COMO EN UN IDIOMA DESCONOCIDO

Parecían haber llegado todos al mismo tiempo. Las calles estaban colapsadas de coches con el equipaje apilado sobre el techo o en remolques. Los camiones de reparto con pedidos especiales para las casas de comidas, los bares y el supermercado complicaban todavía más la circulación. Desde aceras y ventanas, los vecinos asistían a la avalancha de trabajadores temporales de la central nuclear como si presenciaran un desfile; aunque sus rostros no mostraban alegría ni asombro, sino curiosidad, molestia y codicia no disimuladas. Durante las siguientes cinco semanas la pequeña localidad acogería a más de un millar de personas de paso que ocuparían el único hotel, pensiones improvisadas, barracones y descampados habilitados con baños químicos y barbacoas, donde dormirían en tiendas de campaña.

El ingeniero se había preparado para que el lugar le causara una pobre impresión, pero la realidad superó sus peores expectativas. Tenía veinticuatro años y era la primera vez que trabajaba. Llegó solo, en su propio coche, caro y que no había pagado él. Cansado tras el viaje de cinco horas, quería encontrar lo antes posible su alojamiento, pero quedó atrapado en el atasco igual que los demás. Había tractores sobre las aceras. Muchas casas eran de adobe, algunas apuntaladas y con carteles que advertían del riesgo de derrumbe.

Se detuvo junto a dos hombres con aspecto de lugareños que contemplaban a la gente apoyados en la rueda de un tractor. Al abrir la ventanilla para preguntar cómo llegar a la dirección de su alojamiento, el vocerío y el polvo de la calle se colaron en el coche junto con cuarenta grados de calor. Uno de los vecinos farfulló unas indicaciones confusas; el otro miraba fijamente a la acera de enfrente, donde un grupo de chicas se apeaba de un minibús. Llevaban su equipaje repartido en maletas falsas de Louis Vuitton y bolsas de supermercado. Las primerizas miraban a su alrededor con un desconcierto cercano al miedo. Las veteranas lanzaban besos y se daban palmadas en el culo, en respuesta a los que les silbaban desde los coches o les tocaban el claxon. A la entrada del pueblo se había encontrado con otro desembarco de prostitutas. Cuando volvió a ponerse en marcha, una calle más adelante presenció uno más. En este caso una vecina las increpaba para que se volvieran por donde habían venido.

Tuvo que preguntar otras dos veces antes de dar con la casa. En el dintel aparecía tallado el año de construcción; 1880. Siguiendo las instrucciones recibidas por teléfono, llamó a la puerta de la vivienda contigua. Le abrió un anciano en pijama y con barba de varios días. Después de entregarle la llave de la casa, el anciano miró el coche y le dijo que podía dejarlo delante de su garaje, donde no molestaría; dentro solo estaba su tractor, y hacía dos años que él ya no trabajaba en el campo. Lo dijo señalándose el pie derecho, que levantó un poco del suelo a la vez que emitía un gruñido. Con eso quedaba todo explicado.

La puerta y la llave de hierro parecían las originales de la vivienda. La primera estaba alabeada y rozaba el suelo. Empujó con todas sus fuerzas y la puerta se abrió siguiendo una marca con forma de abanico en el suelo de terrazo. Por si el chirrido no había sido suficiente, saludó para anunciar su llegada. Nadie respondió.

En la planta baja estaban el salón, un baño, la cocina y un dormitorio con una cama de matrimonio. Por unas escaleras estrechas se accedía a la planta de arriba, donde había un segundo baño y otro dormitorio, con una cama individual. Los escasos muebles habían perdido el barniz hacía mucho. Olía a insecticida. Los que iban a ser sus compañeros ya habían pasado por allí, como evidenciaban las mochilas en el dormitorio de abajo.

Tres días atrás estaba en el despacho del director de Montajes Mecánicos de Precisión, S. A., adonde había llegado gracias a la recomendación de un amigo de su padre. Intentaba mostrarse desenvuelto y fiable mientras el director le hablaba del trabajo que le ofrecía: dirigir la construcción de una planta energética de ciclo combinado cerca de la ciudad mejicana de Hermosillo, en el estado de Sonora. Durante los primeros seis meses, mientras aprendía a marchas forzadas, contaría con el apoyo de un veterano de la empresa, curtido en levantar y parchear instalaciones energéticas en sitios como Belize y Turquía. Después, a este lo trasladarían a otra obra y el ingeniero se quedaría solo.

Finalmente nunca iría a Méjico. La decisión fue solo suya y una de las mejores que tomó en la vida. En aquel momento, no obstante, la foto que le mostró el director de Montajes Mecánicos de Precisión —una imagen a vista de pájaro de un trozo de desierto rodeado por una valla metálica, en cuyo interior no había más que un foso de cimentación y unas casetas de obra— hizo chisporrotear su instinto de aventura. Se imaginó conduciendo un descapotable los fines de semana —el director le dijo que era habitual entre los empleados que pasaban un tiempo en «esos países» comprar un coche de segunda mano nada más llegar y venderlo antes de irse—, cruzando la frontera de Estados Unidos rumbo a Phoenix o Tucson, o adentrándose en el desierto a pie, con una cantimplora en bandolera y un rifle del 22 para disparar a los crótalos.

Las obras comenzarían al cabo de tres meses, tiempo de sobra para que se familiarizara con los planos y las especificaciones técnicas. El director se calló de repente y llamó por teléfono a su secretaria.

¿Cuándo empezaba la parada de la nuclear?

El director escuchó, sonrió y colgó.

Se refería a una parada de mantenimiento y recarga de combustible en una central nuclear en Tarragona. Montajes Mecánicos de Precisión se había hecho con la parte del león de los trabajos: cambiarían dos coronas de la turbina y el rotor del alternador, modificaciones que aumentarían la potencia de la planta, le informó el director, satisfecho de sí mismo. Si quería, el ingeniero podía incorporarse al equipo. Así se rodaría y conocería al personal.

* * *

La casa estaba en el límite del pueblo. Una calle adoquinada y un muro bajo la separaban de un barranco de veinte metros, a cuyo pie discurría el río. La población se extendía por la falda de una elevación del terreno. Coronaban el conjunto las ruinas de una insulsa torre medieval. El noble de quinta fila que la había construido perdió sus tierras jugando a las cartas y murió en un accidente de caza en una época en la que no existían las armas de fuego. La vista en la dirección opuesta era más interesante.

