EL CASTIGO MÁS DESEADO

Estando yo cerca de cumplir los cuarenta, por motivos que solo nos incumben a ella y a mí, me separé temporalmente de la que había sido mi pareja durante casi diez años. Basta decir al respecto que si pusiera por escrito aquel episodio innecesariamente prolongado, causante de dolor para ambos y también para otros, y esclarecedor de unas cuantas cosas, negativas y positivas, acerca de los implicados, no daría como resultado más que una ristra de tópicos.

Cuando la situación empezó a calmarse, el canal de comunicación de nuevo abierto, si bien las barreras defensivas todavía levantadas, hice un viaje para cobrar un poco de perspectiva, así como para concederme un descanso de mi entorno; entorno demasiado ansioso por opinar sobre lo que me sucedía y sobre lo que yo había provocado que sucediera.

Mi amiga L vivía en Nueva Zelanda desde hacía varios años. Antes de eso había residido en Londres, encadenando empleos por debajo de su cualificación, y allí conoció a un neozelandés que también se encontraba en Inglaterra de modo temporal. Sin que mediara un gran intervalo, decidió mudarse con él a Nueva Zelanda, supongo que enamorada. Yo a él no lo conocía, pero sí conocía las preferencias de L, así que me imaginaba a un tiarrón de dos metros, musculoso, piragüista o nadador, al que le gustaba exhibir su fuerza levantando a L en brazos sin esfuerzo aparente, gesto que a ella siempre la llevaba a reír de manera infantil, entrecortada, y a aferrarse a tu cuello con fuerza estranguladora. El retrato mental no iba más allá. Nunca me había detenido a pensar en él.

Hacía mucho que L me insistía para que la visitara, y aquella parecía la ocasión idónea. Respondió entusiasmada cuando le dije que iría. Acordamos que el viaje fuera en febrero, al final del verano austral, mes en que todavía hacía buen tiempo pero eran menos los turistas. Ella solicitó vacaciones en su trabajo para esas fechas y se ofreció a organizado todo.

Y una noche, semanas después, tras viajar hasta nuestras antípodas vía Dubái, Singapur y Brisbane, saltando husos horarios hasta que no me hizo falta corregir la hora del reloj, bebía cerveza floja en la terraza de una casa de veraneo en Whangamata, con vistas al Pacífico Sur, mientras pensaba que la situación era, casi, demasiado literaria.

La casa, en primera línea de playa, pertenecía a Tony, un amigo de L y de su pareja, Justin. Tony era polinesio y siempre estaba cocinando o comiendo algo. Su mujer no se parecía en nada a él: constitución menuda, rubia, piel pálida y hablar mesurado. Tenían un hijo de ocho años que cada poco rato interrumpía su partida al Call of Duty para salir a la terraza y reaprovisionarse en la barbacoa donde su padre preparaba hamburguesas y salchichas. L me había puesto en antecedentes; el niño no era el primer hijo de Tony, ni la mujer delgada y rubia su primera mujer. Había estado casado antes y había tenido otro hijo, que murió ahogado en la piscina de su casa, no de aquella casa. Aquel niño tenía cinco años; Tony estaba a su cargo aquel día. Mientras jugaban en la piscina sonó el teléfono y Tony entró en casa para contestar. Dijo luego que la llamada no fue importante y que duró apenas unos segundos. Cuando salió de nuevo encontró al niño hundido en la piscina. Habían estado jugando a recuperar algo del fondo y, por un instante, Tony pensó que el niño seguía haciéndolo, pero a continuación se dio cuenta de que estaba inmóvil. Quizá pensó, se me ocurre ahora, que parecía un adorno, un mosaico de baldosines en el fondo de la piscina, justo en el centro, con la forma de un niño con bañador rojo, los brazos y las piernas abiertos, boca abajo.

Su matrimonio no superó la pérdida. Su actual mujer era la maestra del niño ahogado, a la que conoció en el funeral.

Apoyado en la barandilla de la terraza, yo charlaba con la hermana de la mujer de Tony, que me hablaba de su trabajo. Era policía y colaboraba con un departamento de las Naciones Unidas encargado de asesorar a países en proceso de reforma de sus fuerzas del orden. Acababa de regresar de Bagdad, donde había seleccionado a varios candidatos para la nueva policía iraquí. Me contó que vivía en la Green Zone pero que, aun así, una bomba había estallado a dos manzanas de su apartamento.

Sí, demasiado literaria, pensaba yo.

El acento neozelandés, siempre difícil de entender, lo es todavía más pasado por un filtro de salchicha, bollo y saliva. Me distraje de la conversación. Por la calle no transitaban coches y apenas gente. El mar estaba muy cerca pero no se dejaba oír; solo concedía pasajeros trazos de espuma. Miré hacia donde calculaba que estaban los islotes desiertos, bordeados por paredes verticales de roca y encopetados por vegetación. Si querías visitarlos tenías que solicitar un permiso especial y luego llevarte tus excrementos en una bolsa. Los había escrutado por la tarde a través de unos prismáticos; sobre ellos: un segundo copete, una nube impresionista de puntos blancos en movimiento, aves marinas. Quise pensar que seguían allí, en la oscuridad, a todas horas y todos los días. Las que se posaban para alimentarse o dormir o empollar eran sustituidas prestamente por otras. Imaginé el griterío y los picotazos lanzados de costado cuando se cruzaban en las tinieblas, demasiado cerca. Si dos aves llegaban a chocar, giraban rígidas, como rotores de helicóptero, alejándose entre sí y cayendo unos metros, hasta que, con un espasmo, recobraban el control de las alas. Al fondo oía a la cuñada de Tony.

L estaba sentada a la mesa de la terraza, sin perderme de vista por si yo requería su ayuda para entender a alguien o para hacerme entender. Justin, estirado en una tumbona, consultaba en un iPad la previsión del estado del mar para los próximos días.

