Capítulo 44
Las habilidades de mi mecánico bordeaban lo sobrenatural. Me había dejado dicho que el Escarabajo estaba listo para volver a la actividad, y que aunque su aspecto no era bueno, el coche se pondría en marcha cuando pisara los pedales. Tampoco es que necesitara mucho más de él que precisamente eso. Entonces Molly y yo nos dirigimos al almacén junto al lago donde me reuní con el Consejo al comienzo de aquel embrollo.
Cuando apagué el motor, el coche se sacudió y se estremeció antes de morir, con bastante fuerza como para provocar que mis dientes castañetearan. Continuó silbando y cliqueando unos cuantos segundos después.
Molly miró hacia delante, pálida.
—¿Es este el lugar?
Bajo la luz anaranjada del atardecer, el viejo almacén abandonado parecía diferente que al mediodía. Las sombras eran largas y oscuras y enfatizaban los desperfectos y abolladuras del edificio, dándole al lugar una apariencia más sórdida y abandonada de lo que recordaba. Había menos coches allí, lo que también aumentaba aquella sensación.
—Este es el lugar, sí —dije en voz baja—. ¿Estás lista?
Tragó saliva.
—Claro —dijo, pero parecía asustada y muy, muy joven—. ¿Qué viene ahora?
Salí del coche como toda respuesta y Molly me siguió enseguida. Miré a mi alrededor, pero no encontré a nadie a la vista; hasta que el aire resplandeció a siete metros de nosotros y Ramírez salió del velo en el que estaba escondido.
Carlos Ramírez era el mago más joven al que se le había concedido el puesto de comandante regional de los centinelas. Era de estatura normal, su piel brillaba con un saludable bronceado y llevaba la capa gris de los centinelas junto a una de sus —bueno, nuestras, aunque yo no tenía una— espadas plateadas en el costado izquierdo. En el derecho llevaba una pesada arma semiautomática en una cartuchera y su cinturón de estilo militar también contenía varias granadas de mano.
—Buen velo —dije—. Mucho mejor que el del otro día.
—No estuve aquí el otro día —me aseguró con poco disimulado orgullo.
—¿Obra tuya? —pregunté.
—Hago que parezca fácil —dijo sin rastro de modestia—. Es una maldición ser tan talentoso además de tan obscenamente guapo, pero trato de sobrellevarlo lo mejor que puedo.
Me eché a reír y le ofrecí mi mano. La estrechó.
—Dresden —dijo.
—Ramírez. —Hice un gesto con la cabeza hacia mi derecha—. Ella es Molly Carpenter.
Miró a la chica de arriba abajo.
—Señorita —dijo ahorrándose la habitual inclinación de cabeza. Me miró, me indicó una dirección con la mano y anunció—: Están listos, pero camina un poco conmigo. Tengo que hablarte. —Miró a Molly—. En privado.
Arqueé una ceja.
—Molly, vuelvo enseguida.
Se mordió el labio y asintió.
—De acuerdo.
—Señorita —dijo Ramírez con una sonrisa de disculpa—, necesito que se quede justo donde está ahora mismo, ¿de acuerdo?
—Demonios —murmuré—. ¿Crees que es tan peligrosa?
—Creo que estamos llevando un protocolo de seguridad —dijo Ramírez—. Si no quieres que lo cumpla, no deberías habérmelo pedido.
Comencé a preparar una respuesta pero al final no dije nada.
—Bueno, Molly, quédate donde estás de momento. No me apartaré de tu vista.
Asintió y yo me fui con Ramírez. Nos alejamos algunos pasos antes de que hablara.
—¿Esa es la pequeña?
Ramírez no era lo bastante mayor para optar a buenas tarifas del seguro del coche, mucho menos para llamar a alguien pequeña. A pesar de todo, había tenido que crecer terriblemente deprisa. Ya era aprendiz cuando estalló la guerra contra la Corte Roja y había servido al Consejo hasta conseguir el estatus de mago luchando contra varios mortíferos vampiros. Tales cosas hacían crecer a un hombre.
