Capítulo 22

Mientras Murphy y yo caminábamos por el hotel, abrí un bote de plastilina azul. Pegué varios trocitos en las esquinas de las intersecciones y en las salidas exteriores, sobre las molduras de las puertas, dentro de las macetas, en los receptáculos de los extintores y en cualquier lugar donde no fuera fácil de detectar o rápidamente visible. Me aseguré de poner mucha en pequeños recovecos de los pasillos más usados de la convención, en especial en las salas donde estaba programada la emisión de películas aquella noche.

—¿Me explicas otra vez qué estamos haciendo? —preguntó Murphy.

—Preparando un hechizo —dije.

—Con plastilina.

—Sí.

Me miró de soslayo.

Agité el bote con la mayoría del material original todavía dentro y se lo mostré.

—Los pequeños pedazos que he ido dejando por todas partes son partes de esta pieza. ¿Lo ves?

—Todavía no —dijo.

—Solían ser una pieza única. Por eso, incluso cuando están separados, siguen teniendo una conexión taumatúrgica con el original —le dije—. Significa que podré usar la pieza grande para conectar con las pequeñas.

—¿A esto te referías con una red?

—Sí. Podré… —Giré la cara, buscando las palabras para explicarlo—. Puedo extender la energía a las piezas pequeñas. Lo prepararé de tal modo que si uno de los pequeños pedazos detecta una alteración de las energías, seré capaz de sentirlo a través del pedazo grande.

—Como un… sismógrafo, más o menos —dijo Murphy.

—Sí —dije—. Y usamos plastilina azul porque es el color apropiado para la defensa.

Arqueó una ceja.

—¿El color importa realmente?

—Sí —afirmé, luego pensé en ello un segundo—. Bueno, es probable que no. Pero para mí sí.

—¿Eh?

—Gran parte del uso de la magia está ligado a tus emociones, a lo que crees verdadero. Cuando era joven aprendí muchas cosas, por ejemplo el papel de los colores en los hechizos. El verde para la prosperidad y la fertilidad, el rojo para la pasión y la energía, el blanco para la pureza, el negro para la venganza y así sucesivamente. Pudiera ser que el color no importara en absoluto, pero si deseo que el hechizo funcione por el mero hecho de usar tal o cual color, entonces se convierte en una circunstancia importante. Si no creo en ello el hechizo nunca funcionará.

—¿Cómo la pluma mágica de Dumbo? —preguntó Murphy—. Lo que importaba realmente era la confianza que tenía en ella.

—Sí —dije—. La pluma era solo un símbolo, pero era un símbolo importante.

Levanté el bote.

—Entonces uso el azul, porque así no tengo que hacer mucha introspección y no introduzco nuevas dudas en una situación de crisis. Y porque era barato en el Wal-Mart.

Murphy se echó a reír.

—¿Wal-Mart, eh?

—No se gana mucho siendo mago —dije—. Te sorprendería la de cosas que compro en Wal-Mart. —Comprobé la hora en un reloj de la pared—. Nos quedan dos horas hasta que pongan la primera película.

Asintió.

—¿Qué necesitas?

—Un espacio tranquilo para trabajar —dije—. De al menos dos metros de largo. Mientras más privado y seguro, mejor. Debo asumir que el malo sabe que estoy por aquí, en alguna parte. No quiero que me claven un machete en la espalda mientras estoy ocupado con el hechizo.

—¿Cuánto tiempo necesitas para prepararlo?

Me encogí de hombros.

—Veinte minutos, más o menos. Lo que realmente me preocupa es…

—¡Señor Dresden! —gritó una voz desde el otro lado del concurrido pasillo de la convención. Al levantar la vista vi a Sandra Marling abriéndose paso a toda velocidad entre la gente para llegar hasta mí. La presidenta de la convención parecía exhausta y demasiado nerviosa para estar despierta, y menos aún para seguir en pie y abriéndose camino educadamente entre la multitud. Sin embargo, eso era lo que estaba haciendo. Llevaba la misma camiseta negra con el logo rojo de ¡SplatterCon!, y me jugaría el cuello a que era la misma de la noche antes.