En el extremo de la terraza, Tony volteaba en la barbacoa otra remesa de carne. Mientras terminaba de hacerse se acercó a mí señalándome con la espátula. Llevaba un delantal con bolsillos de los que asomaban unas pinzas, un tenedor grande y un guante de cocina.

¿Tienes seguro de viaje?, me preguntó.

Dije que sí.

¿Pescas?

Habían pasado varios años desde la última vez, pero me gustaba pescar. Respondí afirmativamente.

Estupendo. Mañana puedes venir con nosotros. Siendo tres, habrá más posibilidades de ganar.

L y Justin habían oído la conversación y me miraban fijamente.

Claro, dije, me gustaría mucho.

L retomó su conversación con la mujer de Tony. Justin hizo amago de decir algo pero siguió callado. Aun así me quedó claro que mi respuesta no le había gustado nada.

La compañía de seguros donde trabajaba Justin financiaba un concurso de pesca que se celebraría los dos días siguientes, sábado y domingo. El dinero de las inscripciones iba destinado a un hogar infantil o de ancianos o algo por el estilo. Yo llevaba oyendo hablar del concurso desde el día en que aterricé, Justin había propuesto la idea a sus superiores y se había involucrado en la organización. Tenía mucho interés en que todo fuera bien y, asimismo, en ganar o en quedar, al menos, en un puesto honroso. Justin no ocupaba un alto cargo en su empresa.

Más tarde, en un momento en que nadie podía oírnos, L me dijo que no tenía que ir si no me apetecía de veras.

Tony te lo ha pedido porque le caes bien. Me lo ha dicho. Le pareces exótico.

Se me escapó una carcajada. ¿Yo le parecía exótico?, pensé. ¿A Tony, al que el grueso labio inferior le colgaba sobre la barbilla, al que fácilmente se le podía imaginar vestido con una falda de paja y relamiéndose junto a una marmita gigante donde se cocían unos desconcertados exploradores blancos?

Me apetece ir.

Muy bien, dijo ella, aunque la conocía lo bastante como para saber que había querido decir: «Allá tú».

¿Qué harás estos dos días?, pregunté.

Volver a casa. Descansar de tanto hombre. Sacar a los perros de la guardería. Sospecho que nunca les quitan los collares de descargas eléctricas.

Ella y Justin vivían en Hamilton, a un par de horas en coche de la bahía de Whangamata. Me la imaginé sentada en su patio trasero, mirando al vacío, fumando, aunque hacía años que ella había dejado de fumar, alzando la cabeza al cielo para expulsar el humo. Desde el garaje, acomodados en sendos sofás destripados a mordiscos, la observaban sus dos rottweilers, odiados por todos los vecinos. Así imaginé que pasaría el fin de semana, gozosa.

Estaba guapa, delgada, fibrosa casi. En Nueva Zelanda, L, a quien nunca le había interesado el ejercicio físico, había empezado a correr. Ya había participado en varias medias maratones. Salvo por eso, el tiempo no había pasado por ella.

En cuanto a Justin, diré que no era como lo había imaginado. Puede que lo fuera unos años atrás, cuando L lo conoció, pero ya no. Le sobraban diez kilos, le raleaba el pelo y caminaba levemente encorvado, mirando de reojo a los costados, como si padeciera fatiga crónica o tramara contra el mundo un plan sibilino y ridículo.

Nunca se mostró abiertamente amigable conmigo. A veces su actitud parecía molesta, supongo que por verse obligado a compartir con un desconocido parte de sus vacaciones, y en otras de una curiosidad perpleja. No terminaba de entender a qué me dedicaba yo ni, sobre todo, qué hacía allí.

Antes de comprar el pasaje de avión, yo le había preguntado a L si a Justin le molestaría mi visita. Tajante, me respondió que no tenía que preocuparme por eso.

Sin embargo, una vez en Nueva Zelanda, yo había descubierto a Justin escuchándonos muy atento cuando L y yo charlábamos en castellano, idioma del que él apenas sabía unas pocas palabras. L era muy celosa de cuanto considerara parte de su intimidad (un ámbito, este, muy amplio, creciente y de fronteras difusas, como un desierto, y cuyo centro yo imaginaba de un calor achicharrante) y en ocasiones podía ser parca en palabras hasta extremos insultantes, así que yo me preguntaba cuánto le habría contado a Justin sobre mí, sobre nosotros. E imagino que él se preguntaba quién era aquel tipo que había cruzado, literalmente, medio mundo para visitar a su pareja, y cuáles eran sus verdaderas intenciones. Medio mundo. ¿Para nada más que ver kiwis en una reserva aviaria y tomar unas cervezas con una mujer a la que apenas había tratado en los últimos años? Puede que si hubieran vivido en Nueva York o en Atenas o si siguieran haciéndolo en Londres, en cualquier lugar más próximo, la actitud de Justin habría sido otra, menos a la defensiva. Y si se hubiera presentado una ocasión para la comunión masculina y si yo lo hubiera conocido lo bastante como para saber que no se ofendería y si me hubiera caído lo bastante bien como para desear tranquilizarlo, le habría asegurado que no tenía de qué preocuparse; L y yo solo éramos amigos, yo estaba allí para dejar atrás una época difícil, no necesitaba más complicaciones, etcétera.

Nos despedimos de Tony y de su familia y volvimos al bungalow alquilado. Justin me dijo secamente que el concurso empezaba al mediodía pero que había muchas cosas que hacer antes, así que teníamos que estar en pie a las siete. Se metió en el dormitorio principal y cerró la puerta. L me deseó buenas noches con una sonrisa cansada y lo siguió. Me pregunté qué le apetecería menos a Justin, que yo lo acompañara al concurso de pesca o que pasara el fin de semana a solas con L.

