Capítulo 25
D.
J. despertó con una sensación de intensa soledad. Descolgó el teléfono y preguntó a recepción por los horarios de trenes. En la época dorada de sus mejores campañas se había alojado con frecuencia en ese mismo hotel, el Ritz, junto a Rebeca Montenegro. La cuota de angustia que ahora pagaba sin rabia, como venía aceptando otros tormentos, estaba relacionada con su resaca de tabaco y ron, y también con la intuición de que nunca más encontraría el amor.
A las ocho de la mañana, sin poder esperar, marcó un número que Rebeca había escrito al dorso de su tarjeta. Necesitaba oír su voz. Otra persona le dijo que llegaría más tarde. David la imaginó en la cama con Feyto, desperezándose, eligiendo el vestido para una nueva jornada en el protocolo del poder. La náusea que anidaba en su estómago se transformó en dolor de cabeza. Bajó a desayunar sin afeitarse.
Natalia tomaba café en una de las anchas mesas redondas. Vestigios de sueño y sensualidad fatigaban su rostro. Estaba leyendo El Comercial. Singra se acercó por su espalda.
—Zumo de naranja, por favor.
—¿Recién exprimido? —repuso David.
—Disculpe —se azoró ella—. Le he confundido con un camarero.
—Lo fui hace años, en la Universidad. Para pagar las clases.
—Le gusta dar a entender que ha vivido mucho, ¿verdad?
—¿Qué se entiende por vivir? Si te refieres a que no he conseguido establecer una familia, mantener un empleo o votar al mismo partido, entonces he vivido. ¿Cuándo vas a tutearme?
—En realidad te aborrezco —dijo Natalia—. Si pudiera despedirte, ya no estarías aquí.
—Veo que aún soy capaz de levantar pasiones.
—Mi marido ha cambiado. Ensaya el nudo de la corbata. Se cambia de ropa tres veces al día. Colecciona amantes. Sólo habla de la campaña, de ti, de la televisión, del poder.
—¿Qué hay de malo en ser la esposa de un senador?
Natalia lo miró. Tenía los ojos líquidos.
—Soy una chica fácil de herir.
«¿Enamorada?», estuvo a punto de preguntar el asesor, tratando en vano de atribuir rasgos románticos a una pareja que se le antojaba imposible: Embún, sus negocios y visitas a la casa de masajes; una hermosa y desocupada Natalia adulterando el matrimonio en míseras habitaciones del barrio judío. Algo en la ligereza, en la frívola esencia de aquella mujer le atraía con una fuerza magnética. Encontraba que su vanidad tenía encanto y que la tensión sexual animaba su cuerpo con una llama interior. Singra ignoraba la raíz de su deseo, si se estaba enamorando de ella o sólo quería embrutecer el hermoso cuerpo que le había deslumbrado desde la terraza de su casa. Esa imagen volvía a su memoria como una obsesión. Pensaba en ella como en un objeto de placer, pero también, y eso le desconcertaba, con una especie de oculta ternura.
La noche anterior, mientras el candidato saboreaba su experiencia en unos estudios de televisión, la había estado observando. ¿De qué secretos hábitos, de qué código procedía la sumisión a su marido? No podía tratarse sólo del dinero, del instinto de conservación. ¿Quién era Natalia Embún? ¿Con cuántos hombres se había comportado así?
«¿Con cuántos?», pensó David mientras ella empezaba su desayuno.
—¿A quién has previsto sobornar hoy?
Singra adoptó un tono familiar.
—Pensaba visitar el planetario.
—Mientes muy mal.
—Tu marido está en París. ¿Qué piensas hacer?
—Valentino acaba de inaugurar una tienda.
—¿Vestuario de campaña?
—Si lo autorizas.
Diez minutos después estaban desnudos, uno sobre otro, en la habitación de David. Todo había empezado en el ascensor. Ahora, sábanas revueltas y toallas húmedas prestaban una virtud bélica al combate de pasión que se deslizaba por sus cuerpos como una cálida lengua. Al besarla, Singra sintió desbocarse su placer. Ella siguió agitándose debajo de él, apagándose al mismo tiempo que él. Quedaron tendidos sobre la cama. Natalia, como ausente, murmuraba frases que no alcanzaban a significar nada; al menos él no pudo entenderlas. Era como si hubiese abierto la puerta a un lenguaje desconocido.
