Julio adoraba las autopistas y aquella noche de los fotógrafos debió haberse encariñado con la ruta, porque al día siguiente tenía dibujado un mapa lleno de bromas que nos conducía a Marsella. Primero iremos a Cassis, y ahí dibujaba una piedra enorme sobre la cabeza de Badana, y luego iremos a los escalones de la estación. Y ahí nos dibujaba en el escalón número diecisiete, que era su número de escalón favorito. Badana llevaba en ese dibujo una piedra minúscula sobre un sombrero provenzal totalmente improbable, un sombrero de su invención. Y comeremos en el puerto más viejo, cerca del arco donde veremos una puesta de sol. Así que cuando nos levantamos, puso el Adagio de Albinoni y nos condujo hacia un porvenir que ya tenía dibujado.

—Escritor, hoy te vas a hacer sangre con el paisaje —me dijo, y se olió la camisa naranja que le había regalado Badana—. Badana, ésta es mi camisa para toda la vida.

—Habrá que lavarla, Julio.

—Las camisas las lava el viento, como el pelo. No hay pelo más limpio que el pelo de los que conducen descapotables.

—Ni camisas más sucias que las camisas de los que usan descapotables.

Paró a mear por el camino, y Badana le imitó.

—Siempre lo digo: hay que mear en casa, pero yo me resisto a no cubrir de orín la geografía francesa —dijo Julio, abrochándose la bragueta antes de llegar a Cassis. En Cassis fue donde creyó hallar una reproducción del cuadro de Munch, pero entró en la galería donde debía estar y se encontró con tarjetas postales de Cézanne.

—Que Dios te conserve la vista —le dije.

—Vale, Nic, dame un poco de bocadillo.

Se comió la mitad.

—¿Quieres un poco de agua?

—A mediodía, agua. Vale, Badana.

Se tomó un trago y se echó al sol leyendo un artículo sobre fotografía que había recortado de un periódico francés.

—Bobadas —dijo, y tiró el periódico al mar—. Me encanta este mar tan lleno de niños —dijo, y se puso a tirarle guijarros a Badana.

—Julio, cómo te pasas —dijo ella, acariciándose las partes heridas.

—Es de cariño. ¿Verdad, escritor?

—Julio siempre dispara de cariño.

—Soy un soldado del cariño.

—Qué horror, qué cursi. Los dos son iguales de cursis. ¿Han visto qué gordos son los franceses?

—Y qué blancas son las francesas. Son la leche, la odiosa leche de Provenza.

—¿Por qué odiosa?

—No hay nada más odioso que la leche, Badana, esa superficie blanca que parece nacer de una planta de coco. Y ese olor repugnante. Ah, la leche. Si Kafka hubiera tomado leche no hubiera dicho que el despertar es el momento más arriesgado del día.

—¿Dijo eso Kafka?

—Eso me dijo el escritor: «Julio, Kafka dijo que el despertar es el momento más arriesgado del día».

—¿Y qué tiene que ver eso con la leche?

—Que la leche elimina ese riesgo. La leche es lo más seguro, un hábito infantil. Te lleva a la teta directamente.

—Julio, eres la leche —le dije, y me puse a leer. Él sacó la cámara y fotografió al padre de un niño que venía a comprar un helado de crocante.

—Me encantan los padres que compran helados a sus hijos.

—Y que luego gritan en la playa para reclamar la atención del chico.

—Y te despiertan y ya te han jodido para todo el día.

—Eso es lo que me gusta de las playas. Los accidentes domésticos.

—La playa en verano es un accidente doméstico. Los llevarás algún día a esta misma playa en invierno para que vean la paz.

—La paz es una playa en invierno, pues.

—Sí, el verano es la región menos transparente de las playas.

—A vueltas con los títulos.

—Son mi pasión. Mi vida son los títulos que van a dar a la mar.

—Julio, se acabó. Quiero dormir —dijo Badana, y Julio fue a caminar por la playa como si acabara de encontrar un objetivo en el horizonte. Volvió descorazonado:

—No he encontrado a nadie.

—¿Y a quién te ibas a encontrar? —le dije.

—A nadie, pero hubiera sido hermoso hallarse a alguien bajo este sol, tan lejos.

—Anoche no decías lo mismo.