Mi habitación tenía literas; las colchas estaban estampadas con personajes de Toy Story. Dormía en la de abajo; en la de arriba estaba mi equipaje. Me tumbé y pasé revista al día. La ventana mostraba un cuadrado de cielo. Era de suponer que las constelaciones eran diferentes de las boreales, aunque no apreciaba ninguna diferencia. Al contrario de lo esperado, no sentía impresión alguna de lejanía; puede que fuera por la compañía de L, quien, a pesar de lo intermitente de nuestro trato, era una presencia continua y fiable, como una hermana mayor inquisitiva que te llama cada escasos días o la casa de los abuelos a la que regresas cada verano.

Oía a L y a Justin hablar en susurros en la habitación de al lado.

Otra noche más, me dormí pensando en cómo sería acostarse con alguien a quien has deseado durante media vida. Seguro que no como lo habías imaginado, aunque lo hubieras hecho de muchas formas, aunque hubieras llegado a creer que de todas las posibles. No se trataría tanto de algo que luego recordar como de una disculpa, un permiso otorgado a uno mismo para dejar de imaginar y centrarse en otros objetivos.

* * *

L ya estaba en la cocina cuando me levanté. Desayunaba yogur con cereales, apoyada en la encimera, con su ropa de correr. Después de entrar en un foro de corredores, dar su ubicación y preguntar por una buena cuesta donde entrenarse cerca de allí, se había pasado tres cuartos de hora subiendo y bajando una pendiente del cuarenta por ciento.

He hecho café, dijo, y me serví una taza.

Justin estaba fuera, sacando bultos de su todoterreno, las cosas que iba a necesitar para el concurso. L iría a Hamilton con el todoterreno y Tony vendría a buscarnos a nosotros en su coche. Lo vimos abrir cremalleras, hurgar dentro de bolsas, reacomodar contenidos, hablando solo.

¿Pasas tú a la ducha o voy yo?, preguntó L.

Con un gesto le dije que pasara ella y me serví otro café.

Minutos después ya estaba vestida. Parecía deseosa de irse. Justin entró y torció la boca al verme todavía en pijama.

Tenemos prisa, dijo.

Luego miró a L de la cabeza a los pies, se diría que confundido.

Ya estás lista.

Salí al pequeño porche para que se despidieran. Me senté, todavía con la taza en la mano, en una silla tambaleante de jardín.

L salió poco después, se plantó delante de mí, inspiró hondo, alzando los hombros, y soltó el aire a la vez que los dejó caer.

¿Todo en orden?, pregunté.

Sí. Claro que sí, dijo mirando por la ventana hacia el interior de la casa. Cuídate. Y pásalo bien.

Y bajando la voz añadió: Y cuida de esos dos. Estaré de vuelta mañana por la tarde.

Se agachó para besarme en las mejillas.

He pensado, dije, que el lunes puedo alquilar un coche y bajar hasta Tauranga, para dejaros solos un par de días. Querréis un poco de intimidad.

No digas tonterías. No vas a ir a ninguna parte.

Verla subir al todoterreno y dar marcha atrás por el camino de acceso me produjo una angustia repentina, como si hubiera perdido asidero.

Lo deseable habría sido irnos ya, salir de aquel bungalow amueblado con desechos, que nos hiciéramos a la mar de inmediato, pero no fue así.

Para cuando Tony pasó a buscarnos, Justin ya lo había llamado un par de veces a fin de que se diera prisa, aunque el mensaje no parecía haberle quedado claro. Se detuvo delante del bungalow y tocó el claxon, sonriendo como si nada. Daba mordiscos a algo envuelto en un papel que la grasa había vuelto transparente. Nos llevó a su casa. En el garaje me mostró una caña preguntándome si me iría bien. Dije que sí. El carrete parecía sin estrenar. Nos sentamos a armar líneas de pesca, con dos anzuelos, plomada y quitavueltas. Pregunté qué íbamos a pescar; denominaciones neozelandesas, desconocidas para mí.

¿Grandes?, pregunté.

Tony separó las manos dos palmos, tres palmos.

¿Nada mayor?

¿Como peces espada? No con nuestro barco. Otros puede que los pesquen.

Añadió que el objetivo del concurso era conseguir el mayor número de participantes posible, por lo del dinero de la donación. No es que fuera un asunto muy serio.

Tan serio como queramos que sea, dijo Justin.

De camino a la marina nos detuvimos en una tienda de pesca a recoger los cebos encargados días atrás. Tony se entretuvo dentro. Al reunirse con nosotros en el coche llevaba un folleto desplegable de tosca factura donde se indicaban las zonas de pesca de las cercanías.

Lo hacen los de la tienda.

¿Has pagado por eso?, preguntó Justin.

Puede servirnos.

Un par de tipos que había frente a la tienda se reían de nosotros. Estaban muy morenos, iban descalzos y a los dos les faltaban dientes. El dueño de la tienda salió con una cerveza en la mano y se reunió con ellos.

Tira esa basura, masculló Justin. Es para turistas.

Una embarcación de recreo, de siete metros, montada sobre un remolque, nos aguardaba en el área de estacionamiento de naves de la marina. Estaba prácticamente nueva. No tenía silla de combate. El espacio en la bañera era escaso; íbamos a estar apretados.

