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Un viejo con suerte
Saltaron del todoterreno y se alejaron unos pasos, cada uno en una dirección. Se hincharon el pecho de aire pirenaico. Los campos descendían suavemente desde la estribación montañosa, salpicados de flores cuyos nombres científicos desearon conocer de inmediato. El día tocaba a su fin y, aunque a aquella altitud todavía brillaban los últimos rayos de sol, el valle estaba sumido en una semioscuridad entre la que se distinguían una estación de tren con una vía simple y un grupo de casas del que sobresalía un campanario. En la dirección opuesta, con las cumbres encopetadas de nieve, se elevaban las montañas. Detrás estaba Francia.
Los dos hombres dejaron que las mujeres contemplaran el paisaje mientras ellos comprobaban la carga del remolque. Retiraron la lona que cubría la máquina de tiro al plato, firmemente sujeta con cuerdas y calzos, y que apuntaba al cielo como un arma antiaérea. Disponían de varias cajas de platos, de mezcla de arcilla y alquitrán, y verificaron que el contenido no se hubiera dañado durante el último tramo del trayecto, por una pista accidentada. Después volvieron a taparlo todo con la lona.
Los hombres se habían negado a contratar un taxi de montaña. Por el camino se habían desorientado en un par de ocasiones. Eran gentes de ciudad, con ocupaciones lucrativas aunque convencionales. Tanto su vehículo como las ropas deportivas que vestían eran caros. De no haberse encontrado allí aquel fin de semana habrían estado jugando al golf o reunidos en casa de unos u otros, conversando y bebiendo. Salvo por las escasas salidas como aquella que cada cierto tiempo llevaban a cabo, planificadas con amplia antelación y una meticulosidad que lindaba con lo militar, no estaban habituados a la vida al aire libre.
El albergue donde iban a pasar los dos días siguientes era una construcción de piedra con tejado a dos aguas y amplios aleros. De ella salió un hombre de avanzada edad para darles la bienvenida. Dedicó a cada uno una breve inclinación de cabeza y los ayudó a trasladar al interior su equipaje y las dos escopetas. Las habitaciones estaban preparadas y la cena lista para servir, dijo. Era el único encargado del albergue. Los informó también de que no habría más huéspedes durante el fin de semana.
Las habitaciones estaban adornadas con acuarelas de jabalíes, corzos y otros ejemplos de la fauna de los Pirineos. La planta baja abarcaba un amplio salón-comedor, la cocina y la vivienda del viejo. Una construcción anexa hacía las funciones de despensa, almacén y garaje para un Land Rover.
Después de la cena, el viejo les indicó en el mapa de las montañas colgado en una pared del salón algunas rutas de escasa dificultad. A continuación les deseó buenas noches y, tras pedirles que apagaran las luces cuando se fueran a dormir, se retiró. Las parejas siguieron conversando un rato, hasta que la fatiga hizo que, uno a uno, los cuatro quedaran en silencio. Permanecieron acurrucados en sus asientos, dando sorbos a las copas mientras escuchaban las rachas de viento que llegaban con regularidad desde la mole de las montañas, como exhalaciones de una enorme respiración cansada. Regresaron a media tarde, eufóricos por el paseo y deseosos de pasar las horas que quedaban de luz tirando al plato. Descargaron del remolque la máquina y la emplazaron apuntando al valle. Cargaron el carrusel y lanzaron varios platos para ajustar el ángulo y la distancia. A continuación organizaron una competición entre parejas. Pero a las mujeres pronto empezó a dolerles el hombro y dijeron que abandonaban sus puestos. Se retiraron al albergue para darse un baño. Ellos siguieron disparando. Empleaban el capó del todoterreno como mesa para la munición y las botellas de cerveza de las que bebían entre disparo y disparo.
Caía el sol cuando el viejo salió para preguntar si todo iba bien y avisarlos de que la cena estaría lista enseguida. Ante la invitación de ellos examinó una de las escopetas, se la llevó al hombro y paseó el punto de mira fosforescente por la línea del horizonte, aunque rechazó hacer fuego. Miró los fragmentos de los blancos que salpicaban la ladera y los cartuchos quemados a los pies de los tiradores pero no dijo nada. Cuando le ofrecieron una cerveza, respondió que no. Debía ir a atender la cocina.