—Señorita Marling —dije saludando con la cabeza cuando se aproximó—. Buenas tardes.

Sacudió la cabeza preocupada.

—Soy un… esto es un… no sé a quién acudir… —Le fallaron las palabras y comenzó a temblar por los nervios y la preocupación.

Murphy y yo nos miramos extrañados.

—Sandra, ¿qué sucede?

—Se trata de Molly —dijo.

Me estremecí.

—¿Qué le pasa?

—Vino desde el hospital hace un par de horas. La policía se puso a hablar con ella y creo que no se la ha vuelto a ver desde entonces, ninguno de los oficiales con los que he hablado sabe dónde está. Creo…

—Sandra —le dije—. Respire hondo. Cálmese. ¿Sabe dónde está Molly?

La mujer cerró los ojos y negó con la cabeza, mientras trataba de controlarse, bajando la voz varios tonos.

—Siguen… interrogándola… ¿no? ¿No es eso lo que dicen cuándo tratan de asustarte y no paran de hacerte preguntas?

Entorné los ojos.

—Sí —dije—. ¿Estaba arrestada?

Sandra negó bruscamente con la cabeza.

—No lo creo. No la esposaron ni le leyeron la tarjetita esa ni nada. ¿Pueden hacer esas cosas? ¿Arrastrarla a una habitación así como así?

—Ya lo veremos —dije—. ¿Qué habitación?

—Está en la otra ala, es la segunda puerta de la derecha —dijo.

Asentí, me quité la mochila de la espalda y saqué un pequeño cuaderno. Escribí algunos números de teléfono y nombres en una hoja y se la di a Sandra.

—Llame a estas dos personas.

Se quedó mirando el papel.

—¿Y qué les digo?

—La verdad. Dígales lo que pasa y que Harry Dresden ha dicho que tienen que venir aquí inmediatamente.

Sandra siguió mirando el papel.

—¿Qué va a hacer usted?

—Oh, ya sabe. Lo de siempre —dije—. Haga esas llamadas.

—Te alcanzaré en un minuto —dijo Murphy.

Asentí, me volví a poner la mochila, le hice un gesto a Ratón y eché a andar con largos pasos decididos hacia el grupo de reporteros que había empezado a disolverse al terminar las declaraciones oficiales a la prensa. Mi perro se adaptó a mi paso justo en el momento en el que vi a Lydia Stern rezagada entre la multitud.

Lydia Stern era una mujer formidable, reportera de Arcano, un periódico amarillista con sede fuera de Chicago que trataba de informar sobre el mundo de lo sobrenatural. A veces se las apañaban para acercarse a la verdad, pero muy a menudo publicaban historias con titulares como: «Nace bebé lagarto en un parque de caravanas» o «Bigfoot y el Chupacabras, la alianza diabólica». En general, las historias eran divertidas y bastante inofensivas, pero de vez en cuando alguien se tropezaba con algo extraño a la vez que real y lo publicaba en el periódico. Susan Rodríguez fue una reportera puntera de Arcano hasta que se topó con la historia equivocada. Ahora vivía en algún lugar de Sudamérica, donde luchaba por impedir que una infección en su alma la convirtiera en miembro de la Corte Roja. Ella y sus colegas medio vampiros batallaban allí contra los vampiros que trataban de reclutarles.

Cuando Lydia Stern sustituyó a Susan en su trabajo hace un par de años, el modo de informar del periódico cambió de ángulo. Lydia había investigado sucesos extraños que luego quiso saber por qué las instituciones adecuadas habían ignorado. La mujer tenía un mordaz intelecto y un penetrante ingenio que empleaba con libertad y considerable garbo en sus escritos. No tenía miedo de desafiar a nadie en sus artículos, desde una unidad de control de animales de una ciudad pequeña hasta el propio FBI.

Era una lástima que trabajara en un periodicucho como Arcano en lugar de en uno respetable de Washington o Nueva York. La nominarían al Pulitzer en menos de cinco años. Los oficiales de la ciudad que tenían que lidiar con los casos en los que me metía habían desarrollado una habilidad casi sobrenatural para desaparecer cuando ella estaba cerca. Ninguno de ellos quería ser la siguiente persona a la que Lydia Stern destripara en sus artículos. Se estaba ganando una reputación de investigadora terrorífica.

