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Física familiar
En 1927 el físico alemán Karl Heisenberg enunció su controvertido Principio de Incertidumbre. Este significó la ruptura definitiva entre la mecánica newtoniana vigente desde el siglo XVII y que explicaba con aceptación generalizada el comportamiento de los cuerpos visibles, y la nueva mecánica cuántica, centrada en el ámbito de las partículas subatómicas.
El principio sostiene básicamente la imposibilidad de conocer de forma simultánea, y con el mismo grado de precisión, la velocidad y posición de una partícula subatómica. Cuanto más exactamente se determine su velocidad, de forma menos precisa puede determinarse su posición —el lugar que ocupa en el universo—, entrando su conocimiento en el campo de las probabilidades.
Llegó a la tienda jadeante, con el maletín del trabajo en la mano y la corbata aflojada. Dentro había dos dependientas, ambas jóvenes y atractivas. Una se paseaba entre los maniquíes ataviados con ropa interior, desocupada, las manos enlazadas a la espalda y gesto severo, como un oficial que pasara revista a las tropas. En el mostrador, la otra hojeaba catálogos y anotaba códigos en una lista de pedidos. Se acercaba la hora de cierre y en el centro comercial algunos establecimientos ya habían echado la persiana.
Solo había otro cliente en la tienda, una mujer con bolsas de supermercado que curioseaba en el cajón de saldos, donde se entremezclaban bragas y sujetadores de temporadas pasadas.
Él estudió brevemente a las dos dependientas y se dirigió hacia la del mostrador.
Disculpe…
Mi compañera le atenderá, le cortó la chica, sin levantar la mirada de los catálogos y señalando a aquella con el bolígrafo.
Pero en ese instante la mujer con las bolsas de supermercado requirió la atención de la dependienta desocupada, que interrumpió sus paseos entre los maniquíes.
La chica del mostrador hizo a un lado aquello en lo que estaba trabajando, se desprendió de las gafas y cambió la expresión levemente ceñuda por una abierta sonrisa.
¿En qué puedo ayudarle?
La transformación fue tan ágil y eficaz que él no contestó de inmediato. Observaba a la joven que como por arte de magia acababa de manifestarse. Veintipocos años, rubia, peinada con un recogido alto y dispuesta a servirlo en lo que necesitase.
Busco un regalo para mi mujer.
¿Alguna idea? Ella no había perdido la sonrisa en el intervalo.
Había pensado en un camisón.
Muy bien, dijo la chica. Salió de detrás del mostrador y señaló hacia la parte de la tienda donde se exponían las prendas de noche. ¿Desea acompañarme?
Llevaba unos pantalones negros ceñidos y una blusa de vivo color rojo. Él la siguió a dos pasos de distancia para poder verla por detrás.
En un mostrador auxiliar, la chica procedió a mostrarle varios modelos de camisones que él contempló dubitativo, el maletín a sus pies y las manos en los bolsillos, reacio a tocar las prendas, con la actitud de frío interés que los detectives de los telefilms adoptan ante un cadáver expuesto en la mesa del forense. Su perplejidad iba en aumento a medida que los camisones se acumulaban unos sobre otros creando una espuma multicolor de sedas y encajes.
La joven, acostumbrada a los clientes masculinos indecisos y poco colaboradores, recitaba detalles y recomendaciones.
Finalmente, siguiendo el consejo de ella, se decidió por un camisón de seda sin adornos, largo, color vino, con tirantes y escote marcado.
Bien, dijo la joven, como si él acabara de superar satisfactoriamente un examen. Ahora solo nos falta la talla.
Ante la expresión contraída del hombre, que confundió con nuevo desconcierto, ella retrocedió un paso y abrió los brazos, exponiendo su cuerpo para que pudiera comparar.
No, acertó a decir él, sin apartar los ojos de su figura. Mi mujer es mayor. Más ancha que usted, quiero decir. Y también más alta. ¿Puede enseñarme la talla más grande que tenga de este modelo?
¿La más grande?
Por favor.
Aguarde un momento, dijo la chica mientras se encaminaba a la trastienda.
Regresó con una caja de la que extrajo un camisón como el que le había mostrado, pero que al desplegarlo con una leve sacudida, como una sábana previa a ser colocada en la cama, se extendió sobre el mostrador y ocultó todos los demás con su violento color vino.