De pronto, le golpeó en la cara. Antes de que Singra pudiera reaccionar comenzó a vestirse.
—¿Por qué has hecho eso?
—Pensé que eras diferente.
—¿Te has vuelto loca?
—Adiós, señor D.J. Recuerda que me gustan las emociones fuertes. La próxima vez procura sorprenderme con algo especial.
La bola botó justamente sobre la cerca y cayó al otro lado de la pista. Ya había sucedido en una jugada anterior. Amaral agitó la raqueta hasta llamar la atención de un operario que sulfataba el césped.
—¡Nada a treinta! —gritó.
Su jersey no alcanzaba a disimular el flotador de grasa que le excedía la cintura. Manteniendo el servicio y practicando estratégicas subidas a la red había resistido con dignidad el primer set, que no entregó hasta la muerte súbita. Pero la segunda manga estaba poniendo en evidencia su momento de forma.
—¡Quince a cuarenta!
Volvió a entregar el saque contra un revés paralelo de Singra. Al cambiar de lado se derrumbó bajo una sombrilla. Secó su empapada frente y apuró un resto de bebida isotónica. Al otro lado de la silla del juez, Singra practicaba flexiones para no enfriarse.
—¿Abandonas?
—Jamás.
El servicio de Singra inició el suplicio que ellos denominaban «baile de los malditos». David encadenó un fuego cruzado a base de golpes con efecto que sacaban a Amaral de la cancha, obligándole a correr de uno a otro ángulo. Después de una serie de drives que limpiaron las rayas, Singra subió a la red y acarició la bola matándola en una majestuosa dejada. Amaral fue a por el primer bote, pero sus zapatillas se enredaron en un molinete y cayó como un novillo furioso.
—¿A la ducha? —insistió Singra cuando Amaral, envuelto en el polvo rojizo de la tierra batida, comprobó que de su rodilla izquierda manaba sangre.
—Nunca.
Los últimos juegos resultaron agónicos. Un jadeante Amaral que había decidido adoptar la personalidad de Muster se atrincheró en el fondo y comenzó a liftar defensivos globos. Su esfuerzo le sirvió para recuperar el break y forzar el desempate a cinco, pero la mayor sangre fría de su rival volvió a imponerse. Singra remató el punto de partido con un implacable smash. Saltó la red y felicitó a su rival por su aguerrida resistencia.
—¿Tienes un porro? —resopló Amaral.
Después de la sauna, con naturalidad, lo encendieron en la pradera. Los hoyos de golf dibujaban un amable paisaje. Singra apuró el petardo con hondas caladas, de modo que el humo de hachís le bajase hasta la boca del estómago, y lo pasó a Amaral.
—Llevaba siglos sin jugar —dijo el mánager, como justificando su derrota.
—Yo también. Hace semanas que estoy en campaña.
—Debes tener cuidado con ese tal Embún.
—¿Y tú? ¿Has perdido el juicio? ¿Qué delirio es ese del valle de Jackson?
—He preguntado primero.
—Después de ti, Amaral.
—Me gusta llamarlo el show del fin del mundo. ¿Puedes imaginarlo? Una vaguada próxima a mi picadero del Casino, donde aparecieron restos fósiles, del cretácico o cretense superior... —Mientras dudaba procedió a quemar la china para liar un segundo canuto—. Ahora mismo no recuerdo con exactitud el período.
—Tampoco tiene importancia, Víctor Manuel.
—No me llames así. Sabes que no me gusta. El caso es que a Jackson le ha hecho ilusión. Habrá fuegos y una gran explosión para recibir el milenio.
