Capítulo 38

La tenue y mortecina luz de las paredes de las escaleras en espiral se arremolinaba ante mis ojos de manera muy desagradable, añadiendo náuseas y desorientación a mi sensación de movimiento. Debajo de mí oía la risa fuerte y burlona de Thomas mientras luchaba, junto con el ocasional disparo del arma de Murphy. Mi cuerpo dolorido me odiaba por obligarlo a subir las escaleras, especialmente las rodillas. Cualquier persona de mi tamaño era propensa a este tipo de cosas.

Pero no había nada que hacer al respecto, así que ignoré el dolor y continué. La mariposa de fuego de Lily mantenía mi ritmo y me iluminaba.

Tenía las piernas más largas que Charity y la alcancé cuando se acercaba a la parte superior de la escalera. Molly volvió a gritar. Transmitía puro terror, angustia y dolor. Sonaba muy cerca.

—¡Ya voy, nena! —exclamó su madre, jadeando. Estaba en muy buena forma, pero ningún programa de ejercicios incluye correr varias decenas de metros de escaleras de caracol con una armadura completa y un casco, además de un gran martillo y una espada. Sus piernas aminoraron el ritmo y se tambaleó un poco cuando llegó a la cima de la escalera y se encontró en una sala baja y pequeña que conducía a otro arco abierto. La luz fría de la noche de invierno, la de la luna en la nieve, brillaba a través de aquella entrada.

Me las arreglé para engancharla del brazo y detener su avance en el momento que una pesada puerta se cerró con tal fuerza que me castañetearon los dientes. Si no la hubiera detenido, la puerta la habría golpeado como un camión a toda velocidad. Recuperó el equilibrio y, mientras lo hacía, oímos el movimiento de un pesado cerrojo en la puerta. Charity la empujó con una mano sin conseguir moverla. Le dio una patada con sus gruesas botas y ni siquiera logró que vibrara un poco.

La chica volvió a gritar a escasa distancia, aunque la puerta cerrada amortiguaba el sonido. Aquella vez su grito fue más débil, más corto.

—¡Molly! —gritó Charity.

Introduje los dedos extendidos de mi mano izquierda en la puerta y fui inmediatamente consciente de la energía que fluía a través de ella para sellarla y otorgarle una fuerza irracional que la mantenía cerrada. Busqué un punto débil en la magia que agarraba la puerta con firmeza pero no encontré ninguno. El sortilegio aplicado sobre ella era, simplemente, impecable. Se extendía a través de la materia de la puerta de la misma manera que los cristales de hielo que se forman en una ventana, fríos y hermosos. Se trataba de la magia de Invierno, elaborada a partir del corazón de la tierra. No había manera de que yo pudiera desentrañar el arte sutil y complejo de las hadas.

Por otra parte no dejaba de ser magia de hadas. No tenía que ser sutil para contrarrestarla.

—Charity —espeté—. ¡Es obra de las hadas! ¡El martillo!

Me lanzó una mirada de comprensión y asintió con la cabeza.

—Apártese de la puerta.

Me apresuré a echarme hacia atrás, dejando espacio para que pivotara.

—Por favor —susurró Charity al plantar los pies en el suelo y preparar el arma—. Por favor, Padre. Por favor.

Cerró los ojos y respiró hondo, concentrándose en dar el golpe más potente que podía en aquel confinado pasillo. Echó el arma de nuevo hacia atrás, al estilo de un palo de golf, gritó y la arqueó en el aire dando un paso adelante.

Tal vez Charity era mucho más entusiasta de lo que pensaba. Tal vez aquel sortilegio en particular tenía una debilidad especial hacia el hierro frío. Tal vez no tenía nada que ver con la magia y Charity había aprovechado de alguna manera la fuerza a disposición de todas las madres cuando sus crías están en peligro. Demonios, tal vez Dios estaba de su lado.

Fuera lo que fuera, aquella puerta de hielo, firme, malévola y obstinada, se quebró y se hizo añicos como una delicada pieza de cristal a causa del golpe de su martillo. Los pedazos que quedaron eran del tamaño de granos de arena. La torre entera reaccionó a la potencia del golpe; el hielo negro del que estaba hecha pareció gemir y soltar un grito. El suelo literalmente se sacudió y tuve que agacharme para evitar caerme de espaldas escaleras abajo.

