AVICULARIA AVICULARIA
El marido de Sara llevaba toda la mañana de mal humor. Ella lo miraba de reojo desde el asiento del acompañante. La carretera era estrecha y sinuosa y discurría entre castaños y hayas. Sara llevaba desplegado sobre el regazo un plano de carreteras. Durante el desayuno le había preguntado si estaba bien y luego si sucedía algo. Él había respondido que sí, que estaba bien, y que no, que no pasaba nada. Sara había dejado de preguntar. Si seguía indagando solo conseguiría que él se afianzara en su enfurruñamiento. Hizo repaso de lo que habían dicho y hecho la noche anterior y no encontró nada por lo que ella debiera disculparse. Lo mejor sería actuar como si nada sucediera, y a su marido se le pasaría el mal humor por sí solo.
Era el último día de sus vacaciones, lo que representaba un motivo comprensible para que él no relajara el ceño, pensó Sara. O quizá preferiría haber ido a otro sitio, disfrutar de unas vacaciones con más caché, en Estambul o las Maldivas. Al fin y al cabo, era la primera vez que salían de casa en más de dos años, y ahora que sus problemas económicos se habían solucionado de una forma tan repentina como inesperada, bien podrían haber hecho algo más que alquilar una casa en los Picos de Europa, a menos de tres horas de su casa. Había sido Sara quien lo había propuesto, después de hojear catálogos de safaris en Masai Mara y cruceros por los fiordos noruegos. Sí estuvieron de acuerdo en disfrutar de las vacaciones en pareja; sus dos hijos se quedarían con los padres de Sara. Pero ella decidió que sería mejor no irse lejos; los niños aún eran pequeños y quería poder regresar con rapidez si les pasaba cualquier cosa. Además, aunque el dinero que su marido acababa de ganar solucionaba muchos problemas, no duraría para siempre. Sería mejor gastarlo con moderación.
Y ahora, sus vacaciones estaban a punto de terminar y, por supuesto, los niños no habían sufrido ningún percance. Se lo habían pasado de maravilla con los abuelos, que bromeando le habían dicho a Sara por teléfono que no estaban seguros de si se los iban a devolver. Recorrer los Picos de Europa había sido tonificante, pero tanto Sara como su marido habían estado antes allí, y en toda la semana no habían conocido a nadie interesante. De pronto, opciones como Turquía y Kenia parecían no solo mucho más apetecibles sino obvias. Por si acaso, Sara se abstuvo de reconocerlo. Se preguntaba si las estrecheces de los últimos años la habían llevado a pensar como una menesterosa.
Durante el desayuno, mientras su marido rumiaba lo que tuviera en la cabeza, ella había organizado el plan para el último día. Él mostró su conformidad con un escueto asentimiento.
* * *
Hasta hacía dos años, Ander había trabajado en un estudio de arquitectura. Cuando entró a formar parte de la firma, esta contaba con treinta trabajadores. Pronto se convirtió en uno de los más preciados. En secreto, albergaba la ilusión de instalarse por su cuenta y, cómo no, diseñar edificios singulares. Pero las cosas empezaron a ir mal. Los proyectos pasaron a escasear; la dirección del estudio tenía que buscarlos en lugares como Siria y Abu Dabi, donde se seguía construyendo pero la competencia era feroz. Para una plantilla habituada a trabajar prácticamente sin salir de su ciudad, no era fácil aceptar la idea de trasladarse a Damasco, donde irían al trabajo en un autobús con las ventanillas pintadas de negro y acompañados por una escolta armada. Los compañeros de Ander hablaban de la crisis en tono elegíaco. Él estaba tan convencido de su valía como para sentirse seguro. Si le planteaban pasar unos años en Oriente Medio, no pondría objeciones.
Un lunes por la mañana, cuando acababa de tomar asiento a su mesa, fue convocado al despacho de su superior. Durante el resto de la jornada puso al tanto del proyecto que tenía entre manos a quien se ocuparía de él en adelante. Al día siguiente ya no fue a trabajar. Tenía cuarenta y dos años.
Pasó a depender de su mujer. Se habían conocido en la universidad. Ella también era arquitecto, aunque hacía tiempo que no ejercía. Cuando la posición de Ander en el estudio pareció afianzada, ella anunció su deseo de dedicarse a su verdadera vocación, la repostería. Dejó su trabajo e instaló un horno en el garaje de su chalet. Empezó cocinando galletas, que comercializó con el nombre de Galletas de la Abuela, aunque ella nunca había disfrutado de una buena relación con su abuela, una persona hosca y rencorosa que jamás había preparado una galleta, ni para su nieta ni para nadie más. Dibujó ella misma el logotipo de estilo rococó y, por las tardes, delante de un televisor portátil instalado en el garaje, ella y los niños, con las manos enguantadas, introducían las galletas en envoltorios de celofán de diez unidades. Para cuando Ander fue despedido, al horno inicial se habían sumado otros dos, y cada mañana una furgoneta de reparto con el logotipo rococó serigrafiado en los costados cargaba galletas, tanto en versión tradicional como integral, magdalenas y bizcochos. Ander había diseñado el chalet donde vivían, pero las personas que se detenían cuando pasaban por delante no lo hacían para admirar la ligereza de sus volúmenes, sino por el aroma a vainilla procedente del garaje.
