ESTRÓMBOLI
Reconozcamos que tu hermano ha escogido un sitio imponente, dijo Verónica alzando la voz para salvar el ruido del motor.
Xabier, apoyado en la borda, miraba como la isla crecía en el horizonte: un triángulo con el vértice superior truncado del que manaba un penacho gaseoso. Si a un niño se le pidiera que dibujara un volcán, dibujaría la isla de Estrómboli.
El mar estaba rizado y la embarcación cabeceaba de forma incómoda, y por momentos angustiosa, para los pasajeros. Sin embargo, el patrón y su ayudante, un chico de unos quince años, no parecían preocupados. Charlaban en un siciliano cantarín mientras el primero manejaba la rueda del timón con una sola mano. Llevaban a bordo a una docena de pasajeros a los que habían recogido en la isla de Lípari. La mayoría iban pertrechados con mochilas, botas y bastones de trekking para subir al volcán. La excepción la ponían Xabier y Verónica. Él vestía pantalones chinos, polo, cazadora de aviador y mocasines. Ella había pasado una hora y media acicalándose en el hotel. Llevaba un liviano vestido de primavera y unas sandalias de tacón poco apropiadas para los senderos de grava volcánica del archipiélago de las Eolias. Para que la brisa marina no le estropeara el peinado, se había envuelto la cabeza en un fular. Completaban el conjunto unas gafas de sol con la montura adornada con brillantes falsos. Cuando el patrón le tendió la mano en el puerto para ayudarla a subir a bordo exclamó:
Signorina, you Look like a movie star!
También se diferenciaban del resto de pasajeros en que eran los únicos que llevaban equipaje para pasar la noche en Estrómboli. Él, nada más que una muda de ropa interior y algún articulo de aseo; ella había echado al fondo de la embarcación una bolsa de viaje de considerables dimensiones. Al verla salir del hotel arrastrándola, Xabier le había advertido que no pensaba ayudarla a cargar con ella.
El día estaba despejado y en tierra hacía una temperatura agradable, pero la brisa del mar y la velocidad de la embarcación hicieron que los pasajeros pronto empezaran a sacar prendas de abrigo de sus mochilas. La brisa parecía empeñada en levantarle el vestido a Verónica. Ella solía decir que le sobraban algunos kilos, y era cierto, pero los que tenía de más estaban muy bien repartidos. Los hombres a bordo la miraban con mayor o menor disimulo. Xabier era el único que no le prestaba atención, o eso quería aparentar. También la miraba, vistazos breves cuando creía que nadie se daba cuenta.
El atuendo de Verónica era demasiado ligero. En la bolsa llevaba una chaqueta, pero el patrón había acomodado su voluminoso equipaje en la cabina de la lancha, y ella no quería llamar la atención pidiéndoselo. Iba encogida de frío. Una alemana gorda que no había dejado de observarla con expresión hosca desde que zarparon se enrolló alrededor del abdomen un pareo, como una faja, para que no se le enfriara el vientre.
Al cabo de lo que a todos les pareció demasiado tiempo, Xabier se quitó la cazadora y se la tendió a Verónica con un seco:
Ponte esto.
Luego regresó a la borda y siguió pensando en su hermano menor. Recordó una imagen presenciada casi todos los días durante su niñez y adolescencia, la de Álex leyendo repantigado en un sofá. Aquella forma de diversión siempre despertaba el asombro de Xabier, que jamás había terminado un libro por iniciativa propia, por lo que con frecuencia interrogaba a su hermano sobre lo que leía. De modo desconcertante, Álex respondía con vaguedades o, a lo sumo, con un tibio entusiasmo que no se correspondía con las innumerables horas que dedicaba a la lectura. Por fin, siendo ya adultos, Álex le había confesado que, por encima de cualquier otro, el motivo por el que le gustaban los libros era el orden que los caracterizaba: las nítidas líneas de letras negras sobre fondo blanco, su férreo paralelismo, la coherencia interna de la tipografía, los márgenes inviolados, los sencillos pero eficaces sistemas para identificar los capítulos y las notas a pie de página. A veces, tras terminar una novela, apenas podía decir cuál era la trama y quiénes los personajes.
También era aficionado al cine, donde el borde de la pantalla ponía frontera a las imágenes por desmesuradas que fueran. Al mismo tiempo, les prestaba legitimidad y atraía la atención sobre ellas. A Álex le encantaba disertar sobre el concepto de «Marco».
No resultaba extraño, pensó Xabier, que su hermano hubiera escogido una isla para refugiarse; una isla, además, de contorno tan simple como el de Estrómboli.
