Capítulo 12

 

A

islado en Barranco de Lobos con la única compañía de Tostao, que se presentaba sin previo aviso para cultivar el jardín o jugar al ajedrez, Singra había decidido invertir en sí mismo. Ponerse en forma. Pero, en realidad, salvo nadar unos largos al atardecer, dejaba consumir las horas en el porche con un libro sin abrir en las rodillas, fumando y escuchando música mientras bebía licores que lo despertarían al día siguiente con una sensación de inquietud y peligro.

Cuando sonó el teléfono deseó que fuera Rebeca. La voz que alteró su retiro tuvo la virtud de crisparle. Decididamente aquel hombre no le gustaba.

—El tiempo pasa, señor Singra —dijo Embún—. Tenemos que hablar. ¿Le parece esta noche, a las nueve? ¿Le parece en mi casa?

Habría preferido un lugar impersonal, pero no acertó a formular una excusa. Se enojó anotando las señas de una urbanización cercana al aeropuerto.

Antes de acudir a la cita se hizo afeitar y cortar el pelo en una barbería del barrio judío. Compró un traje color tabaco que sentaba bien a su figura delgada, de hombros anchos.

A medio kilómetro de las pistas de la base americana, ahora abandonadas, cubiertas de maleza, o por una arena sucia que se obstinaba en aflorar en cuanto se retiraba la mano del hombre, se desvió por una carretera flanqueada por dos hileras de plataneros. Llegó a un área residencial. Canchas de tierra batida y lagos en forma de almendra jalonaban los jardines. En el control, un guarda requirió su identidad. «La avenida del Perú es la penúltima», le indicó a través de un interfono.

Como si al arquitecto que había diseñado la urbanización no le ofreciese garantías la clase de propietarios que vendrían a habitarla y hubiese pretendido compensar los apellidos plebeyos con un toque de presunta distinción, las calles artificiales se inspiraban en un nomenclátor de naciones. David se sonrió ante ese eco imperial.

El presidente Feyto construía un chalet entre aquellas mansiones. Una existencia pacífica para Rebeca, pensó Singra comparando las piscinas de azulejos turquesas con su alberca de Barranco de Lobos, que tejía pan de rana en invierno. Su ex-mujer debería aprender a jugar al golf y ejercer de anfitriona en veladas políticas. Esas funciones, y otras muchas, estaban a su alcance porque ella había decidido cambiar y su nueva vida implicaba el rechazo a lo anterior, al refugio del ibón, a las interminables campañas, a la orgía de lujo y desorden y, pensó él con nostalgia, al amor envuelto en urgencia, en pasión.

Una valla de forja protegía la casa. Alguien vigilaría por circuito cerrado porque, sin que llegara a tocar el timbre, la puerta se deslizó ventilando nubecitas de albero. En la glorieta con pavos reales un mecánico revisaba los automóviles de la familia.

—Deje el contacto. Le lavaré el coche.

—No le vendrá mal —asintió Singra.

—Comprobaré el aceite y el agua.

Bajo una bóveda vegetal el asesor caminó por un sendero de grava. La piscina invitaba a bañarse. Desparramada en un columpio, la espalda de Embún se adivinaba en medio del césped. El financiero lucía una gorra de capitán de yate y calzones cortos de algodón. Por la camisa entreabierta asomaba vello del pecho y un colgante con el Cristo de Dalí.

—De corbata, vaya elegancia —observó tendiéndole una mano áspera—. Tendré que cambiarme para estar a su altura. ¿Un baño antes de cenar?

Singra rehusó.

—Póngase cómodo —insistió Embún, esforzándose por resultar amable—. ¿Le apetece un martini?

El asesor ocupó el columpio, cuya superficie retenía la sudorosa humedad del cuerpo de Embún. Encendió un pitillo. En la piscina jugaban dos niños rubios, de aire sajón, con los ojos azules.

Una camarera oriental trajo el aperitivo en una bandeja de plata. Singra mordisqueó la aceituna antes de apurar la mitad del cóctel.

La puerta de la caseta de vestuarios se abrió y apareció Natalia. Llevaba el pelo recogido en cola de caballo y un bañador negro que favorecía el brillo mate de su piel. No repuso a su amistosa seña. Se zambulló desde el trampolín trazando un arco contra la fachada de la casa. Nadó un rato, buceó y emergió frente al columpio. Arrodillándose junto al filo de la piscina, David le alcanzó una toalla.

—Recuerde —murmuró, sin permitir que el asesor le friccionase los hombros—. Aléjese de nuestras vidas. Está usted advertido.

Natalia entró en la casa dejando un reguero de agua. Después se agitó un estor en la primera planta y la mujer de Embún salió a la terraza envuelta en un albornoz. Singra alzó su copa y, sin dejar de mirarla, apuró la bebida. Lentamente Natalia enrolló la toalla en su cabeza. Inició un movimiento casual, alzando los codos como para prender una horquilla: el albornoz cayó al suelo mostrándola desnuda frente a los reflejos de sol.

Los niños seguían jugando. La pelota volaba sobre una red. A David le pareció que Natalia continuaba unos segundos entre los destellos del atardecer, formulándole una invitación prohibida.

—¿Otro martini? Veo que es de los míos.

Jovial, Embún avanzaba por la hierba. Se había puesto una camisa roja y pantalones blancos de lino. Singra decidió que necesitaba esa segunda copa.

