Julio conducía oliéndose el brazo. Badana me lo había dicho por la noche. Ella se sentaba siempre a su lado, en el asiento del copiloto, y se pasaba los viajes observándolo:

—Julio, ¿por qué te hueles la camisa cuando conduces?

Julio sonrió, puso las dos manos sobre el volante y tarareó una canción latinoamericana.

—Te estás ambientando bien, eh, Julio —le dije desde el asiento de atrás, con el pelo al aire y con la cabeza dormida por el zumbido del viento del Luberón, el mistral, un viento tan potente que sirve de atenuante en los casos de asesinato.

—Así que si ahora nos matas estás perdonado —rio Julio, y volvió a olerse la camisa.

—No sabemos nada del lugar en donde vivió Cortázar —dijo Badana.

—Da igual. Alguien nos lo dirá.

Julio tenía esa fe vegetativa en las casualidades, y aquella mañana, desde que nos hizo escuchar el Adagio de Albinoni, estaba seguro de que el camino nos conduciría hacia ese lugar.

—No comprendo tu interés. Cortázar nunca hizo fotos —le dijo Badana.

—¿Cómo que no hizo fotos? Las mejores fotos de las autopistas: ésa era su especialidad: fotografiar zonas abiertas de las autopistas. Al final, no, al final redujo bastante su interés y sólo fotografió lugares de descanso, aire, fotografió los aires de las autopistas.

—Además, era un gran comunicador de la vida quieta. Rayuela era una foto.

—Muy bien, escritor. Hoy te has levantado con el pie del lado bueno.

—Siempre me levanto con el mismo pie.

—Sí, pero a veces lo cambias de lado.

La discusión literaria se desvió y se disolvió del todo cuando llegamos a un pueblo silencioso cubierto del olor de la flor de lavanda.

—Este pueblo parece que acaba de salir de la ducha —dijo Badana, arreglándose la cinta del pelo.

No recuerdo cómo se llamaba el lugar, pero sé que tenía el aspecto de ser la capital del eco, tan lejano, tan alto y tan silencioso como un abismo. Julio descubrió pronto un museo del pan y entró. Salió pronto e indignado.

—No entren —nos dijo—. En este sitio no podemos estar los que amamos el pan. ¿Cómo pueden detener así el olor del pan? Nunca. No se les ocurra entrar. Pan momificado. A quién se le ocurre.

—¿Por qué te has indignado tanto, Julio? —le preguntó Badana. Julio no respondió y nos condujo a un bar de piedra, César, en el extremo de la colina.

—Nos vamos a tomar un café alpino.

—Si fuera sólo de leche sería un café albino.

—Jo, jo —rio Badana—. Qué fuerte.

—Y si fuera un café de vino sería un café al vino —concluyó Julio. Badana se puso las manos en la cabeza, como hacía siempre, y se sentó a la mesa.

—¿Y cómo nos vamos a orientar? —le pregunté a Julio.

—Parece mentira, escritor. ¿Tú no te acuerdas de 62, Modelo para armar?

—Vagamente. La confundo con El extranjero de Camus.

—No tienen nada que ver.

—Es que las leí al mismo tiempo. Las dos tienen las mismas manchas en los ejemplares que guardo.

—Eso es una majadería.

—¿Qué pasa en ese libro, Julio? —preguntó Badana.

—Que hay un castillo.

—En todos los libros hay un castillo.

—Pero no en todos los libros de Cortázar. ¿Qué castillo hay en Los premios? En Los premios hay un barco. Y en 62, Modelo para armar hay un castillo que él usa para hacer un juego de palabras.

—Ah, sí, recuerdo. Confunde un châteaubriand con un castillo de naipes.

—Más o menos, escritor, pero sin naipes. Oye hablar a un cliente en un restaurante y escucha que pide un château saignant y él cree que pide un castillo sangrante, eso tan horroroso, y al final deduce que pide un castillo que tiene el nombre de un pueblo en el que vive.

—Château Saignan —dijo Badana, que llevaba el mapa.

—Así que debía vivir cerca de Saignan —dije yo.

—Saignan no, Saignon. Nos vamos a enterar enseguida.

