La duquesa
The Duchess,
(The New Yorker, 13-diciembre-1958)
Si a uno le ha tocado ser hijo de un minero o educarse —como yo— en una pequeña ciudad de Massachusetts, la compañía de una encopetada duquesa posiblemente le suscite ciertos sentimientos cuya vulgaridad no tiene cabida en el universo de la ficción, pero era una mujer hermosa, en definitiva, y la belleza no tiene nada que ver con la alcurnia. Era esbelta, pero no delgada, y más bien alta. Sus cabellos eran de un rubio ceniciento, y su clara y admirable frente armonizaba con aquel grandioso y derruido trasfondo de piedra caliza y mármol, el palacio romano donde residía. Era de su propiedad, y al abandonar las sombras de su mansión para recorrer a pie, en hora temprana, a lo largo del río, el camino que la separaba de la misa, nunca parecía haberse alejado por completo de su luz veteada. Podría haber sorprendido, pero no alarmado, verla en compañía de los santos y los ángeles de piedra que coronan el tejado de Sant'Andrea della Valle. No se trataba de la Roma que figura en las guías turísticas, sino de la actual, cuyo atractivo no es el Coliseo a la luz de la luna ni la plaza de España bañada por una súbita ducha, sino el patético espectáculo de una magna y vetusta metrópoli que sucumbe confusamente al cambio. Vivimos en un mundo donde las riberas del más recóndito arroyuelo truchero han sido aplanadas por las botas de los pescadores, y en que la música que se despeña desde los muros medievales al jardín donde estamos sentados es una antigua grabación de Vivienne Segal cantando Bewitched, Buthered and Bewildered; y Donna Carla, como usted y yo, vivía con un pie en el pasado.
Se llamaba Donna Carla Malvolio-Pommodori y era duquesa de Vevaqua-Perdere-Giusti, etc. La hubieran considerado hermosa en cualquier sitio, pero sus ojos azules, su piel pálida y el resplandor de su pelo resultaban extraordinarios en Roma. Hablaba inglés, francés e italiano con similar elegancia, pero el italiano era el único que escribía correctamente. Redactaba su correspondencia mundana en una especie de inglés: «Donna Carla le dispensa gracias por las flaures», «Donna Carla solicita el honor de su compagnía», etc. El primer piso de su palacio sobre el Tíber había sido habilitado para establecimientos comerciales, y ella vivía sobre el piano nobile. Las dos plantas superiores se habían convertido en apartamentos de alquiler. Pero aún conservaba para sí unas cuarenta habitaciones.
Casi todas las guías turísticas refieren en letra pequeña la historia de su familia, y no es posible viajar por Italia sin topar con las moles de albañilería que los Malvolio-Pommodori diseminaron por doquier, desde Venecia hasta Calabria. La dinastía contó con tres papas, un dux y treinta y seis cardenales, así como con muchos nobles avariciosos, deshonestos y sanguinarios. Don Camillo contrajo matrimonio con la princesa Plèves, y una vez que ella le hubo dado tres varones, hizo que la excomulgaran bajo una falaz acusación de adulterio, y se apoderó de todas sus tierras. Don Camillo y sus hijos perecieron en el curso de una cena a manos de asesinos pagados por su anfitrión, Marcantonio, tío de don Camillo. Marcantonio murió estrangulado por los hombres de Cosimo, a quien envenenó más tarde su sobrino Antonio. El palacio de Roma había poseído una mazmorra: un calabozo bajo un aposento cuyo suelo se accionaba conforme al principio que mueve un balancín. Si alguien pisaba más allá del eje (o bien lo empujaban para que lo hiciese), caía aullando al pozo donde habría de dejar sus huesos. Todo ello acontecía mucho antes del siglo XIX, en que los pisos superiores fueron habilitados como apartamentos. Los abuelos de Donna Carla fueron nobles romanos ejemplares. Incluso eran mojigatos, y habían hecho adecentar los frescos eróticos del salón de baile, aunque éste ya no se usaba. En el salón de fumar perduraba una estatua marmórea de ambos antepasados. Era de tamaño natural y los representaba tal como pudieron ataviarse para dar un paseo por el Lungotevere: con sombrero, guantes y bastón de mármol. El abuelo ostentaba incluso un cuello de piel marmóreo sobre un abrigo igualmente pétreo. Ni el concejal de parques y jardines más corrompido y de peor gusto podría haber sido sobornado para exhibir al aire libre cosa semejante.