Al otro lado del río, en una llanura aluvial en el seno de un meandro, se encontraba la central nuclear. Más allá de un perímetro de almacenes y talleres, se alzaban el acristalado edificio de oficinas, el domo de contención del reactor y la nave de la turbina y el alternador. Apartado del conjunto, sobresalía el inmenso paraboloide elíptico de la torre de refrigeración. Las dimensiones, la solidez y la palmaria funcionalidad de la central hacían pensar que era el pueblo lo que había brotado a su sombra, y no al contrario, como un poblado de chabolas que viviera de lo que tira una ciudad próspera. Daba la impresión de que incluso el río, ancho y opaco, de un color entre el gris y el verde botella, se desviaba amablemente para abrazar a la central nuclear; el río que era, precisamente, la razón de que la central estuviera allí, para aprovisionarse de su agua, transformarla en vapor mediante el calor de la fisión y que el vapor hiciera girar la turbina y esta el alternador, produciendo energía eléctrica. Un haz de cables de alta tensión partía de la central. Una bandada de estorninos se retorcía sobre ella como limaduras de hierro que un niño hiciera danzar con un imán.

La central ya estaba desacoplada de la red eléctrica. El reactor se había llevado a parada segura. Los trabajos comenzarían a la mañana siguiente, sin descanso hasta la puesta en marcha.

Se cambió de ropa y subió al coche. Estaba convocado a una reunión junto con el resto del personal de Montajes Mecánicos de Precisión. Confiaba en que alguien le dijera qué era exactamente lo que se esperaba de él.

En la entrada, un guarda de seguridad lo encaminó al aparcamiento. Condujo despacio hasta localizar un todoterreno con el logotipo de Montajes Mecánicos de Precisión serigrafiado en las puertas junto al que había un grupo de gente. Un administrativo se adelantó para estrecharle la mano. Cojeaba de la pierna derecha y tenía la cara punteada por pequeñas cicatrices, como viejas quemaduras de cigarrillo. Había desplegado sobre el capó del todoterreno un fajo de contratos de obra, un sello de caucho y una almohadilla entintada. Tras firmar su contrato y recibir una copia y una tarjeta de acceso, los empleados se dirigían al barracón donde se celebraría la reunión.

La temperatura dentro rondaba los cuarenta grados. Todos tenían la cara brillante de sudor y parecían conocerse y hablaban en voz muy alta. Se saludaban a gritos. El ingeniero ocupó una silla en una de las últimas filas. Su llegada provocó miradas de reojo y cuchicheos. El administrativo le había dado la ropa de faena. Las prendas pulcramente plegadas, que dejó sobre el regazo, lo hicieron sentirse todavía más novato.

El vocerío se acalló cuando el jefe de obra subió a un pequeño estrado. Se acercaba a los sesenta años y llevaba el uniforme de trabajo de Montajes Mecánicos de Precisión al completo: mono, chaleco, botas de seguridad y casco, bajo el que corrían regueros de sudor. El director de la empresa le había dicho al ingeniero que aquel era su jefe de obra más preciado, aunque había que acostumbrarse a su carácter. Lo dijo en un tono que indicaba que él no había terminado de conseguirlo. Lo llamaban el Jesuita, siempre que él no podía oírlo.

El Jesuita hizo un resumen de los trabajos a llevar a cabo. A continuación nombró a los jefes de los turnos y repartió a los trabajadores en los turnos de día y de noche, de doce horas cada uno. El primero se pondría manos a la obra a las ocho de la mañana del día siguiente.

Concluida la reunión, rebrotó el vocerío. El Jesuita hizo una seña al ingeniero para que se acercara; era el único al que no había incluido en un turno. Procedió a explicarle su labor. Se acercaba mucho para hablar, a la vez que lo agarraba por el codo, como si temiera que fuera a escaparse. Además hablaba en un tono muy bajo; incluso sin el parloteo de los trabajadores, habría costado entenderle. El ingeniero se sintió como en un confesionario.

De las tareas que Montajes Mecánicos de Precisión llevaría a cabo, la que más preocupaba al Jesuita era la sustitución del rotor. Implicaría extraer del interior del estátor un cilindro de las dimensiones de un vagón de metro e introducir otro nuevo. El procedimiento era obra del Jesuita. Le entregó una carpeta con un fajo de folios manuscritos, unos gráficos a mano alzada y un puñado de fotos de mala calidad. El ingeniero debía estudiar la documentación, pasarla a limpio y completarla con las notas que él mismo tomara cuando se interviniera el alternador.

Resumiendo, queremos que redactes un procedimiento de uso interno, para que otros jefes de obra puedan ocuparse también de la operación. Yo no puedo estar en todas partes.

Faltaban dos semanas para el comienzo de los trabajos en el alternador. Hasta entonces, todo lo que tendría que hacer sería descifrar el contenido de la carpeta. No era una perspectiva estimulante.

Te pondré en el turno de noche, dijo el Jesuita. Es más tranquilo. Aprovecha para pasearte por ahí y aprender todo lo que puedas. Familiarízate con el personal.

Cuando salió del barracón, la mayoría de los trabajadores ya se habían ido pero todavía quedaban algunos corrillos en el aparcamiento. Un par de empleados, más o menos de su edad, se acercaron a él. Uno se presentó como Beñat. Tenía brazos fuertes y el pelo aclarado por el sol. El otro se mantuvo en segundo plano. Compartirían con él la casa de alquiler.

¿Ya la has visto?, preguntó Beñat. ¿Qué te ha parecido?

Él se encogió de hombros y dijo:

No gran cosa.

A los otros les decepcionó su falta de entusiasmo.

Pero dividiendo el alquiler entre los tres nos sale casi gratis, dijo Beñat. ¿Te he dicho que no hay agua caliente?

Ni falta que nos hace con este calor, intervino el otro.

¿Cómo nos repartimos las habitaciones?, quiso saber el ingeniero.

Quédate la de arriba. Nosotros compartimos la otra. No nos importa. Lo hemos hecho otras veces.

Siguió un momento incómodo, en el que nadie supo qué más decir, hasta que Beñat le propuso ir a cenar con ellos al pueblo.

Aunque no nos podremos quedar hasta tarde. Mañana madrugamos. ¿En qué turno estás tú?

Cuando les dijo que en el de noche y les contó lo del procedimiento del rotor, los otros resoplaron.

Prepárate para aburrirte, dijeron.

Pero antes de hablar se aseguraron de que el Jesuita no anduviera cerca.