Fue coincidencia porque en la carretera, en un pueblo que parecía una gasolinera, al final de la colina, bajando, Julio descubrió un restaurante argentino y paró el descapotable.

Un hombre flaco, ausente y huesudo, limpiaba vasos vacíos mientras otro, extraordinariamente gordo, sudoroso y estrábico, como un imbécil, tomaba pastis. Un niño grasiento jugaba con la máquina tragaperras y unos seres vagamente femeninos, a los que Badana identificó como putas, entraban y salían de una puerta interminable.

—¿Sabe usted dónde vivía Cortázar? —preguntó Badana al hombre huesudo que fregaba con los ojos fijos en el chorro húmedo del agua.

—Cortázar —repitió el hombre.

—Exacto —le dijo Julio, para ayudarle.

El hombre le miró, buscó a su alrededor trabajosamente y descubrió en un sillón de mimbre a un hombre canoso, alto, con barba excesiva y cara de haber sido alguna vez el personaje de Jesucristo en alguna película brasileña.

—Ése debe saber. ¿Sabes tú dónde vivió Cortázar por aquí?

El hombre nos miró y se levantó. Era aún más alto, como un fantasma calvo que hubiera trabajado en una película argentina de los años 60, o en una película mexicana de las que Buñuel hizo después de almorzar. Era un actor, lo que pasa es que estaba despedido.

Así que habló como un fantasma calvo que además fuera argentino.

—Yo soy argentino —dijo.

—Queríamos saber si Cortázar vivió por aquí —explicó Julio.

—Yo no conozco a todos los argentinos.

El argentino era argentino de la rama de los idiotas, tan poblada. Badana me lo dijo:

—Éste está completamente fumado.

—No está fumado. Es idiota.

Julio fue muy paciente.

—¿Y quién lo sabrá? —preguntó.

—Hay un argentino que vive en un castillo. Acaso él. Un arquitecto argentino. Él sabrá.

Una mujer rubia, con un escote que le descubría la espalda, vino y se llevó al argentino como quien se lleva a un niño para lavarle la cabeza. Desapareció el camarero y nos quedamos solos, junto al niño que jugaba en la máquina tragaperras. Solos los tres con aquel niño grasiento en aquel tugurio argentino de Provenza.

—Pues ahora hay que buscar el castillo —dijo Badana con el mapa en la mano.

—En los mapas no hay castillos —le dijo Julio.

—Pero está el nombre del pueblo. Éste es.

Los mapas no dicen dónde están las gasolineras, pero tuvimos que rodear una gasolinera para seguir a Saignon, que era una colina habitada por un fantasma argentino, por un castillo que era un fantasma argentino. Eso fue lo que pensamos desde la carretera, porque aquel maldito castillo cambiaba sus entornos hasta convertirse en una piedra.

—Eso no es un castillo. Eso es una piedra —dijo Badana.

—Pero parece un castillo —dije yo.

—A lo mejor Cortázar le buscó la identidad del castillo para crear un símbolo. Cualquier cosa —dijo Badana.

Julio se olió la camisa, aceleró y en la última vuelta previa a la parada definitiva en el pueblo en el que no había vivido Cortázar cerca de ningún castillo pensó en voz alta, como a veces:

—Pero el argentino habló de un castillo.

—Serán fantasías —cortó Badana.

—No se dicen fantasías con nombres dentro, y él habló de un argentino que vivía en un castillo.

—Pero era un arquitecto, así que no puede ser inexistente —dije yo, imaginándome allí a mi amigo el arquitecto calvo que vivía con ciento veinte gatos uruguayos en la avenida de América de Madrid.

Julio se lo preguntó a un niño rubio que miraba desde la primera esquina del pueblo la llegada de los visitantes del descapotable verde:

—¿Este pueblo tiene un castillo? —preguntó en francés.

Par là —dijo el niño, y Julio nos miró como si hubiera descubierto El Dorado.

—Pero Cortázar no vivió en el castillo, así que te falta buscar la casa.

Julio fue al ayuntamiento, abrió la puerta como si hubiera vivido en aquella plaza toda la vida, reclamó a una administrativa su presencia alta y rubia, una presencia nítidamente extranjera, y al cabo de un minuto salió a la calle con una fotocopia de un plano del catastro.