La carretera comenzó a seguir el curso de un río. Era angosto y discurría sobre un lecho rocoso. Al cabo de pocos kilómetros, carretera y río se separaban y el segundo se adentraba en una garganta de paredes calcáreas.
Para donde puedas, dijo ella.
Antes de la embocadura de la garganta había una pequeña cascada y, a un costado, una estación de desove de salmones. Junto a la orilla se alzaba una fonda, con vistas a las piscinas artificiales y escalonadas que permitían a los peces salvar el desnivel. Al lado se extendía un pequeño aparcamiento, donde dejaron el vehículo. Un puente de madera llevaba a la otra orilla; un cartel prohibía cruzarlo en coche o a caballo. Pasaron al otro lado, de donde partía una senda paralela al río, y que ellos siguieron. Vieron truchas brincar en el agua. En los tramos donde el río se remansaba, el agua era de un profundo color verde e insectos patinadores recorrían la superficie en trayectorias zigzagueantes.
Él hizo algunos comentarios banales sobre el paisaje y el buen tiempo que ella interpretó como señal de que las cosas habían vuelto a la normalidad. El ejercicio le había ayudado a relajarse.
Al cabo de una hora alcanzaron el otro extremo de la garganta. Allí el cauce se ensanchaba y la corriente se volvía más lenta. Continuaron hasta una playa de cantos rodados.
Es aquí, dijo Sara.
El fondo rocoso del río era claramente visible. Acalorados como estaban, el lugar invitaba al baño.
A unos cien metros corriente abajo, medio oculta tras unos abedules, se entreveía una edificación de piedra. Parecía un viejo refugio de pastores. El terreno a su alrededor estaba limpio; los ocupantes habían plantado flores y un huerto.
Oyeron reírse a alguien. De detrás de unas rocas en mitad del río salieron dos chicas y un chico. Nadaron hasta la orilla y emergieron del agua sin dejar de reír. Ellas inclinaron las cabezas a un lado y se estrujaron las melenas para escurrirles el agua. Los tres iban desnudos. Estaban muy delgados; a él se le marcaban las costillas. Una de las chicas tenía el vello del pubis tan frondoso que parecía llegarle al ombligo. Sonrieron a Sara y a su marido. Después, los tres tomados de la mano, se alejaron hacia la casa de piedra.
¿Nos damos un baño?, propuso Sara quitándose ya la ropa.
Cuando era niño, Ander había padecido dermatitis. La pérdida del trabajo le provocó un rebrote. Se le formaron placas en el cuello y se le descamaron las cejas. Para tratarla, se aplicaba por las noches una mascarilla de turba.
Su mujer le repetía constantemente que tenían sus ahorros y el dinero que ella ganaba. Y él volvería a conseguir trabajo. Estaba segura.
No obstante, tuvieron que recortar gastos. Ella había planeado ampliar el negocio y crear un servicio de catering. Eso la obligaría a dejar el garaje, alquilar un local en suelo industrial y equiparlo con cocina y cámaras frigoríficas, una inversión que no les quedó más remedio que aplazar.
Ander ocupaba los días en buscar un nuevo puesto como arquitecto y en meter bandejas de galletas en los hornos. A medida que las negativas se fueron sucediendo, comenzó a dedicar menos tiempo a la primera tarea y más a la segunda.
Algunos de los mejores momentos de aquella época en general frustrante los pasó haciendo algo tan sencillo como ver la televisión con sus hijos.
El programa que más les gustaba era un concurso titulado Más allá del pánico, donde a los participantes se les sometía a pruebas que, como grandilocuentemente anunciaba la publicidad del programa, los enfrentaban a las fobias más profundas del ser humano. En muchos casos, no obstante, la dificultad de las pruebas radicaba en su carácter desagradable o su exigencia física. Cada jueves, después de cenar, Ander y los niños se apoltronaban en el sofá dispuestos a gozar de una nueva edición de Más allá del pánico. Lo habitual era que la mujer de Ander viera con ellos el comienzo del programa y que a los pocos minutos se levantara asqueada y se fuera a leer a su habitación. Ellos seguían viendo a solas cómo los concursantes hacían equilibrios en lo alto de una grúa de construcción o comían sangre de cerdo coagulada. Los niños se estremecían de miedo y asco, pero también de placer, cuando a un concursante lo metían en un cajón de madera en el que a continuación eran introducidas ratas a través de un orificio. Disfrutaban con las caras de espanto de los participantes.
Un jueves por la noche, después de haber visto Más allá del pánico, mientras Ander acostaba a los niños, uno le preguntó por qué no se presentaba al concurso. De inmediato, el otro se puso a saltar sobre la cama aplaudiendo la propuesta. Estaban seguros de que lo haría muy bien, y no hablaban sin razón. Ander no era melindroso y se mantenía en buena forma. Gran parte del tiempo libre del que disponía desde que perdió el trabajo lo pasaba en el gimnasio; físicamente, nunca había estado mejor. Aun así, se lo tomó como una broma. Ver el concurso era entretenido, pero nunca se había planteado participar en un programa de televisión.
Los niños insistieron. Le dijeron que no tenía nada más que hacer y que el premio era mucho dinero, y ellos necesitaban dinero.
