Capítulo 29

 

E

l general Ernesto Cavallería, jefe de la Región Militar, se extrañó al recibir la llamada de Embún. Eran viejos conocidos, pero hacía tiempo que no se veían. El alto mando había leído la entrevista que El Comercial había dedicado a su antiguo amigo. Fiel a su costumbre de vacunarse contra la clase política, categoría a la que, sospechaba, estaba por acceder Embún, le había escrito una tarjeta felicitándole por su lúdico análisis sobre los males de la patria.

Al ponerse al teléfono suponía que Embún le llamaba para agradecerle el gesto. Sin embargo, el empresario ni siquiera aludió a su amable carta. Después de unas breves frases de convencional cortesía le citó en el Hotel Casino. Dijo que se trataba de «una cuestión de Estado».

Cuando el automóvil blindado del Gobierno Militar comenzaba a perderse por las curvas del desierto, el general se preguntó la razón de la llamada. Esa misma tarde tenía que presidir un acto castrense. El Casino quedaba lejos, a una hora de la ciudad. Polígonos de tiro y áreas de maniobras rodeaban los páramos. Las estelas de los cazas dibujaban limpias heridas en el cielo.

Eran las tres cuando se sentaron a la mesa. Embún hizo las presentaciones. Víctor Amaral y David J. Singra. El magnate Oskar Poborska. «Mi apellido es de origen judío», se solidarizó Cavallería. Su mujer, Irina.

Durante la comida al aire libre uno de aquellos promotores, Amaral, vestido por completo de negro, con un colgante tibetano asomando bajo la camisa, no dejó de levantarse con distintas excusas. Su móvil sonó tantas veces que, ante la mirada represiva de Embún, acabó desconectándolo. Al otro promotor, Singra, lo juzgó el general con mayor benevolencia; le sonaba de un programa de televisión. En cuanto a la esposa del millonario judío, hacía años que Cavallería no tenía ocasión de conversar con una mujer tan sensual.

Con los orujos, el militar, a instancia de Embún, que desarrollaba los principios de una reforma castrense, aceptó excusar su presencia en el protocolo previsto.

Un sol de otoño irisaba el desierto con tonalidades que a Cavallería, cuando atacaban la segunda botella, le hicieron rememorar su juventud africana en el Tercio.

Sirvieron más licor. Irina pidió permiso para bañarse con otra mujer. Una chica andrógina que al general también le sonó de la tele. Los bikinis de ambas eran tan diminutos que el escolta del general, apostado en un ángulo del jardín, entre plantas tropicales, se había empalmado y disimulaba con las manos en los bolsillos.

—¿Sabe, mi führer? —dijo Poborska, tan parecido a Woody Allen, con aquel acento magiar que lo convertía en una especie de muñeco animado—. Sus opiniones son altamente cabales. Tengo amigos en el Pentágono. Quizá le agradaría conocer aquella atmósfera.

—Me encuentro muy a gusto entre ustedes —se desvió Cavallería aflojando el nudo de su corbata de respeto mientras miraba con disimulo los cuerpos de las mujeres; entre las cascadas, Alba e Irina jugaban a darse ahogadillas—. Hemos sufrido una semana atroz.

Se refería a la voladura, por parte de terroristas, de un acuartelamiento de la Guardia Civil. Aún planeaba el eco de los muertos. Una niña aferrada a su muñeca, entre los escombros, había sido portada.

—Relájese —le aconsejó Poborska.

Fue al volver de su último desplazamiento a los lavabos cuando Amaral expuso el asunto para el que, dedujo el general, le habían convocado. La gloria, dijo el mánager, estaba aguardándoles un poco más allá, oculta en las dunas y cerros del desierto. ¿Sabía el general que aquella latitud era origen de los pueblos más antiguos de Europa? Viejas culturas de la piedra y del fuego. Dinosaurios. Petroglifos.

—Hace millones de años los quebrantahuesos aprendieron a romper los huevos de los dinosaurios. Michael se muestra entusiasmado con esta historia.

—Jackson, el de los dobles —aclaró Embún, y procedió a mondar una de las mandarinas que había encargado de postre.

—Una hija mía ha empapelado su habitación de pósters —dijo el general.

—¿Le gustaría subir al escenario? —propuso Amaral.

—Por todos los santos, no podrá creerlo.

Amaral basó su nueva intervención en desarrollar una secuencia de la hija del general cantando Heal the World con el hijo de Poborska y los vástagos de políticos famosos, como Embún, y otros magnates del rock, las discográficas, las cadenas de televisión. ¿Sabía el general cuántos medios de comunicación habían solicitado acreditación para el concierto de la nueva era?

—Trescientos cuarenta —se repuso a sí mismo el mánager—. Alcanzaremos los quinientos. ¿Imaginan la batería de cámaras?

A Poborska el licor le soltaba la lengua. En tono fraterno el magnate espigó una selección de sus anécdotas con Michael. Embún participó al general que, para incidir en la promoción de la ciudad, su candidatura había decidido patrocinar el evento.

Cavallería lo estaba pasando divinamente con aquella serie de extravagancias, y muy en particular recreándose con las dos chicas que practicaban top-less junto al trampolín, pero seguía ignorando la razón de su presencia. David pudo leerle el pensamiento porque dijo:

—Hay algo que puede hacer por nosotros, señor.

—Le escucho.

—¿Otro vaso? —ofreció Amaral.

Cavallería aceptó. «Trasiega como un legionario», pensó Singra antes de comentar:

—Verá, general. Sería definitivo para el proyecto, y trascendente para la ciudad, que el Ejército colaborase en este acontecimiento cultural.

El militar se acarició el bigote.

—Al margen de la gira mundial y su aparato publicitario, y de la circunstancia de que nuestro acto sea único en su género, e irrepetible, pienso que deberíamos exprimir su difusión. La BBC cerró un informativo la semana pasada.

El general asimiló el dato.

—La grabación de un vídeo que el artista utilizaría en su campaña supondría nuestra consagración como sede internacional de grandes espectáculos. Los productores de Jackson proponen incluir planos de tropas de élite evolucionando en el desierto. La imagen de nuestras fuerzas armadas quedará en todo momento a salvo.

—¿Tropas de élite?

—Es una hipótesis de trabajo. Resultarían operativas unas cuantas compañías.

Ernesto Cavallería distrajo su atención hacia la piscina. Cerca del trampolín, cuya sombra atravesaba sus cuerpos, Alba Romero aplicaba protección solar en la espalda de Irina Poborska. Se había arrodillado a su lado, los pechos erguidos como los de una estatua, para extender el ungüento. Amaral colmó el vaso del invitado.

—Deberé consultar al Estado Mayor.

—En su lugar yo haría lo mismo —se apresuró a opinar Singra.

Amaral intentó emular el sentido estratégico de mi antiguo reportero:

—Tal vez, señor, le agradaría reconocer el teatro de operaciones.

—Podemos organizar un picnic —sugirió Poborska—. Hágalo por mí, general. Será la única manera de evitarme un nuevo desastre en el Casino. Esas dos serpientes en forma de mujer se han propuesto arruinarme en la ruleta. ¿Dispone de la tarde, mi führer?

—Estoy a sus órdenes.

—Llamad a las chicas y preparad unas cestas —dispuso el judío—. Será como salir de maniobras. ¿Sabe, general? Para Michael supondrá un honor conocerle. Le atraen los héroes. Le obsesionan, diría yo.