—Embún necesita ese escaño para lavar su imagen y seguramente un porcentaje de su dinero negro —enlazó Singra sin transición—. Aunque sus primeros negocios los hizo en vida de Franco, pertenece a lo que podríamos llamar la burguesía posterior. Tiene tanta clase como un buey. Su conocimiento de la política raya en la ignorancia. Desde hace algunas semanas me acuesto con su mujer. Luego vendrá a buscarme para montárnoslo en un motel o en mi casa de Barranco de Lobos.
Amaral lo miró con admiración.
—¿Cuánto?
—Treinta millones. Habrá propina si sale elegido.
—Por mi parte, porque me toca a mí, ¿no? —David asintió, sonriente; Amaral pensó que a veces su sonrisa, de puro hipócrita, repugnaba—, trataré de no arruinarme.
Singra arrugó los labios en un gesto incrédulo.
—¿No me crees? Poborska, desde Colonia, me está apretando las tuercas. Y ese Nagen del demonio es como un prestamista. Invertiremos tres millones punto cinco. Búfalo sólo cubre el veinticinco por ciento. He hipotecado la casa y el coche.
La sonrisa de Singra se hizo dulce, ambigua.
—Estás cerca de conquistar la gloria.
—Así lo espero. Si no funciona, operaré con mis pequeñas compañías, aunque sólo sea para salvar los muebles.
—¿Cómo va el taquilla)e?
—En las primeras horas despachamos treinta mil entradas —informó Amaral, con falsa modestia—. Récord de venta anticipada en nuestro país.
—¿Puedo serte útil?
—Tal vez necesite contactos en las altas esferas.
—Cuenta con ello.
Sin dejar de caminar, David le pasó el canuto. Se acomodaron en unas tumbonas. A unos ciento cincuenta metros el río discurría ancho y pesado, como una barra de hierro fundido, entre los arrabales y la arena del desierto. Bajo el dobladillo de sus bermudas fosforescentes, las moscas buscaban la herida en la rodilla de Amaral. Un camarero les sirvió unos martinis.
—¿Tanto significa para ti ese concierto? —preguntó Singra mordisqueando la aceituna.
El productor asintió con su lanuda testa. Sus rebeldes rizos caían más abajo de los hombros.
—Pagarías porque le pusieran tu nombre a una plaza —dijo el asesor, no sin desdén.
—Así es. —«Correcto», estuvo a punto de añadir Amaral remedando al piloto; la asociación mental con el helicóptero le recordó que debía ocuparse con urgencia de algunos detalles de producción—. ¿Para qué hablar de algo que no figura en tu escala de valores? Nunca has sabido para qué sirve el poder, la fama. Por eso te dejó Rebeca.
Una mirada de Singra le advirtió que no debía pisar aquel territorio. Amaral apeló a su martini, chasqueó la lengua, prosiguió:
—No soporto el anonimato. Dentro de veinte años, cuando tengamos la edad de Poborska, y bastante menos poder, y cáncer, o sida, me gustaría que alguien me señalase por la calle. Que me reconociera un taxista. Firmar un autógrafo a la salida del cine.
—Eres un ególatra, Amaral.
—He declarado la guerra a las clases medias.
—Hablando de guerras. Se dice por ahí que le estás preparando a Jackson un simulacro nuclear.
—Correcto —sonrió Amaral, satisfecho; ahora no detectaba cinismo en el tono de Singra, pero sabía que la burla seguía allí—. A las doce en punto se producirá una explosión. El desierto temblará al elevarse la nube nuclear. Michael estará en la cruz, agonizando con Heal the world. Los cañones de luz lo abrasarán en una imagen brutal. Sólo entre las primeras filas se desmayarán alrededor de quinientas personas. Histeria, pánico. Ambulancias, sirenas. Un hospital de guerra para la batalla galáctica del pop. Y luego el éxtasis.
Hizo una pausa para continuar, humedeciéndose los labios:
—La nube no contiene elementos tóxicos, pero se repartirán máscaras para tranquilizar al público. Llevan incorporado un mecanismo de visión nocturna. Todo el mundo podrá ver al becerro de oro.
Singra lo escrutó como a un perturbado.
