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Prueba de amor
Bastaba con que uno de los presentes no hubiera oído la historia para que mi madre la contara de nuevo. Sucedía cuando venían visitas y en las reuniones familiares.
Yo podría contaros una historia. Una historia sobre una vela, decía ella, y esperaba a que se hiciera el silencio para comenzar a hablar.
Ocurrió en el verano de su segundo año de casada, cuando mi padre y ella fueron de vacaciones a Córcega. Un conocido les había prestado una casa en la costa. El primer día de su estancia el cielo amaneció cubierto de nubes. Corría un viento desapacible y una resaca poco habitual en el Mediterráneo roía la playa de guijarros visible desde el dormitorio. Lejos de desanimarse, mi madre corrió a darse un baño. Entró en el agua dando saltitos. Mi padre se acomodó en una tumbona en la orilla acompañado de un libro.
Ella jugó con las olas recibiéndolas de frente. Al retirarse, el agua socavaba el suelo bajo sus pies y la dejaba clavada hasta los tobillos. El ronroneo de los guijarros le trepaba por las piernas y se alojaba en la base de su espalda, como si allí escondida tuviera una cámara de resonancia. Disfrutó de las embestidas del oleaje hasta que una ola más violenta que las anteriores impactó contra ella, haciéndole perder el equilibrio y revolcándola por el fondo. Cuando volvió a la superficie notó escozor en un hombro y una rodilla, rozados contra el lecho de guijarros. Pero no fue eso lo que la alarmó. Con la punta de la lengua se tanteó los dientes. Descubrió un hueco entre ellos.
Llevaba una funda en un incisivo de la línea superior. Se había roto la pieza, casi de raíz, a los quince años, en una caída de bicicleta. La fuerza de la ola le había arrancado la funda.
Volvió a la orilla maldiciendo su suerte. Allí dedicó a mi padre una sonrisa de chiste. Un espacio vacío y negro imposible de ignorar. Él contempló su afeada nueva apariencia antes de preguntar qué había pasado. Ignoraba la existencia de la funda.
No conocían a nadie en Córcega que pudiera recomendarles un buen dentista y mi madre no se fiaba de los profesionales de la isla. Prefería esperar hasta que volvieran a casa. Pero no se sentía cómoda con aquel nada atractivo hueco en su sonrisa. De pronto había perdido la ilusión por las vacaciones. Mi padre intentó consolarla. Dijo que habría algo que pudieran hacer. Seguro que sí.
En la casa había una vela de gran tamaño, similar a un cirio pascual. Ocupaba un rincón del salón, sobre una peana de hierro forjado. Tenía el color del marfil nuevo.
A la mañana siguiente mi padre se levantó temprano, dejando a mi madre dormida en la cama. Fue al salón y con un cuchillo cortó a la vela una porción de cera del tamaño de una avellana. Luego se acomodó en una mesa bien iluminada y sin más ayuda que sus dedos y el cuchillo procedió a modelar un diente. El primer intento no le dejó satisfecho, así que siguió trabajando. Cuando consideró que la cera estaba demasiado manoseada cortó otro trozo. Para cuando mi madre se levantó, mi padre ya había terminado un diente aceptable.
Abre la boca, le dijo y presentó el falso diente ante el hueco para comprobar las dimensiones.
¿Pretendes que me ponga eso en la boca?
Servirá por el momento, respondió mi padre, concentrado en efectuar unos ajustes a su obra.
Cuando lo consideró terminado, depositó el diente sobre una servilleta y lo metió en la nevera para que se endureciera. Después de desayunar, mi madre, desconfiando todavía, se sentó en una silla con la boca bien abierta y él se dispuso a colocarle el diente. Contaba con un hueco en su base para encajar en lo que quedaba del incisivo original, así como con sendas entalladuras laterales para hacerlo también en las piezas de los costados.
Mi padre retrocedió un paso y estudió el resultado. El color de la cera apenas difería del de los dientes auténticos.
Mírate en el espejo.
Ella se contempló de frente y girando la cabeza a los lados.
No está mal, reconoció.
No te lo toquetees, aconsejó mi padre. ¿Se mueve?
Ella dijo que no con la cabeza sin dejar de contemplarse.
Mi padre volvió por el cuchillo y cortó otros tres trozos de cera a la vela.