Donna Carla nació en el pueblo familiar de Vevaqua, en la Toscana, donde sus padres vivieron muchos años una especie de exilio. Su padre era de gustos sencillos, audaz, piadoso, justo y heredero de un inmenso patrimonio. Tuvo una mala caída cuando de joven cazaba en Inglaterra: se rompió brazos y piernas, se fracturó el cráneo y también varias vértebras. Sus padres emprendieron el entonces largo viaje desde Roma hasta Gran Bretaña, y aguardaron tres días a que su brillante vástago recobrara la conciencia. Se pensó que jamás podría volver a caminar. Su poder de recuperación fue extraordinario, pero pasaron dos años sin que lograra dar un solo paso. Entonces, todavía débil, gracias a dos bastones y a la ayuda de una enfermera de busto exuberante que se llamaba Winifred-Mae Bolton, cruzó el umbral de la clínica en dirección al jardín. Erguida la cabeza, esbozó su rápida sonrisa y avanzó cojeando como si, en lugar de su dolencia, demorara sus pasos el placer que sentía al salir al jardín y al aire fresco. Hasta seis meses después no pudo volver a Roma, y regresó con la nueva de que iba a casarse con Winifred-Mae Bolton. Ella le había dado —literalmente— su vida, y como buen noble que era, ¿qué podía darle él a cambio sino la suya propia? La consternación fue indescriptible en Roma, París y Milán. Sus padres lloraron, pero se mantuvieron firmes en su lucha contra aquella resuelta tendencia a la honradez que su hijo había demostrado poseer desde niño. Su padre, que lo amaba como a su propia vida, dijo que Winifred-Mae no traspasaría las puertas de Roma mientras él viviese, y ella no lo hizo.
La madre de Donna Carla era una mujer voluminosa y alegre, muy desenvuelta de maneras y con un penacho amarillo rojizo que coronaba su pelo. Todo el italiano que aprendió en su vida fue «prego» y «grazie», vocablos que pronunciaba «praigo» y «graizia». Se ocupó del jardín durante los años de exilio en Vevaqua. El estilo vigente en los jardines de las estaciones ferroviarias de Inglaterra influía en sus gustos tradicionales, y dibujaba con violetas el nombre de su marido —Cosimo— y lo insertaba en un arriate de alcachofas con forma de corazón. Le gustaba freír pescado y patatas, razón por la cual los campesinos la creían loca. La única muestra de que el duque hubiese podido lamentar su matrimonio era alguna que otra —y encantadora— mirada de desconcierto en su rostro agraciado. Fue siempre cariñoso, cortés y protector con su esposa. Donna Carla tenía doce años cuando sus abuelos fallecieron. Tras un período de duelo, ella, Winifred-Mae y el duque entraron en Roma por la puerta de Santa María del Popolo.
Probablemente Winifred-Mae estaba ya para entonces lo suficientemente acostumbrada a la grandiosidad ducal como para sentirse apabullada por el tamaño del palacio sobre el Tíber. Su primera noche en Roma fijó la pauta de su futura vida allí.
—Ahora que estamos otra vez en una ciudad —dijo—, con todo lleno de tiendas y demás, voy a salir a comprar un poco de pescado fresco, ¿verdad que sí, duqui?, y te lo freiré como cuando estabas en el hospital.
La sonrisa de asentimiento del duque reveló un amor perfecto. En el mercado, Winifred-Mae desechó los calamares y las angulas, pero encontró un buen lenguado, se lo llevó a casa y lo frió con algunas patatas en la cocina, mientras las criadas asistían con lágrimas en los ojos al declive de tan augusta casa. Después de cenar, como era costumbre en Vevaqua, Winifred-Mae cantó. No era cierto que hubiera interpretado cancioncillas y alzado sus enaguas en music halls ingleses, como aseguraban sus enemigos. Había actuado en ellos antes de hacerse enfermera; pero solía cantar la Meditación de la ópera Thais y Camino a Mandalay. Su exhibición de falta de talento era completa; resultaba prodigiosa. Daba la impresión de que mostraba a plena luz su torpeza para que todos la constatasen, y de que enseñara públicamente la magnitud de la misma. Aporreaba ruidosamente al piano bemoles y sostenidos, pero lo hacía con tan delicioso candor y confianza en sí misma que su ejecución llegaba a ser refrescante. El duque irradiaba júbilo ante aquellos logros de su esposa, y en modo alguno parecía proclive a comparar estos esparcimientos con los de su infancia, cuando en compañía de su niñera había visto desde el balcón de la sala de baile cómo un emperador, dos reyes, tres reinas y ciento treinta y seis grandes duques y grandes duquesas danzaban una cuadrilla. Winifred-Mae cantó durante una hora, y después apagaron las luces y se fueron a la cama. Por aquellos años, un buho había anidado en la torre del palacio, y podían oír el campanilleo del ave prevaleciendo sobre la susurrante música de las fuentes. A Winifred-Mae aquel detalle le recordaba Inglaterra.