—No me recuerdes la noche, Nic. Qué noche. No se acababa nunca. ¿Qué lees?

—No te conviene, Julio. Hoy tienes un día de revista ilustrada.

—Esto me halaga.

—Ah, Julio, lo que se me acaba de ocurrir.

—¿Se te ha ocurrido el juego de las ciudades?

—Exacto.

—No, por favor —se despertó Badana, resignada.

—Son sólo dos. Se me han ocurrido ahora, Badana.

—A ver.

—¿En qué ciudad del mundo te encuentras más a gusto por lo que te dicen?

—Ni puñetera idea.

—En Málaga.

—Uf. ¿Y la otra?

—¿Qué ciudad del mundo es el principio de una advertencia?

—Nada que declarar.

—Oslo había dicho.

A Badana no le quedó más remedio que reír.

Julio nos invitó a una bullabesa en Marsella. La realidad mejoró su dibujo, naturalmente, y estuvimos en efecto frente al arco del puerto viejo como si nunca hubiera habido otra puesta de sol como ésa. Badana lo dijo:

—Es para llevársela a casa.

—Lástima de mar. No resiste una fotografía —dijo Julio.

—¿Por qué? Es bellísimo.

—Por eso. Con este sol la gente no se lo cree.

—La gente se cree el mar se lo pongas como se lo pongas.

—Y mira ese barco que pasa ahora, como si fuera una postal.

—Eso tienen estos paisajes, que parece que vas pasando postales.

—Una detrás de otra. Vamos a comer.

Luego nos sentamos en las escalinatas, y Badana dijo lo de siempre:

—Estas escaleras se hicieron para subir.

—Como todas —repitió Julio—. Todas las escaleras se hicieron para subir.

La bullabesa. Julio la describió como si no la hubiéramos comido. De su descripción lo que más me interesó fue el color rojo intenso que le atribuyó a la sopa.

—Eso no es verdad. No era rojo intenso —dijo Badana.

—Qué más da —dijo Julio—. Yo te doy datos. Tú haz lo que quieras.

No hubo acuerdo sobre el color, pero Julio insistió en que ese detalle era lo de menos.

—¿De qué color era el sabor de la sopa? —le preguntó a Badana mientras subía las escaleras del puerto, una especie de pasadizo secreto que tuviera el mar para devolver a los marinos a las calles asfaltadas de la ciudad de Marsella.

—El recuerdo de los sabores no tiene colores —le dijo Badana.

—No tienes ni idea. Lo que no tiene color es el sueño. El sabor está lleno de colores. Por ejemplo, ¿qué color tiene el sabor del tomate?

—Rojo, supongo.

—En absoluto, es un color azul intenso, casi violáceo. Recuerda. A ver, ponte a recordar la última vez que comiste tomate.

—Ayer mismo, pero el color que tiene es el del mozzarella, porque los comí con mozzarella —explicó Badana.

—Pues para ti tienen ese color, pero mi color de tomate es el color violáceo del sabor que me ha quedado.

—Tú comiste tomate al mismo tiempo que yo.

—Pero estábamos de humores diferentes, de ahí la diferencia del color en el recuerdo.

Julio estaba ese día muy pulcramente vestido, con una camisa Lacoste de color azul intenso, llevaba un fotómetro atado al cuello y unos pantalones blancos con los que quiso sentarse en las escaleras.

—Julio, ponte un pañuelo en el culo, que te jodes los pantalones.

—No ha nacido todavía quien me vea sentándome con un pañuelo en el culo en las escaleras de Marsella.

—Peor para ti.

Badana nos miró hablar como si fuéramos extranjeros a los que acaba de descubrir en una escalera. Julio se lo dijo:

—Badana, nos miras como si fuéramos dos tipos ajenos con los que has tropezado en Picadilly.

Ella no dijo nada. Badana me lo dijo por la noche:

—Ustedes tienen una relación en la que yo no entro. Como si todo lo que ustedes hacen y dicen se produjera en el aire, en una especie de zona sagrada que está totalmente vedada a los demás.

—Algo de eso hay.

De nuevo, Badana me quitó la almohada y me miró de frente, como si esperara una palabra que le salvara la vida, una clave final para entender el viaje.

—¿Qué es lo que hay de eso?