Era propiedad de Tony, aunque Justin actuaba como si el dueño fuera él. Hacía años, Tony y Justin habían trabajado juntos en una oficina estatal que administraba ayudas sociales para los maoríes. A Justin, por lo que L me había contado, no le gustaba el trabajo. En una de las pocas conversaciones que mantuve con él, me aseguró que los maoríes se habrían extinguido si el capitán Cook no hubiera aparecido por Nueva Zelanda. Se estaban muriendo de hambre, después de agotar sus recursos y de guerrear entre sí durante años. Yo no podía rebatir sus argumentos, aunque el tono que empleó llevaba a sospechar. Le parecía chistoso, y un motivo de desprecio, que los maoríes hubieran seguido viviendo en chozas de la Edad de Piedra hasta una época en que ya existía el metro de Londres. Justin había abandonado su puesto y se había pasado al ramo de los seguros. Puede que este trabajo le gustara más, pero no había prosperado gran cosa. Vivía en una desangelada casa de una planta, con las paredes arañadas por los rottweilers, y tenía un solo coche, viejo y también marcado por los perros. Mientras tanto, Tony había ascendido repetidas veces y era dueño de la casa de verano en Whangamata y de unos cuantos caprichos más, que, sin duda, Justin envidiaba. L me había dicho que fue Justin quien le metió en la cabeza la idea de comprar el barco. Prácticamente lo eligió él; solo le faltó pagarlo.

En la rampa de botadura aguardaba su turno una fila de turismos y todoterrenos, en su mayoría de gama alta, con embarcaciones a cuestas. Muchos pescadores eran hombres de mediana edad, disfrazados para la ocasión de tipos duros, con pantalones de camuflaje y camisetas de grupos de rock. También había otra clase de participantes: pescadores más que aficionados, que estaban allí por el premio y a los que, supongo, no les interesaba la labor filantrópica.

Un maorí, apoyado en un todoterreno sin la defensa delantera, las luces de posición sujetas mediante cinta adhesiva, comía pescado y patatas fritas usando las manos; a modo de plato, una hoja de periódico. Llevaba la cara tan apretadamente tatuada que de lejos parecía azul. Lo rondaba un grupo de gaviotas. Cada poco rato, cogía un puñado de patatas y lo arrojaba lejos de sí. Las gaviotas las recogían y las llevaban a un charco donde las remojaban antes de engullirlas, puede que para enfriarlas o para quitarles la sal.

Lo acompañaban dos tipos con pañuelos en la cabeza y patillas canosas que les llegaban a la boca. Su embarcación era mayor que la nuestra, con silla de combate y viveros para cebo. Antes de echarla al agua, uno subió una escopeta de pistón; una canana con cartuchos colgada del hombro.

¿Qué van a rematar con eso?, pregunté a Justin.

Los miró con poco aprecio y farfulló algo que no entendí. No entendía mucho de lo que decía.

El maorí, precisamente, lo oyó y vio que yo lo estaba mirando. Me mostró el dedo corazón; de manera muy acorde, lubricado con aceite de las patatas.

Poco después dejábamos la bahía de Whangamata; Tony en la silla del piloto, Justin a su lado, leyendo las instrucciones del sónar de pesca, y yo en uno de los estrechos asientos de la bañera, contemplando los islotes, que imaginaba poblados por formas de vida antiguas e inalteradas, aves zancudas, gigantes, no voladoras, que podían abrirte en canal con sus garras. Pusimos rumbo Norte. Tony dio gas. Las demás embarcaciones se desplegaban en abanico.

Justin y Tony discutían sobre dónde detenernos. No presté atención. El concurso no importaba. Bastaba con estar allí y ver deslizarse la costa.

Un rato después Tony paró el motor. Se produjo el momento de suspensión y silencio que sigue a la parada de las máquinas de cualquier barco. Ese momento se prolonga hasta que algún imbécil abre la boca o hace ruido.

Justin, dando palmadas, nos ordenó ponernos manos a la obra. Escogí una línea con anzuelos intermedios, la cebé y lancé por el costado de babor. Los demás estaban uno a estribor y otro a popa, para no tener que vernos.

* * *

Pocos días después de llegar a Nueva Zelanda, aplacado ya el jetlag, había salido a comer con L. Hamilton tenía aceras anchas sombreadas por árboles y la gente no cerraba los coches con llave. Era una localidad tan plácida y sencilla que las frases hechas bastaban para describirla: la luna te observaba desde el cielo, los arroyos murmuraban, la brisa jugueteaba con tu cabello… Según L, eso asombraba y complacía, y al cabo de poco tiempo entristecía e inquietaba.

Comimos en la terraza de un restaurante, separados de los transeúntes por un seto sobrevolado por avispas. Pedimos chuletas. Le hablé de los meses anteriores. Le conté que, a pesar de que las cosas empezaban a arreglarse, todavía, a veces, la soledad me reclamaba de manera casi irrenunciable. Tenía que esforzarme por no prestarle oídos. Para conseguirlo recordaba los malos momentos recientes, los repasaba detalle a detalle, cebando el sentimiento de culpa. Sin embargo, la soledad era terca.

No tuve que reconocer que, a pesar de que peroraba sobre la soledad, en realidad hablaba de egoísmo. Ella lo sabía porque también era egoísta. Si se ponía en contacto contigo, si te prestaba atención, era porque quería algo de ti.

Yo temía lo que la soledad podía llegar a hacerme. Le hablé de un hombre al que había visto una vez en la calle. Entre cincuenta y sesenta años. Llevaba un traje que él debía de considerar elegante, puede que incluso fuera un buen traje, pero se veía viejo y le quedaba demasiado grande. Nudo de corbata grueso como un puño. Camisa de cuellos larguísimos. Se estaba repeinando con ayuda de un espejito. En mitad de la acera, inclinaba la cabeza y la giraba a los lados, los ojos fijos en el espejo, para asegurarse de que cada pelo quedara como a él le gustaba. Hasta se repeinó el bigote. Se sacudió la caspa de los hombros. Se enderezó el nudo de la corbata. Y entró en un sex shop.

Agradecí que L soltara una carcajada y negara con la cabeza, la boca llena de carne y brécol a medio masticar, cuando le dije que yo podía acabar siendo aquel hombre.