Sara se puso un bikini rosa chicle que había comprado para las vacaciones y que habría podido lucir más en un entorno meridional. Entraron en el río de puntillas. El agua estaba fría, en el límite de lo soportable. Bracearon con energía hasta las rocas que asomaban en el centro del cauce. Su superficie, pulida por la corriente y cubierta por una pelusa de algas que se deshacía al tocarla, era muy resbaladiza. Tuvieron que ayudarse uno al otro para subir. Allí la profundidad era suficiente como para lanzarse de cabeza. Se zambulleron una y otra vez, como un par de críos. Las libélulas pasaban en vuelo rasante sobre el agua y en ocasiones se detenían en el aire, invisibles las alas, como si observaran a la pareja. Cuando volvieron a la orilla Sara tiritaba. Se tendieron en la hierba para secarse al sol; la mano de él en el muslo de ella, la mano de ella en la entrepierna de él.
¿Estás mejor?, preguntó Sara.
Él asintió sin abrir los ojos.
¿Preferirías que hubiéramos ido a otro sitio?
Él se irguió, apoyándose sobre un codo.
No. Lo he pasado bien.
¿De veras?
Claro que sí. Y si queremos regalarnos unas segundas vacaciones este año, nadie nos lo impide.
La besó y volvió a tumbarse.
¿Tienes hambre?, preguntó ella.
Todavía no.
Un mes después de que los niños le propusieran participar en el concurso, Ander recibió una carta de la productora de Más allá del pánico. Su mujer se la entregó una noche, acompañada de una sonrisa. Los niños se habían pasado toda la cena cuchicheando.
Ábrela, ábrela, corearon, incapaces de seguir conteniéndose.
La carta le comunicaba que su solicitud para participar en Más allá del pánico había sido aceptada, y lo convocaban a un reconocimiento médico y a una charla donde a él y al resto de los nuevos concursantes se les expondría la mecánica de grabación del programa.
¿Qué es esto?
Los niños respondieron atropellándose entre sí.
Escribimos nosotros.
Por Internet.
Dijimos que eras tú, que querías ir.
Mamá nos ayudó.
La mujer de Ander sonreía apoyada en la encimera de la cocina.
Pensamos que sería divertido. Claro que no tienes que ir si no quieres.
Debido a la exigencia física de Más allá del pánico, los participantes eran jóvenes y estaban en buena forma. En la reunión de presentación, Ander descubrió que era el mayor del grupo. Entre sus rivales había un bombero, una socorrista y un profesional de tareas en altura. Desde el primer momento lo trataron con condescendencia, como si fuera el concursante con menos posibilidades, escogido por la productora para hacer destacar las virtudes de los demás.
Algunas veces, dijo Sara, pienso que lamentas que mandáramos la solicitud.
Habían ido a dar un paseo por los alrededores del río. Vieron la entrada de un par de cuevas, bocas oscuras entre la vegetación. Estaban en un macizo cárstico, que la lluvia y los deshielos habían erosionado hasta dejarlo como un queso gruyer.
Yo firmé la renuncia de responsabilidad, respondió él.
A lo mejor te sentiste obligado.
¿Por los niños? El disgusto se les habría pasado en un par de días.
No solo por los niños.
Ganamos el premio. Tú vas a montar tu negocio de catering. Todo ha salido bien.
Luego añadió:
Disfrutemos del último día de vacaciones.
Cuando regresaban a la orilla del río, se detuvieron ante la casa de piedra. El huerto estaba bien cuidado. En un cobertizo adyacente con las puertas abiertas había un banco de carpintería, una moto de cross cubierta con una lona y varios bidones de gasolina.
Debe de haber otro camino para llegar aquí, dijo él, más practicable.
Del interior de la casa llegaban murmullos y la risa entrecortada de una chica.
¿Hippies?, preguntó él.
En algún sitio tiene que haberlos.
Eso es inquietante.
¿El qué?
Que tenga que haber hippies.
El programa se grababa a lo largo de varios días. Algunas pruebas se realizaban en plató y otras al aire libre. En las sesiones en plató había público presente. La primera jornada de grabación, los hijos de Ander vieron cómo a su padre, maniatado y suspendido por los pies de una cadena, lo introducían cabeza abajo en un tanque de agua, donde tuvo que contener la respiración dos minutos. Superó la prueba.
En sesiones posteriores trasladó anguilas eléctricas entre dos peceras con las manos desnudas, buceó en un río de aguas heladas recogiendo del fondo varitas de luz química, se liberó del interior de un coche que una grúa había dejado caer a una piscina y recuperó una medalla con el logotipo del programa del fondo de un contenedor lleno de residuos de matadero. Los demás participantes fueron cayendo uno a uno.
Tras la prueba del contenedor, solo quedaban Ander y el bombero. Había llegado a la final. Para entonces sus hijos estaban roncos después de varios días chillando como histéricos, y su mujer lo miraba asombrada e inquieta, como si le costara reconocerlo.
La última prueba se grabó en un casino. Ander entró a la sala de juego mirando a su alrededor, en busca de pistas de lo que le aguardaba. Los concursantes no sabían qué tenían que hacer hasta que el presentador se lo revelaba ante las cámaras, para que las expresiones de miedo y repugnancia fueran cien por cien espontáneas.