Roma no hizo jamás ni el menor esfuerzo por reparar en la existencia de Winifred-Mae, pero una encantadora duquesita, y multimillonaria además, era algo demasiado especial para pasarlo por alto, y al parecer, Donna Carla iba a ser la mujer más rica de Europa. Para que los pretendientes pudieran serle presentados, había que tener en cuenta a Winifred-Mae, y entonces fue reclamada por la alta nobleza. Ella seguía cocinando, cosiendo, cantando y haciendo punto; la alta nobleza pudo conocerla en su propia salsa. Era todo un escándalo. Hacía entrar en la cocina a los nobles invitados mientras metía en el horno un pastel de riñones y carne. Confeccionaba fundas de cretona para el mobiliario del salottino. Se quejó explícitamente del anticuado sistema de cañerías palaciego. Instaló una radio. Ante su insistencia, el duque tomó como secretario a un joven inglés llamado Cecil Smith. El tal Smith no agradaba ni siquiera a sus compatriotas. Con sólo verlo bajar la escalera de la plaza de España bajo el sol matutino, recordaba uno la zona industrial de las Middlands. Olía a Stoke-on-Trent[18]. Era un hombre alto, de pelo castaño rizado, dividido en dos y peinado sobre la frente como si fuera un paño. Vestía prendas oscuras que le enviaban de Inglaterra y que le sentaban mal, y, como consecuencia de su temor a las corrientes de aire y su miedo a la impudicia, daba la impresión de estar sepultado en ropas. Usaba gorro de dormir, camisetas, guantes y chalecos, y le asomaban los puños de su larga ropa interior cuando estiraba la mano para coger otra taza de té, que tomaba con Winifred-Mae. Tenía modales refinados. Se ponía visera y puños de papel en el despacho del duque, y freía salchichas y patatas en una cocinilla de gas en su apartamento.
Pero la tronada nobleza tenía que pasar por alto el coser, el cantar, el aroma del pescado y las patatas y la presencia de Cecil Smith. Pensar en lo mucho que la gracia de Donna Carla —y sus miles de millones— podía hacer por resucitar el brillo de la aristocracia producía palpitaciones. Los posibles pretendientes empezaron a acudir al palacio cuando ella tenía apenas trece o catorce años. Y Donna Carla era amable con todos. Incluso poseía esa suerte de gracia interior que iba a hacerla tan persuasiva en su juventud. No era una muchacha solemne, pero la hilaridad parecía impropia de su rango, y cierta condesa que había ido a presentar a su hijo comentó más tarde que era como la princesa del cuento de hadas: la princesa que jamás se había reído. La observación encerraba sin duda algo de verdad, pues hizo fortuna: la gente la repetía, y con ella aludían a un clima de melancolía o cautividad que afectaba a Donna Carla a pesar de sus rasgos claros y su apariencia alegre.
Todo esto ocurría en los años treinta, década en Italia de desfiles callejeros, arrestos, asesinatos y pérdida de los lustres de familia. Cecil Smith regresó a Inglaterra al estallar la guerra. Por aquellos días, muy pocos pretendientes iban al palacio. El duque lisiado era un implacable antifascista, y dijo a todo el mundo que Il Duce era abominable, un virus infeccioso, pero jamás lo persiguieron ni lo encerraron en la cárcel, como les sucedió a hombres menos francos: tal vez su buena suerte obedeció a su linaje, a su invalidez o a su popularidad entre los romanos. Pero desde el comienzo de la guerra la familia vivió en un forzoso y absoluto aislamiento. Se estimó erróneamente que simpatizaban con los aliados, y se les permitía salir del palacio una sola vez al día, para asistir a la primera o a la última misa en San Giovanni. La noche del 10 de setiembre de 1943 dormían todos.
El búho ululaba. Luigi, el viejo mayordomo, los despertó y dijo que había un mensajero en la sala. Se vistieron de prisa y bajaron. El mensajero se había disfrazado de granjero, pero el duque reconoció al hijo de un antiguo amigo. Informó al duque de que los alemanes bajaban por Via Cassia y estaban entrando en la ciudad. El general al mando había puesto un precio de un millón de liras por la cabeza del duque; el precio de su intransigencia. Tenían que marcharse de inmediato, a pie, a un lugar en la colina de Gianicolo. Winifred-Mae pudo oír al búho que ululaba en la torre y jamás sintió tanta nostalgia de Inglaterra.
