UNA BODA EN INVIERNO
África
Cuando los médicos acabaron con las pruebas y nos dijeron de una puta vez que a mamá le quedaban tres o cuatro meses, medio año a lo sumo, Carla se puso histérica y se empecinó en adelantar la boda. Eso es muy típico de Carla, pensar que todo el consuelo que mamá necesitaba antes de morir, lo que le daría una razón para afrontar sus últimos meses de vida, era verla a ella, vestida de blanco, avanzar hacia el altar donde la esperaba el retrasado mental de su novio. Y yo fui tan gilipollas como para señalarle que a lo mejor estaba equivocada. Y ella respondió: «Papá murió y tú te has divorciado. Solo quedo yo para darle una alegría a mamá». Así es Carla.
Ibon
Recurrimos a lo que teníamos a mano, como suele decirse. Mi padre, concejal en el pueblo desde hace quince años, usó sus influencias, lo que consiste en llamar a los conocidos de toda la vida. Carla habría preferido casarse en Las Arenas, de donde es su familia, pero se tuvo que conformar. Se consoló cuando le dije que mi padre nos había conseguido la iglesia de la Sagrada Familia, la de los retablos y los adornos, que está cerrada menos para las visitas turísticas. El banquete lo celebraríamos, gracias también a mi padre, en la antigua aduana, que ahora es el mejor hotel del pueblo. Además la iglesia y el hotel están en la plaza de los Fueros, así que podríamos ir de un sitio al otro caminando bajo los soportales. Eso fue muy útil porque la boda se celebró en febrero y, por supuesto, llovió.
Lorenzo
Durante el fin de semana cayó una llovizna de gotas tan finas que, en lugar de descender, parecían suspendidas en el aire. Hubo chaparrones, pero imperó aquella lluvia como de polvo o gasa triturada, indecisa entre lluvia y nieve. El cielo, muy bajo, estaba blanco. La luz venía de todas partes y nada proyectaba sombra. Las nubes encallaban en las copas de los árboles y en las espadañas gemelas de la iglesia, nubes tan densas que parecía que iban a tirar el nido de cigüeña, o que el nido se iba a quedar enganchado en ellas y pasar flotando por encima de nosotros.
Ibon
Los invitados empezaron a llegar el viernes por la tarde. Carla y su madre se instalaron en el salón del hotel a abrir regalos y conceder audiencia a un montón de tías y primas y primas segundas y qué sé yo a quién más. También estaba África, que me miraba con la cara de asco que siempre tiene para mí, aunque desde el divorcio mira con esa cara a todo el mundo. Así que estuve encantado de llevarme a un grupo de los jóvenes a un tour por el pueblo. Como ya era de noche y no se podía disfrutar de las vistas de la sierra Salvada y a nadie le interesaban los edificios históricos, los llevé a unos cuantos bares. Todos se quejaban por el frío. Sabían que no haría buen tiempo pero no se esperaban aquello, cerca de cero grados. Y eso no era nada. Las pasadas Navidades la temperatura había bajado mucho más. Habían aparecido caballos muertos de frío. Les pregunté si se imaginaban cuánto frío hacía falta para eso.
Cada vez que entrábamos en un sitio había un trasiego de bufandas, gorros, guantes, y cuando terminaban de quitarse la ropa de abrigo soltaban un suspiro de cansancio. Estaban apagados, y no convenía que Carla los viera así, no le gustaría que la boda pareciera un funeral. Así que no me quedó más remedio que usar el as que llevaba en la manga. «¿Queréis ver algo raro de cojones?», dije.
Más o menos todos respondieron que sí, que claro, así que fuimos a mi coche y saqué un par de linternas del maletero. Me quedé con una y la otra se la di a un primo de Carla, el que para disimular la calva se peina hacia delante el poco pelo que le queda. Me miró con acojone. «Tranquilo hombre —le dije yo—, que no va a pasar nada malo. Aquí todo lo malo de verdad ha pasado ya».
Fuimos adonde acaba el pueblo, a una parte donde el casco viejo linda sin mediación con los campos. Dos calles que nacen en la plaza de los Fueros se cortan allí en diagonal. La última casa, la que las separa, tiene la planta triangular. Es una casa de piedra, abandonada. Durante el último año habían vivido allí un par de vagabundos, dos hombres. Las autoridades los echaron varias veces y otras tantas pusieron un candado en la puerta, pero ellos siempre volvían. Como no daban problemas, acabaron por olvidarse de ellos; el ayuntamiento tenía cosas mucho más importantes de las que ocuparse.
Unas semanas antes de la boda, el día de Navidad exactamente, un vecino pasó por delante de la casa y notó mal olor. Llamó a la Ertzaintza, que encontró a los vagabundos congelados. Los dos eran de mediana edad, se desconocía si tenían algún parentesco, y nadie los reclamó.
Se lo conté a los invitados delante de la casa. Y que aparte de los cadáveres se había encontrado algo más. La puerta, en el vértice agudo del triángulo, estaba cerrada con un candado, pero mi padre tenía una llave y yo se la había pedido prestada.