Dios mío, musitó él.
Es la talla mayor.
Quizás otra un poco más pequeña.
Muy bien.
Le trajo otro camisón, dos tallas menor, al que él dio el visto bueno.
De todas formas, puede cambiarlo, si no es de su talla.
Bien.
O podemos hacerle algún arreglo.
La chica envolvió la prenda en papel de regalo. Luego preparó un lazo. A la hora de fijarlo abrió un librillo de hojas satinadas donde había distintos adhesivos de felicitación: Feliz Aniversario, Feliz Cumpleaños, Con Amor, Con Cariño…
¿Cuál escogemos?
Cumpleaños.
Remató el paquete y lo introdujo en una bolsa de la tienda.
Espero que le guste a su esposa.
Yo también, respondió él.
No quedaba ningún cliente más en la tienda. La segunda dependienta se despidió de él mediante una inclinación de cabeza y cerró la puerta y echó la llave.
A paso ligero recorrió los pasillos casi desiertos del centro comercial, temeroso de que la pastelería hubiera cerrado.
El pastelero se había ido a casa. En las estanterías quedaban unos pocos dulces cuyo aislamiento hacía parecer poco apetitosos. El local estaba vacío a excepción del ayudante, un joven oriental increíblemente delgado que lo esperaba de brazos cruzados.
Creí que no iba a venir, dijo.
De una nevera sacó la tarta encargada el día anterior. Sobre el recubrimiento de chocolate había un Felicidades escrito con algún tipo de crema rosa.
Perfecto.
Llevando la tarta en una caja salió en dirección al aparcamiento. En su recorrido por la zona comercial solo se cruzó con un par de personas. El otro extremo del complejo, donde se encontraban los cines y las franquicias de restaurantes, estaba por el contrario en pleno apogeo de final de la tarde.
Al pasar por una plaza de techo acristalado vio que había empezado a llover. Las gotas de lluvia acumuladas en el cristal brillaban con el reflejo de las luces del interior, recortadas contra la oscuridad del cielo; una constelación de miles de gotas, en cada una de las cuales se reflejaban —deformados— la pequeña plaza, con su fuente de plástico imitación piedra, los carteles publicitarios y un hombre con el cuello estirado hacia arriba.
Esa noche, Diana y él celebrarían el cumpleaños en su casa. El fin de semana harían extensiva la celebración a un grupo de amigos mediante una pequeña fiesta. Y, a modo de colofón, dos semanas después volarían a Aruba para disfrutar de diez días de sol, combinados caribeños y paseos en catamarán.
El motivo de semejante derroche era que un año atrás el cumpleaños de Diana no había contado con ningún festejo.
Por aquel entonces su matrimonio no pasaba por un buen momento. Todo había empezado cuando Diana lo acusó de mantener una relación con una compañera de trabajo. Acusación que él no negó de forma lo bastante convincente.
Ella empezó a visitar a un terapeuta. Siempre se había calificado de emocionalmente débil, y el engaño de su marido, aunque solo fuera supuesto, le resultaba difícil de superar.
El año anterior él también había llegado a casa con una tarta de cumpleaños. Se sentía ilusionado, creía que estaban remontando la situación. La tarta debía significar una especie de presente de paz. Un dulce punto y aparte. Habían quedado atrás los días en que cada conversación conllevaba un duelo implícito, cuando pasaban más tiempo estudiándose uno al otro y planeando qué hacer o decir, que actuando; cuando hablar era como comer un pescado plagado de espinas, que te obliga a retener cada bocado durante lo que parece una eternidad, tamizándolo entre los dientes, sondeándolo con la lengua, a pesar de lo cual, después de tragar padeces unos instantes angustiosos a la espera de un pinchazo.
Aquel día encontró a su mujer sentada a oscuras en el salón. Al encender la luz, comprobó que ella todavía llevaba puesta la ropa de calle, ni siquiera se había desprendido del abrigo.
¿Pasa algo?
Ella apretaba los párpados, deslumbrada. Él posó la tarta y se sentó a su lado.
Esa tarde, durante su charla con el terapeuta, explicó Diana, había descubierto una cosa respecto a sí misma. Se podría decir que había experimentado una revelación.
