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Paso a paso hacia el final del día
Había cambios en el pueblo. El hombre pasó ante una tienda de equipos de submarinismo, otra de productos dietéticos y una franquicia de lencería; todos negocios nuevos. Algunas fachadas habían sido chorreadas con arena. Pero lo principal seguía allí, inalterado. No gran cosa. Una bruma salada atenuaba la luz de las guirnaldas de bombillas tendidas sobre la calle principal. El único indicio de las fiestas navideñas.
No había podido resistir la tentación de echar un vistazo. Pero se hacía tarde. Sin más preámbulos puso rumbo al cementerio.
Aparcó el coche frente a la verja del camposanto y buscó entre los bloques de nichos el lugar donde iban a enterrar a su padre.
Le sorprendió el número de asistentes, más reducido aún de lo que esperaba. Solo cinco hombres, todos de edad avanzada y rostro abotagado, abrigados con chaquetones de pana. Marineros retirados. Uno iba en zapatillas. No reconoció a ninguno. Sin embargo su identidad sí debía de estar clara para ellos pues al verlo aproximarse hubo inclinaciones de cabeza y un incómodo y generalizado restregar de pies contra el suelo.
La ceremonia ya había empezado. El sacerdote también era nuevo, un joven con gafas de pasta de diseño moderno. La reserva con que recitaba el responso indicaba que era una de las primeras ocasiones —si no la primera— que lo hacía.
El hombre contempló el ataúd y la única corona de flores que lo acompañaba. Al cabo de unos minutos las palabras del sacerdote derivaron hacia un sonsonete monótono y se distrajo sin poder evitarlo. Dejó vagar la mirada por los rostros de los asistentes y más allá, hasta las tumbas de la parte antigua del cementerio. Recordó cuando, siendo él niño, un ascenso del nivel freático hizo que el agua alcanzara las tumbas y penetrara en las cajas. Ni el ayuntamiento ni la parroquia disponían de fondos para drenar el suelo, por lo que los restos permanecieron así, disolviéndose en sus ataúdes, hasta que la pulpa resultante se sedimentó en una burda parodia de entierro marinero.
Su padre estaría seco. Su lugar estaba en el último nivel de un bloque de nichos, a dos metros del suelo. Haría falta una plataforma elevadora para subir el ataúd y, más tarde, una escalera para ponerle flores, ocurriese eso cuando ocurriese.
El oficio concluyó con suavidad. Dos de los marineros se acercaron para estrechar la mano al hombre y murmurar unas palabras ininteligibles. Los demás se alejaron con las manos hundidas en los bolsillos. Una vez se hubieron ido todos, el sacerdote se aproximó también, luciendo una sonrisa demasiado amplia, dadas las circunstancias.
Me alegro de verlo. Pensaba que no iba a venir.
Había sido el sacerdote quien el día anterior lo llamó para comunicarle el fallecimiento. Después, creyendo por el tono falto de sorpresa del hombre que el anuncio no le había afectado en exceso, pasó a hablarle de sí mismo. El hombre había permanecido con el teléfono pegado a la oreja, oyendo aquella voz desconocida que lo informaba de su reciente llegada al lugar y de los planes que tenía para la parroquia; pensaba reparar el tejado de la iglesia e instalar un nuevo sistema de calefacción.
El difunto había reservado el nicho hacía años y la cofradía de pescadores corre con los gastos del entierro, le dijo el sacerdote mientras salían del cementerio.
Entonces, ¿está todo arreglado?
Por ese lado sí. Tendrá usted que ir a la pensión donde se alojaba, para recoger sus cosas.
¿Sabe si debía algo allí?
Probablemente. Quiero decir que probablemente lo debía.
Bien… Iré.
Y añadió:
Quiero darle las gracias por cómo lo ha llevado todo.
Le resultaba extraño tratar de usted a alguien más joven que él.
No hay de qué, respondió el sacerdote. Es parte de mis obligaciones y, como he dicho, no sabía si usted iba a venir o no.
Yo…, empezó a decir el hombre sacando del bolsillo un sobre con un cheque, no sabía cómo se iban a solucionar las cosas y he traído esto en previsión.
No es necesario.
¿Cree que debería entregárselo a la cofradía?
Esa es su decisión.
Una vez más, ¿podría usted hacerse cargo?, preguntó tendiendo el sobre, que el otro tomó con miramiento.