Mientras la abría noté que algunos se me acercaban y otros, disimuladamente, se quedaban atrás para no entrar. El primo calvo de Carla era uno de estos, pero como él llevaba la otra linterna y no me cae bien, le hice un gesto para que me siguiera. Había un recibidor muy estrecho, también triangular, del que nacía una escalera de madera muy empinada. Les dije que primero veríamos dónde vivían los vagabundos. La escalera estaba en mal estado, así que subimos pegados a la pared y tanteando los escalones. Varios de los que iban más lejos de las linternas tropezaron. Hubo risitas nerviosas. Abajo solo olía a humedad y polvo, pero al subir cada vez olía peor. Llegamos a un descansillo con tres puertas, cada una correspondiente a una habitación. La de la izquierda era la que usaban de sala de estar. Era donde peor olía. Cocinaban allí. En un rincón había bombonas de camping gas, botellas de agua que rellenaban en la fuente de la plaza y tupperwares con comida. Varios se habían abierto y el contenido estaba esparcido por el suelo. Nos habíamos subido las bufandas para taparnos la nariz. También había un sofá y ropa y periódicos viejos y mantas y cosas que ni siquiera se sabía qué eran, y todo estaba gris y tirado por el suelo y como pegado entre sí. Tengo memoria fotográfica. Se me da bien contar cómo era algo o cómo pasó.
La habitación del centro era donde dormían. Había dos colchones encima de cartones, y más mantas y ropa, y una radio a pilas y novelas del Oeste. Las paredes estaban adornadas con fotos de chicas arrancadas de revistas. Dije que allí habían encontrado a uno de los vagabundos, hecho una bola en su colchón, debajo de un montón de mantas.
La tercera habitación, nadie sabía por qué, estaba llena de amplificadores de sonido viejos que los vagabundos habían recogido y almacenado durante meses.
Dijeron «Joder» y «¿Qué coño es esto?», pero la mayoría estaban tan acojonados que no podían ni abrir la boca.
«Pues si esto os ha gustado, lo de abajo os va a encantar», dije yo.
Volvimos a la planta baja. Debajo de la escalera había una puerta por la que, después de bajar media docena de escalones de piedra, se llegaba a una especie de entresuelo. Era un espacio desnudo, con suelo de losas de piedra, que abarcaba toda la planta de la casa, con techo de cinco metros de altura, por lo menos.
En la pared del fondo, la que quedaba frente al ángulo agudo, había un pórtico de piedra. Nadie sabía que estaba allí hasta que pasó lo de los vagabundos. Nadie excepto los vagabundos. Después habían ido unos arqueólogos, que instalaron focos para estudiarlo. Puse en marcha el generador portátil, y los focos, montados en trípodes, se encendieron. De pronto tuvimos un montón de luz. Las jambas estaban perfectamente conservadas. En la parte de arriba había un arco acabado en punta. Alguien dijo que era un arco ojival, y otro, que en realidad eran arquivoltas, y otro, que aquella era la parte exterior del pórtico. Todos sabían la hostia de puertas medievales.
Era muy alto. El extremo del arco casi llegaba al techo. Y el pórtico estaba tapiado.
No había nada más en el entresuelo, ni un mueble, nada, y menos polvo del que se podría esperar. Y no lo habían limpiado ni los arqueólogos ni nadie del ayuntamiento, sino que lo encontraron así.
Alguien preguntó qué había al otro lado, y les expliqué que una casa sin nada especial, de los años cincuenta. Moderna si se la comparaba con el pórtico. Otro preguntó qué había habido antes al otro lado, y yo les dije que no tenía ni idea. Fuera lo que fuera, había desaparecido. El pórtico había estado en la parte de fuera de algo, pero ese algo ya no estaba, y ahora el pórtico estaba dentro de algo. Era un poco inquietante pensarlo.
Dije que al segundo vagabundo lo habían encontrado allí, arrodillado, con la frente apoyada en el suelo y los brazos extendidos hacia el pórtico. Señalé un punto con la linterna, aunque no sabía si era exactamente allí donde murió.
Un rato después apagué el generador y volvimos a la calle. Los que se habían quedado fuera comenzaron a hacernos preguntas. Los que habían entrado habían recuperado el color y el humor. Bueno, casi todos. Uno vomitó contra una tapia. Nos reímos. Propuse tomar otra copa y me siguieron, hablando de todo lo que habían visto.
Lorenzo
El sábado, antes de la ceremonia, saludé a la madre de África y de Carla. Siempre he sentido simpatía por ella, desde que África me contó que el desayuno de su madre consiste en una cajetilla de Gauloises y un laxante, que la doncella le lleva a la cama en una bandejita de plata, porque la familia de África y de Carla es de esas donde hay doncella.