Contaron los platos que quedaban e interrumpieron la competición hasta el día siguiente. Cubrieron la máquina con la lona sin moverla del sitio.
Después de la cena una de las parejas salió a dar un paseo. La otra consiguió que el viejo se sentara a tomar un coñac con ellos. Hombre de pocas palabras tras muchos años de vida solitaria, contó que antes había trabajado en la construcción, levantando viaductos, motivo por el que le faltaban dos falanges en la mano izquierda. Un buen día decidió abandonar aquella vida. Invirtió sus ahorros en el albergue y se instaló en las montañas.
A las preguntas de si no echaba de menos la ciudad y si nunca se sentía solo respondió con una sonrisa y meneando la cabeza.
Cuando quiero ver gente bajo al pueblo, dijo. Allí encuentro todo lo que necesito. Y si hay problemas tengo la emisora.
Le gustaba leer y con el tiempo había reunido una nutrida biblioteca que incluía novelas, libros de viajes y manuales de geología y botánica. Se confesó admirador de Jack London.
Charlaron sobre libros y los inviernos en las montañas hasta que la otra pareja regresó. Sonrientes, entraron en el salón abrazados por la cintura. Traían el rostro encendido, y ella, el cabello revuelto. Anunciaron que se iban a la cama y les desearon buenas noches. Después de eso el viejo perdió las ganas de hablar. Al cabo de un momento los otros también se retiraron.
Los hombres madrugaron para continuar la competición. En el valle, cubierto todavía por la sombra de las montañas, quedaban jirones de bruma mañanera. A pesar de lo temprano de la hora el calor se hacía sentir. Se anunciaba un día sofocante.
Cargaron el carrusel de la máquina con los platos que restaban y se pusieron los tapones para los oídos.
A la hora del desayuno ya habían terminado. El ganador concedió al otro la posibilidad de una futura revancha, a sabiendas de que la ocasión tardaría en presentarse.
Volvieron adentro, donde encontraron a las mujeres a la mesa, tomando café malencaradas. Los disparos las habían despertado. Se unieron a ellas y engulleron los platos de huevos revueltos y beicon, acompañados de tostadas y café, que el viejo les puso delante. Ellas los miraban comer sin hacer comentarios.
Ante la pregunta de qué hacer ese día, las mujeres rechazaron la opción de una nueva marcha. La insistencia de sus maridos no les hizo cambiar de idea. Preferían quedarse en el albergue y tomar el sol.
Privados de la diversión del tiro, a ellos no les apetecía pasar el día sin moverse de allí. Con ayuda del viejo estudiaron el mapa de las montañas en busca de un destino atractivo.
Debían regresar a la ciudad esa tarde, por lo que no había tiempo que perder. El viejo les había hablado de un pequeño lago a tres horas de camino.
Subieron una ladera poco pronunciada, poblada de pinos negros, y cruzaron una garganta tras la que perdieron de vista el refugio. La garganta se abría a un valle herboso que, según el viejo, debían recorrer hasta su otro extremo antes de empezar a ascender hacia el lago. El valle era una antigua artesa glacial y a todo su largo y ancho descansaban grandes bloques de roca depositados por el hielo, algunos de más de tres metros de alto, con fechas y nombres de anteriores excursionistas grabados.
Vieron marmotas asomadas a la boca de sus madrigueras. Cuando se detenían para mirarlas, ellas se escondían con rapidez. Si cuando ya habían reanudado la marcha miraban hacia atrás, las veían de nuevo, con sus naricillas a ras de la hierba, asegurándose de que se iban.
Medio en serio, medio en broma, lamentaron no haber llevado las escopetas.
El calor era cada vez mayor. Decidieron hacer un descanso. Rellenaron las cantimploras en el arroyo que discurría por el centro del valle. Iban más despacio de lo esperado. Un vistazo al mapa que les había prestado el viejo dejó claro que, si seguían al mismo ritmo, no llegarían al refugio a la hora acordada para volver a casa. Estudiaron el mapa y descubrieron un sendero que nacía cerca de donde estaban. Ascendía por un costado del valle y parecía un camino más corto para llegar al lago.