En un extremo de la sala de juego se había instalado una grada para el público. Localizó a su mujer y a sus hijos. Apenas resistían sentados de tan nerviosos como estaban.
El regidor hizo una seña y el presentador comenzó a hablar. Poco después invitaba a los finalistas a aproximarse a una mesa de dados. Al principio Ander no vio nada fuera de lo normal, salvo que una pantalla de plexiglás dispuesta trasversalmente dividía el tapete en dos mitades. Una segunda observación lo llevó a padecer lo que hasta ese momento había logrado evitar. Se le tensaron los músculos de la espalda y del cuello. Apartó la mirada y clavó los ojos en una esquina de la sala, donde se apilaban los arcones del material de iluminación. Más tarde sus hijos le dijeron que puso una cara graciosísima, con la mirada bizca.
Tenía al presentador a treinta centímetros pero lo oía como si estuviera a decenas de metros.
Avicularia avicularia, estaba diciendo, también conocida como tarántula de patas rosadas. A pesar de su aspecto imponente es inofensiva y bastante tímida. Las hembras, no obstante, son muy territoriales.
A cada lado de la pantalla de plexiglás, camuflada entre la cuadrícula y los números del tapete, aguardaba una araña hembra. Las dos permanecían inmóviles, como paralizadas por el miedo escénico. El borde elevado de la mesa, que evitaba que se escaparan los dados, impedía su huida. Un técnico con una cámara al hombro se acercó para tomar un primer plano. El racimo de ojos de cada arácnido reflejó el resplandor de los focos.
Ander aborrecía las arañas. Cuando era niño, período en que el miedo llegó a sus cotas más acusadas, había sufrido ataques de temblores en la cama al imaginar que arañas grandes como manos escalaban por la colcha. Una de sus mayores pesadillas era la de despertarse en mitad de la noche y que un arácnido encaramado a la almohada le devolviera la mirada desde centímetros de distancia. Para evitarlo dormía de espaldas, procurando no mirar a los costados. Colocaba sobre la almohada un rosario y una estampa de la Virgen María, cada uno a un lado de la cabeza, confiando en que actuaran como barrera protectora. En ocasiones tenía episodios de hiperacusia psicológica. Metido en la cama, con la luz apagada y tapado hasta la coronilla, creía oír los pasos, como notas agudas de piano, de las arañas que se aproximaban, cercándolo.
Con la edad, su fobia remitió, eclipsada por temores más adultos y, en algunos casos, más justificados.
El presentador procedió a informar a los finalistas de lo que debían hacer.
Cuando Ander aceptó acudir al concurso, ya contaba con tener que comer algo desagradable, como testículos de buey o lombrices; era otro de los clásicos de Más allá del pánico. Pero si esa prueba se reservaba para la final, había que poner las cosas más complicadas.
Se había presentado al concurso sin esperanzas de vencer, solo para complacer a su familia. Nunca pensó que llegaría a la final. Si en cualquier otro momento del concurso lo hubieran retado a comer una tarántula viva, habría abandonado sin pensarlo. Pero ahora tenía el premio al alcance de la mano. Miró al bombero, que presentaba un aspecto tan descompuesto como el que él debía de tener en ese momento. Fuera de la vista de las cámaras aguardaba un cubo para cada concursante, para el caso de que vomitaran.
Lo mejor sería hacerlo rápido y sin pensar. Cuando el presentador anunció que la prueba comenzaba ¡ya!, Ander estiró el brazo. Su mano le pareció la de otra persona, como si él no controlara sus movimientos. Atrapó a la araña y se la llevó a la boca. Sintió las aterciopeladas patas sobre los labios, la barbilla y la nariz. Era grande. Se metió una parte en la boca. Las patas se plegaron como las varillas de un paraguas. No le quedó más remedio que morder para introducir el resto. Un mordisco. Otro. Cerraba los ojos. A su alrededor oía exclamaciones de asombro y gritos y al presentador diciendo algo, pero nada de eso importaba. La araña se movió dentro de su boca. Él deseaba que se detuviera, pero el único modo era masticando, cosa que quería evitar. El pensamiento duró apenas una fracción de segundo, porque lo que de veras tenía que conseguir era que la tarántula desapareciera, y para eso debía tragar. La araña lo ayudó un poco; asustada, actuó como habría hecho en su hábitat natural, buscando refugio en lo más profundo de su guarida, y se arrastró hacia el fondo de la garganta.
Tragó una vez y tosió; tragó por segunda y tercera vez. Comprobó con la lengua que no le quedara nada en la boca, siempre con los ojos cerrados. El bullicio a su alrededor había aumentado de volumen. Localizó con la punta de la lengua unos restos imprecisos y los escupió sin saber hacia dónde. Contuvo una arcada.
Cuando abrió los ojos quedó deslumbrado por los focos. Lo primero que vio fue al bombero, con la cabeza hundida en un cubo como un avestruz. Su contrincante no había llegado a meterse la araña en la boca. Solo le había arrancado una pata de un mordisco. Luego dejó caer a la tarántula y se abalanzó a vomitar. El miembro del equipo encargado del manejo de los animales se había apresurado a rescatar a la araña coja y a introducirla en un contenedor de plástico y la observaba compungido. La pata amputada continuaba en el suelo y otro técnico la enfocaba con una cámara.