—Ella es —confirmé—. ¿Tuviste ocasión de examinar a las víctimas?
—Sí. —Se puso ceñudo y me observó un momento—. La chica es conocida tuya.
Asentí.
Se volvió para mirarla.
—Mierda.
Lo miré con acritud.
—¿Por qué?
—No creo que hoy vaya a irle bien —dijo Ramírez.
Me dio un vuelco el estómago.
—¿Por qué no?
—Por cómo ha ido la batalla de Oregón —explicó—. Les dimos a los vampiros una buena paliza cuando las fuerzas de Verano atacaron su retaguardia. Morgan estuvo a seis o siete metros del mismísimo rey Rojo.
—¿Lo mató?
—No, pero no es que no lo intentara. Se deshizo de un duque y un par de condes antes de que el rey escapara.
—Maldita sea —dije impresionado—. Pero ¿qué tiene que ver eso con Molly?
—Tenemos a los Rojos cogidos por las pelotas —dijo Ramírez—. El amanecer estaba llegando en el mundo real y cuando intentaron retirarse al Más Allá las hadas los atacaron como pirañas. Los Rojos tuvieron que buscar un modo de sorprender a algunos de nuestros pesos pesados y lo encontraron. El campo de entrenamiento de Luccio.
Me quedé sin respiración.
—¿Atacaron a Luccio y a los novatos?
—Sí. McCoy, Escucha el Viento y Martha Liberty lideraron una fuerza para liberar el campo.
—Lo consiguieron, ¿verdad? ¿Cómo fue?
Respiró hondo y dijo:
—No han informado todavía. Y eso significa…
—Significa que mis apoyos en el Consejo de Veteranos no estarán aquí para ayudarme.
Ramírez asintió.
—¿Quiénes son sus apoderados?
—No supimos de ti hasta después de que se hubieran ido, así que no le dieron sus poderes a nadie.
Suspiré.
—Entonces el merlín los ostenta por decreto. Y no le gusto demasiado. Votará su condena solo para llevarme la contraria.
—La cosa mejora —dijo—. Antigua Mai sigue en Indonesia, y La Fortier está cubriendo a los venatori en su recolocación. El merlín se ha apoderado también de sus votos… y no creo que el guardián de la puerta vaya a venir.
—Entonces el único cuya opinión cuenta es el merlín —dije.
—Básicamente. —Entonces Ramírez me miró con el ceño fruncido—. No pareces sorprendido.
—No lo estoy —dije—. Si algo puede ir mal, irá mal. Ya lo tengo aceptado.
Ladeó la cabeza.
—Te acabo de decir que la chica será declarada culpable antes siquiera de ser juzgada.
—Sí —dije. Me mordí el labio. Aquello pondría las cosas más difíciles. Había contado con tener al menos un poco de ayuda por parte de Ebenezar y sus camaradas. Conocían mejor que yo los procedimientos del Consejo y cómo manipularlos. También conocían al merlín, que, talentos mágicos aparte, era un as a la hora de manejarse en una reunión del Consejo.
El merlín tenía todas las razones del mundo para ir en mi contra y por tanto de Molly. Ahora que ostentaba los votos de las personas con cuya ayuda yo había contado, sería literalmente el juez, jurado y ejecutor de la chica.
Bueno, solo juez y jurado, Morgan se encargaría de la ejecución.
Apreté los dientes. Mi plan podría aún funcionar, en teoría, pero había poco que pudiera hacer de aquí en adelante para alterar el desenlace. Miré a Molly. Yo la había traído hasta aquí, así que yo la sacaría.
—Bien —acepté—. Puedo ocuparme de esto.
Ramírez arqueó una ceja.
—Pensé que te lo tomarías peor.
—¿Serviría de algo que me pusiera a echar espuma por la boca?
—No —me dijo—. Podría explicar algunas cosas, pero no ayudaría per se.
—No se puede hacer nada —dije—. A mal tiempo, buena cara. Acepta las cosas que no puedes cambiar.