¿A la cofradía?, preguntó el sacerdote sosteniéndolo entre el índice y el pulgar.
El hombre lo meditó un instante.
No. A la parroquia, dijo. Creo que es lo correcto.
El sacerdote agradeció su generosidad y le mostró de nuevo sus condolencias antes de despedirse.
Espero volver a verlo por aquí, dijo.
Sí, es posible, respondió el hombre con vaguedad.
Se ofreció a llevar al sacerdote de regreso al pueblo pero este disponía de su propio coche. Se estrecharon la mano.
El hombre ya estaba sentado al volante cuando, en un arrebato, bajó el cristal de la ventanilla y llamó al sacerdote. Este se detuvo, con las llaves de su coche en la mano.
Oiga… Lo del sobre, dijo el hombre, mejor mitad para la parroquia y mitad para la cofradía, ¿de acuerdo?
El sacerdote asintió en silencio.
La pensión no estaba lejos del cementerio. Un anciano abrigado con una chaqueta de lana le abrió la puerta. Ante las explicaciones del hombre acerca de quién era y el motivo por el que estaba allí respondió con un escueto: ¡Ah, sí!, y lo guio por un pasillo estrecho y oscuro. Pasaron ante una sala de estar de la que salían voces roncas y cada pocos segundos el estampido de una ficha de dominó contra una mesa. En el extremo del corredor se detuvieron frente a una puerta cerrada con llave que el anciano procedió a abrir.
Un olor a ambientador de lilas y madera vieja abrazó al hombre.
La habitación era mayor de lo que había imaginado. Tenía un ventanal amplio, con un geranio y un pequeño tendedero en el alféizar. Por supuesto, estaba desordenada y no muy limpia. Había una cama, una mesa con una única silla y una alacena con algunas latas de conservas. En un armario al que le faltaban las puertas se amontonaban varias prendas de ropa. Salvo dos cañas de pescar en un rincón y un carrete desmontado junto a un bote de aceite sobre la mesa, el hombre no vio más aparejos. Había una caja de manzanas arrugadas, una radio, cáscaras de avellana por el suelo, un fregadero y, junto a él, los enseres de afeitado y un frasco de colonia sin tapón, con el contenido evaporado. Encima del radiador, un par de calcetines puesto a secar.
No vio ninguna botella. Supuso que el dueño de la pensión las habría retirado.
Sobre la mesilla de noche estaban desplegados varios documentos, entre ellos los carnés de identidad y conducir de su padre —ambos caducados—, y una agenda manoseada abierta por la página donde figuraba el número de teléfono del hombre. Era así como el sacerdote lo había localizado.
La ropa de cama había desaparecido. Un colchón desnudo descansaba sobre el somier.
Debía el alquiler del mes pasado y de lo que llevamos de este.
La voz del anciano lo sobresaltó.
Yo me haré cargo. ¿Durante cuánto tiempo vivió aquí?
Deje que piense… Creo que fueron tres años. Casi. O algo más.
Y… ¿ocurrió aquí?
¿El fallecimiento?
Asintió.
Sí, en la cama. Yo mismo lo encontré. Vine a buscarlo cuando vi que tardaba en ir a desayunar. Habitualmente estaba en pie a las siete.
¿Sabe si sufrió?
El otro se encogió de hombros.
No creo. Fue algún asunto del corazón. No sabía que tuviera problemas con eso.
Yo tampoco, reconoció el hombre.
Y tras una pausa pensativa añadió:
Ahora, si me permite, quisiera recoger sus cosas.
Sí, claro. ¿Quiere que lo deje solo?
Por favor.
Estaré en la sala por si me necesita, dijo el anciano, pero no se movió.
¿Ocurre algo?
El dinero. ¿Podríamos dejarlo solucionado ahora?
Sí, el dinero. ¿Cuánto le debía?, preguntó sacando la cartera.
El anciano dijo una cantidad, ni baja ni elevada, y él le tendió una tarjeta de crédito.
No aceptamos de eso. Solo efectivo.
Pagó sin discutir.
¿Va a llevarse ahora sus cosas?
Sí, ahora mismo.
Solo los efectos personales. Los muebles son de la pensión, puntualizó el anciano.
Lo tendré en cuenta.
