Capítulo 4

 

F

rente a la puerta de su suite Amaral se dio cuenta de que había olvidado el maletín en el coche. Con la orden de que fuese a buscarlo, extendió un billete al mozo.

Conectó al máximo el aire acondicionado, pero seguía sudando y salió a la terraza calcinada por el sol. Un océano de dunas se extendía hasta el horizonte. Había soñado que llegaría a comprar el Hotel Casino. Estaba seguro de que algún día todo aquello sería de su propiedad.

Cuando la habitación se hubo refrescado, disfrutando del silencio, sólo interrumpido por el bordoneo del aire artificial, se quitó la americana y las botas de cuero. Preparó una ginebra con hielo. El botones apareció con la cartera y un mensaje:

—Una señorita pregunta por usted.

—¿Alba Romero?

—En efecto, señor Amaral.

—Que pase.

La piel de la chica tenía una textura áspera, como erosionada por la intemperie. Y una cualidad étnica, esquiva. El mánager había sondeado a otras chicas de su clase. Víctimas de oscuros traumatismos sexuales. Hijas de generaciones perdidas. Con talento, pero sin el carisma para convertirse en estrellas.

—¿Te ha traído mi chófer?

—He preferido venir en mi coche —repuso ella con tono aguardentoso. Se quedó mirando la enorme cama con dosel varada en el centro de la habitación—. Por si la cita duraba menos de lo previsto.

—Ponte cómoda —sonrió el promotor, imprimiendo esencias minerales a su sonrisa de ídolo—. Me han hablado de ti.

Había olvidado el nombre de su mentor. Hizo un esfuerzo memorístico, pero sólo consiguió recordar que Vanessa, tal vez, acudiría, como otras veces, al Hotel Casino.

—¿Ha escuchado algo mío? —tanteó ella.

Amaral se desfondó en un butacón de mimbre. Le molestaba el sol. Se levantó e hizo descender los estores. El relieve de la tierra vacía quedó huérfano de cielo.

—Trátame de tú, por favor. Aunque no lo parezca, no he cumplido cuarenta.

Amaral podía palpar la tensión de la chica. El sonido del móvil lo sobresaltó.

—Disculpa, Alba. Hola, George. Sí, has oído bien. Michael Jackson, así es. Octubre, tal vez noviembre. ¿La semana que viene, en Ibiza? Déjame pensarlo, ¿quieres? Te llamaré, chao.

—¿Vas a contratar a Jackson? —preguntó Alba.

—Eso parece —asintió Amaral, halagado, con el aire malévolo que gustaba adoptar cuando la buena suerte comenzaba a orientar sus negocios. Sonrió—: Espero que sepas guardar un secreto.

—Seré una tumba. ¿Te importaría oír algo mío?

Amaral hizo un gesto magnánimo. La muchacha introdujo una cinta en el estéreo.

—El sonido no es muy allá. Grabamos la maqueta con un equipo de programas de ayuda pública.

Amaral asintió, comprensivo. Se arrellanó meciendo la ginebra. El primer tema de Alba Romero («cabría la posibilidad de mantener ese nombre artístico? —se preguntó el experto de Búfalo Records—; ¿no se parecía demasiado a Alfa Romeo?») hablaba, previsiblemente, del desinterés social hacia la revolución anímica y estética que propugnaba la letra.

En circunstancias similares el repertorio escénico de Amaral solía carecer de recursos; tampoco los afinó en esta ocasión. Ocultó el perfil mediante un golpe de cabello que hizo coincidir con el compás y sepultó la mandíbula en el pecho. Cuando murieron los acordes sonrió a la autora, que le observaba inmóvil, y volvió a sumergirse en su falsa concentración mientras trataba de alejar fantasías sexuales. «Tiene que tratarse de la coca», pensó. Sentía que la libido le oprimía como una garra; de cintura para abajo se estaba disolviendo en una materia húmeda, casi viscosa. La chica podía ser un chico y hasta, sospechó Amaral, ocultando su perfil de esfinge bajo los alones de cabello rebelde, resultaba dudoso, según cierto olor en pugna con el ambientador de limón, que hubiera pasado por la ducha esa mañana. No obstante, ahí estaba el resultado: una insurrección sexual pugnando por rendir sus maltrechas defensas morales.

