Los Wryson
The Wrysons,
(The New Yorker, 13-septiembre-1958)
Los Wryson querían que en Shady Hill las cosas siguieran exactamente igual que estaban. Su temor al cambio —a cualquier tipo de irregularidad— era muy intenso, y cuando se vendió la finca de los Larkin para convertirla en una residencia de ancianos, los Wryson fueron al pleno del ayuntamiento y exigieron saber qué clase de ancianos iban a ser los que vivirían allí. Las actividades cívicas de los Wryson se limitaban a la regulación de las zonas urbanas, pero en ese campo se mostraban muy activos, y si a uno lo invitaban a su casa a tomar unos cócteles, había muchas posibilidades de que le pidieran que firmase una petición para regular alguna zona antes de que se marchara. En aquella preocupación había algo más que el deseo natural de mantener la personalidad urbana de su comunidad. Los Wryson parecían notar la presencia de un desconocido que se empeñaba en entrar: un desconocido sucio, que intrigaba sin descanso, extranjero, padre de niños alborotadores que echarían a perder sus rosales y que conseguirían que se depreciara su propiedad; un hombre barbudo, con olor a ajo en el aliento y un libro bajo el brazo. Los Wryson no tomaban parte en la vida intelectual de Shady Hill. Era difícil encontrar un libro en su casa, y, en un sitio donde se sabía que incluso las cocineras colgaban reproducciones de Picasso sobre el lavabo, los gustos de los Wryson en pintura no iban más allá de las puestas de sol sobre el mar y de los jarrones con flores. Donald Wryson era un hombre corpulento, de pelo rubio cada vez más escaso y el aire jovial de un bravucón, pero Donald sólo abusaba de la fuerza en defensa de la rectitud, de la separación entre las clases, y de la ordenada apariencia de las cosas. Irene Wryson era una mujer no totalmente desprovista de atractivo, pero tímida y pendenciera al mismo tiempo: especialmente belicosa cuando surgía el tema de la regulación de las zonas urbanas. Los Wryson tenían una única hija, una niñita llamada Dolly, vivían en una agradable casa de Alewives Lane, y eran aficionados a la jardinería. Esto último era otra manera de mantener las apariencias de las cosas, y Donald Wryson adoptaba una actitud muy crítica frente a cualquier vecino que descuidara los arbustos de celindas o tuviera una calva en el césped delante de la fachada principal. La vida social de los Wryson era muy limitada; no parecían tener ambiciones o necesidades en este sentido, aunque todos los años enviaban unas seiscientas felicitaciones de Navidad. Redactarlas y escribir los sobres debía de ocuparles las veladas de dos semanas por lo menos. Donald tenía una risa muy parecida a un rebuzno, y las personas a las que no les caía bien evitaban cuidadosamente sentarse en el mismo vagón del tren. Los Wryson eran rígidos, inflexibles. Cuando encontraban grama entre el césped de su jardín u oían que unos vecinos suyos planeaban divorciarse, no daban la impresión de sentir desagrado, sino auténtica alarma. Eran raros, desde luego. Aunque no tan raros como la pobre y aturdida Flossie Dolmetch, a quien cogieron falsificando recetas y se descubrió que llevaba tres años inyectándose morfina. Tampoco eran tan raros como Caruthers Mason, con su colección de dos mil fotografías pornográficas, ni tanto como la señora Temon, que, con aquellos dos encantadores niños en la habitación de al lado... Pero ¿para qué seguir? Los Wryson eran raros.
La rareza de Irene Wryson giraba alrededor de un sueño. Una o dos veces al mes soñaba que alguien —un desafortunado piloto norteamericano o algún enemigo— había hecho explotar una bomba de hidrógeno. A la luz del sol, su sueño era inadmisible, porque no podía relacionarlo ni con su jardín, ni con su interés por la regulación de las zonas urbanas, ni con su agradable manera de vivir. Tampoco era capaz de decirle a su marido durante el desayuno que había soñado con la bomba de hidrógeno. Delante de una mesa bien servida y del agradable panorama del jardín —enfrentada incluso con un día lluvioso o con una nevada—, Irene no encontraba la manera de explicar lo que había turbado su sueño. Aquello le suponía un considerable desgaste de energías y una pérdida de equilibrio, y con frecuencia se quedaba muy deprimida. La sucesión de escenas en el sueño variaba, pero de ordinario era como sigue.