Oí a Charity tragarse un grito de dolor. Había roto la puerta ante nosotros, pero los hechizos que la surcaban habían contrarrestado el golpe hacia el martillo, y este también se había roto. Un pedazo de metal le había penetrado en la cadera y se alojaba en uno de los anillos de su cota de malla. Brillaba al rojo vivo y ella se lo quitó frenéticamente. Otras piezas de metralla del martillo habían golpeado las paredes de la torre, quemando el hielo negro y enviando una red de grietas de luz verde y blanca a lo largo de las paredes que nos rodeaban, como una especie de extraña infección.

El hielo negro se derretía por obra del acero al rojo vivo. La torre resonó otra vez como una bestia inmensa y agonizante.

Charity dejó caer el mango del martillo. Pude ver que su brazo derecho le colgaba inerte e inútil, pero aquello no le impidió desenvainar torpemente la espada con la mano izquierda. Me coloqué a su lado con el bastón agarrado con ambas manos y salimos juntos al parapeto de la torre de Arctis Tor.

El parapeto era enorme, de una treintena de metros de ancho, el doble que la torre debajo de nosotros. Era un jardín convencional, un jardín helado.

El hielo que cubría el parapeto formaba de alguna manera árboles y flores fantasmales. También había asientos de hielo aquí y allá. Una fuente congelada reinaba silenciosa en el centro, un hilo desnudo de agua se deslizaba desde la parte superior de una estatua tan cubierta de capas y capas de hielo que era difícil identificar sus detalles. Réplicas de rosales y sus espinas se repartían por el lugar, helados, fríos y hermosos.

Sobre la rama de un árbol se encaramaba un cardenal cuyo plumaje color rojo sangre era brillante a pesar de que el pájaro estaba inmóvil. Lo examiné un poco más de cerca y reparé en que estaba cubierto por una capa de hielo transparente. Era una escultura congelada, igual que el resto de aquel lugar. No muy lejos de él, entre algunas de las ramas de los árboles, se extendía una tela de araña. Su creadora estaba en el centro, también transformada en una escultura de hielo. Un vistazo rápido a mi alrededor me reveló otros seres encerrados en el hielo, y entonces me di cuenta de que aquel lugar no era un jardín.

Era una prisión.

Junto a la fuente estaba sentada una niña encantadora con un vestido bizantino y la mano entrelazada con la de un joven con un traje similar. No muy lejos de ellos, tres mujeres de los sidhe, la casta de Mab, la nobleza de las hadas, estaban espalda con espalda, con los hombros tocándose y formando un triángulo. Las tres bien podrían ser hermanas y cada uno de ellas tenía sus manos unidas a las de las otras. Las expresiones congeladas en sus rostros parecían decididas y asustadas.

La escultura de hielo de un árbol grueso de aspecto marchito sostenía a un hombre muerto y desnudo crucificado en sus ramas como una obra de arte grotesca. Unos nudos de hielo lo aguantaban allí y eran lo bastante transparentes para permitir ver la carne de sus manos y pies ennegrecidos, cuya oscuridad gangrenosa se extendía hacia arriba surcando las venas de brazos y piernas. El cabello le caía largo y sucio sobre el rostro del mismo modo que su cuerpo caía lánguido sobre sus ataduras, cubierto de capas de hielo cristalino.

Molly estaba sentada en la base de aquel mismo árbol. Su ropa ingeniosamente desgarrada había sido desgarrada de verdad y le colgaba en desgajados harapos. Su cabello color algodón de azúcar le caía en una masa inerte, despeinado y enredado. Se estremecía a causa del frío mientras sus ojos miraban a la nada. Su expresión parecía retorcida, como si estuviera haciendo un esfuerzo, y tenía la boca abierta. Necesité un minuto para darme cuenta de que no había dejado nunca de gritar. Se había dañado la garganta y ya no surgía ningún sonido de ella, pero aquello no le impedía intentarlo.

Charity hizo ademán de lanzarse hacia ella a toda prisa pero la detuve con una advertencia:

—Espere. No vamos a hacerle ningún bien si estamos muertos.

Apretó los dientes, pero me hizo caso y nos quedamos quietos un momento mientras yo hacía un barrido visual del resto del parapeto. Un movimiento entre las sombras de detrás del árbol del crucificado llamó mi atención y eché mano al mango de mi vara, que sobresalía de mi mochila de nailon. Saqué la herramienta mágica y la preparé con un esfuerzo de voluntad. Un fuego rojo y blanco resplandeció de repente en la punta.

—Allí. Detrás del árbol —dije.

Una voz profunda dejó escapar una risa ronca.