—No quiero marcharme, duque —declaró—. Si van a matarnos, que nos maten en nuestra propia cama.
El duque sonrió amablemente y le abrió la puerta que daba a una de las más alborotadas noches romanas.
Había ya patrullas alemanas en las calles. Del palacio al río había un buen trecho, y los tres eran muy llamativos: la inglesa llorando, el duque con su bastón y la atractiva heredera. ¡Qué misteriosa debió de parecerles la vida en aquel momento! El duque avanzaba lentamente y de tanto en tanto se paraba a descansar, pero ocultó sus dolores a pesar de ser intensos. Con la cabeza alta y puesta a precio, miró en derredor con los ojos alerta, como si se hubiera detenido a observar o admirar ciertos cambios en su vieja ciudad. Cruzaron el río por puentes separados y se reunieron en una barbería, en cuyo sótano fueron disfrazados. Les mancharon la piel y les tiñeron el pelo. Abandonaron Roma antes del alba, escondidos en un cargamento de muebles, y esa noche llegaron a una pequeña aldea montañosa y se ocultaron en la bodega de una granja.
La aldea sufrió dos bombardeos, pero sólo fueron destruidos unos cuantos cobertizos y edificios de las inmediaciones. Alemanes y fascistas registraron la granja una docena de veces, pero el duque siempre recibió aviso con mucho tiempo de adelanto. En la aldea se los conocía como signor y signora Giusti, y sólo a Winifred-Mae le irritaba este incógnito. Ella era la duquesa Malvolio-Pommodori, y quería que su dignidad se conociese. A Donna Carla no le disgustaba ser simplemente Carla Giusti. En calidad de tal fue un día al lavadero y pasó una grata mañana lavando sus ropas y cotilleando con las demás mujeres. Cuando volvió a la granja, su madre estaba furiosa. Era Donna Carla; no debía olvidarlo. Pocos días después, Winifred-Mae vio a una mujer en la fuente que enseñaba a la heredera a transportar una tina de cobre sobre la cabeza; obligó a Donna Carla a volver a casa y le dictó otra feroz lección sobre cuestiones de rango. Donna Carla fue siempre maleable y obediente, pero sin por ello perder su frescura, y nunca volvió a intentar llevar una conca sobre la cabeza.
La familia regresó a Roma en cuanto fue liberada la ciudad; y descubrió que los alemanes habían saqueado el palacio; luego se retiró a una finca del sur y aguardó allí el final de la guerra. El duque fue invitado a colaborar en la formación de un gobierno, pero rechazó la gentileza alegando que era demasiado viejo; la realidad era que apoyaba, si no al rey, al menos sí el concepto de monarquía. En una mina de sal se hallaron las pinturas y el resto de los tesoros familiares, que volvieron al palacio. Cecil Smith regresó, se puso sus puños de papel y reanudó la administración de la fortuna familiar, que se conservó intacta a lo largo de la guerra. Los pretendientes visitaron de nuevo a Donna Carla.
En el curso del segundo año posbélico, ciento diecisiete pretendientes afluyeron al palacio. Entre ellos había hombres rectos y honrados, granujas, varones hemofílicos y numerosos primos. Donna Carla gozaba del privilegio de elegir a su consorte, y los despidió a todos sin soltar prenda. Formaban una casta de hombres grandiosamente desheredados. Acostados en los lechos del hotel Excelsior, soñaban con la fortuna de la joven duquesa. Se reparó el tejado del castillo. Finalmente fueron instaladas las cañerías. El jardín florecía. Los caballos de silla estaban gordos y lustrosos. Al poner en la puerta a tantos caballeros sin haber mencionado el tema del matrimonio, Donna Carla los había ultrajado y había vejado sus sueños. Los enviaba de nuevo a sus castillos con goteras, a sus jardines arruinados; los condenaba al clima tempestuoso del linaje empobrecido. Muchos se enfadaron, pero siguieron acudiendo. Repudió a tantos pretendientes que al final fue llamada al Vaticano, donde el Santo Padre le recordó la responsabilidad que tenía para con su familia y su antiguo apellido.