Se sorprendió de verme pero me saludó con tanto afecto como siempre. Estábamos bajo los soportales de la iglesia. La rodeaba un cortejo de amigas y parientes, todas mujeres, y la habían instalado en una silla. Durante todo el fin de semana siempre la vi en el mismo asiento, estuviéramos donde estuviéramos. Debía de haber alguien encargado de transportar la silla de un lado a otro, y no era plegable, sino de madera oscura, tapizada de terciopelo y con volutas en las patas. Había gente esperando para presentarle sus respetos, así que me despedí con un cumplido sincero. Tenía las mejillas hundidas y se le adivinaban las ojeras a través del maquillaje pero seguía siendo una mujer atractiva. Me respondió a su modo: sonriendo con coquetería a la vez que desviaba la vista y me daba unas palmaditas en el dorso de la mano. África estaba con ella, la saludé brevemente.
África
La iglesia sería antigua o importante o pintoresca o lo que fuera, pero no se usaba, y eso quedaba claro. Habíamos adornado el altar y las cabeceras de los bancos con lazos y flores, aunque apenas se notaba. La mayoría de las bombillas estaban fundidas y las lámparas colgaban muy arriba, como si sirvieran para iluminar el techo en lugar del suelo. Alguien había barrido, pero las barreduras, junto con un escobón viejo, seguían contra una pared. No había calefacción. Los invitados no se quitaron los abrigos ni los guantes ni las bufandas. Salvo por los peinados de algunas mujeres, nada indicaba que estuvieran en una boda. A veces la gente miraba hacia las vidrieras porque confundía los flashes de la cámara del fotógrafo con rayos.
No esperaba que Lorenzo asistiera. Puede que Ibon lo invitara porque antes eran amigos, pero más bien creo que lo hizo para tocarme los huevos.
Lorenzo
Concederemos a Carla que lo soportó con estoicismo. Llevaba el mismo vestido que habría lucido si se hubiera casado en una playa tailandesa y no dio muestras de sentir frío. Tras la ceremonia, después del arroz y las fotos ante la iglesia, alguien le echó un abrigo sobre los hombros y ella se zafó con una mirada homicida. A continuación abrió la marcha hacia el hotel. A esa hora los soportales estaban repletos de gente que tomaba el aperitivo en los bares de la plaza. Hubo algún grito de «¡Viva la novia!» y «¡Guapa!» y «¡Enhorabuena!». Ella asentía a derecha e izquierda, el centro de todas las miradas. Se diría que había nacido para ese momento. No le importaba, o ni siquiera notaba, que la falda del vestido barriera colillas y servilletas de papel arrugadas, ni que pasara sobre charcos de vino derramado.
Ibon y el padre de Ibon disfrutaban también; no dejaban de estrechar manos y recibir palmadas en la espalda. Les ponían vasos de vino en las manos, que ellos vaciaban de uno o dos tragos, y seguían adelante, como en una competición. El resto de asistentes miraban alrededor cohibidos. Les habría gustado que Carla acelerara su marcha triunfal para llegar antes al calor del hotel.
Nos instalaron en el salón principal. La decoración combinaba el presente (las lámparas como enormes obras de papiroflexia que colgaban sobre las mesas) y el pasado (los animales disecados que adornaban las paredes). Estos debían de datar de cuando el edificio hacía las funciones de aduana, un tiempo remoto en que la distribución geográfica de las bestias era diferente de la actual y todavía, quizá, quién sabe, sobrevivían los últimos portentos. La cara de un lince tenía una expresión y unos rasgos turbadores por cuanto se asemejaban a los de un ser humano, y me pregunté si sería fruto del descuido o de una oscura intención del taxidermista: una burla, una advertencia, una invitación a la epifanía. Para calmarme, me tuve que concentrar unos minutos en el cartucho antipolilla que colgaba del asta de un corzo.
Había personas, bastantes o muchas, supongo que quienes tenían una relación menos estrecha con ella, o ninguna relación, que observaban aprensivas a la madre de Carla y de África, en busca de señales que anticiparan lo que estaba por suceder, o como si temieran ser testigos de una escena escabrosa, o como si creyeran que ella se encontraba ya fuera de su tiempo y era una intrusa cuya presencia contaminaba la celebración.
África
Durante el banquete, miraba de reojo a Lorenzo. Bebió, pero mantenía la compostura. No hablaba con nadie. Cuando alguno de sus compañeros de mesa intentaba introducirlo en la conversación, él asentía profundamente y seguía comiendo, abstraído en alguno de sus mundos particulares, donde los hombres saben qué significa «ulterior» y «calóptero» y las mujeres parecen modelos de Dante Gabriel Rossetti y usan liguero.
Carla me dijo que fuera a preguntar si todo era del gusto de la gente, iba a responderle que ese era trabajo de ella, pero mamá me ordenó con una mirada de las suyas que obedeciera y no causara problemas, porque, por supuesto, yo soy siempre la que causa los problemas.