Le sobrecogían las dimensiones de las instalaciones y la fisicidad de los equipos, que hasta entonces no habían sido para él más que imágenes en los manuales técnicos. La nave de la turbina y el alternador tenía las dimensiones de un hangar. A quince metros de altura, una grúa se desplazaba sobre unos carriles tendidos a lo largo de las paredes laterales. La turbina seguía protegida por su carcasa, un semicilindro tumbado de tres metros de alto y tan largo como un vagón de tren. Hasta entonces el ingeniero había creído saberlo todo sobre turbinas: sus tipos y partes, las cadenas de ecuaciones que regían su funcionamiento, las trayectorias del vapor dependiendo del perfil de los álabes… Vectores, cifras, gráficos…, todo provisto de una elegancia fruto de la desligadura de la materia.

Lo que tenía delante se parecía poco a lo que había estudiado. La carcasa era de acero sin imprimar y estaba cubierta de anotaciones trazadas con rotulador indeleble por trabajadores anteriores: firmas, fechas y dibujos obscenos. La turbina se encontraba parada pero, como una bestia abatida en una cacería, todavía conservaba el calor. Los trabajadores que hormigueaban por el andamio que la rodeaba debían tener cuidado de no tocarla con las manos desnudas. Un técnico de seguridad, cronómetro en mano, ordenaba descansos cada pocos minutos. Los trabajadores bebían, se echaban agua por la cabeza y miraban la turbina de reojo.

Se sentía una molestia. Su ociosidad le parecía un insulto a los que trabajaban de verdad. Sus compañeros lo intimidaban, no sabía cómo dirigirse a ellos. Se le acumulaban las preguntas, pero cada una ponía un poco más en evidencia su ignorancia.

Cenaban a medianoche. Apelotonados en unos cuantos vehículos, los trabajadores se trasladaban a un restaurante del pueblo. Ocupaban una mesa larga en un comedor vacío y un camarero malhumorado por el sueño les servía comida recalentada. A la cabecera se situaba el gruísta, que nunca bebía menos de una botella de vino. Los trabajadores recorrían las centrales energéticas de la península, de parada técnica en parada técnica; pasaban la mayor parte del año lejos de sus familias. Contaban historias de borracheras y de putas. Se recomendaban chicas. Las había que parecían seguirlos, haciendo un circuito similar; coincidían con ellas aquí y allá. El ingeniero aprovechaba el descanso para hacerles preguntas sobre el trabajo, pero ellos le decían que se lo tomara con calma, que les dejara respirar, estaban cenando, joder, y le rellenaban el vaso de vino y retomaban sus conversaciones. Terminaba de cenar en silencio. Tenía el defecto de interpretar las muestras de tosquedad como agresiones personales. Aquellos hombres eran una barrera que se interponía entre él y la turbina.

Cuando volvían al trabajo, el gruísta se tambaleaba por el vino, aunque luego desplazaba piezas de varias toneladas con el pulso firme y las colocaba en el punto indicado sin que ni siquiera hicieran ruido al posarse.

Las inmensas puertas de la nave se mantenían abiertas para aliviar el calor. En los momentos previos al amanecer, un frío repentino se colaba en oleadas, y entonces los trabajadores buscaban la proximidad de la turbina, como cachorros alrededor de una madre tendida en una madriguera, pensaba él. Aunque seguramente a ellos nunca se les ocurriría semejante símil, pensaba también. Era consciente de que los juzgaba con una dureza que hablaba más en contra de él que de ellos, por no mencionar un clasismo que se esforzaba por sofocar.

Le habían dado una llave de la caseta de obra que servía de oficina a Montajes Mecánicos de Precisión, en un rincón de la nave. Durante el turno de noche, allí solo entraba él. Cuando se aburría, hojeaba la documentación dejada por el Jesuita. Apenas hacía progresos. Aquellos garabatos no le despertaban ningún interés.

En el pueblo pronto vio todo lo que había que ver, que era poco o nada. Veinte años atrás dos ingenieros alemanes con ojos azules, camisas remangadas y anillos de casado habían reunido a los vecinos en el salón de actos del colegio para exponerles las bondades de la energía nuclear y los beneficios que la central tendría para la localidad, y unas personas que no sabían lo que era un isótopo ni habían oído hablar de Enrico Fermi abrazaron el milagro de la fisión. Todavía faltaban seis años para el accidente de Chernóbil.

Ahora muchas casas se estaban viniendo abajo, pero el equipo de fútbol local disponía de un flamante campo, financiado por la central, al igual que los sistemas de riego por goteo y la residencia de ancianos. Por la red de megafonía instalada en las calles, que emitiría las señales de alarma en caso de una emergencia, se pregonaban los números agraciados en la lotería.

El ingeniero hablaba por teléfono con su familia y trataba de mostrarse animado. También hablaba con algún amigo. No tenía a nadie más a quien llamar.

Una mañana, mientras desayunaba en una cafetería, vio a una chica sentada en un rincón. Con parsimonia, ella untaba mantequilla sobre una tostada. Un comentario socarrón del camarero a otro cliente le dio a entender al ingeniero que era una prostituta de paso. La chica tenía unos ojos azules tan claros que era difícil distinguir dónde terminaba el iris. Se quedó mirándola, apenas consciente de que lo hacía. Un momento después la chica dejaba de deslizar el cuchillo sobre la tostada y lo miraba fijamente. Una sonrisa profesional asomó a sus labios. Él se fue sin terminar el desayuno. Nunca había estado con una prostituta. Se decía que era una forma triste de compañía, pero cuando se sentía especialmente solo debía excavar en busca de justificaciones adicionales.

Fue a la casa, que durante el día, con sus compañeros en el trabajo, tenía toda para él. Dentro hacía calor y seguía oliendo a insecticida, olor al que se había unido un tufo a ropa sucia. Se tumbó en la cama y se masturbó con los ojos cerrados para no ver la triste habitación.

Rara vez podía dormir más de unas pocas horas seguidas. El Jesuita lo llamaba siempre que en la central sucedía algo que considerara interesante para el ingeniero. El jefe de obra adoptaba con él una actitud paternalista, como si fuera su protegido, lo que no ayudaba a la buena relación del ingeniero con los demás trabajadores.

Cuando sonaba el teléfono, metía la cabeza debajo del grifo del lavabo durante un minuto y volvía a la nave. Prefería estar en la central de día que de noche. Había más movimiento y caras nuevas.

Si conseguía escabullirse del Jesuita, charlaba con el administrativo de Montajes Mecánicos de Precisión. Era un veterano de la compañía que, antes de ocuparse de contratos y albaranes, se había dedicado durante años al trabajo de campo. Una lesión en una rodilla le hizo cambiar la remachadora por los archivadores. Había participado en la construcción de la central nuclear. Los trabajadores se apelotonaban entonces en barracones, al lado de la obra. Una noche, mientras dormían, hubo un incendio en su barracón. Las llamas derritieron el aislamiento asfáltico del techo, que cayó sobre ellos como una lluvia infernal. Las gotas negras se adherían a la piel como un pegamento abrasador. Así había conseguido las cicatrices que le salpicaban el rostro, los antebrazos y el dorso de las manos.