A continuación, el espantapájaros apareció de entre la oscuridad.

Aquella cosa no era un traedor, no cambiaba de forma ni creaba una imagen o una ilusión. No era una máscara sombría sobre una forma amorfa ni ningún sortilegio alteraba su apariencia de tal modo que el ungüento me permitiera ver su verdadero ser. Era una criatura completa, independiente. A menos que fuera un traedor tan viejo y fuerte que pudiera transformarse de verdad en el espantapájaros, no solo en apariencia.

La llama roja brillaba en la cabeza de calabaza tallada. Sus miembros, largas e intrincadas vides tan gruesas como mi muñeca, estaban vestidos con harapos rasgados de color negro que más bien parecían un manto fúnebre que los desechos de un granjero. Sus largos brazos pendían casi hasta el suelo y uno de ellos se extendía hacia Molly. Al final del brazo, las vides se dividían en decenas de esbeltos y flexibles alambres y el espantapájaros los tenía envueltos alrededor de la garganta de la chica y los estaba deslizando entre sus cabellos.

Nos quedamos en silencio el uno frente al otro durante un tiempo. El viento gemía sobre nosotros en alguna parte, no muy por encima del parapeto. Los sonidos de silbidos y gritos de traedores sonaban apocados, como si estuvieran a una gran distancia. Thomas y Murphy continuaban defendiendo la puerta.

Di varios pasos hacia un lado y le brindé al espantapájaros una pequeña sonrisa.

—Hola —dije—, ¿quién demonios eres?

—Aquel que ha servido a la reina del Aire y la Oscuridad desde mucho antes de lo que los de tu clase puedan recordar —respondió—. El que ha destruido a cientos como tú.

—¿Sabes qué, capitán Kudzu? —pregunté—. No estoy aquí para jugar contigo a las adivinanzas. Entrégame a la chica.

El rostro de la extraña criatura se retorció en lo que podría ser una mueca divertida.

—Y si no lo hago, ¿qué sucedería?

No estaba del todo seguro de si la cosa estaba realmente citando a Shakespeare, pero aquello no significaba que yo no pudiera hacerlo.

—Una lucha sangrienta —me lancé a decir con mi mejor dicción shakesperiana—. Porque aun cuando escondierais a la chica, incluso en vuestro corazón, allí rastrillaría en su busca.

Tal vez el espantapájaros no era un fanático de Shakespeare. La luz escarlata en sus ojos centelleó con rabia.

—Hombrecillo, si te acercas otro centímetro le aplastaré su tierno cuello.

—Una actitud desaconsejable —dije, y levanté mi vara a la altura del monstruo—. Porque ella es la única cosa que te mantiene ahora con vida.

—No te tengo miedo, mago —dijo el espantapájaros. La criatura entornó los ojos y los fijó en mí con una enorme intensidad. Tal vez estaba preparando las defensas que habían arruinado mis hechizos la primera vez que nos encontramos—. Invoca tu fuego, si es que crees que va a sobrevivir al corazón de Invierno. Te servirá de tan poco contra mí como la última vez.

—¿Crees que me presentaría al segundo asalto sin estar preparado para terminar lo que empecé? —le pregunté. Di un par de pasos laterales—. El Consejo está en camino —dije—. Estoy aquí para hacerte una oferta antes de que todo se derrumbe. Entrégame a la chica y dame tu palabra de que no te acercarás más a ella y te dejaré vivir.

El espantapájaros soltó una carcajada burlona.

—Disfrutaré matándote, mortal.

Di unos pocos pasos más y me afiancé en el suelo antes de alzar mi vara y mi bastón. El espantapájaros respondió a aquello agachándose. Sus ojos brillaban más si cabe.

Debía tener cuidado. Si lo asustaba demasiado, mataría a Molly antes de terminar conmigo.

—¿Sabes cuál es tu problema? —le pregunté.

Me miró un segundo sin comprender.

—¿Cuál?

Le mostré mis dientes en una sonrisa lobuna.

—Infravaloras a la gente.

Mientras yo llamaba la atención y atraía la mirada del espantapájaros, Charity había dado la vuelta para colocarse detrás de él, silenciosa como el humo. Alzó su espada y la bajó hacia el apéndice que sostenía a su hija. La hoja de acero siseó, resplandeció y surcó el aire seccionando la extremidad que agarraba a Molly.

El espantapájaros giró la cabeza con un repentino aullido de rabia. El cuerpo de Molly se agitó de puro pánico cuando el miembro cortado continuó apretándole la garganta. Levanté mi bastón y grité:

¡Forzare!