Ander había ganado.
Los que días después presenciaron el concurso por televisión vieron, sobreimpuesto a las imágenes de un Ander aturdido y con el rostro del color de la cera, el importe del premio, en cifras doradas de las que emanaban destellos.
El cierre del programa fue muy apresurado. En cuanto las cámaras dejaron de grabar, una asistente, acostumbrada a lo que sucedía después de pruebas como aquella, remolcó a Ander a un camerino. Allí podría estar solo unos minutos, le dijo, y señaló el cuarto de baño y una mesilla donde aguardaban un frasco de enjuague bucal y una caja de pañuelos de papel. En cuanto ella salió, Ander se arrodilló ante el inodoro y se metió dos dedos en la garganta. Por más que lo intentó, solo expulsó unos hilos de baba densa y pegajosa. Se llenó la boca de líquido de enjuague. Escupió y volvió a llenarse el buche. Después intentó vomitar una vez más, de nuevo sin conseguirlo. Seguía arrodillado en el baño cuando llamaron a la puerta. Con voz atragantada, preguntó quién era.
Nosotros, respondió tímidamente su mujer.
Los niños entraron como una tromba y se pusieron a gritar y a colgársele de las piernas. Su mujer lo abrazó y fue a darle un beso pero se detuvo antes de tocar sus labios.
¿Te has lavado bien?, preguntó.
Ni la presumible satisfacción por haber vencido a rivales con, en apariencia, más posibilidades que él ni el desvanecimiento de los apuros económicos ni los caprichos materiales que la familia se concedió le hicieron sentir mejor. La aracnofobia había regresado con tanta fuerza como en los peores días de su infancia. En esta ocasión, la araña que lo asustaba estaba dentro de él. Su primera preocupación fue librarse de ella.
El mismo día en que ganó el concurso fue a una farmacia a por un purgante. Pasó horas en el cuarto de baño, con los codos apoyados en las rodillas. No vio rastro de la araña. Sin embargo, tenía que haberla expulsado; no le quedaba nada en las tripas.
En los siguientes días casi dejó de comer. Los sabores más insospechados y dispares, como el de las alcachofas hervidas o el de los rollitos de primavera, le recordaban al de la araña. A pesar de las prolongadas sesiones de enjuague, no dejaba de explorar con la lengua el espacio entre las muelas superiores y el interior de la mejilla, ese hueco donde es habitual que queden atrapados restos de comida.
Visualizaba a la araña en los instantes posteriores a ser tragada, aún viva, buscando asidero en las paredes de la faringe, intentando oponerse a la deglución. Un par de patas asomaban del fondo de la garganta como los brazos de alguien que se ahoga en el mar. La veía caer al estómago y debatirse contra la marejada de jugos gástricos, aferrándose a la vida. Porque la araña era como uno de esos monstruos de las películas de terror, como un vampiro contra el que no bastan medios convencionales para acabar con él, como un disparo o una estocada de sable, sino que hay que atravesarle el corazón con una estaca de fresno, y cortarle la cabeza, y llenarle la boca de ajos, y enterrarlo boca abajo en un cruce de caminos después de asperjar agua bendita en la tumba; y él apenas la había herido con los dientes.
Su forma de ocupar el tiempo no experimentó cambios; iba al gimnasio, cuidaba de los niños, ayudaba a su mujer a hacer galletas, de vez en cuando respondía a una oferta de empleo, y no obtenía respuesta.
Quería volver a trabajar como arquitecto, pero tenía escalofríos de rabia al pensar que daba igual si lo conseguía o no. Ya no importaba cuánto se esforzara ni que alguno de sus diseños singulares por fin se llevara a la práctica, porque él siempre sería aquel tipo que se comió una araña en un necio concurso de televisión.
Y estaba la tarántula.
Imaginaba que, puesto que la tarántula era una hembra, quizá portaba huevos en las entrañas; centenares, puede que millares de arañas nonatas, que él también se había comido.
No le contó nada a su mujer. Pensó que el malestar remitiría. Pero no dejaba de aumentar. Lo peor llegaba a la hora de conciliar el sueño y cuando se despertaba en mitad de la noche. Ya no había rosarios ni estampas que le sirvieran de consuelo. Hallándose la araña en su interior, ni siquiera podía recurrir a la fantasía relajante que antes empleaba para dormirse. Se imaginaba en el centro de su dormitorio, ingrávido, los pies flotando a unos centímetros del suelo, y entonces todo se alejaba de él. Cada cosa en la que pensaba salía despedida hacia el infinito; primero las paredes, el techo y el suelo de la habitación, que al desaparecer revelaban una inmaculada inmensidad blanca. A continuación los muebles. Después las personas, comenzando por las de su familia; todas salían despedidas girando y se encogían en la lejanía hasta no ser más que motas y luego ni siquiera eso. Las seguían las preocupaciones, los dolores, los conceptos abstractos…, hasta que solo quedaba él, flotando en un espacio blanco, sin nada que lo molestara.
¿Qué ha pasado antes?, preguntó Sara.