No lo contaba con lástima ni resentimiento, sino con algo próximo a la nostalgia.

Le habló asimismo de cuando una grúa que se hizo funcionar antes de que fraguaran los contrapesos de hormigón cayó sobre otra, y esta sobre una tercera, como fichas de dominó, y la última se desplomó sobre un camión al que le estallaron todas las ruedas, sonido aún más espantoso que el de las grúas. Solo hubo que lamentar una víctima, un trabajador aplastado. Cuando lo sacaron de debajo de los hierros solo se reconocía que era una persona porque entremezcladas con la carne y la sangre había prendas de ropa.

Y está la historia del trabajador que se encontró en el suelo algo que parecía una aspirina, dijo el administrativo, y se la metió en el bolsillo de atrás de los pantalones y se olvidó de ella. Era un elemento de uranio enriquecido que vete tú a saber cómo se había perdido mientras cargaban el reactor. Al día siguiente fue al médico con una quemadura en el culo. Primero le cortaron alrededor de la herida. Luego le quitaron un trozo de carne como un puño, luego lo que le quedaba de nalga y al final le cortaron la pierna de raíz, y solo conservó la polla y los huevos porque a veces Dios es infinitamente benévolo. Son cosas que pasan y está bien saber que pasan. Comparado con eso, lo mío fue una tontería.

Acudir a la central de día le permitió también conocer al jefe de mantenimiento mecánico. La primera vez que lo vio, el jefe de mantenimiento mecánico increpaba al Jesuita, que escuchaba con la cabeza gacha y los labios apretados.

El jefe de mantenimiento mecánico casi nunca salía del edificio de oficinas, pero cuando visitaba la planta el ambiente se cargaba de tensión. Amonestaba por igual a los trabajadores de la central y a los de las empresas subcontratadas. Era un hombre de apariencia física nada formidable: rechoncho y paticorto, con ojillos hundidos en el rostro y unas gafas sin montura que le daban un equívoco aire de fragilidad. Su enemistad con el Jesuita era de dominio público; el jefe de mantenimiento mecánico era uno de los que no se habían habituado a su forma de ser; sentimiento que era recíproco.

Tras aquel nuevo roce, el Jesuita entró farfullando en la caseta. Le alegró encontrarse con el ingeniero, que no sabía nada del jefe de mantenimiento mecánico y con el que podía desahogarse dándole una versión que no tendría réplica.

Es un mierdecilla del pueblo, dijo. Trabajó en la construcción de la central. Eran otros tiempos. Las nucleares tenían mala fama, la protección radiológica no era la de ahora. Costaba encontrar gente. Aceptaban a cualquier voluntario. Desde entonces no ha dejado de escalar puestos, aunque no es más que delineante.

El Jesuita soltó una carcajada y añadió:

Hace años se hizo unas tarjetas en las que decía que era ingeniero industrial, e iba repartiéndolas por ahí. Pero alguien lo denunció al Colegio de Ingenieros.

Bajó la voz para decir:

Es impaciente. Comete errores. Si hay que reparar una pieza contaminada de radiación, no espera a que la limpien como es debido. La baña en ácido sulfúrico. Si se jode, echa la culpa a otro. Siempre es culpa nuestra.

El Jesuita se había quitado el casco y le sacaba brillo frotándolo con la manga.

En fin, otro mierdecilla de los muchos que irás conociendo. ¿Qué tal llevas lo tuyo?

Estoy en ello. Va bien.

Genial. Así me gusta, chico, dijo el Jesuita dándole unas palmaditas en el hombro. Te veo muy centrado.

Cuando el Jesuita se fue y el ingeniero se quedó a solas con el administrativo, este mostró la sonrisa que había venido conteniendo.

Ese tío de mantenimiento es de cuidado, dijo. Tendríamos que aprender unas cuantas cosas de él.

¿Cómo qué?

En el pueblo es un héroe.

¿Por qué?

Por su chalet.

¿Qué quieres decir?

Pregunta por ahí, dijo el administrativo volviendo al trabajo. No te costará enterarte. Te veo muy centrado.

Al día siguiente subió a la parte alta del pueblo. Allí estaba el chalet, solo por debajo de la torre medieval. Las obras no habían terminado, pero, a falta de remates exteriores, la casa ya estaba habitada. Era el tipo de vivienda que se podría encontrar en una exclusiva localidad costera del Mediterráneo, con avenidas jalonadas por palmeras y recorridas por descapotables. En aquel secarral, resultaba grotesca. Se trataba, con enorme diferencia, de la mejor vivienda del pueblo. Y como el resto de construcciones modernas de la localidad, se había levantado gracias a la central nuclear.

Le había bastado un día para averiguar sobre el jefe de mantenimiento mecánico más de lo que le habría gustado saber. Como le había contado el Jesuita, había nacido en el pueblo, y en un lugar donde todos veían la central nuclear como un parásito de hormigón, acero y uranio enriquecido que les arruinaba el paisaje, contaminaba su agua y los ponía en riesgo de caer víctimas del cáncer, el jefe de mantenimiento mecánico era considerado un héroe local. Sus padres habían sido payeses sin formación pero él había logrado entrar en una central nuclear, ascender y convertirse en alguien que daba órdenes a la mayoría de los que trabajaban al otro lado de la valla de seguridad. Otros vecinos habían medrado en la empresa, pero no tanto como él y en cuanto dispusieron de recursos se fueron a vivir a la costa. El jefe de mantenimiento mecánico se había quedado en el pueblo, se había casado con una chica del pueblo, enviaba a sus hijos al colegio del pueblo y ahora se estaba construyendo una casa en el pueblo; una casa que era la envidia y el orgullo de sus vecinos, porque se las había arreglado para levantar su ostentoso chalet sirviéndose de recursos de la central nuclear. Aislamientos, andamios, cableado eléctrico, red de fontanería, equipos de soldadura, una grúa… Todo lo había sacado furtivamente de la central.

El hecho resultaba insólito solo por la escala. Los robos eran muy habituales en la central. Desde material de papelería a herramientas. Desde ordenadores a ropa de faena. En la central nadie compraba aceite lubricante para el coche. Un día el ingeniero entró en la oficina de Montajes Mecánicos de Precisión y descubrió al administrativo escondiendo una garrafa en una bolsa. El administrativo le guiñó un ojo.

De la lubricación de los cojinetes de la turbina, dijo. Podrías aliñar la ensalada con esto.