Luego le tocó a ella hablar de cómo le iban las cosas. Cuando se ponía seria, la voz le bajaba de volumen y se le enronquecía, un sonido de molienda lejana, que hacía pensar en una maquinaria que se ponía en funcionamiento en alguna sala profunda y antigua, ejes de madera, rodillos de piedra, lubricados con grasa animal. Costaba oírla, me obligó a dejar de comer, a no crear interferencias con el ruido de los cubiertos. Habló de la necesidad (supuesta, impuesta) de manifestar el afecto, y de la medida en que manifestarlo es lo mismo que sentirlo. Ella tampoco comía; si abordaba un tema serio era lo único que podía hacer. Acabamos callándonos para que no se nos enfriara la carne.

Me llevó en coche al motel donde me alojaba hasta que nos trasladáramos a Whangamata. En su casa no había espacio y, aunque lo hubiera habido, no me habría gustado quedarme allí, con aquellos dos rottweilers alrededor, celosos de su territorio. Hicimos el trayecto en silencio. Aparcó delante del motel.

¿Acabamos el vino?

Fue ella quien lo propuso.

En el restaurante nos habían dado la botella que no habíamos llegado a terminar.

Una camarera descalza pasaba la aspiradora en el pasillo. Esquivamos el cable. Ella nos sonrió. En la habitación nos sentamos en el borde de la cama y serví el vino. Quedaba lo justo para llenar dos vasos. L dijo que ya casi nunca bebía, que ni siquiera distinguía si aquel vino era bueno o malo, pero que hoy le apetecía beber. Tomó un trago, dejó el vaso en el suelo, se levantó, corrió la cortina de la ventana y volvió a coger el vaso y a sentarse.

Has venido hasta aquí para verme, dijo.

Asentí.

Se inclinó y me besó en los labios. Poco después nos faltaban manos. Cogí su vaso y el mío y los dejé en la mesa. Cuando volví a mirarla se estaba desabrochando el sujetador pero sin quitarse la camiseta; introduciendo las manos por las mangas se quitó los tirantes y se lo sacó de un tirón. Luego se desprendió de las sandalias mediante sendas patadas, se quitó los pantalones y de un brinco se arrodilló en el centro de la cama. Mientras tanto yo me había quedado en calzoncillos. No sé cuánto tiempo nos estuvimos besando y acariciando. Yo podía apretarle los pechos, sentir el peso, pellizcar los pezones, pero solo por encima de la camiseta. Si intentaba quitársela o introducir las manos, L tiraba de ella hacia abajo. Yo me contenía para no subírsela de un tirón, aunque estaba seguro de que a ella no le molestaría. L metía los dedos por debajo del elástico de mis calzoncillos pero tampoco me los bajaba. Yo le tiré de las bragas para hundírselas entre las nalgas. Ninguno daba el paso definitivo. Nos establecimos en la zona previa al punto de no retorno, hasta que nos separamos, hastiados y avergonzados de aquel juego adolescente y masoquista. Nos tumbamos en la cama, ya sin tocarnos, y miramos el techo en silencio.

Supongo, dijo ella, que a pesar de todo no es el momento.

No sonaba molesta. En realidad yo tampoco lo estaba. Me dio un beso en la mejilla y empezó a vestirse.

¿Quedamos luego, para cenar?

Dije que sí. Continuaba tumbado en la cama.

Antes de salir, me dijo sonriendo: Te dejo solo para que te hagas una paja.

* * *

Cada vez que sacábamos un pez, lo medíamos con una regla adhesiva pegada en la parte interior de la borda, donde se indicaban las medidas mínimas legales para cada especie. Las capturas formaban un lecho viscoso, gris con destellos rojizos, en el fondo de una nevera portátil. Una docena. Ninguna muy grande. Pargos y caballas. Me estaba divirtiendo. Cuando reponía el cebo echaba un vistazo a los demás. Tony comía patatas fritas con la mirada perdida, desentendido de su caña, insertada en un portacañas. Una vez tuve que señalarle que algo había picado, el extremo se curvaba acusadamente hacia abajo. Me dio las gracias pero no se apresuró a cobrar la pieza, que finalmente escapó. Justin pescaba concentrado. Solo hizo una pausa para orinar por encima de la borda. Yo dejé pasar un intervalo prudencial, para que no pensara que me había dado la idea, e hice lo mismo, cuidando de no salpicar el barco.

Comimos en silencio. Justin jugueteó con el sónar, también nuevo, como la mayoría del equipamiento de a bordo. Al cabo de un rato reconoció que no entendía nada y le dijo a Tony, como si este fuera el culpable, que tendrían que haberlo probado antes. Tony no respondió. Apenas había hablado desde que zarpamos.

Cambiamos de emplazamiento. El método que acostumbraban a seguir para encontrar buenos sitios consistía en arrimarse a embarcaciones con aspecto profesional. Justin inspeccionó los alrededores con unos prismáticos y nos guio hacia una lancha que juzgó con posibilidades. Al aproximarnos me di cuenta de que era la que habíamos visto en la rampa de botadura, la del maorí y los otros dos tipos con aspecto poco de fiar. Uno estaba recostado en la silla de combate, con una caña entre las piernas; los otros dos en pie. Nos miraban a la espera de lo que hiciéramos. Justin detuvo el motor a cien metros de ellos. De inmediato empezaron a insultarnos y a ordenarnos que nos largáramos.

No hagáis caso, dijo Justin. Podemos pescar donde queramos.

En cuanto nos vieron sacar las cañas, recogieron las suyas y arrancaron.

Perfecto, dijo Justin. Se van.