Voici —dijo, y nos señaló el camino que llevaba a la casa de Julio Cortázar en Saignon.

Se acabó la euforia. Julio era así. Buscaba, eliminaba los obstáculos, hallaba el camino que le aliviara de todas las dudas, y cuando ya lo había resuelto se introducía en el silencio más absoluto.

—Julio, ya lo has conseguido —le dijo Badana.

—Era un homenaje al escritor.

—¿A este escritor? —preguntó Badana, señalándome.

—No, éste no es un escritor ni es nada. Éste una vez hizo un diseño y se creyó que era un libro. Déjalo quieto.

Julio tomó de una esquina una flor de lavanda y se la puso en el pelo a Badana.

—Para que huelas adecuado.

—¿Qué es eso de que huela adecuado?

—Odio los adverbios que terminan en mente.

—Como justamente.

—Y como mente mismamente.

—Déjense de bobadas a estas horas —interrumpió Badana, y Julio descubrió en la pared un letrero torpe, escrito por la mano de un niño o de un demente—. Parece una señal de tráfico para llevarnos a la casa de Cortázar —dijo Badana—. ¿Qué significa el letrero?

—Es como un grito, una especie de subrayado del principio de un cuento: «Y a mí quién me saca de aquí».

Sobre una puerta vieja, escrito con tinta negra, alguien había dejado esa pregunta para que persistiera hasta la misma hora de la demolición. Badana hizo lo obvio: miró por las rendijas a ver si estaba dentro el protagonista del grito.

—Le hubiera venido bien ese título para un libro sobre Munch, ¿eh, Julio? —dijo Badana.

—Demasiado largo. Munch es escueto.

—Como tú.

—Yo pongo los títulos exactos, no me andes con coñas. Ahí está.

—¿El qué?

—La casa de Cortázar.

Julio creyó haberla encontrado, pero Badana lo desmintió con los hechos. Preguntó a unas viejas que recogían frutas en una huerta:

—¿Ésta es la casa de Cortázar?

La más joven, una mujer fornida y ceñuda, que nos miró como si fuéramos salvajes surgidos de una nave espacial africana, le respondió con una cita que parecía sacada de una crónica de la nada:

—Yo soy nadie. Pregunte usted más abajo.

Más abajo, cubierta de árboles frondosos y de pinos enanos, una rubia hermosa y eficaz leía una revista de modas. Con su mano larga y lavada por el sol afrutado de Provenza nos indicó el camino de otra mujer rubia y mayor que respiraba como Benjamín en El graduado, saliendo de una piscina de tamaño regular en la que ella era el único huésped. Se quitó las gafas de nadar y mostró unos ojos que debieron haber estado cansados aquella misma mañana.

Badana fue la encargada de adivinarlo.

—Perdone la intromisión —le dijo—. Buscábamos la casa de Cortázar.

Julio sacó una cámara leve, fotografió un rincón y guardó silencio.

—Ésta es la casa. Era muy fría en invierno.

La describió someramente, como si habitara en ella de paso, y se detuvo en un rincón, que Julio retrató de lado.

—Y aquí escribía, de cara a la pared.

El silencio de Saignon nos hizo mirar a los lados, y a nuestra espalda estaba el castillo.

—Ah, el castillo —dijo aquella mujer callada y rubia—. Era una broma de Julio, siempre fue una broma de Julio. Pero él no veía el castillo desde donde escribía, porque él escribía de cara a la pared, ¿no les dije?

La mesa era larga y huesuda, una mesa para escribir en verano, le dije a Julio.

—Nunca llegarás a nada —me dijo—. Se escribe en cualquier parte, no importa la estación. Las estaciones sólo se ven en las fotos, no en la escritura, Nic.

Y además la mesa era de bambú. Creo que era de bambú. Lo cierto es que ya no había nada. Julio me lo dijo.

—Aquí no hay nada, chico.

Badana entró en la cocina con la mujer rubia y luego nos describió algunas pertenencias, de las que retengo un cuadro que era una prueba de artista. Siempre me fascinó ese término —prueba de artista— y repetí como un idiota, cuando Badana me describió esa característica del cuadro:

Prueba de artista.