Que para entrar a la central hubiera que pasar por detectores de metales y explosivos, y a la salida por un detector de radiación y dar cuenta de cualquier cosa que se llevara encima, todo ello bajo la mirada de cámaras y guardas de seguridad, no era freno para los robos. La mayoría de las sustracciones se llevaban a cabo sirviéndose del tráfico rodado. Los empleados debían dejar sus coches en el aparcamiento exterior, pero los vehículos de obra circulaban libremente. Cuando uno salía de la central, un guarda de seguridad echaba un vistazo a la carga, por si veía algo sospechoso, pero difícilmente le podían llamar la atención una caja de herramientas que no estaba allí cuando el vehículo entró esa mañana o un montón de trapos sucios bajo el que se disimulaban rollos de papel de fax.

Durante las paradas los robos crecían exponencialmente. La opinión general era que el jefe de mantenimiento mecánico aprovecharía la ocasión para rematar su chalet. Casi todos en la empresa, incluidos los trabajadores temporales, estaban al tanto de lo que sucedía, pero ninguno podía demostrarlo, o ninguno parecía dispuesto a hacerlo.

* * *

Otra ventaja de ir a la central de día era que coincidía con sus compañeros de alojamiento. Beñat era el que le caía mejor. En un momento en que el administrativo no se encontraba en la oficina, el ingeniero revisó las fichas de los empleados y averiguó que Beñat era dos años menor que él, aunque su forma de comportarse lo hacía parecer mucho mayor.

Si el Jesuita no estaba a la vista, los dos se escabullían fuera de la nave y fumaban en la rampa de acceso. Beñat abría los paquetes de tabaco por la parte de abajo, rompiendo el cartón, para no tocar los filtros con las manos sucias de grasa.

El ingeniero reconoció que, tal como le había advertido que sucedería, se estaba aburriendo bastante, pero Beñat vio que detrás de su afirmación había algo más.

Déjate de gilipolleces y pregunta todo lo que no sepas. Por quedarte callado no te van a respetar más. Y si preguntas, no lo hagas como si examinaras a la gente. Esfuérzate en aprender. Es lo que queremos, un jefe que sepa más que nosotros. Estar en buenas manos. Un jefe que diga las cosas claras, solucione problemas y no toque los huevos más de lo necesario.

Si pasaba muchas horas en la central durante el turno de día, a veces el Jesuita le daba la noche libre. Entonces cenaba en la casa con sus compañeros, bocadillos y cervezas. Para entonces los tres lucían barbas pobladas. La falta de agua caliente en casa quitaba las ganas de afeitarse y en los vestuarios de la central nuclear siempre había cola. Al Jesuita no le agradaba el desaliño de su protegido, pero él ignoró sus comentarios al respecto. Esa pequeña rebelión le hizo ganar puntos ante los trabajadores.

Beñat y su amigo se conocían desde que eran niños. Los dos tenían novia. A la hora de llamarlas, se encerraban por turnos en el cuarto de baño para disfrutar de un poco de sexo telefónico. Mientras uno estaba dentro, el otro aporreaba la puerta muerto de risa y le decía que terminara pronto, que le pasara el teléfono si no estaba inspirado y que luego lo dejara todo limpio.

Tener novia no les impedía hacer incursiones a los prostíbulos improvisados en el pueblo.

Pero yo me controlo, decía Beñat. No como ese.

Beñat ahorraba para ir a hacer surf a Tailandia. Los fines de semana eran para él motivo de alegría, no por los encuentros con las prostitutas, sino por el precio más elevado al que se abonaba la hora de trabajo.

Por fin comenzaron los trabajos en el alternador. Una grúa se llevó el rotor antiguo, dejando solo el estátor, un túnel cilíndrico con la pared interna cubierta de bobinados eléctricos. Al ingeniero se le permitió asomarse al interior. Lo que vio era al mismo tiempo impresionante y decepcionante. Tuvo la certeza de que nunca alcanzaría con aquella mole de acero y cobre la intimidad que demostraban los que se deslizaban por sus entrañas con guantes blancos y fundas de tela en los pies, revisándola con linternas de luz blanca, acariciándola en busca de imperfecciones, introduciendo galgas metálicas en cada junta. Empezaba a pensar que no deseaba tal intimidad, que adivinó innecesaria para él.

Se procedió a la introducción del nuevo rotor. La maniobra estaba programada para el mediodía. Cuando una segunda grúa entró en la nave con el gran cilindro suspendido de eslingas, había tanta gente congregada para presenciarlo que entorpecía la tarea. El jefe de mantenimiento mecánico estaba presente, rodeado por varias personas de su departamento. También se habían acercado a la nave miembros de la dirección.

El Jesuita iba de un lado a otro dando órdenes. Estaba nervioso, y varios trabajadores de Montajes Mecánicos de Precisión se ganaron miradas críticas; solo la presencia de testigos los libró de una reprimenda mayor. El ingeniero saludó a Beñat, quien participaba en la maniobra.

La parte inferior del túnel del estátor se había cubierto con una larga teja de material plástico, lubricada con grasa abundante. La grúa situó el rotor de forma que su extremo apuntara al túnel, y empezó a acercarse despacio.

Comenzaron las sonrisas y los comentarios entre el público. El trazado de entalladuras del rotor hacía pensar en músculos tensos y venas. Cuando el extremo del rotor se posó sobre la teja lubricada, las risas eran generalizadas. El Jesuita enrojeció y miró incómodo a su alrededor.

¡Vamos a meterle esta superpolla!, dijo Beñat, lo bastante alto para que muchos lo oyeran.

Las risas subieron de volumen. El Jesuita doblaba y desdoblaba los papeles que llevaba en la mano. Al ingeniero le divirtió la incomodidad de su superior, y adivinó que parte de las risas de los demás se debían a la misma razón.

El resto de la maniobra transcurrió sin incidentes. Al final hubo aplausos y varios altos cargos se acercaron a dar la enhorabuena al Jesuita, que, no obstante, estaba enfurruñado. Entre los que lo felicitaron no se halló el jefe de mantenimiento mecánico, que, seguido por su cohorte, desapareció de la nave en cuanto concluyó la maniobra.

Aunque todavía faltaban unas horas para que finalizara el turno, el Jesuita anunció a los trabajadores que, por aquel día, ya habían terminado, podían irse. Todos corrieron a los vestuarios antes de que cambiara de idea.

El ingeniero se cruzó con el administrativo y le manifestó su alegría por retirarse antes de lo habitual. Después del ritmo frenético que habían mantenido desde el primer día, el pequeño descanso de unas horas cobraba la dimensión de todas unas vacaciones.