—Julio tiene miedo, y yo tengo miedo del miedo de Julio. Él no es capaz de asumir su fracaso como el final de un trayecto y el comienzo de otro. Se resiste a la realidad y durante el día la disfraza de bullabesa y coche deportivo. Por la noche se vuelve contra él toda esa claridad del día y el hombre se jode. Cuando eso ocurre, cotidianamente acabas al borde del abismo. Eso es lo que quiere decir el sueño que te conté.

—¿Qué sueño?

—El que le ponía al borde del abismo.

—Y el abismo era el pasado.

—Y el abismo era el pasado. Lo peor de la situación es que el abismo del porvenir tiene un aspecto similar.

—Y aspecto circular, de saco sin fondo.

—Exactamente.

—Pero no hace nada para salir de ello.

—Sí hace. Este viaje, por ejemplo.

—Este viaje lo ha hecho para que rodeemos. Ha tirado una piedra en el agua y se ha entretenido viendo cómo se hacen ondas. Él está en medio, como si fuera la piedra.

—Tienes razón, pero eres injusta. Julio no se da cuenta de esas cosas. Al contrario, él cree que nos está ayudando a nosotros.

—¿A mí, por ejemplo?

—A ti, por ejemplo.

—Yo no he pedido nada.

—Yo tampoco, pero él da estas cosas gratuitamente.

—Porque no le cuestan nada.

—Badana, creo que esa manera de ver a Julio te achica los ojos.

—Que chorradas. Digo lo que pienso, lo que llevo pensando durante todo el viaje.

—Él lo percibe. A lo mejor él necesita que tú le acaricies los cabellos.

—Como una mano maternal.

—Como una mano maternal. No te burles de los suramericanos.

—Todos son uruguayos.

—Hay como pasos en la casa.

—En todas las casas hay pasos. Gente que va a mear, la noche está llena de ruidos.

Me levanté y vi a Julio haciendo planos.

—Badana, es Julio que está haciendo planos.

Julio me miró con los ojos nocturnos.

—A ver qué te parece.

Era una terraza volada al mar, llena de flores silvestres y palmeras enanas.

—Es la casa de Cortázar.

—Le falta la mesa.

—La mesa la pondré luego. Pero yo quiero una casa así.

—Para cuando te retires, porque tú no puedes vivir siempre sobre el mar, que te saturas.

—Ya estoy saturado, Nic. Ya estoy saturado.

—Del mar nunca se satura uno, lo dijiste una vez.

—Lo dije y lo repito, pero quizá estoy saturado de este mar.

—¿De la Costa Azul?

—Es un mar maricón, tan complaciente.

—No todos los maricones son complacientes, y no todo este mar está tan quieto. Acuérdate del día de la Ramatuelle.

—Una excepción entre miles. Aquel día el mar parecía una orilla nuestra, ese ruido tan extraordinario.

—Tan estruendoso.

—Estruendoso fue el pescado que preparó Badana.

—Es cierto.

—Así que ésta es la casa que quiero.

—Para cuando te quedes como un papel de estraza.

—Menos bromas, Nic. No te he contado.

—¿Qué no me has contado?

Julio tenía el pelo mojado, su fleco ajado sobre la frente, los ojos de anteayer, como si el cuerpo hubiera dormido largamente y los ojos estuvieran fijos, ahí, en vela, en permanente espera frente a la pared del techo.

—He llamado a Bárbara.

—Por eso estabas tan feliz con la bullabesa.

—A ella le hubiera encantado. Le dije que la íbamos a comer y me dijo que ella hubiera estado encantada.

—¿Te dijo eso?

—Sí, pero no te hagas ilusiones, Nic. El resto fue tan terso como el forro de mi piel, pero no traspasé nada. No llegué a ningún hueso.

—¿A qué hueso querías llegar, Julio?

—Nic, no tengo fuerzas para explicarte nada que tú no sepas. Todo es tan extremadamente vulgar que sólo las anécdotas son nuevas.

—¿Qué anécdotas?

—Lo que le ha pasado a Raúl, el de la floristería.

—¿Quién te lo ha contado?

—Bárbara. Llamaron para avisarle.

La historia era habitual, pero a Julio le había tomado por sorpresa. No la había contado, dijo, para no ensombrecer la bullabesa. Y acaso por ese recuerdo era tan intenso el color que le atribuyó a la sopa. Raúl, el floristero, su amigo ilegal, como decía él, se había suicidado.

