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El eremita
Como hacía cada mañana, después de contemplar la salida del sol y asegurarse de que este continuaba su camino ascendente hacia lo más alto del cielo, el eremita cruzó las murallas de la ciudad desierta y caminó hasta la orilla del Tigris. Una piel de cabra atada a la cintura era todo su atuendo. Cojeaba del pie derecho a causa de una fractura mal soldada. Al hombro llevaba el odre donde almacenaba el agua. Bebió, se mojó la cara, llenó el odre.
Al ponerse en pie vio en el horizonte una nube de polvo. La observó hasta que estuvo seguro de que avanzaba hacia él. Regresó todo lo rápido que pudo al cobijo de la ciudad, cargado con su odre. Trepó a los restos de la muralla, desde cuya cima vio un ejército que se acercaba por el desierto.
Eran los restos de los Diez Mil, la fuerza de mercenarios griegos reclutada por el persa Ciro para derrocar a su hermano Artajerjes II, el Gran Rey. Habían partido de Lidia hacía más de seis meses y se abrieron paso a través del Imperio Persa hasta Cunaxa, en Babilonia. Allí se enfrentaron en batalla al Gran Rey y Ciro resultó muerto al ser alcanzado por una jabalina en un ojo, lo que canceló su acuerdo con los mercenarios.
Avanzaban de regreso a su patria tras haberse deshecho de carros, tiendas y todo material superfluo. Los acosaba el persa Tisafernes, sátrapa de Caria, Lidia y Gran Frigia. Los supervivientes de los Diez Mil estaban al límite de sus fuerzas, y su viaje de retorno apenas había comenzado. Se alimentaban de lo que cazaban y robaban. Empleaban como leña las flechas lanzadas contra ellos.
La ciudad desierta era la antigua Larisa, levantada por los asirios y asediada y destruida por los medas hacía doscientos años. Desde entonces permanecía en ruinas.
Los restos de los Diez Mil marchaban hacia Larisa en formación rectangular, con los heridos, los animales de carga y los esclavos en el interior. Al llegar ante las murallas, el ateniense Jenofonte, líder de los mercenarios, detuvo el ejército. Anunció que acamparían en la ciudad durante tres días. Envió partidas de soldados hoplitas a las aldeas próximas en busca de comida. Les ordenó también secuestrar a no menos de ocho médicos para que atendieran a los heridos.
El eremita atajó por casas en ruinas y callejones. Tenía su guarida en una construcción donde el techo no se había derrumbado, pero que no era una de las mejores ni de las más próximas al centro de la ciudad. La entrada estaba medio obstruida por escombros y arena. Él añadía ramas de espino. Siempre que un cazador o un viajero curioso se adentraban en Larisa, el eremita se acurrucaba en su refugio y no se movía de allí en varios días.
Pero los griegos eran como agua vertida sobre roca porosa. Llegaron a cada calle, a cada edificio y a cada habitación. Dos hoplitas apartaron los espinos con sus lanzas y penetraron en la guarida del eremita. Lo descubrieron agazapado en un rincón, como una araña barbuda. Los cascos de bronce, los mantos púrpuras y los escudos lo hacían temblar. Fue llevado a rastras ante Jenofonte.
El ateniense encabezaba los restos de los Diez Mil desde que los persas ejecutaron a los generales griegos. Él ni siquiera era capitán, pero había reorganizado el ejército y le había insuflado ánimo para emprender la vuelta a casa. Presumía de ser amigo de Sócrates. Para que su aspecto fuera lo más marcial posible, llevaba siempre puesta la coraza. Estaba acampado en la plaza de la ciudad. Cuando le llevaron al eremita, bebía vino de dátil sentado en un banco que dos esclavos habían construido para él con ladrillos de una casa.
Los soldados soltaron a su presa, que se encogió en el suelo. El pelo y la barba del eremita barrían la arena. Su rodilla derecha se doblaba hacia adentro, en un ángulo anómalo. Estaba esquelético, renegrido por el sol y tenía los ojos inflamados. Sus captores informaron de dónde lo habían encontrado.
¿Quién eres?, preguntó Jenofonte.
El eremita miraba atemorizado a la multitud que lo rodeaba. Uno de los hoplitas lo pinchó con el extremo romo de su lanza para hacerle contestar.
Hacía años que no hablaba con otra persona. Tampoco con los dioses ni consigo mismo.
Nadie, dijo.
