Artemis, el honrado cavador de pozos

 

Artemis, the Honest Well Digger,
(Playboy, 1973)

 

Artemis amaba el terapéutico rumor de la lluvia, el sonido del agua en movimiento: arroyos, caños, canalones, cascadas y grifos. En primavera recorría ciento cincuenta kilómetros para oír la catarata del embalse de Wakusha. No era nada sorprendente, puesto que su oficio consistía en cavar pozos y el agua era su profesión, su medio de vida y asimismo su pasión. Pensaba que el agua era la raíz de las civilizaciones. Había visto fotografías de una ciudad de Umbría que había sido abandonada al secarse los pozos. Catedrales, palacios, granjas, habían sido evacuados a causa de la sequía, un poder más temible que la peste, el hambre o la guerra. Los hombres buscaban agua del mismo modo que el agua buscaba su nivel. Esa búsqueda explicaba las migraciones periódicas. El hombre estaba hecho en gran medida de agua. El agua era el hombre. El agua era amor. El agua era agua.

Concretando los hechos: Artemis cavaba con una vieja perforadora Smith & Matthewson que estremecía el planeta a un ritmo de sesenta golpes por minuto. Armaba un alboroto terrible, y había habido dos quejas: una de una ama de casa muy nerviosa y la otra de un poeta homosexual que alegaba que la conmoción le estropeaba la métrica. A Artemis le gustaba bastante aquel ruido. Vivía con su madre viuda en la periferia, en uno de esos barrios de viviendas blancas que se distinguen por la abundancia de banderas en las ventanas. Se encuentran en las carreteras alejadas del centro: seis o siete casitas apiñadas por ninguna razón en especial. No hay tienda, iglesia, nada que sirva de centro. Los céspedes donde duermen los perros están bien segados y todo está limpio, y en cada casa ondea la Vieja Gloria. No justifica tanto celo patriótico el hecho de que esa gente haya recibido en abundancia las riquezas del país; porque no ha sido así. Son gentes que trabajan duro, viven frugalmente y conocen estrecheces económicas. Quienes han obtenido espléndido provecho de los dones de nuestra prosperidad no parecen sentir tanta pasión por las Barras y las Estrellas. La madre de Artemis, por ejemplo, que es una humilde trabajadora, tiene una asta de bandera delante de la casa, cinco banderitas clavadas en una jardinera y una séptima colgada encima del porche.

Su padre había elegido el nombre de Artemis creyendo que hacía referencia a los pozos artesianos. Hasta que Artemis no fue un hombre adulto, ignoró que le habían dado el nombre de la casta diosa de la caza. Pero no pareció importarle y, de todas formas, todo el mundo lo llamaba Art. Vestía ropa de trabajo y en invierno un gorro de punto. Su actitud con desconocidos era rústica, tímida y en cierta medida algo afectada, pues había leído mucho y poseía una inteligencia despierta e inquisitiva. Su padre estaba en el oficio desde aprendiz, y no había concluido la enseñanza secundaria. Lamentaba su escasa instrucción y anhelaba que su hijo fuera a la universidad. Artemis estudió en una pequeña facultad llamada Laketon, al norte del estado, y obtuvo un diploma de ingeniero. Se familiarizó también con la literatura gracias a un profesor insólitamente estimulante que se llamaba Lytle. Físicamente no poseía nada notable, pero era un maestro de aquellos cuya presencia inspira a los alumnos a lo largo de muchos años un irresistible deseo de leer libros, hacer redacciones y exponer sus ideas más íntimas sobre la historia de la humanidad. Lytle distinguió a Artemis y lo animó a leer a Swift, Donne y Conrad. Durante el curso, Artemis escribió cuatro redacciones que Lytle, caritativamente, premió con la máxima calificación. Perjudicaba su sensibilidad para la prosa una incurable fascinación por palabras tales como «cacofonía», «percusión», «palpitantemente» y «descomunalmente». Casi con seguridad, dicha propensión tenía algo que ver con su trabajo.

Lytle le aconsejó que consiguiera un empleo editorial en una revista de ingeniería, y él pensó seriamente en esa posibilidad, pero finalmente optó por ser cavador de pozos. Tomó esa decisión un sábado en que él y su padre se desplazaron con las herramientas al sur del país, donde había sido construida una espaciosa vivienda: una finca. Tenía piscina y siete cuartos de baño, y el pozo producía unos doce litros por minuto. Artemis se comprometió a cavar otros treinta metros, pero incluso a esa profundidad el pozo sólo daba veinticuatro litros por minuto. La inmensa, inútil y suntuosa casa le había impresionado hasta hacerlo consciente de la importancia de su oficio. Agua, agua. (Al final ocurrió que el dueño de la casa demolió seis dormitorios de la planta superior para instalar un tanque de depósito que los bomberos de la localidad llenaban dos veces por semana.)

Los conocimientos ecológicos de Artemis se limitaban a sus saberes sobre el agua. Un primero de abril fue a pescar y descubrió que las cascadas del South Branch rebosaban de espuma de jabón. Parte de ella habría de ir a parar forzosamente al lugar donde trabajaba. Ese mismo mes, días después, pescó una trucha de dos kilos y medio en el río de Lakeside. Era una pieza soberbia para aquel lugar; fue a enseñársela al guarda de caza y le preguntó cómo se preparaba.

—No se moleste en cocinarla —dijo el guarda—. Este pez tiene dentro suficiente DDT para mandarlo al hospital. Ya no se pueden comer estas truchas. El gobierno fumiga las orillas con DDT desde hace unos cuatro años y todo va a parar al arroyo.

Artemis había cavado una vez un pozo y encontrado DDT, y otro mostraba indicios de haber contenido fuel-oil. Su sentido de la degradación del medio ambiente era agudo e intensamente práctico. Firmó un contrato para encontrar agua potable y dijo que si fracasaba perdería la camisa. Un entorno contaminado era para él representación de la tristeza, la rapacidad y la estupidez humana, y también un agujero en su bolsillo. Había fracasado sólo dos veces, pero las probabilidades iban en contra suya, y en contra de todo el mundo.

Una cosa más: Artemis desconfiaba de los zahoríes. Unos cuantos hombres y dos mujeres del condado se ganaban la vida adivinando la existencia de agua subterránea mediante ramitas bifurcadas de árboles frutales. La fruta tenía que ser de hueso. Una rama de peral, por ejemplo, no servía. Cuando la ramita y la psique del zahorí designaban un sitio, contrataban a Artemis para que cavase un pozo. Según su experiencia, el promedio de aciertos de los zahoríes era bajo, y rara vez descubrían un adecuado emplazamiento de agua, pero al parecer la intervención de la magia los volvía irresistibles. En la búsqueda del agua, cierta gente prefería un mago a un ingeniero. Si la magia derrotara a la ciencia, qué sencillo sería todo: agua, agua.

Artemis era la clase de hombre que continuamente proponía matrimonio, pero a los treinta años todavía no se había casado. Salió durante más o menos un año con la hija de los Macklin. Fueron amantes, pero cuando él le propuso matrimonio, ella lo dejó plantado para casarse con Jack Bascomb porque era rico. Por lo menos, eso dijo ella. Artemis pasó más o menos un mes entristecido y luego empezó a salir con una divorciada que se llamaba María Petroni, vivía en Maple Avenue y era cajera en un banco. No lo sabía con certeza, pero le daba la impresión de que ella era mayor que él. Sus ideas respecto al matrimonio eran románticas y un tanto pueriles, y esperaba que su esposa fuese una virgen de rostro puro. María no lo era. Era robusta, buena bebedora y pasaban la mayor parte del tiempo en la cama. Una noche o una mañana temprano, él despertó a su lado y pensó en su vida. Tenía treinta años y seguía sin novia. Hacía casi dos años que salía con María. Antes de moverse hacia ella para despertarla, pensó en lo animosa, amable, apasionada y complaciente que siempre había sido. Mientras le acariciaba la espalda, pensó que la amaba. Su espalda parecía demasiado hermosa para ser verdad. La imagen de una muchacha fresca y pura como la que aparecía en los envases de margarina perduraba aún en algún lugar de su cerebro, pero ¿dónde estaba y cuándo aparecería? ¿Se estaba engañando a sí mismo? ¿Se equivocaba al rebajar a María por culpa de alguien a quien jamás había visto? Cuando ella despertó, le pidió que se casara con él.

