el triste resplandor rojo entre los pinos. Los extraños vientos que soplan en las montañas inmediatamente antes de que oscurezca trajeron, desde más abajo, en el lago, las palabras de una canción, cantada por unas niñas que se hallaban allí de acampada:

 

Hay un campamento para chicas
en el lago Bellows.
Campamento Massassoit's
es su nombre.
Desde que sale el sol
hasta que acaba el día,
allí se pasa
estupendamente...

 

Las voces eran agudas, entusiastas, confiadas. Luego un cambio en la dirección del viento interrumpió la canción y trajo un poco de humo de leña hasta donde se hallaban los tres sentados. Se oyó el distante retumbar de un trueno.

—Siempre que oigo truenos—dijo la señora Garrison—, me acuerdo de que a Enid Clark la mató un rayo.

—¿Quién era? —quiso saber Ellen.

—Una mujer extraordinariamente desagradable. Una tarde se bañó frente a una ventana abierta y la mató un rayo. Su marido se había peleado con el obispo, así que el cortejo fúnebre no salió de la catedral. La instalaron junto a la piscina y celebraron el funeral allí, pero no había nada de beber. Nosotros volvimos en coche a Nueva York después de la ceremonia y tu padre se paró durante el camino en casa de un contrabandista de bebidas y compró una caja de botellas de whisky. Era sábado por la tarde y había un partido de fútbol y muchísimo tráfico en la zona de Princeton. Teníamos aquel chófer francocanadiense, y su manera de conducir siempre me ponía nerviosa. Hablé de ello con Ralph, y dijo que era una estupidez; cinco minutos después, el coche estaba boca abajo. Yo salí disparada por una ventanilla abierta y fui a caer en un pedregal, y lo primero que hizo tu padre fue mirar en el maletero para ver qué había pasado con el whisky. Allí me tenías, desangrándome, mientras él contaba las botellas.

La señora Garrison arregló la manta de viaje con que se tapaba las piernas y miró hacia el lago y las montañas entornando los ojos. El ruido de pasos en el camino de grava la alarmó. ¿Visitantes? Al volverse vio que se trataba de Nils Lund. El jardinero torció para cruzar el césped en dirección a la terraza, arrastrando los pies dentro de unos zapatos que le estaban grandes. El mechón que le caía sobre la frente, el pelo corto y descolorido, su silueta enjuta y la línea de los hombros hacían pensar a Jim en un muchacho. Era como si el desarrollo de Nils, su mismo espíritu, se hubiesen visto detenidos en algún verano de su juventud, aunque por otra parte se moviera con aire cansado y sin vivacidad, como un anciano con el corazón destrozado. Se acercó al borde de la terraza y habló en dirección a la señora Garrison, aunque sin mirarla:

—No voy a cambiar los lirios, señora Garrison.

—¿Cómo dice, Nils? —preguntó ella, inclinándose hacia adelante.

—Que no voy a cambiar los lirios.

—¿Por qué no?

—Tengo demasiado trabajo. —La miró y habló airadamente—: Todo el invierno lo paso aquí solo, con nieve hasta el cuello. El viento hace tanto ruido que no me deja dormir. Llevo diecisiete años trabajando para usted y no ha venido nunca cuando hace mal tiempo.

—¿Qué tiene que ver el invierno con los lirios, Nils? —preguntó ella con calma.

—Tengo demasiado trabajo. Trasplanta los lirios. Trasplanta las rosas. Corta la hierba. Todos los días quiere usted algo distinto. ¿Por qué? ¿Por qué es usted mejor que yo? Lo único que sabe hacer es matar flores. Yo las hago crecer. Usted las mata. Si se funden los plomos, usted no sabe cómo cambiarlos. Si algo se sale, tampoco sabe qué hacer. Matar flores, eso es lo único que sabe hacer. Llevo diecisiete años esperándola todos los inviernos —gritó—. Usted me escribe: «¿Hace buen tiempo? ¿Están bonitas las flores?» Luego viene. Se sienta ahí. Bebe. Malditos sean. Usted mató a mi mujer. Ahora quiere matarme a mí. Usted...

—Cállese, Nils —dijo Jim.

El jardinero se dio la vuelta inmediatamente e inició la retirada cruzando el césped, sintiéndose de pronto tan avergonzado que parecía cojear. Ninguno de ellos dijo nada, porque tenían la impresión, después de verlo desaparecer detrás del seto, que quizá se hubiera escondido allí, esperando para oír lo que dijeran. Luego, Ingrid y Greta cruzaron el césped de vuelta de su paseo al anochecer, cargadas con piedras y flores silvestres que traían de aquellas excursiones para decorar sus habitaciones encima del garaje. Greta le dijo a Jim que había un animal en una trampa del maizal. A ella le parecía que se trataba de un gato.

Jim cogió el rifle y una linterna y subió la colina hacia el huerto. Al acercarse al maizal oyó unos débiles gemidos. Luego aquella criatura, la que fuese, empezó a golpear el suelo, con un ruido potente, tan regular como un latido, y acompañado por el entrechocar de los eslabones de la cadena sujeta a la trampa. Al llegar al maizal, Jim dirigió la luz hacia los tallos rotos. El animal hizo un ruido silbante y se abalanzó hacia la luz, pero no podía librarse de la cadena. Era un mapache gordo y con joroba. En seguida se escondió de la luz entre el maíz destrozado. Jim esperó. La luz de las estrellas le permitía ver las altas y deshilachadas siluetas de las plantas de maíz, y cada vez que la brisa pasaba entre las hojas, entrechocaban como trozos de madera. El mapache, empujado por el dolor, empezó a golpear el suelo espasmódicamente. Jim mantuvo la linterna pegada al cañón del rifle y disparó dos veces. Cuando el mapache hubo muerto, soltó la trampa y la sacó del maizal junto con el cadáver.

Era una hermosa noche, tranquila e inmensa. En lugar de volver al camino, Jim tomó un atajo, atravesando el huerto y un campo para llegar al cobertizo de las herramientas. La tierra estaba muy oscura, y Jim se movía con precaución, aunque torpemente. El pesado cuerpo del mapache olía como un perro.

—Señor Brown, señor Brown, oh, señor Brown —llamaba alguien. Era Agnes. Se había quedado casi sin aliento y su voz destilaba preocupación. Carlotta y ella se hallaban en medio del campo, y en camisón—. Oímos el ruido —explicó Agnes—. El disparo de la escopeta. Teníamos miedo de que hubiese habido un accidente. Yo ya sabía que a Carlotta no le había pasado nada, porque estaba junto a mí. ¿No es cierto, cariño? Pero no podíamos dormir. No podíamos cerrar los ojos después de oír el ruido. ¿No ha sucedido nada malo?

—No —dijo Jim—. Tan sólo que había un mapache en el huerto.

—¿Dónde está el mapache? —preguntó Carlotta.

—El mapache se ha ido a hacer un viaje muy largo, cariño —explicó Agnes—. Vamos, ven conmigo, mi vida. Espero que ahora podamos ya dormir tranquilas, ¿no te parece?

Se dieron la vuelta, camino de la casa, avisándose la una a la otra sobre los palos y las zanjas y otros peligros del campo. Su conversación estaba llena de diminutivos, timidez y vaguedad. Jim quería ayudarlas, sentía un deseo apremiante de ayudarlas, de ofrecerles la linterna, pero llegaron a la casa sin su ayuda, y oyó cómo la puerta de atrás se cerraba y ahogaba sus voces.


Relatos
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