La falta de práctica hizo que su respuesta sonara como un gañido. El eremita se asustó de su propia voz. Miró alrededor con ojos desorbitados. Jenofonte le ordenó repetirlo.
No soy nadie.
¿Cuál es tu nombre?
No lo recuerdo.
¿Estás solo? No mientas o morirás.
Estoy solo.
¿Eres espía de Tisafernes?
No sé quién es Tisafernes.
Ojalá yo pudiera decir lo mismo. ¿Cuánto tiempo llevas viviendo en estas ruinas?
No lo sé.
Demasiado, sin duda, dijo Jenofonte. ¿Por qué estás aquí? ¿Alguien te obliga? ¿Eres un desterrado?
Este es mi lugar.
¿La ciudad te pertenece?, preguntó Jenofonte con una sonrisa sardónica.
No.
¿Entonces te gusta vivir aquí, entre víboras y escorpiones?
Al eremita se le atascaron las palabras. Jenofonte ordenó que le dieran agua. Se estaba divirtiendo.
No hago mal a nadie, dijo el eremita.
Jenofonte lo contempló largamente y movió la cabeza en un gesto impreciso que pudo ser de asentimiento.
¿Necesitas algo? Mis hombres llegarán pronto con comida.
El eremita negó con la cabeza.
Un médico puede mirarte esa pierna.
El eremita volvió a negar.
Como quieras, dijo Jenofonte, y ordenó que lo dejaran ir, y luego pidió más vino y pan de mijo.
Regresó a su guarida evitando las miradas de los griegos. La encontró desierta pero sus míseras pertenencias estaban esparcidas por el suelo, rotas. Alguien había rajado el odre y la arena se había tragado su contenido. Se acurrucó en un rincón sin molestarse en colocar los espinos en la entrada. Se tapó los oídos para no oír las estruendosas voces de los griegos.
Las partidas enviadas por Jenofonte en busca de provisiones regresaron con bueyes y cabras. Sacrificaron a los animales, los clavaron en espetones y los pusieron a asar en la plaza de Larisa. El olor se esparció por la ciudad. El eremita, que no recordaba la última vez que comió carne cocinada, deliró el resto del día y toda la noche.
Perdido su odre, tenía que ir a beber al río. Eso lo obligaba a ver a los griegos. Aguantaba la sed hasta que no podía más. Entonces iba al Tigris y veía a los soldados bañarse desnudos, frotándose unos a otros con cantos rodados.
El eremita regresaba a su guarida tratando de evitar a los restos de los Diez Mil. Doblaba una esquina y se quedaba paralizado. En mitad de una calle desierta, un griego defecaba. El eremita lo contemplaba estupefacto. El griego, sin levantarse, le gritaba y amenazaba con su lanza y buscaba a su alrededor alguna piedra que arrojarle.
La mayoría de los griegos ignoraban al eremita. Algunos lo odiaban.
Estaban extenuados. Habían sido humillados en combate. Los persas iban tras ellos. Era poco probable que volvieran a ver a sus padres, mujeres, hijos. Los pueblos por los que pasaban eran pobres, así que el botín que obtenían de los saqueos era escaso, y no les quedaba más remedio que llevarlo a cuestas, teniendo que abandonarlo en la siguiente escaramuza.
Cuando divisaron las murallas de Larisa ansiaban un oasis repleto de manjares y mujeres hermosas donde reponer fuerzas. Pero la ciudad no era más que un montón de escombros. Las murallas se habían derrumbado en diversos puntos; no eran una defensa contra las tropas de Tisafernes. No había comida. En las aldeas más cercanas los recibían arrojándoles flechas y piedras.
Que el eremita hubiera escogido vivir allí era un insulto.
Los griegos irrumpían en su guarida blandiendo lanzas y dagas e insistían en preguntarle dónde había nacido, si tenía mujer, si tenía hijos, si en su vida anterior había sido rico o esclavo, si practicaba sacrificios a los dioses, si era persa o pertenecía a alguno de los pueblos bárbaros que luchaban del lado del Gran Rey. Él gemía y suplicaba que lo dejaran solo y entonces lo pateaban y le escupían.
Al segundo día decidió abandonar la ciudad hasta que los restos de los Diez Mil hubieran proseguido su camino. Esperó a la noche. No había luna. Conocía las calles tan bien que habría podido recorrerlas con los ojos vendados. Salió de la ciudad por una abertura de las murallas. Solo llevaba un atillo con unos pocos dátiles, una calabaza llena de agua y una hoja de sílex encontrada hacía años en una cueva.