Una vez a solas se sentó en la cama. No había llevado ninguna bolsa ni maleta para recoger las cosas de su padre. De todos modos no había nada que mereciera la pena ser salvado, pensó. Salvo las cañas de pescar todo era ropa vieja y artículos sin valor. Su padre no era como él, amigo de atesorar recuerdos personales y libros con dedicatorias o páginas especiales señaladas con trozos de papel de seda. Su padre tampoco había llevado nunca reloj ni poseído coche. Solo tenía su lancha de pesca, que en aquel momento permanecía atracada en el puerto, urgentemente necesitada de achique.
En la calle la oscuridad se colaba a tientas entre la niebla.
Sacó el móvil y llamó a su casa. Después de una docena de timbrazos colgó y marcó un nuevo número. Su mujer respondió al instante.
¿Cómo ha ido?, preguntó ella.
Bien. Llegué tarde. Por poco me lo pierdo.
¿Dónde estás ahora?
En su pensión. Tengo que recoger algunas cosas.
Entiendo. ¿Estás bien?
Sí… Eso creo.
Suenas cansado.
Lo estoy.
Es tarde. ¿Vas a quedarte o volverás esta noche?
Lo estoy pensando.
¿Por qué no buscas un hotel?
Puede que lo haga. Primero voy a salir de aquí. De esta habitación. Después decidiré si me quedo o no. Buscaré un sitio donde cenar algo.
Me parece bien.
Si paso la noche aquí volveré a llamarte. ¿Dónde estás ahora?
En el gimnasio. En los vestuarios.
¿Vistiéndote o desnudándote?
Desnudándome.
Mejor. Disfruta de tus ejercicios.
En realidad voy a meterme en la sauna. Un baño de vapor rodeada de mujeres sudorosas. ¿Envidia?
Toda.
Se despidieron y colgaron.
Al otro lado de la ventana la niebla y la oscuridad habían formado una pasta uniforme, de leche y ceniza, entre la que una farola emitía una luz baja de forma, verdosa y extraña.
La última vez que habló con su padre fue tres semanas atrás. El teléfono sonó en mitad de la noche. En cuanto alzó el auricular la voz de su padre brotó atropellada. De nada sirvió pedirle calma. Sus palabras se apelotonaban sin espacios entre medias. El hombre apartó un poco el auricular del oído.
Llamaba para contarle algo que le había ocurrido esa tarde, mientras pescaba en el mar con su lancha. Estaba anocheciendo y recogía los aparejos para volver a puerto cuando vio algo en el agua. Los últimos rayos de sol arrancaban destellos de un cuerpo metálico que flotaba a un centenar de metros. Puso el motor en marcha y se acercó a él.
Se trataba de una cápsula esférica, de aproximadamente un metro de diámetro. Estaba fabricada con planchas finamente soldadas, de un metal azul celeste que al mirarlo de soslayo se cubría de irisaciones. A simple vista carecía de aberturas. Permanecía hundida a medias, subiendo y bajando en virtud del vaivén de las olas. Ignoraba qué podía ser. Quizás una pieza desprendida de un barco, pensó. La parte que se mantenía sobre la superficie estaba seca. El metal repelía el agua como hacen las plumas de algunas aves.
Se estiró sobre la borda para tocarlo. Estaba caliente. Se asombró aún más al notar una pulsación proveniente del interior, que se propagó por su brazo.
Pensó en llevar aquella cosa a tierra. Consideraba el modo de remolcarla cuando lo sobresaltó un silbido hidráulico proveniente de la cápsula. Una hendidura circular, hasta entonces invisible, se perfiló en la superficie metálica y con un nuevo silbido, este más grave, una escotilla procedió a abrirse, activada quizá por el reciente contacto de su mano.
La pulsación notada antes se hizo audible.
Con el corazón batiéndole en el pecho se asomó adentro.
Vio paneles de mando en los que relucían bombillas y pequeños relojes. Y en medio de todo ello: el tripulante. Un ser con aspecto de pulpo, provisto de tentáculos verrugosos. El frío aire marino lo hizo encogerse. Sus extremidades se agitaron; dos aún enroscadas a sendas palancas de control. Un arnés lo mantenía fijado a un asiento acorde con las peculiaridades de su fisonomía. Varios electrodos se adherían a la parte gruesa del cuerpo, de donde nacían los tentáculos. Nada en él hacía pensar en INTELIGENCIA.
La versión alienígena de la perra Laika.
