Brimmer

 

Brimmer,
(Esquire, 1961.)

 

Un personaje como Brimmer[16] no despierta el interés de nadie, porque los hechos son indecentes y obscenos; pero entonces no habría que visitar los museos, los jardines y las ruinas, donde la obscenidad es tan abundante como las margaritas en Nantucket. En la superpoblación de estatuas que hay en torno al Mediterráneo, abundan más los sátiros que los héroes y los dioses. Como son en general indeseables en una sociedad organizada, parece que el rechazo tiene como único efecto hacerlos más agresivos, y están en todas partes: en Paestum y en Siracusa, en los patios lluviosos y en los portales al norte de Florencia. Están hasta en los jardines de la Embajada norteamericana. No me refiero a esos guapos chicos de orejas puntiagudas, aunque es posible que Brimmer fuera en sus tiempos uno de ellos; hablo de sátiros más viejos, de rostro arrugado y largo rabo. Se los representa con uvas o flautas, y alzan o bajan la cabeza en actitud de regocijo. Aparte de las orejas puntiagudas, no poseen rostro de animales, sino rasgos humanos, en ocasiones juveniles y atractivos, pero la edad avanzada no modifica en absoluto la gozosa inclinación de la cabeza ni la mirada de osbceno regocijo.

Hablo de un amigo, un conocido, en realidad; lo conocí en el curso de una tempestuosa travesía de Nueva York a Nápoles. Me fijé en él principalmente a causa de su actitud en el bar. Sus pupilas eran incoloras y alargadas como las de un macho cabrío. Ojos risueños, se hubiera dicho, aunque, a veces, vidriosos. En cuanto a las flautas, no tocaba ningún instrumento musical, que yo sepa; lo de las uvas ya es otro cantar, porque casi siempre tenía un vaso en la mano. Muchos sátiros se sostienen sobre una pierna cruzada, la otra por delante —la punta del pie hacia abajo, el talón hacia arriba—, y él adoptaba en el bar esa misma postura, con las piernas cruzadas, la cabeza erguida, con aquella mirada de permanente regocijo y las uvas, por así decirlo, en su mano derecha. Era alegre —ingenioso, deferente y perspicaz—, pero aunque no lo hubiera sido tanto, me habría visto forzado a beber y a hablar con él de todas formas. Exceptuando a la señora Troyan, no había a bordo nadie más con quien hablar.

A decir verdad, ¡qué insípido es viajar! A mediodía, cuando suena la sirena, la orquesta toca y ya se han lanzado los confetis, nos parece que nos han embarcado engañados, algo que se sostiene gracias al patronazgo de los solitarios y los extraviados: gentes de segunda clase, emocionalmente hablando. Vuelve a sonar la sirena. Retiran cabos y pasarelas, y el barco empieza a moverse. Se difuminan en la distancia los rostros tiernamente amados de amigos y conocidos, y al subir a cubierta para despedirnos con grandísima emoción del horizonte neoyorquino, descubrimos que la lluvia oculta los edificios. Luego suena el carillón y bajamos a comer un copioso almuerzo. El barco se veía muy anticuado, y esto podría explicar el escalofriante desasosiego que sentimos al comparar la elegancia de los salones con la alborotada inmensidad del mar. ¿Qué haremos hasta la hora del té? ¿Y entre el té y la cena? ¿Y entre la cena y la hora de apostar a los caballos? ¿Qué haremos desde ahora mismo hasta el momento de desembarcar?

Era el barco más antiguo de la línea, y aquel mes de abril realizaba su última travesía del Atlántico. Muchos antiguos viajeros subieron a despedirse de sus célebres dependencias interiores y a birlar uno o dos ceniceros, pero tanto sentimentalismo no dejó ni uno, y cuando sonó el aviso de visitantes a tierra y bajaron todos, por fin nos dejaron, por así decirlo, solos. Era un mediodía triste y lluvioso; había oleaje en el canal y, fuera, galerna y mar de fondo. Se advertía al instante que la antigüedad del barco no era sólo cuestión de chimeneas de mármol y pianos de cola. Aquello era una bañera. La primera noche a bordo me fue imposible dormir, y al subir a cubierta por la mañana vi que el vendaval había dañado uno de los botes salvavidas. Abajo, en segunda clase, unos pasajeros inmunes al desaliento trataban de jugar al ping-pong bajo la lluvia. La escena resultaba deprimente y no ofrecía buenas perspectivas a los jugadores, que finalmente desistieron. Pocos minutos después, un error de cálculo del timonel hizo que una pared de agua se desplomase sobre un costado del barco, y un mar encrespado inundó la cubierta de popa. La mesa de ping-pong sobrenadaba, y de pronto la vi deslizarse por la borda y reaparecer más allá de popa meciéndose en la estela del navío, como recordándonos qué arcano debe de parecerle el mundo a quien cae al agua en alta mar.