—De la manera más placentera, Nic —añadió Julio.

Se había suicidado lentamente, de una sobredosis que se administró cada día durante las últimas semanas. Al final, hambriento y ojeroso, fue hallado sin salvación posible por algunos de sus clientes, que combinaban la compra de rosas con la compra de papelinas. «Una papelina y una rosa», era el eslogan de la tienda, que ellos repetían como adolescentes cuando se reunían a beber cerveza.

—Julio —le decía Raúl—, tenemos que hacer oficial el eslogan: una papelina y una rosa.

—Julio —dije—, ¿y tú sabías que él tenía esa intención?

—Eso se ve en los ojos, Nic. No hay nadie que tenga el instinto del suicidio que no lo lleve en los ojos. Tú puedes simular todos los pensamientos restantes, pero nunca puedes disimular el instinto del suicidio.

—¿Bárbara sabía que tú frecuentabas a Raúl?

—Lo supo al final, y yo creo que aquello no le agradó demasiado. Ella estaba convencida de que yo era también un traficante.

—¿Por qué?

—Porque no entendía cómo podía sobrevivir con el dinero de las fotografías, sin ningún arreglo paralelo.

—¿Y qué le explicaste tú?

—Que yo me administraba bien.

—Pero traficabas.

—Trafiqué como trafican los pequeños comerciantes, para hacer caridad a los vecinos.

—Nunca me hiciste una caridad.

—Tú eres un puritano, escritor. Nunca me hubiera perdonado pervertirte. Sin embargo, y esto no lo sabes porque tú no sabes mirar a los ojos, Badana estaría loca por una papelina.

—No creo que llegue tan lejos. Ella ama la marihuana, como todo el mundo, pero es una superviviente. Nunca tomaría química en su cuerpo. Nunca la dejaría entrar.

—Eso es lo que me ha retirado a mí de esa mierda, Nic. No fue difícil, porque nunca fui adicto a nada. Fui adicto al mar, pero eso sólo mata lentamente.

—¿Qué te retiró de las papelinas?

—El aspecto de la inyección. Nunca he podido soportar la violencia sobre mi cuerpo. De modo que mal iba a soportar la violencia para el placer. Me gusta cambiar la vida, rodear mi cabeza de la impresión de que no existe, pero no soporto que una aguja me atraviese. Eso lo sabía Bárbara. Por eso creo que no le dio mucha importancia a la posibilidad de que yo me inyectara.

—Pero Raúl sí lo hacía.

—Raúl tampoco lo hacía. Debió ser algo muy grave lo que se le vino encima. O acaso un descuido, una leve depresión, cualquier cosa. Era un hombre con el vicio de hablar, simplemente. De modo que ese otro vicio le habrá cogido desprevenido.

—¿Puedes llegar a ser tan dependiente en tan poco tiempo?

—El paso de la voluntad a la abulia es como el paso del despertar a la nada, Nic. Raúl habrá perdido la voluntad en un segundo, y cuando se halló dentro de la apatía se habrá encontrado feliz, danzando con los colores de su habitación.

—Que debía estar bien coloreada.

—Imagínate.

—¿Cómo te lo dijo Bárbara?

—Con su voz. Bárbara me lo dice todo con su voz.

—Estúpido. ¿Con qué voz?

—Nic, estás empeñado en que te describa todo aquello que me pasa por la mente, y yo ya no sé describir esas cosas. El tono de la voz me lo guardo para mí. Esas cosas no se describen, ni se pintan. Ni se tararean, que diría Badana.

—Pero esas cosas se quedan. ¿A ti te estimuló su tono de voz?

—Claro, por eso fui a Marsella.

—¿Hubieras sido capaz de quedarte ahí, dibujando casas, si su tono de voz hubiera sido distinto?

—Escritor, ¿por qué no te metes la lengua en el culo? Déjame dibujar y vete a dormir con Badana, que ya debe estar en el séptimo sueño.

—Ella llega sólo al sueño seis, como las perdices.

—¿Las perdices sueñan?

—Pongamos que sí.

Badana estaba despierta, sobresaltada, sentada, apoyada en los dos almohadones. Escribía en folios ingleses, amarillos, y me dijo que me callara cuando entré en la habitación. La historia que escribía era inédita y cuando la leí no pude creerla. Ella no dijo nada.