El administrativo frunció los labios.

Sí, no está mal. Ya veremos qué pasa mañana.

Al día siguiente el Jesuita hizo pública una lista de trabajadores que ya podían volver a sus casas. La buena marcha del trabajo les había permitido adelantarse al programa, y sus servicios habían dejado de ser necesarios. La lista abarcaba la cuarta parte de los empleados de Montajes Mecánicos de Precisión desplazados a la central. Entre ellos estaban los dos compañeros de alojamiento del ingeniero.

Cuando este preguntó por tal decisión, el administrativo meneó la cabeza.

Nuestro buen hombre lo ha hecho otras veces. Diseña los programas de trabajo de manera que al final pueda prescindir de alguien. Así presume delante de la dirección de ahorrar gastos. Los veteranos se saben el truco y se afanan en parecer imprescindibles. Es una forma de aumentar el rendimiento.

Beñat tenía una explicación diferente.

Me echa por lo que dije del puto rotor, le contó al ingeniero más tarde. Me ha jodido. Me ha jodido bien. Sin la paga completa no tengo bastante para irme de viaje.

¿Y qué vas a hacer?

¿Qué coño voy a hacer?, preguntó el otro encogiéndose de hombros. Irme a casa y esperar hasta que me llamen para otra parada o lo que sea. Y seguir ahorrando. Joder.

Estaban en la rampa de acceso a la nave. Beñat lanzó de un capirotazo el cigarrillo que estaba fumando.

Al menos me ha dejado quedarme un par de días más. Otros tienen que irse hoy mismo.

El ingeniero no volvió a ver a Beñat hasta el día siguiente. Entraba al turno de noche y se encontró a su compañero de alojamiento esperándolo en los vestuarios.

Tienes que hacerme un favor, le dijo Beñat.

Hablaba en susurros y sin mirarlo a los ojos.

He encontrado una forma de sacarme un sobresueldo. No mucho, pero algo es algo.

¿Por hacer qué?

¿De verdad quieres los detalles?

Teniendo en cuenta cómo me lo estás pidiendo, prefiero no saber nada.

Tío listo.

¿Cuál es el favor?

¿Me consigues un permiso de salida de vehículos?

El ingeniero había visto montones de esos permisos. Los facilitaba el administrativo cada vez que un trabajador tenía que salir de la central con uno de los vehículos de la empresa. Los permisos debían mostrarse a los guardas de la puerta a la salida, y nuevamente cuando se regresaba.

Esta noche estarás solo en la caseta, continuó Beñat. ¿Sabes dónde los guardan?

Sí. Pero el cajón suele estar cerrado con llave. O eso creo, dijo el ingeniero cubriéndose las espaldas.

Joder. Bueno, al menos inténtalo. ¿Lo harás?

Lo intentaré.

Cojonudo, dijo Beñat. Por la mañana, en el cambio de turno, volvemos a vernos aquí.

¿Y si no lo he conseguido?

Entonces tan amigos, joder. ¿Qué va a pasar?

De madrugada, el ingeniero entró en la caseta y cerró la puerta. Para entonces ya había comprobado que el cajón donde el administrativo guardaba los permisos de salida de vehículos estaba abierto. Podría decir a Beñat lo contrario; él nunca sabría la verdad.

El permiso no era más que un folio con el membrete de la compañía y un texto impreso con espacios en blanco para rellenar con algunos datos. Entre los documentos que había en la oficina buscó uno que incluyera la firma del administrativo. Hizo un par de pruebas hasta conseguir algo que se parecía bastante y la reprodujo al pie del permiso. Estampó sobre ella el sello de la empresa.

Por la mañana, le deslizó el permiso a Beñat.

Gracias, colega. ¿Algún problema?

Si lo hubiera habido, no tendrías eso en la mano.

Claro. Muchas gracias. No sabes el favor que me haces.

Tienes que rellenar algunos datos. La matrícula del vehículo y cosas así.

Esa fue la última vez que vio a Beñat.

Cuando llegó a casa, encontró encima de la mesa del salón la parte del alquiler correspondiente a sus compañeros. Se asomó a la habitación donde habían dormido. La cama estaba deshecha y flotaba un olor acre a sudor, tabaco frío y comida podrida. Tiradas por el suelo había latas de cerveza vacías, cajas de pizza, paquetes de tabaco y una revista pornográfica.

Todavía tenía por delante la mitad de la parada, y el Jesuita le había propuesto quedarse a la puesta en marcha, para la que siempre dejaba allí a «alguien de confianza». La perspectiva le resultaba de lo menos apetecible, así que retrasó su respuesta.

Cansado de simular interés en lo que hacían los trabajadores, pasaba la mayor parte del tiempo en la oficina, dando forma al procedimiento para la sustitución del rotor. Tener que desembrollar el amasijo de notas hizo aumentar la antipatía que el Jesuita le despertaba.

Una mañana, dormía en su casa cuando sonó el teléfono. Hacía apenas un par de horas que se había acostado. El Jesuita le dijo que acudiera a la central de inmediato. Fue incluso más insistente de lo habitual. Acostumbrado a ese tipo de llamadas, el ingeniero respondió que estaría allí lo antes posible, sin molestarse en preguntar de qué se trataba.

Una vez en la central, cuando el Jesuita le explicó el motivo de su llamada, se arrepintió de no haber pasado por los vestuarios para asearse. Hacía semanas que no se afeitaba y su última ducha se la había dado dos días atrás.

Me han llamado de la dirección de la central, dijo el Jesuita. Quieren conocerte. Tengo el presentimiento de que te harán una oferta para que te quedes. Yo lo sentiría por Montajes Mecánicos de Precisión, que perdería a alguien valioso, pero me alegraría por ti. Si te proponen algo, piénsalo con calma. Y si necesitas consejo, puedes contar conmigo.

En el edificio de oficinas, la recepcionista le indicó cómo llegar a la sala de reuniones. Mientras subía en el ascensor se olfateó la ropa.

Tomó aliento y llamó a la puerta. Una voz le dijo que pasara. En la sala de reuniones había dos hombres; uno, en mangas de camisa, aguardaba apoyado en el borde de una extensa mesa, mientras que el otro, con traje y acomodado en una butaca, fumaba un puro. El que estaba en la mesa se adelantó a saludarlo, sonriente. Se presentó y presentó a su compañero, que se limitó a hacer un gesto con el puro.

El directivo en mangas de camisa lo invitó a tomar asiento, volvió a apoyarse en el borde de la mesa y lo miró con sonrisa satisfecha. No parecía molestarles su aspecto desaliñado.