—No puedo, cariño —respondió ella.

—¿Por qué? ¿Quieres un hombre más joven?

—Sí, querido, pero no uno solo. Quiero siete, uno después de otro.

—Oh—dijo él.

—Debo contártelo. Ya lo he hecho. Antes de conocerte. Invité a cenar a los siete hombres más atractivos que encontré. Ninguno estaba casado. Dos se habían divorciado. Preparé escalopes de ternera. Bebimos muchísimo y luego nos desnudamos todos. Era lo que yo quería. Cuando todos acabaron, no me sentí sucia, depravada o avergonzada. No sentí que había hecho nada malo. ¿Te asquea?

—Sinceramente, no. Eres una de las personas más limpias que he conocido. Es lo que pienso de ti.

—Estás loco, querido —dijo ella.

Artemis se levantó, se vistió y le dio un beso de despedida, y eso fue todo. Siguió viéndola durante una temporada, pero la fidelidad de María parecía asunto concluido, y sospechó que ella tenía relaciones con otros hombres. Entonces siguió buscando a una muchacha tan pura y fresca como la del envase de margarina.

Era a principios de otoño y estaba excavando un pozo para una vieja casa de Olmstead Road. El primer pozo se estaba secando. La familia se apellidaba Filler y le pagaban a dólar el centímetro, tarifa vigente entonces. Confiaba en hallar agua a juzgar por lo que conocía sobre la configuración del terreno. Puso la perforadora en marcha y se acomodó en la cabina del camión a leer un libro. La señora Filler se acercó a preguntarle si quería una taza de café. Él rehusó tan cortésmente como pudo. No era fea en absoluto, pero él había decidido desde el principio no poner las manos sobre las amas de casa. Quería casarse con la chica del paquete de margarina. A mediodía abrió su fiambrera y había engullido la mitad de un bocadillo cuando ella volvió a la cabina.

—Acabo de prepararle una hamburguesa estupenda —anunció.

—Oh, no, gracias, señora —dijo—. Tengo aquí tres bocadillos.

Esa vez dijo «señora» como otras veces decía «córcholis», a pesar de que el libro que estaba leyendo, y con mucho interés, era de Aldous Huxley.

—Venga ahora mismo —insistió ella—. No acepto una negativa.

La mujer abrió la puerta de la cabina; él bajó y la acompañó hasta la puerta trasera.

La señora Filler tenía un trasero grande, una buena delantera, un rostro jovial y los cabellos probablemente teñidos, porque eran una mezcla de grises y azules. Le había puesto un asiento en la mesa de la cocina y se sentó enfrente mientras él comía la hamburguesa. Ella le contó directamente la historia de su vida, como era costumbre en Estados Unidos en aquella época. Había nacido en Evansville, Indiana, había terminado sus estudios en el instituto de Evansville Norte, y la habían elegido reina de la fiesta de fin de curso en su último año. Luego fue a la Universidad de Bloomington, donde el señor Filler, que era mayor que ella, había sido profesor. Se trasladaron de Bloomington a Siracusa, y de allí a París, donde él se hizo famoso.

—¿Por qué es famoso? —preguntó Artemis.

—¿Quiere decir que nunca ha oído hablar de mi marido? J. P. Filler, es un escritor famoso.

—¿Qué ha escrito?

—Bueno, un montón de cosas —respondió ella—, pero sobre todo es conocido por Mierda.

Artemis se rió y a continuación enrojeció.

—¿Cómo se titula el libro?

Mierda. Se titula así. Me sorprende que nunca haya oído hablar de él. Se han vendido medio millón de ejemplares.

—Bromea usted.

—No, no bromeo. Venga conmigo. Voy a demostrárselo.

Él la siguió a través de la puerta de la cocina y de varias habitaciones más lujosas y confortables de lo que él estaba acostumbrado a ver. Ella cogió de una estantería un libro que se titulaba Mierda.

—Dios mío —dijo Artemis—, ¿cómo se le ha ocurrido escribir un libro así?

 

—Verá —explicó ella—, cuando estaba en Siracusa consiguió una beca de una fundación para investigar la anarquía literaria. Pasó un año en el extranjero. Fue cuando estuvimos en París. Quería escribir un libro sobre algo que incumbiese a todo el mundo, como el sexo, sólo que en la época en que le dieron la beca ya se había escrito todo lo que se podía escribir acerca del sexo. Entonces se le ocurrió la idea. Después de todo, era algo universal. Eso dijo él. Concierne a todo el mundo: reyes, presidentes y marinos. Es algo tan importante como el fuego, el agua, la tierra y el aire. Alguna gente pensará tal vez que no es un tema muy delicado para escribir sobre él, pero él odia la delicadeza, y de todas maneras, teniendo en cuenta los libros que hay actualmente en el mercado, Mierda es una obra prácticamente llena de pureza. Me sorprende que nunca haya oído hablar de ella. Ha sido traducida a doce idiomas. Mire.

Hizo un gesto en dirección a la librería y Artemis pudo leer Merde, Kaka, y ãïâíï

—Si quiere, le regalo una edición de bolsillo.

—Me gustaría leerlo —dijo Artemis.

Ella sacó un libro de un armario.

—Lástima que él esté fuera. Le encantaría dedicárselo, pero está en Inglaterra. Viaja mucho.

—Bueno, gracias, señora. Gracias por el almuerzo y también por el libro. Tengo que volver al trabajo.

Verificó la perforadora, subió a la cabina y dejó a Huxley en beneficio de J. P. Filler. Leyó el libro con cierto interés, pero su incredulidad fue obstinada. Aparte de los desplazamientos a la universidad, Artemis nunca había viajado, y, sin embargo, se sentía un viajero, un hombre rodeado de extraños. Caminando por una calle en China no se hubiera sentido más forastero que en ese mismo momento, en que trataba de comprender cómo era posible que un hombre fuese rico y estimado por haber escrito un libro sobre los excrementos.

No trataba de otra cosa: sólo de excrementos. Los había de todos los tamaños, formas y colores, así como incontables descripciones de retretes. Filler había viajado muchísimo. Describía los retretes de Nueva Delhi y de El Cairo, e incluso había visitado o imaginado las cámaras del papa en el Vaticano y las instalaciones del palacio imperial de Tokio. Había bastantes descripciones líricas de la naturaleza: diarrea en un limonar español, estreñimiento en un paso montañoso de Nepal, disentería en las islas griegas. Verdaderamente, no era un libro monótono, y poseía, como la mujer había dicho, una clara universalidad, aun cuando Artemis siguió sintiéndose extraviado en un país como China. No era un mojigato, pero solía utilizar un vocabulario prudente. Si un pozo se acercaba demasiado a una fosa séptica, denominaba el peligro «asunto fecal». Había «bajado» (tal era su expresión) en María muchas veces, pero contar aquellos lances y recordar con detalle las técnicas parecía restar valor a la experiencia. Opinaba que existía una cima de éxtasis sexual cuya inmensidad y hondura iban más allá de toda observación. Terminó el libro poco después de las cinco. Parecía que iba a llover. Apagó la perforadora, la cubrió con una lona y se marchó a casa. Al pasar por una ciénaga, arrojó el ejemplar de Mierda. No quería esconderlo y habría tenido problemas para explicar a su madre el contenido del libro, y además, no tenía ganas de releerlo.

Al día siguiente llovió y la lluvia empapó a Artemis. La perforadora trabajó poco y empleó casi toda la mañana en afianzarla. La señora Filler se preocupó por su salud. Primero le llevó una toalla.

—Va a pillar un resfriado de muerte, mi querido amigo. Oh, fíjese cómo se le ha rizado el pelo.