—Señorita Stern —dije en voz baja y grave—. Me preguntaba si podría dedicarme unos minutos.

El terror de Arcano se giró para ponerse delante de mí, y su cara se partió en una sonrisa de querubín. Medía poco más de metro y medio, tenía una constitución saludable y antepasados asiáticos. Su sonrisa era brillante, las gafas gruesas, el pelo negro y rizado y llevaba una chaqueta vaquera sobre una camiseta del grupo Queensryche. Sus zapatillas de tenis llevaban lazos rosas.

—Harry Dresden —dijo. Su tono era burbujeante, como si se quedara sin aliento por momentos. Era una de esas personas que parecen estar siempre a punto de echarse a reír a carcajadas—. Ajá. Sabía que esto olía bien.

—Podría ser —dije. Nunca había sido muy directo con Lydia. No funcionó muy bien con otros periodistas en el pasado. Cada vez que hablaba con ella, pequeñas dagas de culpabilidad se clavaban en mí, recordatorios de que cualquier palabra descuidada podría meterla en problemas. A pesar de ello, nos llevábamos bien y nunca le había mentido. No me había molestado siquiera en intentarlo—. ¿Está ocupada?

Señaló con un gesto la bolsa que le colgaba del hombro.

—He hecho grabaciones y quiero pasar algunas notas. —Ladeó un poco la cabeza—. ¿Por qué lo pregunta?

—Necesito de su ayuda para asustar a unos tipos —dijo.

Los hoyuelos en sus mejillas se ahondaron.

—¿Eh?

—Sí —dije—. Hágalo por mí. Le concederé diez minutos para comentarle algo de este tema. —Giré la mano en el aire señalando el hotel—. En cuanto tenga algo de tiempo libre.

Se le pusieron los ojos brillantes.

—Hecho —dijo—. ¿Qué tengo que hacer?

—Merodear por una puerta y… —sonreí— ser usted misma.

—Bien, eso puedo hacerlo. —Asintió, sus rizos se agitaron y me siguió a la sala donde estaban interrogando a la hija de mi amigo.

Abrí la puerta como si el lugar me perteneciera y entré.

La sala no era grande, quizás del tamaño de una clase de primaria. Al fondo había una plataforma de unos treinta centímetros de alto con varias sillas detrás de una larga mesa y más sillas de cara a ella. Un cartel, ahora tirado en el suelo detrás de la puerta, anunciaba que en la sala tendría lugar algo llamado «filking» entre el mediodía y las cinco de la tarde de hoy. Esa palabra sonaba sospechosamente a alguna actividad relacionada con huevas de salmones o a una discusión sobre la reproducción de los mamíferos. Decidí que probablemente era una de esas muchas cosas que era más feliz no sabiendo.

Greene se hallaba de pie sobre la plataforma con los brazos cruzados y una expresión amarga en la cara. Molly estaba sentada en la primera fila de sillas, con la misma ropa de la noche anterior. Parecía cansada. Había estado llorando.

A su lado había un hombre de constitución y estatura normales, con el pelo castaño peinado lo justo para estar a la moda. Llevaba un traje gris y su importancia perdía enteros por culpa de la corbata negra con la imagen de Marvin el marciano que le colgaba del cuello. Lo reconocí. Era Rick, el ex de Murphy. Estaba de pie delante de Molly dándole un vaso de agua: el poli bueno en la habitual ecuación de los interrogatorios. Lo cual significaba que estaba allí desempeñando su trabajo. El agente Rick.

—Disculpe —dijo Greene sin mirarme—. Esta sala no está abierta al público.

—¿Ah, no? —dije, pasándome de listo—. Tío, yo también he venido en busca de una buena tarde de filking.

Molly levantó la vista y sus ojos se abrieron como platos al sentir una repentina esperanza al reconocerme.

—¡Harry!