El segundo tema de Alba Romero vendía sexo. Establecida la posición del cantautor frente a la sociedad, proseguía el aullido en la noche del deseo. Amaral tuvo que admitir la calidad de los arreglos, el impacto de una voz que parecía respirar una mezcla de odio y ternura antes de inyectarse bajo la piel.

—Tiene duende —aprobó, acompasando el ritmo con golpes en las rodillas.

—¿Puedo? —murmuró Alba señalando el mueble bar. Él asintió. La chica atravesó la franja soleada de la habitación con aquel aire marcial que la hacía vagamente temible, pero que, intuyó Amaral, se alimentaba sólo de su timidez. Regresó a su butaca para sentarse en posición oriental, con una botella entre las piernas y la mirada fija en el mánager.

—De verdad, no está nada mal —la animó él cuando agonizaba el tercer tema—. Se nota que eres hija de tu padre.

Omar Romero había sido un arreglista discreto, fiel al sello discográfico de la compañía. Escribía baladas de amor que nadie editó. Adicto a la heroína, había muerto el año anterior. Amaral creía recordar que Alba era su única hija. Sí... Durante las giras le había hablado de ella, de su afición a la música.

Como siempre que en su razón se mezclaban los tiempos, el cerebro del manager comenzó a navegar entre mareas adversas. Estaban aquellos recuerdos de los cafetines del viejo Madrid, sobre cuyas mesas de mármol el músico Omar desgranaba sus penas y, ahora, de repente, ese sueño que disipaba las brumas de la realidad. Amaral salió a la terraza. Un sol blanco lo cegó. ¿Cómo no se le había ocurrido antes? ¿Cómo no se le había ocurrido a nadie?

«Necesito una raya», pensó, preguntándose hasta qué punto se escandalizaría Alba Romero si, obviando convencionalismos, procediese a cortar el perico delante de ella. En los tiempos de David J. sólo fumaban canutos. Nada de coca. Ni siquiera en la campaña de Feyto la habían necesitado, y eso que permanecieron cerca de dos meses sin dormir cinco horas continuas. Pero desde el abandono de Singra, con el incremento de responsabilidad que había supuesto su ausencia, precisaba dosis crecientes.

Un súbito deslumbramiento acababa de arrojarle a un pozo de desasosiego interior. Como si una turbulencia eléctrica convulsionara sus terminales nerviosas, el circuito de su creatividad se conectaba a toda prisa. ¿Sería aquél el escenario que llevaba una década buscando?

«Anochece. Un gran templo pagano se impone a la soledad del desierto. La luna irradia la última noche del milenio. Una explosión cósmica. Destrucción, música... Inenarrable, absoluto. El concierto del fin del mundo.»

Su fantasía emprendía la arquitectura de una superproducción. ¿Interesaría el asunto al mismísimo Michael Jackson? Cabría proponerlo, hablarlo... Otros se ofrecerían. El fin del mundo en directo. Ingredientes para seducir a las cadenas de TV. La venta anticipada absorbería cien mil, tal vez doscientas mil entradas. Una mina de oro...

«O un rotundo fracaso», replicó su inteligencia práctica, escuchando como a través de un filtro otro de los temas de Alba Romero. ¿Aceptaría el riesgo el consejo de Búfalo? Siempre quedaba la posibilidad de alzarse con la producción utilizando cualquiera de sus pequeñas compañías, las mismas que solía accionar discretamente en el entorno de sus grandes operaciones para la firma. «Olvídalo todo / Y juégate la vida», clamaba en ese preciso momento la canción. Quiso imaginar que se trataba de un augurio.

—Daremos un paseo por el desierto.

La chica le miró, resentida.

—¿Un paseo?

—Terminaremos de escuchar la maqueta en el coche.