Antes, ¿cuándo?
Habían vuelto a la orilla del río. Ella descansaba tendida en una toalla y él sentado en una piedra, con los pies en el agua. Cada poco, agitaban una mano ante el rostro para espantar algún mosquito.
Cuando has pasado más de dos horas sin abrir la boca.
No me pasaba nada.
Un momento después ella preguntó:
¿Te fastidia tener que volver a casa?
No. Un poco.
¿Por qué?
Él sostenía un puñado de guijarros y los iba lanzando al agua uno a uno. Los tiraba con fuerza. En cuanto los soltaba era como si desaparecieran. A algunos ni siquiera los veían alcanzar la superficie, como si se desintegraran en el aire.
Esto no está siendo como esperaba.
¿A qué te refieres?
Él se encogió de hombros y lanzó otro guijarro.
A cómo van las cosas.
Ella lo miró con cara de no comprender.
¿Quieres decir, ahora que volvemos a tener dinero y todo es como antes?
No es como antes. No me siento bien, Sara.
¿Qué te pasa?, preguntó ella poniéndose en pie y acercándose. Lo del trabajo se solucionará pronto. Estoy segura de que…
No es por eso. Bueno, en parte sí. Pero no es lo importante.
¿Qué es lo importante?
Tras una pausa en la que lanzó los guijarros que le quedaban en la mano, todos a la vez, que cayeron al río como un chaparrón breve y restringido, él le habló de la araña.
Dijo que no cesaba de revivir el momento en que la había cogido con la mano desnuda y se la había llevado a la boca. Habló de sus episodios infantiles de fobia y del miedo a ser recordado como alguien que se había tragado una araña, y de cómo se cepillaba los dientes hasta que le sangraban las encías.
Dijo que una tarde en que estaba solo en casa y, por supuesto, pensando en la araña, había cedido a la tentación de saber más sobre la tarántula de patas rosadas y había investigado en Internet. El presentador del concurso no había mentido, aquella tarántula no era venenosa. Solo poseía un tosco mecanismo de defensa: cuando se veía amenazada, proyectaba sus excrementos contra los atacantes. Después de leerlo, apenas había tenido tiempo de llegar al cuarto de baño. Vomitó con los ojos cerrados, no queriendo ver lo que expulsaba.
Dijo que daría todo el dinero ganado y más aún por volver atrás y revivir la final del concurso y, en esa ocasión, no comerse la maldita araña.
Dijo, señalando a su alrededor, que había respirado aliviado cuando ella escogió aquel como su destino de vacaciones. Dijo que, en secreto, había temblado al pensar en las arañas de Kenia y Turquía.
Dijo que no quería volver a casa, donde no tenía nada que hacer.
Pidió perdón a Sara y a continuación dijo que la culpaba por haber abandonado su trabajo como arquitecta para dedicarse a cocinar galletas. Si hubiera conservado su empleo, habrían dispuesto de más dinero y él no se habría sentido obligado a tragar la tarántula.
Cuando dejó de hablar tenía la vista perdida en la superficie del río, que el sol hacía destellar, y ella miraba el río también. Dejaron transcurrir unos momentos en silencio.
No te obligué a ir al concurso. Y después de lo que acabas de decir, preferiría que no lo hubieras hecho.
Habló sin alzar la voz. Miró a su alrededor, como buscando algo que le sirviera de ayuda o asidero, aunque en realidad se aseguraba de que no hubiera nadie cerca que pudiera haber escuchado la jeremiada de su marido. Este seguía sentado con los pies en el río, las manos colgando entre las piernas.
Ya lo sé, dijo él. Me dijiste que no tenía que ir si no quería.
Y aunque hubieras abandonado en la final, no te lo habría echado en cara. Me lo habrías explicado y yo te habría comprendido.
Sé que no me habrías culpado.
No lo digas en ese tono. Solo era un concurso de televisión. No nos estabas salvando la vida.
Me tragué la araña sin que nadie me obligara a hacerlo. Quería el premio y que las cosas nos fueran mejor. Pero…
¿Pero?
Él guardó silencio. Rehuía la mirada de Sara.
Joder, dijo ella. Crees que no merecía la pena. Piensas que mejorar la situación de tu familia no era motivo para enfrentarte a esa fobia tuya.
Es una forma de expresarlo.
¿Hay alguna mejor?
Ahora no se me ocurre.
En realidad, dijo ella, no importaba en qué situación estuviésemos, ¿verdad? Aunque hubiera sido mucho peor, aunque hubiéramos estado al borde de la ruina…
Nos acercábamos a la ruina.
No es cierto. Y escúchame: aunque hubiéramos estado peor de lo que estábamos, tampoco habrías creído que el sacrificio merecía la pena. Crees que tu familia no se merece el esfuerzo.
Exageras. Y no quiero seguir hablando de esto.
Tú has empezado.
Ella lo contemplaba con los brazos cruzados. Llegó entonces hasta ellos una música desde la casa de piedra, una melodía de percusión. Miraron hacia allí entre extrañados e indiferentes. Al margen de la música y del murmullo del río, el lugar se encontraba en silencio.
Se me pasará, dijo él.
Por supuesto que se te pasará. No voy a permitir que ese bicho nos amargue la existencia.