Más tarde, protegiéndose con un paraguas, le llevó una taza de té. Lo apremió a entrar en la casa y a ponerse ropa seca. Él contestó que no podía dejar la perforadora.

—De todos modos —añadió—, no me resfrío nunca.

Apenas lo había dicho, estornudó. La señora Filler insistió en que o bien entraba en la casa o se marchaba a la suya. Artemis se sintió incómodo y desistió a eso de las dos. La mujer tenía razón. A la hora de la cena le dolía la garganta. Sentía la cabeza pesada. Tomó dos aspirinas y se acostó alrededor de las nueve. Se despertó algo después de medianoche con los espasmos de calor y de frío de una fiebre alta. La fiebre tuvo por curioso efecto reducirlo a la actitud emocional de un niño. Se acurrucó en posición fetal, con las manos entre las rodillas, sudando y tiritando alternativamente. Se sentía solo pero protegido, irresponsable y cómodo. Le pareció que su padre vivía todavía y que al regresar a casa del trabajo le llevaba un interruptor nuevo para su tren de juguete o un cebo para su caja de aparejos. Su madre le sirvió el desayuno y le tomó la temperatura. Tenía un poquito menos de cuarenta grados, y dormitó casi toda la mañana.

A mediodía su madre le anunció que una mujer que aguardaba abajo había venido a verlo. Le había llevado un poco de sopa. Dijo que no quería ver a nadie, pero su madre se mostró dubitativa. La mujer era una clienta. Su intención era buena; sería grosero despedirla. Se sintió demasiado débil para oponer resistencia, y pocos minutos después la señora Filler apareció en la puerta con un bote hermético lleno de caldo.

—Ya le dije que caería enfermo. Se lo dije ayer.

—Voy a casa de los vecinos para ver si tienen una aspirina —dijo la madre—. Las nuestras se han acabado.

Salió de la habitación y la señora Filler cerró la puerta.

—Oh, pobre muchacho —dijo—. Pobrecillo.

—Sólo es un resfriado —dijo Artemis—. Nunca estoy enfermo.

—Pero ahora sí lo está —replicó ella—. Está enfermo y yo le avisé de que le ocurriría, tontuelo. —Le temblaba la voz; se sentó en el borde de la cama y empezó a acariciarle la frente—. Si hubiera entrado en mi casa, hoy estaría levantado y haciendo girar la almádena.

Extendió sus caricias al pecho y a los hombros varoniles, y luego, metiendo la mano por debajo de las sábanas, encontró un filón, ya que Artemis nunca usaba pijama.

—Oh, qué muchacho tan encantador —dijo ella—. ¿Siempre tiene erecciones tan rápidas? Está durísima.

Artemis gimió y la señora Filler puso manos a la obra. Un momento después, él arqueó la espalda y dejó escapar un grito sofocado. La trayectoria de su descarga se pareció un poco a las bolas de fuego de una vela romana, y quizá eso explique nuestra fascinación por esas pirotecnias. Oyeron entonces que se abría la puerta principal y la señora Filler se levantó de la cama y fue a sentarse en una silla junto a la ventana. Tenía la cara muy roja y respiraba con dificultad.

—Sólo tenían aspirinas para niños —dijo la madre—. Son de las de color rosa, pero me imagino que si tomas bastantes, te harán el mismo efecto.

—¿Por qué no va a la farmacia a comprar aspirinas? —sugirió la señora Filler—. Yo me quedaré con él mientras usted esté fuera.

—No sé conducir —repuso la madre de Artemis—. ¿No es curioso? A mi edad y en estos tiempos. Nunca he aprendido a conducir.

La visitante estaba a punto de sugerirle que fuese andando hasta la farmacia, pero comprendió que eso podría revelar sus intenciones.

—Telefonearé a la farmacia para ver si hacen repartos a domicilio —prosiguió la madre, y salió de la habitación dejando la puerta abierta. El teléfono se hallaba en la entrada y la señora Filler se quedó sentada en su silla. Permaneció allí unos minutos más y se marchó fingiendo una falsa alegría.

—Ponte bueno —dijo—, y vuelve y cávame un hermoso pozo.

Artemis volvió al trabajo tres días después. La señora Filler no estaba en casa, pero regresó alrededor de las once con una bolsa de comestibles. Al mediodía, Artemis estaba abriendo su fiambrera y ella salió de la casa con una bandejita en la que llevaba dos bebidas marrones y humeantes.

—Traigo un ponche —dijo. Él abrió la puerta de la cabina, ella subió y se sentó a su lado.

—¿Lleva whisky? —preguntó Artemis.

—Una gota. Casi todo es té y limón. Bébetelo y te sentirás mejor.

Artemis probó el ponche y pensó que nunca había probado nada tan fuerte.

—¿Has leído el libro de mi marido? —preguntó ella.

—Lo he hojeado —respondió él astutamente—. No lo entendí. Quiero decir que no comprendo por qué ha tenido que escribir sobre eso. No leo mucho, pero imagino que es mejor que otros libros. Los que realmente detesto son esos en los que la gente no hace más que pasear, encender cigarrillos y decir cosas como «buenos días». Se limitan a dar paseos por ahí. Cuando leo un libro me gusta que traten de temblores de tierra, exploraciones y maremotos. No me gusta leer cosas sobre gente que pasea y abre puertas.

—Oh, tontuelo —dijo ella—. No sabes nada.

—Tengo treinta años, y sé cavar pozos —repuso Artemis.

—Pero no sabes lo que quiero.

—Supongo que quiere un pozo. Cuatrocientos cincuenta litros por minuto. Buena agua potable.

—No me refiero a eso. Quiero decir lo que quiero ahora.

Él se hundió un poco en el asiento y se desabrochó los pantalones. Ella bajó la cabeza y adoptó una postura singular, como un pájaro que busca semillas o agua.

—Oiga, es fantástico —dijo Artemis—, realmente fantástico. ¿Quiere que le diga cuándo voy a correrme?

Ella se limitó a negar con la cabeza.

—Un gran chorro se acerca —dijo Artemis—. Un gran chorro está a punto de llegar a su destino. ¿Quiere que lo retenga?

Ella movió la cabeza.

—Ay —exclamó Artemis—, ¡ay!

Una de sus limitaciones como amante era que en el instante más sublime acostumbraba a gritar: «Ay, ay, ay.»

María se había quejado al respecto. «Ay —rugió—, ay, ay, ay», al estremecerse con un inmenso orgasmo.

—Eh, ha sido fantástico —dijo—, realmente fantástico, pero juraría que no es saludable. Quiero decir que si siempre hace usted esto, va a terminar encorvada de espaldas.

Ella lo besó tiernamente y dijo:

—Estás loco.

Ya iban dos veces. El le dio uno de sus bocadillos.

La perforadora había llegado ya a más de noventa metros de hondo. Al día siguiente, Artemis remontó el martillo y quitó el cilindro que medía el agua. El agua era turbia, pero no jabonosa, y calculó que la toma sería de unos noventa litros por minuto. Cuando la señora Filler salió de la casa, Artemis le comunicó la noticia. No pareció complacerla. Tenía la cara hinchada y los ojos enrojecidos.

—Bajaré otros cinco o seis metros. Creo que será un pozo estupendo.

—Y luego te irás —dijo ella—, y no volverás nunca.

Se echó a llorar.

—No llore, señora Filler. No llore, por favor. Detesto ver llorar a las mujeres.

—Estoy enamorada —dijo ella con un intenso sollozo.

—Bueno, me figuro que una mujer bonita como usted debe de enamorarse con bastante frecuencia.

—Estoy enamorada de ti —sollozó—. Nunca me había ocurrido. Me despierto a las cinco de la mañana y me pongo a esperar tu llegada. Las seis, las siete, las ocho en punto. Es angustioso. No puedo vivir sin ti.

—¿Y qué pasa con su marido? —preguntó Artemis alegremente.