—Mis hijos —Embún señalaba a los chicos como extensiones de su propiedad—. ¡Erik, Alonso! —Los adolescentes emprendieron con pereza el proceso de salir del agua—. El señor Singra es un periodista influyente, amigo de vuestro padre. —Alonso y Erik tendieron sus manos murmurando un ceremonioso «encantados»—. Podéis jugar un rato, pero nada de acostarse tarde. Vuestro avión sale al amanecer. Pasarán unas semanas en Londres —explicó a su invitado; y luego, cuando se hubieron zambullido—: Son de Erika, mi primera mujer. Nos divorciamos hace cinco años. Tengo la custodia. Es alcohólica —desveló bajando la vista con una expresión de impotencia, como si, a pesar de haber hecho lo humanamente posible por apartarla de los infiernos de la bebida, su libre albedrío hubiese elegido esa senda—. El juez la declaró incapaz. De vez en cuando me molesta pidiendo dinero. Mire. Por ahí viene Natalia.

El matrimonio oriental que atendía la casa había dispuesto la cena en el interior de una fresca pérgola. Tras los entrantes apareció una langosta. Embún comió con apetito, vorazmente. Su estilo con los cubiertos dejaba mucho que desear. Hablaba con la boca llena.

Natalia apenas probó la delicada carne. El asesor agradecía la cháchara de Embún, que le autorizaba a permanecer en silencio, amparándose en monosílabos mientras el empresario se decidía a abordar el asunto de su campaña.

Natalia le trataba de usted, evitaba mirarle. Mantenía la atención en su marido, sirviéndole vino blanco con una sutil sumisión. Tomaron café. Embún encendió un habano.

—Bien, Singra. Si le parece, vamos a entrar en harina.

Respetó una pausa, como ofreciendo al asesor la oportunidad de una opinión o un prólogo, pero David se limitó a aplicar flojas caladas a su tabaco de Vuelta Abajo.

—Natalia y yo lo hemos discutido en profundidad. Ella me conoce a la perfección. Sabe hasta qué punto tengo capacidad de sacrificio, hasta dónde estoy dispuesto a dar. Por mi ciudad. Por mi país.

—Eso es importante —aprobó el asesor.

—La gente está harta de promesas. Hace veinte años que soportan las mismas caras repitiendo los mismos mensajes gastados. Ha llegado la hora de ofrecer algo más. Mi familia me apoya. Con ellos a mi lado será fácil ganar.

Embún decidió que había hablado bastante. Sostuvo el habano entre los labios, hizo tintinear la copa.

—Agradezco su franqueza —dijo Singra—. Si llegamos a un acuerdo económico —Embún compuso un gesto magnánimo—, me ocuparé personalmente de dirigir su campaña electoral. A partir de ese momento hará con exactitud lo que yo le ordene. Punto por punto, señor Embún —insistió.

El empresario afirmó con disciplina. Natalia se había concentrado en el mantel. Singra adoptó un registro cómplice.

—Presentaremos su candidatura al Senado en el marco de una nueva opción política, que procederé a crear. Si todo sale según mi programa, en enero será usted senador. Desde ese cargo podrá aspirar a nuevos objetivos, sin límite.

Hubo una tensa pausa.

—Brindemos por ello —propuso Embún tomando el rostro de su mujer. La besó en los labios con un beso duro.

 

 

La avenida del Perú, con su vigilancia privada, quedó atrás. La carrocería del Volvo brillaba en la oscuridad de la carretera del aeropuerto. David buscó en el dial una emisora de jazz. Conducía despacio, tratando de ordenar sus ideas.

Comenzó a llover torrencialmente. Tardó una hora en atravesar la ciudad. Barranco de Lobos era una luz en la noche: la bombilla del porche de Tostao. Singra empujó una puerta de doble batiente. El boxeador dormitaba ante un tablero de ajedrez y una botella de vino sin marca.

Singra le había enseñado a mover las piezas. Desde entonces quería jugar a cualquier hora.

—¿Una partida?

El asesor aceptó pese al cansancio. Tostao se apresuró a alinear los ejércitos.

—No me he gastado todo ese dinero en libros para que sigas ganándome.

Singra no podía expulsar de su cabeza la imagen de Natalia Embún. Esa mujer le atraía. En cuanto me habló de ella supe que estaba enamorado. Deseaba poseerla pero, al mismo tiempo, temía que llegara a ocurrir. Desde su ruptura con Rebeca desconfiaba de cualquier sentimiento.

De la cocina escapaba un olor a aceite rancio, a fritos. Tostao pidió permiso para consultar un movimiento en sus libros de partidas inmortales.

—No debería darte ventaja.

Tras repasar los volúmenes, Tostao ejecutó un sacrificio.

—Jaque.

—Has aprendido mucho en esos libros.

El boxeador asintió con orgullo. Cuando su rival rindió la posición respiró con fuerza.

—¿Otra?

—Es tarde. Deberé replantear mi estrategia antes de volver a enfrentarme contigo.

—Yo juego con negras.

—Hoy no soy rival para ti.

Singra se sirvió medio vaso de vino.

—He venido a encargarte un trabajo.

La bombilla de la cocina emitía una luz triste. La foto dedicada de un boxeador muerto, uno de los sparrings de Tostao, los contemplaba desde la pared. Se oían los grillos y, en la distancia, el aullido del perro de Singra.

El asesor le mostró un recorte periodístico. Tostao lo miró durante un minuto.

—Necesito información sobre ese hombre. Estará a las siete en el aeropuerto, despidiendo a sus hijos. Te anotaré las señas.

—¿Jugamos una partida, hasta las siete?

—Blancas —se resignó Singra, quitándose la chaqueta—. Pero aparta esos malditos libros.

—Los sé de memoria —sonrió Tostao, llevándose un dedo a la sien—. Como la cara de ese hombre, Embún. Ya no se me olvidará nunca.