Teniendo en cuenta que Winifred-Mae había desbaratado los planes aristocráticos, fue sorprendente su fervoroso interés por el linaje de los pretendientes de su hija, y se erigió en paladín de sus favoritos conforme éstos iban apareciendo. A este propósito creció el resentimiento entre madre e hija, y Winifred-Mae tuvo palabras duras. Llegaban cada vez más pretendientes que se marchaban por donde habían venido para volver cada vez más perseverantes y necesitados; pero el tema de la boda seguía sin mencionarse. El confesor de Donna Carla sugirió entonces que la viese un psiquiatra, y la muchacha accedió. Nunca se negaba a nada. El sacerdote le concertó una cita con un médico devoto y ya de edad que ejercía en el seno de la fe católica. Había sido amigo de Croce, y en una de las oscuras paredes de su despacho colgaba una enorme fotografía del filósofo, pero quizá Donna no apreció el detalle. El médico ofreció una silla a la duquesa, y después, tras algunas preguntas, la invitó a tumbarse en el diván. Era un mueble macizo, recubierto de cuero gastado, que databa de las primeras épocas de Freud. Ella se dirigió graciosamente hacia el diván y luego se volvió y dijo:
—Pero no me es posible tumbarme en presencia de un caballero.
El médico entendió su argumento; era un auténtico callejón sin salida. Ella parecía contemplar el diván ansiosamente, pero no podía modificar las enseñanzas de su educación, y en consecuencia, se dijeron adiós.
El duque envejecía. Cada vez le resultaba más difícil andar, pero el dolor no alteró su postura, y al parecer sólo servía para acrecentar su vitalidad. La gente, al verlo, pensaba: qué agradable va a ser comer una chuleta, darse un baño, escalar una montaña; qué deliciosa es la vida, después de todo. Transmitió a Donna Carla su probidad y su ideal de vida sencilla y elegante. Comía alimentos naturales en platos suntuosos, vestía excelentes ropas en vagones de tren de tercera clase y, cuando viajaba a Vevaqua, solía tomar el sencillo almuerzo que llevaba en una cesta. Desembolsaba muchísimo dinero para mantener sus cuadros limpios y en buen estado, pero las fundas para el polvo que cubrían las butacas y las arañas de los salones llevaban años sin ser quitadas. Donna Carla empezó a interesarse por los bienes que heredaría y pasó cierto tiempo examinando los libros de contabilidad en el despacho de Cecil. La inconveniencia de que una hermosa mujer de la nobleza romana estudiase los libros mayores ante un escritorio dio pábulo a cierto chismorreo, y es posible que tal iniciativa marcara el punto de un cambio decisivo en su reputación.
Hubo un punto de inflexión. Su vida no era especialmente solitaria, pero su tímida elegancia daba esa impresión, y se había enemistado con bastantes de sus antiguos pretendientes, convirtiéndose en blanco de las murmuraciones. Se dijo que la probidad del duque era avaricia y que los gustos sencillos de su familia eran signo de demencia. Se comentó que comían mendrugos de pan y sardinas en lata, y que sólo había una bombilla en todo el palacio. Se aseguró que se habían vuelto locos (los tres sin excepción) y que legarían a los perros su inmensa fortuna. Alguien afirmó que Donna Carla había sido detenida por hurtar en los comercios de la Via Nazionale. Otra persona la había visto birlar en el Corso un objeto de diez liras y guardárselo en el monedero. Cuando Luigi, el viejo mayordomo, se desplomó un día en la calle y fue trasladado al hospital en ambulancia, alguien contó que los médicos habían diagnosticado que agonizaba de inanición.
El partido comunista aprovechó para subirse al carro, e inició un ataque contra Donna Carla, diciendo que era el arquetipo del feudalismo en vías de extinción. Un diputado comunista pronunció un discurso ante el Parlamento en el que declaraba que los padecimientos de la nación italiana no cesarían hasta que la duquesita hubiese muerto. El pueblo de Vevaqua votó a los comunistas en las elecciones municipales. Donna Carla se desplazó a la localidad tras la cosecha para revisar las cuentas. Su padre estaba demasiado débil y Smith se hallaba ocupado. Viajó en tercera clase, como le habían enseñado. La vieja calesa y el andrajoso cochero la aguardaban en la estación. Los cojines de cuero levantaron nubes de polvo cuando se les sentó encima. En el momento en que el carruaje se internaba en un olivar a los pies de las murallas del pueblo, alguien arrojó una piedra. Alcanzó en el hombro a Donna Carla. Otra piedra le cayó sobre el muslo y una tercera le golpeó el pecho. Salió volando el sombrero del cochero y el hombre fustigó al caballo, pero el animal estaba demasiado acostumbrado a tirar del arado, y no podía cambiar el paso. Entonces una piedra se estrelló en la frente del cochero, y de la herida empezó a manar sangre. Cegado por ella, dejó caer las riendas. El caballo se apartó a un lado del camino y empezó a pastar. Donna Carla se apeó de la calesa. Los hombres del olivar se dieron a la fuga. Vendó con un pañuelo la cabeza del cochero, empuñó las riendas y guió el viejo carruaje hasta entrar en el pueblo, donde por doquier estaba escrito: «¡muera donna carla!», «¡muerte a la duquesa!» No había una alma en las calles. Los criados del castillo se mantenían leales, y le vendaron los cortes y las heridas, le sirvieron té y lloraron. Cuando a la mañana siguiente inició la intervención de cuentas, los arrendatarios se presentaron uno tras otro, y ella no mencionó el incidente. Con elegancia y paciencia, repasó los números, incluso con sus agresores, a quienes reconoció. Tres días después, cruzó de nuevo el olivar en calesa y cogió el tren a Roma en un vagón de tercera.