—Ya lo sabe —sollozó—. Está en Londres. Le telefoneé anoche y se lo dije. No me parecía justo que volviera a casa esperando encontrar a una esposa cariñosa cuando su mujer está enamorada de otro.

—¿Qué dijo él?

—No dijo nada. Colgó. Vuelve esta noche. Tengo que ir a las cinco a esperar el avión. Te quiero. Te quiero, te quiero.

—Bueno, tengo que volver al trabajo, señora Filler —dijo Artemis con su mayor rusticidad—. Ahora vuelva a casa y descanse un poco.

Ella dio media vuelta y se dirigió hacia la casa. A él le hubiera gustado consolarla —toda forma de tristeza lo afligía—, pero sabía que cualquier gesto por su parte sería arriesgado. Volvió a colocar la perforadora y excavó otros cuatro metros, hasta donde calculó que la toma alcanzaría unos ciento treinta litros por minuto. A las tres y media se marchó la señora Filler. Lo miró ceñuda al pasar en el coche. En cuanto ella se hubo ido, él actuó rápidamente. Tapó el pozo, guardó la perforadora en el camión y regresó a casa. Esa noche, el teléfono sonó alrededor de las nueve. Pensó en no contestar o en decirle a su madre que lo cogiera ella, pero su madre estaba viendo la televisión y él tenía sus responsabilidades como cavador de pozos.

—Dispone usted de unos ciento treinta litros por minuto —dijo—. Haversham le instalará la bomba. No sé si necesitará un depósito nuevo. Pregúntele a Haversham. Adiós.

Al día siguiente cogió su escopeta y un paquete de bocadillos y recorrió los bosques del norte de la ciudad. No era muy buen tirador y tampoco había demasiados pájaros, pero le gustaba pasear por los bosques y los pastos y escalar los muros de piedra. Al volver a casa, su madre le dijo:

—Ha estado aquí esa mujer. Te ha traído un regalo.

Y le entregó una caja que contenía tres camisas de seda y una carta de amor. Esa noche, más tarde, cuando sonó el teléfono, pidió a su madre que dijera que no estaba. La llamada, por supuesto, era de la señora Filler. Artemis no había hecho vacaciones en varios años, y advirtió que había llegado el momento de viajar. A la mañana siguiente fue a una agencia de viajes del pueblo.

La agencia tenía su sede en una sala tenebrosa y estrecha de una calle oscura, y en sus paredes resplandecían fotografías de playas, catedrales y parejas de enamorados. La dueña era una mujer de pelo grisáceo. Sobre su escritorio, un letrero decía: hace falta estar loco para tener una agencia de viajes. Parecía agobiada, y tenía la voz cascada por la edad, el whisky o el tabaco. No paraba de fumar. En dos ocasiones encendió un cigarrillo a pesar de que otro humeaba todavía en el cenicero. Artemis dijo que disponía de unos quinientos dólares para gastar y que le gustaría irse al extranjero durante dos semanas.

—Bueno, supongo que ya habrá estado en París, Londres y Disneylandia —dijo ella—. Todo el mundo ha estado. Podría visitar Tokio, claro está, pero me han dicho que es un vuelo agotador. Diecisiete horas en un 707, con una escala técnica en Fairbanks. Actualmente, mis clientes más satisfechos son los que van a Rusia. Hay una oferta con todos los gastos incluidos. —Sacó de pronto un folleto y se lo mostró—. Por trescientos veintiocho dólares tiene un pasaje económico de ida y vuelta a Moscú, doce días en un hotel de primera categoría, pensión completa, entradas gratis para el hockey, la ópera, el ballet y el teatro, y un pase a una piscina pública. Las visitas a Leningrado y Kiev son optativas.

Él le preguntó qué otros viajes podía ofrecerle.

—Bueno, podría ir a Irlanda, pero ahora llueve mucho. Hace casi diez días que no aterriza un avión en Londres. Se amontonan en Liverpool y hay que bajar a Londres en tren. En Roma hace frío, igual que en París. Se tarda tres días en llegar a Egipto. El Pacífico queda descartado para un viaje de dos semanas, pero podría visitar el Caribe, aunque es muy difícil conseguir reservas. Supongo que querrá adquirir souvenirs, y en Rusia no hay gran cosa que comprar.

—No quiero comprar nada —respondió Artemis—. Sólo quiero viajar.

—Siga mi consejo —dijo ella—, y vaya a Rusia.

Al parecer, era la máxima distancia que podía poner entre él y el matrimonio Filler. Su madre no se inmutó. Otra mujer que, como ella, tuviese en casa siete banderas norteamericanas habría protestado, pero ella no dijo más que: «Vete a donde te apetezca, hijo. Te mereces un cambio.» Su pasaporte y su visado tardaron una semana, y una noche agradable embarcó en el vuelo de Aeroflot que salía a las ocho y que lo llevaría desde el aeropuerto Kennedy hasta Moscú. Casi todos los demás pasajeros eran japoneses y no hablaban inglés, y el viaje fue largo y solitario.

Llovía en Moscú, así que Artemis oyó lo que le gustaba: el rumor de la lluvia. Se puso detrás de los japoneses, que hablaban ruso, cruzó con ellos la pista de despegue y al llegar al edificio principal respetó la cola. La fila avanzaba despacio; llevaba aproximadamente una hora esperando cuando se le acercó una joven atractiva y le preguntó:

—¿Es usted el señor Artemis Bucklin? Tengo buenas noticias para usted. Venga conmigo.

Ella cogió su maleta y se saltó la cola de los que aguardaban para pasar aduanas e inmigración. Un amplio coche negro los estaba esperando.

—Primero iremos a su hotel —dijo la muchacha, que tenía un marcado acento inglés—. Después iremos al teatro Bolshoi, donde nuestro gran Premier, Nikita Sergéievich Kruschev quiere darle a usted la bienvenida; a usted, miembro del proletariado norteamericano. Gentes de las más diversas profesiones visitan nuestro hermoso país, pero usted es el primer cavador de pozos.

Su voz era melodiosa, y sus propias noticias parecían hacerla muy dichosa. Artemis estaba cansado, confuso y se sentía sucio. Por la ventanilla del automóvil divisó un gigantesco retrato del secretario general clavado en un árbol. Estaba asustado.

Pero ¿por qué iba a estarlo? Había excavado pozos para ricos y pobres y había tratado a unos y otros sin temor ni timidez. Kruschev era simplemente un campesino que a fuerza de astucia, vitalidad y suerte se había convertido en el amo de una población de más de doscientos millones de almas. Ahí estaba el quid; y a medida que el coche se aproximaba a la ciudad, los retratos de Kruschev instalados en las panaderías, los grandes almacenes y las farolas miraban pasar a Artemis. Pancartas con la imagen del político ruso ondeaban al viento en un puente sobre el Moskova. En la plaza Mayakovski, un gran retrato iluminado del político resplandecía por encima de sus hijos mientras éstos se precipitaban a la boca del metro.

Artemis fue conducido a un hotel llamado Ucrania.

—Ya vamos con retraso —dijo la joven.

—No puedo ir a ningún sitio hasta que no me haya bañado y afeitado —repuso Artemis—. No puedo ir a ningún sitio con esta facha. Y también me gustaría comer algo.

—Suba y cámbiese. Me reuniré con usted en el comedor. ¿Le gusta el pollo?

Artemis subió a su habitación y abrió el grifo del agua caliente de la bañera. Como era de esperar, no salió nada. Se afeitó con agua fría y estaba vistiéndose cuando el grifo del agua caliente entró en erupción como si fuera el Vesubio y empezó a eyacular agua hirviente y herrumbrosa. Se bañó, se vistió y bajó al comedor. Ella estaba sentada ante una mesa con la cena de Artemis ya servida. Había tenido la gentileza de pedir una jarra de vodka, que Artemis bebió antes de comer el pollo.