El padre del hombre retrocedió hasta el extremo de la lancha llevándose una mano al pecho. Un tentáculo asomó fuera de la escotilla.
Entonces una ola más fuerte que las demás alcanzó la cápsula y su interior se llenó de agua. Una segunda ola concluyó el trabajo.
Se hundió rápidamente, sin dejar rastro. Las luces de los paneles de mando brillaron por última vez mientras desaparecía en la negrura.
Me crees, ¿verdad? Yo lo vi.
El hombre dijo que sí como quien da la razón a un loco. Eran las dos de la madrugada; no era difícil adivinar lo que su padre había estado haciendo hasta esa hora. Le recomendó que se fuera a la cama y descansara. Hablarían al día siguiente.
Pero él quería asegurarse de que lo creía. Entre palabra y palabra sorbía por la nariz y se aclaraba la garganta.
El hombre volvió a decir que sí antes de colgar el teléfono. Cuando regresó a la cama su mujer le preguntó:
¿Tu padre?
Sí.
¿Había bebido?
No se molestó en responder y ella no repitió la pregunta.
El hombre tardó en volver a dormirse. Pasó horas contemplando las formas difusas que se adivinaban en la habitación a oscuras.
Echó otro vistazo a su alrededor en busca de algo que llevarse. Un testimonio. Consideró coger la agenda de teléfonos. Pero finalmente se limitó a arrancar la hoja donde aparecían su nombre y su número de teléfono. Hizo una bola con ella y salió a la calle sin despedirse de nadie, en busca de una papelera.
Ansioso por respirar aire fresco, paseó por el pueblo. En los bares se jugaban partidas de cartas que habían empezado cuando él era niño. Al pasar por delante de uno de ellos distinguió a dos de los asistentes al entierro. Estaban apoyados en la barra. Uno lo vio y le mantuvo la mirada y él siguió adelante sin detenerse.
Se paró ante un sitio familiar. En su recuerdo allí se levantaba una vieja casa de tres pisos. En la fachada solía haber un cartel —una tabla de contrachapado pintada a brochazos e hinchada por la lluvia—: HAY HABITACIONES LIBRES.
Estaba remozada hasta el punto de ser casi irreconocible. La fachada lucía un impecable color azul cobalto, el tejado era nuevo y el pobre cartel había sido reemplazado por otro que, junto a tres brillantes estrellas, informaba de la presencia allí de un hotel.
El moderno aspecto del lugar lo hizo sentirse mejor y traspasar decidido la entrada.
En la recepción una chica leía una novela. La cerró al verlo entrar.
Buenas tardes, lo saludó.
El interior era acogedor y la temperatura agradable.
Buenas tardes. Quisiera una habitación para esta noche.
La chica se disculpó. No trabajaba allí. La dueña había salido un momento. Ella solo era una amiga. Le estaba cuidando el negocio.
¿Sabes si tardará mucho?
Nunca está fuera más de media hora. Si quiere usted volver más tarde…
No lo sé, dijo él, de pronto dubitativo.
O puede usted esperar aquí, se apresuró a añadir la chica, como si sus anteriores palabras pudieran hacerla responsable de perder un cliente.
Está bien. ¿Puedes decirme al menos si hay alguna habitación libre?
Ella se hizo a un lado y con un gesto de corista le señaló las brillantes hileras de llaves que colgaban frente a sus respectivos casilleros.
Gracias. En ese caso iré a dar un paseo y volveré más tarde.
¿Me lo promete?
El hombre se detuvo, la mano ya en el tirador de la puerta.
¿Es necesario?
Sí, respondió ella, vehemente.
Entonces te lo prometo.
La dueña está en el parque, dijo la chica, no fiándose quizá de su promesa. Por si quiere hablar con ella.
¿En el parque?
¿Lo conoce?
Él asintió.
El parque estaba a menos de cinco minutos. También allí había habido cambios. En lugar de los viejos plátanos de sombra y el suelo de tierra, encontró una moderna zona de recreo infantil. Había columpios, toboganes, estructuras para trepar y una torre de vigilancia en miniatura. En el centro de un foso de arena se alzaba una jirafa de escayola de dos metros de alto y brillante piel esmaltada. De su cuello pendía una guirnalda de flores, como si acabara de ganar una carrera de jirafas. Entre sus patas jugaba una niña. La madre la vigilaba desde un banco. Salvo por ellas dos, el parque estaba desierto.