—Hola, pequeña —le dije, y caminé hacia el fondo de la sala con Ratón a la zaga. El perro fue directo hacia Molly, meneando la cola y pidiendo afecto sutilmente colocando su ancho hocico debajo de sus manos cruzadas. A Molly se le escapó una risilla y se agachó a abrazar al perro y hablarle del mismo modo que a sus hermanos pequeños.

Greene se giró para dedicarme una mirada reprobatoria. Pasado un momento el agente Rick lo imitó.

—Dresden —dijo Greene en tono perentorio—. Está interfiriendo en una investigación. Salga.

Lo ignoré para seguir hablando con Molly.

—¿Cómo está Rosie?

Dejó la mejilla sobre la cabezota de Ratón y dijo:

—Inconsciente. Estaba muy nerviosa por la noticia y los médicos le dieron algo para dormir. Tenían miedo de que perdiera los nervios y le hiciera daño al bebé.

—Dresden —bufó Greene.

—Es lo mejor para ella en estos momentos —le dije a Molly—. Se lo tomará mejor cuando descanse un poco.

Asintió.

—Eso espero —dijo.

Greene escupió una maldición y echó mano de la radio, seguramente para llamar a sus matones.

Greene era un capullo.

Tal vez me estaba pasando con los hechizos, pero murmuré algo por lo bajo y, con un leve esfuerzo de voluntad, la radio comenzó a echar chispas y luego una pequeña columna de humo. Greene comenzó a maldecir mientras intentaba hacer funcionar aquella cosa.

—Maldita sea, Dresden —bufó—. Salga antes de que lo haga mandar a comisaría.

Continué ignorándolo.

—Hola, Rick. ¿Qué tal fue la boda?

—Se acabó —dijo Greene.

Rick frunció los labios y extendió una mano hacia Greene en un gesto para aplacarlo.

—Todo el mundo sobrevivió —respondió el agente Rick estudiándome con una expresión uniforme al tiempo que su mirada fluctuaba entre Molly y yo—. Harry, estamos trabajando. Deberías irte.

—¿Sí? —pregunté. Me dejé caer en la silla junto a Molly y le sonreí—. Creo que tal vez no. Es decir, yo también estoy trabajando. Soy asesor.

—Está obstruyendo una investigación, Dresden —bramó Greene—. Haré que pierda su trabajo en la ciudad y su licencia de investigador. Demonios, incluso voy a hacer que lo encierren un mes o dos.

—No hará tal cosa.

—Lo que tú digas, tipo duro —dijo Greene, y se dirigió a la puerta.

Molly lo tomó como una señal para levantarse.

—Siéntate —dijo Greene sin andarse con chiquitas—. No has terminado todavía.

Molly vaciló un momento y luego se volvió a sentar.

—Greene, Greene, Greene —dije—. Se te escapa algo.

Hizo una pausa. El agente Rick me observaba atento.

—Verá, la señorita Carpenter puede ir a donde le dé la real gana.

—No hasta que haya respondido a algunas preguntas —dijo.

Imité el sonido propio de una respuesta incorrecta en un concurso.

—Mal. Este es un país libre. Puede irse y no hay nada que pueda hacer al respecto. A no ser que quiera arrestarla. —Le sonreí un poco más—. No la ha arrestado, ¿verdad?

Molly observaba la conversación con el rabillo del ojo, muy quieta y con la cabeza gacha.

—La estamos interrogando sobre una investigación en curso —dijo Rick.

—¿Sí? Entonces, ¿quién de los dos tiene la citación a mano?

Ninguno la tenía, por supuesto. No dijeron nada.

—¿Ve? Es usted quien se ha pillado los dedos, Greene. No tiene nada de qué acusar a la joven. No tiene una orden judicial. No la ha arrestado. Así que lo que decida contarle es un asunto que le concierne solo a ella.

Molly parpadeó.

—¿Es así?

Me puse una mano en el pecho e imité una expresión de sorpresa.

—¡Greene! No me lo puedo creer. ¿Le ha mentido a esta joven para asustarla y hacerle creer que estaba arrestada?

—No le he mentido —bufó el sargento.