Una fuerza invisible cogió a Molly con toda la suavidad que me fue posible y la hizo revolotear unos centímetros fuera del alcance de la criatura. Cuando la moví, su grueso brazo bajó justo hacia donde había estado la chica un momento antes.

El espantapájaros se giró para agarrar a Molly, pero Charity y su acero resplandeciente se interpusieron en su camino. Sus ojos eran duros y fríos como el hielo negro de Arctis Tor. Miró a la cosa fijamente.

—No vas a volver a tocar a mi hija —espetó.

La criatura rugió de furia y se abalanzó sobre la mujer. Agité en el aire mi vara.

—¡Fuego! —grité.

Una llama en forma de lanza, tan gruesa como mi muñeca, salió despedida de la punta de mi vara y murió a un metro de ella; la energía ardiente del golpe mágico fue tragada por un insondable océano de poder frío, muy frío. Tenía la esperanza de acertar el tiro si el espantapájaros estaba distraído, pero ya había decidido cuál sería el siguiente paso que daría.

Me metí la vara en el cinturón, apunté con el bastón a la tierra bajo los pies de la criatura y grité:

¡Forzare!

Una fuerza invisible se desató y golpeó el hielo negro de debajo del espantapájaros como un rodillo. Levantó a la criatura cuatro metros en el aire dando vueltas. Unos pedazos de hielo mortales volaron en todas direcciones. A medida que la energía del hechizo salía de mí, comencé a tambalearme y casi pierdo el equilibrio. Mi visión se nubló durante un segundo o dos por pura extenuación. Estaba forzando mucho y durante demasiado tiempo, sin siquiera descansar. La magia que había usado agotó mis reservas por completo. El cuerpo humano tiene límites que no pueden ser superados, y yo había alcanzado el mío.

Charity se lanzó hacia delante antes de que el espantapájaros pudiera levantarse. Su espada bajó con una brutalidad elemental, y la sangre del monstruo y su piel de textura de madera chisporrotearon bajo su hoja. Sin embargo, no lo mató.

El espantapájaros recuperó la verticalidad y le lanzó un brazo a Charity. Ella levantó la espada para esquivarlo. El frío hierro mordió la carne de hada provocando otra explosión de llamas brillantes y líquidas. La criatura gritó, un sonido más alto al de cualquier cosa viva que había oído, y dio un manotazo en el brazo derecho inerte de Charity. El impacto arrancó de ella un gruñido de dolor y la envió varios metros en el aire, pero el espantapájaros pagó por ello. Al establecer contacto con la cota de malla de la mujer volvió a quemarse y sus furiosos aullidos se redoblaron.

Levantó un pie para pisar a Molly, para aplastarla como una lata de aluminio, indefensa y derribada en el suelo como estaba.

Era la clase de cosa que alentaba niveles suicidas de caballerosidad en mí. Corrí en pos del espantapájaros, al tiempo que me deshacía de mi vara. Cogí mi bastón con ambas manos, como un saltador de pértiga, y me lancé en el aire buscando con los pies la espalda de la criatura. Golpeé a la cosa con una fuerza considerable, pero estaba muy cansado para ser tan preciso como desearía. El golpe solo desequilibró a la criatura y yo salí rebotado y caí en la superficie helada del parapeto.

Sin embargo, conseguí ganar algo de tiempo para que Charity se pusiera en pie y cargara con su espada, apartando así la atención del espantapájaros de su hija.

Antes de ponerme en pie, el monstruo me lanzó una especie de patada torpe y desequilibrada. Alcanzó su destino con apenas una pequeña parte de la fuerza que pretendía. Incluso así, fue suficiente para mandarme rodando tres metros y romperme alguna costilla. El dolor me recorrió todo el cuerpo y de repente me sentí incapaz de coger suficiente aire por los pulmones.

El espantapájaros alargó un brazo hacia Charity y unas vides de aspecto viscoso salieron disparadas de los extremos de sus brazos, recorrieron los tres metros que los separaban como un relámpago y atraparon la muñeca de la mano donde tenía la espada. Las vides se tensionaron y el diabólico ser sacudió con violencia a Charity. Ella gritó y la espada se escapó de entre sus dedos. Otras vides se ocuparon de su garganta y la criatura la levantó en el aire con facilidad. Sus heridas se estaban ya cerrando, reconstruyendo. Cogió a Molly en su otra mano y también la levantó, sosteniendo a ambas cara a cara. Había un ansia maliciosa en la mirada de la criatura.