El hombre se acercó a la madre.
Hola, Mamen, dijo, teniendo cuidado de no bloquear la línea de visión entre ella y la niña.
La mujer sonrió, sorprendida, y se puso en pie.
Intentó decir algo pero se le atascaron las palabras. Tragó saliva, sonrió de nuevo y preguntó:
¿Cómo estás?
Él se encogió de hombros.
Bien. Estoy bien.
Hubo un silencio durante el que se miraron uno al otro.
Siento mucho lo de tu padre.
Gracias.
Me extrañaba que no vinieras. No te vi en la iglesia.
Llegué tarde. Fui directamente al cementerio.
¡Ah! Yo no. Los cementerios… Ya sabes.
No importa.
Y añadió:
Me alegro de verte.
Y yo a ti.
Se sentaron en el banco.
Vengo de tu casa, que por lo visto ahora es tu hotel.
Mi boyante negocio.
Ha cambiado mucho. Por poco paso de largo sin reconocerlo.
Mi trabajo me ha costado. ¿Vas a quedarte?
Solo esta noche.
Serás mi huésped.
Eso me temo.
Lo dices como si te disgustara la idea. Te advierto que es el mejor hotel del pueblo.
Contigo al frente estoy seguro de ello. ¿Podré tener la que era tu antigua habitación?
Ella se rio.
Después de la remodelación se convirtió en cuarto de limpieza. Pero si te empeñas puedo llevarte allí una cama plegable.
Entiendo, dijo él uniéndose a su risa. Aceptaré lo que me ofrezcas.
La pequeña explosión de buen humor llamó la atención de la niña, que al erguirse reveló su considerable estatura. Con una mano posada sobre el lomo de la jirafa los observó fijamente.
¿Conoces a mi hija?, preguntó Mamen.
No.
Ahora la niña lo miraba a él, al extraño que se reía con su madre.
¡Rosa! Ven, corazón, la llamó Mamen. Ven a decir hola a un amigo.
La niña se aproximó con recelo.
Tienes que decirle hola sonriendo, le pidió su madre.
Hola, dijo ella, con una vocalización oscura, parte, junto con los ojos rasgados y las facciones redondeadas, de los efectos del Síndrome de Down.
Hola, cariño, ¿cómo estás?
Desde que el hombre había dejado el pueblo, Mamen y él solo se habían visto en un par de ocasiones. Aparte de eso las noticias sobre ella le habían llegado de tercera o cuarta mano. Supo que también se había ido de allí y que había empezado a trabajar en una guardería, así como que se casó con un ingeniero empleado en una central nuclear. Más tarde supo del nacimiento de su hija, y quien se lo comunicó empleó un tono nada jubiloso.
Por último tuvo conocimiento —esta vez a través de la televisión— de la muerte del marido.
Una noche sonó su busca. Había una emergencia en la central nuclear. Salió de casa diciéndole a Mamen que no se preocupara, que no sería nada importante.
Caía una fuerte helada. En la autopista su Mercedes patinó sobre una placa de hielo y salió despedido hacia un talud de hormigón. Los bomberos necesitaron más de una hora para sacarlo de entre el amasijo de hierros en que quedó convertido el vehículo, tiempo suficiente para que un equipo de televisión que regresaba de cubrir el inicio de la temporada de esquí grabara unos planos del siniestro. El hombre recordaba las imágenes: el coche con la mitad delantera aplastada y los bomberos que, empleando una cizalla, trataban de abrir una salida por un lateral. En el interior los restos del airbag brillaban bajo el foco de la cámara. El cuerpo del ingeniero resultaba apenas distinguible. Un sanitario había roto la luna trasera para colarse dentro, inmovilizarle la cabeza y suministrarle oxígeno.
El marido de Mamen falleció antes de que pudieran liberarlo.
La compañía eléctrica propietaria de la central lo consideró accidente laboral in itinere y desembolsó una cuantiosa indemnización. En el informe que más tarde se publicó sobre el incidente de aquella noche figuró como causa de la alarma: «Disparo espurio de reactor por fluctuación de tensión».
Nada importante. Como él había adivinado.
Poco después Mamen dejó su trabajo y regresó al pueblo. Con el dinero de la indemnización reformó la casa donde había crecido y abrió el hotel.