Verónica y él habían aterrizado la mañana anterior en Palermo, procedentes de Bilbao. Su intención era llegar a Estrómboli ese mismo día. Para ello debían tomar un tren que los llevaría a lo largo de la costa norte siciliana hasta Milazzo, donde enlazarían con un ferry a Estrómboli. Pronto quedó claro que ese plan no iba a ser posible. No habían tenido en cuenta los poco fiables horarios de salida de los trenes sicilianos ni que en temporada baja disminuía la frecuencia de los barcos que comunican Sicilia con las Eolias. Llegaron a Milazzo al final de la tarde, para entonces el siguiente barco a Estrómboli no zarpaba hasta el día siguiente. En la taquilla de la compañía de barcos les recomendaron tomar otro, que zarpaba en veinte minutos, a Lípari, la mayor isla del archipiélago. Allí no tendrían dificultad para encontrar alojamiento y por la mañana podrían sumarse a uno de los grupos de excursionistas que iban a pasar el día en Estrómboli. Era la forma más rápida de llegar a la isla.
Cuando ya estaban tan cerca de Estrómboli que tenían que alzar la cabeza para mirar la cima del volcán, sonó el móvil de Xabier. Verónica lo vio mirar la pantalla y guardarlo sin contestar. En tierra ella habría adivinado si la llamada era del trabajo o de su mujer. En el primer caso, Xabier no habría tenido inconveniente en responder. Si hubiera sido su mujer, habría ignorado la llamada, esperando hasta encontrarse a solas para devolverla. No bastaba con que Verónica guardara silencio ni con que él se apartara decenas de metros, como si aun así su mujer, desde el chalet de Getxo, pudiera percibir la proximidad de Verónica. En cualquier caso, en la lancha el ruido habría sido difícil de explicar. Xabier había dicho, tanto en casa como en el trabajo, que iba a Roma a reunirse con unos posibles inversores.
Minutos después el patrón aminoraba el régimen al acercarse al puerto de San Vincenzo. El blanco de las casas y el verde de los jardines destacaban contra el paisaje ceniciento. La ladera del volcán comenzaba en la misma orilla. El pueblo, arracimado junto al agua, tenía un aspecto frágil y efímero, como el de un hormiguero al borde de un camino, susceptible de ser destruido por cualquier pie despistado. Xabier meneó la cabeza por la irresponsabilidad de los isleños; vivir allí era como jugar a una ruleta rusa geológica.
El puerto consistía en nada más que un embarcadero de hormigón que se adentraba en el agua. El patrón recordó a sus pasajeros que zarparían de regreso a Lípari a las diez de la noche. Tendrían tiempo de visitar el pueblo, comer algo y subir al volcán.
Enjoy your visit!
Xabier le dijo que era posible que él y Verónica se quedaran a pasar la noche en la isla. Si no estaban allí a las diez, podía zarpar sin ellos. El patrón hizo una mueca de disconformidad. Les aseguró que no merecía la pena, que no había mucho que ver, que por la noche cortaban la electricidad y que fuera de temporada apenas había hoteles abiertos, y que los que había no eran muy buenos. Xabier le respondió que no se preocupara. Lo más probable sería que volvieran a Lípari con los demás, aunque era posible que los acompañara un pasajero extra. ¿Sería un problema?
El patrón negó con la cabeza, a la vez que hacía el gesto internacional de frotarse la yema del índice con la del pulgar.
Los demás pasajeros, cargados con sus mochilas, se dirigieron sin preámbulos hacia el pueblo, como si supieran adónde tenían que ir exactamente. Xabier, Verónica y la bolsa de viaje de Verónica se quedaron solos en el puerto. Al lado se extendía una playa de arena negra donde reposaban lanchas de pesca varadas. Xabier miró el reloj.
Es la hora de comer. No es buen momento para llamar a la puerta de nadie.
Me gustaría sentarme en un sitio tranquilo, dijo Verónica. Y puede que tomarme una copa.
Había un restaurante frente al puerto. Se encaminaron hacia allí. A los pocos pasos, él se detuvo, cogió la bolsa de viaje de ella y se la echó al hombro con un gruñido.
La amistad de Verónica y Álex empezó en la escuela de hostelería, el primer día de clase. Poco después ya era evidente para todos que a Álex le encantaría que esa amistad se convirtiera en algo más.
A ella también le gustaba él, pero no tanto. No se lo dijo claramente, sino que optó por no dar pie a falsas esperanzas, manteniéndolo a una cómoda distancia. Lo animó a salir con otras chicas. Álex distaba de ser feo y eran bastantes las que encontraban atractivo su carácter ensimismado. Pero él era ciego a las insinuaciones de las demás.
La firme postura de su amiga hizo que Álex acabara saliendo con un par de chicas de su misma clase. A Verónica le sorprendió que diera el paso. Y más aún le sorprendió sentirse molesta. En cualquier caso, ninguna de las historias duró mucho. Álex se negó a dar detalles. Su atracción por Verónica continuaba siendo manifiesta.
Por su parte, ella salió durante un año con un hombre. Era casi diez años mayor que ella, trabajaba en una cooperativa de arquitectos, quería casarse y tener hijos lo antes posible. Mientras duró la relación, Verónica nunca habló de él a su amigo, temerosa de cómo pudiera reaccionar. Se lo contó después de que hubieran roto, y aun así le dijo que solo habían estado juntos un par de meses.