—Mira —le murmuró a Charity, que luchaba de manera infructuosa—. Mírala. Observa cómo muere tu hija.

Los ojos de Charity se abrieron aterrados. Su rostro se tornó escarlata. Molly, entretanto, parecía inerte, con el rostro oscurecido, como si se estuviera ahogando.

—No queda mucho —ronroneó el espantapájaros—. No hay nada que puedas hacer para ayudarla, mujer mortal. Nada que puedas hacer para detenerme.

Era un traedor. Estaba seguro de ello, una criatura a la que se le había concedido talento o poder suficiente pera exceder su estatus anterior, para convertirse en la figura corpórea del icono del miedo que los mortales llamaban el espantapájaros. Por eso atormentaba a Molly y a su madre, para alimentarse de su terror.

Miré la escena atontado, mientras mi mente le buscaba algo de lógica a aquello y mis pulmones seguían intentando inhalar una honda bocanada de oxígeno. Busqué en mi interior energía suficiente para hacer algo para ayudar, cualquier cosa.

No me quedaba.

Permanecí allí tendido, demasiado exhausto para sentir miedo, para sentir odio, para sentir rabia. Era lo único que podía hacer para evitar bajar la cabeza y dormirme. Sin voluntad ni emoción que inyectar en mis hechizos, casi sería mejor que fuera una más de las esculturas heladas del jardín-prisión de Mab.

Charity comenzó a patear frenética e inútilmente. El espantapájaros siguió ronroneando y creí ver a la maldita cosa crecer unos centímetros. La mariposa incendiaria de Lily revoloteó alrededor de mi cabeza, oscureciendo mi visión durante un segundo.

Y de repente lo pillé. Una perezosa esperanza surgió dentro de mí.

El traedor extraía su poder del miedo.

Y yo no tenía ninguno. Estaba demasiado cansando para tenerlo.

Por eso le había dado tal paliza al traedor del hotel. Dos minutos antes de enfrentarme a él, reuní todo mi miedo y lo lancé con aquel hechizo de seguimiento. Cuando me enfrenté a la cosa en el pasillo oscuro solo estaba enfadado. Sin poder jugar con mi miedo, el traedor no tenía poder para alterar mi magia y me fue fácil batearlo como a una bola de softball.

Igualmente, cuando decapité al traedor Bucky tampoco sentía ningún miedo. Todo sucedió muy deprisa. Reaccioné por puro reflejo, antes de que cualquier molesto pensamiento o emoción pudiera influir en el asunto. No tuve tiempo de sentir miedo y por eso logré eliminar al monstruo.

Nunca me hubiera dado cuenta de la debilidad en la defensa de los traedores si no hubiera llegado al límite de mis fuerzas; a la única cosa que debía temer era al propio miedo. De repente supe que podía cargarme a aquel idiota si reunía suficiente poder para otro hechizo. Ya lo había hecho dos veces. A la tercera va la vencida.

La mariposa danzó salvaje en el aire delante de mí.

La miré durante un segundo, dándome cuenta poco a poco de lo que pretendía decirme. Y entonces me eché a reír débilmente.

—Lily, manipuladora, tramposa y maravillosa.

Me vi de pie, con los brazos extendidos a los lados y el rostro mirando a la enorme luna plateada. La luz del sol parecía emanar de mi ser y me envolvía en fuegos danzantes que ondeaban su desafío a Invierno. El mismísimo Arctis Tor, la fortaleza de hielo negro, gruñó en señal de protesta por la intensidad de la luz.

Bajé la cabeza y vi a la criatura mirándome con enorme perplejidad. Sus dedos de vid se habían abierto y Molly y Charity yacían moviéndose débilmente a sus pies.

—No puedes hacer eso —dijo el traedor sorprendido—. Tú… No es posible.

Extendí una mano, susurré una palabra y mi vara voló desde el suelo donde la había soltado hasta mi mano. Sus inscripciones talladas cobraron vida cuando se manifestó el enorme calor de miles de julios de potencia, dispuesto a liberarse.

—¿Te gustan los malos de película, verdad? —Alcé la vara al tiempo que el fuego de Verano recorría mi brazo extendido.

—¿Has visto esta? —ronroneé con los labios apretados.

Las inscripciones en la vara centellearon con una luz dorada y escarlata.

—¿Qué tal un poco de fuego, espantapájaros?