Mientras iba de mesa en mesa oí conversaciones que trataban de lo mismo. Cuando pregunté, me contaron lo de los vagabundos y la casa con el pórtico. No dejaban de hablar de ello. Especulaban sobre qué era el pórtico y cuál su relación con los vagabundos. Los invitados que habían llegado esa mañana escuchaban a los que habían estado en la casa. A uno de estos le oí decir que no se había librado del olor, que se le había pegado a la nariz y que la comida del menú le olía y le sabía a podrido. Al principio no pude creer que Ibon los hubiera llevado a semejante sitio y me indigné, pero luego me hizo gracia que unos vagabundos muertos y unas cuantas piedras se hubieran convertido en el tema del día, así que, conteniendo la risa, me senté a esperar a que Carla se enterara.
Ibon
Todos lo estaban pasando bien, me parecía a mí, y cuando empezó el baile el ambiente mejoró. Algunos de los que habían llegado esa mañana me preguntaron si lo del pórtico era cierto, y yo les decía que claro. Alguno me preguntó si era posible hacer otra visita esa noche, y a eso tuve que responder que no estaba seguro. Pero cada vez se me acercaban más preguntando lo mismo. Llegó un momento en que no pude negarme. Algunos se pusieron muy insistentes, a punto de amotinarse. O veían el pórtico o se largaban. Era como si no soportaran seguir allí. En parte lo entendía. Por un lado estaba lo de la madre de Carla, y por otro, el gilipollas de Lorenzo, que se había pasado todo el banquete mudo como una estatua, por fin abrió la boca.
Lorenzo
Había una mujer que insistía en hablar conmigo. No sé quién era, solo recuerdo que llevaba unos pendientes de azabache que parecían dos murciélagos colgados de sus orejas. Se había sentado a mi lado durante la comida y luego me siguió a la barra, decidida a arrancarme mi opinión sobre el tiempo que hacía. En aquellas circunstancias, decía ella, costaba recordar los calores del verano, pensar que unos meses atrás habíamos pasado los días tendidos al sol, ¿no creía yo?; ahora nuestras caras, cansadas y pálidas, parecían las de unas personas muy diferentes, ¿no creía yo?
Y siguió hablando del tiempo, evocando el calor estival, avergonzándome por lo banal del tema y la excesiva atención que le estaba prestando. Así que para complacerla y cerrarle la boca rememoré en su honor un día especialmente caluroso del mes de agosto de hacía dos años, cuando las tres velas del candelabro que adornaba el salón de mi casa se doblaron por la elevada temperatura. Con una emoción que, me temo, incomodó a la mujer y a todos los que pudieron oírme, describí cómo, al volver a casa aquella tarde, presencié el momento en que las velas se inclinaban hacia el suelo a cámara lenta, medio fundidas. Expliqué cómo, debido quizá a imperfecciones en el seno de las tres velas del candelabro, o a la diferente densidad de su cera, o a la desigual distribución del calor en la habitación, se habían derretido a ritmos dispares, adoptando formas distintas. Dos se habían doblado por la base e inclinado una hacia la otra hasta tocarse y fundirse en una única vela, que continuó tumbándose, a la vez que se retorcía, para reproducir la cópula de dos víboras. La tercera vela, menos afectada por el calor, se curvaba hacia las otras dos como una S, señalándolas con su mecha, en un gesto que evocaba sorpresa y seducción.
África
Así contaba lo que pasó. De esa forma debía de ser más tolerable para él; menos ofensivo y más literario. Más comprensible también. Se recreaba en la aliteración de la última frase: «… un gesto que evocaba sssorpresssa y ssseducción». «Aliteración» es una palabra que aprendí de él.
Ibon
No se me ocurre otra forma de expresarlo que decir que la atmósfera estaba cargada de excitación. La madre de Carla parecía disfrutar mucho, contagiada por el ambiente. Mi padre le contaba chistes al oído y le encendió varios cigarrillos, desoyendo a las hijas.
Carla me llevó a un lado y me preguntó qué coño era eso de unos vagabundos. Cuando se pone furiosa, ni siquiera respira, se limita a clavarte la mirada, para que tengas tiempo de imaginar lo que te espera. Si yo hubiera bebido menos y hubiera estado menos harto de aquella boda sobre la que nadie había pedido mi opinión, a lo mejor habría tenido miedo, pero, en lugar de eso, le puse una copa de champán en la mano y le solté que no hiciera un drama.
Tuve suerte de que su madre me apoyara. La mujer sacaba energía de los invitados, que a su vez la sacaban del pórtico y los vagabundos muertos. Le dijo a su hija que se relajara y no lo estropeara todo.
Hice como que iba al baño y subí a la habitación donde íbamos a pasar la noche y cogí la llave de la casa de los vagabundos. Se la di a un amigo. Le dije que fueran discretos. Se corrió la voz. Se fueron los jóvenes, la gente con la que me apetecía estar. Aguanté un poco más. Carla estaba entretenida con su hermana y un par de amigas, así que, disimuladamente, yo también me fui. Qué cojones, la boda nos había cogido tan por sorpresa que yo ni había tenido una despedida de soltero como Dios manda, y me apetecía divertirme en buena compañía.