Abajo, pusieron en un cerco y ataron el mobiliario portátil, como si fueran a venderlo todo. Tendieron cuerdas a lo largo de los pasillos, y metieron la totalidad de los tiestos de palmeras en una especie de mazmorra. Hacía calor, un calor terrible y húmedo, y la música constante de la orquesta del barco parecía prestar —si ello fuera posible— un aire aún más melancólico a los elegantes salones, literalmente abandonados y como perdidos en aquel ámbito. Los músicos tocaron esa mañana y durante todo el viaje, para nadie; tocaban día y noche en aquellas salas vacías de gente y repletas de sillas atornilladas al suelo. Interpretaban ópera, vieja música de baile, fragmentos entresacados de Show Boat. Ahogando el estruendo de aquel mar semejante a una cordillera móvil, sonaba sin cesar la música, agotadora y frenética. Y realmente no había nada que hacer. Era imposible escribir cartas, hasta tal punto se balanceaba todo; y si te sentabas a leer en una butaca, se te salía de debajo para luego volver a ceñírsete, como un columpio. No se podía jugar a las cartas ni tampoco al ajedrez; ni siquiera era posible jugar al Scrabble. La tristeza, la música continua y escasamente alegre y el mobiliario amarrado hacían de todo aquello una especie de sueño desventurado, y yo, el soñador, vagaba por el barco hasta las doce y media, hora en que me iba al bar. Los parroquianos asiduos eran entonces una familia del sur (papá, mamá, hermana y hermano), que iban a pasar un año en el extranjero. Papá se había retirado, y aquél era su primer viaje. Solían estar allí también dos mujeres a las que el camarero identificaba como «una mujer de negocios romana» y su secretaria. Luego, Brimmer, yo mismo, y un poco más tarde, la señora Troyan. El segundo día a bordo tomé unas copas con Brimmer. Yo diría que era un hombre más o menos de mi edad, delgado, de manos muy cuidadas que resultaban, por alguna razón, notorias, una voz suave aunque nunca monótona y un encantador sentido de la urgencia —una vivacidad—, que por lo visto no tenía nada que ver con el nerviosismo. Almorzamos y cenamos juntos, y bebimos en el bar después de la cena. Habíamos frecuentado los mismos sitios, pero no teníamos conocidos comunes, y no obstante parecía ser una excelente compañía. Al separarnos abajo (su camarote era contiguo al mío), yo estaba contento de haber encontrado a alguien con quien poder charlar los diez días que teníamos por delante.

A las doce del día siguiente, Brimmer estaba en el bar, y mientras conversábamos apareció la señora Troyan. Brimmer la invitó a reunirse con nosotros, y ella aceptó. Vistos desde la altura de mis años, los suyos eran muy pocos. Un hombre más joven le habría calculado una treintena larga, no sin advertir que las patas de gallo en torno a sus ojos no podían borrarse ya. Para mí, aquellas arrugas eran señales claras de capacidad probada para los juegos del ingenio y la pasión. Era una mujer indescriptiblemente encantadora. Ni su pelo oscuro, ni su palidez, ni sus brazos torneados, ni su vivacidad, ni la pesadumbre que se dibujó en su rostro cuando el camarero nos habló de un hijo suyo enfermo en Génova, ni sus imitaciones del capitán del barco, ni tampoco la impresión que daba de ser una mujer hermosa y brillante habituada a que la encontrasen deliciosa, nada de todo esto agotaba la enumeración de sus encantos.

