Julio se quitó la chaqueta, se despojó de la camisa y abrió la ventana.

—Deja que entre el aire —me dijo.

—No corre ni brisa.

—Pero alguna vez vendrá el aire.

Pálido y ojeroso, Julio parecía un retrato antiguo lleno de sombras. Se lo dije:

—Julio, pareces un retrato antiguo de ti mismo, lleno de ojeras.

—Uno no es otra cosa. A veces.

Años después, en una cama doble de Aix-en-Provence, rodeados de almohadones que Badana usaba para mirarme, lo conté por primera vez. Julio me dijo entonces en Portimão:

—Soy exactamente un retrato viejo de mí mismo. Pero es que nunca fui otra cosa, incluso cuando me hicieron esos retratos viejos.

Siguió quitándose ropa hasta que se quedó desnudo y blanco sobre la cama, frente a la terraza. El olor del mar, las sardinas asadas y una brisa ligera convertían su melancolía en un sentimiento lento, de color verde, se me antojaba todo de color verde a aquella hora. Tomó el libro en las manos y comenzó a leérmelo en voz alta.

—Te pareces a Nic —me dijo—. No estaría mal que te llamaran para hacer una película en la que hicieras de Nic, vestido de blanco como si estuvieras al borde de una piscina de Long Island.

—En el lado pobre.

—Y en el lado rico. Nic vale para los dos lados.

—Yo soy del lado de en medio.

—Así te va. En el medio, la mediocridad.

Abrió un maletín y me mostró su surtido. Para seguir la broma. Su conversación era la cortina de humo. Sus ojos estaban vacíos, vaporosos, llenos del agua vespertina que se forma en las miradas que quieren retirarse a descansar.

—He venido para que vieras los otros fotómetros.

—No me jodas. ¿Tan lejos para enseñarme un maletín?

—Tan lejos. En Madrid se me corta el habla.

El maletín era el de un especialista. Contenía jeringuillas, agujas, tensores, esparadrapos y papelinas de heroína. Me miró, cerró el maletín y volvió a tenderse en la cama. Yo parecía un estudiante sin respuestas al final de una jornada de anfetaminas, vacío por completo, desconcertado, al final de un abismo que sólo se podía llenar con palabras. Le dije.

—Julio, esto es un arsenal.

—Un arsenal, sin duda.

—¿Y cómo lo has conseguido?

—Ésa es una buena pregunta. ¿Cómo lo he conseguido? Pues lo he conseguido con mucha dedicación. Llevo mucho tiempo dedicado a transportar este maletín como si fueran fotómetros.

—Podía haberlo intuido, pero tú no me lo habías insinuado jamás.

—No te quise implicar. Además, tú no eres un interlocutor válido. Ni siquiera fumas, cómo te voy a ofrecer el paso siguiente.

—¿El paso siguiente?

—A veces es el paso previo y el definitivo. No hay más pasos, o al menos sólo quedan los pasos del zombi.

—No entiendo que no me lo hayas dicho. Yo soy tu amigo, o al menos el amigo que has elegido para venir a Portimão.

—Bárbara tampoco lo sabía. Ahí ha estado lo malo.

—Y se ha enterado ahora.

—Claro. Por eso estamos en Portimão.

—Es mentira: por eso no estamos en Portimão.

—Es cierto: por eso no estamos en Portimão. Había que traer el maletín, dejarlo perdido en alguna frontera, blanquearlo, porque dentro de ese maletín hay mucho delito.

—¿Mucho delito, Julio?

—El delito. Los pasos hacia la muerte. El delito, en realidad.

Julio era intermediario, vendedor ambulante para las grandes compañías, camello, el personaje interpuesto, un mojón en el camino de la droga, y estaba obligado a llevar de un lado a otro la mercancía, sin conocer el origen ni la calidad, eso decía él.