Pero no era esa, ni mucho menos, su intención. Se nos acercaron por un costado, como si fueran a abordarnos. Pasaron a menos de cinco metros, y al hacerlo, mientras uno guiaba la lancha, los otros dos nos bombardearon con desperdicios. Riéndose a carcajadas, nos lanzaron cabezas y tripas de pescado, una bolsa de papel que contenía los restos de un pollo asado, una alpargata vieja, una botella de plástico llenada a medias, con prisas, de orina… Buscamos refugio agachándonos tras la borda. Los proyectiles nos pasaban por encima, reventaban y salpicaban a nuestro alrededor. La otra lancha empezó a dar media vuelta. Nunca supimos si planeaban dar otra pasada porque Tony nos sacó a toda prisa de allí.

¿Qué coño haces?, preguntó Justin con voz aguda.

No quiero que me abollen el barco. A saber lo que pueden tirarnos ahora.

El maorí y los otros dos aullaban triunfantes y nos dedicaban otra remesa de insultos. Nos advirtieron que no volviéramos a acercarnos o sabríamos lo que era bueno. Para que quedara claro, o quizá solo como forma de celebración, uno se encaramó a la estación exterior de gobierno y disparó la escopeta al aire varias veces.

Tony nos alejó una milla más de la costa. Por el camino Justin y yo tiramos por la borda la basura que nos había alcanzado y baldeamos la bañera con agua de mar. Nadie abrió la boca. Supongo que los tres teníamos presente que nos habían ahuyentado como a perros callejeros. La escopeta, no obstante, a pesar de su aparición cuando ya todo había concluido, imponía su presencia a la de la basura. Me excitaba haber participado en un incidente que incluía un arma tan insoslayable.

Sin embargo, en aquel momento me habría gustado que concluyéramos la pesca. El barco parecía, de pronto, más pequeño; hediondo a pesar de la rápida limpieza.

Pescamos durante tres horas más, sin que picara nada.

Bueno, ya está, dijo Justin.

Observó las capturas y resopló.

Es hora de volver, dijo, y él mismo se puso al timón.

Dio gas al motor, ansioso por poner fin al día. Él y Tony iban al abrigo del breve techo que protegía el asiento del timonel; yo volvía a ocupar uno de los asientos traseros, donde se sentían más los cabeceos de la embarcación. Justin me miró por encima del hombro.

Ponte el chaleco, gritó.

Lo ignoré. Desde el episodio en el motel con L, yo miraba a Justin con una superioridad que no habría sentido si me hubiera acostado con su chica.

Amarramos en la marina. En un pantalán se llevaba a cabo la pesada de las capturas del día. Justin dijo que no merecía la pena que pesáramos ninguna de las nuestras. Apoyando las manos en la cintura, nos miró. Justin tenía la ropa y los brazos manchados de sangre de pescado y salpicados de trozos de las sardinas usadas de cebo.

Espero que mañana estéis más centrados. Pescar. Pescar. Pescar. ¿Lo entendéis? ¿Los dos?, preguntó llevándose los índices a las sienes e inclinándose hacia nosotros. Para hacer lo mismo que hoy no merece la pena participar. Esto es importante, joder. Ya no sé cómo decíroslo.

A continuación se limpió las manos y fue a saludar a alguien de su trabajo, un superior, por la deferencia con que se dirigió a él. Un hombre canoso que llevaba pantalones cortos con pinzas y una camisa rosa. Dio a Justin una palmada en el hombro y apartó la mano de inmediato, como si se hubiera arrepentido del gesto cuando la mano ya estaba descendiendo y llevaba demasiada inercia para detenerla antes de tocar la camiseta mugrienta de Justin. Este se encogió de hombros, meneó la cabeza, hizo un gesto como de quitar importancia a algo y señaló hacia donde estábamos nosotros. No pude aguantarlo más, aparté la mirada. Abandoné en aquel momento toda intención de congeniar con él que todavía pudiera albergar. Tony mangueaba la porquería del fondo de la bañera con la desgana del que riega un jardín ajeno.

* * *

El domingo, el día que vimos los tiburones, fuimos de los primeros en zarpar. Tony, al timón, puso rumbo Sureste, alejándonos de la costa. Cuando Justin le preguntó adónde iba, Tony le pidió calma, dijo saber lo que hacía.

Hoy sí pescaremos, dijo Tony convencido.

Al cabo de una hora de navegación, Justin volvió a preguntar adónde nos llevaba, y Tony dijo que ya faltaba poco. Se había enterado de un buen sitio donde pescar.

¿Cuándo? ¿Quién te lo ha dicho?

Tony repitió que ya casi habíamos llegado. Continuamos hasta que se agotó la gasolina de uno de los depósitos y hubo que acoplar el motor fueraborda al otro y cebarlo a mano. Luego todavía continuamos un rato más. No se divisaba ninguna otra embarcación. Tony aminoró la marcha, miró a su alrededor como si buscara un punto de referencia, aunque la costa era apenas una línea verdosa en el horizonte, y detuvo el motor.

Es aquí.

Muy bien, dijo Justin. Si tú lo dices…

Armamos las cañas y ocupamos los mismos lugares del día anterior.

Por espacio de dos horas ninguno pescó nada, ni una triste caballa. Justin no dejaba de resoplar. Dijo que cambiaríamos de sitio.

Tony respondió imperturbable que nos quedaríamos allí. Allí era donde teníamos que estar. Estaba seguro.

Para que quedara clara su intención, sacó la llave del contacto y se la guardó en el bolsillo. Justin lo contemplaba incrédulo.

Vuelve a lanzar, le dijo Tony. Así pierdes el tiempo.

Justin hizo lo que le decía, más extrañado por la actitud de su amigo que irritado.

Al cabo de otra hora infructuosa, cuando Justin estaba a punto de perder la paciencia, su caña se curvó hacia abajo.

Es grande. Es grande, dijo, abriendo las piernas y echando atrás la espalda. Joder, es grande. Ponedme el cinturón.