Comimos y cenamos juntos los tres, y bailamos en el salón después de la cena. Éramos los únicos que bailaban, pero cuando cesó la música y Brimmer y la señora Troyan se volvían otra vez hacia el bar, yo me disculpé y bajé a acostarme. La velada había sido agradable, y en el momento mismo de cerrar la puerta del camarote pensé qué placentera habría sido la compañía de la señora Troyan allí a solas. Era imposible, por supuesto, pero el recuerdo de su pelo oscuro y sus blancos brazos seguía siendo intenso y prometedor cuando apagué la luz y me metí en la cama. Mientras pacientemente trataba de conciliar el sueño, caí de pronto en la cuenta de que la señora Troyan estaba en el camarote de Brimmer.

Me sentí indignado. Ella me había dicho que tenía marido y tres hijos en París, y ¿acaso se acordaba de ellos ahora? Brimmer y ella se habían conocido por casualidad esa misma mañana, ¡y qué anarquía carnal resquebrajaría el mundo si todo encuentro fortuito se consumase! Si hubieran esperado siquiera uno o dos días —tiempo suficiente para aparentar, por lo menos, que la relación física se apoyaba sobre una base sentimental o romántica—, creo que me habría parecido más aceptable. Tanta precipitación era, a mi entender, escéptica y depravada. Escuchando el ruido de los motores del barco y los débiles sonidos de ternura en la puerta de al lado, comprendí que mi vida acostumbrada había quedado atrás, mil nudos a popa, y que mi carácter no era muy propenso al internacionalismo. En cierto sentido, ambos eran europeos.

Pero los sonidos de la puerta contigua me causaron un efecto parecido al de recibir un telegrama estando de viaje: me pareció que me tambaleaba y caía de bruces, que me arañaba y magullaba aquí y allá, y diseminaba por el suelo mis pertenencias emocionales e intelectuales. No tenía sentido insistir en que no me había caído, pues cuando estamos tendidos en el suelo debemos levantarnos y sacudirnos la ropa. En cierto modo, es lo que hice, reconsiderando mis meditadas opiniones sobre el matrimonio, la constancia, la naturaleza humana y la importancia del amor. Una vez que hube recogido mis pertenencias y adecentado mi aspecto, me quedé dormido.

La mañana fue nublada y lluviosa, y el viento se había vuelto frío. Vagabundeé por la cubierta superior. Di cuatro vueltas hasta completar kilómetro y medio y no vi a nadie. La inmoralidad de la puerta de al lado debería haber modificado mi relación con Brimmer y la señora Troyan, pero no tenía más alternativa que confiar en verlos al mediodía en el bar. Carecía de recursos para alegrar un barco desierto y un mar tempestuoso. Mis depravadas amistades se hallaban en el bar cuando me presenté allí a las doce y media, y ya me habían pedido una copa. Me alegró estar con ellos, y pensé que tal vez lamentaban lo que habían hecho. Almorzamos juntos amigablemente, pero cuando propuse buscar a una cuarta persona para organizar una partida de bridge, Brimmer dijo que tenía que enviar unos telegramas, y ella que deseaba descansar. Después de la comida no había una alma ni en los salones ni en cubierta, y en cuanto la orquesta, deprimentemente, empezó a afinar los instrumentos para su próxima actuación, bajé a mi camarote, donde descubrí que tanto los telegramas de Brimmer como el reposo de su amiga eran meras invenciones destinadas por lo visto a engañarme: ella estaba otra vez en el camarote de él. Volví a subir y di un largo paseo por cubierta con un pastor episcopaliano. Estimé que era un hombre sumamente interesante, pero no me sacó del tema, porque el buen hombre se iba de vacaciones lejos de una parroquia donde el alcoholismo y la promiscuidad morbosa eran moneda corriente. Más tarde tomé un trago con el pastor en el bar, pero Brimmer y su compañera no aparecieron para cenar.

Estaban en el bar tomando un aperitivo antes de la comida del día siguiente. Pensé que ambos parecían cansados. Probablemente habían comido unos bocadillos en el bar o se las habían arreglado de alguna otra manera, ya que no los vi en el comedor. Esa noche se despejó brevemente el firmamento —era la primera vez que ocurría en todo el viaje— y presencié el fenómeno desde la cubierta de popa en compañía de mi clerical amigo. ¡Cuánta más luz puede verse a bordo de un viejo barco que desde la cima de una montaña! Las fisuras en el cielo encapotado, lleno de vetas coloreadas de luz, las alturas y las extensiones me recordaron a mi querida esposa y a mis hijos, a nuestra granja de New Hampshire y a la modesta pirotecnia de las puestas de sol en aquellas tierras. Al bajar al bar antes de la cena, me encontré con Brimmer y la señora Troyan. No sabían que el cielo se hubiera despejado.

