CAPITULO V
Cuando Sholto Arkin se despertó, descubrió que Yelena Dalzell no se encontraba junto a él.
Tampoco estaban su chaleco, sus pantalones y sus botas.
Evidentemente, Yelena se había levantado y se había vestido antes de que él despertara del largo y profundo sueño que sigue tras una noche de amor y placer,
¿Estaría en el cuarto de baño...?
Con el fin de averiguarlo, Sholto apartó la sábana y se levantó, completamente desnudo. Se puso el slip y entró en el cuarto de baño. Lo halló vacío. Yelena se había marchado.
¿Por qué así, sin decir nada?
¿Acaso se avergonzaba de lo que...?
Sholto se dijo que no, que Yelena no podía avergonzarse de nada de lo que había pasado, porque había sido maravilloso en todos los sentidos y, para los dos, aquélla sería una noche inolvidable.
En fin, cuando viera a Yelena, ya le explicaría ella por qué abandonó su lecho de un modo tan extraño.
Sholto se duchó, se afeitó y se vistió, abandonando seguidamente su dormitorio. Como de costumbre, él mismo se preparó el desayuno y dio buena cuenta de los sabrosos y nutritivos alimentos.
Después, Sholto bajó al club.
El personal encargado de la limpieza trabajaba ya en el local.
Sholto se dirigió a su despacho, donde esperaría la llegada de Tova y Lydia, cuyo contrato tenía a punto para la firma.
Llevaba unos diez minutos en él, cuando Jed Kolster hizo acto de presencia, alegre y risueño.
—Buenos días, Sholto.
El propietario de El Gallo Plateado se quedó mirándolo.
—Me sorprendes, Jed.
—¿Por qué?
—No esperaba verte por el club hasta mucho más tarde ¿O es que no fuiste en busca de Tova y Lydia...?
—¡Naturalmente que fui en busca de esas dos preciosidades!
—Pues te encuentro fresco como una rosa.
—Eso es lo que te sorprende, ¿eh?
—Sí. Después de una noche con dos mujeres como Tova y Lydia, deberías hallarte más muerto que vivo.
Jed Kolster rió.
—Supe dosificar mis fuerzas, Sholto.
—Salta a la vista que sí.
—¿Qué tal te fue a ti?
—¿A mí?
—Dijiste que tenías un compromiso, ¿no?
—Oh, sí, es cierto —carraspeó Sholto.
—¿Rubia, morena, castaña, pelirroja...? —preguntó maliciosamente Jed.
—Rubia.
—¿Lo pasaste bien?
—Fenomenal.
—Con Tova y Lydia te lo hubieses pasado todavía mejor
—Lo dudo.
—Esta noche te convencerás.
—¿Esta noche...?
Tova y Lydia nos esperan. No volverás a fallarme, ¿verdad?
—Me temo que sí, Jed.
Oh, no, Sholto... Les prometí que te llevaría conmigo esta noche.
No debiste hacerlo, Jed. —Hombre, yo creí que...
—Lo siento, Jed, pero vuelvo a estar comprometido esta noche.
—¿Con quién?
—Con la misma chica de anoche.
—Oh, repetir dos noches seguidas con la misma mujer no tiene aliciente, Sholto. Lo sé por experiencia.
—Depende de la mujer, Jed.
—¿Tanto te atrae esa rubia?
—Mucho.
—¿Quién es?
—Prefiero mantenerlo en secreto, por ahora.
—Vaya, secretitos y todo, ¿eh?
Sholto Arkin no respondió, se limitó a sonreír.
Jed Kolster dio un manotazo al aire y gruñó:
—Está bien, no me digas de quién se trata. Pero conste que me haces una faena dejándome nuevamente solo con Tova y Lydia, Sholto.
—No lo creo. Con lo bien que tú sabes dosificar tus fuerza...
—¡Vete al diablo, Sholto! —se enfadó Jed, al ver que la sonrisa de Arkin estaba llena de ironía, y salió con paso rápido del despacho. Sholto no pudo contener la risa.
* * *
Unos quince minutos después, llegaban Tova y Lydia, vistiendo trajes de una sola pieza, tan delgados y tan ajustados, que hasta la curva más insignificante de sus turbadores cuerpos quedaba perfectamente señalada.
Como, además, los trajes eran de color carne, al primer golpe de vista parecía que iban desnudas, y Sholto Arkin sintió un cosquilleo en la sangre.
Tras los saludos de rigor, Tova y Lydia se sentaron frente a la mesa de Sholto, siguiendo una indicación de éste.
Sholto les presentó el contrato.