Hoy me he dado cuenta de que el mejor momento de mi vida fue el verano de mis catorce años, cuando todavía no sabía quién era yo ni qué iba a hacer en el futuro: dónde iba a vivir ni a qué me iba a dedicar. Cuando era una niña que corría por la playa y nadaba con su padre. Cuando no había conocido a quien sería mi pareja, cuando ni siquiera había salido con ningún chico, ni mis amistades se habían puesto a prueba y por tanto no sabía quiénes eran realmente mis amigos… En definitiva, cuando carecía de todo por lo que se valora una existencia… Aquel fue el mejor momento de mi vida. Y he tenido miedo.
Él intentó cogerle la mano pero ella se escurrió.
Quiero estar sola.
Él se puso en pie, cogió la tarta y fue a la cocina con intención de preparar la cena, confiando en que para cuando estuviera lista, Diana se habría repuesto.
También él estaba asustado. Y molesto. No se le escapaba la parte que le correspondía de aquella revelación: que, en los ocho años desde que se conocían, no había logrado proporcionarle ni un solo momento que superase aquel verano de su infancia. Probablemente ni siquiera se había acercado a conseguirlo. O sí lo había hecho. Pero ella no había sido capaz de valorarlo de la forma adecuada.
En el salón, su mujer repitió:
Quiero estar sola.
No le bastaba con que se hubiera ausentado de la habitación.
Esta vez obedeció de forma más brusca. Salió por la puerta trasera sin despedirse. Terminó pasando la noche en casa de su hermano.
Mientras tanto Diana dio cuenta en solitario de su tarta de cumpleaños. La partió en cuatro trozos y los engulló, uno tras otro, acompañados por dos litros de leche, encorvada sobre el plato, ayudándose con los dedos para recoger las migajas.
Desde aquella noche había seguido comiendo como si comer se hubiera convertido en un fin en sí mismo.
El Principio de Incertidumbre de Heisenberg implicaba la afirmación, difícil de aceptar por muchos físicos de la época, de que vivimos en un universo indeterminista, cuyo conocimiento absoluto es imposible por el hecho de depender de la probabilidad y estar por tanto limitado por las leyes de la estadística. La idea clásica de la precisión absoluta quedaba por completo descartada.
Del debate suscitado tras la publicación del Principio surgieron multitud de interpretaciones, la mayoría de las cuales se pueden reunir en dos grandes grupos.
Uno de ellos constituye la llamada interpretación probabilista del Principio de Incertidumbre, o interpretación de Copenhague, defendida por el físico Niels Bohr y el propio Heisenberg.
Según esta interpretación, la indeterminación o incertidumbre no viene provocada por la intromisión del observador en la realidad física, sino que la naturaleza es en sí misma indeterminada.
Nada más salir del aparcamiento se encontró con un atasco. La rampa de acceso a la autovía estaba colapsada. Ahogó una exclamación de fastidio.
Minutos después una ambulancia con las luces y la sirena puestas lo adelantó por el arcén. La autovía se hallaba elevada varios metros respecto a su posición. A cierta distancia, borrosa a través de la lluvia, distinguía la silueta escorada de un camión, con la cabeza tractora colgando sobre el terraplén lateral. El quitamiedos estaba arrancado y doblado en el lugar del impacto; apuntaba hacia el cielo como un afilado signo de exclamación, iluminado por las luces parpadeantes de los coches de policía. Varias figuras con impermeables reflectantes se movían en torno al camión, algunas por la sucia hierba del terraplén, entorpecidas por la lluvia, con los brazos abiertos para mantener el equilibrio.
Al cabo de un rato, los vehículos empezaron a moverse con lentitud, bajo las indicaciones de dos policías con linternas.
A medida que iban aproximándose a la autovía, los vehículos que precedían al suyo comenzaron, sin aumentar de velocidad, a trazar curvas como si estuvieran en un eslalon. Al llegar al mismo punto vio con asombro que la calzada estaba sembrada de bloques metálicos del tamaño de un baúl de viaje. Los conductores maniobraban para esquivarlos. El camión transportaba una carga de coches prensados que, con las sacudidas del accidente, había esparcido por la autovía. Algunos se habían abierto al chocar contra el asfalto y de ellos asomaban elementos reconocibles: extremos de ejes y parachoques cromados.