No vieron las Azores ni estuvieron presentes dos días después, cuando avistamos Portugal. Eran las cuatro y media o las cinco de la tarde. En primer lugar, aflojó un poco el balanceo del barco. Todavía se movía bastante, pero se podía ir de una parte a otra sin acabar de bruces en el suelo, y los camareros habían empezado a desatar las cuerdas y a volver a poner los muebles en su sitio. Luego, a babor, pudimos divisar unos acantilados; sobre ellos, colinas redondas se alzaban hasta formar una montaña, y en su cima había un fuerte o baluarte en ruinas, bajo pero hermoso, y detrás un banco de nubes tan denso que hasta que no nos aproximamos a la orilla no pudimos distinguir las nubes de la montaña. Unas cuantas gaviotas comenzaron a seguir nuestra estela, y entonces se hicieron visibles los chalets del puerto, y percibí el aroma inmemorial de las aguas costeras, un olor similar a las zapatillas de baño de mi abuelo. Allí el mar era diferente: laúdes, mansiones, redes de pesca, castillos de arena con banderas al viento y voces que llamaban a los niños para que dejasen de una vez la playa y fueran a cenar. Era la arribada, y al dirigirme hacia popa oí la campanilla del Sanctus en el salón de baile, donde el cura recitaba plegarias de acción de gracias sobre aguas que habrían visto, imagino, un millón de veces las campanillas y las velas de la misa. Todo el mundo se había congregado en la proa, felices como niños al ver Portugal. Todos se quedaron hasta tarde oliendo los bajíos y contemplando cómo las casas adquirían forma y las luces se iban encendiendo; todo el mundo, salvo Brimmer y la señora Troyan, que seguían encerrados en el camarote del primero cuando yo bajé, y que no habían visto absolutamente nada.

A la mañana siguiente, la señora Troyan desembarcó en Gibraltar, donde la esperaba su marido. Llegamos al Peñón al alba, un amanecer muy frío para ser abril, frío, desapacible y oloroso a nieve de las crestas nevadas africanas. No vi a Brimmer por ninguna parte; tal vez estaba en otra cubierta. Observé cómo un marinero metía el equipaje en un cúter, y luego la señora Troyan se embarcó en él ágilmente, con un abrigo sobre los hombros y un pañuelo al cuello. Desde la popa, empezó a agitar el pañuelo para despedirse de Brimmer, de mí o de los músicos, pues éramos las únicas personas con las que había hablado durante la travesía. Pero la embarcación se desplazaba más a prisa que mis emociones, y pasados los minutos que tardaron en agolparse mis dispersos sentimientos de ternura, el cúter se había alejado ya del barco y se perdieron el color y la forma de su cara.

Al zarpar de Gibraltar, pusieron de nuevo en sus respectivos sitios los tiestos de palmeras, retiraron los cabos de los pasillos y la orquesta reanudó su música; ésta seguía siendo tosca e insípida. Brimmer estaba en el bar a las doce y media y parecía muy abstraído; supuse que echaba de menos a la señora Troyan. No volví a verlo hasta después de la cena, en que se reunió conmigo en el bar. Algo, tal vez tristeza, nublaba su mente, y cuando me puse a hablar sobre Nantucket (donde ambos habíamos pasado algunos veranos), sus inmensas reservas de cortesía parecieron agotarse. Se disculpó y se fue; media hora después lo vi bebiendo en el salón con la misteriosa mujer de negocios y su secretaria.