La acción transcurría en Shady Hill: Irene soñaba que se despertaba en su propia cama. Donald nunca se hallaba presente. Ella se daba cuenta de inmediato de que había estallado la bomba. A través de un gran agujero en el techo, entraba lana de colchón y un chorrito de líquido marrón. El cielo estaba gris —opaco—, aunque hacia el este se veían unos cuantos filamentos de luz roja, como esos encantadores jirones de vapor de agua que quedan en el aire después de la puesta de sol. Irene no sabía si aquello eran jirones de vapor o de agua o parte de la fuerza que iba a destruir la médula de sus huesos. La atmósfera gris parecía definitiva. En el cielo no volvería nunca a brillar el sol. Desde su ventana, Irene veía un río, y ahora, mientras lo contemplaba, empezaban a llegar embarcaciones corriente arriba. Al principio sólo había dos o tres. Luego eran decenas, y después centenares. Había lanchas fuera borda, botes para excursiones, yates, goletas con motores auxiliares; había incluso barcas de remos. El número de embarcaciones crecía hasta cubrir el agua por completo, y el ruido de los motores se convertía en un estrépito ensordecedor. Las maniobras para situarse en esta retirada río arriba se hacían primero agresivas y después salvajes. Irene veía hombres disparando unos contra otros, y una barca de remos, en la que se encontraba una familia con niños pequeños, aplastada y hundida por un yate con motor. Y ella se echaba a llorar en el sueño, al ver este comportamiento inhumano mientras se acababa el mundo. Irene lloraba y seguía mirando, como si le estuviese siendo revelada alguna novedad, como si siempre hubiera sabido que la condición humana era así, como si siempre hubiera sido consciente de que el mundo era peligroso y que las comodidades de su vida en Shady Hill no eran más que un insignificante paliativo.
Después, en el sueño, Irene se apartaba de la ventana y atravesaba el cuarto de baño que comunicaba su dormitorio con el de Dolly. Su hija dormía plácidamente, y ella la despertaba. Al llegar a este momento, sus emociones se hacían especialmente intensas. La fuerza y la pureza del amor que experimentaba hacia aquella niña envuelta en tibieza le causaban verdadero dolor. Irene vestía a su hijita y le ponía un traje de mucho abrigo para la nieve, y luego la llevaba al cuarto de baño. Una vez allí, abría el armarito del botiquín, el único lugar de la casa que los Wryson, a pesar de su pasión por la limpieza, no tenían perfectamente ordenado. El botiquín estaba abarrotado con sobrantes de medicinas para curar las insignificantes enfermedades de Dolly: jarabes para la tos, loción de calamina para las ortigas, aspirinas y purgantes. Y el suave olor de aquellos restos y la ternura que había sentido por su hija cuando estaba enferma —como si la puerta del armarito de las medicinas hubiese sido una ventana que se abriera a algún resplandeciente verano de las emociones— la hacían llorar de nuevo. Entre los frascos había uno que decía: «Veneno.» Irene lo cogía, desenroscaba el tapón y dejaba caer sobre su mano izquierda una píldora para ella y otra para la niña. A su hija le contaba alguna mentira inofensiva, y cuando estaba a punto de ponerle la pastilla entre los labios, el techo del cuarto de baño se derrumbaba y se encontraban hundidas hasta la rodilla en escayola y agua sucia. Irene buscaba el veneno a su alrededor en el agua, pero había desaparecido, y de ordinario el sueño terminaba así. Y ¿cómo podía ella inclinarse sobre la mesa del desayuno y explicarle a aquel fornido esposo suyo su palidez con una detallada visión del fin del mundo? Donald hubiera soltado una de sus carcajadas, que eran como rebuznos.
No resultaba difícil rastrear la rareza de Donald Wryson hasta su infancia. Se había criado en un pueblecito del Medio Oeste que no debía de tener gran cosa de recomendable, y su padre, un viajante de comercio chapado a la antigua, con una rosa de invernadero en el ojal y polainas de color de ante, había abandonado a su mujer y a su hijo cuando el chico era todavía pequeño. La señora Wryson carecía de familia y tenía muy pocos amigos. Al desaparecer su marido, consiguió un empleo de oficinista en una compañía de seguros, y emprendió, junto con su hijo, una vida de absoluta melancolía y de muchas privaciones. Nunca olvidó el horror de haberse visto abandonada, y se apoyaba en su hijo con tanta fuerza para consolarse que parecía amenazar su vitalidad. Su existencia era un calvario, como ella misma decía con mucha frecuencia, y todo lo más que podía hacer era encontrar fuerzas para seguir viviendo.