—No quiero meterle prisa —dijo la muchacha—, pero vamos a llegar tarde. Intentaré explicarle. Hoy se celebra el aniversario de la batalla de Stavitsky. Iremos al teatro Bolshoi y usted se sentará en la mesa presidencial. Yo no podré estar a su lado, de modo que entenderá muy poco de lo que allí se diga. Habrá discursos. Una vez acabados, tendrá lugar una recepción al fondo del escenario y nuestro secretario general, Nikita Sergéievich Kruschev, le dará a usted, en su carácter de miembro del proletariado norteamericano, la bienvenida a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Creo que deberíamos irnos ya. El mismo coche y conductor los esperaban fuera y, durante el trayecto del Ucrania al Bolshoi, Artemis contó setenta retratos del hombre que estaba a punto de conocer. Entraron en el teatro por la puerta trasera. Fue conducido hasta el escenario, donde ya habían comenzado los discursos. Estaban televisando el acto conmemorativo y los focos daban tanto calor como el que reina en un desierto, ilusión acrecentada por el hecho de que flanqueaban el escenario unas palmeras de plástico. Artemis no entendió ni una palabra de lo que oía, pero buscó con los ojos al mandatario ruso. No estaba en el palco de honor. Éste lo ocupaban dos mujeres muy ancianas. Al cabo de una hora de discursos, su angustia desembocó en aburrimiento y en la incomodidad de tener la vejiga llena. Al cabo de otra hora, estaba simplemente adormilado. Entonces acabó la ceremonia. Se sirvió un bufet entre bastidores y fue hacia allí según le indicaron, esperando a que Kruschev hiciera su terrible aparición, pero el líder no estaba en ningún sitio y cuando Artemis preguntó si habían de esperarlo aún, no recibió respuesta. Comió un bocadillo y bebió un vaso de vino. Nadie le dirigió la palabra. Decidió volver al hotel andando para estirar un poco las piernas. En cuanto salió del teatro, lo detuvo un policía. No cesó de repetir el nombre del hotel y de señalarse los zapatos, y en cuanto el policía lo entendió le indicó el camino de regreso. Artemis se puso en marcha. Le pareció que seguía el mismo trayecto que el coche en el que había ido, pero todos los retratos de Kruschev habían desaparecido. Todas las fotos que brillaban ante él en panaderías, farolas y paredes se habían esfumado. Creyó que se había perdido hasta que cruzó un puente sobre el río Moskova que recordó gracias a las banderas. Ya no ondeaban. Al llegar al hotel, buscó un gran retrato de Kruschev colgado en el vestíbulo. Ni rastro. Así pues, como muchos otros viajeros antes que él, subió a una extraña habitación de un país extranjero canturreando los blues de la irrealidad. ¿Cómo podría haber adivinado que Kruschev había sido destituido?

Desayunó en el comedor con un inglés que le refirió los hechos. También le aconsejó que si necesitaba un intérprete fuese a la Agencia Central del Gobierno y no a la Intourist. Le escribió en una tarjeta una dirección en alfabeto cirílico. Hablaba con los camareros oficiosamente en ruso y Artemis admiró su fluidez, pero, de hecho, aquel inglés era uno de esos viajeros que pueden pedir huevos fritos y licores fuertes en siete idiomas sin saber contar hasta diez en más de uno.

Delante del hotel había una parada de taxis, y Artemis dio la dirección a un conductor. Recorrieron el mismo trayecto que antes había seguido hacia el Bolshoi, y Artemis volvió a comprobar que habían quitado todos los retratos de Kruschev en dos horas o tres como mucho. Habrían necesitado centenares de hombres. El lugar era un sórdido edificio de oficinas con un letrero en inglés y otro en ruso. Artemis subió una destartalada escalera hasta llegar a una puerta acolchada. ¿Por qué acolchada? ¿Para que hubiera silencio? ¿Pura demencia? Abrió la puerta de una oficina brillantemente iluminada y dijo a una joven muy atractiva que quería un intérprete para que le enseñara Moscú.

Los rusos no parecen haberle cogido la medida a la cuestión del alumbrado. O hay demasiada luz o demasiado poca, y la que caía sobre la muchacha era mortecina. Ella, sin embargo, era lo bastante hermosa para superar la situación. Si era posible que miles de retratos de Kruschev desaparecieran en tres horas, ¿por qué no podría enamorarse él en tres minutos? Le pareció que así era. La muchacha debía de medir uno sesenta y cinco. Él medía un metro ochenta, de modo que era de la talla adecuada, reflexión que había aprendido a tener en cuenta. Su frente y la forma de su cabeza eran espléndidas, y se mantenía con la cabeza un tanto erguida, como si estuviera acostumbrada a hablar con gente más alta que ella. Llevaba un suéter ajustado que revelaba sus hermosos pechos, y la falda era asimismo ceñida.

Parecía estar a cargo de la oficina, pero a pesar de sus manifiestas responsabilidades ejecutivas, no había rastro de agresividad en su porte. Era muy femenina. Su quintaesencia parecía residir en dos cosas: un sentido de la jovialidad y la rapidez con que movía la cabeza. Parecía capaz de la volubilidad y el humor cambiante de una persona mucho más joven. (Artemis descubrió más tarde que tenía treinta y dos años.) Movía la cabeza como si su visión fuera estrecha, como si captara los objetos uno por uno en lugar de percibirlos globalmente. No era así, pero a Artemis le dio esa impresión. Había cierta nostalgia en su aspecto, cierto encantador sentido femenino del pasado.

—La señora Kósiev lo guiará —dijo—. Taxis aparte, la tarifa son veintitrés rublos.

Hablaba exactamente con el mismo acento que la mujer que lo había recibido en el aeropuerto. (Él no lo sabría nunca, pero ambas habían aprendido el inglés con la misma cinta, grabada en la Universidad de Leningrado por una institutriz inglesa convertida al comunismo.)

Artemis ignoraba las costumbres de aquel país extraño, pero decidió arriesgarse.

—¿Le importaría cenar conmigo? —preguntó.

Ella le dedicó una mirada simpática e inquisitiva.

—Voy a una lectura de poesía —contestó.

—¿Puedo acompañarla?

—Bueno, sí. Por supuesto. Venga aquí a las seis.

Llamó a la señora Kósiev. Era una mujer de anchos hombros que le estrechó la mano virilmente, pero no sonrió.

—¿Sería tan amable de acompañar en la visita de veintitrés rublos a Moscú a nuestro huésped de Estados Unidos?

Artemis contó veintitrés rublos y los depositó sobre el escritorio de la mujer de quien se acababa de enamorar.

Al bajar la escalera, la señora Kósiev dijo:

—Es Natasha Funarova. Hija del mariscal Funarov. Han vivido en Siberia...

Tras proporcionarle esta información, empezó a ensalzar a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y prosiguió haciéndolo durante toda la jornada. Recorrieron una corta distancia desde la oficina hasta el Kremlin, y en primer lugar lo llevó al Arsenal. Había una larga cola ante la puerta, pero no la respetaron. Una vez dentro, se pusieron zapatillas de fieltro encima de los zapatos y contemplaron las joyas de la corona, los arreos del caballo real y parte del vestuario palaciego. Artemis se aburría y empezaba a sentirse enormemente cansado. Luego visitaron tres iglesias en el Kremlin; le parecieron suntuosas, arrogantes y completamente misteriosas. Después cogieron un taxi para ir a la Galería Tretiakov. Artemis había comenzado a percibir que el olor de Moscú, tan alejada de toda tierra cultivada, era olor a estiércol, requesón y suero rancios, y guardapolvos manchados de tierra; un olor que dominaba el grandioso vestíbulo del hotel Ucrania. Las iglesias doradas del Kremlin, desprovistas de su incienso, olían como cobertizos, y, en el museo, al olor de requesón y suero se sumaba el tufo misterioso pero perceptible de boñigas de vaca. A la una, Artemis dijo que tenía hambre e hicieron un alto para almorzar. Después visitaron la biblioteca Lenin y a continuación un monasterio secularizado convertido en museo popular. Artemis ya había visto bastante, y después del monasterio dijo que quería volver al hotel. La señora Kósiev alegó que no habían completado el recorrido y que no habría reembolso. Él respondió que le tenía sin cuidado y cogió un taxi de vuelta al Ucrania.