La idea de apartarse de la ruta y tomar un camino donde no sabían a ciencia cierta qué iban a encontrar los excitó y les dio nuevos ánimos.
El sendero era escarpado y en algunos tramos estaba casi borrado por la erosión. Hacían pausas para beber y enjugarse el sudor mientras dirigían miradas de escepticismo a la cima.
En el último trecho el sendero se hizo tan empinado que tuvieron que servirse de pies y manos para seguir subiendo. Coronaron exhaustos la cresta lateral del valle y se dejaron caer al suelo como pesos muertos. Uno se vació su cantimplora por la coronilla sin pensárselo.
Necesitaron unos instantes antes de ser conscientes del panorama que se extendía ante ellos. El sendero se borraba en aquel punto. Habían dejado atrás los pastos y pasado a terreno rocoso. El lago se encontraba a un kilómetro, una insólita superficie plana entre las caóticas formas de las rocas, dotada de un brillo plateado que los obligaba a bizquear. El paisaje rielaba por efecto del calor.
Su entusiasmo se había esfumado por el cansancio y lo poco atrayente del panorama. No vieron sentido a continuar hasta el lago y correr el riesgo de torcerse un tobillo en terreno tan irregular.
Arrastrando los pies se encaminaron a una gran roca con forma de espalda de camello que proporcionaba sombra suficiente para ambos. Se sentaron bajo su protección a comer barritas energéticas y fruta. Masticaban despacio, hasta reducir la comida a una papilla lo bastante fluida como para que sus gargantas resecas la tragaran sin ayuda de agua. No les quedaba más que media cantimplora.
A medida que el sol continuaba su ascenso, ellos se desplazaban para mantenerse al abrigo de la decreciente sombra de la roca, hasta acabar con las piernas encogidas, hombro con hombro, en una estrecha franja de oscuridad.
Permanecieron en silencio, deseando encontrarse con el viejo para darle su opinión sobre el destino que había escogido para ellos, hasta que se adormilaron.
Los despertó el sonido de gran número de pies aproximándose a la carrera. La roca junto a la que estaban se encontraba en lo alto de un promontorio, por lo que cuando el grupo de soldados apareció tras una ondulación del terreno, corriendo en formación, los dos hombres tuvieron una visión inmejorable del conjunto.
Eran miembros del Regimiento de Cazadores de Montaña, acuartelado no lejos de allí. Iban cargados con equipo de campaña. Desde la cabeza de la columna un sargento exhortaba a gritos a los que se quedaban atrás.
Los militares pasaron ante ellos sin notar su presencia, ocultos como estaban por la sombra. Eran unos treinta, todos reclutas, con la excepción del suboficial, y corrían con la mirada en el suelo. No los envidiaron.
Ya habían desaparecido de la vista y el sonido de sus botas se apagaba cuando vieron aparecer, por el mismo lugar por donde habían llegado los demás, a un rezagado.
Iba aplastado por el peso de la radioemisora que cargaba a la espalda. Daba pequeñas carreras alternadas con tramos en los que avanzaba a paso ligero, temeroso de lo que pudiera pasarle si se quedaba demasiado atrás o llegaba a perderse. Jadeaba con la espalda dolorosamente encorvada. Lo observaron avanzar de este modo hasta que llegó a su altura, momento en que pisó una piedra poco firme y cayó al suelo. Instantes después seguía sin levantarse.
Vamos a ver, dijo uno.
Cuando llegaron junto al recluta, este manipulaba los correajes que lo ataban a la radio. Se liberó y el aparato cayó al suelo con un preocupante ruido metálico. Los miró aturdido. Estaba pálido y le temblaban las manos. Los dos hombres, a su vez, lo contemplaban con curiosidad.
¿Estás bien?, preguntó uno.
El recluta, tranquilizado al comprobar que no eran más que excursionistas, intentó decir algo, pero no logró que de su reseca garganta saliera ninguna palabra. Se limitó a asentir.