Tova y Lydia lo leyeron atentamente y luego estamparon las dos su firma en él, porque se hallaban conformes con todas sus cláusulas.
Sholto lo firmó también y les entregó una copia, diciendo
—Perfecto, chicas. Esta noche, a debutar.
—¿Y luego...? —preguntó la rubia Tova.
—¿Luego de qué?
—Del debut —respondió la morena Lydia.
—No entiendo, preciosas.
—Le esperábamos anoche, señor Arkin —dijo Tova.
—Oh, se trata de eso... —carraspeó Sholto.
—Jed nos dijo que no pudo venir porque tenía un compromiso.
—Y lo tenía, es verdad.
—¿Podrá venir esta noche, señor Arkin? —pregunte Lydia, besándolo con los ojos.
—Me gustaría, pero...
—¿Tiene otro compromiso, señor Arkin? —inquirió Tova, mirándolo del mismo modo que su compañera.
Sholto estuvo a punto de responder que no, que no tenía ningún compromiso y que acudiría encantado a la habitación 210 del hotel Ceres, pero en seguida pensó en Yelena Dalzell, y en lo feliz que se había sentido con ella entre sus brazos, y supo vencer el deseo que la pareja de sensuales y hermosas equilibristas habían despertado en él con su excitante forma de mirar.
—Sí, tengo otro compromiso —respondió.
—Qué lástima —dijo Lydia.
—Tal vez mañana, ¿no, señor Arkin? —sugirió Tova.
—Sí, tal vez —contestó Sholto.
—Esperaremos ese momento con viva ansiedad —sonrió morena Lydia, poniéndose en pie.
La rubia Tova se levantó también.
Sholto Arkin se irguió igualmente y se mantuvo así hasta que las artistas salieron del despacho, balanceando provocativamente sus exuberantes caderas.
Luego, Sholto volvió a sentarse en su sillón.
Bueno, más exacto sería decir que se derrumbó materialmente en él, impresionado por aquella especie de «Danza del Trasero» que le habían dedicado Tova y Lydia.
* * *
Ulla Okeland trabajaba también como camarera en El Gallo Plateado.
Al igual que Yelena Dalzell, se alojaba en el hotel Zulo, un establecimiento de categoría bastante inferior a la del hotel Ceres, por ejemplo, que era donde se hospedaban Tova y Lydia.
Ulla, una pelirroja de figura tremendamente sugestiva, llevaba ya más de un año prestando servicio en El Gallo Plateado, y como Sholto Arkin pagaba unos sueldos generosos a sus empleados, y Ulla era una chica ahorrativa, muy pronto dispondría del dinero suficiente para adquirir una vivienda en Siderius City, y podría abandonar definitivamente el hotel Zulo.
Como El Gallo Plateado cerraba sus puertas muy tarde ninguna de las camareras solía levantarse temprano, a menos que tuviese necesidad de ello.
Por eso, cuando sonó el timbre de la puerta, Ulla Okeland se hallaba todavía en la cama, plácidamente dormida.
El primer timbrazo no la despertó, pero sí el segundo mucho más largo.
Ulla se desperezó en la cama, la sábana enrollada a la parte media de su cuerpo, totalmente desnudo.
Siempre dormía así, sin nada.
—¿Quién diablos será? —rezongó, molesta porque su dulce sueño se hubiese visto interrumpido.
El timbre sonó por tercera vez.
—¡Ya voy, maldita sea! —gritó, saltando de la cama.
Fue una tontería que gritara, porque tanto las paredes como la puerta estaban hechas a prueba de ruidos, y ni en el corredor ni en las habitaciones contiguas podían oírla, por mucho que chillara.
Ulla se enfundó su bata y acudió a abrir, descalza.
Cuando vio que era el simpático y agradable Jed Kolster quien aguardaba en el corredor, su ceño se desfrunció en acto y su rostro adquirió una expresión que denotaba clara mente la alegría que le había causado la visita del encargado del club.
—Jed... —musitó dulcemente.
—Hola, Ulla —le sonrió Kolster, que portaba un maletín en la mano izquierda.
—Qué agradable sorpresa.
—¿Puedo pasar?
—Naturalmente. Ya sabes que tú siempre eres bien recibido, Jed.
—Gracias.
Kolster entró en la habitación.
La atractiva pelirroja, pensando que el encargado de El Gallo Plateado había ido a verla porque deseaba hacerle el amor —siempre que acudía a su habitación era para eso—, cerró la puerta y empezó a aflojarse el cinturón de la bata, los ojos fijos en él, los labios entreabiertos, formando una incitante sonrisa.