Se presentó en la oficina a las seis. Ella lo esperaba en la calle, junto a la puerta.

—¿Ha disfrutado de la visita? —preguntó.

—Oh, sí. Sí. No creo que me gusten los museos, pero no había estado en ninguno y quizá se trate de algo que se puede aprender.

—Detesto los museos —dijo ella.

Se cogió del brazo de él sin apoyarse y apenas si unió su hombro al de Artemis. Su cabello era de un castaño muy claro, no era propiamente rubio, pero brillaba a la luz de las calles. Era liso y se lo peinaba con sencillez, con una pequeña cola de caballo sujeta con una goma. El aire húmedo y frío olía como el tubo de escape de un motor diesel.

—Vamos a escuchar a Luncharvsky —anunció—. No es muy lejos. Podemos ir andando.

¡Oh, Moscú, Moscú, la más anónima de todas las ciudades anónimas! Unas flores marchitas adornaban el busto de Chaliapin, pero por lo visto eran las únicas flores en toda la ciudad. Del bullicio de una metrópoli auténticamente grande forma parte la fragancia del café tostado y (en Roma) el aroma del vino, el pan recién hecho y las mujeres que llevan flores a un amante, esposo o a nadie en especial, nadie en absoluto. A medida que oscurecía y se iban encendiendo las luces, Artemis sintió que no existía la animación propia de un final de jornada. Por una ventana vio a un niño leyendo un libro y a una mujer friendo patatas. La sensación de que un decisivo espectro de la vida ciudadana se había extinguido, ¿se debía a la desaparición de todos los príncipes y al hecho de que todos los palacios, para bien o para mal, seguían en pie? Se cruzaron con un hombre que transportaba tres barras de pan recién hecho en una cesta de hilo. El hombre iba cantando y Artemis se sintió dichoso.

—Te quiero, Natasha Funarova —dijo.

—¿Cómo sabe mi nombre?

—La señora Kósiev me ha hablado de ti.

Vieron ante ellos la estatua de Maiakovski, aunque Artemis no sabía (ni sabe hoy) nada del poeta. Era gigantesca y de mal gusto, una reliquia de la era estalinista que remodeló el panteón entero de la literatura rusa a imagen y semejanza de los hijos de Lenin. (Incluso al pobre Chéjov le otorgaron póstumamente unos hombros heroicos y una frente compacta.) Oscurecía cada vez más y aumentaba el número de luces. Más tarde, mientras observaban a la multitud, Artemis vio que el humo de los cigarrillos había formado en el aire, a nueve o doce metros de altura, una nube plana, consistente y poco natural. Supuso que se trataba de cierto proceso de inversión. Antes de llegar a la plaza alcanzó a oír la voz de Luncharvsky. El ruso es una lengua más resonante que el inglés, menos musical pero más variada, y ello puede explicar su capacidad de provocar exaltación. La voz era potente, no sólo en volumen sino en fuerza emocional. Parecía melancólica y exaltada. Aparte del ruido, Artemis no captó nada. Luncharvsky ocupaba un estrado bajo la estatua de Maiakovski y declamaba poesías de amor a un auditorio compuesto de mil o dos mil personas en pie bajo la extraña nube o toldo de humo. No estaba cantando, pero la fuerza de su voz equivalía a un canto. Natasha hizo un gesto como dando a entender que lo había llevado a presenciar una de las maravillas del universo, y él pensó que tal vez era cierto.

Era un turista, un forastero, y había viajado hasta tan lejos para ver cosas extrañas. El crepúsculo era frío, pero Luncharvsky estaba en mangas de camisa. Era ancho de hombros; ancho de huesos, para ser más exacto. Tenía largos brazos; al cerrar sus manazas, cosa que hacía cada pocos minutos, los puños resultaban imponentes. Era alto, y llevaba el pelo rubio sin cortar ni peinar. Poseía la mirada desconcertante e irresistible del hombre que trepa incesantemente. Artemis experimentó la sensación de que no sólo absorbía la atención de la muchedumbre, sino de que si hubiera habido alguien momentáneamente distraído, él lo habría notado. Al término de la recitación, alguien le tendió el abrigo y un ramo de crisantemos marchitos.

—Tengo hambre —comentó Artemis.

—Vamos a un restaurante georgiano —dijo ella—. La georgiana es nuestra mejor cocina.

Fueron a un lugar muy ruidoso donde Artemis comió pollo por tercera vez. Al salir del restaurante, ella lo cogió del brazo, apretó su hombro contra el suyo y lo llevó calle abajo. Se preguntó si ella iba a llevarlo a su casa, y en ese caso, qué encontraría. ¿Padres ancianos, hermanos, hermanas o quizá una compañera de cuarto?

—¿Adonde vamos? —preguntó.

—Al parque. ¿Te parece bien?

—Muy bien —respondió Artemis.

Cuando llegaron a él, vio que el parque era igual que cualquier otro. Había árboles que en aquella época del año perdían sus hojas, bancos y paseos de asfalto. Una estatua de hormigón representaba a un hombre cargando a un niño sobre los hombros. El niño tenía un pájaro en la mano. Artemis supuso que encarnaban el progreso o la esperanza. Se sentaron en un banco, él la rodeó con un brazo y la besó. Ella respondió tierna y diestramente, y durante la siguiente media hora estuvieron besándose. Artemis se sintió relajado, afectuoso y próximo a la sensiblería. Al levantarse para enderezar la protuberancia de sus pantalones, ella le cogió la mano y lo llevó a una casa de apartamentos situada a una manzana o dos de distancia. Un policía armado se hallaba junto a la puerta. Ella sacó de su bolso lo que Artemis pensó que sería un carnet de identidad. El policía la examinó de un modo deliberadamente ofensivo. Parecía abiertamente belicoso. Rió con sarcasmo, miró furiosamente, señaló varias veces a Artemis y se dirigió a Natasha como si ella fuera un ser despreciable. En circunstancias distintas, en otro país, Artemis le hubiera golpeado. Por último, los dejó pasar y subieron en un ascensor que parecía una jaula a un piso superior. Artemis pensó que incluso la casa olía como una granja. Ella abrió la puerta con dos llaves y lo hizo pasar a una mísera habitación. Había una cama en una esquina y ropa puesta a secar en una cuerda. Sobre una mesa descansaban una barra de pan y varios trozos de carne. Artemis se desvistió rápidamente, ella lo imitó y (Artemis prefería esta expresión) hicieron el amor. Ella limpió la suciedad con un trapo, le puso entre los labios un cigarrillo encendido y le sirvió un vaso de vodka.

—No quiero que esto se acabe —dijo él—. No quiero que acabe nunca.

Aunque eran entre sí perfectos desconocidos, con ella en sus brazos había experimentado la sensación escalofriante y galvánica de su inseparabilidad. Estaba pensando distraídamente en un pozo que había excavado dos años antes, y Dios sabe qué pensaba ella.

—¿Cómo es Siberia? —preguntó él.

—Maravillosa.

—¿Y tu padre?

—Le gustaban los pepinos —respondió—. Fue mariscal hasta que nos enviaron a Siberia. Al volver le dieron un despacho en el Ministerio de Defensa. Era un despacho pequeño, no tenía silla, mesa, escritorio, teléfono ni nada. Iba por la mañana y se sentaba en el suelo. Luego murió. Ahora tienes que irte.

—¿Por qué?

—Porque es tarde y me preocupo por ti.

—¿Puedo verte mañana?

—Naturalmente.

—¿Puedes venir a mi hotel?

—No, no puedo hacer eso. No sería seguro que me vieran en un hotel para turistas y, de todas formas, los detesto. Podemos vernos en el parque. Te escribiré la dirección.