Él se volvió hacia ella con expresión interrogativa.
Vamos a hacer que vuelvas a sentirte bien. Vas a dejar de pensar en la puta araña, dijo ella echando a caminar hacia la casa.
Él la llamó y le preguntó qué iba a hacer.
No te muevas de ahí.
Se alejó, dejándolo junto al río.
Sara regresó al cabo de veinte minutos.
¿Qué estabas haciendo?, preguntó su marido.
Recopilar información. Ahí vive un montón de gente. Me han contado que cultivan lechugas y tomates. Las llevan al mercado en unas cestas que fabrican ellos mismos. Son muy bonitas. También las venden.
Ese tipo de cosas nos reconcilian con el mundo.
He pedido prestado esto, dijo ella mostrando una linterna. Ponte las botas, vamos a dar un paseo.
No hasta que no me digas qué tienes en la cabeza.
Vamos a tratar ese miedo tuyo. Yo te voy a ayudar.
¿En qué estás pensando?
Por aquí hay muchas cuevas. Los chicos de la casa me han hablado de una bastante profunda en la que no hace falta equipo especial para entrar.
¿Por qué vamos a entrar en una cueva?
Porque en las cuevas hay arañas.
No pienso meterme en ninguna cueva.
Claro que sí. Conmigo. Verás cómo no te pasa nada malo. Si te sientes mal, damos media vuelta y salimos. Así de fácil.
Sara abría el paso y su marido la seguía en silencio, empezando a arrepentirse. Al cabo de media hora alcanzaron la entrada de la cueva, pequeña, poco prometedora y con aspecto de bocamina. Un cartel bien visible prohibía el paso y advertía del riesgo de desprendimientos. Aun así numerosas pisadas entraban y salían de la cueva.
La hierba ante la entrada estaba marcada por las cicatrices de varias hogueras, alrededor de las que había desperdigadas botellas rotas y basura diversa. De una mata de zarzas pendía, como vainas de una planta alienígena, todo un muestrario de preservativos usados: la particular vitrina de trofeos del lugar.
A bonito sitio me has traído, dijo él. ¿De veras quieres que nos metamos ahí?
Del interior de la cueva, lo único que alcanzaban a ver era el comienzo de un corredor estrecho, con pendiente ascendente.
Sara miraba asqueada a su alrededor, pero dijo decidida:
Sí, vamos.
Encendió la linterna y entró en la cueva. Su marido fue tras ella.
Durante los primeros metros los laterales del corredor estaban cubiertos de nombres y fechas grabados, y el techo ennegrecido por el humo de nuevas hogueras. Las paredes rezumaban humedad y el suelo era de barro. El corredor era tan estrecho que los obligaba a avanzar uno detrás del otro. En las primaveras servía como conducto por donde se evacuaba el agua filtrada en la montaña durante el deshielo. Sin embargo, ahora había pisadas en el suelo y, en los lugares donde el corredor se hacía demasiado empinado, alguien había excavado unos toscos escalones para facilitar el paso. A veces el techo descendía hasta obligarlos a avanzar en cuclillas, o se estrechaba tanto que tenían que caminar de lado. En una de estas ocasiones, Sara se despellejó una rodilla contra una pared e hicieron un alto.
¿Cómo estás?, preguntó él.
Solo es un arañazo, dijo ella iluminando la herida con la linterna.
Pero su respiración era agitada. Él había advertido que, cada vez que llegaban a un tramo donde el corredor se estrechaba, ella vacilaba. No le gustaban los espacios angostos. La oscuridad tampoco era de su agrado.
Y luego ella preguntó:
¿Qué tal estás tú?
Bien, respondió él, lo que era casi del todo cierto. Ver cómo titubeaba su mujer le había insuflado coraje. Además, hasta donde se habían adentrado en la cueva, no había rastro de arañas. El corredor tenía un aspecto exclusivamente mineral, aséptico, tranquilizador.
Sigamos, añadió el marido de Sara, y sonrió al ver cómo ella volvía a ponerse en marcha y el haz de la linterna mostraba un nuevo estrechamiento unos metros más adelante.
Poco después cambiaba la morfología de la cueva. Las paredes cobraron distancia entre sí y el techo ascendió de pronto hasta una decena de metros de altura y se erizó de estalactitas, algunas fusionadas con raíces de nogal que se colaban desde la superficie.
Él empezaba a tener problemas. Aquella parte no tenía una apariencia tan inorgánica como el corredor inicial. En las paredes se abrían entradas a galerías secundarias, de las que brotaba un recital de goteras, que él asociaba con acechanzas y entrechocar de dientes con forma de garfio. Se sentía observado por infinidad de ojos.
Dio un respingo cuando Sara le apuntó a la cara con la linterna.
¿Estás bien?, preguntó ella.
Sí, sí, estoy bien.
Ella lo miró sin creer su respuesta.
¿Oyes eso?
Angustiado como estaba, él no había advertido que había comenzado a oírse música. Una melodía de flauta llegaba desde la parte de la cueva que quedaba ante ellos.
¿Puedes seguir?
Claro.
La música sonaba cada vez más cercana. Se trataba de una melodía suave, pero, amplificada por la caja de resonancia que era la cueva, se propagaba con fuerza por la red de túneles, colmando la montaña.