Parece que tus compañeros te han dejado atrás. Será mejor que descanses un poco. De todos modos no vas a alcanzarlos. ¿Puedes caminar?
Apenas se tenía en pie. Tuvieron que cargar con él hasta la sombra de la roca. Dirigía miradas angustiadas en la dirección por la que se habían ido sus compañeros. Luego hizo un gesto inconfundible. Quería algo de beber.
No nos queda mucha agua.
La mirada del recluta saltaba de uno al otro. Tenía una costra blanca en las comisuras de la boca.
Solo un trago, concedieron por fin.
Él asintió y se llevó la cantimplora a la boca. Dio un trago corto, dejando que el agua se le escurriera por la garganta. A continuación tomó otro, más largo, y devolvió la cantimplora.
¿Mejor?
Sí.
¿Tu cuartel está lejos de aquí?
Cinco o seis kilómetros. Es el primer día que llevo la emisora. Pesa como un muerto.
Los hombres asintieron. El aparato de radio, envuelto en su funda, destacaba entre las rocas con intensidad acusatoria.
Me voy a ganar una buena si no vuelvo pronto, añadió el muchacho.
Más vale que te recuperes.
No tengo tiempo.
Uno de los hombres consultó su reloj.
Nosotros también deberíamos movernos.
Pero ninguno sentía deseos de ponerse en camino. Miraron hacia el lago, cuyas orillas parecían frescas y acogedoras en la lejanía, un gran acumulador que retenía en sus profundidades las temperaturas del invierno.
Tenemos que irnos, dijo uno de los hombres.
Sí.
Así es, coincidió el recluta.
Este dio un paso y salió de la sombra. La luz del sol pareció borrar los detalles de su rostro y su uniforme, aplanando su figura. Se volvió hacia los hombres y abrió la boca como si fuera a decir algo, pero interrumpió el gesto y se quedó paralizado mirando al horizonte.
Ahora sí que la he jodido.
Los hombres miraron en la misma dirección.
Los militares estaban de vuelta. Habían abandonado la formación y deshacían el camino como un grupo desordenado, con el sargento al frente. Cuando el suboficial los vio junto a la roca aceleró el paso.
Joder…, musitó el recluta.
Los dos hombres aguardaron tranquilos. Ellos no tenían por qué preocuparse.
¿Se puede saber qué está pasando, soldado?, ladró el sargento. Era robusto y de corta estatura. Traía el rostro enrojecido por el calor y el enfado. Señaló la emisora abandonada.
¿Qué está pasando?, repitió.
Se detuvo frente a ellos y miró de arriba a abajo a los dos hombres sin reprimir una mueca despectiva ante sus llamativas ropas de deporte.
Nada, mi sargento, respondió el recluta.
¿Nada? ¿Cómo que nada? ¿Qué hace la emisora ahí tirada?
Ahora mismo la recojo, mi sargento.
¡Pues claro que ahora mismo la recoges! ¿Y se puede saber qué coño haces aquí parado? ¿Te apetecía un descanso o qué?
No, mi sargento.
El chico ha tropezado e iba a ir ahora tras ustedes, intervino uno de los hombres.
El sargento lo miró con fijeza.
No me interesa su opinión. ¿Por qué no se largan de aquí?
Cálmese, dijo el otro hombre. Solo le hemos dado un poco de agua.
Al sargento le palpitaban sendas venas en las sienes.
¿Le han dado agua?, preguntó recalcando las palabras.
El hombre asintió.
¿Le han dado agua? Todos tienen orden de no beber hasta finalizar la marcha. ¿Y le han dado agua?
El interrogado se encogió de hombros.
No sabíamos nada.
El recluta se había escabullido para recuperar la emisora. Sus compañeros, que tenían un aspecto solo un poco mejor que el suyo, escuchaban atentos la discusión.
Y aunque lo hubiéramos sabido se la habríamos dado de todos modos.
¿Ah, sí?
Sí. ¿Por qué no pueden beber agua? Es una estupidez.