El Ferrari se descapotó cuando el ordenador digital dictó la orden. Dejaron atrás el cerro donde se alzaba la plana estructura del Hotel Casino, con las terrazas blancas y las palmeras inclinadas por el viento caliente. El techo del deportivo se había disparado en dos fases, crujiendo contra un cielo ardorosamente azul. «Huye hacia un desierto / de dolor en la noche», entonaba la voz de Alba Romero. Arrellanada en el asiento que olía a colonia y a cuero, a una mezcla de gimnasio y oficina de alta dirección, Alba comenzó a sentirse realmente bien, como hacía tiempo que no se sentía. La misma brisa que durante siglos había erosionado esa tierra que fue mar, después lago salado, explicaba Amaral, que había obtenido de Singra esas nociones, y después nada, un cementerio de fósiles, caldeaba sus mejillas proponiendo nuevas sensaciones. Aferrado al volante, Amaral se ocultaba tras unas gafas de cristales rojos, a juego con el coche; había recogido sus rizos en una cola de caballo y mantenía la cabeza erguida, como si un reto imprevisto estuviese a punto de poner a prueba sus reflejos.

—¿Adonde vamos? —gritó Alba por encima de su propia voz.

Hacía un cuarto de hora que habían dejado atrás al último ser humano. Amaral extendió un brazo en un gesto imperial. Alba tuvo que reprimir la risa. Demasiado bajo, el coche rugía dando tumbos por un camino sin aplanar en cuyos arcenes se advertían rodaduras de maquinaria pesada. El terreno era llano, con una vegetación seca, rala. Cuando el motor se detuvo sólo se escucharon la guitarra y la voz. 

«Sal de tu agujero/ Amigo de lo ajeno / Róbame otro sueño / Como la primera vez.»

—¿Hemos llegado?

—Tal vez —murmuró Amaral, limpiándose el polvo de la boca.

Rompió a caminar. Tenía el sol encima. Su cuerpo no proyectaba sombra. El termómetro del coche señalaba cuarenta y dos grados. Alba tuvo la sensación de que acabaría por desintegrarse en un charco de sudor.

—¡Eh, Amaral!

El mánager aparentó no oírla. Caminaba con furia por una garganta que se abría a una planicie kárstica. Las punteras de sus botas vaqueras alzaban nubecillas que permanecían en el aire, como si el polvo pesara menos. La muchacha corrió tras él.

—Allá, incrustado en el cerro, como un templo galáctico, el escenario —hablaba Amaral, señalando una ladera—. Una estructura inmensa, como jamás se ha visto. Con televisiones y vídeos gigantes y enormes figuras de los dioses cayendo unas sobre otras cuando estalle el apocalipsis nuclear.

Se quitó las gafas mostrando a Alba los ojos oscuros, fijos como una obsesión en la rasgadura almendrada de sus cuencas.

—La última profecía, Alba, el fin del milenio y del mundo. El desierto se encogerá como un volcán y lanzará un mensaje de muerte y resurrección. Tú y yo estaremos aquí, entre la multitud, para sentir la gloria.

«La gloria», repitió la voz interior de Amaral. Así había replicado a Singra cuando su antiguo jefe le recriminó su desinterés por las giras modestas, por los pequeños conciertos, los bolos, fuente segura de beneficios para Estación Búfalo. «¿Qué andas buscando, imbécil?», había exclamado David J. con aquel estilo suyo, hiriente como un latigazo. «La gloria», había murmurado Amaral.

—¿Has terminado de soñar? —inquirió Alba cogiendo un puñado de tierra. La arena resbalaba entre sus dedos sin desviar su gravedad.

—¿Es un sueño?

—¿Lo es?

—Escribes poemas. Tú deberías saberlo —opinó Amaral—. ¿Cómo andamos de novios?

—No me gustan los hombres.

—¿Prefieres a las mujeres?

—Francamente.

—¿Declararías eso en público?

Amaral observó su cutis de color cacahuete tostado; marcas de un antiguo acné le daban un aire marginal no exento de atractivo. Le había gustado la voz y estaba comenzando a pensar en sus posibilidades comerciales. ¿Por qué no? Podía existir un hueco para Alba Romero.

—Tu padre se sentiría orgulloso de ti —divagó el manager. Fruto de la acción combinada entre su fantasía de fin de siglo y la oportunidad de proyectar una nueva carrera, experimentaba una espiral romántica.

—Mi padre era un pobre hombre —le contradijo ella, con crueldad— ¿Cuántas veces hablaste con él?

—Éramos amigos.

—¿Por eso fuiste a su entierro?

