CAPITULO PRIMERO
La bahía refulgía con todo su esplendor y el contraste de las luces multicolores con las aguas que se mecían mansamente, invitaba a los bañistas a paliar el calor de aquella noche de verano.
Un grupo luminoso, destacando en intensidad de las demás estrellas, se fue agrandando vertiginosamente.
Nadie concedió la menor importancia a aquel hecho, puesto que era frecuente que surcaran el espacio un sin número de astronaves.
Inesperadamente todas las luces se apagaron y aquel paraje que momentos antes estaba tan iluminado que parecía casi de día, quedó sumido en tinieblas.
La confusión que se originó fue enorme y comenzaron a oírse lamentos, gritos de terror y todo el mundo huía despavorido en todas direcciones.
La mayoría corrían para librarse de no sabían qué, pero más tarde, cuando las luces volvieron a iluminar aquella zona, el panorama era desolador.
En la arena yacían muchos cadáveres, en su mayoría mutilados y un determinado establecimiento presentaba grandes destrozos.
En un lugar bien visible del establecimiento de recreo, estaba fijada una estrella de mar.
Quienes la vieron, el terror se plasmó en ellos, si es que cabía aumentarlo luego de contemplar aquel macabro espectáculo, gritando:
—¡La estrella maldita...! ¡La estrella maldita...!
La noticia corrió como la pólvora y todos querían abandonar aquellos lugares cuanto antes.
Los encargados de guardar el orden se multiplicaban en apaciguar a aquellos ciudadanos que parecían enloquecidos, sin conseguirlo de ninguna de las maneras.
Urgentemente pidieron refuerzos, pero fue inútil. Allí, incluso, se mataban por abrirse paso y alejarse cuanto antes de aquellos lugares.
El dueño del establecimiento lloraba de desesperación al contemplar los destrozos ocasionados y repetía:
—¡Malditos, malditos...! Y todo ha sido por mi culpa, por mi culpa...
Un hombre joven, alto y fornido, se les aproximó y le preguntó:
—¿Por qué dice que ha sido por su culpa?
El hombre le miró con desconfianza y contestó:
—¿Yo he dicho eso...? ¡Ni sé lo que me digo...! ¡Esos malditos lograrán trastornarme...!
—Pero vamos a ver... ¿Quiénes son esos malditos que ha mencionado?
—Lo ignoro, señor. Yo no sé nada, nada...
—Me da la impresión que usted sabe más de la cuenta y tendrá que decírmelo.
El hombre le miró aterrado y rehaciéndose preguntó airado:
—¿Y quién es usted para obligarme?
—Inspector James Lewes.
Pareció calmarse un poco aquel hombre al ver sus credenciales.
—Verá, señor... No puedo hablar...
James no se pudo contener y le soltó:
—Es una cobardía lo que están haciendo. Lo que ha sucedido aquí, es una exacta repetición de lo que se ha producido en otras partes. ¿Acaso no está enterado?
—Sí, pero..., no puedo decir absolutamente nada...
James Lewes intentó persuadirle:
—Le prometo que cuanto me diga será en carácter confidencial, su nombre no figurará en parte alguna. Es un cargo de conciencia el encubrir estos desmanes.
—Sí, le comprendo, pero ante todo está la seguridad propia.
—¿Qué garantía de seguridad puede tener desde el momento que han atacado su establecimiento?
—Esto sólo es el principio.
—¿El principio de qué?
El dueño del local siniestrado sudaba la gota gorda. Se veía bien a las claras que su voluntad se tambaleaba.
—Mire, señor... Es que si digo lo que sé...
No concluyó la frase. Sus ojos se agrandaron y se llevó las manos a la espalda al tiempo que se desplomaba. Tenía clavado un cuchillo y la muerte fue instantánea.
James aún no pudo distinguir a un individuo que trató de escabullirse.
No lo dudó dos veces y se fue directamente hacia donde estaba.
Al verse descubierto, corrió lo más rápidamente que pudo hacia la orilla del mar.
El inspector le alcanzó cuando iba a meterse en el agua y se enzarzaron en una feroz lucha.
James, ayudado por su fortaleza y la práctica que tenía en el arte de reducir a la impotencia a quienes quebrantaban las leyes, de dos certeros golpes lo dejó sin sentido.
Iba con él arrastras cuando, sin saber de dónde, sonó un disparo y el detenido se estremeció, dejando de existir.
Entonces James reparó en una lancha que se alejaba rápidamente de la costa.
Se había quedado de nuevo con las manos vacías, sin poder tener un indicio que le indicara la pauta a seguir.
* * *
A la mañana siguiente se presentó de nuevo en el escenario de los acontecimientos y todo aquello estaba como si nada hubiera pasado, excepto los desperfectos del establecimiento, que ya estaban reparando.
En la fachada del mismo campeaba un cartel que decía:
«Adquirido por el Consorcio Asteroideo.»
In mente se dijo que la gente no se dormía y estaba a la espera para adquirir algo productivo.
Dejó aparte este incidente, puesto que lo que en realidad le interesaba a él era inspeccionar los alrededores de la pequeña bahía.
Se dijo que lo más apropiado para no despertar la curiosidad o llamar la atención, sería equiparse de bañador y alquilar una lancha.
Al atravesar la playa para dirigirse al embarcadero, no supo cómo, se vio de bruces en la arena y junto a una damisela, nada despreciable en tipo y belleza.
Esta, sonriente, le manifestó:
—¡Oh! Perdón. Al volverme he tropezado con sus pies...
—No tiene importancia...
Le contestó y al reparar que a consecuencia del encontronazo se habían esparcido por la arena objetos pertenecientes a la muchacha, se ofreció:
—Permítame...