—Vaya, Amaral. He tenido problemas últimamente, y a menudo me he sentido a punto de perder el juicio, pero me temo que tú has cruzado una frontera sin retorno.
—Me he inspirado en el Gólgota —añadió el mánager.
Su amigo siguió calibrándolo con la misma mirada escéptica. Amaral explicó:
—Una luz del color del tiempo ascenderá a través de la nube. Como un espíritu santo, el pájaro, con Michael a bordo, resucitado, planeará sobre el desierto. Rumbo al aeropuerto porque el dos de enero tiene un show en Sidney —agregó, compungido.
—No se me ocurre qué decir —dijo Singra luchando por reprimir la risa.
—Resumiré lo peor de todo: algún día deberé admitir que sólo fue un concierto.
—Con su gramo de gloria.
—Necesito un gramo —dijo Amaral, y se pasó las manos por la cara.
Refulgían sus ojos garzos, de enormes movimientos. Se sentía pletórico, pero también exhausto. Como si acabase de hacer el amor con Vanessa, pensó, intentando superar la opinión que se merecía tras su derrota en la cancha. «¿No te importa?», dijo extrayendo de su bolsa de tenis una capsulita de vidrio. Alineó una raya sobre la funda de su raqueta y, comprobando que los niños estaban alejados y que de las jóvenes madres y sus revistas de moda les separaba una prudente distancia, aspiró como un hipopótamo.
—Buen rollo —dijo con la nariz manchada.
—Eso te matará —le recriminó Singra.
—Deberías probarla. ¿Otra por los viejos tiempos?
Un grupo de hombres se dirigía hacia ellos. Parecían hechos de otra fibra, pesar más. Llevaban trajes de confección, audífonos.
—¿Alguna celebridad? —preguntó Amaral balanceándose en la subida de la droga, que le comunicaba una insoportable lucidez.
Con las últimas dosis sus reacciones estaban derivando hacia parámetros existenciales. Le daba por discurrir sobre el ciclo de la vida; su hijo, que estaba por nacer; la muerte. ¿Cómo moriría? ¿Tal vez en público?
—Escucha, Amaral. Se me está ocurriendo que quizá podamos trabajar juntos.
—¿Cómo?
—Embún necesita un golpe de efecto. Tal vez, si me invitaras a compartir la campaña de Jackson...
—¿Quieres asociarte en el show?
—No. Sólo me haría falta un par de fotos. El político y la estrella, ya me entiendes.
—¿Qué gano yo?
—Podemos negociar con Embún.
Singra se estremeció. ¿No era Rebeca Montenegro aquella mujer cuyos pasos flotaban sobre el césped? El aire cálido hacía brillar su melena con destellos de color cerveza. Avanzaba entre los quitasoles blancos y azules compartiendo con el presidente una sonrisa artificial. Feyto llevaba el pelo planchado hacia atrás. Los fotógrafos enfocaban sus cámaras. Singra pensó en los vínculos que aún les atormentaban. La pareja llegó hasta las mesas de piedra y las tumbonas distribuidas por el extremo de la pradera. Un asesor indicó a los gráficos que debían retirarse.
—Me alegro de verte, David —dijo Feyto sorteando sus equipajes de tenis, volcados en la hierba, con aquella voz que ambos habían perfeccionado—. Tu amigo sin duda es...
—Amaral, de Estación Búfalo, señor presidente —se apresuró a presentarse el mánager, maldiciendo su suerte por haberse dejado sorprender con esas bermudas—. Es un placer conocerle. ¿Ha recibido mi invitación para el concierto de fin de año? Confío que nos honre presidiendo la tribuna de autoridades.
El político sonrió desnudando los dientes. Ni siquiera sabía de qué le hablaban.
—Mi secretario anotará su dirección. Nos pondremos en contacto con usted... Si no tienes inconveniente quisiera entretenerte un minuto, David.
Singra se dejó llevar hacia la orilla. ¿Hacía cuánto que no hablaban? Cada día las cadenas de televisión y los periódicos reproducían su rostro; para el asesor continuaba siendo una referencia imposible de abstraer. Pero así, tan cerca, en una mañana al sol, con mariposas y libélulas volando entre los rosales y las gabarras descendiendo por el río... No se veían desde aquel día, en los jardines de La Moncloa, cuando Singra le dijo lo que pensaba de ellos, de él...