Cacharros sucios, queso sobre un plato de madera y un poco de pan convertían aquella cocina escasa, de veraneo, en un bodegón que nadie iba a pintar y que seguramente nadie describiría jamás. Bajo la sombra del castillo había una locura de silencio que nosotros rompíamos de vez en cuando haciendo preguntas torpes a la dama mojada. Nos invitó a tomar algo y Julio se apresuró a pedirle agua. Estaba en su séptimo día de cura de cerveza y bebía agua como un condenado a muerte. Paseaba y tomaba agua como un condenado a muerte. Caía el sol y nos dijo:

—Ésta es la mejor luz para una foto de grupo.

Hizo la foto, tocó la madera de bambú como quien se despide de un amigo que no le oye y nos dijo que nos fuéramos. Era la luz final, el que decía adiós, el que marcaba la huida, el regreso, la vuelta atrás. Era una nuca. Julio era una nuca desprendida que caminaba sin cuerpo y nos decía que le siguiéramos, como Jesucristo.

—Julio —le dijo Badana—, te hubiera gustado ser Jesucristo.

—Sí, siempre con la misma edad —le respondió él.

En la calle de piedra que nos llevó de nuevo a la plaza del pueblo, Julio volvió a cortar una flor de lavanda, me la puso en el pelo blanco y me dejó caminar para hacerme desde atrás una foto de los pies. Badana, mientras tanto, había hallado una señal escrita en cartón, de varios colores, que indicaba con una flecha rotunda el camino que llevaba a la vieja casa de Julio Cortázar en el pueblo de Saignon. Al final había un cementerio pero no entramos.

Julio no dijo nada durante el camino de regreso y noté que en ese retorno no se olió ni una sola vez la camisa verde pálida con la que solía vestirse por las tardes. Cuando llegamos a la casa, Badana gritó alarmada:

—¡Españoles!

—¿Qué pasa? —preguntó Julio.

—Españoles, que tenemos españoles en la casa. ¿No ves el coche?

Una furgoneta roja, capaz para cargas abundantes, nos esperaba como un animal fugitivo, y desde el jardín se oían risas de verano, chistes identificables, la burlona alegría de los que están de paso. Julio nos miró y nos dijo:

—Ahí les queda eso, muchachos. Báilenlo como puedan.

—Me parece que lo vamos a tener que tararear —dijo Badana.

—Pues yo desaparezco.

Subió a su habitación, bajó de nuevo, me pidió la selección de música que había hecho Badana y se metió en la cama a escuchar la canción que más repetida tenía: Hymn to her.

Los españoles no le oyeron, así que no fue difícil protegerle:

—Se ha quedado en Saignon —informó Badana— fotografiando un cementerio.

—¿Qué es Saignon? —preguntó uno de los visitantes, un personaje bronceado y alto como un águila que llevaba una cámara similar a la que Julio había usado para fotografiar la casa de Cortázar. Badana me miró y me indicó con los ojos que yo mismo lo contara. Mientras tanto, ella preparó una sopa de maíz para todos.

—Ella no dice nada/lava y cocina —le cantaba Julio cuando la veía servir los platos. Pero esta vez Julio estaba en su exilio interior con un solo juguete y si acaso habló con alguien fue con la chica de Pretenders, la voz más transparente, cuyos dientes adoraba.

—La voz de la chica de Pretenders es la voz más transparente —me decía cuando íbamos solos en el coche y Badana no le podía dar otras explicaciones sobre esas modulaciones falsas que se consiguen con buena técnica.

—Badana te jode las canciones. Se las sabe todas y se conoce todos los trucos. Así no se puede escuchar música.

—Ella no escucha la música: la deletrea.

—Eso es lo que me jode. La música está ahí para ser un instrumento, no una vía del conocimiento.

—Muy bueno, Julio, acelera.

—Déjate de coñas. Pero te lo digo en serio: no soporto esa cultura musical que lo identifica todo, que le pone etiquetas a todo, como si las canciones fueran naranjas españolas.

—Se lo diré.

—No le digas nada. No es un problema suyo. Es su generación, que nació creyendo que ésa es la cultura, darle nombres a las cosas. No tienen lugar para los pensamientos abstractos.