Suelo traerla al parque a esta hora, cuando no hay nadie, explicó ella por el camino. Debería tratarse más con otros niños, pero no es fácil. En este aspecto creo que lo estoy haciendo mal.
La niña caminaba por delante de ellos. Llevaba en la mano un puñado de arena del parque y cada docena de pasos dejaba caer un poco, como un personaje de cuento que trazara un rastro para encontrar el camino de vuelta.
Tenemos que empezar a ir más temprano, ¿verdad, Rosa?
Bueno, dijo la niña sin mirar atrás. Soltó la arena que le quedaba y se frotó la mano en el abrigo.
Cuando mejore el tiempo, añadió Mamen.
Luego se volvió hacia él.
¿Has cenado?
No.
Entonces lo harás con nosotras.
Tras una pausa añadió:
También vendrá Ángel.
Luego vaciló antes de preguntar:
¿Te acuerdas de él?
El hombre sonrió.
Por supuesto.
Aunque aún no habían llegado ya sentían el calor del hotel. ¿Has traído equipaje?
Solo un neceser. Está en el coche.
¿Vas ahora por él?
No. Más tarde.
Mamen agradeció su ayuda a la chica de la recepción.
De nada. También te he vigilado la cena, respondió ella. Miraba al hombre satisfecha y un tanto admirada de que hubiera vuelto.
¿Irás esta noche al concierto?, le preguntó Mamen.
Sí, allí estaré, dijo y tras abrigarse con una gruesa pelliza y un gorro de lana se despidió de todos y salió a la calle.
Dejaron las luces encendidas pero cerraron la puerta. Si llegaba otro huésped llamaría al timbre. La vivienda estaba en la planta baja. Se accedía a ella por la recepción del hotel.
¿No tienes miedo de que alguien se largue a la francesa?
No. Esta noche eres mi único huésped.
Mamen lo invitó a pasar a un pequeño salón. En un rincón, un abeto artificial, todavía desnudo. El contenido de varias cajas de adornos navideños estaba desperdigado por el suelo.
Es por la niña, le encanta adornarlo, explicó Mamen.
El hombre vio una estantería ocupada por libros de pedagogía y logopedia. Sobre una mesa auxiliar había varios artículos recortados de revistas médicas: «Últimos avances en Síndrome de Down, Síndrome de West y Trisomía 21», «Desarrollo cognitivo e interacción», «El afecto: un factor estimulador del aprendizaje».
Mamen fue a la cocina.
¿Te ayudo?, se ofreció él.
No, gracias. Ya está casi todo listo. Rosa, ¿por qué no le enseñas tus dibujos?
La niña obedeció gustosa. Corrió a su habitación, de donde volvió poco después con una carpeta que tendió al visitante. El hombre se acomodó en un sillón. Cuando abrió la carpeta se encontró frente a un dibujo que lo dejó desconcertado: círculos de colores, unos agrupados en el centro de la hoja y otros dispuestos alrededor, como si de satélites se trataran. La niña le arrebató el dibujo y le dio la vuelta. En la otra cara del papel figuraba escrito: «Carbono, Número Atómico: 6».
Un átomo de carbono, con los protones y neutrones en el núcleo —rojos los primeros, azules los segundos— y los electrones girando a su alrededor, en diferentes órbitas.
El hombre fue pasando el resto de dibujos: flúor, sodio, aluminio… El tamaño de los círculos de colores disminuía progresivamente, al mismo tiempo que crecían su cantidad y el número atómico de los elementos químicos.
Su padre le enseñó a hacerlo, aclaró Mamen asomándose a la puerta de la cocina. Dibujaban juntos.
El hombre estaba impresionado.
¿Y ahora sigue ella?
Yo la ayudo. No es complicado si se tiene una tabla periódica. Dice que quiere dibujar todos los elementos, declaró Mamen sin ocultar su orgullo. ¿Verdad, cariño?
A modo de respuesta, la niña tomó una hoja del fondo de la carpeta y se la mostró al hombre. Los círculos de colores no eran ya más que meros puntos, tan elevado era su número. De haberlos contado, el hombre habría hallado treinta y un electrones y otros tantos protones, a los que aún había que sumar los neutrones.
Galio, lo informó la niña.