Lo que pueden o no pueden hacer mis hombres no es asunto de ustedes. Si yo digo que no beben agua, no la beben. Y la opinión de unos domingueros no me interesa en absoluto.
En cualquier caso, no puede decirnos que nos marchemos. Tenemos todo el derecho a estar aquí.
El sargento miraba a uno y otro con los puños apretados. Resopló y se pasó el antebrazo por la frente para enjugarse el sudor. La tranquilidad de aquellos hombres lo estaba dejando en ridículo ante los reclutas. Dos de estos, cargados con las piezas de un mortero, habían aprovechado para dar un descanso a sus piernas sentándose en el suelo. En cuanto los vio fue directo hacia ellos.
¡En pie! ¿Quién os ha dado permiso para sentaros?, exclamó al tiempo que arremetía contra el más cercano y le lanzaba una patada a la cadera.
El chico rodó por el suelo con el rostro contraído de dolor, mientras el otro se ponía en pie de un brinco. Los demás no dijeron palabra. Parecían habituados a aquel trato.
¡Eh!, exclamaron los dos hombres al unísono, menos acostumbrados a las demostraciones de violencia.
El sargento se volvió hacia ellos.
¡Qué!, rugió.
No puede hacer eso.
El sargento sonrió y dio media vuelta, dispuesto a patear otra vez al recluta, pero este tuvo la agilidad suficiente para ponerse en pie y alejarse con rapidez.
No puede tratarlos así.
El sargento caminó despacio hacia los dos hombres, olvidado el recluta del mortero.
Por supuesto que puedo… Estoy en mi completo derecho, dijo socarrón. ¡Y ahora todos en marcha!, gritó a los reclutas. ¡Ya habéis tenido bastante descanso!
Imbécil, masculló uno de los hombres, lo bastante alto como para que el sargento lo oyera.
¿Cómo ha dicho?
Al verlo ir hacia él, el hombre sintió que el estómago se le encogía, pero no se amedrentó. El sargento se le encaró; los músculos de los brazos tensos y brillantes.
He dicho que es usted un imbécil, repitió el hombre.
Su amigo dio un paso al frente y los dos quedaron hombro con hombro ante el suboficial, que tenía que alzar la cabeza para mirarlos a la cara.
Transcurrieron unos segundos sin que nadie se moviera ni dijese nada. Parecía que en cualquier instante el militar iba a arremeter contra uno u otro. Los dos hombres se mantenían a la espera, en apariencia imperturbables. El sargento era más fuerte que ellos dos juntos, no tendría problema para darles una paliza.
Mi sargento, son civiles, dijo entonces un recluta señalando lo obvio.
Al cabo de un momento los músculos del suboficial se relajaron y este respiró hondo y sacudió la cabeza como para librarse de un aturdimiento pasajero.
¡En marcha!, gritó.
Los reclutas acomodaron la carga de sus espaldas.
¡Vamos! ¡Y no quiero ver a nadie quedarse atrás!, añadió mientras se colocaba al frente del grupo y apuntaba con un dedo amenazador al recluta de la emisora, que lo miró atemorizado.
El sargento echó a correr y los demás lo siguieron. Los dos hombres observaron cómo se alejaban.
Bajaron al valle azuzados por una intensa euforia. Salir airosos del enfrentamiento —ambos opinaban que habían resuelto la situación con gran claridad y firmeza— los hacía sentir orgullosos. Tenían la sensación de haber hecho algo importante al salir en ayuda del recluta.
Su razonamiento concluía en tal punto. No se detuvieron a pensar que no había sido su determinación lo que echó atrás al suboficial, sino el temor a las consecuencias que agredir a dos civiles ante numerosos testigos podía traer consigo. Ni que, con toda probabilidad, en otras circunstancias el sargento no habría dudado en golpear sus dignos rostros hasta reducirlos a sendas masas sanguinolentas. Ni que, en cuanto llegaran al cuartel, el muchacho de la radio sería blanco de las represalias del sargento con un perjuicio mayor del que habitualmente sufriría por quedarse atrás en una marcha.
