Capítulo III

SHEILA Evans se hallaba en el salón, sentada en el sofá con una copa en las manos, jugueteando con ella de una manera inconsciente. Estaba pensativa y su gesto era de preocupación.

Naturalmente, ya no iba en bikini. Se había cambiado poco después de contarle a su padre su incidente con Larry Sorensen, y ahora lucía unos shorts blancos y una blusa color naranja, anudada a la cintura.

De repente Sheila pareció volver a la realidad y consultó su pequeño reloj de oro. Al ver la hora que era alargó el brazo y oprimió el timbre que permanecía oculto bajo la mesa.

Mientras aguardaba, se llevó la copa a los labios e ingirió un sorbo de licor. Segundos después aparecía Jenny, la doncella, una morenita de rostro agraciado y formas muy estimables, que contaba veinticuatro años de edad. La brevedad del uniforme le permitía exhibir sus bonitas piernas.

—¿Llamaba, señorita Sheila?

—Sí. Jenny.

—Usted dirá.

—¿Ha vuelto ya mi padre?

—Todavía no, señorita.

—Pues ya debería estar aquí. Es hora de comer.

—Debe de estar al caer.

—Esperemos que no se haga mucho daño.

—¿Cómo dice?

—En la caída, mujer —sonrió Sheila.

La doncella se echó a reír.

—¡No había pillado el chiste!

—Avísame cuando llegue mi padre, Jenny.

—Descuide, señorita Sheila.

La doncella dio media vuelta y se alejó, moviendo con gracia sus redondeadas caderas. Sheila apuró su copa y la dejó sobre la mesa. Después se levantó del sofá y empezó a pasear por el salón, preguntándose por qué su padre se retrasaba.

Ignoraba, naturalmente, que había ido en busca de un detective privado para que le diera protección día y noche, en contra de sus deseos.

De pronto apareció Jenny de nuevo.

¡Y cómo apareció!

Parecía un bólido de carreras.

—¡Señorita Sheila!

—¿Qué ocurre, Jenny?

—¡Su padre! —informó la doncella, justo en el momento en que, debido a su velocidad y al brillo del suelo, le resbalaba un pie y daba con sus cuartos traseros en él.

—¡Jenny! —exclamó Sheila llevándose la mano a la boca.

—¡Mi madre! —gritó la doncella, llevándose también la mano, pero al trasero—. Si lo llego a tener de cristal…

Sheila no pudo contener la risa, pero no por ello dejó de aproximarse a la doncella, a la que ayudó a ponerse en pie.

—¿Te has hecho daño, Jenny?

—Más que su padre, señorita.

—No te entiendo.

—¡Que era yo la que estaba al caer, no él! —exclamó la doncella, masajeándose las posaderas.

Sheila rió con ganas.

—¡Me has devuelto el chiste, Jenny!

La doncella rió también, porque la verdad es que no se había hecho demasiado daño en la caída.

—¿Por qué corrías tan deprisa, Jenny?

—Vi llegar el «Cadillac» de su padre, señorita Sheila.

—Te dije que me avisaras, pero tampoco era necesario que te convirtieras en un coche de Fórmula-1.

—¡Es que su padre no ha vuelto solo, señorita!

—¿Qué?

—¡Le acompaña Burt Reynolds!

—¿Quién? —exclamó Sheila, respingando.

—Bueno, un morenazo tan fuerte y tan atractivo como ese actor de cine, quise decir. ¡Está de toma pan y moja, señorita!

Sheila le apuntó con el dedo.

—Jenny…

—¡Es la verdad, señorita! ¡El tipo se parece muchísimo a Burt Reynolds!

—Es tu actor favorito, ¿verdad?

—¡Desde luego! ¡No me pierdo ninguna de sus películas! ¡Y sueño muchas noches con él!

—¿Y qué sueles soñar?

—¡Siempre lo mismo! Que me toma en sus brazos, me besa con pasión, me despoja de la ropa, me cubre de caricias, y después…

—¡No sigas, que ya adivino cómo acaba tu sueño! —la interrumpió Sheila, riendo.

La doncella lanzó un hondo suspiro.

—Si los sueños fueran realidad, yo sería madre ya de media docena de hijos, por lo menos. ¡Y Burt Reynolds sería el padre de todos ellos!

—¡Seguro! —volvió a reír Sheila.

Jenny unió su risa a la de ella.

Sheila iba a decir algo pero se frenó al ver aparecer a su padre, acompañado del tipo que, según Jenny, se parecía mucho a Burt Reynolds, el famoso actor.

Después de fijarse en él, Sheila se dijo que el parecido apenas existía, aunque tuvo que reconocer que el tipo era realmente apuesto, varonil e interesante.

Jenny, por lo bajo, preguntó;

—¿Voy por el pan, señorita Sheila?

—¿Qué?

—Para mojar, ya sabe.

Sheila le arreó con el codo, con disimulo, mientras contenía la risa.

—Esfúmate, Jenny —ordenó, a media voz.

—Sí, señorita. Y suerte con el morenazo.

Sheila intentó clavarle de nuevo el codo, pero la simpática doncella se alejaba ya, reprimiendo también la risa.

Harold Evans y su acompañante se acercaron.

—Hola, Sheila —saludó Harold, antes de besar a su hija en la mejilla.

—Te estaba esperando, papá.

—Me entretuve con este amigo.

—¿Quién es?

—Me llamo Mitch —se presentó el detective privado—. Mitch Brocco.

—Encantada —sonrió Sheila, aceptando la mano que le ofrecía Mitch.

El detective se la estrechó cálidamente, mirándola a los ojos, y Sheila sintió una extraña sensación por todo el cuerpo.

Harold Evans, muy pendiente de la reacción de su hija, adivinó por la expresión de sus ojos que Mitch Brocco era de su agrado. Pero que muy de su agrado.

Y eso le complació, claro.

Era muy importante que Mitch le gustase a Sheila como hombre, porque sólo así lo aceptaría como protector.

Harold carraspeó y dijo:

—He invitado a Mitch a comer, Sheila.

—Me alegro —confesó la joven.

—Es usted muy amable, Sheila —dijo el detective—. Casi tanto como bonita.

—Agradezco su galantería, señor Brocco.

—Le ruego que me llame Mitch.

—De acuerdo.

Harold carraspeó de nuevo.

—Como el almuerzo ya estará dispuesto, sugiero que pasemos al comedor —dijo, y abandonó el salón, acompasado de Sheila y Mitch.