Tras concluir el curso de hostelería, ella empezó a trabajar como camarera y él como ayudante de cocina. Se veían con menos frecuencia que antes; podían pasar semanas sin saber uno del otro. Eso ayudó a aliviar la tensión. Álex parecía haber superado su encaprichamiento y pasado a ver a Verónica como nada más que una amiga. Cuando se encontraban, se mostraba relajado y afable. Verónica creyó que las tiranteces habían quedado atrás.
Una noche, después de varias cervezas, de despotricar sobre sus jefes y de perorar sobre cómo mejorarían los restaurantes donde trabajaban, Álex dijo que estaría bien que abrieran su propio negocio. Verónica no se lo tomó en serio y cambió de tema. Pero dos días después, tras otra bronca injustificada de su jefe, llamó a su amigo. En Las Arenas se traspasaba un restaurante italiano. Podían ir a echar un vistazo.
La cocina estaba bien equipada. El local tenía posibilidades y disponía de los permisos. Mientras volvían en metro a Bilbao no dejaron de quitarse la palabra, arrojándose ideas sobre cómo redecorarlo y el tipo de comida que podrían servir. El precio del traspaso no era barato, aunque tampoco desorbitado.
Además, añadió ella, tú siempre puedes pedir ayuda a tu hermano.
Cuatro meses después inauguraban. El local se llenaba cada día. Y en lo personal, aunque Verónica temía que la estrechez en el trato a que les obligaba su sociedad complicara las cosas con Álex, no le costó seguir manteniendo las distancias.
Cuando el restaurante llevaba un par de meses abierto, Xabier se presentó una noche por sorpresa. Contempló el local con las manos en los bolsillos de un traje de raya diplomática. Saludó a Verónica alzando las cejas y preguntó si había una mesa disponible. Estaba solo y no tenía reserva. Era martes, un día en que el local acostumbraba a estar tranquilo, motivo por el que o Álex o ella se lo tomaban de descanso. Aquella vez había sido él. Verónica le dijo a Xabier que era una lástima que su hermano no trabajara esa noche, a Álex le habría gustado atenderlo en persona. Xabier respondió con un mero:
Sí, bueno.
Ni siquiera consultó la carta, prefiriendo aceptar las sugerencias de Verónica. Cuando llegó el entrante (una ensalada de rúcula, gorgonzola y pollo con avellanas cuyos ingredientes se hallaban meticulosamente dispuestos en una armoniosa montañita de comida), Xabier se quedó mirando fijamente el plato.
Tu hermano trabaja en la cocina. Pero hoy no está.
Sí, ya me lo has dicho.
Seguía mirando el plato, sin empezar a comer.
El borde del plato es un marco, dijo.
¿Perdón?
Nada. Tonterías, respondió él cogiendo por fin el tenedor. Si no estás muy ocupada, ¿por qué no me acompañas? Disfrutemos del vino que me has propuesto.
Ella solo había coincidido con Xabier en un par de ocasiones. Sabía que estaba casado y que trabajaba en algo relacionado con la química. Tenía un laboratorio y una pequeña planta de producción en un polígono industrial cerca de Bilbao. No sabía qué producía, algo muy específico a lo que no se dedicaba casi nadie, algún tipo de reactivo industrial; el tema no le interesaba tanto como para averiguar los detalles.
Mientras cenaba, Xabier le contó que esa tarde había sabido que una empresa de Burdeos iba a comercializar un producto similar al suyo. Un año atrás, unos inversores franceses habían visitado su planta de producción, y ahora, uno de ellos estaba al frente de la empresa de Burdeos. Xabier estaba convencido de que era un caso de espionaje industrial. Durante la visita había visto cómo, cuando uno de los franceses se inclinó para escuchar las explicaciones de un técnico de laboratorio, la punta de su corbata se introdujo en un vaso de precipitados. En aquel momento le pareció un accidente tonto.
Xabier vació su copa y se rio. Verónica no lo conocía lo bastante como para saber si la historia le divertía o le preocupaba de veras.
Hablemos de otra cosa, dijo él. ¿Qué tal el negocio? ¿Ya sientes irreprimibles impulsos de clavar un tenedor en la nuca a mi hermano?
Ella soltó una carcajada que sonó más alto de lo esperado.
¿O prefieres en los huevos?
Otra carcajada. Los clientes de una mesa cercana volvieron las cabezas para mirarla.
Después de cenar Xabier pidió un whisky y ella se animó con otro. Mientras charlaban, Verónica mantenía un ojo en los camareros. Se levantó en un par de ocasiones para dar instrucciones en la cocina. Aquella noche llevaba un pantalón blanco ceñido. Cuando Xabier hablaba, ella lo observaba, atenta a sus gestos, buscando parecidos con su hermano.