África
Carla sí tuvo despedida de soltera. La organizaron dos amigas suyas, en el chalet que una tiene en Getxo. Cuando me invitaron dijeron que consistiría en nada más que una cena tranquila y unas copas, nosotras cuatro solas, que lloraríamos por el pasado y brindaríamos por el futuro. Fue lo que dijeron. No habría nadie más en la casa, así que podríamos emborracharnos como ratas y quedarnos a dormir allí.
Hubo cena y hubo copas. Las cuatro nos habíamos arreglado; estilo entre elegante y putesco, aunque no había nadie para disfrutar de la pinta que teníamos. La despedida no era una sorpresa para Carla, que estaba al tanto de todo. La sorpresa llegó cuando ya habíamos bebido unas copas y alguien llamó al timbre. Nuestra anfitriona nos sonrió y, taconeando, fue a abrir la puerta sin decir nada. La oímos cuchichear con alguien en el recibidor. Un momento después volvía al salón con un CD. Lo puso en el equipo de música, tomó asiento, cruzo las piernas y dio un sorbo a su copa. Cuando empezó la música, un hombre entró en el salón, o un chico, era difícil decirlo. Cuerpo de hombre y cara infantil. No llevaba ningún disfraz. Iba vestido con vaqueros, camisa y americana, que fue quitándose poco a poco mientras bailaba al ritmo de la música. Al principio el espectáculo era para todas, pero cuando se quedó vestido con nada más que un slip naranja se centró en Carla. Bailaba justo delante de ella. Le cogía las manos y se las pasaba por los abdominales, aunque ella se resistía. Solo se apartaba para meterse la mano dentro del slip y agitarla con un movimiento de ordeño. Aquello iba creciendo. Las amigas de Carla aullaban y meneaban los hombros siguiendo la música. Se quitó el slip. Llevaba un anillo retardante azul eléctrico. Aumentaron los aullidos y los gritos. Carla se tapaba los ojos, sonriendo como una estúpida.
Yo no podía despegar la vista del niño-hombre. Estaba musculado y muy pálido. De vez en cuando sonreía un poco, como si le costara esfuerzo. La mayor parte del tiempo su expresión era neutra; una cabeza inexpresiva pegada a un cuerpo que no dejaba de cimbrearse y que empezaba a brillar por el sudor. No era ni joven ni maduro, ni guapo ni feo. Parecía un dibujo en un libro de biología, para ilustrar la culminación del proceso evolutivo. Creo que estoy hablando demasiado de él.
Cogió la mano de Carla y se la llevó a la polla. Ella, todavía con los ojos cerrados, la agarró igual que un bebé agarra el dedo de su padre. La mano del niño-hombre empezó a mover arriba y abajo la mano de Carla.
No me podía imaginar que caminara por la calle, ni que entrara en supermercados, ni que viviera en una casa normal. Tampoco que hablara. Cuando no estaba bailando permanecía encerrado en un almacén y ocupaba el tiempo en masturbarse, una y otra vez, sin descanso, tumbado en un catre pegajoso de semen. No comía ni bebía ni dormía. Al masturbarse se daba cuerda a sí mismo, violando alguna ley de la termodinámica, o todas. No tenía nombre, solo un número de serie tatuado en el escroto.
Yo lo miraba y apretaba las rodillas.
El niño-hombre hizo que Carla se pusiera en pie y bailaron pegados. Él le amasó el culo y le bajó la cremallera del vestido a la vez que parecía susurrarle algo al oído. Luego la guio hacia la habitación que nuestra anfitriona les tenía preparada con todo lo que pudieran necesitar. Fue la mayor demostración de profesionalidad que he presenciado en mi vida, cómo tiraba de ella, con firmeza pero sin parecer que la forzara a nada, como si solo la sujetara mientras ella avanzaba por su propia voluntad. Se diría que había ensayado con un maniquí fijado a una pared mediante muelles. Por el camino Carla se resistía de manera teatral, inútil, simulada. Intentaba agarrarse a un sillón, a una cómoda, a una lámpara de pie, pero más bien las acariciaba y las torcía, las dejaba apuntando en la dirección en que se movía ella, como una estela. Antes de que la puerta de la habitación se cerrara detrás de mi hermana, nos lanzó por encima del hombro una sonrisa tensa, incrédula, complacida, y yo la comprendí tan, tan bien…
Ibon
Allí estábamos, delante del pórtico. Habían encendido las luces y alguien había llevado un equipo de música de su casa y lo había conectado al generador. También habían llevado bebida y vasos y una bolsa con cubitos de hielo. Cuando me vieron entrar, me dedicaron la mayor ovación del día. Quise abrazarlos a todos. Delante del pórtico había un sitio que nadie pisaba, delimitado con vasos vacíos, donde yo había dicho que encontraron al vagabundo muerto. No sé si fue por el alcohol o por los focos pero empecé a sentir calor. Los focos eran como soles que no dejaban ningún rincón en sombra. Allí todo se hacía a la vista, mear o esnifar, y a nadie le molestaba. Estaba de tan buen humor que ni siquiera me importó ver aparecer a África. África, qué nombre tan apropiado para ella: incomprensible, problemática, con un exotismo que ya no es lo que era, y cada vez más reseca.