Era el camarero quien primero había identificado a la pareja como una «mujer de negocios romana» y su secretaria. Más adelante, al comprobarse que la mujer hablaba una zafia mezcla de español e italiano, el camarero decidió que era brasileña, si bien el contable de a bordo me dijo que viajaba con pasaporte griego. La secretaria era una rubia de rasgos duros, y su patrona componía una figura tan asombrosamente desagradable —incluso cabría decir que perversa— que nadie le dirigía la palabra, ni siquiera los camareros. Llevaba el pelo teñido de negro y los ojos maquillados de tal manera que semejaban los de una víbora; su voz era gutural, y, fuera el que fuese su negocio, éste parecía haberla despojado de todo atractivo humano. Ambas iban al bar todas las noches, bebían ginebra y charlaban en un revoltijo de lenguas. Siempre estaban solas, hasta que Brimmer empezó a acompañarlas desde aquel atardecer.

La nueva amistad suscitó mi más natural y profunda desaprobación. Estaba yo hablando con la familia del sur, cuando, quizá una hora después, la secretaria llegó al mostrador, sola, y pidió whisky. Parecía tan trastornada que en lugar de imaginar intenciones obscenas en Brimmer juzgué toda la escena con un optimismo artificial y charlé voluntariosamente con la familia sureña sobre bienes raíces. Pero al bajar supe que la mujer de negocios estaba en el camarote de Brimmer. Hacían bastante ruido, y en un momento dado, hasta me pareció que se habían caído de la cama. Se oyó un golpe sordo. Podría haber derribado la puerta —como Carrie Nation[17]—, ordenándoles que se separaran, pero ¿existía iniciativa más ridícula?

Sin embargo, no podía dormir. Mi experiencia, mis observaciones me enseñaban que la clase de personalidad que aflora de este tipo de promiscuidad encarna un grado especial de fracaso humano. Digo observación y experiencia porque no quisiera aceptar los dogmas de ninguna otra autoridad: ninguna idea preconcebida que atempere el sentimiento de que la vida es una peligrosa aventura moral. Es difícil ser hombre, creo; pero las dificultades no son insuperables. No obstante, si por un momento descuidamos la vigilancia, tendremos que pagar un precio exorbitante. Nunca he visto una relación como la de Brimmer y la mujer de negocios que no se fundamente en la amargura, la indecisión y la cobardía —lo más opuesto al amor—, y estoy seguro de que si me permitiera yo la menor indulgencia al respecto, el pelo se me volvería blanco al instante, perdería la pigmentación de los ojos, tendría tendencia a sonreír con afectación y un rabo velludo se me enroscaría en los pantalones. Nadie que haya optado por tal forma de vida lo ha hecho, que yo sepa, sino como expresión de insuficiencia, de escandalosa y repugnante desgana a encarar las generosas fuerzas de la vida. Brimmer era amigo mío, y por tanto yo debía hacer cuanto estuviera en mis manos para lograr que se avergonzase profundamente de lo que estaba haciendo. Y con este consuelo conseguí dormir.

Al día siguiente estaba en el bar a las doce y media, pero no hablé con él. Tomé una ginebra con un hombre de negocios alemán que había embarcado en Lisboa. Quizá porque mi compañero era aburrido, no le quité a Brimmer los ojos de encima, en busca de algún indicio revelador: insipidez, o quizá amargura en su voz. Pero ni siquiera todo el peso de mi prejuicio, que era inmenso, pudo detectar, como me hubiera gustado, trazas de su fracaso humano. Era exactamente el mismo. La mujer de negocios y su secretaría se reunieron solas, después de la cena, y Brimmer hizo amistad con la familia sureña, tan obtusa o bien tan ingenua que no se había percatado de nada y no puso objeciones al hecho de que Brimmer bailara con la hermana y diera después con ella un paseo bajo la lluvia.

 

No volví a hablar con él durante el resto del viaje. Atracamos en Nápoles a las siete en punto de una mañana lluviosa, y ya había cruzado la aduana y me alejaba del puerto con mis maletas cuando Brimmer me llamó. Lo acompañaba una atractiva rubia de largas piernas que debía de ser veinte años más joven que él, y se ofreció a llevarme en coche a Roma. Retrospectivamente, creo que si acepté, si pasé por alto con enorme flexibilidad mi rotunda desaprobación, fue por mera aversión a la soledad. No quería viajar solo en tren hasta Roma. Acepté su invitación y los acompañé hasta la capital; paramos a comer en Terracina. Por la mañana salían para Florencia, y como mi destino era el mismo, seguí viaje con ellos.

