Capítulo 18
A
menudo resistía tantos días sin dormir que el tiempo se convertía en una tenue conciencia. Abandonaba la redacción de madrugada, cuando me habían confirmado el cierre de la edición, pero aún, en la soledad de mi domicilio, leía o escribía hasta el amanecer.
Sobre las diez y media de la mañana, después de haber desayunado en la Cafetería Principal, siempre café americano, sin azúcar, con churros, después de mirar las piernas de las secretarias de los bancos y leer el ejemplar que yo mismo había corregido en galeradas, entraba en la redacción ensayando mi célebre sonrisa de galápago, terror de becarios, redactores corruptos y periodistas inclasificables como ese Quintín Racaj de voz de pájaro que madrugaba cada día y jamás libraba, acaso porque no tenía a dónde ir.
Aquel cabrón con pintas de Singra o cualquiera de los muchachos de sucesos, sección donde resistía la vieja guardia del periodismo racial, habrían podido iniciar al joven Quintín en las fuentes nocturnas de la prensa canalla, pero Singra estaba ocupado fabricando presidentes o lamentando sus tragedias de amor, y Risco y los suyos, después de haber intentado en vano arrastrarle a la perdición, optaron por dejarle en paz. Solo, como él quería estar, en su zaquizamí de teletipos, con sus notas y cintas, y con esa lívida y enfermiza palidez.
Yo sabía por una de las limpiadoras, viuda de un linotipista, que Racaj llegaba a las ocho. Colgaba esa trinchera suya y, como si de la perseverancia fuera a surgir la lucidez, inclinando la cabeza bajo la lámpara se ponía a revisar sus cuadernos, agendas, fichas. Ordenaba apuntes, los pasaba a limpio y clasificaba hasta sentirse seguro de la información que estaba manejando. Consultaba enciclopedias, archivos. Era el redactor que más tiempo empleaba en la hemeroteca. No le molestaba el rumor de los teletipos que escupían sin cesar partes de agencias; cuando los rollos de papel se enroscaban por el linóleo del piso cortaba las hojas y, según materias, las repartía por las mesas, como un ordenanza.
¿Quién diablos era Quintín Racaj? El director nos lo había presentado sin agregar gran cosa a su decisión de incorporarlo a la plantilla de redactores. Su hosca presencia emanaba inquietantes atmósferas y esa clase de tensión que acostumbra a generar la timidez. Nunca hablaba de su vida privada, de seres próximos, de una mujer. Para él todas las jornadas equivalían a una misma consagración a su causa. Odiaba la corrupción más que un juez. Era un puro, un dictador. Cuando me exponía las pruebas del caso que estuviera investigando yo siempre tenía la sensación de enfrentarme a un tribunal.
Una vez me dijo que le gustaban las vidrieras emplomadas de la redacción y el olor a lejía del piso. Supongo que esas breves licencias resumieron sus máximas concesiones al sentimiento poético de la vida.
Pasaba a limpio sus notas. Escuchaba sus cintas. Cuando llevaba semanas sin acercarse a mi despacho yo le visitaba para apostrofar su rutina: «La literatura, Racaj, esa innoble ramera, atenta por esencia a la veracidad de los hechos. Usted ha nacido para exponer acontecimientos verídicos, no para especular sobre lo que no haya visto, oído o palpado con sus propias manos. Lo hará, y lo lamentará, pero yo tendré la conciencia tranquila por haberle advertido.»
A veces permanecía en mi despacho, callado y rígido delante de mí, mirando los libros de Miller o Anaïs Nin que yo releía como un tónico contra la tentación de intentar vencer nuestra naturaleza animal. Le hablé de ambos genios; incluso le ofrecí en préstamo sus inmortales obras. Se excusó alegando que apenas disponía de tiempo para leer otra cosa que periódicos. Le pregunté:
—¿Hay alguna mujer en su vida, Quintín?
—En el sentido en que usted respondería, no, don Leandro.
Por más que me sublevara admitirlo debía reconocer que Racaj era un buen periodista. Bueno de verdad. Pertenecía a la generación de los ordenadores, de la frase corta, pero era dueño de una paciencia antigua y de esa intuición de reportero de calle que lleva a tirar del hilo de complejas tramas. Su vida privada era secreta, aunque siempre pensé que ni siquiera existía. No tenía vicios, flancos débiles. No bebía ni frecuentaba los prostíbulos de la Morería. Nunca noté que una pasión acechase su hostil serenidad, su mundo de silencios y sospechas.
No ignorábamos que su pluma era de las más leídas, pero evité decírselo para no excitar su vanidad. Había escrito media docena de reportajes tan precisos y fríos como valerosos y dignos de reconocimiento. Su firma a una columna, en negras, era toda su recompensa por jugarse el tipo introduciéndose en ambientes que habrían hecho temblar a un veterano.
«Observen a la gente —solía repetir, con mi cascada voz de barítono, a los redactores, en particular a los que poseían cierto talento literario—. Si pretenden ganarse la vida escribiendo, observen a la gente.» Pero a Quintín, no sé por qué, nunca me atreví a darle consejos. Quizá porque sus ojos siempre abiertos detrás de las gafas emitían un brillo parecido al de los delincuentes con los que, cuando andaba tras algo serio, se entrevistaba en la prisión, ofreciéndoles dinero, o lo que fuera, a cambio de información.