No sé cuánto tiempo había pasado cuando alguien se calló y miró hacia el pórtico, y luego otro hizo lo mismo, y otro, y al final todos. Del otro lado llegaban golpes. Retumbaban, como si eso que se usa en los asedios a los castillos, un ariete, atacara los bloques de piedra que tapiaban el pórtico. Alguien apagó la música. Hubo unos golpes más y luego nada. Nos quedamos un poco acojonados.
Dimos un brinco al oír una voz detrás de nosotros. Debíamos de tener una pinta de lo más ridícula cuando nos dimos media vuelta todos a la vez. En las escaleras había un hombre que preguntaba qué era aquel ruido. Vivía en la casa de al lado, dijo. El ruido le molestaba.
Tuvo problemas para bajar las escaleras. Arrastraba la pierna izquierda, como si pesara diez veces más que la otra, o como si tirara de una cadena y una bola de hierro invisibles. Juro que di gracias por ello, por que tuviera ese defecto que le restaba velocidad y le hacía caminar torcido, porque, lo juro ante lo que haga falta, era el hombre más atractivo que yo había visto nunca. Solo Dios sabe lo que podría haber hecho con las dos piernas sanas. Tenía el pelo rubio y revuelto. Era alto, fuerte, tenía los ojos… No sé de qué color los tenía, pero todo cuadraba, los rasgos casaban. Su ropa era vieja, ropa de la que se guarda para ir a trabajar a la huerta, y tenía una voz ronca que costaba entender. Nada lo hacía menos atractivo. Nunca me había sentido así por culpa de otro hombre. Mire alrededor avergonzado, pensando que se me podía notar de alguna manera.
En momentos así me da envidia Lorenzo. Si fuera como él sabría expresar mejor lo que sentí, y eso me ayudaría a entenderlo, si hay algo que entender. O puede que no me ayudara. A Lorenzo no le han ido bien las cosas. Esa capacidad suya…, nunca la dedica a algo útil, como haría yo.
El rubio cruzó cojeando el entresuelo. Los hombres se apartaban, algunas mujeres también, otras dejaban que las rozara al pasar, las muy putas. Olía a tierra y óxido. Llegó delante del pórtico y se quedó mirándolo. Alguien le preguntó si sabía qué era aquello, y él respondió que solo piedras viejas.
Fue el único que no se sobresaltó cuando sonó otra vez la música. África había puesto en marcha el equipo. Luego cogió un vaso limpio y una botella y se acercó al rubio. Le dijo que estábamos celebrando una fiesta y que lamentábamos haberlo molestado y que, para disculparse, lo invitaba a una copa. Él bebió directamente de la botella.
Joder, sí, yo estaba celoso. África se lanzó sobre él como un ave de presa y ya no lo soltó. Bebieron mucho, y los vi irse juntos. Fueron a la casa de él. África revolvió con el pie en el montón de abrigos que había en un rincón, y solo cuando localizó el suyo se agachó a cogerlo. No se lo puso, por eso supe que iban allí al lado. Ella iba agarrada al brazo de él, y no se sabía quién sujetaba a quién, porque uno arrastraba la pierna y la otra apenas podía caminar de tan borracha como estaba. Alguien gritó: «¡Enhorabuena!», y otro: «¡Guapa!», y otro: «¡Que vivan los novios!».
Intenté no pensar en ello y disfrutar de la fiesta, pero no dejaba de mirar el pórtico y, en los silencios entre canción y canción, me esforzaba en oír lo que pasaba al otro lado. Ni siquiera llegué a saber su nombre.
A diferencia de otros, yo sé vivir el presente, no miro hacia atrás. Seguí bebiendo. Era como si las paredes del entresuelo se acolcharan. Me puse a bailar y sin darme cuenta tiré los vasos colocados en el suelo y bailé entre ellos. A lo mejor estuvo mal, porque algunos intentaron sacarme de allí, pero me libré a empujones y les grité que me dejaran en paz de una puta vez. Era mi boda, ¿no?
Lorenzo
Ya de noche, fui a dar una vuelta por el pueblo para despejarme. El frío y la lluvia me aclararon un poco la cabeza. Empezaba a arrepentirme de haber ido a la boda.
A falta de otro destino, fui a la casa de la que llevaba oyendo hablar todo el día.
La puerta estaba abierta. El recibidor era angosto y de él partía una escalera estrecha. Arriba: una oscuridad opaca y vibrátil que era advertencia pura. No la conformaba ausencia de luz; habría continuado allí aunque la alumbraran cinco soles. Era, además, una oscuridad irradiadora; no al modo de un astro, sino que proyectaba ramificaciones sinuosas, densas, orgánicas, como algas en una marea negra. No me atreví ni a pisar el primer escalón.