Caminó guiándose por las estrellas. Contaba sus pasos para saber cuánto se había alejado. Cuando la pierna le dolió tanto que ya no pudo seguir caminando, se tendió al raso y se cubrió con una piel de cabra. Disfrutó de un sueño instantáneo, libre de molestias.
Estaba en pie antes del amanecer. Quería recorrer un buen trecho antes de que el sol calentara con fuerza. Se dirigía a las montañas, donde planeaba buscar alguna madriguera abandonada por un animal. Si no la encontraba, construiría un refugio empleando palos y piedras.
Con la primera luz, se sintió observado. Miró a su espalda. Una polvareda se aproximaba por la llanura. Pensó que eran los restos de los Diez Mil, que iban en su busca, pero pronto vio que no era posible. La nube de polvo era demasiado pequeña y se movía muy rápido.
Como no había dónde ocultarse, el eremita se tendió boca abajo y se enterró en la arena, asomando nada más que los ojos y la nariz. Permaneció inmóvil. La nube siguió acercándose.
Era el último carro de guerra de los Diez Mil. Tenía ruedas robustas, un largo eje para evitar los vuelcos y hoces laterales con las que segar a los enemigos. El auriga gobernaba con una mano; en la otra sostenía una jabalina. Los caballos cabalgaban hacia donde se hallaba el eremita. Cuando estaban a punto de pasarle por encima, se puso en pie y cruzó los brazos ante el rostro. Ni siquiera se le ocurrió gritar. El auriga tiró de las riendas y detuvo a los caballos justo a tiempo. Al eremita le temblaban las piernas. No quería abrir los ojos para ver qué había ocurrido.
El auriga se llamaba Cleáreto y en la ciudad nunca había tratado mal al eremita. Al descubrirlo en mitad de la llanura no se enfadó, sino que le preguntó si se encontraba bien y si podía ayudarlo en algo. Incapaz de dejar de temblar, el eremita negó con la cabeza. Cleáreto recogió su atillo, caído en el suelo, y se lo entregó. Le explicó que había salido de la ciudad en compañía de una partida de cazadores. Los demás iban a pie; Cleáreto se había adelantado. La única razón por la que el ejército conservaba aquel carro era que les servía para cazar. Pero en cuanto el terreno se volviera difícil, lo dejarían atrás. Cleáreto se lamentaba por anticipado. Amaba su carro. Presumió de sus habilidades como auriga. Exageró las hazañas que había realizado en Cunaxa. Antes de que le ordenaran abandonar el carro, quería disfrutarlo cuanto fuera posible.
Dijo al eremita que montara con él. Quería mostrarle la velocidad que alcanzaba, la disciplina con que le obedecían los caballos.
El eremita respondió que no pero Cleáreto lo forzó a subir. Antes de que se diera cuenta, los caballos iban al galope. Cleáreto los azuzaba con el extremo romo de su jabalina. A su lado, el eremita se aferraba al borde de la caja. Cada vez que el carro pasaba sobre una piedra y las ruedas se despegaban del suelo, Cleáreto aullaba de placer. Dijo a gritos que buscarían una bandada de avestruces y les segarían las patas con las hoces.
Vieron avestruces y fueron en su persecución. Pero los caballos estaban cansados. Las aves se abrieron en abanico. Manchas temblorosas, negras y blancas. Las patas se movían tan rápido que no se veían. Cleáreto tiró de las riendas. A los caballos les salía espuma de la boca.
No importa, dijo Cleáreto. Ha sido divertido.
El eremita quiso apearse pero el auriga no se lo permitió.
Vayamos con los demás, dijo. Comamos algo.
Regresaron con el resto de la partida de caza. Los otros cazadores habían tenido más suerte. Sentados alrededor de una hoguera, una docena de arqueros se pasaban un odre de vino de dátil. Un poco más allá: un desordenado apilamiento de avutardas y otro de gacelas. Una de estas se asaba al fuego. Mejor comer antes de volver a la ciudad, donde tendrían que compartir la caza con los demás.
Cleáreto tiró del eremita hacia el círculo y lo obligó a sentarse a su lado. Contó a los otros lo cerca que habían estado de segar diez avestruces. Cuando la carne estuvo hecha, cortó un trozo con su daga y se lo tendió al eremita, que lo miró horrorizado.
Cleáreto le preguntó si no le gustaba la gacela. El eremita no respondió. Comió. Masticaba cada bocado eternamente, resistiéndose a tragar. La carne se le enfrió entre las manos. Le corrían lágrimas por el rostro pero nadie le prestó atención.