—Duerme ya, Nic. Mañana te lo explico.

No pude. Salí de nuevo al pasillo y vi a Julio tomando cerveza en la veranda, mirando a través de un cristal totalmente oscuro.

—¿Qué miras?

—Nada. ¿No ves que está totalmente oscuro?

—Badana ha escrito una historia increíble.

—¿Una historia de verdad?

—Parece de verdad. Comienza hace dos años, en una plaza de Cádiz.

—¿Es su historia?

—Tiene toda la pinta. Cuenta que conoció a su malagueño en una playa de Cádiz, cuando él dibujaba sobre la arena el nombre de una hija suya. Escribió sobre la arena las letras y las deletreó para que la niña las identificara: A ENE A. Luego llegó una ola y la arena fue arena de nuevo.

—Como en la canción de Falú.

—Exactamente. Como en la canción de Falú. Ella se acercó a la niña y le dijo:

—Ana, te llamas como yo.

El padre era un hombre rubio, alto, ágil, un hombre con manos largas, de guitarrista, y Badana se fijó enseguida en un mechón de pelo blanco que se le distinguía en la frente.

—¿Por qué tienes ese mechón de pelo blanco?

El hombre no le respondió, pero le hizo otras preguntas. Las habituales que se hacen en una orilla. Luego quedaron en verse e hicieron el amor por la noche en el mismo lugar de la playa.

—Tanta gente en esa playa y haber encontrado a esta chica —le dijo él. La acarició largamente y le enseñó a besar, según dice ella. Al cabo de dos días eran dos amantes perfectos, y la niña circulaba por la playa como la hija de ambos, en los brazos de ella, en las espaldas de él, en la arena y en el mar. Era un trío perfecto que cubría las noches y los días como una familia que estuviera allí para quedarse toda la vida.

—Podríamos vivir aquí eternamente —le dijo ella.

—Tengo que trabajar, regresar, ser un hombre de provecho, alimentar a la niña.

Ella le acompañó en el regreso. Era como una familia de gitanos civilizados, bien avenidos, que habitara en casas pulcras, con mesas de madera sueca, con camas cubiertas de edredones, y él era un guitarrista solicitado. Un personaje que regresaba a la casa con la satisfacción de haber juntado las notas sin demasiado estruendo.

—Era un matrimonio ejemplar —comentó Julio.

—Eso creían ellos, hasta que Badana descubrió el secreto de aquel éxito que permitía la renovación de los edredones. Él era un traficante, como tú, Julio, la misma historia que tú puedes exhibir la podía mostrar aquel personaje bronceado y rubio que Badana se encontró en la playa.

—¿Y la niña?

—Eso no obsta. La niña procedía de algún encuentro casual, de un abandono. Eso no lo explica Badana. Está en la historia. No explica nada más.

—¿Y qué ocurrió cuando ella advirtió la esencia del mercado?

—Lo previsible. Se asoció. ¿Qué iba a hacer? Le sirvió de puente, le arregló citas, le evitó encuentros embarazosos, y ella se cobraba viviendo en una playa. Dejó Madrid. Vivía junto al mar. Lo describe muy bien: enormes cantidades de arena sobre las que descansaba mi cuerpo. Él acudía a verla los fines de semana, y a veces iba durante la semana. Hacían el amor sobre la arena, o en el coche, cuando hacía frío, y regresaban a la casa extenuados, con la sensación de que el mundo había abierto un paréntesis. Un día él no volvió a la playa.

—Y ella se quedó sola.

—Y él también. Ella recibió un telegrama desde una playa cercana, en Almería, en el que le comunicaban que aquel hombre había muerto. Badana lo supo entonces, cuando fue al lugar donde se había acabado aquel amor en la arena. Era un bar mexicano, junto a la playa, una casa de putas, un lugar maloliente, a cuyo frente había una sevillana desdentada y mentirosa que se lo dijo a bocajarro:

—Se le fue la mano, al chiquillo se le fue la mano —le dijo, como quien barría colillas encendidas.

—¿Se le fue la mano de qué? —le preguntó Badana.

—De heroína, de eso es lo único de lo que se nos puede ir la mano. ¿Tú no sabías?

—Claro que sabía, pero él siempre fue muy prudente.

