Yo tampoco le quise contar a Badana lo de Portimão. Julio había alquilado un coche verde, descapotable, con matrícula francesa. No sabía cómo lo hacía pero siempre conseguía que sus coches fueran extranjeros. Me dijo:

—Tengo un coche descapotable y te quiero llevar al Algarve.

Julio era enigmático entonces. Llamaba por teléfono, sobresaltaba la oficina y finalmente te citaba para nada. No quería estar solo, pretendía llenar las horas de presencias ajenas, de visitas lentas, de ojos distintos sobre los que fijar su mirada de lechuza acorralada. Te llamaba para nada.

—Te espero en Alonso Martínez. Tráete bañador.

Le esperé y llevé bañador. Él apareció con unas gafas de sol nuevas, de policía, y surgió como un árbol en la esquina de la plaza, sonriente y vestido de blanco. Meses más tarde yo le compré allí mismo un libro de Rimbaud a Badana. Claro, entonces no podíamos pensar que Badana pasaría por allí alguna vez. No existía. No era ni siquiera una intuición. Fue una intuición cuando la vimos en aquel Jumbo, pero mientras tanto era la nada más absoluta, cero hasta el infinito, polvo de estrellas, qué digo polvo de estrellas, polvo simplemente.

—¿Trajiste bañador?

—Y más cosas. He traído sardinas asadas.

—De ésas tendremos demasiado.

—Y un libro, te he traído, para que practiques: El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald, pero en inglés.

—Ah, tuve una novia alemana que lo adoraba. Se vestía como él, vivía como él, yo creo que hasta tomaba el agua con limón como si fuera él.

—¿Quién era tu amiga alemana?

—Tú llegaste tarde a aquella historia. Vamos, que hay prisa.

Habló poco durante el viaje. Hizo un par de juegos de palabras y me propuso algunos acertijos tontos mientras íbamos en carretera. En los restaurantes insistía en escuchar las conversaciones ajenas, y así podía persistir en su silencio de plomo.

Me dijo:

—Dirás que voy muy callado.

—No, lo normal —le dije. Tenía que ser así. Si le afirmaba sus suposiciones terminaba explicándolas, y eso le suponía un gran esfuerzo, como una brazada en el aire. Estaba mejor callado, porque eso le daba el aire del melancólico, que persiguió durante toda su vida. Lánguido, con el brazo por fuera de la ventanilla del descapotable, imitaba a alguien de cuyo rostro no tenía ni idea porque era el suyo propio. Viajaba con un fantasma, y a veces creía que en la carretera éramos invisibles—. Lo normal —le repetí, mientras él ajustaba el espejo.

Fumó mucho durante el viaje y me propuso, además de los acertijos, algunos juegos literarios que parecían picaportes de libros nocturnos, situaciones para abrir boca antes de ponerse a leer, excitaciones para hacer crucigramas, cábalas para ninguna parte. Resucitó otros juegos viejos, que yo ya había olvidado, como el de la mezcla de refranes, e incluso sugirió algunos refranes nuevos. Tonterías diversas le llevaron a los juegos de palabras más simples, como el que buscaba una nueva sintaxis para los nombres de las ciudades.

—¿Dónde se calzan con zapatos medievales?

—Ni idea —decía yo.

—En Barcelona.

—Qué barbaridad.

—¿Y dónde reciben con más contento lo que te dicen?

—Ni la más remota.

—En Málaga.

—Horror.

Así llegamos a Portimão.

Había alquilado una habitación en una posada y entró en ella como un sonámbulo que hallara por fin el lugar que buscó toda su vida para dormir infinitamente. Se echó en la cama, respiró hondo y se cubrió la cabeza con dos almohadas. Quería pasar por el día como quien se acerca al otoño después de meses de sol: no quiero el otoño, quiero ser luz y quedarme.

—Vete, vete ahora —me dijo, y yo no le hice caso.

—Horas para venir aquí y tú decides que ahora me vaya. Qué coño es esto.

—Vete por el momento. Diez minutos. Y luego vuelves.

Volví luego, con un daiquiri en la mano.

—Julio, te he traído un daiquiri.

Él seguía en la misma postura, cubierto con las dos almohadas como si quisiera precipitar la noche, hacer que el día fuera inexistente.

Se incorporó, me miró y dijo, como si lo acabara de inventar:

—Un daiquiri vendría bien.

Bebió de un trago media copa, buscó entre mis bolsos y por fin lo halló.

—Ah, aquí está, El gran Gatsby. ¿Quieres que te lea un poco de El gran Gatsby?

—No me importaría. Es mi libro. Tú sabes que es mi libro. El libro de cabecera.

—Pues atiende.

Leía. Muy mal, con mucha pasión, pero muy mal.

Al final del primer párrafo lloró sordamente.

—Nunca te había visto llorar, Julio. Es la primera vez que te veo llorar.

—¿Tú has llorado alguna vez?

—Claro, supongo que sí.

—Eso no se supone. Se recuerda y ya está. ¿Cómo vas a suponer un recuerdo?

—No recuerdo la última vez, pero recuerdo que he llorado. Eso quise decir.

Mucho tiempo después Julio tomó venganza. Me dijo:

—No has llorado jamás. No lloraste ni cuando murió tu madre. Ahí se te jodió todo, Zavalita.