No va a durarte todo el día, dijo. Se ablandará. Y por supuesto no puedes comer con él. Necesitarás recambios.
Ahora que disponía de un modelo trabajó más rápido. Esculpió tres dientes más, que tras su paso por la nevera depositó en un pastillero que le entregó a ella.
Y ahora, ¿qué tal si vamos a dar un paseo?
Mi madre, feliz con su sonrisa restaurada, asintió. Después besó a mi padre, sintiendo en el interior de los labios el fresco contacto de la cera.
He visto fotos de aquellas vacaciones. Las he estudiado con una lupa. Mi madre sonríe en ellas. No se nota nada. Los dientes de cera salvaron aquel verano, aseguraba ella.
Cada mañana mi padre saltaba de la cama con la primera luz y trabajaba encorvado sobre la cera, con las gafas resbalándole hasta la punta de la nariz, enfrascado en su trabajo, probando herramientas que le sirvieran de ayuda, esforzándose por hacer los dientes cada vez mejor y lamentando la escasez de detalles que reproducir. Luego ella abría la nevera para coger la leche del desayuno y encontraba cuatro dientes descansando sobre una inmaculada servilleta de hilo, como si fueran reliquias.
Cuando llegó el momento de volver a casa, mi madre quiso llevarse lo que quedaba de la vela. Dijo que nadie la echaría en falta. Dijo que representaba mucho para ella.
Mi padre respondió que no era para tanto y que no veía sentido a cargar con la vela. Mi madre se ofendió y, sin molestarse en tratar de convencerlo, envolvió la vela en papel parafinado y varias toallas y la metió en su maleta.
De regreso en casa, la colocó en un rincón del comedor y después fue al dentista para que le pusiera una funda nueva.
La historia solía concluir aquí. A continuación, los oyentes que la escuchaban por primera vez se deshacían en comentarios apreciativos hacia mi padre. Alababan su actitud durante aquellas vacaciones, actitud que todos interpretaban como una indudable prueba de amor. Mi madre asentía en silencio. Luego, mientras a su alrededor rebrotaban las conversaciones, se hundía en un ensimismamiento atribuible al recuerdo del marido ausente.
Lo normal era que la carcomida vela del rincón despertara la curiosidad de las visitas. Fue así como mi madre empezó a contar la historia de los dientes de cera y el esmero de mi padre; mientras que él se limitaba a guardar silencio o quitarse importancia.
Pero lo que ni las visitas ni la mayoría de la familia sabían era lo poco que a mi padre le gustaba aquella historia. Con el tiempo, la insistencia de mi madre y los halagadores comentarios de los oyentes le molestaron cada vez más. Un día no pudo continuar soportándolo. Exigió a mi madre que no volviera a contar la historia. Siguió una discusión que fue aumentando de tono y llegó a su cumbre cuando mi padre gritó que la vela no era símbolo de nada. De nada, repitió. Solo había sido una forma de entretenimiento durante aquellas vacaciones. Había modelado el primer diente para ayudar a mi madre, pero luego había seguido haciéndolo cada mañana por la sencilla razón de que disfrutaba con el reto de modelar la cera cada vez mejor. Eso era todo.
Mi madre lo miró boquiabierta. Con lágrimas en los ojos guardó la vela en el fondo de un armario.
A partir de entonces sus discusiones fueron cada vez más frecuentes.
Cuando mi padre ya no estuvo con nosotros, mi madre retomó la costumbre de contar su historia. Y no solo eso. Empezó a revisarla y hacerla más extensa. Le incorporó detalles e imágenes. Fue entonces cuando añadió lo del ronroneo de los guijarros y la cámara de resonancia en la base de su espalda, y también la meticulosa descripción de mi padre fabricando los dientes, cosa que ella no había visto porque a aquellas horas de la mañana siempre estaba dormida. Añadió muchas cosas más. Añadió que «Al final de las vacaciones la vela parecía atacada por castores» y que «El hueco entre sus dientes era una tronera y su sonrisa, la de una bruja de cuento». Detalles y adornos, reales o ficticios, que habrían enfurecido a mi padre si hubiera estado presente, y que ella disfrutaba visiblemente mientras los recitaba con la vista clavada en el vacío. Casi tanto como disfrutaba seleccionándolos y retocándolos para hacer su historia cada vez mejor.