—En otras palabras, tienes un plan —dijo Ramírez.
Me encogí de hombros y le sonreí; justo entonces un motor se aproximó al viejo almacén.
La mano del centinela fue de manera instintiva a su pistola.
—Tranquilo —intervine—. Los he invitado yo.
Una motocicleta se abrió camino entre el laberinto de callejones y baches de los almacenes y luego se detuvo junto al Escarabajo azul. Fix bajó la pata de cabra y acto seguido él y Lily se apearon del vehículo. Fix me saludó y yo hice un gesto de cabeza para responder.
Ramírez arqueó una ceja y dijo:
—¿Es quien creo que es?
—El caballero del Verano y su señora —confirmé.
—Vaya, mierda —dijo, y me espetó—. ¿Vas a convertir esto en una pelea?
—¡Pardiez! —le reprendí—. ¿Haría yo tal cosa?
Me miró fijamente.
—Y tenías que pedirme a mí que llevara la seguridad —dijo entonces.
—¿Qué puedo decir, tío? Nadie más era tan talentoso y guapo como tú.
—No hay nadie capaz de quedar bien en esta situación por mucho talento que tenga —murmuró. Entonces miró calculador a Lily y Fix—. Bueno, he de admitir que esto va a ser interesante. ¿Me presentas?
—Sí.
Lo hice. Entonces Ramírez nos condujo a todos a través del velo que protegía el almacén de la percepción. Dos centinelas en la puerta nos registraron a todos en busca de armas.
Contaban incluso con una estatua animada de un perro del templo que usaban para detectar encantamientos hostiles, velos y armamento oculto. La construcción de piedra me ponía un poco nervioso (una vez casi me ataca uno igual por culpa de una falsa alarma), pero esta vez pasó por mi lado sin mostrar ningún interés. Se demoró más en Molly, llegando a emitir un gruñido pétreo, aunque se retiró pasado un momento y volvió a su puesto junto a la puerta.
Hice ademán de entrar pero Ramírez me tocó el brazo. Me detuve. Miró a Molly y sacó una tela negra de su cinturón.
—Tienes que estar de broma.
—Es el protocolo, Harry.
—Es sádico e innecesario.
Sacudió la cabeza.
—No es opcional. Toma. —Bajó la voz de tal modo que solo yo le oyera—. A mí tampoco me gusta. Pero si violas el protocolo ahora, sobre todo en un caso que tiene que ver con magia de control mental, será la única excusa que el merlín necesite para declarar los procedimientos potencialmente comprometidos. Dictaría una sentencia sumaria para la chica y nos pondría a ti y a mí en libertad condicional.
Apreté los dientes, Ramírez tenía razón. Recordé cuando me trajeron ante el Consejo por primera vez. Una cosa de aquella noche, más que cualquier otra, se me clavó en el recuerdo: el aroma de la capucha negra que me pusieron en la cabeza, en la cara. Olía levemente a polvo y antipolillas y no se filtraba ninguna luz por ella. Un rincón aterrado de mi cerebro había notado que mientras la capucha estaba en mi rostro yo no era una persona. Solo una criatura, una estadística, una potencial amenaza. Era mucho más fácil ordenar una pena de muerte cuando uno no tenía que mirar a la cara al condenado.
Cogí la capucha que me daba Ramírez y me volví hacia Molly.
—No tengas miedo —le dije en voz baja—. No voy a ninguna parte.
Me miró fijamente a los ojos, aterrada y tratando de parecer valiente. Tragó saliva y asintió antes de cerrar los ojos.
Eché una mirada resentida al interior del almacén. Entonces coloqué la capucha sobre el pelo rosa y azul de Molly y le cubrí su pálido rostro.
—¿Te vale? —le pregunté a Ramírez.
No era justo que le culpara de aquello, pero el tono de acusación en mi voz fue más fuerte de lo que había pretendido. Él apartó la vista y asintió con rostro avergonzado. Entonces abrió la puerta del almacén.
Cogí a Molly de la mano y la conduje dentro.