Los evitó con cuidado. El ritmo era lento y la cola de vehículos que esperaban su turno para pasar crecía.
En el arcén había un coche rodeado de policías y sanitarios. Hablaban por sus emisoras y contemplaban impotentes el vehículo. Uno de los coches prensados había atravesado el parabrisas y alcanzado al conductor. Los sanitarios habían forzado la puerta para auxiliarlo, pero era evidente que había sido inútil.
Al pasar junto al vehículo, vio un brazo que colgaba inerme. Se trataba de una mujer. La cabeza y la parte superior del torso habían desaparecido; el bloque de piezas metálicas ocupaba su lugar.
Frenó bruscamente, con la mirada clavada en el coche accidentado.
Un sanitario extendió una manta sobre el cadáver, pero él tuvo tiempo de ver que la mujer vestía pantalones negros y una blusa rojo intenso. Como la dependienta de la lencería.
Los conductores que iban detrás empezaron a tocar el claxon y un policía golpeó su ventanilla con la linterna, haciéndole gestos para que circulara.
Unos metros más adelante se encontraba el camión causante de todo. Tenía un neumático reventado. De la rueda colgaban jirones de caucho.
El conductor estaba apoyado en un coche de policía, escoltado por dos agentes. Alguien le había echado un impermeable sobre los hombros. Se cubría el rostro con las manos.
Diana y él vivían en una urbanización en las afueras de la ciudad. Su parcela era de tamaño medio. No necesitaban más. No tenían hijos.
Introdujo el coche en el garaje. Tras detener el motor aguardó unos instantes antes de apearse. Inspiró con todo el volumen de los pulmones y soltó el aire despacio.
Encontró a Diana en el jardín, donde trabajaba arrodillada en la tierra. Al verlo acercarse se irguió como una gran marmota.
Hola.
Hola, respondió él. Dio un rodeo para no pisar el terreno trabajado y se agachó para besarla, haciendo equilibrios con la caja de la tarta. Ella olía a tierra y maquillaje. ¿Qué haces?
Diana sostenía un plantador de bulbos con el que señaló unas hojas de periódico arrugadas que tenía a su lado; en el centro descansaban unas formas ovoides y peludas, de color pardo grisáceo, con aspecto de testículos de mono.
Hay que plantarlos de noche, respondió.
Se apartó el pelo de la cara y espantó una polilla que revoloteaba a su alrededor. Tenía la piel pálida y brillante a causa del ejercicio. Atraía los insectos nocturnos.
¿Qué es eso?, preguntó a la vez que señalaba la bolsa de la tienda. ¿Es para mí?
Sí. Pero más tarde.
Se agachó de nuevo a besarla.
Voy a cambiarme de ropa, dijo él.
En la cocina, sacó la tarta de su caja y la guardó en el frigorífico, donde había una botella de champán enfriándose. En uno de los fogones borboteaba un guiso.
El dormitorio estaba en la segunda planta. En el rellano encontró un jarrón con la docena de rosas de tallo largo que había encargado esa mañana desde la oficina.
Se quitó la ropa y fue a la ducha.
No mencionaría el accidente, decidió. Las cosas parecían ir bien y no quería que el ambiente se estropeara. La noticia de que la persona que había envuelto —y en gran medida escogido— su regalo había muerto aplastada minutos después no alegraría la celebración.
Además tampoco tenía la certeza de que fuera la misma chica. No había visto otro rasgo identificativo aparte de la ropa. Podría ser cualquiera con un conjunto similar.
Esa posibilidad lo ayudó a relajarse.
Bajo el chorro de la ducha recordó a su profesor de física de primer curso de la facultad, cuando trataba de hacerles comprender el Principio de Incertidumbre.
Para averiguar la posición o velocidad de una partícula, decía mientras paseaba por la tarima del aula, es necesario que esta sea iluminada, del mismo modo que si fuéramos a hacerle una fotografía. Salvo que en este caso, y a diferencia de lo que sucede con los cuerpos macroscópicos, los fotones que componen la luz excitan la partícula, lo que altera su posición y velocidad.
No es una idea obvia, recalcaba, deteniendo su caminar y dirigiendo una mirada severa a los rostros adormilados que lo observaban. Es como si para conocer la posición de un coche en marcha hubiera que lanzar otro contra él.