Hubo un tiempo en que era joven, hermosa y feliz, y la única manera que tenía de evocar aquellos tiempos perdidos era dar a su hijo lecciones de repostería. Cuando las noches eran largas y frías y el viento silbaba alrededor de la casa para cuatro familias donde vivían, la madre de Donald encendía el fuego en la cocina y ponía una piel de manzana sobre la tapa del fogón para sentir su fragancia. Luego el muchacho se ponía un delantal e iba de un lado para otro, sacando los necesarios cuencos y cacerolas, midiendo la harina y el azúcar, separando las claras de las yemas. Llegó a saberse el contenido de todos los armarios. Sabía dónde se guardaban las especias y el azúcar, los frutos secos y la cáscara de limón rallada, y cuando terminaban lo que estuvieran haciendo, a Donald le gustaba ver los cuencos y las cacerolas y volver a ponerlos en su sitio. Al muchacho le encantaban aquellas horas dedicadas a la repostería, sobre todo porque parecían disipar el sentimiento de opresión que dominaba todos aquellos años de la vida de su madre..., y, ¿había alguna razón para que un muchacho aquejado de soledad se rebelara contra el sentimiento de seguridad que le proporcionaba la cocina en las noches de tormenta? Su madre le había enseñado a hacer galletas, panecillos y pastel de plátano y, finalmente, tartas lady Baltimore. A veces eran más de las once cuando terminaban.
—Lo hemos pasado bien juntos, ¿verdad, hijo mío? —preguntaba la señora Wryson—. Hemos pasado un rato estupendo tú y yo, ¿no es cierto? ¡Fíjate cómo aúlla el viento! Piensa en los pobres marineros que están en la mar. —Luego lo abrazaba, le acariciaba el pelo con los dedos y, a veces, aunque era ya demasiado corpulento, lo hacía sentarse sobre su regazo.
De todo aquello hacía ya mucho tiempo. La señora Wryson había muerto, y cuando Donald se encontró al borde de su fosa no sintió un dolor excesivo. Su madre se había reconciliado con la idea de la muerte antes de morir, y su conversación en los últimos años había estado llena de gallardas alusiones a la tumba. Años más tarde, cuando Donald vivía solo en Nueva York, se había visto atacado de repente, una noche de primavera, por una depresión tan fuerte como cualquiera de las que había sufrido en su adolescencia. No bebía, ni disfrutaba con los libros, ni con el cine ni con el teatro, y, al igual que su madre, tenía pocos amigos. Buscando desesperadamente alguna manera de aliviar su angustia, se le ocurrió la idea de preparar una tarta lady Baltimore. Salió a la calle y compró los ingredientes —terriblemente avergonzado de sí mismo—, luego cernió la harina, cortó en trocitos los frutos secos y ralló la cáscara de limón en la cocina del pequeño apartamento sin ascensor donde vivía. Mientras daba vueltas a la masa, notó que su depresión se desvanecía, pero sólo cuando metió la tarta en el horno y se sentó para limpiarse las manos con el delantal, se dio cuenta con toda claridad del éxito que había conseguido el hecho de evocar el fantasma de su madre y la sensación de seguridad que había experimentado de niño en su cocina durante las noches de tormenta. Cuando la tarta estuvo hecha, le puso el recubrimiento de azúcar, se comió un trozo y tiró el resto a la basura.
La siguiente vez que se sintió angustiado venció la tentación de hacer una tarta, pero después no siempre lo lograba, y durante los ocho o nueve años que llevaba casado con Irene debía de haber preparado ocho o nueve tartas. Donald tomaba precauciones extraordinarias, y su mujer ignoraba por completo esa faceta suya. Irene estaba convencida de que no sabía una palabra de cocina. Y ¿cómo podía él durante el desayuno —sus cien kilos de humanidad— explicar que tenía cara de sueño porque había estado en pie hasta las tres de la madrugada preparando una tarta lady Baltimore que luego había escondido en el garaje?