Llegó otro cazador, que se había apartado del grupo. Traía una única presa: una chica a la que había encontrado mientras pastoreaba cabras. Le había atado las manos a la espalda y ella lo seguía con la cabeza gacha y lloraba en silencio. El cazador se sentó a comer y la chica aguardó al borde del círculo, temblando, sin atreverse a alzar la cabeza. Era guapa y muy joven, apenas una niña.
Cuando otro de los cazadores se hartó de gacela, cortó las ligaduras de la chica, le arrancó la túnica y la tumbó en el suelo. Los demás se fueron sucediendo. A veces la usaban de dos en dos. Cleáreto y otros reían. El eremita evitaba mirar. Los que habían terminado con la chica, miraban hacer a los demás o volvían el rostro al sol con los ojos cerrados y se escarbaban entre los dientes, rescatando restos de gacela, y sonreían satisfechos. Cleáreto no dejaba de dar codazos al eremita. Le decía que él también tendría su oportunidad, aunque debería esperar hasta el final; sería el último, y habría cazadores que querrían repetir. Entonces llegó el turno del auriga y, cuando se tendió sobre la chica, el eremita aprovechó para escabullirse.
Caminó todo el día por una llanura donde crecía el ajenjo. La pierna le dolía pero estaba satisfecho de volver a estar solo y esto le proveía de fuerzas para continuar. Se quedaría un tiempo en las montañas, había decidido, suficiente para que los restos de los Diez Mil se fueran de Larisa, y más aún.
Al atardecer divisó un jinete al que seguían varios hombres a pie. El grupo también lo vio a él y se desvió para ir a su encuentro. Poco después llegaban junto al eremita. Se trataba de una partida de exploradores del persa Tisafernes, integrada por un hombre a caballo y seis honderos.
El jinete, que era el jefe de la partida, contempló al eremita y luego miró a su alrededor, como si quisiera asegurarse de que no lo acompañaba nadie, o como si no pudiera creer que un hombre caminara solo por aquella llanura.
Con la autoridad que le otorgaban su posición elevada y el respaldo de los honderos le preguntó quién era y qué hacía allí.
Soy un eremita. Me dirijo a las montañas.
¿Por qué motivo?
Ninguno, salvo que el aire es allí más fresco.
El jinete gruñó, lo que no tenía por qué significar que estuviera de acuerdo.
¿Vas a reunirte con alguien?
No conozco a nadie en las montañas.
El jinete señaló en la dirección de la que venía el eremita.
¿Qué hay por allí?
La antigua ciudad de Larisa.
¿Quién la habita?
Nadie. La ciudad está desierta, abandonada desde mucho antes de que tú y yo naciéramos. Poblada solo por víboras y escorpiones.
¿Has vivido en ese lugar?
Lo hice durante un tiempo.
¿Por qué?
Porque no había nadie.
El jinete volvió a gruñir.
¿Has visto un ejército de perros griegos huir por este desierto?
Hace mucho que no veo a nadie.
¿Cuánto tiempo?
El eremita agachó la mirada.
Ni siquiera puedo recordarlo, dijo.
El jinete hizo aparecer una bolsa. No la abrió. Se limitó a agitarla. Algo tintineó dentro. Era una bolsa abultada. Luego repitió:
¿Has visto un ejército de perros griegos huir por este desierto?
Otra negativa.
Entonces el jinete hizo un gesto para indicarle que prosiguiera su camino, pero como el eremita seguía mirando al suelo tuvo que decir:
Puedes irte.
Se alejó cojeando. Los exploradores permanecieron inmóviles hasta que el jinete dio una orden. Los honderos escogieron proyectiles de los zurrones que llevaban cruzados sobre el pecho, los colocaron en sus hondas y los lanzaron contra el eremita. Varios le alcanzaron. Luego practicaron su puntería con el cuerpo caído en el suelo. Continuaron haciéndolo hasta que el jinete dio otra orden.
El grupo se acercó al cuerpo. Un proyectil le había abierto la cabeza. Los honderos se acuclillaron a su alrededor. Desataron el atillo. Mientras tanto el jinete oteaba el horizonte, al margen de aquel mísero saqueo. El que aseguró con mayor vehemencia que había matado al eremita se quedó con la hoja de sílex. Nadie quiso nada de lo demás. Registraron el cadáver. Le dieron la vuelta y lo volvieron a registrar. Un hondero le palpó el hueco tras los testículos por si allí ocultaba algo.