Pero el episodio no mejoró su reputación en la metrópoli. Alguien refirió que había despedido de su puerta a un niño famélico y que su tacañería era patológica. Que estaba pasando de contrabando sus cuadros a Inglaterra y amasando en la isla una fortuna. Que vendía sus joyas. Se supone que los nobles terratenientes romanos son gente perspicaz, pero sobre Donna Carla se inventaban y circulaban infundios de inusitada deshonestidad. También se dijo que estaba perdiendo su prestancia física. Que estaba haciéndose vieja. La gente discutía acerca de su edad: tenía veintiocho años, treinta y dos, treinta y seis, incluso treinta y ocho. Y que seguía siendo una figura familiar en el Lungotevere, tan solemne y encantadora como siempre, con su pelo reluciente y su media sonrisa. ¿Cuál era la verdad? ¿Qué encontraría en su casa, si iba allí a tomar el té, a un príncipe alemán, a un pretendiente dueño de un palacio con goteras?
A las cinco de la tarde de un domingo, el príncipe Bernstrasser-Falconberg pasó por debajo del imponente arco y entró en un jardín donde había unos cuantos mandarinos y una fuente. Era un hombre de treinta y cinco años, con tres hijos ilegítimos y una jovial amante que lo esperaba en el Grand Hotel. Al alzar la vista y ver los muros del palacio, no pudo evitar el pensamiento de todas las buenas cosas que prometía la riqueza de Donna Carla. Podría pagar sus deudas. Compraría una bañera a su anciana madre. Arreglaría el tejado. Un viejo portero de librea amarilla le franqueó la entrada, y Luigi abrió un segundo par de puertas dobles, haciéndolo pasar a una sala con escalera de mármol. Donna Carla lo aguardaba en la oscuridad.
—Muy amable por su parte el haber venido —le dijo en inglés—. Terriblemente lúgubre, ¿no cree?
La frágil música inglesa de su voz rebotó en las piedras. La sala era lúgubre, como él pudo comprobar, pero eso sólo era la mitad de la verdad, y el príncipe captó al instante que no se esperaba de él que reparase en que asimismo era suntuosa. La joven duquesa parecía estarle suplicando cierta comprensión por su desconcierto, por su dilema al tener que recibirlo en semejante ámbito, y por su anhelo de fingir que se trataba de una estancia totalmente ordinaria, un lugar en el que dos amigos podían reunirse cualquier domingo por la tarde. Ella le tendió la mano y se disculpó por la ausencia de sus padres, que no se encontraban bien. (No era totalmente cierto: Winifred-Mae estaba resfriada, pero el viejo duque se había ido a un cine de programa doble.)
Al príncipe le agradó comprobar que Donna Carla era atractiva que lucía un vestido de terciopelo y que se había puesto un poco de perfume. Hizo conjeturas acerca de su edad, y vio que su cara parecía de cerca muy pálida y sugestiva.
—Nos queda un largo paseo por delante —dijo ella—. ¿Vamos? El salottino, la única habitación donde uno puede sentarse, está en el otro extremo del palacio, pero no es posible utilizar la puerta trasera, porque luego uno presenta una brutta figura...
Desde la sala accedieron a la cavernosa galería de pinturas. La estancia estaba tenuemente iluminada, y sus cientos de sillas cubiertas con gamuza. El príncipe se preguntó si sería oportuno mencionar los cuadros, y trató de indagarlo a través de la duquesa. Ella parecía mantenerse a la expectativa, pero ¿esperaba que él se reuniese con ella o acaso aguardaba a que su huésped hiciese gala de sensibilidad artística? El decidió correr el riesgo, se detuvo delante de un Bronzino y lo ensalzó.
—Tiene mejor aspecto ahora que está limpio —dijo ella.