—Eso se es hasta que se deja de serlo, y últimamente venía muy planchado —le dijo la sevillana.

Badana se quedó en la noche del entierro en aquel prostíbulo de cañas y esperó al amanecer para marcharse. No pudo hacerlo, porque desde muy temprano la casa se llenó de guardias.

—Registro, el juez pide un registro.

Hallaron pocas cosas, hasta que llegó el juez.

—Quiero el certificado.

—El certificado de defunción. Éste.

—Voy a ordenar que le hagan una nueva autopsia para verificar si el material estaba adulterado.

—Para eso no hace falta mucho estudio. Claro que debía estarlo —le dijo Badana.

—Pero acaso así podemos llegar a los que la adulteran.

—Haga usted lo que quiera.

El juez hizo lo que quiso, claro, y llevó a Badana a compartir aquella escena imborrable. Dentro de aquel ataúd exacto el hombre había luchado contra la tiniebla y contra la asfixia.

—Porque no estaba muerto —me dijo Julio.

—Efectivamente, porque no estaba muerto.

—¿Cómo pudieron enterrarlo, entonces?

—Porque la catalepsia es habitual entre los que padecen sobredosis.

—Eso lo sé, claro.

—El médico no tuvo mucho más tiempo para hacer otras averiguaciones y el calor acabó de convencerles de que el entierro era el mejor desenlace. Badana se quedó varios días en aquel lugar, caminando por la playa como una alucinada, haciendo dibujos en la arena, quieta frente a la ventana de aquella casa de cañas. Hoy lo describe como si aquello hubiera durado un siglo de arena, grano a grano.

—Me has hecho sudar, Nic.

—Ésa es la historia de Ana.

—¿Y por qué no la había contado jamás?

—Eso no lo cuenta. No dice por qué ha mantenido este largo silencio.

Julio me miró largamente.

—Nic, somos hijos de la playa y tú en concreto eres hijo de una playa concreta.

—Todo el mundo. Pero Badana tiene ya la playa en los huesos. No necesita explicarla.

—¿Tú le has explicado a ella nuestro concepto de playa?

—Sí, lo sabe.

—Yo creo que es lo que mejor nos cuadra, seres que viven pendientes de que se muevan olas con las que ya estamos familiarizados, la visión quieta del mar, la monotonía caliente de la arena. La monotonía de la luna sobre la orilla.

—Desaparecer en la playa.

—Yo creía que tú no habías llegado a esas obsesiones.

—Julio, yo tampoco duermo.

—Es el cambio de clima, sábanas distintas, el sueño es un animal monótono, así que si le cambias la respiración se intranquiliza y te jode. Sabes que yo tuve una historia parecida a la de Ana.

—Nunca dijiste nada.

—Fue muy fugaz, como una explosión en una playa isleña. Tenía la cara breve, como si hubieran hecho una maqueta de otra cara que ella guardara para ofrecerla en las grandes ocasiones. Me llevó a todos los rincones de aquella playa. Hoy la recuerdo cuando oigo a The Pretenders, porque hicimos el amor oyendo esa canción, repetidamente.

—Pues da para mucho.

—Da para lo que quieras. A nosotros nos dio para una noche entera, aquella playa larguísima y fría sobre la que paseábamos desnudos, tan intenso el olor de la arena, tan triste el final de la playa.

—¿Triste el final de la playa?

—La playa te aguarda al final con una cierta tristeza. ¿Tú no lo percibes?

—En la playa percibo todos los sentimientos, pero nunca hubiera pensado que una playa es triste por sí misma. Son tristes los que la pisan, pero ella siempre está igual, excepto si anochece.

—Porque no sabes apreciar la calidad de las playas. Las de arena, las de piedra. Todas las playas son distintas, como los ríos de Heráclito.

—Yo siempre me baño en la misma playa.

—Porque no tienes sensibilidad. Aquella playa larguísima en la que nos bañábamos desnudos tenía una música especial. Te tendías al sol, sobre la arena, y te recorría el cuerpo una especie de calor que saliera de la tierra, como si tú fueras parte de la tierra calentada por él. Luego te metías en el agua y parecía que la tierra entrara con todo su calor en el mar. Fue fascinante, Nic, mientras duró: aquel sol cayendo sobre el mar para parecerse al mar.