—Dejó que lo creyera —dije asintiendo—. Claro, claro. No es culpa de usted si ella lo interpretó mal. Bueno, rebobinemos la cinta y veamos dónde está el error. —Hice una pausa—. ¿Estáis grabando esto, verdad? Estará todo grabado y bajo control…

Greene me miró como si quisiera darme una patada en las pelotas y sacármelas por la garganta.

—Son solo especulaciones. Salga de aquí o como investigador jefe haré que lo echen del hotel.

—¿Eso es una amenaza? —le pregunté.

—Créame.

Hice el teatrillo de que me frotaba la boca.

—Estoy teniendo un dilema moral. Porque si me hace eso, entonces… demonios, tal vez la prensa averigüe que está echando a asesores profesionales con un historial positivo para la ciudad. —Me incorporé hacia delante para quitarle importancia—. Oh. Y podrían enterarse de que está interrogando ilegalmente a una menor.

Greene se me quedó mirando, sorprendido. Incluso el agente Rick arqueó una ceja.

—¿Qué?

—Una menor —repetí—. Es decir, alguien que no puede dar consentimiento legal por su propia cuenta. Me tomé la libertad de hacer llamar a sus padres. Estoy seguro de que ellos y su abogado tendrán muchas preguntas que hacerle.

—Eso es chantaje —dijo Greene.

—No, es seguir un proceso —contesté—. Ha sido usted el que ha intentado dar un rodeo por el sendero de la ley.

Greene me gruñó y dijo:

—Puede decir todo lo que quiera, pero no tiene pruebas.

Las mejillas me dolían de tanto sonreír, así que solté una carcajada.

La puerta, que no había estado nunca cerrada del todo, se abrió en el momento oportuno. Lydia Stern estaba detrás, con su identificación de la prensa alrededor del cuello y una grabadora de cintas pequeñas en la mano, sostenida en alto para que Greene la viera claramente.

—Entonces, detective —preguntó la mujer—, ¿puede explicar por qué para realizar su investigación está interrogando a una menor sin el consentimiento de sus padres? ¿Es sospechosa del crimen? ¿O testigo de alguno de los sucesos? ¿Y qué hay de esos rumores de no cooperación entre departamentos que aminoran el ritmo de la investigación?

Greene miró fijamente a la reportera y luego al agente Rick.

Rick se encogió de hombros.

—Le he pillado. Se ha arriesgado. No ha salido bien.

Greene escupió una palabra que una figura de la autoridad no debería decir delante de una menor y salió de allí como una exhalación. Lydia Stern me guiñó un ojo, luego se giró sobre sus tobillos y lo siguió con la grabadora en ristre, ametrallándolo con una serie de preguntas cuyas respuestas solo servirían para hacerle parecer un idiota.

Rick lo vio irse y negó con la cabeza.

—¿De qué va esto? —me preguntó.

—La chica es hija de un amigo —dije—. Solo estoy cuidándola.

Asintió ligeramente.

—Entiendo. Greene está bajo mucha presión. Siento que te tratara así.

—Rick —dije en un tono paciente—. No soy una adolescente. No trates de dártelas de poli bueno conmigo.

Su educada e interesada expresión se desvaneció enseguida para pasar en un segundo a una rápida e infantil sonrisa. Entonces se encogió de hombros y dijo:

—Merecía la pena intentarlo.

Bufé.

—Sabes que va a conseguir la citación. Es cuestión de pasar por los diferentes canales.

Me levanté.

—Ese no es mi problema. Se lo dejaré al abogado de los Carpenter.

—Ya veo —dijo—. Es verdad que estás interfiriendo en la investigación. Greene va a probarlo.

—Vamos, agente. Estoy protegiendo a una menor. La unión de libertades civiles se tragaría este asunto sin masticar. —Negué con la cabeza—. Además, lo que hacéis está mal. Asustar a una niña… demonios, tío, eso es rastrero.

Una pizca de rabia se paseó por la expresión del agente Rick.

—Dresden, sé que no tienes permiso para llevar un arma oculta. ¿Quieres que te convierta en sospechoso de llevar una y te registre?

Ups. Me puse nervioso al pensar en el revólver de mi mochila. Si el agente Rick quisiera convertirlo en un problema, podría meterme en un lío, pero no quería que él lo supiera. Traté de espantar la sospecha con un encogimiento de hombros.