Abandonó la cama y atravesó el cuarto. Su figura era asombrosa, tan perfecta que casi parecía anómala. Tenía los pechos grandes, el talle muy esbelto y unas nalgas voluminosas. Movía el trasero con un leve balanceo, como si lo tuviera lastrado con munición de posta. Artemis se vistió, le dio las buenas noches con un beso y bajó. El policía lo detuvo, pero finalmente lo dejó partir, ya que ninguno de los dos entendía lo que decía el otro. Al pedir su llave en el hotel hubo cierta tardanza. Luego apareció un hombre uniformado que llevaba en la mano el pasaporte de Artemis y le anuló el visado.

—Abandonará Moscú mañana por la mañana —declaró—. Tomará el vuelo 769 de la SAS hasta Copenhague y allí cogerá un avión a Nueva York.

—Pero yo quiero visitar este gran país —protestó Artemis—. Quiero conocer Leningrado o Kiev.

—El autobús del aeropuerto sale a las nueve y media.

A la mañana siguiente, Artemis hizo que el agente de la Intourist llamara desde el teléfono del vestíbulo a la oficina de intérpretes. Al preguntar por Natasha Funarova, le dijeron que allí no trabajaba ni había trabajado nunca una persona con ese nombre. Cuarenta y ocho horas después de su llegada, Artemis volaba de regreso a la patria. Los otros pasajeros eran norteamericanos, y pudo charlar, hacer amigos y pasar el tiempo.

Pocos días después, reanudó su trabajo excavando a las afueras del pueblo de Brewster. El emplazamiento había sido elegido por un zahorí y Artemis desconfiaba, pero estaba equivocado. A unos ciento veinte metros de profundidad topó con piedra caliza y con una corriente de agua dulce que daba cuatrocientos cincuenta litros por minuto. Dieciséis días después de su regreso de Moscú, recibió la primera carta de Natasha. Las señas del sobre estaban en inglés, pero había cantidad de letras en alfabeto cirílico y los sellos eran de brillantes colores. La carta desconcertó a su madre y, según ella, había alarmado al cartero. Ir a Rusia era una cosa, pero recibir cartas de aquel extraño y distante país otra muy distinta. «Cariño mío —escribía Natasha—. Anoche soñé que tú y yo éramos una ola del mar Negro, en Yalta. Ya sé que no conoces esa región de mi país, pero si fuéramos una ola que avanza rumbo a la orilla, podríamos ver las montañas de Crimea cubiertas de nieve. A veces, en Yalta, cuando florecen las rosas, se puede ver cómo nieva en las montañas. Al despertar del sueño me sentí tranquila y dignificada, y en mi boca persistía claramente el sabor de la sal. Debo firmar esta carta con el nombre de Fifí, puesto que tu amorosa Natasha no puede haber escrito nada tan irracional.»

Contestó a la carta esa misma noche. «Queridísima Natasha: te quiero. Si vienes a mi país, me casaré contigo. Pienso en ti todo el tiempo y me gustaría enseñarte cómo vivimos aquí, las carreteras, los árboles y las luces de las ciudades. Es muy distinto de vuestro modo de vida. Estoy hablando en serio al respecto de todo esto, y si necesitas dinero para el pasaje de avión, yo te lo enviaré. Si decidieses que no quieres casarte conmigo, podrías volver a tu patria. Esta noche es Halloween. No creo que celebréis esta fiesta en Rusia. Es la noche en que se cree que los muertos se levantan, aunque no lo hacen, por supuesto, y los niños se pasean por las calles disfrazados de fantasmas, esqueletos y demonios, y en las casas les dan bombones y centavos. Por favor, ven a mi país y cásate conmigo.»

Hasta aquí todo fue sencillo, pero copiar su dirección en alfabeto ruso le llevó mucho más tiempo. Gastó diez sobres antes de lograr una escritura que le pareció satisfactoria. El empleado de correos era amigo suyo.

—¿Qué diablos estás haciendo, Art, con todos estos garabatos dirigidos a los comunistas?

Artemis recobró su rusticidad.

—Verás, Sam, resulta que estuve allí un día o dos y encontré a una chica que me gustó.

La carta recibió un franqueo de veinticinco centavos, un deprimente grabado gris de Abraham Lincoln. Pensando en el brillante colorido de la carta de Natasha, Artemis preguntó si no había un sello más alegre, y su amigo le respondió que no.

Recibió respuesta al cabo de diez días. «Me agrada pensar que nuestras cartas se cruzan, y me gusta creer que van batiendo sus alas al encuentro del otro en algún lugar por encima del Atlántico. Me encantaría ir a tu país y casarme contigo o que te cases conmigo aquí, pero no podemos hacerlo hasta que haya paz en el mundo. Me gustaría que nuestro amor no tuviese que depender de la paz. Fui al campo el sábado, y los pájaros, los abedules y los pinos me tranquilizaron. Ojalá hubieras estado conmigo. Un doctor en teología de la Iglesia Unitaria vino ayer a la oficina buscando un intérprete. Parecía inteligente y yo misma lo llevé a visitar Moscú. Me dijo que para ser miembro de la Iglesia Unitaria no necesitaba creer en Dios. Me dijo que Dios es el progreso del caos al orden, a la responsabilidad humana. Siempre he pensado que Dios está sentado en las nubes con sus escuadrones de ángeles alrededor, pero quizá vive en un submarino, rodeado por divisiones de sirenas. Por favor, mándame una fotografía tuya y escríbeme otra vez. Tus cartas me hacen muy feliz.»

«Adjunto una foto —contestó él—. Es de hace tres años. Me la sacaron en el embalse de Wakusha. Está en el centro del cauce nordeste. Pienso en ti continuamente. Esta madrugada me desperté a las tres pensando en ti. Fue un sentimiento agradable. Me gusta la oscuridad. Me parece una casa con muchas habitaciones. Sesenta o setenta. Por la noche, después del trabajo, voy a patinar. Me imagino que en Rusia todo el mundo sabe patinar. Sé que los rusos juegan al hockey, porque normalmente ganan a los norteamericanos en los Juegos Olímpicos. Tres a dos, siete a dos, ocho a uno. Está empezando a nevar. Con amor, Artemis.» Libró una nueva batalla para escribir la dirección.

«Tu última carta tardó dieciocho días —escribió Natasha—. Me sorprendo respondiendo a tus noticias antes de que lleguen, pero no hay nada místico en ello, realmente, pues en Correos hay un reloj inmenso con un lado negro y el otro blanco que marca la hora que es en las distintas partes del mundo. Cuando allí despunta el alba, aquí ya ha transcurrido la mitad del día. Acaban de pintarme la escalera. Los colores son los preferidos por todos los pintores municipales: marrón claro con una franja marrón oscuro. Mientras estaban trabajando salpicaron con un poco de pintura blanca la parte inferior de mi buzón. Así que ahora, cuando bajo en ascensor, esa mancha blanca me proporciona la ilusión de que hay una carta tuya. No puedo remediarlo. Mi corazón late y corro al buzón, pero sólo encuentro la mancha blanca. Ahora bajo en el ascensor vuelta de espaldas, tan dolorosa me resulta esa gota de pintura.»

Al volver del trabajo una noche, su madre le dijo que alguien había llamado de la capital del condado diciendo que la llamada era urgente. Artemis supuso que debía de ser de la oficina de impuestos. Había tenido dificultades al intentar informarles de las pérdidas y ganancias en el oficio de buscador de agua. Era un ciudadano consciente y telefoneó a aquel número. Un desconocido se identificó como señor Cooper, y Artemis no tuvo la impresión de que perteneciese a la oficina de impuestos. Cooper quería verlo de inmediato.

—Bueno, verá, esta noche juego a los bolos —dijo Artemis—. Nuestro equipo está empatado en el primer puesto y me disgustaría perderme el partido si no podemos vernos en otro momento.

Cooper se mostró conforme y Artemis le dijo dónde estaba trabajando y el modo de llegar allí. Cooper dijo que iría a verlo a las diez y Artemis fue a jugar a los bolos.

A la mañana siguiente empezó a nevar. Parecía tratarse de una gran tormenta. Cooper apareció a las diez. No se apeó de su coche, pero se comportó con tanta amabilidad que Artemis imaginó que era un vendedor. Un agente de seguros.