Mientras contemplaba la nube de partículas subatómicas, el hombre no pudo reprimir un estremecimiento. Imaginó al padre de la niña en la noche de su muerte, durante los instantes previos al accidente, interrogándose por la naturaleza de la alarma en la central nuclear, mientras ella, en su habitación, cuando hacía horas que debería haber estado dormida, dibujaba átomos y átomos y átomos y átomos…
Si quieres echarme una mano, dijo Mamen, puedes poner la mesa. Cubiertos para cuatro. Está todo en el aparador que hay a tu espalda.
Colocaba los platos cuando sonó el timbre de la puerta. Rosa fue corriendo a abrir y al instante se oyeron unos aullidos de placer. Alguien la alzaba en el aire y la hacía volar entre las lámparas.
Ángel se quedó paralizado con la niña en brazos al ver al hombre. Llevaba el uniforme azul marino del cuerpo de bomberos. Lucía un aspecto veraniego, bronceado, con el pelo rubio muy corto. Dejó en el suelo a Rosa y se acercó a él.
¿Cómo estás?, preguntó estrechando con fuerza la mano del hombre.
Muy bien. Me alegro de verte.
Y yo a ti.
Ángel le dio el pésame por la muerte de su padre y cambió rápidamente de tema para reiterar lo mucho que se alegraba de volver a verlo.
¿Cuánto hace? ¿Tres años? ¿Cuatro?
Más o menos.
Casi nunca vienes por aquí.
Es cierto, tuvo que reconocer.
Mamen los observaba sonriente. Ángel fue a saludarla, la abrazó y le dio un beso. El hombre supo que si él no hubiera estado presente, tanto el abrazo como el beso habrían sido más prolongados.
¡Hmmm! ¡Eso huele bien!, exclamó Ángel, sin especificar si se refería a la cena o al cuello de Mamen.
Pronto estará listo. ¿Por qué no os sentáis y habláis?
Buena idea, reconoció Ángel. Pero antes disculpadme un momento.
Fue al cuarto de baño y el salón quedó en silencio. Entonces Mamen, como si la muestra de afecto de la que había sido objeto no hubiera sido suficiente, se acercó al hombre y lo estrechó entre sus brazos.
¿Estás bien?, preguntó.
Sí, lo estoy, respondió él devolviéndole el abrazo.
¿De veras?
Él asintió.
Mamen lo mantuvo abrazado por unos instantes.
La niña no pareció dar importancia al gesto. Se entretenía seleccionando los adornos para el árbol de Navidad.
Mamen dejó en la mesa unos aperitivos y una botella de vino y volvió a la cocina.
¿Qué puedo hacer con la lancha de mi padre?, preguntó el hombre a Ángel cuando este regresó.
¿Piensas venderla?
¿Qué otra opción tengo? No la quiero para nada.
No será fácil encontrar comprador. No está cuidada. Tu padre no se preocupó de lijarla ni pintarla en los últimos años. ¿Sabes si conservaba los aparejos?
Supongo que sí. Tenía un tinglado en el puerto.
Ángel tomó un sorbo de vino.
Dependiendo del estado del motor se podrá sacar algo de dinero o no, dijo. Lo revisaré y veré si doy con alguien a quien le interese.
No quise decir que te ocuparas tú del asunto.
Olvídalo, lo atajó Ángel. No es trabajo. Además, ¿qué vas a hacer? ¿Quedarte aquí hasta que consigas venderla?
Tuvo que darle la razón.
No hace falta que regatees. Cualquier cantidad que te ofrezcan servirá.
El hombre dijo esto mientras miraba a la niña, que de entre los adornos de Navidad había escogido las bolas rojas y las azules: protones y neutrones.
El tema del marido de Mamen parecía un trámite obligado. Se esforzó por recordar lo poco que sabía de él, pero nada le pareció lo bastante importante o interesante para mencionarlo.
Fue Ángel quien preguntó:
¿Qué tal has encontrado a Mamen?
Muy bien. Parece que se ha adaptado al pueblo.
Es de aquí.
Ya sabes a lo que me refiero. Después de pasar un tiempo fuera… Yo no podría volver.
Ya, musitó Ángel, como si nunca hubiera pensado en ello. Es estupendo tenerla con nosotros. Lo ha superado muy bien.
Mamen lo interrumpió al colocar una ensaladera en la mesa.
No os he dejado a solas para que habléis de mí. Por supuesto que lo he superado. En la medida de lo posible, matizó. Solo soy de lágrima fácil cuando me río. ¿Tenéis hambre?