—¿Y cómo va a ayudar eso a detener al asesino antes de que vuelva a actuar?

Rick echó la cabeza hacia un lado y se puso ceñudo. Maldita sea. Tengo que mejorar mi cara de póquer. Me miró de arriba abajo buscando lugares posibles donde podría haber guardado el arma.

—Es irrelevante —contestó—. Si estás incumpliendo la ley, estás incumpliendo la ley.

Desde la puerta se oyó un suspiro impaciente, y entonces Murphy dijo:

—¿Te mataría dejar de ser un gilipollas durante cinco minutos, Rick?

No me había dado cuenta de su llegada, y a juzgar por la expresión de Rick, él tampoco.

—Dresden es un asesor de Investigaciones Especiales que también está trabajando en el caso. No tenemos tiempo de meternos en un debate sobre quién fastidia a quién. Hay gente en peligro. Tenemos que trabajar juntos.

Rick la miró con rabia, luego dominó su temperamento y se encogió de hombros.

—Puede que tengas razón. Pero Dresden, quiero que consideres la idea de marcharte por tu propia voluntad. Si sigues interfiriendo, te arrestaré y te arrojaré a un calabozo al menos veinticuatro horas.

—No —dijo Murphy entrando en la sala—. No vas a hacer tal cosa.

Su ex la miró con los ojos entornados.

—Maldita sea, Karrin. ¿No sabes cuándo parar, verdad?

—Por supuesto que lo sé —dijo echando la mandíbula hacia delante—: Nunca.

El agente Rick sacudió la cabeza. Murphy suspiró.

—¿Está usted bien, señorita? —le preguntó a Molly.

La chica asintió algo atontada.

—Sí. Solo cansada.

Un momento después, Sandra Marling se apresuró a entrar, nos miró a todos y se acercó a darle un abrazo a Molly. La chica le devolvió con fuerza el abrazo.

—¿Ha contactado con ellos? —le pregunté a Sandra.

—Sí, la señora Carpenter viene de camino.

Molly se estremeció.

—Bien —dije—. ¿Puede quedarse con Molly hasta que llegue?

—Por supuesto.

Asentí.

—Pequeña, las cosas se están poniendo muy complicadas. Quiero que vayas con tu madre, ¿de acuerdo? —le dije a Molly.

Ella asintió, lentamente, sin alzar la vista.

Suspiré y me levanté de la silla.

—Bien.

Regresé al pasillo del hotel, flanqueado por Murphy y Ratón.

—Un buen tipo, Rick —comenté—. Tal vez algo manipulador.

—Solo un pelín —dijo Murphy—. ¿Qué ha pasado?

Se lo conté.

Soltó una carcajada maliciosa.

—Ojalá hubiera visto la cara que pusieron.

—La próxima vez haré fotos.

Asintió.

—¿Entonces qué hacemos ahora?

—Eh, estamos en un hotel —bromeé levantando las cejas—. Cojamos una habitación.

En circunstancias apacibles, estoy seguro de que no habría habitaciones disponibles. Sin embargo, era obvio que las circunstancias distaban de ser apacibles. Se había producido una pequeña avalancha de cancelaciones y salidas tempranas del hotel, lo que demostraba que la gente a veces tenía buen juicio. La convención había doblado el número de asistentes; sin embargo, aquello no significaba que quisieran quedarse allí a dormir.

Había una habitación disponible en la quinta planta. Pagué una tarifa adicional para que dejaran quedarse a Ratón e hicimos el check-in.

No había nadie más en el ascensor y subimos en mitad de un silencio que acabó por resultar tenso. Cambié el peso de una pierna a otra y jugueteé con una de las dos tarjetas de plástico que nos había dado el recepcionista. Me aclaré la garganta.

—Aquí estamos —dije—. Subiendo a una habitación de hotel.

Las mejillas de Murphy se pusieron rosadas.

—Eres un cerdo, Dresden.

—Eh, no te he insinuado nada. Lo has pensado tú solita.

Puso los ojos en blanco y sonrió un poco.

Vi cómo los números iban cambiando en el panel del ascensor. Tosí.