Durante unos minutos, el directivo en mangas de camisa le preguntó por su formación y sus planes de futuro. El otro guardó silencio, sin quitarle la vista de encima. Fumaba su puro y, de cuando en cuando, sacudía alguna partícula de ceniza que había ido a parar a su chaqueta. Al cabo de un rato carraspeó, y el otro abandonó la sonrisa y se miró los zapatos. Cuando volvió a alzar la vista, sonreía de nuevo, si bien de forma incómoda. Le preguntó al ingeniero si conocía al jefe de mantenimiento mecánico.

La pregunta lo tomó desprevenido.

He oído hablar de él. Y lo he visto en la nave.

¿Qué has oído de él?

Poca cosa. Lo justo para saber quién es.

¿Nada más?

Nada más.

Hubo un silencio, durante el que miró a un directivo y luego al otro, y a continuación preguntó en tono casual:

¿Por qué?

El directivo en mangas de camisa irguió la espalda.

Tenemos un problema con ese hombre, y creemos que podrías ayudarnos a resolverlo.

¿Yo? No entiendo. ¿Qué problema?

A continuación el directivo en mangas de camisa le contó lo que él ya sabía sobre el jefe de mantenimiento mecánico: que era vecino del pueblo, cómo había entrado a trabajar en la central nuclear y también lo de su famoso chalet.

No es un caso aislado. Hay otros en la empresa que obtienen… beneficios adicionales a los de su cargo. Pero este hombre ha sobrepasado la línea. Se están produciendo cambios en la dirección, queremos poner punto final a ese tipo de prácticas. Seguro que compartes nuestro parecer.

Por supuesto.

Hay circunstancias añadidas que hacen que sea un caso especial, dijo el directivo en mangas de camisa. Nos han llegado rumores, a los que damos crédito, de que nuestro jefe de mantenimiento mecánico se presentará a la alcaldía en las próximas elecciones. Dado su perfil político y el reconocimiento del que disfruta entre los vecinos, tiene posibilidades. Puede que eso fuera beneficioso para la localidad, aunque me temo que no lo sería tanto para nosotros. No nos interesa una relación tan íntima con el ayuntamiento. De la misma forma que al ayuntamiento no le gustaría que metiéramos las narices en su día a día, a nosotros nos sucede lo mismo. A pesar de lo joven que eres, seguro que sabes lo bastante sobre el funcionamiento de una empresa como para comprender lo que digo.

Lo comprendo.

Sabíamos que sería así, dijo el directivo en mangas de camisa volviendo a sonreír abiertamente.

Lo que no entiendo es cómo puedo ayudarles.

¿Sabes qué es la Clase A?

No.

La denominación general para los materiales empleados en el reactor. Su fiabilidad debe ser especialmente alta y el control de calidad lo es igualmente. Y también el precio. ¿Me sigues?

El ingeniero asintió.

Hace seis días, a las 10:47 a. m., un vehículo salió de esta central nuclear cargado con doce secciones de dos metros y medio de tubería de acero de Clase A. Esas tuberías son las que se emplean en el circuito de refrigeración del reactor.

El ingeniero se esforzó en mantener la calma, a la espera de comprobar adónde conducía aquello. Y de averiguar cuánto sabían.

Ahora esas tuberías están en el chalet de nuestro jefe de mantenimiento mecánico. Se han transformado en las barandillas de las terrazas.

El directivo en mangas de camisa hizo una pausa. El otro había terminado su puro y contemplaba al ingeniero con las manos unidas frente a él, formando una pequeña pirámide.

¿Y bien?, preguntó el ingeniero.

Nuestro jefe de mantenimiento mecánico se merece una sanción, pero a la hora de iniciar el proceso, a la empresa le sería de gran ayuda la declaración de alguien ajeno a ella, y también de fuera del pueblo. Alguien, por así decirlo, al margen de todo, lo que haría su testimonio más fiable. Puede que eso no acabe con la carrera política de nuestro hombre, pero no le ayudará.

Después de otra pausa, el directivo en mangas de camisa prosiguió.

Claro está que el hecho de que esa persona no forme parte de la empresa no significa que no pueda hacerlo en el futuro. En un futuro cercano. Sobre todo si se trata de alguien de probada valía. Este es un sitio donde hacer carrera. Discúlpame por ser tan directo. Aunque seguro que no te gustan los rodeos.

El ingeniero negó con la cabeza.

Por supuesto que no, dijo el directivo. Hay que dejar claro también que la persona que nos ayude no se verá en dificultades. No tendrá más que hacer una declaración por escrito.

Antes de que él pudiera responder, el directivo en mangas de camisa le dijo que lo pensara y volvió a estrecharle la mano, tras lo que lo acompañó a la puerta. El ingeniero murmuró una despedida y salió aturdido al pasillo. El otro directivo ni se había movido ni se había despedido de él.

Al día siguiente llamó por teléfono a la central nuclear y pidió a la telefonista de la centralita que le pusiera con el directivo que le había hecho la propuesta. Contestó su secretaria.

En este momento está reunido.

¿Puedo dejar un recado? Dígale que, aunque me gustaría, no puedo ayudarlo.

Tras unos segundos de silencio, la secretaria respondió:

Creo que debería decírselo usted en persona.

Su tono había cambiado de cordial a grave.

Limítese a darle el mensaje, dijo él, y colgó.

Más tarde, cuando estaba entrando a la central para incorporarse al turno de noche, se cruzó con el directivo del puro. Este pasó a su lado como si nunca lo hubiera visto.

Eso sucedió el viernes. El domingo por la mañana hubo revuelo en el pueblo. El ingeniero, que había trabajado la noche anterior, dormía en ese momento, y no se enteró hasta varias horas después.

A las dos de la tarde, seis guardas de seguridad de la central y otros tantos empleados con monos de trabajo se presentaron en el chalet del jefe de mantenimiento mecánico. Llegaron montados en la caja de un pequeño camión. No tomaron el camino más directo sino que dieron rodeos, recorriendo las calles del pueblo para que los vieran los vecinos. La imagen de los guardas de seguridad y los trabajadores, aferrados al borde de la caja para compensar los bamboleos del vehículo, llamó la atención de no pocos. Los del camión mostraban expresiones adustas, como si les hubieran ordenado no sonreír.

Quiso la casualidad que los suegros del jefe de mantenimiento mecánico hubieran ido a comer a la casa de este; era la primera vez que visitaban la vivienda. Los suegros, la pareja y los dos hijos de esta, de tres y cinco años, se encontraban en torno a la mesa del comedor cuando oyeron detenerse el camión y abrirse la puerta de la valla. Cuando el jefe de mantenimiento mecánico salió a la calle, los trabajadores ya habían colocado las escaleras para acceder a las barandillas de las terrazas; iban provistos de sierras radiales. Los guardas de seguridad formaban un cerco para que nadie les entorpeciera el trabajo.