La cena transcurrió gratamente, sin que trasluciera ningún malestar.
Diana trabajaba como correctora para varias editoriales. Realizaba el trabajo en casa. Últimamente había tomado la costumbre de echar una breve cabezada por las tardes, confesó durante la cena con una sonrisa mitad traviesa, mitad culpable.
Tengo la impresión de que así saco más partido al día, explicó, como si se multiplicara por dos.
Él sabía de las siestas. Aunque ella no se lo había dicho hasta entonces. Lo sabía por la redistribución de los huecos de su cama de matrimonio.
Aprovechando su ausencia, Diana se tendía en el centro de la cama, de forma que su cuerpo había ido excavando un nicho en ese lugar. Y por la profundidad que había ganado en tan escaso tiempo, él sospechaba que las siestas no eran tan breves como ella daba a entender.
Por las noches, el hueco los atraía desde sus respectivos costados de la cama para unirlos en una intimidad infructuosa.
Sacaron la tarta. Diana se sirvió un trozo de tamaño medio que comió con rapidez.
Deliciosa.
Él estuvo de acuerdo pero rehusó tomar un segundo trozo, cosa que ella sí hizo.
La observó mientras comía. El volumen de su pecho le estorbaba a la hora de sentarse a la mesa. Tenía que inclinarse hacia delante para llevar la comida a la boca. Había echado doble papada. Salvo su trabajo en el jardín, no hacía ningún ejercicio físico y sus muslos habían empezado a rozarse al caminar, emitiendo un desagradable sonido de fricción.
Curiosamente sus manos no habían engordado en absoluto. Continuaba teniendo los mismos dedos delicados que tenía cuando la conoció; unas manos blancas y elegantes que cuidaba con esmero y que él a menudo se descubría contemplando mientras corregían un manuscrito o sacaban brillo a las lágrimas de cristal de una lámpara.
Mientras ella perseguía por el plato los restos del segundo trozo de pastel, él fue por el regalo.
Es un camisón, dijo al regresar.
No deshacía ninguna sorpresa. Dos días atrás le había preguntado qué quería como regalo de cumpleaños. En los últimos tiempos las sorpresas que se habían dado habían tenido resultados lastimosos.
Te concedo un deseo, había dicho él.
Un deseo, ¿eh?
Diana estaba en su mesa de trabajo y se llevó a la comisura de la boca el rotulador rojo con que efectuaba las correcciones.
Espero que no sea como esos deseos de los cuentos, que acaban volviéndose contra quien los formula. Como el del viudo que pide volver a disfrutar de la compañía de su esposa, y por la noche lo despiertan los golpes en la puerta del cadáver carcomido de la mujer.
No será de esos. Y espero que pidas algo más accesible.
No me vendría mal otro camisón. Me fío de tu buen gusto.
Diana desenvolvió el paquete y extendió la prenda.
Me encanta, aseguró.
Él se relajó.
Pero al instante siguiente lo asaltó la imagen de un cuerpo muerto, con lo que antes había sido un coche por cabeza.
Me gusta mucho.
Diana fue al recibidor, donde había un espejo de cuerpo entero, y se presentó el camisón sobre el pecho.
Has acertado, encanto.
¿Qué probabilidades había de que la chica del accidente fuera la misma que lo atendió?
No había transcurrido mucho tiempo entre ambos hechos. Sin embargo, cerraron la tienda en cuanto él salió, y además había pasado por la pastelería, luego la chica pudo tener tiempo de llegar al aparcamiento antes que él, montar en su coche y entrar en la autovía aproximadamente en el instante en que al camión le reventaba el neumático. Quizá tuviera prisa por llegar a alguna parte y su compañera se había encargado de terminar de cerrar la tienda, lo que le habría dado un poco más de tiempo. Quizás había quedado con alguien, o había tenido un día difícil, o no se encontraba bien y quería irse cuanto antes.
Probabilidades de que la muerta y ella fuesen la misma persona: ¿55%?
El coche era un utilitario corriente, el tipo de vehículo que bien puede tener una dependienta de boutique con un salario no muy cuantioso.
¿60%?
Sin embargo el rojo de la blusa —¿o se trataba de un jersey o una chaqueta?— era un color muy corriente.