Se abrochaba a la espalda. En la parte delantera llevaba una especie de coquilla con un hueco donde encajar el extremo inferior de la caña y que sirviera de punto de apoyo a la hora de tirar. Era todo de lo que disponíamos para cobrar piezas grandes. Tony se encargó de ponérselo. Los dos habíamos dejado nuestras cañas en sendos portacañas y mirábamos hacia el punto donde el sedal de Justin se hundía en el agua. El punto trazaba una trayectoria zigzagueante. Justin apretaba los dientes, temeroso de perder la pieza. Cobraba rápidamente, volvía a tirar; el carrete en posición de máxima resistencia.

Así, despacio, despacio, se decía a sí mismo. Agua. Dadme agua.

Como Tony no se movió, le acerqué una botella a los labios y bebió sin apartar la vista del sedal.

La pieza tardó casi una hora en dejarse ver. Justin tiró de la caña como tantas veces había hecho hasta entonces y un atún brincó fuera del agua. Coleó en el aire y se estrelló contra la superficie.

Un metro, dije.

¿Un metro?, repitió Justin. ¿Estas de coña? Es mucho más grande.

Tiró con energías renovadas.

Voy a sacarlo. Voy a sacarlo.

No era más que una declaración de intenciones. Al atún todavía le restaban muchas fuerzas y se encontraba lejos.

Lo quiero todo preparado.

Tony acercó un bichero para ayudar a izarlo a bordo. Yo no me moví.

La caña cimbreó de repente y la expresión de Justin cambió a otra de perplejidad.

¿Qué pasa?, pregunté.

No sé.

Cobró sedal, encontrando menos resistencia que antes.

La caña cimbreó de nuevo.

Joder, no. Eso no. ¡Hijos de puta!

Tenemos compañía, dijo Tony.

Una aleta de tiburón pasó a un par de metros de nosotros y se sumergió, en dirección adonde el sedal de Justin entraba en el agua. Sentí cómo se me encogieron los testículos.

Hay más, dijo Justin cobrando sedal tan rápido como podía.

El atún llegó a la superficie acompañado por dos tiburones y una estela de sangre. Se materializaron dos tiburones más. Los ojos, negros e inexpresivos, no miraban nada y lo miraban todo. Asomaban aletas dorsales, caudales y lomos sobre el agua, parecían patinar sobre la superficie, y luego se inclinaban de costado para la dentellada. Ocurrió de manera rápida, confusa y entrecortada, una sucesión de imágenes: el atún, el atún con una cabeza de tiburón superpuesta, luego un vacío en el atún, como si un cilindro invisible y desintegrador hubiera intersecado con él, y la pared cilíndrica de carne, de un rojo vivo y puro, sin asomo de vísceras ni espinas, como si el atún estuviera relleno de gelatina.

Justin maldecía. Seguía cobrando sedal, con lo que atraía a los tiburones hacia nosotros. Con cada mordisco, la caña daba un salto entre sus manos. Ya quedaba menos de medio atún y los tiburones eran seis o siete.

Yo estaba asustado pero no podía apartar los ojos de lo que pasaba en el agua. Me molestaban los gritos y lamentos de Justin. Aquello era algo para presenciar en silencio absorto, al igual que hacía Tony.

Justin volvió a tirar, a la vez que retrocedía cuanto le permitía la pequeña bañera. Y de pronto la cabeza del atún saltó del agua como el corcho de una botella de champán. Oscilo en el aire, suspendida del anzuelo, salpicando agua y sangre, obligándonos a Tony y a mí a esquivarla, hasta que Justin bajó la caña y la cabeza cayó en la bañera con un golpe seco.

Tiburones alrededor y debajo de nosotros. Oíamos rozar las aletas dorsales contra la quilla. Al cambiar bruscamente de dirección asestaban coletazos al casco. Los teníamos casi al alcance de la mano. No habría tenido más que inclinarme y estirar un brazo; dos sencillos movimientos y tocaría la aspereza musculosa de un tiburón.

Joder, joder, joder, exclamaba Justin, acompañando cada «joder» de un puñetazo en la regala.

Maldijo a los escualos. Miró a su alrededor en busca de algo que tirarles. Trató de coger el bichero pero Tony se adelantó.

No hagas tonterías.

Volvió a buscar. Arrancó a tirones la cabeza del atún del anzuelo y la lanzó con fuerza y un gruñido. Rebotó en el morro de un tiburón y fue a parar al agua, donde reavivó la riña. Otros dos se abalanzaron a por ella y generaron un chirrido imposible que nos obligó a taparnos los oídos: el choque de los dientes de un tiburón contra los de otro.

Justin, es suficiente, dijo Tony.

Su amigo seguía diciendo: Joder, joder, joder, y tirándose del pelo.

Justin, ¿crees en Dios?

Tony miraba fijamente a su amigo. Había hablado con calma fatigada.

Justin meneó la cabeza. No era una respuesta negativa; no había entendido la pregunta.

¿Crees en Dios? ¿Eres religioso? ¿Crees en… las cosas de las que habla la Biblia? Somos amigos desde hace mucho pero nunca hemos hablado de ello.

No, no lo sé. ¿Por qué me lo preguntas ahora?

Últimamente he estado pensando en la religión. ¿Sabes qué día fue ayer?

No, no tengo ni puta idea de qué día fue ayer. ¿De qué estás hablando?

Ni puta idea. No podrías dejarlo más claro.

No. Ni puta idea. ¿Vas a decirme qué te pasa?

Ayer se cumplieron diez años de la muerte de mi hijo.

Unos segundos después Justin dijo:

Vaya, Tony. Lo siento. Lo siento mucho.

¿Piensas alguna vez en él?, preguntó Tony.

¿Yo? Pues claro que sí.

Es lo que deberías hacer. Tú me llamaste por teléfono cuando estábamos en la piscina. Dices que piensas en él pero no te acordabas del aniversario.