El príncipe rebasó el Bronzino y se encaminó hacia un Tintoretto.
—¿Le apetece que vayamos a un lugar más confortable? —añadió la duquesa.
La siguiente galería era la de los tapices, y la única concesión de la anfitriona consistió en murmurar: «Españoles... Exigen muchísimo cuidado. Polillas y todo eso.» Cuando el príncipe se detuvo a admirar el contenido de una vitrina, ella se reunió con él y le explicó los objetos, y el pretendiente captó por primera vez cierta ambivalencia en su aparente anhelo de que la tomaran por una mujer sencilla que vive en un apartamento.
—Lapislázuli tallado —declaró—. Se cree que esa vasija del centro es la pieza de lapislázuli más grande del mundo.
Y a continuación, como si ella misma hubiera detectado y lamentado aquel punto débil en su comportamiento, preguntó según entraban en la habitación siguiente:
—¿Ha visto usted alguna vez más desechos?
Allí estaban las cunas de los papas, las sillas de mano carmesíes de los cardenales, los obsequios habituales de emperadores, reyes y grandes duques apilados hasta el techo, y al príncipe le confundió la turbación de su acompañante. ¿Qué actitud era la oportuna? La conducta de ella no era la que cabría esperar de una heredera, pero, en definitiva, ¿era realmente tan extraña, tan irreflexiva? Y ¿qué insólita actitud no adoptaría un visitante cegado por un kilómetro o más de sucesivos cuadros, agobiado por las abrumadoras reliquias de cuatro siglos consecutivos de riqueza y poder? Jugando, de niña, en aquellos glaciales aposentos, posiblemente había descubierto dentro de sí una notable resistencia a vivir en el interior de un monumento. De todas maneras, habría tenido que hacer su elección, pues si tomaba en serio aquel tesoro, eso implicaría vivir en el pasado en todo instante del mismo modo que el resto de nosotros vive con ansias y apetitos, ¿y quién aceptaría cosa semejante?
El lugar adonde iban era un salón oscuro. El príncipe la observó agacharse hasta el zócalo y enchufar una débil lámpara.
—Siempre dejo desenchufadas todas las lámparas, porque los criados a veces se olvidan de apagarlas y la electricidad está carísima en Roma. ¡Henos aquí! —exclamó, enderezándose y señalando con gesto hospitalario un sofá cuyo raído terciopelo colgaba hecho jirones. Sobre el sofá había un retrato del primer papa Malvolio-Pommodori pintado por Tiziano.
»Me preparo el té con una lamparilla de alcohol, porque de la cocina aquí el agua llega bastante fría...
Se sentaron a la espera de que hirviera la tetera. Ella le tendió su taza y sonrió, y él se sintió conmovido, aunque sin saber por qué. Sobre aquella encantadora mujer, como sobre tantas otras cosas que admiraba él en Roma, pondría la amenaza del inminente desuso. Su palidez era un poco desvaída; su nariz, un tanto afilada. Su gracia y su acento, rayanos en excesivos. No era, sin embargo, la clase de mujer que extravía en el aire su mano izquierda, con el meñique extendido, como las personas vulgares suponen que debe cogerse una taza de té; los aires que adoptaba no eran tampoco equívocos, y a través de ellos el príncipe creyó percibir los latidos de un corazón decente y saludable. Pero pensó al mismo tiempo que los días de Donna Carla concluían inexorablemente en las humedades de un lecho solitario y que si llevaba ella mucho tiempo más semejante vida, acabaría transformándose en una de esas vírgenes yermas cuya voz musical ejerce sobre los hombres la fuerza de una total inapetencia erótica.
—Mi madre lamenta no haber podido venir a Roma —dijo el príncipe—, pero me pidió que le expresara su esperanza de que algún día venga usted a visitarnos a nuestro país.
—Qué delicadeza —respondió Donna Carla—. Por favor, dé las gracias a su madre. No creo que nos conozcamos, pero recuerdo a sus primos Otto y Friedrich, de cuando estudiaban aquí. Le ruego que a su vuelta los salude de mi parte.
—Debería visitar mi país, Donna Carla.
—Oh, me encantaría, pero tal como están ahora las cosas no puedo abandonar Roma. Tengo mucho que hacer. Hay veinte comercios abajo y apartamentos arriba. Los tubos de desagüe revientan constantemente y las palomas anidan en las tejas. Tengo que ir a la Toscana a inspeccionar las cosechas. No dispongo jamás de un solo minuto.
—Tenemos mucho en común, Donna Carla.
—¿Sí?
—La pintura. Adoro la pintura. Es el amor de mi vida.
—¿De veras?