El jefe de mantenimiento mecánico los interrogó airado.

Pregunte a sus jefes, respondió el guarda al frente del grupo.

La familia del jefe de mantenimiento mecánico había salido tras él y, desconcertada, contemplaba lo que sucedía. El niño más pequeño se echó a llorar. Un grupo de vecinos se había congregado al otro lado de la valla.

El jefe de mantenimiento mecánico se abalanzó hacia uno de los trabajadores para arrebatarle la sierra pero un guarda lo placó. El golpe hizo caer y rodar por el jardín al jefe de mantenimiento mecánico. Con el rostro brillante por el enfado y el dolor, gritó algo a los guardas, pero los mirones no llegaron a oírlo. Sus palabras quedaron silenciadas por el chirrido de cuatro sierras radiales que atacaron a la vez las barandillas. El otro hijo rompió también a llorar. Su mujer y su suegro sujetaban al jefe de mantenimiento mecánico.

Cuando las barandillas estuvieron cortadas, los trabajadores las dejaron caer desde las terrazas con el consiguiente estrépito. A continuación las cargaron en el camión.

Al día siguiente, lunes, todos los que fueron a la central pudieron ver, apoyadas a los costados de la puerta principal, las barandillas cortadas. El guarda de seguridad que había derribado al jefe de mantenimiento mecánico estaba en el control de acceso de la entrada principal, como si también él fuera un trofeo. Las barandillas continuaron allí varias semanas.

El ingeniero supo de lo sucedido por el administrativo de Montajes Mecánicos de Precisión, al que la historia le divertía mucho.

La dirección tenía cuentas pendientes con ese tío. Se decidieron a actuar cuando recibieron una denuncia de lo de las barandillas. Yo lo llamaría más bien «chivatazo».

¿Chivatazo de quién?, preguntó el ingeniero, nervioso e intrigado.

El administrativo sonrió con sorna.

De tu amigo Beñat. Él sacó los tubos.

¿Cómo lo sabes?

¿Estás de broma? ¿No has aprendido nada? Aquí se sabe todo. ¿Crees que los de arriba no sabían lo de las barandillas y quién las había sacado? Le llamaron, le propusieron hacer una «declaración» y asunto resuelto.

¿Por qué iba a chivarse Beñat?

El administrativo resopló ante la ingenuidad del joven ingeniero.

¿Por qué va a ser?, preguntó al mismo tiempo que se frotaba la yema del índice con la del pulgar. Seguro que le encantó la idea de un segundo sobresueldo. Tu amigo se las sabe todas.

El jefe de mantenimiento mecánico fue degradado, aunque solo un nivel del escalafón y se le mantuvo en su departamento. A pesar de sus prácticas censurables, llevaba años probando su valía, y a la dirección no le interesaba prescindir de él. En las siguientes elecciones locales, su nombre no figuró entre los candidatos a la alcaldía; pero todavía era joven.

El ingeniero entregó al Jesuita el procedimiento para la sustitución del rotor. El Jesuita lo contempló como un padre que recibiera de su hijo un burdo regalo que este, con esfuerzo y dedicación, hubiera hecho en clase de manualidades.

Lo cierto es, dijo el Jesuita, que estoy pensando en introducir cambios en la maniobra. Algunos detalles no terminan de dejarme contento.

Las modificaciones en la turbina y el alternador concluyeron sin contratiempos. La dirección felicitó al Jesuita. Montajes Mecánicos de Precisión tenía asegurada su participación en la próxima parada de la central. En la fecha programada, los técnicos de la sala de control iniciaron los pasos para llevar el reactor a condiciones de criticidad.

En los informes posteriores la parada fue calificada como exitosa.

* * *

La central nuclear no estaba todavía en funcionamiento cuando el ingeniero visitó una de las casas de las que tanto había oído hablar. Lo recibió una chica de Europa del Este, guapa aunque muy delgada y con marcadas ojeras, y el ingeniero pidió ver a las demás chicas disponibles. Formaron para él en el recibidor de la casa. Quería una con los pechos grandes. No había ninguna, así que escogió a una que solo los tenía medianos. Al menos era alta, de caderas y hombros anchos, lo que producía una impresión general de volumen. Era oriental. No pudo adivinar de qué país y tampoco preguntó.

Más adelante solo se acordaría de imágenes aisladas. La chica lo tomó de la mano para llevarlo a la habitación. Por el camino cruzaron una cocina; había platos sin lavar en el fregadero y, en el suelo, un cuenco con comida para gatos. No recordaría la cara de la chica ni su nombre, si es que llegó a decírselo; su cuerpo, solo vagamente. Por el contrario, le quedó fijada la imagen de un camisón corto, negro, transparente y con una cenefa roja en el bajo.

La chica lo ayudó a desnudarse. Le bajó con cuidado los calzoncillos y cuando descubrió el pene semierecto, sonrió, lo acarició y dijo en su idioma algo que sonó cariñoso. Él recordaría también ese momento.

Pagó por una hora pero terminó bastante antes. La chica le acercó una papelera con una bolsa de basura para que tirara el preservativo y lo ayudó a limpiarse con pañuelos de papel. A continuación miró el reloj y exclamó algo en tono alegre.

Él iba a levantarse pero ella le indicó por señas que se quedara en la cama. La chica se envolvió en una toalla y salió de la habitación. Volvió al cabo de un momento, sonriente. Traía consigo lo que a él le pareció un libro infantil, con cubiertas de colores llamativos. Todavía envuelta en la toalla, ella se tumbó a su lado y le apoyó la cabeza en el hombro. La chica abrió el libro por una página con ilustraciones de animales de granja: una gallina, una vaca, un burro… Junto a cada dibujo figuraba una palabra en caracteres orientales. La chica señaló el dibujo de un pato y dijo algo en su idioma. Luego lo señaló a él y de nuevo el dibujo. Él, confuso, intentó repetir lo que había dicho la chica, pero ella negó con vehemencia y lo señaló insistentemente a él y luego otra vez el dibujo, al mismo tiempo que le dedicaba una expresión interrogativa. Entonces él dijo:

Pato.

Ella se rio y repitió:

Pato, pato, pato.

A continuación señaló el dibujo de una oveja y lo miró, de nuevo interrogativa.

Él se levantó, se disculpó y se vistió sin mirarla. La chica se quedó en la cama, hojeando su libro entristecida. Él salió de la habitación sin despedirse. Todo tenía un límite.