Se dispuso a recopilarlos. Mientras tanto, la joven no quitaba la vista de James.
Este, por el rabillo del ojo, se dio cuenta de ello.
Cuando concluyó en la recogida de objetos, le preguntó:
—¿Los tiene todos...? Quiero decir si le falta algo de su pertenencia.
—Sí, sí; están todos. Muchas gracias por su amabilidad.
—Nada de ello. Quien tiene que estar agradecido soy yo, pues gracias a este pequeño incidente me ha dado la ocasión de conocer a una joven como usted.
—Muy gentil por su parte.
Comprobando que ella le seguía mirando de forma insistente, le preguntó:
—¿Sola?
Pareció que la chica esperaba la pregunta, puesto que contestó sin titubeos:
—Sí, sola.
Al tiempo que James se sentaba al lado de ella, preguntó:
—¿Me permite...?
—¿Por qué no? Ya se ha sentado y la playa es de todos.
Aprovechando que en aquellos momentos no había nadie próximo a ellos, James lo manifestó:
—Estupendo, Lesley. Pero en otra ocasión te ruego que no te excedas en dar tanta realidad. De poco me rompo el apéndice nasal.
—Las cosas hay que hacerlas bien desde un principio, jefe.
—Te he dicho mil veces que dejes de llamarme así. Me da la impresión que pertenezco a un clan de tahúres.
—Está bien, je..., digo James.
—Eso está mejor. ¿Dispuesta a seguir en la representación?
—De acuerdo. Adelante.
—Pero sin que lo tomes con tanta vehemencia. ¿Entendido?
—Entendido.
James Lewes, levantando la voz, le preguntó a la joven:
—¿Le gustaría dar un paseo en lancha?
—Bueno..., puesto que estoy sola...
—Pues en marcha.
La ayudó a recoger sus cosas y después a levantarla. Si sentada llamaba la atención, al ponerse de pie, su esbeltez resaltaba mucho más, con plena nitidez puesto que por todo adorno llevaba un dos piezas de los del tipo restringido en lo referente a la tela.
Un par de ojos femeninos, pertenecientes a una pelirroja que se hallaba tumbada a una prudente distancia de ellos, no perdía detalle de sus movimientos.
Cuando comprobó que se dirigían al embarcadero, hizo uso de un transmisor-receptor, indicando:
—La lancha número cinco.
Sólo eso. Luego guardó el aparato, se levantó para irse lentamente hacia el embarcadero.
James solicitó el alquiler de una lancha y el que estaba al servicio de las mismas, les condujo a la que llevaba el número cinco.
Subieron a bordo, pusieron el motor en marcha y James la condujo primero hacia el centro de la bahía, para luego enfilar hacia mar abierto.
James atrajo hacia él a Lesley y ésta protestó:
—Jefe, te estás sobrepasando.
—Anteriormente dijiste que las cosas hay que hacerlas bien y no hago más que seguir al pie de la letra tu indicación.
—Pero aquí no hay nadie.
—En efecto, no hay nadie pero imagina que alguien interesado esté fisgoneando con unos prismáticos.
—Esto es mucho suponer.
—Pero cae dentro de la lógica, así que, querida, no te queda más remedio que mostrarte sumisa.
La muchacha, con resignación, suspiró al decir:
—Bueno..., todo sea por el cuerpo...
—Y que lo digas. El tuyo no es nada despreciable, caramba.
—Me refiero al cuerpo que pertenecemos, majadero.
—Perdona, me he dejado llevar por la influencia de tu proximidad. Me estás poniendo nervioso y ya no sé lo que me digo.
—Pues esto tiene fácil solución. Un chapuzón y refrescas las ideas.
Y uniendo la acción a sus palabras, de un empellón James que se fue al agua.
Lesley, riendo a carcajadas, se hizo cargo de la lancha y evolucionó alrededor del improvisado bañista, diciéndole cuando pudo contener la risa:
—¡Jefe...! Cuando te encuentres refrigerado, avisas para izarte a bordo.
—Cuando te coja, me las tienes que pagar. ¡Bruja...!
—Pues como no rectifiques, me parece que te vas a convertir en un cetáceo.
—Bueno..., retiro lo dicho.
—Siendo así, no tendré más remedio que «pescarte», jefe.
James iba a protestar por lo de jefe, pero estando en inferioridad de condiciones, decidió callarse.
Lesley amainó la velocidad y fue acercándose hasta parar junto a donde él estaba inmerso.
James hizo dos tentativas para subir a bordo sin lograrlo y Lesley, incauta, cayó en la trampa que le tendió su jefe.
Le alargó la mano para ayudarle y cuando James la tuvo bien cogida, se apoyó con los pies en el casco de la embarcación, dio un tirón y la muchacha se fue al agua lindamente.
La joven, resoplando por el inesperado chapuzón, balbuceó:
—Eres un traidor, jefe.
—Con que traidor, ¿eh...?
Y cogiéndola de la cabeza la hundió bajo la superficie.
Al momento emergió y antes de que él volviera a hacer lo mismo, la joven inspiró profundamente, buceó, agarrándole de los pies y tirando de él hacia abajo.
Mientras tanto la lancha, debido al impulso que imprimió James al tirar de Lesley para arrastrarla al agua, se fue alejando de donde ellos estaban.
Cuando se dieron cuenta de ello, ya se encontraban a una respetable distancia.
James le dijo:
—Tendremos que reservar nuestras energías para alcanzar la lancha.
—Te reto a ver quién llega antes.
—Hecho.
Nada más iniciar el braceo, una terrible explosión les sorprendió y la lancha voló hecha pedazos por los aires.
La onda expansiva alcanzó a donde estaban ellos y quedaron aturdidos por efecto de la misma.