¿50%?
¿Y si la muerta era la otra dependienta, la que paseaba entre los maniquíes? No lo había pensado. ¿Eso le permitía dividir por dos la probabilidad?
Decidió que al día siguiente volvería al centro comercial para comprobar si la chica que lo atendió había sido la víctima o no.
¿Te encuentras bien?
Le sobresaltó la mano de Diana en su hombro.
¿Qué?
Te veo pensativo. ¿Va todo bien?
Perfectamente.
¿Por qué no recogemos mañana todo esto y subimos a acostarnos? Estoy agotada.
No. Sube tú. Yo retiraré la mesa.
Como quieras, dijo ella.
Él continuó sentado frente a los restos de la cena y el papel de regalo. Oía a su mujer en el piso de arriba; ella ejecutaba los rituales previos a acostarse. Los sonidos producidos por su cuerpo parecían haber aumentado en la misma medida que este.
Con una intensidad que lo sorprendía deseaba que la chica de la tienda se encontrara sana y salva.
Rememoró su imagen. Se centró en el momento en que ella retrocedió y abrió los brazos para que comparase su talla. Vio detalles a los que no recordaba haber prestado atención en la tienda: las uñas pintadas de negro y un tatuaje con forma de media luna a un lado del cuello.
Era atractiva. Con cierto aire peligroso. Y rubia. Como su compañera de trabajo, quien no le hablaba desde el día en que él le dijo que tenían que romper.
Estaban en un restaurante cercano a las oficinas de su compañía —investigación y producción de cable de fibra óptica—, donde a menudo comían juntos después de llegar por separado. Ella abandonó la comida a la mitad. Se fue sin darle tiempo a terminar de explicarse, pero no sin antes cubrirlo de insultos.
Lo cierto era que su relación había sido lo más estimulante que le había pasado en años. Y cuando se justificó diciendo que le había sido concedida una segunda oportunidad y pensaba aceptarla, pues continuaba queriendo a su mujer, sus palabras le sonaron precipitadas y poco realistas.
La segunda interpretación del Principio de Incertidumbre, surgida como respuesta a la probabilista, fue la subjetivista, que contó con el apoyo de físicos como Plank, Schrödinger, De Broglie y Einstein.
Al contrario que la interpretación anterior, la subjetivista sostiene que el universo es determinado, y que el indeterminismo —la imposibilidad de conocer simultáneamente la posición y velocidad de una partícula— resulta provocado por la intromisión del observador en el mundo subatómico.
En otras palabras, el indeterminismo está en nuestro conocimiento y no en la naturaleza de las cosas. Es el científico con su intento de medición quien modifica las condiciones del fenómeno observado.
A la mañana siguiente, Diana se despertó con el sonido de la ducha. Ella y su marido representaban cada día una coreografía que les permitía proceder con sus rutinas matinales sin estorbarse. Ella entraba en el cuarto de baño saturado de vapor y utilizaba el inodoro, con la silueta grisácea de él agitándose tras la cortina de la ducha. A continuación bajaba a preparar el desayuno. Recogía el periódico del buzón y hojeaba los titulares hasta que bajaba su marido, momento en que se lo cedía. Él tomaba café. Ella subía a darse una ducha. Mientras se secaba oía cómo él se despedía y el chasquido de la puerta al cerrarse. Terminaba de vestirse y bajaba a su mesa de trabajo, donde se concedía veinte minutos más para una segunda taza de café y terminar de hojear el periódico, antes de atacar el manuscrito que estuviera corrigiendo.
Poco después del mediodía dio por concluido el número de páginas marcado para esa mañana. Subió al dormitorio. Se cambió de ropa y se maquilló ligeramente.
La noche anterior no había dormido con el camisón nuevo, aunque sí se lo había probado mientras su marido recogía la mesa. Le gustaba, pero le quedaba pequeño.
El recibo de compra estaba en la bolsa de la tienda. Volvió a meter el camisón en esta y se encaminó a la parada de autobús.
Se alegró de llegar pronto, solo había un puñado de personas esperando bajo la marquesina. No tendría problemas para encontrar asiento.
Poco después deambulaba por las tiendas. A esa hora apenas había gente en el centro comercial. Cuando llegó a la tienda de lencería se detuvo sin llegar a cruzar la puerta.