Bajé a un entresuelo. Había restos de una celebración: botellas rotas, bebida derramada, prendas olvidadas…, todo iluminado por unos focos. Los asistentes se habían ido, menos una chica. Acuclillada, con el vestido levantado hasta la cintura, orinaba sonoramente en una grieta del suelo. No le importó que la viera. Parecía muy concentrada en lo que estaba haciendo, tenía cuidado de que ni una gota cayera fuera de la grieta.
Para dejarle un poco de intimidad, me acerqué al pórtico. Era fácil enfrascarse en su contemplación, en el aprecio a su esbeltez y armonía.
Los gargarismos que venía oyendo, procedentes de la grieta del suelo, se apagaron. Me di media vuelta y descubrí que la chica había desaparecido. Lo agradecí. Prefería disfrutar del pórtico a solas.
Si era cierto, como decían, que a uno de los vagabundos lo encontraron muerto allí delante, no me extrañaba. ¿Qué mejor sitio para refugiarse? Arriba estaba la oscuridad; abajo, el pórtico: equilibrio y permanencia y promesa de acceso y producto de manos sabias y entregadas. Me alegré de que el pobre hombre no pudiera verlo ahora, mancillado por los nombres de los asistentes a la fiesta, grabados en las jambas. Para él, aun en mitad de la noche, el pórtico sería patente, resonaría, sus contornos y juntas asomarían entre la oscuridad en forma de otra oscuridad: agrisada, pulida y cálida, como la punta de un viejo lápiz de grafito. Igual que el muerto, busqué consuelo mirándolo.
Los vagabundos lo descubrieron quién sabe cómo y desde entonces no pudieron alejarse de la casa. El pórtico era su única posesión de valor. Quizá discutían sobre el modo de sacarle provecho y acerca de lo que hubo al otro lado. Me habría gustado oírlos. Limpiaron el entresuelo. Vivían arriba porque hacerlo abajo habría sido irrespetuoso, o porque las habitaciones de arriba eran más abrigadas. La noche en que murieron, puede ser, uno se despertó, encontró muerto a su amigo y bajo a adorar o a maldecir lo que ahora le pertenecía solo a él. O también es posible que, cuando se despertó, su amigo viviera todavía pero durmiera profundamente, y entonces se escabulló escaleras abajo para disfrutar en privado del pórtico, tras lo que el frío los alcanzó por separado.
A la postre el pórtico los mató. Si no hubiera sido por él, se habrían ido a otro sitio donde hiciera menos frío.
El silencio del entresuelo me hacía sentir en un sitio muerto, donde la vida no podía refugiarse ni en la escala microscópica, en los charcos de vómito no coleaba ni germinaba nada. Se diría que la muerte había alcanzado incluso lo inanimado, y lo había llevado a un nivel inferior, alejándolo todavía más de lo que respira y se reproduce y es efímero. La única excepción era yo, pero yo, en aquel momento, no era vida, solo mirada.
Ibon
Han pasado seis meses y la madre de Carla no ha empeorado. Los médicos dicen ahora que puede durar otro año. No solo ha visto casada a Carla sino que, a este paso, conocerá a su primer nieto. Por desgracia, el niño será de África, que se ha negado a decir quién es el padre. Aunque yo se que es el rubio.
En cuanto a Carla y a mí, las cosas nos van ni bien ni mal, tal como esperaba, más o menos.
Hace unas semanas visitamos a un amigo que tiene un hijo, una casa de campo y un estanque con carpas. Hacía buen tiempo, así que comimos en el jardín, debajo de un emparrado. El estanque parecía profundo y en él flotaban unas plantas, no sé si nenúfares, bajo las que nadaban las carpas. El niño, que tiene seis años, se agachó en la orilla y dio unas palmaditas en la superficie del agua, y las carpas respondieron a su llamada. Se reunieron delante de él. Luego el niño metió la mano en el agua y acaricio a los peces como si fueran gatos. Yo diría que a ellos les gustaba. Pensé que quería lo mismo: un hijo que se arrodille junto a un estanque y acaricie a los peces. Ahora solo me falta convencer a Carla. La única forma para que ella haga lo que quiero es conseguir que piense que es idea suya, y ahora, por culpa del disgusto que África ha dado a la familia, es difícil que Carla piense en tener un hijo. Una vez más, África se cruza en mi camino.
En la última visita que hicimos a mi padre, le pregunté si sabía quién era el hombre rubio que vivía junto a la casa del pórtico. Respondió que no, pero que podía hacer averiguaciones. Le encanta «hacer averiguaciones» y luego decirte lo que ha averiguado, a media voz, como si le hubiera costado un gran esfuerzo y un precio todavía mayor. Le dije que lo olvidara. En realidad prefiero no saber nada del rubio. Lo que sentí al verlo fue como una ventana que se abre un momento y luego vuelve a cerrarse para siempre. Sí que tengo curiosidad por ver cómo es el crío o la cría o lo que sea que tenga África.