—Lo lamenté, créeme. ¿Dónde...?

—En Lanzarote. Lo enterramos mi madre y yo. Todos se disculparon. Pude ver su cuerpo en el depósito. Tenía la expresión de desamparo de un perro abandonado.

Amaral guardó silencio; una ola de contrición ascendía por la pirámide de su autoestima. Siempre podría aducir, en su descargo, que en aquella época era David J. Singra quien estaba al frente de la firma, incluida la triste obligación de dar tierra a Omar Romero.

—Rescaté sus pertenencias de una pensión. Compuso varios temas de los que acabas de oír.

—Tenía duende —afirmó el promotor, sin excesiva convicción, alisándose el cabello—. Y demasiado corazón.

Un pájaro enorme atravesó el cielo. Amaral pensó que no sería mala idea enviar una carta a Jackson describiendo el paisaje para su concierto de fin de siglo: un valle sagrado donde habitaron animales prehistóricos y se utilizó por primera vez el fuego. Sí, tal vez Michael podría inspirarse en el origen de la historia, disfrazar a sus bailarines con pieles y huesos, escribir algún tema sobre Caín y Abel. Pero... ¿realmente hubo allí dinosaurios? Amaral calculó que iba a necesitar asesoramiento científico, libros, grabados, fotografías de huellas... O bien, simplemente, inventar todo eso para Michael. Imaginar que millones de años atrás un volcán estalló bajo aquellas gargantas kársticas convirtiendo los ríos en cauces de fuego, inundando de lava la tierra hasta el mar.

Cegado por el sol al observar el vuelo de aquel extraño pájaro que, en efecto, recordaba vagamente a una bestia cuaternaria, Amaral jugó a construir un efecto de cenizas y bocas de fuego sobre el escenario del desierto. Tal vez el show podría comenzar como un espectáculo de luz y sonido, haciendo hablar a faraones y césares, y al mago Nostradamus, cuyo purpúreo manto proyectaría en las pantallas gigantes la tensa inminencia del armagedón. Un prólogo así tendría que disparar la adrenalina de la multitud. ¡Nostradamus! ¿Sería ésa la clave, la figura capaz de interesar a Michael en la última profecía, en el proyecto de Amaral?

—Demasiado corazón —repitió al cabo del rato, consciente de que la muchacha no había pasado por alto sus abstracciones. En los últimos meses padecía vacíos. Era hipocondríaco; lo atribuía al estrés. Vivía con terror a un infarto.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Alba.

—¿Perdona?

—Vamos a coger una insolación. ¿Volvemos al coche?

La carrocería se había oscurecido con el polvo. Amaral accionó la capota y encendió el aire. Pero enseguida, inquieto, abrió la portezuela y sacó las piernas.

—No tendrás un canuto.

—Aquí no.

—¿En el hotel? Dejaste el bolso en la habitación.

—Es posible. Sólo que no estoy segura de que me apetezca fumar contigo.

—Tal vez cuando decida editar tu primer disco te apetecerá un poco más.

—Tal vez.

El promotor rebobinó la maqueta de Alba, cerró la portezuela y puso al máximo el aire acondicionado.

—Aborrezco a tu generación.

Iba a añadir algo pero sonó el móvil.

—¿Vanessa, de verdad eres tú? ¿Ya estás en el Casino? Voy para allá, no tardo veinte minutos. Espérame en la piscina con una cerveza muy fría. ¿Cuántos años tienes? —prosiguió, volviéndose hacia la muchacha.

—Veinte.

—Nacida en 1980. Algo después, un tal Tejero tomó a tiro limpio el Congreso de los Diputados. ¿Te suena?

—Vuestros políticos me importan una mierda.

Amaral arrancó el motor. Conducía como quien ha perdido el apego a la vida. En una encrucijada con cuatro flechas orientadas a los cardinales estuvieron a punto de volcar.

Llegaron al Casino. Amaral extrajo la grabación, la agitó, se la entregó y salió del coche. El termómetro del parking marcaba 44 grados.

—¿Nada más? —se sublevó ella.

Clavándole la mirada gitana, el promotor la midió.

—Tu padre nunca fue un pobre hombre. Ni un perro. Era un artista. Jamás vuelvas a decir eso delante de mí.