—Para las fotos.

La foto no es un pensamiento abstracto. Es algo mucho más simple: la fotografía es el espejo, y se acabó, y no se puede concebir un pensamiento abstracto en un espejo.

Los españoles eran fotógrafos, claro, y nada abstractos, por cierto, porque, después de recuperarse de la decepción de no encontrarse con Julio, comenzaron a disparar como obsesos sobre todo lo que se movía en aquel jardín de verano. Y sobre la puesta de sol.

—Es horrible —dijo Badana—. Disparan hasta sobre la puesta de sol.

—Es lo que mejor queda en las fotos —dijo Andrés, el fotógrafo largo y moreno como un águila.

—Una puesta de sol de colores, entonces —le reprochó Badana.

—El sol es en color. ¿Cómo recuerdas tú el sol?

—En blanco y negro, como todo. Yo sueño en blanco y negro. Cuando sueño —prosiguió Badana, probando la sopa—, estoy como en la Edad Media, que era en blanco y negro.

—¿La Edad Media en blanco y negro? En absoluto. Esa edad está llena de colores.

—Sí, pero son tan abstractos, tan olvidados, que para mí están en blanco y negro.

—¿Y por qué se quedó Julio en ese pueblo? —preguntó otro de los fotógrafos, el que tenía el anuncio de un libro de Borges en la camiseta.

—Julio se ha quedado en ese pueblo por motivos obvios —dijo Badana, y rio como una chiquilla que acaba de recibir la noticia de un viaje.

—Badana, te ríes como una chica menuda —le dije yo, y los demás rieron.

—Me río como me da la gana —respondió Badana.

Se enfrió la noche, muy levemente, pero se notaba sobre el ruido de las cucharas que aquella risa se iba a helar de un momento a otro. Pasaba a menudo: regresábamos de un largo viaje y cada uno se refugiaba en un rincón de la casa, a escuchar música, a leer un libro, a subrayar los aspectos distintos de aquella escapada que nos había llevado a llenar de palabras el silencio que se cortaba dentro de nosotros como el aire de una noche quieta, llena de miedo.

—Badana, creo que esta gente nos ha llenado la noche de melancolía.

—Nos ha llenado la noche de ruidos.

—Julio ha sido sabio.

—A veces lo es —admitió Badana.

Se tomaron un pescado frío, lamentaron la ausencia de Julio, arrancaron el coche y se fueron. Detrás dejaron un queso que nos traían de la Camarga.

—La Camarga horrible —dijo Andrés—, pero les traíamos este queso —no lo probamos, pero Julio se lo comió luego, mirando al vacío, como siempre que untaba pan.

—¿Por qué desapareciste, Julio? —le preguntó Badana, cuando bajó, con el pelo mojado, los ojos abiertos, frotándose las manos como si acabara de bañarse en agua helada.

—No soporto esa apariencia de realidad que te trae la gente. He tenido miedo de verles, pánico, Nic. No he podido soportar esta nueva sesión de nada en mi vida.

—Julio, exageras como un niño. Pon los pies en la tierra. Sólo traían un queso y ganas de verte. Tú les dijiste que vinieran. Alguien tuvo que decirles tu dirección. No podían intuirla, ir por el camino siguiendo tus pisadas de descapotable.

—Yo no tengo dirección. Que se dejen de coñas. Habrá sido mi secretaria. O la tuya.

—Tú eres como un personaje de Woody Allen: vas dejando tus teléfonos por todas partes y luego te quejas de que te rastreen.

—Vale ya de reproches, muchachos. No quería verles y se acabó. Tampoco estuve en mi cumpleaños, acuérdense de ese detalle.

—Nos acordamos —dije.

—Nic, estoy acojonado.

—¿Por qué, de nuevo?

—Estoy acojonado porque lo he visto aún más claro.

—La muerte. Te ha dado de nuevo, Julio. No pienses más. Ésa es sólo una impresión, lo que queda al final del viaje, el exceso de cerveza.

—Ahora sólo bebo agua.

—El exceso de no beber nada —dijo Badana—. ¿Quieres una cerveza?

—Bien fría —animé yo.