—Me encantaría vivir como usted, en una casa enorme donde uno encuentra, ¿cómo lo diría?, la auténtica luminosidad del arte.
—¿Le encantaría, en serio? Yo no puedo afirmar que me guste demasiado. Oh, soy capaz de advertir la hermosura de un bonito cuadro o un jarrón, pero aquí no hay nada de eso. Mire donde mire, veo crucifixiones sangrientas, desnudez y crueldad. —Estrechó contra sí el chal—. Realmente no me agrada.
—¿Sabe por qué estoy aquí, Donna Carla?
—Por supuesto.
—Soy de buena familia. No soy joven, pero sí fuerte. Soy...
—Naturalmente. ¿Quiere otra taza de té?
—Gracias.
Su sonrisa, cuando le tendió la taza, fue un abierto ruego de que se limitara a mantener una conversación de tipo general, y el príncipe pensó en su anciana madre, la princesa, bañándose en una tina. Pero en aquella sonrisa había, a la vez, cierta persuasión, cierta triunfante inteligencia que también le hizo reparar, avergonzado, en la estupidez y la tosquedad de su propósito. ¿Por qué la duquesa habría de comprarle una bañera a su madre? ¿Por qué debía de querer arreglarle el tejado? ¿Por qué se lo habían dicho todo sobre ella, salvo que era una mujer sensible? Ahora podía entenderla. Incluso veía más cosas. Comprendió lo infundadas que eran las calumnias sobre ella. Aquella «estafadora», aquella «avara», aquella «ratera» no era más que una mujer agradable que usaba la cabeza. Él conocía la clase de pretendientes que le habían precedido —y tres de cada cuatro veces con una querida esperando en el hotel—, y ¿por qué no podían haber despertado sus sospechas? Conocía la brillante sociedad que ella había desdeñado; conocía sus frías partidas de cartas, sus elegantes y malévolas cenas, el tedio que no atemperaban los mayordomos de librea y los jardines iluminados con antorchas. Qué sensato por parte de Donna Clara haberse quedado en casa. Era una mujer sensible, demasiado sensible para interesarse por él, y su mente constituía el fondo del misterio. Nadie habría esperado que en la antigua Roma floreciese la flor de la sensatez.
Él y ella charlaron todavía unos veinte minutos, luego Donna Carla hizo sonar una campanilla y dijo a Luigi que enseñara al príncipe el camino de la puerta.
La muerte del anciano duque sobrevino de repente. Una noche en que leía a Joseph Conrad en el salottino, se levantó para coger un cenicero y se desplomó muerto. Su cigarrillo quedó encendido sobre la alfombra hasta mucho después de que su corazón hubo dejado de latir. Lo encontró Luigi. Winifred-Mae estaba histérica. Un cardenal con acólitos se precipitó al palacio, pero llegó demasiado tarde. El duque fue enterrado en el magno sepulcro renacentista, rodeado de jardines descuidados, sobre la Appia Antica, y media aristocracia europea guardó luto. Winifred-Mae estaba deshecha. Resolvió volver a Inglaterra, pero una vez preparadas las maletas, cayó en la cuenta de que sus muchos achaques le impedían viajar. Bebía ginebra para sus indigestiones. Imprecaba a los criados, insultaba a Donna Carla por no haberse casado, y finalmente, tres meses después de haber enviudado, falleció.
Tras la muerte de su madre, Donna Carla salió del palacio todas las mañanas durante treinta días para asistir a la primera misa y visitar luego la tumba de su familia. A veces iba en coche. Otras veces cogía un autobús. El velo de su luto era tan espeso que casi hacía invisibles sus rasgos. Salía de casa tanto si llovía como si hacía sol, rezaba sus plegarias, y la vieron vagar por el jardín bajo una tormenta. Daba pena verla en el Lungotevere; sus ropajes negros parecían tener carácter definitivo. Todos se entristecían: los mendigos, las castañeras. Había querido demasiado a sus padres. Algo había fracasado. Ahora pasaría el resto de su vida —qué fácil resultaba imaginarlo— entre el palacio y la tumba. Pero al término de los treinta días fue a ver a su confesor y le dijo que quería ser recibida por Su Santidad. Pocos días después fue al Vaticano. No cruzó la plaza de San Pedro rodando en una limusina de alquiler, ni se quitó el carmín de los labios con un pañuelo de papel. Aparcó cerca de las fuentes su polvoriento cochecillo y atravesó a pie las puertas. Besó el anillo del Santo Padre, hizo una grácil genuflexión y dijo:
—Quisiera casarme con Cecil Smith.