 

Teniendo en cuenta el trato seductor de Brimmer con los animales y los niños pequeños —cautivaba a todos ellos— y su predilección (como descubrí más tarde) por las formas de oración franciscanas, valdrá tal vez la pena que relate lo que sucedió el día en que nos desviamos de la carretera y subimos a Asís para comer. Los prodigios no significan nada, pero lo cierto es que si empezamos un viaje por Italia, con truenos y un cielo casi ennegrecido por las golondrinas, prestamos más atención emocional a este espectáculo de lo que lo haríamos estando en nuestra patria. El tiempo había sido bueno toda la mañana, pero en cuanto nos desviamos hacia Asís se levantó el viento, y aun antes de llegar a las puertas de la población el cielo estaba ya oscuro. Comimos en una posada cerca del duomo, con vistas al valle y una buena panorámica de la tormenta a medida que ésta avanzaba carretera arriba y alcanzaba la ciudad santa. La oscuridad, el viento y la lluvia surgieron de pronto, con densidad insólita. Había un toldo sobre la ventana junto a la que estábamos sentados, y una palmera en un jardín a nuestros pies, y mientras almorzábamos vimos cómo el viento hacía trizas palmera y toldo. Al acabar de comer era como si en las calles hubiera anochecido. Un joven hermano nos hizo pasar al duomo, pero la total oscuridad nos impidió ver los Cimabues. A continuación, nos llevó a la sacristía y abrió con llave la puerta. En el instante en que Brimmer entró en el sagrado recinto, las ventanas estallaron bajo el embate del viento, y por un golpe de suerte nos salvamos de ser destrozados por el torrente de cristales rotos que se estrelló contra el mueble donde se guardan las reliquias. Durante el breve momento en que la puerta estuvo abierta, el viento irrumpió en la iglesia y apagó todas las velas; Brimmer, el hermano y yo hubimos de juntar nuestras fuerzas para cerrarla de nuevo. Después de esto, el religioso salió corriendo en busca de ayuda, y nosotros trepamos hasta la iglesia de más arriba. Al abandonar Asís, amainó el viento, y mirando atrás vi que las nubes desfilaban alejándose de la ciudad, la reluciente luz diurna bañándola entera.

 

Nos despedimos en Florencia y ya no volví a ver a Brimmer. Fue la rubia piernilarga quien me escribió en julio o en agosto a Estados Unidos, cuando ya estaba yo de vuelta en mi granja de New Hampshire. Me escribía desde un hospital de Zurich y la carta me había sido reenviada desde mi dirección en Florencia. «El pobre Brimmer está moribundo —escribía—. Y si usted pudiese venir aquí a verlo, sé que eso lo haría muy feliz. A menudo habla de usted, y sé que usted era uno de sus mejores amigos. Adjunto varios documentos que podrían interesarle, ya que es escritor. Los médicos no creen que pueda vivir otra semana...» El hecho de que se refiriese a mí como a un amigo revelaba sin duda la inmensidad de su soledad; y me pareció que desde el principio mismo yo había sabido que Brimmer iba a morir pronto, que su promiscuidad era una relación no con la vida sino con la muerte. Serían las cuatro o quizá las cinco de la tarde, la luz brillaba y reinaba en el aire esa reconfortante quietud que cae sobre el campo con los primeros indicios de la noche. No le dije nada a mi mujer. ¿Por qué iba a hacerlo? Ella no conocía a Brimmer, y ¿para qué traer la muerte a tan tranquilo escenario? Recuerdo haberme alegrado. La carta databa de seis semanas antes. Ya habría muerto.

 