En el arroyo bebieron con avidez y rellenaron las cantimploras. El ejercicio físico les había bastado hasta entonces para aliviar la tensión. Pero ya no era suficiente. Estallaron en carcajadas de autosatisfacción. Aullaron haciéndose oír en todo el valle y se palmearon la espalda uno al otro.
El camino restante lo hicieron a buen paso, ansiosos por contar lo ocurrido a sus mujeres.
El albergue estaba silencioso cuando se acercaron. No vieron a nadie fuera. Saludaron a voces para anunciar su vuelta.
La puerta del albergue se abrió de golpe, una de las mujeres salió corriendo y se lanzó a los brazos de su marido. El recibimiento no podría haber sido mejor, si no fuera porque tenía la cara cubierta de lágrimas. La otra mujer permanecía en la entrada abrazándose el pecho y los observaba con expresión cauta.
¿Qué es lo que pasa?, preguntó el marido, respondiendo al abrazo.
Pero ella, que no dejaba de llorar, no podía articular palabra.
¿Estás bien?, quiso saber él, y la cogió por los hombros tratando de calmarla. ¿Ha pasado algo?
Ella asintió repetidas veces.
La segunda mujer se hizo a un lado para flanquearles la entrada al albergue. Los hombres miraron a su alrededor buscando al viejo, al que no vieron por ningún lado.
¿Pero qué es lo que pasa?, insistieron, contagiados del nerviosismo de sus esposas.
Una vez en el salón, ellas les contaron lo sucedido.
Poco después de despedirse de ellos esa mañana, las dos mujeres habían bajado al pueblo con el viejo en su Land Rover. A pesar de ser domingo, los escasos comercios estaban abiertos. Había turistas paseando por las calles. Mientras el viejo compraba provisiones ellas desayunaron por segunda vez en una taberna y luego visitaron el lugar. Regresaron al albergue con la parte trasera del Land Rover cargada de comestibles.
Para entonces el calor apretaba con fuerza y el viejo se ofreció a prepararles una limonada. Ellas aceptaron gustosas. Sacaron unas tumbonas del garaje y las arrastraron a la ladera. Se tendieron a tomar el sol y charlaron contemplando el paisaje hasta que el viejo les llevó la bebida. Les preguntó si querían alguna cosa más, ellas dijeron que no y volvió al albergue.
No pasó mucho rato hasta que la ropa empezó a sofocarlas. Ninguna había llevado bañador así que miraron por si el viejo andaba cerca, y al no verlo decidieron que no había ningún problema por desnudarse. En ropa interior y con sendos vasos de limonada apoyados en el estómago volvieron a acomodarse en las tumbonas. Pronto cayeron en un sueño ligero.
Al cabo de un rato, una se despertó con dolor de cabeza por culpa del sol. La otra seguía durmiendo. La primera volvió a ponerse la ropa y fue al albergue dejando a su amiga en la tumbona. Subió a su habitación para darse una ducha. Un rato después, estaba aplicándose crema hidratante en las piernas cuando oyó los gritos.
En este punto la otra mujer tomó el relevo de la historia.
Me desperté atontada, dijo. Poco a poco se me fue aclarando la cabeza. En sueños había derramado el vaso de limonada y tenía el vientre pegajoso. Fue al levantarme cuando vi al viejo.
Estaba detrás de mí. A un par de metros. Parecía llevar observándome desde hacía rato. Debió de esperar hasta que te fuiste a la habitación para salir del albergue, dijo a su amiga.
Me miraba fijamente. Entonces me di cuenta de que estaba casi desnuda y me cubrí y le pregunté qué hacía allí. No contestó. Siguió mirándome con la boca entreabierta. Volví a preguntarle qué hacía y le pedí que se fuera. Pero no me hizo caso. De nuevo le dije que se fuera. Entonces se lanzó sobre mí.
Intenté pararlo pero me tiró al suelo. Es mucho más fuerte de lo que parece. Lo golpeé. Era como pegar a un muñeco de madera. Jadeaba y tenía ojos de loco.
Aquí la mujer hizo una pausa y se tapó la cara con las manos. Los demás esperaron a que pudiera continuar. Su marido la mantenía abrazada por los hombros.