La galería que seguían se abrió a una cavidad de gran tamaño. Estaban en una cámara donde estalactitas descomunales colgaban del techo y estalagmitas de idénticas proporciones ascendían a su encuentro. En las paredes había aberturas similares al túnel por el que habían llegado. Había formaciones cristalinas. Había acumulaciones de guano de murciélago que parecían dunas de caviar. A gran altura, en el centro del techo, una chimenea ascendía hasta la superficie y por ella se colaba un resquicio de luz diurna que les pareció insólito y esperanzador, como si hiciera mucho que no veían algo semejante.
Durante años la chimenea había servido a los pastores de la zona para deshacerse del ganado enfermo. El suelo estaba cubierto de restos de vacas y ovejas. Yacían con los espinazos doblados y los cráneos abiertos por la caída de más de veinte metros, amontonados unos sobre otros. En el centro de la cámara, donde al mediodía y por espacio de breves momentos la luz del sol penetraba por la chimenea y alcanzaba el suelo, se extendía un circulo de liquen verdoso que, como un manto, cubría tierra, rocas y huesos.
La música se había detenido. Sara paseó el haz de la linterna por el inmenso espacio sin determinar su origen.
Estoy aquí, dijo una voz masculina.
Solo localizaron a quien había hablado cuando vieron encenderse un candil de petróleo en el otro extremo de la cámara.
Tened cuidado. El suelo es muy resbaladizo.
Rodearon los huesos. Encaramado a una roca y sosteniendo una flauta dulce, había un hombre con barba y melena pobladas, vestido con una camisa malva y unos vaqueros donde había más remiendos que tela original. Los miraba sonriente. Tenía los brazos y las piernas larguísimos.
¿Os han explicado en la casa cómo llegar?
Sara respondió que sí.
El Bautista asintió complacido.
Me gusta este sitio, dijo. Vengo a menudo para ver como está.
¿Cómo está quién?, preguntó Sara.
La cueva, dijo el flautista.
Sara cruzó una mirada con su marido. El flautista tenía un tic consistente en hacer movimientos bruscos con la cabeza, como si quisiera apartarse el pelo de la cara.
Y vosotros ¿a qué habéis venido?
Buscamos arañas, dijo Sara.
El flautista frunció el ceño; no comprendía.
Mi marido tiene un problema con las arañas. Le asustan. Hemos pensado que si se familiariza con su presencia…
No podríais encontrar un sitio mejor, la interrumpió el flautista. Aquí hay montones de arañas. A lo mejor es por la carne, dijo señalando con la flauta los restos de ganado. Una vez vi una así de grande, añadió mostrando la mano abierta, ahí mismo. Saltó desde una piedra a una oveja que acababan de tirar. Juro que dio un salto de un metro. Puede que más. No sabía que hicieran eso. Y por allí, dijo señalando hacia una de las galerías que partían de la cámara, hay una sala muy rara, con suelo de arena finísima y el techo cubierto de arañitas blancas. Yo nunca la he visto, pero eso es lo que dicen.
El marido de Sara miraba a su alrededor aterrorizado, con náuseas y la respiración acelerada, sin saber qué hacer, si quedarse quieto o moverse. La vista se le había habituado al lugar; la escasa luz que se colaba por la chimenea prestaba a todo una tonalidad verdigris. En algún lugar de la cueva se desprendió una roca y el ruido le hizo dar un brinco.
Preferiría salir de aquí, dijo.
Me extraña que tengas que acostumbrarte a las arañas, dijo el flautista. Creía que ya estabas familiarizado.
Los dos lo miraron perplejos.
Tú eres el que se comió una araña enorme en la televisión, ¿no es verdad? Me pareció que eras tú, pero ahora estoy completamente seguro.
Sí, soy yo, acertó a decir él, al borde de las lágrimas.
El flautista se dio una palmada en un muslo.
¡Lo sabía! Tío, cómo aluciné cuando te la metiste en la boca. Fue como de película de terror.
¿Tú ves ese programa?, preguntó Sara.
Claro que sí. Tenemos un generador en la casa. Y una tele. Casi no la usamos pero yo no me pierdo ese concurso. Es lo único que veo, el concurso y películas de Bruce Willis. Me gusta mucho Bruce Willis.
Parece que te conoce, dijo Sara a su marido, sonriendo.
¡Cómo no lo voy a conocer! Este tío es famoso.
Al oírlo, Sara no pudo seguir conteniéndose y rompió a reír. El flautista la imitó, a la vez que lanzaba cabezazos a derecha e izquierda.
Sara se rio hasta que le dolieron el vientre y la mandíbula, y entonces se obligó a controlarse. Miró a su marido, que la contemplaba a su vez, con los ojos desorbitados, ansioso por huir de allí pero a la vez petrificado, sin atreverse a dar ni un paso.
Se había equivocado al seguirla a aquella cueva, se dijo Sara. Había sido un error inmenso. No tendría que haberse fiado de ella. Y también se había equivocado al comerse la araña, porque era muy posible que, en efecto, el sacrificio no hubiera merecido la pena.
Lo siento, cariño, lo siento, dijo, y se llevó las manos a la boca en un intento por impedir otro ataque de risa.