—Sí señor, solos los dos.

—Es un poco extraño —admitió.

—Un poco extraño —convine.

—¿Debería serlo? —preguntó—. Quiero decir que ya hemos trabajado juntos. Lo hemos hecho antes.

—No en una habitación de hotel.

—Sí que lo hemos hecho —dijo Murphy.

—Pero en esa había cadáveres, no cuenta.

—Sí, es verdad.

—Esta vez no hay cadáveres —dije.

—Eh —dijo Murphy—. La noche es joven.

Recordar los peligros que nos aguardaban aquella noche acabó con la conversación. Su sonrisa se desvaneció y sus mejillas recuperaron el tono normal. Continuamos el resto de la subida en silencio, hasta que la puerta del ascensor se abrió. Ninguno de los dos se movió para salir. Casi parecía que había una línea invisible en el suelo.

El silencio se alargó. Las puertas trataron de cerrarse y Murphy pulsó el botón con el pulgar para que se volvieran a abrir.

—Harry —dijo al fin, en voz muy baja y con los ojos azules perdidos en la distancia—. He estado pensando en… ya sabes, nosotros.

—¿Sí?

—Sí.

—¿Has pensado mucho?

Sonrió un poco.

—No estoy segura. No creo que quiera admitir que… ya sabes.

—¿Qué las cosas podrían cambiar entre nosotros?

—Sí. —Frunció el ceño—. No creo que sea algo que desees de verdad.

—Entre tú y yo, Murph —dije—, creo que sé mejor que tú lo que quiero.

Hizo una mueca.

—¿Cómo sabes que es lo que quieres?

—El Halloween pasado hubiera matado a Kincaid —dije.

Murphy bajó la vista al suelo al tiempo que sus mejillas se volvían a sonrojar.

—Oh.

—No literalmente —dije, luego hice una pausa—. Bueno, supongo que literalmente, pero la necesidad se fue apagando poco a poco.

—Ya veo.

—¿Estáis él y tú…? —pregunté dejando la pregunta sin terminar.

—Lo vi en Nochevieja —dijo—. Pero no tenemos nada serio. Ninguno de los dos lo quiere. Somos amigos. Disfrutamos de nuestra compañía. Eso es todo.

Arrugué la frente.

—Nosotros también somos amigos —dije—. Pero nunca te he quitado la ropa.

—Lo nuestro es diferente —dijo, renovando su sonrojo. Me miró de soslayo desde detrás de sus pestañas claras—. ¿Eso es lo que tú quieres?

Mi corazón se aceleró un poco.

—Oh. Quitarte la ropa…

Arqueó una ceja y ladeó la cabeza, esperando una respuesta.

—Murph, no he estado con una mujer desde… —Negué con la cabeza—. Mira, si le preguntas a cualquier tío si quiere sexo va a decir que sí. Hablando en general. Está en el manual de instrucciones del gremio.

Una chispa se encendió en sus ojos.

—¿Tú incluido? —presionó.

—Soy un tío —dije—. Así que sí. —Fruncí el ceño al pensar en ello—. Y… y no.

Me sonrió y asintió.

—Lo sé. No podrías hacerlo a la ligera. Te comprometes demasiado profundamente. Te importa demasiado. No podríamos tener nada simple. Nunca te conformarías con eso.

Probablemente tuviera razón. Asentí.

—No sé si podría darte lo que quieres, Harry. —Entonces respiró hondo y dijo—: Y hay otras razones. Trabajamos juntos.

—Me he dado cuenta.

No llegó a sonreír.

—Lo que quiero decir es… que no puedo dejar que las relaciones afecten a mi trabajo. No es bueno para ninguno de los dos.

No dije nada.

—Soy policía, Harry.

Mi estómago dio un vuelvo al notar el rechazo y la falta de espacio para el compromiso en sus palabras.

—Sé que lo eres.

—Protejo la ley.

—Lo haces —dije—. Siempre lo has hecho.

—No puedo rehuir esa responsabilidad. No voy a hacerlo.

—Eso también lo sé.

—Y… somos diferentes. Nuestros mundos…

—En realidad no —dije—. Pasamos la mayor parte del tiempo en el mismo.