—Bueno, una cerveza bien fría.

Julio se olió el hombro, abrió la lata de cerveza y la bebió de dos tragos. Antes del segundo trago nos miró a los dos y nos dijo:

—El mejor momento de la cerveza es cuando hace ese ruido que parece una palabra y se abre. Luego ya todo es conocido. No hay cosa más desabrida que el sabor que ya se conoce.

—Yo no sé de sabores —dije.

—Ni de saberes —recordó Badana.

—Y yo eché el freno hace tiempo, así que fíjate si es inculta nuestra presencia en la tierra —dijo Julio, con una sonrisa que me recordó sus muecas de Portimão—. No es tan fácil, Nic —me dijo—. Tú lo tienes tirado, porque no has llorado en tu vida, pero yo llevo esta especie de angustia que me deja al final de las tapias, como un trapo, mientras los demás me acarician el pelo y me cantan canciones de cuna.

—Desvarías como un tonto perplejo —contesté recordándole una frase que me había dicho la noche anterior, cuando volvíamos de Aix por una carretera de pinos y yo le dije: «Estos pinos son como seres humanos que fueran de excursión a la playa en fila india».

Era una tontería y Julio me dijo, sin mirarme, desde el volante:

—Pon la música más alta porque desvarías como un tonto perplejo.

—Así que no he podido soportar esa visita. Estaba plano, como un muro, y no quería que se reflejara en mi mente otra cosa que la memoria, este recuerdo que me lleva siempre al mismo lugar: un rincón en la pared.

—Como Cortázar —dijo Badana.

—Por ejemplo. Pero es más dramático. Cortázar escribía, estaba en ese rincón y llenó de imágenes el mundo. Pero yo estoy de este lado, en ese rincón, como si fuera un negativo, un papel de estraza. No sirvo ni para envolver bocadillos, Nic.

—Ésa es una nueva exageración. Te mejoras a cada instante —le dije, y él le pidió a Badana otra cerveza.

—No, no la abras, por favor —le dijo, y Badana se la dio, sin vaso—. Es como si de pronto se velara toda la película —dijo—. Como si estuviera al final de un largo camino que se fuera eliminando a medida que lo haces. Mírame a los ojos, Nic, y di si ves algo en mis ojos.

—La niña, el iris, lo de todos los ojos.

—Nada. No queda nada. Estos ojos ya no ven nada, son partes de una cámara, un reflector, el espejo en el que se ven otras cosas, pero ellos se han quedado quietos y vacíos.

—Julio, me das miedo —dijo Badana.

—Perdona, Badana. Nunca te hablé así, pero ya sé que te sabes todas las historias, como lo de Portimão. Yo creo que aquello fue mucho peor. No sé qué me pasa, Dios, no sé qué me pasa. Grito, parezco un sonámbulo.

—No te pasa nada, Julio, no te pasa nada, nada.

—Exactamente. Eso es lo que me pasa. Los brazos sin fuerza, los ojos sin fuerza, y la única alternativa de la cerveza para acelerar el sueño. Vivo pendiente del sueño como de un hilo que se rompe cada vez que se inicia, como el camino que se deshace. Anoche tuve ese sueño.

—¿Qué sueño?

—Vas por un camino y miras hacia atrás y es un abismo, has cruzado un abismo. Y así todo el sueño. A lo mejor es un segundo, pero el sueño dura eternamente, te atenaza, te coge por el cuello y te lleva. El sueño te lleva hasta el final y luego resulta que es la realidad.

—No veo muy claro eso de que el sueño sea la realidad —dijo Badana.

—Éste lo es, porque luego lo vi. Lo he visto hoy. Ese camino es el que desandamos después de estar en la casa de Cortázar. Aquella flecha que nos devolvía a la casa, a los pinos enanos, el agua en la que ya no chapoteaba nadie. Ése es el ruido del sueño, la realidad de que te hablo.

—Julio, tienes que tomar somníferos.

—¿Somníferos, Badana? Lo que necesito es marihuana, alguna droga dura, acaso whisky, algo que me transporte bien, que me haga soñar más deprisa, de modo que no sueñe con caminos sino con autopistas. ¿Vamos mañana a Marsella?