Entre los clientes que estaban dentro había distinguido la figura inconfundible de su marido. Él, de espaldas a la entrada, no la había visto.
Dudó qué hacer. De no haber estado presente la carga histórica de los últimos meses, probablemente habría entrado, lo habría saludado y preguntado divertida qué hacía allí, sin otorgar importancia a aquel encuentro inesperado.
Pero en lugar de eso retrocedió hasta el establecimiento de prensa que había enfrente, desde donde, camuflada entre expositores de revistas, podría comprobar qué hacía él allí.
Lo vio hablar con una dependienta. Ella lo miraba con el ceño fruncido, como si no entendiera lo que le estaba diciendo. Él gesticulaba mientras hablaba, igual que hacía siempre que estaba nervioso. Se había ausentado del trabajo; su intervalo para el almuerzo no bastaba para ir hasta el centro comercial y regresar, se dijo Diana.
Cuando él terminó de hablar, la chica sonrió, se apartó un mechón de la frente en un gesto de incomodidad, y se señaló a sí misma: «Pues aquí estoy», con los índices apuntando a los pechos.
Diana no comprendía qué estaba pasando, pero una sensación desagradable crecía en su estómago.
Volvieron a hablar brevemente. La chica era rubia y no muy alta. Con un estilo más bien vulgar. Vio cómo dejaba a su marido junto al mostrador y se acercaba a otra dependienta, a la que habló en susurros. A continuación desapareció un instante en la trastienda, de donde regresó con un bolso al hombro. Salieron juntos.
Diana se volvió justo a tiempo. Con la vista clavada en los titulares de prensa, aguardó hasta que se hubieron alejado en dirección a uno de los cafés del centro comercial.
En 1932, Heisenberg fue galardonado con el premio Nobel de física. Su teoría matricial, dentro de la que se incluía el Principio de Incertidumbre, había conducido al descubrimiento de las formas alotrópicas del hidrógeno.
Esa tarde él llegó a casa a la hora habitual. Diana volvía a trabajar en el jardín. La saludó con un beso y sugirió que tomaran una copa antes de la cena. Ella lo siguió a la cocina y encendió un cigarrillo.
Él parloteaba. Hacía meses que no se sentía tan animado. Ni siquiera prestaba atención a las miradas de su mujer, que expulsaba el humo por un único orificio nasal, como un dragón viejo. No dejaba de decir lo mucho que le ilusionaban la fiesta del fin de semana y el viaje a Aruba, y lo acertado de la celebración del cumpleaños y, en especial, cuánto le gustaba que las cosas fueran de menos a más.
En los años previos a la 2ª Guerra Mundial el partido nazi defendió que las matemáticas y la física alemanas sustituyeran a las respectivas judías. Para entonces ya habían calificado la relatividad y la mecánica cuántica como ciencias judías, lo que impidió a Heisenberg acceder a la plaza docente a la que aspiraba en la universidad de Munich. Aunque él no era judío sufrió numerosos ataques por parte de la prensa, que lo acusaba de llevar a cabo investigaciones de «estilo judío».
Gracias a la mediación de un familiar ante Himmler, Heisenberg fue exonerado de sus cargos.
Reticente a imitar a algunos compañeros que, desposeídos de sus puestos académicos, optaron por la emigración, rechazó la oferta del gobierno de Estados Unidos para recibir asilo y decidió permanecer en Alemania.
Dirigió el proyecto alemán de la bomba atómica. Aunque su equipo logró avances importantes, como la construcción de un reactor nuclear, no consiguió llevar a cabo un programa de armamento.
Tras la rendición alemana, compartió reclusión en la prisión británica de Farm Hall con los demás participantes en el proyecto nuclear. Allí sus conversaciones eran grabadas en secreto por los servicios de inteligencia aliados y remitidas al general Groves, director del proyecto Manhattan.
Heisenberg recibió durante su reclusión la noticia de las explosiones de bombas atómicas en las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki.
En 1946 fue exonerado y regresó a Alemania, donde ocupó la dirección del Instituto Max Planck de Física y Astrofísica de Gotinga. Desempeñó el cargo hasta su dimisión en 1970.
Murió en Munich el 1 de febrero de 1976, dejando viuda y siete hijos.