No he querido decir eso. Puede que sí me acordara, pero no encontré el momento, ya sabes, dijo, e hizo un gesto hacia lo que había a su alrededor: el barco, el mar, yo.

Sé que tú no tuviste la culpa, pero ya no puedo más.

Por Dios, pero qué estás diciendo.

¿Por Dios? Sí, dijo Tony, eso es muy apropiado, porque hace unas semanas me visitó un ángel en sueños.

Se hizo un silencio pesado. Dejamos de oír los chapoteos de los escualos.

Yo estaba tumbado en la cama y el ángel bajó hacia mí a través del techo. Tenía alas de fuego y la cara marcada por cicatrices. Pensé que me sacaba la lengua, una lengua muy larga. Sin embargo lo que le asomaba de la boca era el filo de una espada. Y me habló con la espada, aunque la espada no se movió. Me dijo que había llegado la hora de dejar de sufrir. Y que para eso te tenía que poner a prueba.

Justin lo miraba incrédulo.

¿Te has vuelto loco?, preguntó, y meneó la cabeza. Te ha dado demasiado el sol.

Salimos a pescar, pasamos el día juntos, y no me dijiste nada. No pasaste la prueba.

¿Una prueba? Oh, Dios…

Anoche el ángel volvió a visitarme. Estaba enfadado. Habías fracasado, así que teníamos que venir aquí para que te pasara algo terrible.

¿De qué hablas?, pregunto Justin, la cara exangüe y un asomo de temor en la voz.

Oímos un chapoteo y el susurro de algo grande que surcaba el agua. A escasa distancia, dos ballenas asomaron a la superficie, resoplaron y volvieron a sumergirse. En otras circunstancias habría constituido un acontecimiento, algo que detenerse a observar, a memorizar, habría que extraer alguna reflexión inspirada por la dimensión y la gracia de semejantes mamíferos, pero no podía ser porque un hombre nos estaba contando que había visto a un ángel.

Me dijo que esto pasaría, siguió Tony, haciendo un ademan hacia los tiburones, y que yo me tenía que servir de ello.

Justin miró al agua y a continuación a su amigo, sin poder creer.

Tranquilo, dijo Tony. No voy a obedecer a ningún ángel.

Hubo un silencio y luego me oí preguntar: ¿Por qué?

Justin había empalidecido. Contemplaba a su amigo con los ojos entrecerrados, como si tratara de enfocar la imagen.

Tony hizo un descanso antes de añadir:

Puede que fuera el ángel de la guarda de mi primer hijo. Cuando éramos niños nos hablaban de los ángeles de la guarda. ¿Te acuerdas? A lo mejor las cicatrices de la cara se las hizo protegiéndolo. Pero aquel día no llegó a tiempo, y ahora clama venganza. Lo siento. ¿Por qué tengo que hacerle yo el trabajo sucio?

Tony se dirigió a mí.

Además estás tú.

Y volviendo a mirar a Justin dijo:

Un testigo venido de lejos y que pronto volverá a su casa. Seguramente allí lo contará. No volveremos a verlo, pero sabremos que lo sabe todo. Su presencia complica que te pase algo.

Y añadió:

No te acordabas del aniversario. No obedeceré al ángel, pero tú y yo no hablaremos más, no nos veremos más. Nunca más irás a mi casa. Voy a vender el barco.

Esto es ridículo, Tony. De verdad, no entiendo nada.

¿Te acordabas del aniversario?

Justin calló unos segundos y dijo meneando la cabeza:

No.

¿Crees que es castigo suficiente?, pregunté a Tony. ¿Crees que el ángel se dará por satisfecho?

Es castigo suficiente. Y si no se da por satisfecho, que se busque a otro.

Tony arrancó el motor y puso rumbo a puerto. Durante el trayecto no dirigió la palabra a Justin, ni siquiera lo miró. Este desmontó su caña y, en lugar de situarse al lado de Tony como había hecho hasta entonces, ocupó un asiento a popa. Contemplaba la espalda de Tony. Los tiburones se alejaron por turnos, una cola que barría la superficie al virar repentinamente, una aleta dorsal que se sumergía dejando una estela afilada. Justin abría y cerraba la boca como si hablara en silencio y se pasaba la mano por la cabeza. Había sido amigo de Tony y ya no. Había sido atractivo de joven y ya no. Había tenido un trabajo prometedor y ya no. Había sido el tipo de hombre que le gustaba a L y ya no. Mirarlo era agotador. No obstante, no llegaba a causarme lástima. Yo no creía, como Tony, que había recibido el castigo que merecía.

Tardamos en llegar; Tony no se dio prisa. Al aproximarnos al puerto oímos al juez del concurso cantar los pesos de las capturas y una salva de aplausos. En el momento en que pasamos ante el pantalán, el juez entregaba la placa del premio al maorí y a los otros dos que nos bombardearon con basura. El maorí la recogió con una sonrisa socarrona. De una pequeña grúa pendía cabeza abajo un pez espada cuya cola asomaba sobre las cabezas de la gente. El público aplaudía, endomingado; destacaban los vestidos ligeros de colores pastel y las pamelas de paja de las mujeres.

Del grupo se apartó una figura que se adelantó hasta el extremo del pantalán para vernos pasar. L se había puesto unos pantalones cortos y una camiseta a rayas horizontales, azul marino y blanca. Sonreía aliviada al vernos regresar por fin. Tenía un aspecto fresco y descansado. Nos saludó agitando el brazo. Nunca me había parecido más atractiva. Parecía dispuesta a todo, y yo también lo estaba. Le devolví el saludo como si yo fuera el único ocupante de la embarcación. Por debajo de ella, la sangre del pez espada y de las demás capturas se colaba entre las tablas del pantalán y llovía sobre el agua.