El presidente estaba más delgado y pálido. Un decaimiento tónico de su antiguo vigor se traducía en ojeras y una cierta flacidez. No miraba de frente, aunque nunca antes lo había hecho. Seguía usando la misma loción de afeitar. Un leve olor a café amargaba su aliento. Había empezado a hablar de un tema de actualidad, la fábrica de un nuevo modelo de carro de combate, asunto que le había traído a la ciudad. Singra apenas le oía. Ambos miraban más allá de las barcazas que transportaban estructuras y maquinaria pesada. Su voz, en la que tanto habían trabajado, seguía albergando seductoras esencias. Los electores reconocían ese timbre oscuro y argénteo a la vez. Sin embargo, el asesor detectó cansancio, ligeras inflexiones, aceleración del fraseo, sutiles indicios que advertían sobre los devastadores efectos del poder.
Feyto ensayó un tímido retorno a su época de amistad, pero la mirada hosca de Singra, perdida en las columnas de humo de los barcos, le hizo entender que no le había perdonado.
Estallaron los primeros cartuchos de los tiradores de plato. Los guardaespaldas corrieron hacia el foso de competición.
Feyto se decidió a abordar la campaña. Estaba a cinco puntos, dijo, pero el partido cerraría filas en torno a su candidatura. Los principales medios le concederían el beneficio de la igualdad. Tenía el respeto de las fuerzas económicas. A partir de ahí se podía ganar.
A treinta pasos del río, David se giró para mirar a Rebeca. Se había sentado en la hierba, al lado de Amaral.
—Sé que trabajas para Embún —dijo el presidente—. Tengo un dossier a tu disposición. Sobornos, extorsiones, tráfico de drogas.
El político, nervioso, siguió inventariando las actividades marginales de Embún.
—No puedo entenderte. Desapareces del escenario y, de pronto, apadrinas a un delincuente. ¿Has oído hablar de la inmunidad parlamentaria? A un senador es más difícil condenarlo. Embún ha emprendido una huida hacia adelante. Con tu complicidad, David.
«¿De quién huye?», iba a cuestionar Singra. El presidente le ahorró la pregunta.
—La prensa anda detrás de él. Un equipo de El Comercial está investigando sus conexiones con los traficantes internacionales. Nuestros cuerpos especiales han infiltrado agentes entre los narcos. Sabemos que Embún trafica a gran escala. Es cuestión de semanas. De meses, si quieres, pero caerá. Puedo proporcionarte información de la Fiscalía del Estado. Vamos a por él, David.
—No deberías confiar en mí. Recuerda que sólo soy un mercenario.
—Bien pagado, al menos.
—No siempre se me puede comprar con dinero.
—Rebeca te hizo una proposición seria. No entiendo por qué no has contestado.
Los guardaespaldas habían hecho salir del foso a los tiradores deportivos. Sin demasiados miramientos, revisaban sus armas.
—¿Cómo te sientes con todos esos payasos a tu alrededor? —preguntó Singra.
—¿Quieres que esta conversación termine?
—Quiero que todo termine.
—Espero que no se te ocurra enfrentarte a nosotros.
—Sólo a vuestros candidatos al Senado. No eres mucho mejor que Embún, y hasta él merece una oportunidad. Te recuerdo que vivimos en un país libre. También te recuerdo que sé quién eres y cómo sueles hacer las cosas. Cuando dejes de ser presidente, circunstancia que se producirá muy pronto, el destino te ajustará las cuentas. Destrozaste mi vida, Feyto. Has defraudado a mucha gente. Rebeca nunca estuvo enamorada de ti, sino del poder. Tampoco eso tardarás mucho en comprenderlo.
El presidente se agachó para cortar un trébol. Lo contó, pero no tenía cuatro hojas.
—Adiós, D.J. Siento que nuestra vieja amistad se rompa.