—Por trabajo —dijo en voz baja—. Mi trabajo no es todo lo que soy. O no debería serlo. Intenté una vez construir una relación teniendo eso en común.

—Rick —dije.

Asintió. El dolor asomó brevemente a sus ojos. Nunca me hubiera dado cuenta de aquello años atrás. Sin embargo, había visto a Murphy en buenos y malos momentos, sobre todo en malos. Nunca lo dijo, nunca quiso que yo dijera nada al respecto, pero yo sabía que sus matrimonios fallidos la habían herido más profundamente de lo que era capaz de admitir. De alguna manera sospechaba que aquello explicaba parte de su actitud profesional y su ambición. Estaba decidida a hacer que su carrera funcionara. Tenía que hacerlo.

Y tal vez la habían herido más profundamente de lo que parecía. Quizá lo bastante para no querer volver a abrirse. Las relaciones largas tienen un gran potencial para causar dolor a largo plazo. Quizás no quería pasar de nuevo por aquello.

—¿Y si no fueras policía?

Sonrió vagamente.

—¿Y si no fueras mago?

Touché. Pero sígueme la corriente.

Ladeó la cabeza y me estudió un minuto.

—¿Qué pasará cuando vuelva Susan? —dijo entonces.

Sacudí la cabeza.

—No va a volver.

Su tono se volvió seco.

—Sígueme la corriente.

Fruncí el ceño.

—No lo sé —dije en voz baja—. Decidimos romper. Y… sospecho que ahora veríamos muchas cosas de manera diferente.

—Pero ¿y si quisiera intentarlo de nuevo? —preguntó Murphy.

Me encogí de hombros.

—No lo sé.

—Digamos que acabamos juntos —dijo Murphy—. ¿Cuántos niños quieres?

Parpadeé.

—¿Qué?

—Me has oído.

—Yo no… —Parpadeé varias veces más—. No lo había pensado. —Así que lo hice. Pensé en el alegre caos de la residencia Carpenter. Dios, hubiera dado cualquier cosa por tener aquello cuando era pequeño.

Pero cualquier hijo mío heredaría algo más que mis ojos y mi barbilla arrebatadora. Había mucha gente a la que yo no le gustaba, y también otro tipo de criaturas. Cualquier hijo mío heredaría algunos de mis enemigos, y lo que es peor, alguno de mis aliados. Mi propia madre me dejó un legado de perpetua sospecha y duda, además de pequeñas sorpresas desagradables que de vez en cuando aparecían desde vetustos tiempos pasados.

Murphy me observó con los ojos azules quietos y serios.

—Es una pregunta importante —dijo en voz baja.

Asentí, lentamente.

—Tal vez estás pensando demasiado en esto, Murph —dije—. En la lógica y la razón y los planes de futuro. Lo que hay en tu corazón no necesita de eso.

—Yo también solía pensar así. —Sacudió la cabeza—. Estaba equivocada. El amor no es lo único que hace falta. Y no nos veo juntos, Harry. Te tengo cariño, no podría pedir tener un amigo al que quisiera más, caminaría sobre el fuego por ti.

—De hecho ya lo hiciste —dije.

—Pero no creo que pudiera ser el tipo de novia que quieres. No nos llevaríamos bien.

—¿Por qué no?

—Al fin y al cabo —dijo con calma—, somos muy diferentes. Vas a vivir mucho tiempo, si es que no te matan. Siglos. Yo seguiré por aquí otros cuarenta o cincuenta años como máximo.

—Sí —dije. Era una de esas cosas que trataba con todas mis fuerzas de no pensar.

Siguió hablando, incluso más bajo:

—No sé si volveré a tener algo serio con un hombre. Pero yo… quiero que sea alguien que construya una familia conmigo. —Levantó la mano y me tocó la mejilla con sus cálidos dedos—. Eres un buen hombre, Harry, pero no eres lo que necesito.

Murphy quitó el pulgar del botón y abandonó el ascensor.

No la seguí de inmediato.

Ella no miró atrás.

Puñalada.

Vuelco.

Dios, me encanta ser mago.