Al conocer estos desagradables hechos acerca de estas personas nada atractivas, ¿no podemos librarnos de ellos con la suficiente brillantez, sabiendo que nadie, excepto Dolly, los echará jamás de menos? Donald Wryson, en su celo de cruzado por la regulación de las zonas urbanas, no tenía inconveniente en salir de casa por muy mal tiempo que hiciera, y digamos que una noche, cuando regresaba de un referéndum durante una tormenta de hielo, su coche patinó bajando por Hill Street, fue a estrellarse contra el olmo de la esquina y quedó destrozado. Fin. Su pobre viuda, ya fuera por amor o por la fuerza de la costumbre, se mostró inconsolable. Al levantarse de la cama una mañana, aproximadamente un mes después de haber perdido a su esposo, se le enganchó un pie en el dobladillo de la bata, se cayó y se rompió una cadera. Debilitada por una larga convalecencia, cogió una pulmonía y abandonó el mundo de los vivos. Esto nos deja únicamente con Dolly, y ¡qué relato tan triste cabe escribir acerca de la pobre niña! Durante los meses que pasan hasta la legalización del testamento de sus padres, vive primero de la caridad y luego de la tolerancia de sus vecinos. Finalmente se la manda a vivir con su única pariente, una prima de su madre, maestra de escuela en Los Ángeles. ¡Cuántos cientos de noches se dormirá llorando, abrumada por el desconcierto y la vivencia de su soledad! Qué extraño y frío le parecerá el mundo. Hay muy pocas cosas que le recuerden a sus padres, excepto el correo en época de Navidades, cuando, reexpedidas desde Shady Hill, le llega la felicitación de la señora Sallust Trevor, que ha estado viviendo en París y no se ha enterado del accidente; los saludos de los Parker, que viven en México y nunca ponen su lista al día; la «feliz navidad» de Meyers' Drugstore; las «muchas felicidades» de los Perry Brown; el «bon natale» del restaurante italiano Oak Tree; un «joyeux nöel» de Dodie Smith. Año tras año, nuestra niñita tendrá la responsabilidad de tirar a la papelera las alegres felicitaciones que han seguido a sus padres a la tumba y más allá de ella... Pero no fue eso lo que sucedió, y si hubiera sucedido no habría arrojado la menor luz sobre lo que ya sabemos.
Lo que pasó fue lo siguiente: Irene Wryson volvió a tener su sueño una noche. Al despertarse, vio que su marido no estaba en la cama. Había un olor dulce en el aire. Sudando profusamente, y con los latidos del corazón debilitados por el miedo, Irene se dio cuenta de que había llegado el fin. ¿Qué podía indicar aquel olor dulce en el aire excepto la presencia de cenizas atómicas? Corrió a la ventana, pero el río estaba desierto. Despejada sólo a medias y sintiéndose terriblemente perdida como se sentía, tan sólo una sana curiosidad le impidió despertar a Dolly. Había humo en el corredor, pero no era humo de un fuego corriente. El olor dulce le aseguraba que aquello sólo podían ser cenizas mortíferas. Guiada por el olor, Irene bajó la escalera, atravesó el comedor y llegó a la iluminada cocina. Donald se había dormido con la cabeza apoyada en la mesa y la estancia estaba llena de humo.
—¡Cariño! —exclamó ella, despertándolo.
—Se me ha quemado —dijo él, cuando vio el humo que salía del horno—. Se me ha quemado la maldita tarta.
—Yo creía que era la bomba de hidrógeno —señaló ella.
—Es una tarta —dijo él—. Se me ha quemado. ¿Qué te ha hecho creer que fuera la bomba de hidrógeno?
—Si querías algo de comer, deberías haberme despertado.
Irene apagó el horno y abrió la ventana para que saliera el olor a humo y entrara el olor a nicotina y a otras flores nocturnas. Quizá ella vacilara un momento, pero ¿qué hubiera pensado el desconocido que se empeñaba en entrar —el desconocido con su barba y con su libro— de aquella pareja en pijama y camisón, a las cuatro y media de la mañana en una cocina llena de humo? Algún barrunto —quizá momentáneo— de la complejidad de la existencia debió de cruzar por sus mentes, pero fue sólo un instante. No se dieron más explicaciones. Donald tiró a la basura la tarta (reducida a cenizas), y los dos apagaron las luces y subieron la escalera, más desconcertados que nunca por la vida, y más preocupados que nunca por las apariencias.