Jed Kolster esperó a que la camarera se despojara de la bata y quedara completamente desnuda ante él. Entonces, dijo:
—Antes de hacer el amor contigo, me gustaría tomarte unas fotos, Ulla.
—¿Tomarme fotos...? —se sorprendió ella.
—Sí.
—¿Desnuda...?
—Sí. No te importa, ¿verdad?
—¿Para quién son esas fotos, Jed?
—Para mí, naturalmente.
—¿Y para qué las quieres?
—Me ha dado por coleccionar fotos de hermosas y atractivas mujeres desnudas, y quiero que tú seas la primera que figure en mi álbum.
—¿De veras...? —Ulla se sintió profundamente halagada.
—Sí.
—¿Y por qué precisamente yo la primera, Jed?
—Porque eres una de las chicas más preciosas y esculturales que conozco, Ulla. Y porque, además, siento un gran afecto por ti, tú ya lo sabes.
Ella se le acercó, le pasó los brazos por el cuello, y pegó su desnudo cuerpo al de él.
—Dejaré que me hagas todas las fotos que quieras, Jed —dijo, y lo besó en los labios, muy expertamente,
Kolster le acarició la suave espalda, las curvadas caderas y las redondeadas nalgas con su mano derecha, porque la otra, la izquierda, seguía sosteniendo el maletín.
La complaciente camarera quiso abrirle la brillante y ancha camisa, para acariciarle el torso, pero Jed le sujetó la mano y rogó:
—Primero las fotos, Ulla.
—Como quieras —le sonrió ella.
—Súbete a la cama, te las tomaré ahí —indicó Jed.
Uila se tendió en el lecho, sensualmente.
Jed Kolster sacudió la cabeza.
—No, echada no, Ulla. Ponte de pie.
—¿De pie...?
—Sí.
—Tumbada resulto más excitante y deseable, Jed...
—Tal vez, pero es que no se trata de eso, Ulla.
—De acuerdo, me pondré de pie —rezongó la camarera, irguiéndose.
Jed Kolster ya había extraído del maletín el extraño objeto que la noche anterior utilizara la rubia Tova.
—¿Eso es una cámara fotográfica...? —exclamó Ulla, señalando el raro aparato.
—Sí —asintió Kolster.
—Pues sí que es rara, hijo.
—No te muevas, Ulla.
—Ya soy una estatua —sonrió la camarera, quedándose muy quieta.
Jed accionó el extraño objeto.
Luego, pidió a Ulla que se pusiera de espaldas a él.
Después, de uno y otro perfil.
—Listo, preciosa —sonrió Kolster, guardando el aparato en el maletín.
—¿Sólo cuatro fotos, Jed,..? —dijo Ulla, un tanto desilusionada.
—Son suficientes.
—Y ninguna acostada.
—Las necesitaba de pie —explicó Kolster, que ya se estaba desnudando.
Esto último hizo que Ulla Okeland se olvidara de las fotos y pensara en lo otro, en lo bien que se lo iba a pasar con Jed Kolster.
Se tendió voluptuosamente en la cama, y esperó a que el encargado del club se echase junto a ella y empezara a besarla y acariciarla con la sabiduría que le caracterizaba.
Desgraciadamente para ella, Jed Kolster no iba a hacer eso.
Entre otras cosas, porque no era Jed Kolster, sino un horroroso ser que había adoptado la imagen del encargado de El Gallo Plateado.
Ulla Okeland empezó a sospechar que algo extraño sucedía cuando vio que la mirada de Jed Kolster se tornaba dura, gélida, peligrosa.
Ya estaba tan desnudo como ella, pero no se acercaba a La cama.
Se había quedado quieto, mirándola fijamente.
Ulla, que ya sentía algo muy parecido al miedo, murmuró:
—¿Qué te ocurre, Jed...? ¿Por qué me miras de ese modo tan frío y tan severo?
El falso Jed Kolster no le respondió con palabras, sino con hechos.
Súbitamente, su desnudo cuerpo empezó a transfigurarse, a sufrir una horrible mutación, acompañada de unos sordos y extraños rugidos que, por sí solos, hubieran bastado para que a la camarera se le helase la sangre en las venas.
Ulla Okeland empezó a temblar sobre la cama, a tiritar literalmente, como si, de pronto, el intenso frío de Plutón hubiese azotado su cuerpo desnudo.
Pálida, estremecida, desencajada, con unos ojos tan dilatados que parecían huevos de gallina, siguió segundo a segundo la escalofriante mutación del falso Jed Kolster.
Cuando el ser adquirió su auténtica y alucinante imagen, Ulla Okeland, que jamás había tenido ante sí algo tan terrorífico y tan estremecedor, lanzó un chillido de horror y se desmayó.