—Tengo entendido que ha estado usted en Rusia.

—Bueno, sólo estuve cuarenta y ocho horas. Me anularon el visado. No sé por qué.

—Pero usted mantiene correspondencia con Rusia.

—Sí, con una chica. Salí con ella una vez. Nos carteamos.

—La Secretaría de Estado está muy interesada en su experiencia. Al subsecretario Hurlow le gustaría charlar con usted.

—En realidad, no tuve ninguna experiencia. Visité algunas iglesias, cené pollo tres veces y luego me echaron del país.

—Verá, el subsecretario está interesado. Llamó ayer y ha vuelto a llamar esta mañana. ¿Le importaría ir a Washington?

—Estoy trabajando.

—Sólo sería un día. Puede hacer el viaje por la mañana y volver por la tarde. No será mucho tiempo. Creo que le pagarán los gastos, aunque todavía no se ha decidido. Tengo aquí la información.

Tendió al cavador de pozos una carta con membrete que requería la presencia de Artemis Bucklin en el nuevo edificio de la secretaría a las nueve de la mañana del día siguiente.

—Si lo hace —añadió Cooper—, el gobierno le quedará muy agradecido. Yo no me preocuparía demasiado por la hora. Casi nadie empieza a trabajar antes de las diez. Encantado de conocerlo. Si desea hacerme alguna pregunta, llámeme a este número.

Luego se marchó, y a gran velocidad, porque la nevada empezaba a arreciar. El pozo estaba emplazado en un lugar remoto donde las carreteras no serían despejadas, y Artemis volvió en coche antes de almorzar.

Cierto provincianismo, cierto apego a las placenteras rutinas de su vida, lo hacían reacio a emprender un viaje a Washington. Él no quería ir, pero ¿podrían obligarlo? El único imperativo se hallaba en la frase de que el gobierno le quedaría agradecido. Salvo en el caso de la oficina de impuestos, no tenía ningún conflicto especial con el gobierno, y le hubiera gustado —infantilmente, tal vez— merecer su gratitud. Esa noche hizo una maleta, consultó los horarios de vuelos y a las nueve de la mañana siguiente estaba en el nuevo edificio de la Secretaría de Estado.

Cooper tenía razón con respecto a la hora. A Artemis se le enfriaron los pies aguardando en la sala de espera hasta después de las diez. Lo llevaron dos pisos más arriba, no para ver al subsecretario, sino a un hombre llamado Serge Belinsky. Su despacho era pequeño y desnudo; su secretaria, una malhumorada mujer sureña que llevaba zapatillas. Belinsky pidió a Artemis que rellenara unos sencillos impresos burocráticos. ¿Cuándo había llegado a Moscú? ¿Cuándo se había marchado? ¿Dónde se había alojado?, etc. Una vez concluidos estos trámites, Belinsky mandó hacer un duplicado y llevó a Artemis un piso más arriba, a ver a un hombre llamado Moss. Esta vez, las cosas fueron muy distintas. La secretaria era bonita y coqueta, y calzaba zapatos. El mobiliario no era lujoso, pero sí un poco más que el de Belinsky. Había flores sobre el escritorio y un cuadro en la pared. Artemis repitió lo poco que recordaba, lo poco que había para recordar. Al contar lo de las disposiciones adoptadas para su entrevista con Kruschev, Moss se rió; Moss aplaudió. Era un hombre joven muy elegante, tan magníficamente vestido y acicalado que Artemis se sintió andrajoso, zafio y sucio. Estaba lo suficientemente limpio y era persona de buenos modales, pero llevaba la ropa muy ceñida en los hombros y en la entrepierna.

—Creo que al subsecretario le agradará recibirlo —dijo Moss, y subieron otro piso.

El escenario pasó a ser completamente distinto. El suelo estaba cubierto de alfombras y las paredes revestidas de paneles de madera, y la secretaria lucía unas botas abrochadas con hebilla que le llegaban más arriba de la falda, hasta Dios sabe dónde. En tan corta distancia, ¡qué lejos habían ido a partir de la hosca secretaria en zapatillas! ¡Cuánto añoraba Artemis su perforadora, su ropa de trabajo y su fiambrera! Les sirvieron café, y después, la secretaria —la que llevaba botas— despidió a Moss e hizo pasar a Artemis al despacho del subsecretario.

A excepción de un escritorio muy pequeño, no había nada formal en la estancia. Había alfombras de colores, sofás, cuadros y flores. El señor Hurlow era un hombre muy alto de aspecto cansado o quizá enfermo.

—Me alegro de que haya venido, señor Bucklin —le dijo—. Iré derecho al grano. Tengo que estar en Hill a las once. Usted conoce a Natasha Funarova.

—Salí con ella una vez. Cenamos juntos y nos sentamos en un parque.

—Usted se cartea con ella.

—Sí.

—Por supuesto, hemos controlado sus cartas. El gobierno ruso hace lo mismo. Nuestro servicio de inteligencia cree que contienen cierta clase de información. Como hija de un mariscal, Natasha es fiel a su gobierno. El resto de su familia fue fusilada. Ella ha escrito que Dios podría vivir en un submarino, rodeado de divisiones de sirenas. Ese mismo día fue la fecha de nuestra última crisis submarina. Tengo entendido que es una mujer inteligente y no puedo creer que haya escrito algo tan insensato sin tener segundas intenciones. Antes le escribió que usted y ella eran una ola del mar Negro. La fecha corresponde exactamente a la de las maniobras en el mar Negro. Usted le envió una foto sacada en el embalse de Wakusha, señalando que era el centro del cauce nordeste. Lo cual, desde luego, no es información secreta, pero todo ayuda. Más tarde usted le escribió que la oscuridad le parece una casa dividida en setenta habitaciones, justo diez días antes de que activáramos la División Setenta. ¿Le importaría explicarme todo esto?

—No hay nada que explicar. La quiero.

—Es absurdo. Usted mismo ha dicho que únicamente la ha visto una vez. ¿Cómo ha podido enamorarse de una mujer a la que sólo ha visto una vez? En este momento no puedo amenazarlo, señor Bucklin. Puedo hacerlo comparecer ante un comité, pero a menos que se muestre más dispuesto a colaborar, sería una pérdida de tiempo. Estamos completamente seguros de que usted y su amiga han inventado un código. No puedo prohibirle que le escriba, naturalmente, pero sí interceptar sus cartas. Lo que me gustaría es su cooperación patriótica. El señor Cooper, con quien creo que ya se ha entrevistado usted, lo llamará una vez por semana más o menos y le proporcionará la información o más bien la falsa información que deseamos que usted envíe a Rusia, cifrada, por supuesto, conforme a su código, a esas expresiones suyas de que la oscuridad es una casa.

—No puedo hacer eso, señor Hurlow. Sería deshonesto para con usted y para con Natasha.

El subsecretario rió y le dio un ligero y jovial empujoncito en el hombro.

—Bien, piénselo con calma y telefonee a Cooper cuando haya decidido algo. Naturalmente, el destino de la nación no depende de su decisión. Llego tarde.

No se levantó ni le tendió la mano. Sintiéndose peor de lo que se había sentido en Moscú y entonando los blues de la irrealidad, Artemis cruzó por delante de la secretaria con botas, bajó en ascensor y dejó atrás a la que usaba zapatos y también a la que calzaba zapatillas. Llegó a casa a tiempo para la cena.

Nunca más tuvo noticias del ministerio. ¿Se habían equivocado? ¿Eran estúpidos u holgazanes? Nunca lo sabría. Escribió a Natasha cuatro cartas muy circunspectas, sin mencionar sus tanteos en el hockey y los bolos. No recibió contestación. Aguardó cartas de ella durante algo más de un mes. A menudo pensó en la mancha de pintura blanca de su buzón. Cuando el tiempo mejoró, pudo oír el cicatrizante rumor de la lluvia; al menos le quedaba eso. Agua, agua.


Relatos
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