El hombre rubio
Me llevé a casa a aquella chica de la fiesta porque estaba claro que ella quería. Cuando entró dijo que allí olía un poco mal y se rio y preguntó si no tenía nada de beber. Fuimos a la cocina. Ella miraba alrededor con cara rara. Estuvimos mucho rato bebiendo vino y riéndonos. Preguntó si no iba a poner música. Le dije que tenía la radio en la que oigo los partidos y me puse a buscar una emisora con música pero no encontré ninguna. Ella me la quitó de las manos y la tiró encima de la mesa y se puso a darme besos. Estaba bien, pero yo intentaba ver si la radio se había roto porque no tengo otra y me habría fastidiado mucho que se hubiera roto. Como no podía saberlo sin separarme de ella y como parecía que ella estaba lo bastante caliente, me puse a tocarle las tetas, que no estaban mal aunque tampoco muy bien. Yo también me calenté y me olvidé de la radio y le metí la mano por debajo de la falda. Toqué bragas de esas pequeñas, de puta, y me puse más caliente todavía. Y ahí la tía se rajó y me empujó para que me apartara. Me dijo que más despacio. No me importó mucho porque la tía parecía a punto de vomitar. Hablaba sin mirarme y se tambaleaba. Volvió a decir que olía mal. Se apoyó en el fregadero, como para vomitar encima de los platos que había dentro. Me pidió un vaso de agua. Se lo di. Mientras bebía le toqué una teta. Ella se dejó hasta que vació el vaso y luego me apartó la mano. Nos quedamos callados y luego le pregunté si quería ver a mis amigos. Preguntó que qué amigos. Le dije que mis amigos, los que vivían conmigo. Estaban en la habitación de al lado. Fue conmigo. Se notaba que no estaba convencida. Dijo que tenía que irse pero yo abrí la puerta de la habitación y ella se asomó. Allí olía peor. Hasta yo lo noto cada vez que entro, pero no se puede hacer nada. Mis dos amigos paseaban por la habitación. Yo les había echado serrín en el suelo y tenían una palangana para beber y otra para bañarse, aunque en realidad ellos no las distinguen, y otra palangana para el pienso. La chica me preguntó por qué los dos llevan jersey. Le conté que cuando eran pollitos y los guardaba en una caja de zapatos, los dejé un momento en la puerta de casa para que tomaran el sol y que cuando salí otra vez me encontré la caja volcada y a unos gatos callejeros que se los estaban comiendo. Me puse a darles patadas y algunos soltaron a los pollitos que tenían en la boca pero otros escaparon con ellos. Al principio tenía seis pollitos y en aquel momento solo me quedaban tres y los tres con mala pinta. Los recogí con muchísimo cuidado y volví a ponerlos en la caja. Los tres tenían arañazos de gato. Los cuidé lo mejor que pude. Les limpié las heridas. Para hacerlo bien tuve que cortarles el plumón con unas tijeras de manicura muy pequeñas que compré en la farmacia. Así parecieron todavía más pequeños. Daba la sensación de que siempre estaban tiritando, así que, como sé tejer, me enseñó la abuela hace muchos años y se me da muy bien, les tejí un jersey para cada pollito. Usé lana del mismo color que el plumón que tenían antes. Los jerséis tenían un agujero para la cabeza, otro para cada pata y otro detrás para que hicieran sus cosas. Estaban muy bien pensados. Cuando se los puse, los pollitos tuvieron mejor pinta y luego mejoraron todavía más de las heridas. Todo eso se lo conté a la chica, que los miraba con cara rara y luego me preguntó que por qué los jerséis eran tan pequeños. Lo que pasó fue que los pollitos dejaron de ser pollitos y los jerséis se les quedaron pequeños, la lana se estiró a su alrededor y parecía que los jerséis los iban a asfixiar. Entonces supe que se los tenía que quitar. Cogí a uno de los pollos y unas tijeras. Empecé a cortar el jersey por el cuello y bajé por la pechuga. Lo tiré a la basura. Olía muy mal. Solté al pollo para que disfrutara de su libertad pero no disfrutó mucho. Dio dos pasos y se cayó. Parpadeó, cerró los ojos y ya no los volvió a abrir. El jersey le mantenía las tripas en su sitio. Así que a los otros dos no se lo he quitado. Les doy poco de comer, pero siguen creciendo, y los jerséis están a punto de ahogarlos, les cuesta caminar, al final los ahogarán pero para eso todavía falta y si se los quito ahora se van a morir de golpe. Eso también se lo conté a la chica y ella se puso a llorar y echó a correr. Salió a la calle sin abrigo ni nada. Yo fui detrás llamándola eh, eh, tú, porque no sabía cómo se llamaba. Salí detrás de ella a la calle y vi que se encontró con un hombre que salía de la casa de al lado. Los dos se quedaron quietos y se miraron como si se conocieran. Entonces ella lloró más fuerte, tapándose la cara con las manos. Él se quitó el abrigo y se lo puso a ella y le pasó un brazo por los hombros y se fueron juntos. Yo me quedé mirándolos y no sabía si tenía que decirles algo o seguirlos o no sé, pero luego pensé que para qué. Hacía mucho frío.