—El chico se murió en el acto, Nic, en el jodido acto, allí, sobre su cama, como yo estoy ahora, desnudo y blanco, como un muerto. El chico se murió porque ya estaba muerto, y yo lo vi morir como se muere un muerto, lentamente, con los ojos en el techo y una sonrisa leve y fatídica, la sonrisa final, aquella mueca.

La heroína era la misma heroína sucia que había en aquella maleta marrón, forrada de felpa blanca, cerrada con una combinación olvidada. Bárbara se lo dijo:

—Julio, vete con esa maleta al mismísimo carajo.

Le había cerrado la puerta y le había gritado desde dentro, apoyada en una escultura de yeso:

—Y si entras de nuevo puedes llevarte una buena pieza en la cabeza.

Salió de la casa con el maletín, el pelo desordenado y los ojos ciegos, como si le hubieran cerrado la historia, una vía estrecha, el camino por el que pasan los suicidas en busca de una cierta luz incolora que siempre pende de un techo que no existe y que ellos se inventan para andar más veloces.

Desde una cabina de teléfono verde me llamó, con la urgencia de un ahogado. Virginia me lo dijo:

—Es Julio al teléfono. Muy excitado. Parece que anda a punto de ahogarse, en un tranvía o en un coche descapotable, porque hay un ruido infernal. Por la uno.

—Julio, ¿qué te pasa?

—Tráete el bañador que nos vamos a Portimão.

Echado sobre la cama, con los dedos cruzados, Julio atenazaba un collar de coral que le había regalado a Bárbara en Londres.

—¿Te gusta el collar, Nic?

—Es un bello collar de coral, Julio.

—¿Tú crees que se puede vivir toda la vida colgado a este fetiche?

—Nunca se lo vi puesto a Bárbara.

—Nunca se lo quiso poner. «Mi cuello es libre. Úsalo tú si quieres», me dijo, y me lo quedé como recuerdo y como fetiche. Ahora ya es más recuerdo que fetiche. No me sirve para nada.

—Siempre pasa con los collares, que carecen de sentido si no están en el cuello, y a ti no te veo cuello de collar.

—No te creas.

—De todos modos, quizá no sea bueno que te rodees de fetiches. No es bueno para ti. No es bueno para Bárbara.

—Vivimos del fetiche. ¿Qué otra cosa es la memoria? ¿Qué pasa por la cabeza que no sea memoria, estrictamente? Dime, Nic.

—La memoria es una putada, una fuerte putada. La memoria es una fuerte putada.

—Así que porque la memoria es una fuerte putada he tenido siempre el collar en este maletín, como si fuera el rosario de un árabe.

—Despeinado sobre esa cama pareces un árabe de verdad.

—Nic, tráete unos daiquiris.

Julio parecía tranquilo, sobre la cama blanca de Portimão, rodeado de sus fetiches, con la cabeza cubierta con el libro que me leía («Nic, esto es un hallazgo, es como tomarte un daiquiri en California, ¿o exagero?»), parecía la imagen de la derrota, la expresión de la tranquilidad definitiva que supone la asimilación del fracaso, el punto final, la nada más absoluta. La miseria del que no ha perdido todavía el cuerpo pero ya carece de alma. No se movía, no movía un párpado, como si compartiera con su gesto la memoria de una muerte ajena. Con los ojos abiertos, contra el techo, volvió a hablarme:

—Nic, esos daiquiris.

Cerré la puerta y caminé por un largo pasillo que olía a cera. Habitaciones cerradas, ruidos vespertinos, portugueses solícitos en el ascensor que nos llevó lentamente a la zona donde los hoteles son la cara más sonriente de la vida. La atmósfera quieta de un hotel de verano que vive como una fortaleza del ocio dentro de la que todo el mundo huele a lavanda y a jabón negro de La Toja. Desde el mar, un ruido de pescadores superaba el olor acartonado de las sardinas asadas, y el sonido del mar convertía en rumor todo lo que resultaba ser la pura identidad del aire.

Se lo conté a Badana:

—Aquello parecía el aire pasado por el lomo de una sardina, tan penetrante. Ésa es la imagen que saqué de Portimão. Luego nos fuimos.