Los dos asintieron.
Durante la cena, el radiotransmisor de Ángel permaneció a su lado sobre la mesa. Emitía un murmullo indescifrable, puntuado por chasquidos y pitidos, al que el bombero no aparentaba prestar atención.
¿Y bien?, preguntó llegado el postre. ¿Cuál es el plan para esta noche? ¿Vamos a ir al concierto?
¡Concierto!, coreó la niña golpeando la mesa con los puños. El hombre los miró sin comprender.
Un concierto de Navidad, aclaró Mamen. Música de cámara.
¡Concierto!, repitió la niña.
Parece que Rosa quiere ir, dijo Ángel. ¿Quieres escuchar música, cariño?
Ella asintió.
¿Dónde se celebra?, preguntó el hombre.
La oscuridad y la niebla no le permitieron apreciar el exterior de la iglesia, pero el interior seguía tal como lo recordaba. Contempló las pinturas y las imágenes esculpidas, reconociendo cada detalle a pesar del tiempo transcurrido y que en ese intervalo no había pensado en ellas ni un instante. Todas las luces estaban encendidas. En un lateral del templo habían colocado un nacimiento de cerámica. Las figuras tenían más de un siglo y eran una de las posesiones más preciadas de la parroquia. Una oreja de la mula estaba desportillada.
Una mujer con collar de perlas y abrigo de piel les hizo entrega del programa, compuesto por piezas de Haydn y Bartók.
Tomaron asiento en uno de los bancos centrales. El contacto de la madera contra la espalda del hombre hizo estallar flashes en su memoria táctil.
Reinaba un murmullo agradable. Muchos asistentes se habían vestido de domingo. Frente al altar aguardaban cuatro sillas tapizadas en azul zafiro, ante sus respectivos atriles con partituras. Sin que nadie le prestara atención, un sigiloso sacristán vació el sagrario y sopló la vela que brillaba al lado. El sacerdote, principal promotor de la velada musical, iba de un lado a otro sonriendo a todos y estrechando manos.
Faltaba poco para que comenzara el concierto. El lugar se llenaba rápidamente. Varias personas se acercaron para saludar a Mamen. Algunas miraban al hombre dubitativas, sin llegar a ubicar su rostro, entonces ella les aclaraba de quién se trataba y podían saludarse adecuadamente.
Se apreciaba tensión en el ambiente. Todos notaban la necesidad apremiante de que empezara la música.
El hombre se sentía cada vez más reconfortado. Rodeado por aquella gente, antiguos vecinos y conocidos, le pareció que todo lo ocurrido durante el día hallaba un cierre apropiado.
La puerta de la sacristía se abrió y aparecieron los músicos. Tres hombres ataviados con trajes oscuros y una mujer con un vestido rosa pálido: dos violines, una viola y un violonchelo. Se oyó algún carraspeo y después silencio. Los intérpretes tomaron asiento y abrieron las partituras. Uno de los violinistas hizo una seña a los demás y, sin más preámbulos, comenzó el concierto.
El sonido de los instrumentos llenó la nave de la iglesia.
Con las primeras notas el hombre recordó que no había llamado a su mujer para decirle que no regresaría esa noche. La imaginó en camisón, leyendo en la cama, esperando noticias de él, y se prometió llamarla en el descanso.
En el extremo del banco Ángel permanecía con la vista extraviada en el vacío. Había apagado su transmisor. A su lado, la niña columpiaba las piernas siguiendo la melodía. Mamen estaba junto al hombre. Cuando finalizó la primera pieza se inclinó hacia él.
¿Estás bien?, preguntó al igual que había hecho en el hotel, ahora mediante un susurro.
Sí, lo estoy, dijo él, repitiendo a su vez la respuesta.
Me alegro de volver a verte, añadió ella, y le acarició el dorso de la mano. Nadie los miraba.
La música volvía a sonar.
El hombre contempló el templo inundado de luz y sonidos festivos y, sin que pudiera evitarlo, su mente derivó hacia su padre. Le parecía imposible que allí, ese mismo día, se hubiera celebrado su funeral. A modo de despedida, dedicó unos momentos a pensar en él, en su carácter terco y desagradable, en su ignorante falta de imaginación y, por tanto, en lo poco probable de que hubiera inventado la historia del alienígena.