No creo que mi corresponsal hubiera leído los documentos que adjuntaba. Seguramente se referían a una época de su vida en la que Brimmer padecía algún tipo de depresión nerviosa. El primero era un chistoso ensayo en el que atacaba a la moderna taza del retrete, sosteniendo que la postura encogida a la que obligaba era desventajosa para aquellos músculos y órganos que deben entrar en acción. Seguía a éste una apasionada plegaria pidiendo limpieza de corazón. El ruego no parecía haber obtenido respuesta, ya que el siguiente escrito era un sucio tratado sobre el control sexual, seguido de una extensa balada titulada «Los altibajos de Jeremías Funicular». El poema constituía un nauseabundo relato de las aventuras eróticas de Jeremías, y hablaba de muchas mujeres casadas y solteras, así como de un mecánico de automóviles, un luchador y un farero. El texto era largo, y cada estrofa concluía con un estribillo lamentando el hecho de que Jeremías jamás hubiese tenido remordimientos, salvo cuando era malo con los niños, insensato con el dinero o glotón con el pan y la carne en las comidas. El último manuscrito eran los restos o fragmentos de un diario. «Gratissimo signore —escribía—, dedicado a las contraventanas que crujen, al amor de la señora Pigott, a las fragancias de la lluvia, a la franqueza de los amigos, a los peces del mar y especialmente al olor del pan y del café, puesto que simbolizan las mañanas y el resurgimiento de la vida.» Proseguía en esta vena, ora piadosa, ora lasciva, pero no leí más.

Mi mujer es encantadora, cautivadores mis hijos y delicioso este paisaje, y a la luz del verano me parecieron del todo muertos Brimmer y sus palabras. Me alegré de la noticia, y su muerte suprimió en apariencia la perplejidad que su persona me había causado. Recordé con cierta tristeza que Brimmer había sido capaz de transmitirme la sensación de que la exuberancia y el dolor de la vida eran un cristal contra el que él apretaba la nariz; que parecía dotado para dramatizar el sentido de la urgencia y la mortal seriedad de la vida. Recordé la delicadeza de sus manos, su voz suave y aquellos ojos conformados de tal modo que sus pupilas parecían las de un macho cabrío; pero me pregunté por qué habría fracasado Brimmer, y, a mi juicio, su fracaso era absoluto. ¿Quién de nosotros no pende de un hilo, teniendo debajo la anarquía carnal, y qué es ese hilo sino la luz del día? La diferencia entre la vida y la muerte no parecía mayor que la que hubo entre subir a cubierta para contemplar la llegada a Lisboa y quedarse en la cama con la señora Troyan. Recuerdo muy bien aquella entrada en puerto: el agradable olor salobre de las aguas costeras, similar al de las zapatillas de baño de mi abuelo; las voces distantes en la playa, las casas, las campanas del mar y las campanillas del Sanctus, el cántico del cura y todos los rostros de los pasajeros alzados, sonriendo deslumbrados por la vista de la tierra como si nada parecido hubiera existido antes.

 

Pero me equivocaba, y el lector puede situar el descubrimiento de mi error en cualquier sitio donde pueda hallarse cierto viejo ejemplar de Europa o Época. Es lunes y estoy pescando con arpón en compañía de mi hijo más allá de las rocas próximas a Porto San Stefano. Mi hijo y yo no hacemos muy buenas migas, y cuando mejor nos llevamos es cuando nos limitamos a estar en desacuerdo. Se diría que los dos queremos el mismo lugar bajo el sol, pero somos grandes amigos bajo el agua. Me encanta verlo allí abajo como un personaje de película, con la cabeza apuntando al fondo y los pies hacia arriba, empuñando el arpón mientras su esnórquel despide aire y la arena, cuando él la remueve, asciende como si fuera humo. Aquí, en las aguas profundas entre las rocas, parece que esquivamos las tensiones que hacen tan fastidiosa nuestra relación en otros sitios. El paraje es hermoso. Con un leve chapoteo en la superficie, el sol baja al fondo marino como una gran malla de luz. Hay estrellas de mar que poseen los colores de una barra de labios, y flores blancas cubren todas las rocas. Y después de una festa, después de cualquier domingo en que las playas hayan estado atestadas, a muchas brazas de profundidad se encuentran otras cosas: pedazos de papel de bocadillo, la página del crucigrama dé Il Messaggero y chorreantes ejemplares de Época. Desde las páginas finales de uno de ellos, Brimmer alza la mirada hacia mi en el fondo del mar. No ha muerto. Acaba de casarse con una actriz de cine italiana. Rodea con su brazo izquierdo el talle esbelto de su mujer, con el pie derecho cruzado delante del izquierdo y un vaso lleno en la mano derecha. Su aspecto no es mejor ni peor, y no sé si ha vendido su inteligencia y sus entrañas al diablo, o si por fin se ha encontrado a sí mismo. Subo a la superficie, me sacudo el agua del pelo y pienso que estoy a mil nudos de mi hogar.


Relatos
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