Al final, prosiguió ella, me inmovilizó. Y me restregó la cara por el pecho. Yo me revolví, pero me tenía bien sujeta.
Hizo otra pausa.
Entonces me puse a gritar, dijo, y se le rompió la voz.
Su amiga retomó la narración.
Corrí a la calle y los vi en el suelo. Me puse a golpear al viejo para que la soltase. Al final, como no se apartaba, tomé carrerilla y le di una patada que lo hizo rodar por la hierba. Luego echó a correr y se perdió de vista. Habrá ido a esconderse a algún sitio. Se sujetaba un costado con la mano. Creo que le he roto alguna costilla.
Los hombres guardaban silencio.
No sabéis dónde está, dijo uno de ellos finalmente.
Ellas menearon la cabeza.
Podemos bajar al pueblo y denunciarlo, propuso el marido de la mujer agredida.
Ella dijo que no.
¿Por qué?
Quiero irme de aquí ahora mismo.
Su tono era decidido. Ahora que estaba más calmada, la conmoción daba paso a una irritación sorda.
Pero no podemos dejarlo así.
Vamos por él, propuso el otro hombre. Si como decís tiene alguna costilla rota, no habrá ido lejos. Lo encontramos y le damos su merecido. ¿Qué me dices?, interrogó a su compañero.
Este se masajeaba las sienes.
Sí, vamos, dijo al cabo de un momento y se puso en pie. Coge las escopetas, ordenó al otro.
¿Qué vais a hacer?, quisieron saber las mujeres, alarmadas.
No os preocupéis. Solo le daremos un buen susto. Cerrad la puerta, por si aparece por aquí. Y recogedlo todo. Nos iremos en cuanto volvamos. No creo que tardemos mucho.
A continuación salió a la calle, donde ya lo esperaba su amigo, que le entregó una escopeta y un puñado de cartuchos. Ellas los observaron alejarse en la dirección por la que había huido el viejo. Después se encerraron como les habían dicho.
Una hora después los dos hombres estaban exhaustos y continuaban sin encontrarlo. Habían buscado por los alrededores y se habían adentrado en los pinares de la parte alta de la ladera. Dudaban de que se hubiera encaminado al pueblo, por temor a que ellos también fuesen allí.
Se hacía tarde. Llegarían a sus casas bien entrada la noche. Cada uno por su cuenta iba haciéndose a la idea de no dar con el viejo. Este conocía el terreno y sabía que tarde o temprano ellos tendrían que irse, así que habría buscado algún rincón donde esperar agazapado.
Será mejor que volvamos, dijo uno. Estarán preocupadas.
Y añadió:
Es un viejo con suerte. De haberlo encontrado se lo habríamos hecho pasar mal.
El otro, el marido de la mujer agredida, emprendió con desgana el regreso al albergue. Poco después se detuvo y contempló los árboles que los rodeaban, entre los que quizá se escondía el viejo, observándolos regocijado al comprobar que se rendían.
Gritó hasta vaciarse los pulmones, dando rienda suelta a su frustración y agitando la escopeta como un bastón de guerra. Y el paisaje le devolvió su voz multiplicada.
En el albergue todo estaba recogido y guardado en el todoterreno, menos la máquina de tiro al plato, que los hombres cargaron en el remolque.
Estaban a punto de irse cuando el marido de la mujer atacada volvió a sacar su escopeta de la funda y se encaminó al garaje con la intención de reventar las ruedas del Land Rover y dejar al viejo parcialmente incomunicado. Quería sentir cómo temblaban los cristales de la casa y ver cómo se desprendía serrín de las vigas del techo. Lo detuvieron por la fuerza. Su mujer volvía a llorar y suplicaba que se fueran. Lo metieron a empujones en el todoterreno.
Durante la semana siguiente las dos parejas no se vieron ni hablaron entre ellas. El sábado salieron juntas a cenar. La conversación se centró en temas cotidianos. Se rieron. Nadie hizo mención de lo ocurrido en las montañas. Tras la cena fueron a un bar donde bebieron en exceso.