En el bar había parejas felices. En situaciones como ésta, en la que parecía que el mundo me había puesto al lado de un límite, esa presencia risueña de las parejas morenas me sobresaltaba y me llenaba de una melancolía infinita.

Badana me dio la razón:

—Ésa es la envidia, Nic, la cochina envidia.

Pedí los daiquiris y el camarero los agitó con la pasión que debía formar parte de su costumbre. Los llevé en las manos hasta la habitación y toqué con la cabeza, una vieja costumbre. Julio no respondió. Estaría quieto sobre la cama blanca, mirando al techo, imaginándose en los coches descapotables del gran Gatsby, vistiéndose mentalmente con la ropa vaporosa de Nic, escuchando en silencio el recuerdo cálido de la voz de Bárbara, haciendo que la memoria de sus manos se convirtiera por un segundo en una caricia, fabricando con los dedos el sueño de su cuello perdido, el cuello de una gacela que anduviera por el aire como quien llena de arena el hueco de un sueño.

Dejé en el suelo los daiquiris y abrí yo mismo aquella puerta de madera portuguesa. Sobre la cama blanca, con sus fetiches desordenados, con el libro de Gatsby —y de Nic— a su lado, cerca de su cabeza, Julio yacía con los ojos abiertos, sonriendo levemente, con esa sonrisa final que él identificaba con la sonrisa de los muertos.

Le llamé. Julio no respondía y pensé que estaba muerto. Julio estaba muerto. No podía ser, era absurdo, Julio no podía morir para imitar a su propio muerto, el muerto que había dejado atrás con una sonrisa fatídica e irrecuperable. No respondía. Estaba muerto como un muerto, pensé, me acerqué y le acaricié el corazón, más fuerte, le golpeé el corazón, y Julio no latía, había dejado de latir aquel corazón de caballo enfermo, había dejado de latir. No me cupo ninguna duda de que Julio se había muerto. Pero era absurdo, cómo se iba a morir en una posada de Portimão. Qué más daba. En cualquier sitio. El reloj no espera a cambiar de lugar para seguir adelante, es implacable, el reloj es la muerte, las estaciones, el otoño. La muerte es el invierno, y ya llegó, dije, y le toqué la frente. No estaba fría aún, pensé, y dije: «Cómo tardan en enfriarse los muertos». Vi la imagen de Bárbara, contemplé aquel cuarto desolado que antes había estado lleno de la claridad del Algarve, toda la claridad del Algarve sobre el fondo de los vasos de daiquiri. Bebí como un autómata, me bebí los dos daiquiris. Pedí conferencia con Madrid y hablé con Bárbara.

—¿Le ha pasado antes, Bárbara? Parece un muerto.

—Resucitará, no te preocupes. Pero llama a un médico, que a lo mejor no resucita solo. Yo voy para allá.

Me tranquilizó su voz resuelta, la voz de quien ha esperado durante años una noticia de esta clase. Debe ser tan normal la muerte que tenerla cerca no ha de asustar sino a los imbéciles, pensé, y pedí que llamaran a un médico.

Bárbara llegó después de la medianoche y desde el hotel la llevaron al hospital. Luego volvió.

—¿Y Julio?

Rio a carcajadas, me tocó el hombro y me dijo:

—Resucitó.

El médico lo explicó: catalepsia, suele suceder. ¿Qué clase de droga tomó? Heroína, claro. Adulterada. Muy adulterada, completamente sucia. Está vivo de milagro, es cierto, pero resucitó. Ahora descansa. La policía hizo preguntas y conjeturas muy siniestras. El maletín, con la combinación perdida, se guardaba como un cuerpo muerto en el doble fondo del maletero de Julio. Él, como su maletín, dormía agitadamente sobre una cama ortopédica, de hierro, en el hospital antiguo de Portimão.

Bárbara me dijo:

—¿Te lo ha contado todo?

—Julio no lo cuenta todo jamás. Así que a lo mejor lo cuenta ahora, mientras sueña.